El coronel se pasó casi toda la mañana sentado en la misma tumba del cementerio de Montjuïc. Le dolía la espalda. Había estado sin moverse y sin decir nada, bajo un gran ángel alado. Durante todas aquellas horas había esperado solo que llegara su momento. Aguardaba a que algunos de los soldados que había en el castillo bajaran hasta allí para poner fin a su vida. Hacía mucho tiempo que sus ilusiones habían muerto.
Sin embargo, los de allí arriba parecían estar muy ocupados con los que todavía estaban dentro de las murallas. Cada media hora se oían detonaciones en la cumbre o en la cantera. El coronel permanecía quieto, sin pensar, dejando que el ambiente salino invadiera su cuerpo. Solo respiraba y observaba a aquel chico que tenía enfrente. En el calabozo aquel chaval parecía asustado; ahora estaba sentado encima de una tumba, mirando hacia el horizonte, fijándose quizás en el otro cementerio, el de barcos, que se extendía justo delante del puerto de Barcelona, víctima de meses de bombardeos continuos.
El coronel se levantó de la cripta y se dirigió hacia donde estaba aquel joven soldado. Miquel lo miró.
—Parece que hoy no moriremos.
—¿Está seguro?
—Si estando tan cerca del enemigo ni siquiera han bajado a buscarnos y los disparos más próximos que hemos oído están a más de un kilómetro, creo que deberíamos tener muy mala suerte para acabar el día en un foso. O muy buena suerte.
Miquel observó al anciano. Su cara le resultaba familiar. Antes de la guerra, sin embargo, nunca había conocido a un militar de carrera.
—Coronel.
—¿Sí?
—Pero, usted, no quiere morir de verdad, ¿no?
—Creía que sí, pero, entonces, ¿por qué he huido del castillo? Ahora no lo sé.
—¿Y qué hacemos ahora?
«¿Qué hacemos?».
Lo que aquel viejo oficial deseaba de verdad es que la guerra se terminara. Que todo aquello finalizara de una vez. Por momentos, se maldecía por no estar muerto.
—Creo que subiré de nuevo al castillo, joven.
—Si sube, morirá —respondió Miquel, extrañado—, y me acaba de decir que no sabe si quiere morir. Aun así, si decide regresar allí, yo iré con usted.
El anciano observó de nuevo a aquel joven soldado. Era un niño, dudaba mucho que tuviera más de dieciocho años. ¿Por qué toda la gente que le acompañaba últimamente quería morir con él?
—Miquel, ¿no?
—Sí.
—Miquel, usted tiene toda la vida por delante. Pero yo no. ¿Adónde voy a ir? —El anciano se quedó mirando a su alrededor, a aquel cementerio lleno de tumbas de color marrón—. Baje a la ciudad. Escóndase en el Chino. Allí seguro que hay alguno de los suyos. Alguien que lo pueda ayudar. No creo que se hayan ido todos, o que todos los que se quedaron hayan muerto.
Miquel saltó de la tumba en la que estaba sentado.
—Si sube al castillo, iré con usted, coronel.
El anciano resopló, desesperado.
—Pero ¿qué os pasa? ¿No podéis vivir sin mí?
Miquel se lo quedó mirando, como si no entendiera qué le quería decir.
—Da igual. Sáquese toda la ropa que lo pueda identificar como soldado y bajemos a la ciudad.
El anciano regresó hacia donde había estado sentado y dejó su gran abrigo lleno de medallas en el suelo. Arrancó de la camisa todas las insignias militares, así como la cinta que recorría sus pantalones. Miquel hizo lo mismo.
De todos modos, aquellas ropas seguían siendo, claramente, las de un soldado.
—¿Tiene la pistola que le ha dado ese loco?
—Sí, señor.
—Descárguela y escóndala en su ropa interior. No la utilizaremos si nos paran, pero nos puede ser útil. Sin dispararla. Si la usáramos, podría explotarnos en la mano. Consérvela, pero no se arriesgue a volarse los dedos.
Miquel descargó los cinco proyectiles y los guardó en uno de los bolsillos de la camisa.
—Señor, estamos muy sucios.
