12

Miquel sintió el suelo en la cara, cómo el polvo se levantaba a ambos lados de su cuerpo y las pequeñas piedras le rasgaban la mejilla. Estaba completamente sudado. El cabello mojado del flequillo caía sobre sus ojos cerrados. El dolor en aquel momento era tan intenso que no sentía nada.

—Soldado, ¿está bien?

No conocía esa voz, no era la del Bachiller, ni la de cualquier otro con el que hubiera estado antes. ¿Estaría muerto? Era una voz cálida y profunda, nada ronca y, a pesar de su gravedad, suave. Pertenecía a una persona mayor, sabia, a quien las canas habían enseñado a tomarse la vida con tranquilidad, pues ya no era un chaval.

Miquel trató de abrir los ojos. Consiguió levantar el párpado del derecho. Aquella voz le estaba ayudando a tumbarse. Otras personas le observaban. Poco a poco fue distinguiéndolo entre neblinas: un hombre anciano de barba y bigote blancos, sucio, con ropa de oficial. Lo miraba con una sonrisa entrañable, como la que tenían los Reyes Magos en algunas de las postales navideñas que recordaba haber visto de niño en alguna tienda del centro de Barcelona. «Cuando incluso los abuelos van a la guerra, mala señal», pensó.

—Tienes muchos golpes, pero no creo que te cuesten la vida. Vivirás, al menos por ahora.

Miquel trató de incorporarse entre gemidos.

—¿Agua? —consiguió decir.

Empezaba a notar cómo la sangre se mezclaba con el sudor. Y eso dolía.

—Me parece que no, amigo mío —dijo el viejo al ver que el joven se incorporaba—. Nadie ha venido todavía a preguntarnos qué queremos tomar.

Con los ojos aún medio cerrados, observó a su alrededor. Había una veintena de personas en una habitación pequeña, a la que se accedía por una gruesa puerta de madera, totalmente cerrada. La poca luz que llegaba lo hacía por una mínima ventana con barrotes, que, al parecer, era la única conexión con el exterior. Las piedras de las paredes eran negras; por ellas resbalaban finos hilos de agua a causa de la humedad. La mayoría de las personas estaban calladas, los que hablaban lo hacían en voz baja, no se podía entender lo que decían.

Casi todos eran soldados, de mayor o menor rango, con ropas destrozadas, algunos con heridas. La sangre de color negro se filtraba por sus ropas. Otros muchos tenían morados, como los que Miquel sentía en todo su cuerpo. El único que mostraba algo más de entereza era aquel anciano.

—¿Cómo te llamas, chico?

—Miquel.

«Cerdos, a esta noche no llegáis. Os joderemos con un disparo por el culo. Seguro que os gusta», dijo una voz desde el pasillo. Avanzaba golpeando otras puertas y lanzando amenazas.

Miquel tragó saliva, pero incluso eso le dolía.

—¿Dónde estamos? —preguntó al viejo coronel.

—En el castillo de Montjuïc. Ayer teníamos aquí más de un millar de prisioneros. Y hoy estamos nosotros. Ya sabes, chico. Cosas de la guerra.

Miquel trató de no pensar demasiado. De lo contrario, tal vez se diera cuenta de que estaba a punto de morir. Aun así, no pudo evitar preguntarlo.

—¿Qué nos harán?

El coronel se encogió de hombros.

La mayoría de los hombres tenían la mirada perdida, como se pierde cuando el miedo ha conseguido dominarlo todo. Parecía que no había sitio para la esperanza. Miquel se fijó en cada uno de los prisioneros. Conocía a uno: Jesús García, un joven del barrio Chino con el que había hecho la instrucción unas semanas antes en Barcelona.

A pesar del dolor, apoyándose en una de las húmedas paredes, Miquel se levantó y anduvo hacia él. Parecía muy asustado.

—¿Jesús?

El chico miraba fijamente a la pared, con los ojos llorosos. Desprendía un fuerte olor a mierda, que incluso era más desagradable del que ya de por sí desprendía aquella mazmorra.

—¿Jesús? Soy Miquel. Miquel, el de l’Eixample.

De pronto se abrió la puerta y la luz exterior cegó sus ojos. Varios soldados lanzaron adentro a un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, pero empapado en sangre. La puerta se cerró con odio. El hombre había caído a los pies de Miquel. Era don Julián, el farmacéutico.

