—Malditos estalinistas, ellos son los verdaderos culpables de todo esto —gruñó Anna Puçol.
A una distancia prudencial de la ventana, que habían cubierto casi toda con cartones, observaba a un grupo de personas que vitoreaban a Franco en la plaza de Catalunya. Gente y más gente que ondeaba banderas bicolores y saludaba a los militares con entusiasmo y con los brazos en alto. Observó las dos granadas que permanecían dormidas encima de la mesa y seguidamente se fijó en los ojos de François Bicouson, que negó con la cabeza.
—¿Quieres matarlos a todos? —preguntó su compañero, mientras ella apretaba con fuerza su Star de nueve milímetros.
—Tienes razón. Ellos no son los culpables. Los que tienen la culpa ya están en Figueres o en Francia. ¡Malditos estalinistas! Acabaron con la revolución del 37. Decían que la revolución se haría después, cuando acabara la guerra. Echaron a las Brigadas Internacionales, nos persiguieron a los marxistas; mientras, los anarquistas les dejaban hacer. El Llobregat debía ser otro Manzanares. Los obreros debían defender la ciudad. Pero ellos estaban más preocupados por salir de aquí con sus Hispano-Suiza y sus Rolls Royce cargados. ¿Quién iba a defender qué? Si habían abandonado al pueblo… Malditos estalinistas. La guerra se perdió el 37, cuando mataron la revolución.
Anna se dejó caer en una de las sillas de mimbre que había junto a la ventana. Ella, como otros muchos militantes del POUM, había sido perseguida durante aquellos últimos años de la guerra. Escondida de su propio bando, aunque no había dejado de luchar, a su manera. La palabra «huida» no existía en su vocabulario, y François había querido quedarse a su lado. Por ella y por la pequeña Llibertat. Cada día se acordaba con rabia de los malditos hechos de mayo del 37.
Aquel mes terrible, la tensión entre el Gobierno y los anarcosindicalistas llegó a su punto más alto en aquella ciudad que ahora aclamaba al enemigo. El día 3, más de doscientos policías trataron de tomar por la fuerza el edificio de la central de Telefónica, muy cerca del piso donde ahora se escondían. Estaba en manos de la CNT. Sus militantes decidieron resistir tras meses de humillaciones. La revolución estaba a punto de desaparecer, las colectivizaciones por las cuales tanto habían luchado… Ante el anuncio del asalto, los de la CNT se hicieron fuertes en otros edificios; las barricadas volvieron a Barcelona, como los disparos y las granadas de mano. Desde la dirección del sindicato se ordenaba el fin de las hostilidades, pero los obreros no querían perder lo que habían ganado. El POUM, temiendo la muerte de la revolución, se unió a los anarquistas, a la Agrupación de los Amigos de Durruti. El grupo había nacido ese mismo año, como reacción al decreto de militarización y, por tanto, a la desaparición de las milicias, tal y como había ordenado el Gobierno republicano.
El 5 de mayo publicó un panfleto:
Ha sido constituida una Junta Revolucionaria en Barcelona. Todos los responsables del golpe de Estado, que maniobran bajo protección del Gobierno, serán ejecutados. El POUM será miembro de la Junta Revolucionaria porque ellos apoyan a los trabajadores.
Sin embargo, el grupo anarquista se quedó solo; y especialmente el POUM, trotskista, no estalinista como las fuerzas que se estaban haciendo con el Gobierno de la República. Ni la CNT (a pesar de que había sido el objetivo de los policías enviados por el gobierno republicano) ni la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias apoyaron a la agrupación, cuya sede fue clausurada. Persiguieron y encarcelaron a sus responsables.
Además, aquella misma tarde del 5 de mayo, seis policías municipales y miembros del PSUC detuvieron a los escritores italianos anarquistas Camillo Berneri y Barbieri. Los asesinaron. Cuando la noche llegó a la ciudad, Federica Montseny, miembro de la CNT y ministra de Sanidad intervino en el conflicto. La CNT apelaba al día siguiente a los trabajadores para que volvieran al trabajo, a la vez que el Gobierno enviaba a Barcelona y a Valencia cinco mil guardias de asalto y dos buques de guerra. Los trabajadores entregaron el edificio de la Telefónica cuando, al cabo de veinticuatro horas, los guardias de asalto tomaron la ciudad. Todo aquello acabó también con el Gobierno del socialista Largo Caballero y con el papel político preponderante que hasta ese momento habían desempeñado los dos ministros de la CNT, Montseny y Joan García Oliver.
Los comunistas exigieron la ilegalización del POUM y detuvieron a sus integrantes y responsables. Se disolvieron sus milicias del frente. Perseguidos sin que la Generalitat fuera consultada en ningún momento, agentes de Stalin secuestraron y asesinaron a su líder, Andreu Nin. Negrín, que sustituyó a Largo Caballero, dejó vía libre a la represión. Algunos militantes del POUM fueron condenados a prisión, tras ser acusados de pertenecer a una organización fascista. Muchos salvaron la vida gracias a Largo Caballero, Federica Montseny y Josep Tarradellas.
