16

Anna paseaba por la plaza de Catalunya, ya semivacía, con la niña pegada a su pecho. Todos los que habían asistido a la misa se habían perdido tras las marchas militares hacia el norte de la ciudad. Llevaba muchos meses sin pisar aquellas calles, así, a pleno día. Los que les habían buscado, a ella y a François, por pertenecer al POUM ya no estaban; sin embargo, el peligro seguía acechando en cada esquina. François había salido del piso aquella misma noche. No irían a Cervelló juntos, sino por separado. Para no levantar sospechas…, como si una madre con una niña que intentaba salir de la ciudad no fuera sospechosa, y más teniendo en cuenta que para ir a cualquier lugar era necesario un salvoconducto que ella no tenía. Aun así había que intentarlo, para encontrarse con François en aquel pequeño pueblo perdido en la montaña, para hacerse con un coche. Mientras tanto, él tenía que conseguir toda la documentación que necesitaban para poder salir de allí e ir más al norte, para reagruparse con los últimos republicanos de Girona y huir a Francia. Para eso debía contactar con falsificadores con los que habían tratado aquellos últimos meses, si es que todavía seguían vivos.

En la calle, algunos soldados fumaban mientras estudiaban a todo aquel que pasaba por delante de ellos. Otros, simplemente, dejaban pasar el rato. Abandonó la céntrica plaza y empezó a andar por la calle Pelayo, donde todavía eran visibles los rastros de la ínfima resistencia de dos días atrás. En medio de la avenida, una tanqueta italiana montaba guardia rodeada de niños que agradecían con el brazo en alto los caramelos que les tiraban los soldados. Anna, mientras andaba, mantenía la mirada fija en el horizonte, más allá de aquel cielo gris de invierno. Su hija seguía adormecida en sus brazos, ajena a aquella ciudad, a todo lo que estaba pasando. También a un hombre mayor, bien ataviado con un traje de paño y un chaleco, con una incipiente calva, que hablaba con un joven muy alto y delgado que parecía que le estaba enseñando el coche que acababa de poner en marcha. El ruido llamaba la atención de las pocas personas que caminaban por las destrozadas aceras, llenas todavía de cenizas y de papeles despedazados.

Anna, sin saber por qué, se paró donde estaban los dos hombres rodeados del olor de la gasolina quemada.

—La verdad es que este coche es una joya. Gracias a Dios que lo has podido conservar —dijo don Jacinto, a la vez que se sentaba al volante del vehículo.

Vincenzo se sentía orgulloso. Con un trapo sucio trataba de sacarle brillo al coche, sin demasiado éxito.

—Gracias, señor.

Anna se acercó todavía más al vehículo y a aquellos dos hombres. Don Jacinto salió del coche y se fijó en aquella chica que llevaba a un bebé apretado contra su pecho. Iba vestida con ropas negras y parecía una mujer mayor, aun cuando debía de tener la edad de Pilar. Llevaba el cabello totalmente revuelto y lucía unas grandes gafas que enmarcaban sus ojos negros, tristes.

—¿Le gusta? —dijo mirando a la joven.

Anna, embobada, observaba el coche, escuchando sus bramidos, aspirando aquel olor a gasolina.

—¿Le gusta el coche, señorita? Si quiere, podemos ir a dar un paseo —dijo Vincenzo poniéndose entre el anciano don Jacinto y aquella mujer.

—Vincenzo, hijo mío. Algo de educación. Perdone usted al chico. La juventud de hoy, ya sabe, es muy impetuosa. Desde luego, no lo digo por usted, señora.

Anna levantó la mirada y clavó los ojos en don Jacinto. Se acercó a él. El anciano podía oler su miedo.

—Señor, ayúdenos a mi hija y a mí. Se lo pido de rodillas si hace falta. Debemos huir de aquí. Tenemos que salir de esta maldita ciudad si queremos vivir —murmuró.