—Y más que nos tendremos que ensuciar antes de entrar en la ciudad. Bajaremos por la montaña, con cuidado. En dirección al Paralelo. Si no hay mucha vigilancia, entraremos en el Pueblo Seco. Allí seguro que encontramos alguna casa vacía. Y nos esconderemos para esperar la noche y pasar al Chino. Si queda resistencia, estará allí.
—Sí, coronel.
—Y una cosa, Miquel. No me llames coronel. Ya no soy coronel, no soy nada. ¿De acuerdo? Me llamo Rafael Montesinos.
El joven asintió antes de ponerse a andar detrás del anciano, por entre las grandes tumbas que nacían por todas partes en aquella parte de la montaña. Tenía claro que, al cabo de pocos días, el número de cadáveres en aquella montaña, estratégica siempre para defender la ciudad y también para bombardearla, crecería muy rápidamente. Ya había sucedido así durante la guerra. Uno de los lugares favoritos de los barceloneses para pasar el fin de semana, desde la época de la Exposición Universal de 1929, se había convertido en la mayor fosa común de la ciudad.
—¿Por qué no té fuiste con el sevillano? —preguntó el coronel, justo cuando habían empezado a saltar una de las tapias, medio derruida, del cementerio.
—Coronel…
—Rafael.
—Señor Rafael…
—Solo Rafael.
—Usted es más viejo. Ha vivido más tiempo que él. Debe de saber más.
El anciano se giró hacia el chico. No era ninguna tontería. No dijo nada y siguió escalando por aquella pequeña muralla hasta que cayó entre la maleza.
—¿Está bien?
—Sí, gracias, hijo. Bordearemos lo que podamos de la montaña hasta entrar en la ciudad. No hagas ruido, actúa como si estuviéramos en medio del campo de batalla. Y mantente agachado.
—Sí.
Miquel siguió al viejo militar, escondiéndose entre los pequeños arbustos, aunque apenas quedaban en la montaña. La madera era un valor muy preciado en esos tiempos. Los inviernos habían sido muy fríos. Y en la montaña apenas quedaban unos pocos árboles pequeños. Al cabo de media hora, el viejo militar ya no podía seguir agachado. Su espalda estaba acabando con él.
—Rafael —murmuró Miquel al ver que el coronel se erguía y se llevaba las manos a su dolorida espalda.
—Tranquilo, chico. Ya te he dicho que hoy no nos matarán. Quizá mañana, pero hoy no. Y yo no aguanto más andando así.
Miquel se irguió y miró a su alrededor. De lejos, vio a un grupo de pescadores en la playa de Can Tunis; parecía que para ellos no existiera la guerra. Era como si la ciudad no hubiera sido conquistada por los demonios fascistas.
—Deben seguir comiendo —dijo el coronel, como si adivinara sus pensamientos—. Como todos.
El joven soldado no se había dado cuenta de que hubieran bajado tanto.
—Vamos.
—¿Adónde?
—Con los pescadores. A ver si nos pueden ayudar. Hoy no moriremos, chico.
Poco a poco abandonaron la montaña y se adentraron en aquella parte de la ciudad donde convivían fábricas mutiladas, que parecían abandonadas, con pequeñas casas de pescadores. El puerto cada vez estaba más cerca de los campos de cultivo, donde hacía años que ya no había vida.
—Que hoy no muramos no quiere decir que no tengamos que darnos prisa, Miquel. Esto puede estar lleno de soldados —advirtió el coronel, a la vez que empezaba a correr, todavía con las manos en la espalda.
Miquel aceleró la marcha hacia donde los pescadores arrastraban sus pequeñas y decoloradas barcas. A medida que avanzaban, el olor de mar, aquel sabor intenso a sal, se hacía más fuerte. El mar estaba revuelto; las olas que chocaban violentamente contra la orilla borraban de aquel paisaje cualquier rastro bucólico. Además, seguía haciendo frío.
—¿No ha ido bien la faena? —les preguntó el coronel a los pescadores, cuatro ancianos de rostros agrietados por el mar, que no se inmutaron al ver llegar al viejo oficial.
