—«Barcelona para la España invicta de Franco» —leyó en voz alta don Antonio Marsillach antes de dejar sobre la mesa el ejemplar de La Vanguardia—. Ya lo ves, no tenemos nada que temer.
Se sentó junto a sus amigos de tertulia de toda la vida, el farmacéutico, don Julián, y el propietario de la casa de telas que había cerca del café y dueño de una fábrica textil en Sabadell, don Jacinto Benavente.
—En la página tres están los himnos de los soldados de Franco, el falangista Cara al sol y el carlista Oriamendi. Nos los tendríamos que aprender —continuó don Antonio, a la vez que levantaba la mano para llamar a uno de los camareros del café.
Ese gesto lo satisfizo. Se había vestido con su mejor traje tan solo para ir a aquel local que había cerca de las Ramblas de Barcelona. Ese día, quería tomar café y hablar con sus amigos, pero como lo hacían hasta antes de la guerra. En los primeros meses de contienda, había renunciado, como muchos, a vestir ropas lujosas para embutirse en un mono azul como cualquier obrero. Era una forma de salvar la vida para un burgués cuya fortuna no le obligaba a trabajar. Entonces no podía tomar café, porque no estaba bien visto, y los camareros lo trataban como a un igual e, incluso, no aceptaban propinas. Decían que eran denigrantes. Después, cuando pasaron los primeros meses y los comunistas se hicieron con el poder, e incluso antes, ya podía llevar de nuevo sus ropas burguesas, y las propinas ya no estaban mal vistas. Al contrario, siempre que no fueran extremadamente lujosas. Pero café tampoco podía tomar, pues no había. Con la llegada de los nacionales, esperaba poder hacerlo. Llevaba mucho tiempo soñando con tomar café.
Esa mañana se había despertado como si aquella maldita guerra nunca hubiera existido. Una guerra que, a pesar de su fortuna, había provocado que la ropa le quedara holgada. Ante todo deseaba volver a la normalidad y a su café. Él también quería que aquel 27 de enero fuera un «como decíamos ayer», que había dicho Fray Luis de León al volver a dar clase tras años de prisión.
—Señor —intervino el camarero, que se presentó ante don Antonio con un traje inmaculado.
—Un café.
—Lo siento, señor, no tenemos café. Pero hay té.
Don Antonio lo observó, desilusionado, y con un gesto aceptó su ofrecimiento. Sería té. Siguió con la mirada al camarero, que pasó con mucho cuidado junto a las mesas, entre clientes bien conocidos para don Antonio. Aquel día mucha gente había decidido salir por fin a la calle.
—Quizás esto no cambie tanto. Tampoco hoy hay café —dijo, decepcionado.
Sus dos amigos lo miraron.
—Claro que cambiará —respondió finalmente don Julián, que esperaba al fin tener acceso a las materias primas, cuya ausencia le había obligado a mantener cerrada su farmacia durante los últimos meses. Aun así estaba tenso.
—«Cara al sol con la camisa nueva, que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me lleva y no te vuelvo a ver…» —comenzó a canturrear don Antonio, leyendo la página del periódico.
—¿Es una de las canciones que nos tenemos que aprender? —preguntó don Julián.
Don Jacinto lo miró sin saber qué contestar. Don Antonio seguía fastidiado por la falta de café, aunque murmuraba alegremente el Cara al sol. El camarero le sirvió un té. El murmullo del bar era casi constante. Allí dentro hacía un calor que permitía olvidar fácilmente las bajas temperaturas de fuera. Y si no hubiera sido por las muchas personas uniformadas que había en el local, y por la falta del café, quizá también se habrían olvidado de que estaban en guerra. El maldito café. Era la gran pasión de don Antonio. Siempre le había gustado, desde pequeño. En su casa, con sus padres, siempre tomaba café. Especialmente a aquellas horas de la mañana. Café torrefacto, el que se obtiene añadiendo al tostado del café un quince por ciento, como mucho, de azúcar, y que hace que a temperaturas de doscientos grados centígrados el azúcar se caramelice y se adhiera al café. Así es como se tomaba en España, Francia, Portugal, Costa Rica y Argentina. Para don Antonio, ese era el café de verdad, y no como lo tomaban los alemanes.