Ella, Enric (el padre de Llibertat) y François habían sido de los liberados, gracias a la intervención de Tarradellas. Se conocían desde hacía mucho tiempo. La antigua pareja de Anna, Enric, era de Cervelló, igual que el líder catalanista. Sin embargo, ella permaneció oculta, pues había matado a varios estalinistas. Se escondió con François y Enric. A Enric lo encontraron, por casualidad en la calle, y lo asesinaron. Aunque la versión oficial dijo que había muerto en el frente de Aragón. De ella decían que había desaparecido en Teruel.
—Nos hemos tenido que ocultar de los otros, y ahora tendremos que escondernos de estos. ¡Maldita sea! —exclamó Anna, que dejó la pistola en el suelo y comenzó a llorar, con la cara entre las manos.
—No podemos estar escondidos toda la vida. Francia e Inglaterra no nos ayudarán. Hemos perdido la guerra. Debemos huir a Francia. Aunque sea por Llibertat —dijo François.
El bebé lanzó un pequeño gemido desde la otra esquina de la habitación. Anna se secó las lágrimas con el puño y trató de recuperar la calma. Le costaba hasta respirar.
—¿Crees que alguien nos podrá denunciar? —preguntó, nerviosa.
Se puso en pie y se acercó a su hija, para cogerla en brazos, olvidando la pistola en el suelo.
—No lo sé, pero este no es un buen lugar para estar escondidos.
Los gritos de la plaza de Catalunya iban perdiendo fuerza. Ya debía de haber acabado el acto de celebración ordenado por el general Solchaga, jefe del Cuerpo del Ejército de Navarra. Con una sonrisa, el bebé buscó el pecho de su madre, que se levantó el jersey y dejó que la pequeña jugara con su pezón.
—Tens gana? ¿Queda comida? —preguntó Anna sin apartar la mirada de su pequeña.
—Tenemos lo que nos dieron los soldados fascistas ayer. Cuando salí a la calle a verlos.
—Te arriesgaste demasiado.
—Lo que más me dolió fue levantar el brazo, pero al menos sirvió para algo. —François fue hasta el mueble que había junto a la ventana y abrió la puerta: cuatro latas de comida—. Todo un festín —dijo.
François tenía cerca de cuarenta años, y desde hacía unos meses formaba parte de la vida de Anna. Era uno de los diez mil franceses que habían llegado a España para parar los pies al franquismo. Había estado en Albacete los primeros meses, aunque se habían conocido en el frente de Aragón. Cuando el Gobierno ordenó la retirada de las Brigadas Internacionales, él ya estaba afiliado al POUM, más por amor que por razones políticas. Su ropa, tres o cuatro tallas más grades, acentuaba su delgada figura. Observaba a Anna, sonriente, como siempre, con su bigote perfilado y sin perder la calma. Bien peinado, con el pelo hacia atrás, y recién afeitado. Andaba de un lado a otro de la habitación con pasos largos y firmes, como si estuviera desfilando, aunque el único recuerdo militar que conservaba era la pistola que escondía en su cinturón, bajo el jersey. Hablaba prácticamente sin acento. Había nacido en Burdeos, pero, debido a los negocios de su padre, había viajado muchas veces a Barcelona, donde había pasado temporadas.
—¿Comemos? —dijo Anna, más animada.
Después de que la pequeña Llibertat se hubiera dado por saciada fue hacia donde estaba su amigo y se fundieron en un abrazo.
François cerró los ojos.
Después de comer, mientras François jugaba con la niña, Anna se quedó mirando en silencio a través del pequeño hueco que quedaba en la ventana. Los soldados andaban por aquellas calles del centro de la ciudad junto a ciudadanos de mirada perdida que seguían su camino como si no hubiera pasado nada. Algunas tiendas incluso ya habían abierto sus puertas, pese a que no disponían de género. Observó en silencio, hasta que la oscuridad lo cubrió todo. De pronto, se encendieron las farolas que todavía quedaban en pie y la bombilla que coronaba la pequeña habitación.
—Electricidad —dijo François con una sonrisa.
Hacía días que no tenían. Anna le devolvió el gesto y siguió mirando hacia la calle. Todo era silencio. Solo paseaban pequeños grupos de soldados. El silencio era completo, casi ensordecedor. Ya no se oían ni sirenas, ni bombas, ni lamentos. Aquello, en vez de tranquilizarla, la ponía más nerviosa. Se retiró de la ventana y se dirigió al colchón que tenían en el suelo, donde François jugaba con la niña. Al poco, los tres se quedaron dormidos, hasta que unos gritos procedentes de la calle los despertaron de golpe. El bebe comenzó a llorar. Anna y François fueron hasta la ventana. No veían nada, solo la farola que tenían delante de ellos y que derramaba algo de luz anaranjada en la oscuridad.
—¿Has oído esos gritos?
—Sí.
De la calle subió el sonido de los pasos acelerados de un hombre. Vestía un uniforme de sargento de la República y llevaba un subfusil en la mano. Al girar la primera esquina, la que se encontraba delante de su piso, se puso de rodillas y apuntó con su arma hacia la calle por la que había llegado. Se oyeron más pisadas.