Don Jacinto se quedó mirando a aquella joven, mientras Vincenzo, intrigado por lo que le había dicho a su anciano amigo, y que él no había conseguido oír, se movía nerviosamente a su lado. Los ojos de don Jacinto penetraron en los de ella. Aún se sentía culpable por no haber actuado en la detención de su amigo Julián, del que todavía no sabía nada. Durante la guerra solo le había preocupado sobrevivir, él y Pilar. Su única hija. Su única familia. Claro que había oído hablar de ciertas muertes y que había visto ciertos cadáveres; era imposible no verlos. Pero nunca se había topado con alguien que estuviera a punto de morir, y aquella chica y, quizá, su bebé tenían pocas posibilidades de sobrevivir en aquella ciudad. No le estaba engañando.

—Suba —dijo.

Vincenzo no sabía qué hacer.

—Salimos de aquí. ¿Adónde quiere que vayamos?

—A Cervelló —dijo la mujer, que todavía no se había movido.

No sabía qué hacer, no estaba segura de que la fueran a ayudar. Se sentía culpable. Los soldados que seguían repartiendo caramelos estaban muy cerca. Estaba preparada para morir, lo había estado muchas noches en el frente de Aragón; además, estaba segura de que a su hija no le pasaría nada. Había muchas burguesas con ganas de hijos a las que la guerra había secado la barriga.

—Suba de una vez. Vincenzo, ¿sabes ir a Molins de Rei? ¿Al Ordal?

El chico se lo quedó mirando sin saber qué decir.

—Yo conduciré, no te preocupes…, si es que no se me ha olvidado en esos tres años de guerra. ¿Subís?

Don Jacinto se puso al volante del Balilla. Vincenzo y Anna subieron sin saber muy bien qué hacían.

—Vamos.

El pequeño Fiat empezó a vomitar una densa humareda que, incluso, hizo que los niños que había en la calle se olvidaran momentáneamente de los caramelos.

Don Jacinto puso la primera y el coche empezó a moverse en dirección a la plaza de Catalunya. Avanzaba esquivando las heridas del asfalto, aunque no siempre lo conseguía. Al pasar por el lado de la tanqueta italiana, Vincenzo miró a los militares y levantó el brazo.

—¡Arriba España!

Los soldados ni se inmutaron, no sabían cómo reaccionar, así que dejaron que aquel pequeño coche pasara ante sus ojos. Don Jacinto se iba haciendo poco a poco con el control del coche, que circulaba por unas calzadas destrozadas en las que apenas había movimiento; solo se veía a algunos peatones, sorprendidos por aquel coche. Al llegar a la plaza de Catalunya, giraron a la izquierda para adentrarse en la Rambla, después tomaron la ronda de la Universidad. Tras otros cuatrocientos metros, llegaron a la plaza de la Universidad y luego enfilaron por Aribau.

Anna, sentada en la parte de atrás, sujetaba con fuerza a su hija, que seguía durmiendo.

—Don Jacinto, no lo entiendo, ¿por qué no podemos ir a sus fábricas de Sabadell y sí a Cervelló?

El anciano se quedó mirando al joven Vincenzo.

—En Sabadell todavía hay frente, y la zona del Llobregat está bajo el control de los nuestros —respondió el viejo empresario.

Trataron de cruzar una avenida de Roma destrozada, con muchos de sus adoquines levantados, aunque en mejor estado que la carretera de Sants, donde los campos de cultivo se levantaban entre chimeneas, a ambos lados del camino.

—Pero no tenemos salvoconductos. Y no conocemos a esta mujer. ¿Y si nos metemos en algún problema? —insistió Vincenzo.

El coche rugía y rugía, aunque a cada metro iba disminuyendo la densa humareda que expulsaba. El ruido disminuyó justo al entrar en la carretera de Collblanc, donde un grupo de soldados nacionales que estaban junto a un nido de ametralladoras ordenaron que se parara. Don Jacinto levantó el pie del acelerador y miró a Anna.

—No se preocupe, todo saldrá bien.

Detuvo el coche junto a los soldados. Eran tres. Un sargento del Tercio se acercó al vehículo y le hizo el saludo militar a don Jacinto.

—¿Adónde van?

—A Tarragona, sargento.

—¿Me dejan la documentación?

Vincenzo miró alarmado hacia donde estaba su anciano vecino.

—No tenemos documentación.

El sargento dio un paso atrás y se desabrochó la pistolera.

Su mirada cambió por completo.

—Salgan del coche.

