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María se acercó al ayuntamiento de Roses, que de nuevo se llamaba Sant Feliu de Llobregat, para averiguar algo más de su hijo. El mismo día en que aquel capitán le había dicho que no temiera por su vida, ya de noche, los falangistas del pueblo (nadie sabía de dónde habían salido) habían ido a buscarlo, acompañados de dos soldados. Se lo habían llevado sin decir adónde, aunque ella se negaba a dar por muerto a Vicenç. ¿A él también? No. No, no podía ser.

—¿Otra vez usted?

María se quedó mirando al militar que se encontraba justo a la entrada del consistorio. Era un joven que debía de tener pocos años más que su hijo. El militar bajó las pequeñas escaleras del edificio.

—Si no se va, la detendré.

—¿Así veré a mi hijo?

—Señora, márchese. Tiene mucha suerte de haberse encontrado conmigo. Venga, váyase.

María se lo quedó mirando unos segundos antes de dar media vuelta y dirigirse hacia la iglesia. A sus puertas, se santiguó.

Habían pasado ya demasiadas horas, pero no se daba por vencida. Estaba decidida a volver al ayuntamiento cuando vio que, en uno de los extremos de la plaza, un grupo de mujeres hablaba en voz baja. Eran Matilde, Rosario y otras.

—¿Qué pasa?

—Dicen que han encontrado muerto a don Gregorio en La Salud. Y que hay más gente con un disparo en la cabeza.

María pisó el suelo con fuerza. Sus pupilas se dilataron demasiado, como si sus ojos se llenaran de luz. Un sudor frío le recorrió la espalda y comenzó a vacilar, como si fuera a perder el conocimiento.

—Señoras, hagan el favor de dispersarse. A ver si voy a tener que detenerlas a todas, que los calabozos se me van a quedar pequeños.

Las mujeres comenzaron a caminar al escuchar las palabras del soldado que montaba guardia a la puerta del ayuntamiento. María fijó en él sus ojos, pero sin poder verlo. Estaba a punto de desmayarse.

—¿Y usted no se mueve? ¿Quiere agotar mi paciencia? Venga, señora…

Sacó fuerzas de donde no las tenía para empezar a caminar, apoyándose en las paredes de las casas que daban a la plaza. Trataba de evitar pensar que su hijo podía estar entre aquellos hombres que yacían muertos junto al viejo maestro. Pero no podía sacarse esa idea de la cabeza. Caminó perdida, en medio de aquel pueblo que empezaba a recuperar su vida, hacia la zona de La Salud, hacia la riera, hacia donde esperaba no encontrar a su hijo. Siguió las vías del tren, dejando atrás las últimas casas del pueblo y adentrándose en los campos de cultivo. Un grupo de soldados regresaban en dirección contraria a la de María. No le dijeron nada, ni siquiera la miraron.

Desde la distancia observó el lugar donde yacían los cuerpos. Había algunos guardias civiles con capas y tricornios. También estaba Fina, la mujer del panadero, firme, ante lo que se intuía que era el cuerpo sin vida de su marido. Todos en el pueblo sabían que era socialista.

María respiró profundamente para tratar de calmarse. Sentía que el aire desgarraba su esófago antes de llegar a los pulmones. Sin perder la calma llegó hasta donde estaban los cadáveres. Don Gregorio, el maestro, estaba tumbado boca arriba, con un disparo en la frente; un hilo de sangre llegaba hasta sus ojos, abiertos. Además del panadero y de él, también vio los cuerpos de dos soldados republicanos que debían de tener la edad de su hijo. Ninguno de ellos era Vicenç. Su hijo no estaba allí. Vicenç estaba vivo. Tenía que estarlo. María se acercó hacia donde estaba Fina, que parecía ausente, pero que no dejaba ver ninguna lágrima. Le puso la mano en la espalda, pero ni siquiera se giró; no sentía nada.

—¡No se muevan! —Uno de los guardias comenzó a gritar a las dos mujeres. Estaba junto a uno de los dos falangistas que se habían llevado durante la noche a Vicenç de su casa.

El guardia y el barrigudo de la camisa azul sudada se acercaron a donde estaba María, que los observaba con la mirada gacha, tratando de no hacer caso de su odio. El guardia se quedó a su lado, a la vez que el falangista se ponía frente a él y desenfundaba su revólver. Aquel hombre, cuya peste a sudor envolvía el ambiente, dirigió el cañón del arma justo al centro de la frente de María.

—¿Y su hijo? —preguntó a la vez que presionaba más el arma.

María sentía que el contacto frío del hierro, cilíndrico, apretaba su piel. Respiraba con dificultad.

—Ustedes se lo llevaron de casa el otro día —se atrevió a decir.

—¡Dínoslo, puta!

El barrigudo parecía cada vez más nervioso. El guardia permanecía a su lado, mirando a aquel hombre, sin saber muy bien qué hacer.

—El muy cabrón se escapó cuando lo llevábamos en el camión. Saltó con las manos peladas por el alambre. ¿Dónde está ese maricón?