—A ver si ahora nos obligarán a tomar café como lo hace Hitler —soltó don Antonio.
Sus amigos no supieron qué contestar.
Se conocían desde hacía muchos años, desde el siglo anterior. La que acababan de vivir había sido para ellos la segunda República, y la que iba a empezar no sería su primera dictadura. Sin embargo, como otros muchos, no habían pensado que la guerra fuera a durar tanto.
—¿Mañana irás a la fábrica? —le preguntó don Julián a don Jacinto.
—Tengo que ir. Ya sabes que es una parte muy importante del patrimonio familiar. Aunque, la verdad, no sé cómo estará. Hemos tenido mucha suerte de sobrevivir a todo esto.
Mientras lo decía, don Antonio buscó en los bolsillos de su chaqueta. En aquel momento no recordaba si había destruido el carné de afiliado a la CNT que tan buen salvoconducto había sido para un ferviente creyente en la Liga Regionalista durante aquellos años de guerra y de revolución frustrada.
—No sé si es seguro que vayas a Sabadell —intervino finalmente el farmacéutico, que no dejaba de observar los himnos escritos en el diario.
—Hombre, don Jacinto —saludó un capitán de los regulares. Era el oficial Matías Puig.
—Matías —dijo de forma entusiasta el hombre. No era para menos. Aquel militar era su yerno, el marido de su única hija, con el que no había podido hablar desde que había empezado la guerra. Don Jacinto, aunque nunca antes lo había hecho, rompió a llorar.
—Tranquilo, don Jacinto; tranquilo. Ya ha acabado todo.
—¿Estás bien?
—Ya lo ve. Triunfal —dijo, aunque no sonreía.
—¿Ya has visto a mi hija?
—Sí. Está algo más delgada, pero ya veo que la ha cuidado como corresponde. ¿Usted se encuentra bien?
—Muy bien, hijo mío.
—Siéntate con nosotros —le propuso.
—No puedo, don Jacinto. Vengo a buscar a un comandante. Tenemos que ir al mando avanzado para recibir nuevas órdenes. Debo marcharme. Ya nos veremos. Me quedo en Barcelona, parece que definitivamente. Ya le contaré. Y gracias por cuidar de mi mujer —dijo al final, antes de darle un abrazo a su suegro.
—Es mi única hija.
—Gracias de todas formas.
El militar se perdió entre las mesas del café y salió por la puerta.
—Mi yerno —dijo finalmente don Jacinto. Ya había superado los sesenta años, pero la guerra le había hecho todavía más viejo de lo que empezaba a ser.
—Con esta familia no creo que tengas ningún problema con los franquistas —repuso don Julián, mientras se esforzaba en aprender el Cara al sol.
Don Jacinto, que no le había prestado atención, se lo quedó mirando.
—Dice nuestro buen amigo don Julián que, como su yerno ha combatido triunfalmente con los nacionales, no ha de temer nada.
Don Jacinto se lo quedó mirando, sorprendido.
—¿Teníamos algo que temer?
—Ya sabe lo que dicen, que esta gente se dedica a hacer estragos por donde va —murmuró el farmacéutico, que había apartado la mirada del periódico.
—Pero nosotros no hemos hecho nada malo, ¿no? Los estragos también los hacían los otros. Igual. Insisto: ¿tenemos algo que temer? —preguntó, y soltó una carcajada.
—Bueno… —repuso suavemente el boticario.
—¿Qué pasa? —preguntó don Jacinto.
—Quizá será mejor que vayamos a otro sitio…, y os cuento algo.
