13

El capitán Matías Puig se levantó de la cama. Su ropa limpia y planchada reposaba encima de una de las sillas al lado del tocador de Pilar, su mujer. Allí todo olía a limpio. A lavanda. Ya casi no se acordaba del olor de su casa. Llevaba más de dos años en primera línea del frente, sin permisos. No había dejado de preocuparse por lo que le pudiera pasar a su esposa. Pero aquel terco de don Jacinto no había querido abandonar Barcelona. No quería oír hablar ni siquiera de Burgos, como le había explicado en repetidas ocasiones Pilar en las escasas cartas que habían conseguido pasar de bando. Y su hija hacía lo que Dios mandaba, quedarse con su padre. Aquel testarudo que, a pesar de su conocida posición en la burguesía catalana, y que muchos sabían que tenía un yerno en el bando de los nacionales, había conseguido sobrevivir a cualquier represión. Él y los suyos. Afortunadamente.

Matías empezó a vestirse. Estaba de nuevo en casa; tenía menos muebles que cuando se había marchado, pero olía igual: a lavanda, gracias a las esencias que Pilar repartía disimuladamente por toda la casa. Cerró los ojos y durante unos segundos tuvo la sensación de que la guerra no solo había acabado, sino que nunca había tenido lugar. Como si los largos días de las trincheras del Jarama ya no formaran parte de su pasado y de su vida. Como si, de pronto, hubiese olvidado esa y otras muchas batallas. Continuó con los ojos cerrados, recordando cada segundo de aquellas dos noches que había pasado con Pilar. No había perdido la sonrisa, a pesar de la guerra. Y estaba igual de guapa. La amaba, aunque no hubiera estado con él en todos aquellos meses de preocupaciones. Abrió los ojos y miró la cama a través del espejo del tocador. Las sábanas todavía estaban revueltas.

—¿Matías? —preguntó Pilar.

La mujer entró por la puerta, y el capitán de los regulares no pudo evitar quedársela mirando unos segundos, sin decir nada. Recorrió con su mirada aquellos finos labios, la larga cabellera negra siempre bien peinada, sus ojos oscuros, que habría envidiado la más bella de las andaluzas.

—Sí, Pilar. Puedes entrar.

Su belleza no la apagaba ni el vestido de riguroso negro que llevaba ni la mantilla sobre la cabeza.

—Debemos irnos —dijo a la vez que mostraba una amplia sonrisa.

Matías se vistió rápidamente y fue hasta la puerta. Allí le esperaba. La cogió del brazo, apretándolo con fuerza.

Parecía que todos los malos pensamientos que había tenido sobre ella, alejado tantos meses de su cama, habían desaparecido en el momento en que la había visto. También la decepción por que no hubiera querido reunirse con él en territorio nacional.

Ella le apretó el brazo y sonrió de nuevo. Tenía la cara iluminada. Salieron de su piso, un principal de la calle Pelayo. Matías sacó su reloj de bolsillo, que había sido de su padre, hasta que lo mataron en una calle de Barcelona, junto a su madre, como a unos perros.

—Llegamos tarde. La misa de la plaza de Catalunya está a punto de empezar.

La ceremonia la había organizado el Ejército, que, desde hacía dos días, tenía el poder en la ciudad, y lo seguiría teniendo durante muchos años más. Matías no perdía ningún detalle a cada paso que daba. Desde que había vuelto a casa, se había movido por la ciudad como un perro perdido en busca de refugio. Con la mirada fija y con un solo pensamiento: volver al hogar. Ahora andaba despacio, del brazo de Pilar, por aquellas calles llenas de suciedad en las que algunos trabajadores municipales, muy pocos, se dedicaban a limpiar y a borrar el pasado más reciente.

Todavía quedaban muchos carteles donde se llamaba a la lucha a los obreros, donde se pisaban cruces gamadas, donde se reclamaba el Estado catalán. Algunos eran arrancados por peatones anónimos que llevaban brazaletes de fabricación casera de color rojo y gualda. Algunos soldados se dedicaban a pintar vivas a Franco. El suelo estaba lleno de ceniza y de escombros, de cristales rotos. Pero eran de meses atrás, de los bombardeos. Parecía nieve, y más por el frío y la humedad que llegaban a traspasar la ropa. Aun así, no era el frío de las trincheras, el que se aloja en el espinazo sin pedir permiso y que, poco a poco, hace menguar el ánimo.