—¡Alto! ¡Alto! —gritó uno de sus perseguidores.
El sargento republicano empezó a descargar sus cartuchos de nueve milímetros. Los destellos iluminaban su cara cansada, llena de miedo. De pronto, se oyó un aullido de dolor en el otro extremo de la calle. Numerosas ametralladoras contestaron los disparos del sargento. Una ráfaga que se estrelló contra la pared segó su vida.
El sargento Ríos yacía en medio de la calle, rodeado de un charco de sangre. Anna observó la escena sin inmutarse, aunque, cuando acabó todo, no pudo evitar dar un paso hacia atrás.
—Debemos huir —dijo finalmente.
François asintió con la cabeza. Anna, nerviosa, encendió la radio que escondían junto a las latas de comida. Había señal. El general Solchaga hablaba en Radio Barcelona:
Barceloneses, españoles todos, naciones extranjeras, unas amigas, otras indiferentes, otras que nos miran con la malevolencia de la incomprensión. Como jefe, o mejor aún, como representante del glorioso Cuerpo de Ejército de Navarra, que en un mes de ofensiva pasó del Segre al Llobregat y que en un impulso magnífico, y consciente de vuestra angustia…
—Seguro que fue por nuestra angustia —dijo François, a la vez que Anna le indicaba con el dedo que se callara.
Entró ayer a traeros en los pliegues de sus banderas los aires de liberación, de esas banderas que al temblar dejaban prendidas en vuestros pechos auras patrióticas que os hablaron de Dios y de España. Como representante, digo, de esos bravos navarros en cuyo calificativo oficial se incluyen hombres de todas las regiones liberadas, quiero dirigiros desde aquí mí saludo cordial. Saludo que es también acto de agradecimiento, por el recibimiento cordialísimo, espontáneo y henchido de patriotismo de que habéis hecho objeto a nuestras tropas. Estoy y estamos todos emocionados por el recibimiento magnífico y hondamente patriótico y españolista que habéis dispensado a estos incomparables soldados de Franco, nuestro caudillo, al que invocáis con un frenesí que os honra, pero al que aprenderéis a amar y reverenciar cuando le conozcáis por sus obras magníficas.
—Seguramente.
—Calla.
Yo os aseguro que la nueva España que renace, una, grande y libre, la que os han traído nuestras tropas en la punta de sus bayonetas, que ya habéis visto, no son mercenarias extranjeras ni invasoras, como os decían y afortunadamente no habéis creído. La España eterna, imperial e inmortal, no quiere más que una Cataluña grande y próspera, pero una Cataluña española. Mienten los que fingen un problema catalán. Después de lo que hemos visto en todos los pueblos de la región, y que ha culminado en las manifestaciones espontáneas de ayer y hoy, y del comportamiento magnífico de los catalanes, no puede existir problema catalán. Cataluña, sépanlo aquí y fuera de aquí, es uno de los más preciados florones de la corona imperial de España. Esa magnífica corona de los Reyes Católicos que de nuevo campa en el escudo de España. Cataluña ha recibido a sus liberadores, españoles de todas las procedencias, con el amor y la emoción del hijo pródigo en unos y del hijo predilecto en otros; pero Cataluña es y será España, por amor, por convencimiento y por patriotismo. Os lo dice un navarro que se encuentra aquí, en España, y que, próximo a partir a la obra de liberación, quiere despedirse de vosotros, en la imposibilidad de abrazaros, dirigiéndoos los gritos de ¡arriba España! ¡Viva Franco! ¡Viva Cataluña española! ¡Viva España!
François apagó la radio.
—Grandísimo imbécil, uno, muy grande y nada libre.
Anna fue hasta él y le apretó la cara con las dos manos, afectuosamente, a la vez que le besaba en los labios poniéndose de puntillas.
—Nos hemos quedado en el bando del enemigo. La única libertad que queda aquí es nuestra hija —dijo mirando a la niña.
—Debemos huir —contestó François.
Anna asintió.
—Será peligroso. Lo tendremos que hacer a pie, y habrá soldados en todas partes. Por mar no podemos, en el puerto de Barcelona no entra ningún barco desde hace meses. Los cascos de los que están hundidos lo impiden.
—Podemos huir en coche.
—¿En coche? ¿De línea?
—No. En coche. Enric tenía el coche en casa de su madre, en Cervelló.
—¿Enric?
—Ya sabes qué Enric. Pero no sé si lo tendrán todavía…
—Sí. Pero ir a un pueblo puede ser más peligroso. Aquí tenemos a nuestro favor el anonimato de la ciudad.
—François, debemos huir como sea. En cualquier momento nos pueden denunciar, y nadie respondería de nosotros. Cada segundo que pasa está en juego nuestra vida… y la de ella —dijo Anna, señalando con la mirada al bebé.
—Mañana iremos a Cervelló. Andando. Ya sabes que todos los autobuses están en el frente, pero será mejor que lo hagamos por separado.
De nuevo se fundieron en un abrazo.