—Ni un pescado. Parece que también se hayan ido a Francia —respondió uno de los pescadores, mostrando la boca, donde los dientes que sobrevivían estaban completamente podridos.
A pesar del frío y de que estaban tan cerca del viento gélido del mar, los cuatro ancianos manipulaban despacio las redes de las barcas, con las camisas y los pantalones recortados.
—Necesitamos ayuda —soltó Miquel, mirando a aquel marinero.
Su respuesta fue seguir con su trabajo, tras escupir violentamente al suelo. El coronel observó a Miquel como si le hubiera molestado que dijera algo sin su permiso.
—¿Han visto a muchos soldados? —preguntó el coronel.
—¿De los suyos?
El viejo marinero, como los otros, proseguía atento a su trabajo con la red. Las barcas estaban vacías, sin rastro de ningún pez. Realmente debía ser cierto que el día de trabajo no había sido demasiado bueno.
—De los míos y de los otros.
Estaba claro que, aun sin las insignias, seguían pareciendo soldados.
—El valle está lleno de los que no son de los suyos. De hecho, creo que no tardarán en aparecer. Y en cuanto a los suyos, nada. De la montaña solo ha bajado, que hayamos visto, un maldito gitano, que ha tratado de robarnos el almuerzo.
Miquel estaba cada vez más nervioso. Y más desde que aquel viejo marinero le había confirmado que, en cualquier momento, un grupo de nacionales podía aparecer por aquella playa, que, por el continuo repique de las olas, parecía maldita.
—Muy bien. Señores, necesitaríamos algo de ropa para poder pasar desapercibidos.
El marinero miró al coronel. Volvió a escupir violentamente sobre la arena de la playa.
—Pues no podemos ayudarlos. No les vamos a dar la nuestra.
—Si no lo hacen, nos matarán —dijo de pronto Miquel.
Los cuatro pescadores seguían con total indiferencia el trabajo con la red.
El coronel se acercó despacio hacia donde estaba su joven compañero.
—Saca la pistola —murmuró.
Miquel tuvo que bajarse los pantalones para poder sacar el arma. Una vez fuera, la dirigió hacia el grupo de marineros. Por primera vez, estos se giraron hacia él, abandonando las redes e irguiéndose.
—Lo siento, pero necesitamos su ropa. Nos vale con la de dos. La de usted y la de usted —dijo el coronel a dos ancianos.
Uno de ellos era el marinero que había hablado.
—¿Y si no se la damos?
—Mi amigo disparará.
—Si dispara, lo oirán los soldados.
—Si no nos dan la ropa, estaremos igualmente muertos.
El veterano marinero escupió de nuevo antes de bajarse los pantalones y empezar a desabrocharse la camisa. El otro hizo lo mismo. Primero se cambió el coronel y después Miquel. Mientras lo hacían, se intercambiaron el arma. Los dos marineros se pusieron su ropa, aunque continuaron descalzos. Tanto el coronel como el joven militar conservaron sus botas, lo suficientemente sucias y destrozadas como para pasar desapercibidas.
—Muchas gracias. Suerte —se despidió el coronel, antes de girarse y empezar a andar de nuevo hacia la ciudad.
—La necesitarán más ustedes que nosotros —contestó el marinero.
Miquel caminó hacia atrás unos metros, con el arma desenfundada, para evitar que les sorprendieran por la espalda, pero los marineros siguieron con su trabajo con las redes. Cuando ya no se veían y habían empezado a adentrarse en la parte del puerto donde se concentraban la mayoría de las chimeneas, el coronel le indicó con la mirada hacia donde había un grupo de unos seis soldados.
—Miquel, tira el arma.
—¿Qué?
—Tira la pistola. De todos modos, no la podremos utilizar. Se te ha olvidado coger las balas que te habías guardado en la camisa.
Era verdad.
Miquel se desvió algo del camino y abandonó el arma en el suelo sin levantar sospechas. Algunos operarios iban de un almacén a otro.
—¡Alto! —gritó de pronto uno de los soldados que hacía guardia en aquel punto.
—No te muevas. Déjame hablar a mí —murmuró el coronel.
El militar se acercó hacia ellos acompañado de otro soldado, que ya había descolgado el fusil y los encañonaba.