—Ya estamos —dijo Pilar.

Estaban llegando a la plaza de Catalunya, se oía el rumor de miles de personas en medio de una ciudad vacía y muerta que gritaban el nombre de Franco repetidamente, como si estuvieran a punto de entrar en trance.

—Capitán —saludó un soldado.

Matías le devolvió el gesto.

Para evitar a tanta gente aparecieron en la plaza de Catalunya por el lado norte, justo detrás de donde, en pocas horas, se había montado un escenario para el oficio religioso en el que participaron, según los diarios de la época, más de ochenta mil personas, entre civiles y soldados.

—Capitán.

—Comandante —dijo Matías, a la vez que saludaba a su superior.

Era Garriga, su jefe de unidad y compañero de batallas de los últimos años.

—Creo que se ha librado del desfile que nos espera luego.

—Sí, señor. Ya me han confirmado, como me dijo, que me quedo en Barcelona. Me incorporo a las fuerzas que se quedarán en la ciudad. Me han de encomendar una misión especial. El otro día no pude hablar con el responsable en el mando avanzado, pero ya me han citado en Capitanía.

—Me alegro. Cuídese mucho.

—Usted también, señor.

Los dos militares se despidieron con la mano levantada, bajo la mirada atenta de Pilar.

—¿Quién es?

—Era mi comandante.

—¿Y no me lo presentas?

—Querida, esto es el ejército. Además, ya te expliqué que ahora cambiaré de trabajo. Él continúa en la guerra —dijo Matías.

Pilar, decepcionada, miró a su alrededor. Todo estaba lleno de soldados. Había, incluso, moros. Los trajes de campaña se mezclaban con los de calle, muchos oscuros, que lucían ciudadanos anónimos con banderas españolas, algunas guardadas en cajones y armarios durante años. Había también algunos con banderas republicanas, pero con una cruz gamada, como las que a veces ondeaban en el frente para reírse del enemigo.

—¿Quieres que vayamos hacia allí? Delante del escenario hay un reservado para oficiales.

—Prefiero quedarme aquí —dijo Pilar.

Estaban en medio de una multitud, justo detrás de donde se oficiaba la ceremonia. El silencio sepulcral que había en toda la ciudad llegó a la plaza. Ya solo se oía la voz del religioso encargado de oficiar la misa. La ciudad tenía tan solo una voz.

—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

Amen —contestó la plaza.

—La luz ha regresado a esta ciudad. La paz. Dios no os ha abandonado en todo este tiempo, pero ahora regresa junto al ejército del generalísimo Franco, que está con vosotros. Gratia Domini nostri Iesu Christi, et caritas Dei, et communicatio Sancti Spiritus sit cum omnibus vobis.

Matías pasó el tiempo que duró la misa pensando en qué le depararía el futuro en aquella nueva ocupación en Capitanía. Nadie se lo había aclarado. La religión nunca le había interesado demasiado. El anuncio de su incorporación le había cogido por sorpresa, y todavía más porque se lo había notificado el mando adelantado, el coronel Montagut, un viejo conocido de su padre, el primer capitán Puig, asesinado a manos de un pistolero anarquista, cuando él era todavía un adolescente. Fue unos días antes del golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera. «Te darán un cargo y una ocupación digna para ti», le había dicho el coronel. No sabía nada más.

—¿Dónde van todos estos soldados? —preguntó Pilar, extrañada al ver que un grupo de militares empezaba a formar.

—Habrá un desfile —dijo el capitán, a la vez que la masa empezaba a vitorear a España y a sacar banderas por todas partes.

—¿Nosotros no vamos?

—No, nosotros no.

—¿Por qué?

Matías se quedó mirando a su mujer. «¿Por qué?». Él había dicho que no.

—¡Pilar!

Don Jacinto avanzaba a contracorriente de la multitud, que se agolpaba para ver mejor la salida de los militares de la plaza.

—Tu padre —dijo el militar, sin ninguna emoción.

Ahora en frío, lo cierto es que él había sido el único responsable de que su mujer no se hubiera reunido con él al otro lado. En la otra España. En la España verdadera. Aquello que le había molestado tanto tiempo y que parecía haber desaparecido al llegar a Barcelona empezaba a nacer de nuevo en forma de resentimiento en aquella ciudad gris.

—Hola, hija mía —dijo don Jacinto.