El falangista cada vez hablaba más fuerte y, a la vez que aumentaba el tono, clavaba con más fuerza el cañón en la frente de María.

—No lo sé.

El guardia puso la mano encima del brazo del falangista, para calmarlo. El tipo retiró poco a poco el dedo índice del gatillo.

—Déjala, ya la llevaremos al cuartelillo. Allí seguro que habla.

—¡Y una mierda!

Una bala atravesó la cabeza de María, y su cuerpo cayó rodando donde descansaban sin vida el maestro, el panadero y los dos soldados republicanos. Estaba muerta.

Vicenç se refugió en la pequeña cueva que había bajo la ermita de tierra rojiza de Cervelló. Había oído voces cerca. Quizá lo estaban buscando, aunque era poco probable. Podían estar detrás de él, pero también de otros muchos. La guerra, aunque perdida, no se había acabado.

Se dejó caer sobre la pared arenosa y notó que el barro rojizo se mezclaba con su camisa sudada. Desde que había saltado de aquel camión que avanzaba hacia el cementerio y que lo conducía a una muerte segura, no había podido conseguir ropa ni comida. Lo único que había hecho había sido andar por aquellas montañas, como un animal más, hasta llegar allí. Había dado vueltas y vueltas para despistar a quienes fueran. Ya estaba a punto de llegar a la masía de su tía, la hermana de su madre. Le pediría que lo escondiera. Quien sabe, incluso, quizá se encontrara allí con Joan. Por lo que sabía, antes de que entraran las tropas de Franco estaba luchando en el Ordal. Puede que también se hubiera refugiado en la masía.

Era un lugar seguro. La casa era muy grande.

Vicenç se frotó las muñecas, ensangrentadas por los alambres con los que le habían atado las manos. Le dolían. Sobre todo, la muñeca derecha, donde el alambre había penetrado más. Se sintió débil, había perdido mucha sangre. Y, además, aquel frío… Iba vestido tan solo con una camisa, la que llevaba cuando lo habían detenido. No le había dado tiempo de abrigarse.

Cuando ya se sentía seguro en casa, junto a la chimenea, con su madre, aquellos falangistas acompañados de esos soldados habían entrado por la puerta. Un barrigudo que parecía el cabecilla se lo había llevado a rastras. La palabra de aquel capitán de África no le había servido de nada. Era todo una mentira. Él era quien había ordenado que se lo llevaran preso. Se lo había dicho aquel barrigudo, mientras lo subían al camión a golpes. Allá había otros vecinos: el panadero, don Gregorio, algunos soldados… Todos estaban callados, mirando al suelo. Ahora sentía el frío, pero el de aquella noche había sido helado. Al poco de ponerse en marcha el camión, cuando ya habían dejado atrás las últimas casas del pueblo, Gregorio, el maestro, se había girado hacia él, mientras los soldados que lo vigilaban estaban despistados, fumando: «Vicenç, estos nos pelan», le había dicho.

Entre murmullos silenciosos de una noche que parecía moribunda, el maestro lo convenció para que, en la siguiente curva, saltaran del camión y huyeran cada uno hacia un lado. Así, al menos uno se salvaría. Vicenç no se lo pensó dos veces. No quería morir. Llegó la curva. Saltaron, pero el maestro cayó mal. Por sus gritos parecía que se había roto el tobillo. El camión se paró. Los soldados salieron a buscarlos.

Él corrió, corrió hacia el río, corrió hacia el bosque para buscar refugio. Oyó cómo un disparo ponía fin al silencio de aquella noche y a los gemidos del maestro.

Se arrastró todo lo que pudo hasta el interior de aquella pequeña cueva. Las voces se acercaban. Estaban cada vez más cerca. Cerró los ojos, queriendo creer que eso sería como desaparecer, que así podría volver a su vida anterior, a la de antes de la guerra, a la de un simple chaval de pueblo.

Lamentó haber abandonado su fusil en el frente. Sus cuatro semanas como soldado le podían costar la vida, y eso que no había disparado ni un solo tiro. Al final de su instrucción forzosa de dos días le habían dado un máuser de la Primera Guerra Mundial, descargado. No quedaba munición para ese tipo de arma, aunque eso no había evitado que lo trasladaran a las trincheras de El Prat, donde tenían que impedir el avance de los fascistas. A nadie parecía importarle que muchos de los que estaban allí fueran adolescentes como él, desarmados, que con solo pensar en que tendrían a un moro sangriento ante ellos se meaban en los pantalones. No importaba. No pasarán. Se escapó a casa, pensaba que estaba fuera de peligro, pero ahora estaba allí. Aquella guerra que había mutilado a su familia quería acabar también con él. Solo deseaba seguir vivo, estar con su madre.

«No me puedo quedar aquí», pensó Vicenç, tratando de llenarse de valor. La casa de su tía no estaba tan lejos. Allí estaría seguro. Sin pensárselo más, abandonó la cueva y recorrió rápidamente el camino hacia la masía. Sin respirar, sin pararse, hasta que llegó a la puerta de la casa cuando el sol ya se empezaba a intuir en aquellas montañas.

—¿Vicenç?

—Tía.