—Ustedes —insistió de nuevo el militar.
Miquel y el coronel esperaban sin moverse y mirando a tierra.
El joven soldado republicano oía su respiración, mientras el anciano ni se movía. Parecía completamente tranquilo.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó uno de los dos militares, el que todavía llevaba colgado el fusil en la espalda.
El viejo coronel no pudo evitar fijarse: era un máuser casi tan hecho polvo como los que habían llevado los soldados de su bando. Quien sabe si su anterior propietario había sido republicano. Durante toda la guerra y en ambos bandos, casi siempre había habido más soldados que armas.
—Estamos buscando trabajo —contestó el viejo.
—¿Hoy sábado?
—También debemos comer sábados y domingos.
—¿De dónde vienen? —preguntó de nuevo el soldado nacional, algo más relajado.
Miquel trataba de controlar su respiración nerviosa.
—De El Prat.
—¿De dónde?
—De El Prat.
—Yo soy de allí y todavía no he podido ir. ¿Cómo han salido de allí? A ver sus salvoconductos… —inquirió de pronto el soldado, que no había dejado de apuntarlos con su fusil.
Miquel pensó que quizá la mejor opción fuera echar a correr. Pero el anciano se mostraba relajado, como si todo aquello fuera lo más normal del mundo. ¿No los estarían buscando? No hacía tanto tiempo que habían escapado del castillo.
—No tenemos, joven —dijo el anciano—. Somos de Barcelona, de aquí mismo. Del Pueblo Seco. Unos días antes de que liberaran la ciudad nos enviaron a El Prat, para construir trincheras. Estos malditos comunistas no nos dieron ni una chaqueta, y tenemos congelado todo el cuerpo. Miren cómo vamos vestidos, a pesar del frío. Y hasta hoy no hemos podido salir de allí. Solo queremos regresar a casa, por caridad, hijos míos.
A medida que el coronel iba avanzando en su alegato, empezó a llorar y a ponerse de rodillas. En el suelo, totalmente deshecho, se cogió a la bota del soldado que primero se había dirigido hacia ellos. Miquel permanecía inmóvil, junto a los soldados, sin dejar de mirar al anciano.
—¿Y tú? ¿No dices nada? —le preguntó el soldado, que continuaba con el fusil descolgado, a la vez que clavaba el cañón del fusil en el pecho de Miquel.
El viejo coronel seguía en el suelo, llorando desesperadamente.
—Es mudo —dijo de pronto, mirando con los ojos llenos de lágrimas a Miquel, que asintió con la cabeza.
Los dos soldados nacionales se lo quedaron mirando.
—Fuera de aquí, rápido. Y tú, lisiado, recoge a tu padre del suelo. ¡Fuera!
Miquel se agachó y recogió del suelo al viejo coronel, que no había dejado de llorar. Los dos empezaron a andar de nuevo en dirección al Pueblo Seco, dejando atrás al grupo de militares. Aunque era sábado, había trabajadores en las fábricas que comenzaron a encontrarse, en mejor estado que las de Can Tunis. Aquellas expulsaban de nuevo su humo negro al cielo de la ciudad.
Los dos hombres entraron en una de las calles de fuerte pendiente de aquel barrio de Barcelona que nace en la montaña de Montjuïc, a pesar de que le da la espalda. Eran calles oscuras y angostas en las que a aquella hora apenas quedaban restos de vida. Al llegar a una vieja casa con el techo medio hundido, el coronel, totalmente recuperado de su papel, se detuvo.
—Empuja la puerta. Este será nuestro refugio.
Miquel obedeció. Ante sus ojos se abrió el pequeño comedor, en el que tan solo quedaba algún mueble destrozado, mucha suciedad y más escombros. Miquel ayudó al anciano a moverse por el interior, pues parecía que le volvía a doler la espalda.
—Descansemos y esperemos a que se haga de noche. Después cruzaremos el Paralelo y buscaremos refugio en el Chino.
Miquel asintió y se dejó caer junto a los restos de una silla de madera y mimbre a la que le quedaba una sola pata. No tenía fuerzas ni siquiera para pensar. Estaba tan cansado que no tenía ni hambre.