El joven soldado se agachó. El tipo desprendía el mismo olor que Jesús. Pero a él le habían destrozado la cara a golpes. Acercó la mano. El farmacéutico se puso en posición fetal y empezó a gimotear.

—Déjale, chico.

El anciano que le había dado la bienvenida a aquella celda hablaba a su espalda. Miquel se giró. Era todo un coronel del ejército. Se echó hacia atrás obedeciendo las órdenes y se quedó sentado cerca. El suelo también estaba húmedo y sucio.

—¿Y este por qué estará aquí? —preguntó con acento andaluz un soldado que estaba apoyado en una de las paredes.

Miquel lo miró sin contestar.

—Hola, chico. Soy Julián Santiago, de Sevilla —dijo con una sonrisa muy extraña, sin dientes.

—Miquel.

—Encantado.

Era un hombre bajito, calvo; debía de tener más de cuarenta años.

—Yo soy Pere Monfort del Cid, de Viladecans —se presentó un chico de aproximadamente la misma edad de Miquel.

Junto con el coronel, aquellos dos hombres eran los únicos que parecían vivos.

—Coronel —dijo este último, haciéndole el saludo militar a su superior.

—Baje esa mano, joven. Ya no soy coronel. Me parece que ya no tengo ni siquiera ejército —contestó el anciano, visiblemente molesto.

—Lo siento.

—No se preocupe.

—Coronel, ¿tiene algún plan? —preguntó el sevillano, que parecía que no había perdido la fuerza. Miraba al viejo oficial como si fuese su única salvación.

Pere mostraba la misma excitación; seguramente, Miquel también la habría mostrado unos días antes y con menos golpes en el cuerpo.

Cuando le habían detenido cerca de Montjuïc, en la montaña donde tantas veces había pasado los domingos con sus amigos y con sus padres, lo habían metido en un camión. Allí habían comenzado los golpes, que no sabía si se habían acabado cuando había perdido el conocimiento, al llegar al castillo, o habían seguido apaleándole a pesar de quedar inconsciente.

—¿Un plan? ¿Para qué? —preguntó el anciano, a la vez que se acariciaba el bigote.

—Para salir de aquí, coronel —insistió el sevillano.

El burgués seguía llorando en el suelo y sus gemidos cada vez eran más agudos.

—Querido amigo, lo veo algo complicado —contestó el militar sin perder la calma.

—He estado luchando desde que empezó la guerra. No me voy a rendir ahora —dijo el andaluz, enfadado, mostrando un pequeño cuchillo que llevaba escondido en los pantalones—. Ayer me detuvieron, cuando seguía luchando. Yo no he huido, como otros cobardes, como el maldito Negrín. Y no dejaré que me maten como a un perro —continuó en voz alta, haciendo que al menos tres personas más se giraran hacia donde estaba.

—Muchacho, esto es en una fortaleza.

La puerta de la celda se abrió de nuevo. Un sargento entró acompañado de dos soldados. Apestaban a alcohol. Miquel se fijó un segundo en la mirada de uno de ellos. Tenía los ojos inyectados en sangre. Sin decir nada se dirigió a Jesús y lo tiró al suelo con la culata de su fusil.

—Este y este otro. Necesitamos hacer sitio en esta celda, que me han dicho que vienen más —dijo el sargento.

Uno de los soldados se encargó de coger a Jesús, que todavía no se había levantado del suelo. El otro militar cogió a un chico que no debía de tener más de dieciséis años y que había permanecido todo el rato junto a Jesús, sin decir nada. Al salir, el sargento lanzó una patada contra don Julián, que continuaba acurrucado en el suelo y que no pudo reprimir un aullido ahogado.

El sevillano se había quedado quieto junto al coronel, casi sin respirar, observando la escena. Al oír la puerta había ocultado el pequeño cuchillo en la mano. Al final, no había tenido suficiente valor para sacarlo. Los soldados cerraron de nuevo la puerta con estruendo. Nadie dijo nada hasta que sus pasos se perdieron en el pasillo.

—Coronel, debemos hacer algo. O acabaremos muriendo todos —dijo Pere.

Poco después, varias detonaciones sonaron en el exterior. Sus dos compañeros de celda y otros prisioneros acababan de morir.

El anciano se acercó al boticario, que yacía en el suelo, aunque ya no gemía. Se agachó y lo recostó, dejándolo boca arriba. Tenía los ojos morados, hinchados por los golpes, pero abiertos completamente. No respiraba.