Don Jacinto, con calma, comenzó a rebuscar en el bolsillo interior de su chaqueta. Lo suficientemente despacio para no alarmar a aquel militar, que estaba dispuesto a sacar su pistola, o bien a dar la orden para que la metralleta abriera fuego. Don Jacinto sacó su reloj de oro y lo mostró por la ventana, con suficiente maña para que lo viera el sargento, aunque no sus soldados.

—Sargento. No tenemos documentación, pero tampoco somos asesinos. Solo queremos ver si nuestra casa de Tarragona está a salvo.

El sargento cogió el reloj y se lo guardó en el bolsillo. Se quedó mirando al anciano. No parecían peligrosos.

—Siga. Pero va a necesitar muchos relojes si quiere llegar a Tarragona.

El militar dio un paso atrás y dejó continuar al coche, que de nuevo empezó a rugir, en dirección a Esplugues. Pronto llegaron a Sant Feliu de Llobregat y, finalmente, a Molins. No se encontraron con más soldados. Conforme iban alejándose de la ciudad de Barcelona, las heridas de la guerra cada vez eran más difusas.

—Ya os había dicho que lo lograríamos.

—Gracias. Muchas gracias, pero a partir de aquí puedo continuar a pie. No les quiero meter en ningún lío.

Vincenzo se quedó mirando a aquella mujer que tenía en brazos a un bebé. ¿Sería una comunista? Si era así, estaba claro que la debía denunciar.

—Tú qué dices, ¿Vincenzo? ¿Continuamos hasta Cervelló?

El joven se quedó mirando a don Jacinto. ¿Su anciano vecino un traidor? Era el único que los había ayudado a él y a su madre en los últimos dos años.

—Lo que usted diga, don Jacinto.

—Pues, entonces, continuemos.

Pilar se dejó caer en la cama al mismo tiempo que oía cómo su marido cerraba violentamente la puerta de la casa. Se iba a Capitanía, a recibir nuevas órdenes. Justo en aquel momento ella rompió a llorar; no lo había podido hacer antes, por miedo. Tumbada en medio de la cama, con la mejilla enrojecida contra el colchón. Un hilo de sangre salía de su labio. Cerró los ojos. No era tanto un dolor físico, sino todo lo que sentía por dentro. Había esperado muchos meses a su marido, pero no era el mismo. ¿O era ella la que había cambiado?

Se dio la vuelta y observó la gran lámpara de araña que coronaba el techo de la habitación. Siguió con la mirada cada una de las cenefas que recorrían las esquinas del techo, blanco. Cerró los ojos. Los años de guerra habían sido duros para ella y para su padre, pero habían sobrevivido. Y, durante los últimos meses, bastante bien.

Lo peor había sido al principio, cuando aquellos obreros con fusiles, muchas veces defectuosos, se habían hecho con las calles. Después la vida había cambiado, casi había vuelto a ser como antes. Los primeros meses los habían pasado escondidos; los últimos, sin darse a conocer demasiado. Tener un marido que era capitán en el otro bando era peligroso, pero, por suerte, su padre también era un hombre influyente entre los republicanos. Lo único que debían hacer era pasar desapercibidos. Por suerte, su padre nunca se había significado políticamente, aunque muchas veces eso no importaba. Pero contaba con amistades importantes, entre ellas un coronel de carrera que se quedó en el bando republicano y que había sido el que había ayudado en algunos de sus ascensos a Matías, sin que él ni siquiera lo supiera. ¿Qué sería del coronel?, se preguntó Pilar, mientras trataba de presionar la herida del labio con un pañuelo para detener la hemorragia. Sabía que en los últimos meses lo habían relevado de muchas de sus obligaciones, aunque su padre le había dicho que seguía vivo, y que se hospedaba en una pensión próxima a las Ramblas. «Seguro que está en Francia», pensó. Y eso era lo que creía don Jacinto.