—Don Jacinto —contestó secamente Matías.

El viejo parecía nervioso, más que de costumbre.

—Buenos días, Matías. Me alegro de volver a verte tan pronto. ¿Cómo estás?

—Bien, señor.

Desde el día anterior, no se podía sacar de encima la sensación de cobardía que le había invadido al ver que aquellos soldados nacionales se llevaban a su viejo amigo. Los había esperado con ansia, pero ahora eran unos extraños. Él también había dado vivas al final de la misa, aunque quizá no de forma sincera.

—¿Has venido solo? —le preguntó su hija.

—Sí. ¿Qué haréis? ¿Venís a casa?

A Matías aquella idea le repugnaba, la tranquilidad y la paz con la que se había levantado aquella mañana parecía que se iba marchitando poco a poco.

—Capitán Puig —dijo de pronto un hombre de uniforme del ejército del aire que se acercaba a Matías.

Este le devolvió el saludo con la mano, efusivamente.

—José Antonio.

—Matías.

—¿Qué haces aquí?

Pilar y su padre se quedaron mirando al oficial con traje de gala y guantes blancos.

Los dos dieron un paso atrás para no interferir en la conversación.

—De chófer —contestó José Antonio.

—¿No deberías estar en el frente?

—Sí. Pero ayer recibí órdenes del coronel. Necesitan chóferes que conozcan la ciudad. Y como yo soy de aquí me ha tocado.

—¿Y a quién llevas?

—No te lo creerás.

—¿A quién?

—Al comandante García Morato.

—¿Sí?

—Sí.

Un hombre vestido con un uniforme de la aviación fascista se acercó a los dos capitanes sin que ninguno de los dos intuyera antes su presencia.

—Capitán, si nos disculpa, nos tenemos que marchar ¿Nos vamos, teniente? —dijo el desconocido, que no lo era tanto para Matías.

—Por supuesto, señor —contestó el capitán Puig, a la vez que saludaba reglamentariamente.

—Adiós, Matías. Nos vemos un día de estos —añadió en voz queda José Antonio, antes de retirarse con su oficial.

Pilar y don Jacinto se acercaron a Matías, una vez que los dos oficiales se habían alejado.

—¿Quién era ese hombre? —preguntó Pilar, refiriéndose al de mayor edad y graduación.

—El comandante García Morato.

—¿Quién?

—El comandante García Morato. ¿No sabes quién es?

—No.

—¿De qué os informaban los comunistas? Es el as de nuestra aviación.

—¿El qué?

—El que bombardeaba Barcelona —soltó Matías, enojado.

Pilar dio un paso atrás, sorprendida.

—¿Y lo saludas?

Matías se quedó mirando a su mujer fijamente. Don Jacinto, que no perdía detalle, trató de desviar la conversación.

—¿Cómo va la guerra? —preguntó, de forma acelerada. Matías lo miró, sin decir nada.

—Se dice que ya se ha conquistado Sabadell y que Negrín y los suyos están atrapados en Figueres —prosiguió don Jacinto.

—Nos vamos —soltó Matías, mientras cogía violentamente del brazo a su mujer—. Ustedes están perdiendo la guerra, don Jacinto. Nosotros la estamos ganando.

Mientras se iban, los vítores al ejército vencedor se repetían en la plaza.

Don Jacinto miró al cielo gris ceniza y se dio cuenta de que las cosas no iban demasiado bien. Lo intuía. A aquel chico la guerra lo había cambiado, aunque ¿a quién no?

—¿Don Jacinto? —le dijo un joven de unos veinte años. Era el hijo pequeño de una de las vecinas de su bloque de la calle Aragón.

Aquel chico era conocido porque había podido conservar, ajeno a confiscaciones, todavía no se sabía cómo, el Fiat Balilla del año 34 de su padre, Vincenzo Samontano, que, según se decía, fue espía de Mussolini en Barcelona durante la República e informador de los rebeldes una vez iniciada la guerra. Una noche había desaparecido, posiblemente, tras recibir un disparo en la nuca en la montaña del Tibidabo.

—Dime, Vincenzo.

—He conseguido una lata de gasolina —anunció el joven, que agitaba aceleradamente y de forma nerviosa un recipiente con un líquido amarillento.

El viejo lo miró, divertido; echaba de menos encontrarse con una sonrisa sincera.

—¿Y café? ¿No has conseguido un poco de café?

