15

El gitano le pasó al sevillano la mitad del cigarrillo que le quedaba. El coronel permanecía en una gran cripta en la que había una especie de ángel alado. Miquel estaba sentado encima de una tumba, junto a otro soldado republicano que se llamaba Roger, atentos a cualquier movimiento que les pudiera poner en peligro. Al conseguir escapar del castillo, los fugitivos se habían dividido en dos grupos. El de Miquel, por la insistencia del gitano y el beneplácito del coronel, había decidido mantenerse oculto en el interior del laberíntico cementerio de Montjuïc hasta el alba. El otro grupo se había perdido montaña abajo en dirección a la playa de Can Tunis. «No tiene sentido que nos movamos por la ciudad sin saber adónde ir cuando todavía están buscando a gente como nosotros para pelarla», había sentenciado el viejo coronel.

El gitano había propuesto ir a aquel gran cementerio, que de por sí era como otro barrio de la ciudad. Él lo había utilizado en más de una ocasión, explicó, para guardar mercancía de estraperlo. Las criptas eran seguras. Y allí estaban los cinco, descansando, como si no estuvieran en una montaña y en una ciudad llena de nacionales armados dispuestos a vaciar su cargador contra cualquiera de ellos.

—Debemos hacer algo. Si nos quedamos aquí, acabaremos dentro de una de estas tumbas. Puta vida —dijo el sevillano, que tiró contra el suelo su cigarrillo.

Miquel se quedó embobado, observando las pequeñas chispas del tabaco, mientras que un tímido sol, con una luz gris de invierno, empezaba a aparecer por encima del amplio mar que tenían ante sus ojos.

—Lo que está claro es que tampoco nos podemos quedar dormidos en este cementerio. En la cantera de aquí al lado hay mucha gente enterrada por balas republicanas, y los nacionales seguro que copian la idea —afirmó Roger.

Provenientes de la zona del castillo se oyeron diez detonaciones.

—Parece que están ocupados —dijo el gitano.

Miquel se lo quedó mirando. Era un hombre pequeño, de unos treinta años, con la piel muy morena y el pelo negro. Tenía las uñas largas, algunas rotas, llenas de suciedad. Su estado no debía ser mucho mejor. Tenía frío, como todos. Solo el coronel conservaba su abrigo. Sin decir nada, el gitano se levantó de la tumba en la que estaba sentado y se perdió por detrás de otras. Se agachó y al poco rato volvió donde estaba el grupo. Dejó caer en el suelo cinco pistolas enmohecidas que parecían de la Primera Guerra Mundial. También había dos granadas; solo verlas daba miedo, pues parecía que podían estallar en cualquier momento. De sus bolsillos sacó unas cuantas balas, no debían de ser más de una veintena; eran de varios tipos. Cogió uno de los revólveres y rebuscó entre la munición hasta encontrar las balas que podían entrar en su tambor. Consiguió llenarlo con cinco, aunque no estaba claro que pudiera dispararlas llegado el momento.

—Aquí es donde cada uno sigue su camino, compadres. Yo no soy soldado y esta no es mi guerra. Suerte.

El gitano, casi sin mirarlos, se guardó la pistola en los pantalones y se perdió entre las tumbas. El resto no dijo nada. Solo el sevillano abandonó su posición para acercarse a las armas. Las revisó y las armó como pudo. Tras unos minutos, lanzó dos entre las sepulturas.

—Una no tiene munición; la otra, si se usa, estallará en nuestras manos. Qué jodido el gitano. Estas dos están cargadas con cinco balas cada una. Y de las granadas, señores, yo no me fío —dijo, a la vez que se acercaba al coronel y le ofrecía una de las pistolas.

—Dásela mejor a los jóvenes —intervino este, mirando a Miquel.

El sevillano se guardó la pistola.

Miquel se sentía muy cansado, como si estuviera en medio de un sueño. Realmente, no sabía si estaba vivo o muerto. Y prefería no pensar. Habían sido unos días muy intensos. Debería sentir pánico, pero no sentía nada.

—¿Y qué haremos ahora, coronel? —dijo el sevillano de nuevo ante el viejo militar, que se frotaba la parte inferior de la espalda, dolorido.

—No creo que podamos hacer demasiado —contestó.

Todavía no sabía por qué en el último momento había decidido sumarse y escapar él también. Ya estaba preparado para afrontar su final.

Miquel abandonó la sepultura y se acercó hacia donde estaban los otros dos hombres. Roger hizo lo mismo… Su estómago protestaba, aunque él ya no sentía nada. No tenía miedo y, curiosamente, tampoco sentía la necesidad de huir. Estaba perdido, pero era como si no le importara. El viejo militar se puso en pie. El sevillano seguía todos sus pasos con interés.

—Yo me voy a entregar —anunció.

El andaluz se lo quedó mirando, sin saber qué decir. Dio un paso hacia atrás. Escupió con rabia al suelo y desenfundó su arma violentamente justo cuando su saliva se estrellaba contra una de las tumbas.

—¿Qué te entregarás? ¡Maricón de mierda! ¿Ahora que hemos escapado?

Nervioso, el sevillano le apuntó con su pistola. Su mano temblaba cada vez más.

—Niño, y tú qué haces, ¿te quedas con este cadáver? —dijo de nuevo, sin dejar de apuntar al coronel y mirando a Miquel.

Este se lo quedó mirando, como minutos antes, cuando observaba el alba sobre el mar. Ahora mismo no tenía ganas de salir corriendo.

—¿Y tú, Roger?

El otro soldado no sabía qué hacer. Finalmente, fue hacia dónde estaba el sevillano.

—Yo me voy contigo.

—Aquí os quedáis, maricones —dijo el sevillano, antes de guardar su pistola y perderse acompañado de Roger entre las tumbas por donde había desaparecido el gitano.

Miquel los siguió con la mirada. Cuando desaparecieron, miró al coronel. Él también lo observaba.