Durante aquellos años, su marido le había repetido una y otra vez por carta que podía huir a Burgos, para reunirse con él, junto con otros muchos catalanes leales a su bando. Pero ella nunca había querido. Prefería quedarse con su padre. Era todo lo que tenía. Los republicanos pintaban a los del otro bando como terribles demonios, que esparcían el sufrimiento por pueblos y ciudades, con sus bombas y con sus proyectiles. Pero ella no podía pensar así, y menos de su marido. Para Pilar ambos bandos eran iguales: todos mataban. Y los que estaban en la ciudad también asesinaban, tanto como querían. Pero siempre se negó a abandonar Barcelona. Su padre no quería irse; no quería estar lejos de sus fábricas, aunque ahora estuvieran en manos de los obreros y se dedicaran a confeccionar uniformes del Ejército Popular. Y si él no quería marcharse, ella tampoco. Siempre pensó que a Matías no le importaría.

Pilar se levantó de la cama y se sentó delante del espejo de la cómoda. Tenía un ojo hinchado, también el labio, aun cuando ya había dejado de salir sangre. Se miró y empezó a llorar. Nunca antes le habían pegado, ni siquiera sus padres o en el colegio.

—¿Señor?

El capitán Matías Puig entregó la documentación a uno de los dos soldados que hacían guardia a la puerta de Capitanía General. Mientras la hojeaba, se subió el cuello de la chaqueta. En aquella maldita ciudad, en la que había crecido pero que ahora no reconocía, hacía un frío de mil demonios. Sentía como si ya no estuviera en casa. Ni siquiera Pilar era la misma, se había convertido en una niña rebelde. Había vuelto a casa, y como si nada. Parecía que tenía al enemigo allí dentro. Durante todos aquellos meses de campaña, entre el barro, la nieve y el calor asfixiante de los Monegros, siempre había pensado en ella, también en por qué no se había reunido con él. Sus compañeros no lo entendían. Él, aunque trataba de disimular, tampoco.

—Soldado.

El militar que sujetaba los papeles no dejaba de darle vueltas, como si no supiera encontrar las letras. Únicamente era su documentación y la orden de incorporación a la Capitanía de forma definitiva. Para él la guerra se había acabado; al menos, la de los frentes. El joven soldado le entregó de nuevo los papeles. Bajó la mirada, mientras que su compañero se hacía el loco.

—Lo siento, capitán. No sé leer.

El capitán, que había fijado su mirada en el destrozado puerto de Barcelona, miró al joven soldado y recogió sus papeles.

—¡Arriba España! —dijo, y caminó hacia el interior del edificio.

Mientras atravesaba el patio se encontró con varios soldados, que, apresuradamente, trataban de reparar el edificio. Antes de subir por sus amplias escaleras, dos militares pasaron con un retrato de Franco. Debía de ser para el despacho del capitán general. Subió aquellas escalones, que tan bien conocía. Había estado allí, en aquel mismo edificio, muchos años antes.

—¿El comandante Josep Recoder? —preguntó a los dos sargentos que fumaban un cigarrillo en la primera planta.

Los dos soldados se cuadraron y saludaron con el brazo en alto antes de indicarle una de las puertas que quedaban al lado derecho del pasillo.

El capitán Matías Puig golpeó la puerta, hasta que esta se abrió sola. Vio al comandante detrás de una gran mesa de nogal, como si lo estuviera esperando.

—Matías —dijo amigablemente, tras responder al saludo militar.

—Señor.

—Entra, amigo.

Hacía muchos años que conocía al comandante, desde antes de que él fuera capitán, y Matías, alférez. Habían hecho juntos más de una campaña en África. Y el gélido aliento del desierto convierte casi en hermanos a los que combaten codo con codo, enfrentándose a la muerte a cada paso.

—Hacía tiempo que no nos veíamos.

—Creo que desde la batalla de Teruel —respondió el capitán, mientras aceptaba un habano de su superior.

—La batalla de Teruel. Es verdad. Ya hace casi un año.

El capitán arrancó la punta del cigarro y la escupió dentro del cenicero que tenía el comandante encima de la mesa.

La batalla de Teruel. Matías recordaba con frecuencia aquel 20 de febrero, cuando, con una cincuentena de hombres, entró en una ciudad destrozada. Tan solo doce días antes, el enemigo había conquistado la ciudad, pero aquel 20 de febrero las cosas volvieron a ocupar su lugar.

—Fue una gran batalla para ti.

—Sí, señor.