Al chico se le borró la sonrisa de la cara. Don Jacinto tenía la firme convicción de que los continuos golpes que había recibido de los anarquistas lo habían dejado medio bobo.

—Pues no. ¿Quería café?

—Da igual. Era una broma. ¿Saldrás a pasear con el coche?

—¿Pasear?

—Sí.

—Sí.

—¿Y con quién irás?

El joven mostró una nueva sonrisa, acercándose a su vecino, que durante aquellos últimos meses se había ocupado de que no les faltara comida ni a él ni a su madre.

—Con usted.

—¿Conmigo?

—Claro, don Jacinto. La lata es para que podamos llegar en el Balilla a sus fábricas de Sabadell.

El anciano tenía ganas, y muchas, de ver cómo estaba su patrimonio más importante. Por eso había ido a buscar a su yerno, para conseguir un salvoconducto y así poder salir de la ciudad. Y también para preguntarle por don Julián. Pobre diablo. Aunque seguro que al cabo de unos días lo dejarían libre, con algunos golpes eso sí, pero nada más. Al menos, en eso confiaba.

—No tenemos salvoconductos.

—¿Y su yerno?

—Mejor que no. Por cierto, hijo, ¿cómo has conseguido la gasolina?

El chico dejó la lata en el suelo, algo desilusionado, y se acercó al anciano. La plaza se estaba empezando a quedar vacía. La multitud había seguido los pasos de los militares.

—Anoche mismo vino un comandante a mi casa. Le trajo una medalla a mi madre. Era una moneda muy brillante, con los colores de la bandera bicolor. Le dijo que mi padre había sido un héroe, que había sido el quintacolumnista que confirmó a Franco finalmente que la ofensiva del Ebro no se haría por Lleida.

—¿Un espía?

La quinta columna. Don Jacinto siempre había tenido la firme convicción de que había sido un invento de los comunistas para poder matar a gusto a hombres como él, en la retaguardia. De hecho, aquel chico se lo podía estar imaginando todo, pero lo cierto es que tenía una lata de gasolina.

—Eso parece.

Por otro lado, tenía claro que el papel de espía le venía como anillo al dedo a Vincenzo padre. Su porte de galán, siempre ataviado con gabardina y sombrero de ala; aquella mirada, que parecía obsesiva (y que su hijo no había heredado, pues la suya más bien era boba).

—¿Y qué más os dijo?

—Que el ejército nacional no olvidaría a nuestro padre. Y que nos darían todo lo que quisiéramos. Yo le pedí gasolina. Me dio esta lata. Era la de su coche.

Don Jacinto empezaba a mirar con otros ojos al joven Vincenzo. Siempre le había tenido afecto, había crecido junto a Pilar, pero ahora le tenía más aprecio que nunca.

—Te lo agradezco, hijo mío. Pero, aunque tengamos coche, y eso es mucho, es demasiado complicado salir de la ciudad sin un salvoconducto. Nos arriesgamos a recibir un disparo en cualquier esquina. La verdad. Y si en estos años hemos sobrevivido, en fin, no es cuestión de que, ahora que nos han liberado, muramos.

—Venga al menos a ver el coche, lo tengo en la calle Pelayo. Delante de la casa de su hija.

—A eso no te diré que no. Ese coche es una joya.

Vincenzo se lo quedó mirando. Al momento bajó la mirada y, de pronto, levantó el brazo con toda su fuerza.

—¡Viva España! ¡Viva Franco!

Algunas de las personas que quedaban en la plaza lo corearon desde la distancia.

Aquel mismo 28 de enero empezaban a correr rumores por la ciudad de que los nacionales habían encontrado todo tipo de tesoros en el número 82 del paseo de Gracia, en la casa que, hasta pocos días antes, había sido la residencia de Negrín en Barcelona. Los tranvías comenzaron a funcionar despacio, con problemas. Pero de nuevo funcionaban. A no tantos kilómetros de distancia, los primeros refugiados empezaron a llegar en masa a Perpiñán, a pesar de que las fronteras de Francia seguían cerradas. Aquella tarde, dos vapores y ocho chalupas atracaron en el puerto francés de Sète con setecientos refugiados catalanes. En Barcelona continuaron los fusilamientos, y las consignas republicanas y de izquierdas empezaron a desaparecer de todas las paredes, sustituidas por las del nuevo bando. La censura se abría paso en todas partes, incluso en el cine.