—Está muerto —dijo el coronel, mientras se llevaba rápidamente la mano derecha a la espalda. De nuevo, el maldito lumbago.

—¿Cómo dice?

Miquel se acercó al viejo militar.

—Mira, soldado, si quieres probamos una cosa: llamamos a los guardias. Haremos que vengan y, mientras se llevan el cuerpo de este pobre desgraciado, el niño —dijo refiriéndose a Miquel— y el de Viladecans que se queden junto a la puerta. Que tiren al suelo a los soldados que haya y tú te encargas de cortarles el cuello.

—Es una buena idea. Es una buena idea. Gracias, coronel —dijo el sevillano, feliz como no lo había estado desde hacía mucho tiempo.

—Pero hay un problema —continuó el anciano.

—¿Cuál?

—Pongamos que los reducimos. Que tomamos el control de la celda. Solo nos quedará un castillo y una ciudad destrozada llena de fascistas. Entonces…, ¿qué haremos entonces? —preguntó el coronel.

El sevillano bajó la mirada y empezó a recorrer el filo del cuchillo con su pulgar, con tanta fuerza y rabia que llegó a hacerse sangre.

—Hay que hacer algo —dijo Miquel, apoyado en la pared y con las manos sobre las costillas. Debía de tener más de una rota.

El viejo militar se giró hacia el joven dolorido, a la vez que Pere se acercaba de nuevo a su lado.

—Coronel, moriremos igualmente. Seguro que podremos escapar del castillo. Nos esconderemos en la ciudad.

El anciano miró a su alrededor, a la gente que había en aquella celda nauseabunda. La mayoría de ellos ya parecían estar muertos. Tomó aire para recuperar el valor que nunca había perdido. Era un soldado y, realmente, no se le ocurría mejor forma de morir que luchando. Su vida, su maldita vida, ya se podía dar por completada. Había sufrido más de lo que tocaba.

—De acuerdo —dijo al final.

La decisión no acabó de aliviar a Miquel, que quería hacer algo, pero que estaba completamente muerto de miedo.

—Llamaremos a los soldados. Tú estarás a mi lado. Y vosotros dos os ocupáis de los que entren. Debéis ser rápidos y precisos. Chico, tú ayuda al sevillano. ¿Has cortado algún cuello? —le preguntó al primero.

—A más de una gallina —contestó el andaluz, sonriente.

Los otros pobres diablos que poblaban la celda seguían como ausentes, solo algunos observaban cómo colocaban el cuerpo de don Julián a suficiente distancia de la puerta para que no dificultara la entrada de los soldados fascistas ni pudiera entorpecer a Miquel y al sevillano.

—¿Algún voluntario más, soldados? —preguntó el coronel dirigiéndose hacia donde estaba el grueso de los prisioneros, que se agolpaban contra una pared, a simple vista, más libre de humedades y de excrementos que las otras tres.

Dos chicos y un hombre de más de cuarenta años se levantaron y se dirigieron hacia el viejo oficial, saludándolo con la mano derecha.

—Ahorren la energía que puedan gastar en saludos. La necesitarán.

—¡Guardias, guardias, guardias, guardias, guardias, guardias, guardias, guardias, guardias!

Pere empezó a gritar, con todo su chorro de voz grave, lo que provocó que los centinelas, cansados de oír aquel ruido, abrieran finalmente la puerta.

—¿Qué coño pasa aquí? ¿Quieres que te mandemos ya al Infierno? —preguntó un cabo de los regulares, apuntando directamente al corazón del catalán.

Pere se puso blanco. El miedo, que tantas veces le había visitado en el campo de batalla, se apoderó de nuevo de él.

—Está muerto —dijo el viejo coronel señalando hacia el cuerpo sin vida de don Julián.

Dos soldados más llegaron a la puerta, donde esperaban Miquel y el sevillano. Pero los fascistas no acababan de entrar. Apuntaban al interior desde fuera, solo sus fusiles pasaban más allá del umbral.

—Os lo tenéis que llevar de aquí —dijo Pere, armándose de valor.

El cabo de los regulares mostró una pequeña sonrisa a la vez que presionaba el gatillo de su fusil. El de Viladecans cayó fulminado encima de don Julián, con los ojos todavía más abiertos.

—¡A mí no me da órdenes un rojo de mierda!