Don Antonio, sin añadir nada más, levantó la mano y dejó sobre la mesa el dinero de su té y de los dos vinos de sus amigos. Los tres, al instante, salieron a la calle, en la que los recibió un frío día de invierno. Casi sin hablar, se dirigieron a uno de los pocos lugares donde se podían sentir seguros en aquella ciudad. O, al menos, en tiempos había sido su refugio: la pensión Montseny, a las puertas del barrio Chino (tan obrero), muy cerca de las Ramblas (tan burguesas).
Los tres empezaron a subir las empinadas escaleras del edificio. En el portal, junto a la fachada, alguno de los inquilinos de aquel destrozado edificio, en el que se podían ver algunos agujeros de bala, ya había escrito con pintura negra un «Viva Franco».
En silencio, subieron a la pensión, que conocían muy bien, de cuando aquel prostíbulo había vivido sus mejores momentos, antes de la guerra. Con el tiempo la clientela había ido cayendo. De hecho, de dar cobijo a señoritas de vida fácil, con la guerra, había pasado a ser residencia de funcionarios del Gobierno.
Don Antonio empujó la puerta de la pensión, medio cerrada, con don Julián y don Jacinto pegados a su espalda. Se encontraron de cara con la propietaria del inmueble, que estaba barriendo el suelo.
—¿Montse? —preguntó don Antonio.
La mujer levantó la mirada del suelo. Dejó la escoba apoyada en la pared y se acercó a don Antonio con los brazos extendidos, en señal de bienvenida. Era tan bajita que apenas le llegaba a la cintura.
—Don Antonio. Llega usted muy pronto. Se ha acabado la guerra, pero las chicas no han vuelto todavía —dijo la mujer, mientras sonreía a aquel cliente de toda la vida.
Él miró a sus compañeros con cara divertida. Todos habían pasado por allí. Y muchas veces. Y conocían bien a aquella mujer que tanto placer les había proporcionado, no por ella misma, sino por sus chicas. Regentaba uno de los prostíbulos más conocidos de Barcelona, un territorio que se consideraba neutral. Pasara lo que pasara en la calle, allí siempre se había ido a una misma cosa: copular. Ya fuera en tiempos de paz, ya fuera en tiempos de guerra. Cuando Barcelona estaba teñida de sangre continuamente, debido a los violentos conflictos entre patronos y obreros, se había llegado a dar la situación de que, en la pensión, se habían encontrado dos pistoleros que habían jurado matarse en la calle. Pero una vez arriba, todo quedaba olvidado. Allí solo importaba el placer a buen precio.
—No es eso, Montse. Vengo a hablar tranquilamente con mis amigos. ¿Nos dejarías una habitación? —preguntó don Antonio.
Sin mediar palabra, la mujer fue hasta una especie de tarima que había en la sala, donde estaba la mesa en la que guardaba las llaves. Al abrir el cajón, encontró el arma del coronel, la que se había dejado en su habitación la mañana en que se había ido. No sabía si había sido un regalo o si, simplemente, había sido fruto de una distracción.
—Hemos visto disparos en la puerta —dijo don Antonio.
—Son de esta noche —contestó la mujer.
—¿De esta noche?
—Sí. La entrada de las tropas en el Chino fue tranquila. Pero esta noche ha habido más de un disparo. Creo que han pelado a algún anarquista que quedaba todavía por aquí.
—Demonios —susurró don Julián, poniéndose blanco. Un sudor frío le recorrió la espalda.
Don Jacinto, que vio que su amigo se ponía nervioso, le dio unos golpecitos en el hombro.
—Tranquilo, hombre, que yo sepa no eres ni anarquista ni comunista —dijo, acompañando sus palabras con una carcajada.
Pero su amigo no sonrió. «¿Será comunista? ¿Eso es lo que nos quiere explicar?», se preguntó.
—Creo que todavía falta por llegar lo peor —dijo la mujer al dar a don Antonio las llaves de la habitación nueve.