El comandante se apoyó sobre la butaca, hasta tener la suficiente inclinación para poder colocar los pies encima de la mesa. Se quedó mirando al joven capitán mientras soltaba una densa bocanada de humo hacia los altos techos de la estación.

—¿Todo bien al llegar a casa?

Matías no tenía ganas de hablar de eso.

—Sí, señor.

—Me alegro. Y me gusta tenerte a mi lado. Cuando nuestro amigo, el comandante Garriga, me pasó tu nombre, me puse muy contento. Bien, ¿te imaginas por qué te he llamado?

Matías encendió el cigarro con una de las grandes cerillas que su superior tenía encima de la mesa y se acomodó también en su silla, mirando fijamente los ojos del comandante. Eran negros, vivos, pequeños, pero solo de mirarlos infundían respeto.

—No, señor. Supongo que ahora debemos reconstruir esta ciudad.

—Así es. —El comandante volvió a una postura más oficial—. El capitán general Solchaga, que es quien será nuestro capitán general, ayer me puso al corriente del trabajo que debemos cumplir. Y te implica. Ya sabes que él es un africano, como nosotros —bromeó.

—Sí, señor.

El comandante volvió al tono serio:

—Mira, capitán. Barcelona es un nido de ratas. Muchos comunistas han huido, aunque los cazaremos antes de que crucen la frontera. La guerra ya es nuestra. Ahora debemos poner orden. Y, no sé si por suerte o por desgracia, aquí no contamos con camisas azules. Aunque a partir de ahora habrá muchos, no contamos con malditos falangistas de confianza. Nos tendremos que ocupar de limpiar la ciudad nosotros mismos. No tenemos ni siquiera policías suficientes y, si queremos que las cosas se hagan bien, el ejército se deberá ocupar de todo. Y si de esto nos ocupamos los africanos, seguro que todo saldrá como es debido. ¿Entendido?

—Sí, señor.

El comandante se levantó y, despacio, con el puro en la boca, se acercó hasta donde estaba el capitán.

—Matías, sé que puedo confiar en ti. Juntos hemos pasado muchas noches en el desierto y, lo más importante, hemos sobrevivido. Deberás dejar el uniforme y patrullar de paisano. Tienes a diez hombres a tu mando. Organiza parejas y ocúpate de limpiar la ciudad. Podéis hacer lo que quieras. Lo dejo a tu juicio, que seguro que será acertado.

—Así pues, ¿tendremos poder para detener a cualquier sospechoso?

—Sí. Pero lo mejor será evitar detenciones. Como prefieras. Tienes total libertad.

Matías lanzó otra bocanada de humo por encima de la gran mesa de nogal. Total libertad. Era una misión muy diferente a la que había desempeñado hasta ahora. Aunque el comandante no se lo había dicho explícitamente, le estaban encargando exterminar cualquier posible resistencia, cualquier posible problema. Le gustara o no, no se podía oponer. Era su deber.

—Comandante, ¿cuándo empezamos?

—¿Para qué esperar, capitán? Sus hombres estarán listos mañana por la mañana. Son todos catalanes, como nosotros. Y tendrá a su mando al sargento Núñez, con el que puede trabajar desde ya. Ha hecho esta guerra conmigo. Ha sido mi hombre de confianza, y ahora será el suyo. Todos son voluntarios.

El comandante se dirigió hacia la puerta de la sala, que abrió, tras girarse de nuevo hacia el capitán y lanzarle una sonrisa. En ese momento, apareció por la puerta un hombre de unos cuarenta años, de fuerte complexión física y bigote fino. El tipo levantó el brazo derecho.

—Pase, sargento.

El suboficial avanzó hacia donde estaba el capitán, que se levantó de la silla y le devolvió el saludo. Encajaron las manos.

—Muy bien, sargento. Si le parece, venga conmigo a casa. Me cambiaré y tomaremos un primer pulso a la ciudad.

—Sí, señor.

—Esperen.

El comandante anduvo de nuevo hacia la mesa y abrió uno de sus cajones. Sacó una pistola no reglamentaria y dos tarjetas de identificación.

—Cambie su arma, capitán. Aquí tienen la documentación, para que no tengan problemas con otros patriotas. ¡Arriba España! ¡Viva la Cataluña española!