Miquel cogió el cañón todavía caliente, y tiró de él, haciendo que el cabo perdiera el equilibrio y el arma. El suboficial cayó dentro de la celda y el hombre de más de cuarenta años que se había ofrecido voluntario se lanzó encima de él. Los dos soldados abrieron fuego sobre él mientras otro disparo llegaba a la pierna del cabo, que lanzó un grito de dolor.

Tras las descargas, el sevillano salió a la puerta con el pequeño cuchillo en la mano y lo clavó en el cuello de uno de los soldados. El otro, atemorizado, dejó caer su fusil, pero, justo cuando iba a empezar a correr escaleras arriba, Miquel tragó saliva y descargó casi un cargador entero sobre él. Se giró hacia el sevillano, que estaba cubierto de sangre. Había clavado el pequeño cuchillo en la yugular del soldado, que seguía desangrándose y moviéndose compulsivamente en el suelo.

—Dame, niño.

El sevillano cogió el fusil de Miquel y atravesó con un disparo la cabeza del soldado.

—Nosotros no somos animales.

El coronel cruzó la puerta acompañado de los otros voluntarios que se habían armado con los fusiles de los soldados muertos. En el interior de la celda, sin embargo, la mayoría de los prisioneros continuaban absortos.

—¿Qué mierda vamos a hacer ahora? —preguntó el sevillano.

—Salir de un castillo lleno de fascistas y escondernos en una ciudad atestada de franquistas —contestó el coronel, con total normalidad.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Miquel.

—Seguidme, que este castillo lo conozco muy bien —dijo un gitano que también estaba en la celda y que se había sumado a la fuga—. He sido prisionero muchas veces —continuó.

El gitano empezó a correr en dirección contraria a la que había tomado el soldado fascista en su intento de huida. Avanzaron por un enorme pasillo en el que había celdas llenas de prisioneros. La luz tenue de unas pocas lámparas de aceite iluminaba levemente el pasillo; por fortuna no había ningún soldado fascista a la vista.

—¿Adónde nos llevas? —preguntó el coronel al gitano que les hacía de guía. La edad y, sobre todo, el lumbago le impedían moverse con rapidez y agilidad.

—Al foso de Santa Elena seguro que no —dijo el gitano.

—¿Adónde? —preguntó el sevillano.

—El foso de Santa Elena. Donde ejecutaba nuestro ejército y donde también parece que siguen fusilando estos —explicó el coronel, que se había apoyado en una pared.

Todo el grupo se había parado. El guía se movía nerviosamente de un lado a otro, sin hacer ruido, sin llamar la atención de los prisioneros que poblaban las otras celdas. El coronel miró hacia atrás. No había ningún rastro de soldados fascistas. ¿No habían oído los disparos? Podía ser.

Quizá los soldados muertos eran los únicos encargados de vigilar aquella zona cerrada, que parecía excavada en tierra, llena de humedad y que apestaba a excrementos. El sonido de las detonaciones no habría llegado a las plantas superiores.

—¿Qué buscas? ¿En qué has pensado? —preguntó el sevillano, mucho más relajado.

—Hay una salida. Creo que es en esta celda —respondió señalando una puerta de madera—. La excavó un amigo mío, al que detuvieron en una picabaralla en Sants. Se escapó por aquí. El otro día los fascistas lo pelaron. Tampoco les gustan los gitanos. Los payos sois así.

—Pero la puerta está cerrada —dijo Miquel, apoyándose en el coronel y llevándose la mano hacia las costillas.

El sevillano se colocó delante de la puerta y no paró hasta dejar vacío el cargador del fusil que tenía en las manos. La puerta se abrió. Allí dentro tan solo había dos personas, dos soldados republicanos, en el suelo, muertos.

—Por aquí.

El joven gitano fue hacia la pared del fondo, se agachó y empezó a mover una piedra de grandes dimensiones. No estaba entera, solo eran trozos, bien colocados, para disimular la rotura. Otros fugados lo ayudaron a sacarlos.

—¿Por dónde saldremos? —preguntó el coronel.

—Fuera de las murallas. En medio de la montaña, cerca del castillo, pero contamos a nuestro favor con la noche. El cementerio no está lejos —contestó el gitano, que ya había sacado medio cuerpo.

—Despacio y mucho cuidado —dijo el coronel sin estar seguro de si su lumbago le permitiría salir por allí. De hecho, no sabía si, realmente, quería escapar de la muerte.