—¿Para nosotros también? —preguntó él, preocupado.
—Para ustedes no. De alguna forma, han ganado los suyos. Y para mí creo que tampoco. Putas siempre harán falta. Peor lo pasamos los primeros meses de la guerra, cuando ninguna de las chicas quería abrirse de piernas, porque decían que era una humillación para la mujer y el ser humano —dijo la mujer, que volvió adonde había dejado la escoba.
Sin decir palabra, los tres amigos fueron hasta el estrecho pasillo, donde estaban las habitaciones. Don Antonio abrió la puerta de la número nueve. Estaba ordenada. Hasta unas horas antes había estado viviendo en ella un funcionario de la Generalitat que ahora yacía sin vida, con un disparo en la nuca, en la montaña de Montjuïc.
Entraron en el cuarto. Don Antonio cerró la puerta. Don Jacinto se sentó en una de las dos camas, se quedó mirando a sus dos amigos y suspiró. Las ventanas estaban cerradas, pero, demonios, allí hacía más frío que en la calle. Sacó un paquete de tabaco y les ofreció un cigarrillo. Don Julián, que seguía de pie, rechazó el pitillo. Estaba demasiado nervioso. Tenía la cara roja, abochornado, a pesar del frío. Pasaba algo. Don Antonio se sentó junto al empresario textil. Ambos observaron a su amigo en silencio.
Habían ido muchas veces a aquella pensión. De hecho, don Antonio estaba seguro de haber estado en aquella habitación. Tres hombres respetables.
—¿Qué demonios pasa, Julián? ¿Por qué tanto misterio? —preguntó don Jacinto, encendiendo el cigarrillo.
El farmacéutico se movía nerviosamente de un lado a otro de la habitación.
—¿No serás comunista? —preguntó con sorna don Antonio.
A nadie le hizo gracia.
Don Julián parecía todavía más nervioso. De pronto se paró delante de ellos.
—Me acuesto con hombres —dijo.
Sus dos amigos empezaron a reír nerviosamente; sin embargo, al ver que no estaba bromeando, callaron. Don Antonio se levantó de la cama, exaltado.
—¿A qué te refieres? Estás casado. Y hemos venido a esta casa miles de veces.
El boticario bajó la mirada al suelo.
—Es verdad, pero me gustan los hombres.
Don Antonio, en silencio, sintió repugnancia del que hasta aquel momento había sido su amigo. No dijo nada. Ni siquiera lo miró. Don Jacinto, simplemente, trató de no pensar.
—Y tengo miedo. Sé que a los nacionales no les gustan las personas como yo. Les dan palizas, cuando no los matan en las cunetas.
Don Antonio siguió sin decir nada.
—Pero…
—Es así, amigos. Para ellos soy como un comunista, o peor…
—Pero no tienen por qué saberlo, y tú quizá te puedes curar —continuó don Jacinto.
—Lo van a saber. Y esto no es una enfermedad.
—No digas tonterías. Claro que es una enfermedad. ¿Y cómo demonios lo van a averiguar? —preguntó don Jacinto, a la vez que se sentaba de nuevo en la cama, aún más nervioso.
Don Antonio continuaba sin decir nada.
—Me han visto muchas personas. Trabajaba en el Paralelo.
—¿Trabajabas en el Paralelo?
—En un espectáculo, en uno de sus cafés.
—¿Cómo?
Don Antonio se sentía engañado. No sabía qué decir. ¿Por qué no les había dicho nada? Aquel maldito boticario los había traicionado. Don Julián siguió hablando de sus miedos, sin que don Antonio le dirigiera la mirada, sin que don Jacinto pudiera apartar su mirada de él. Al cabo de media hora, tras diez minutos de silencio, decidieron abandonar la pensión. Ni siquiera se despidieron de Montse, a pesar de que los tres pasaron su lado.
—Antonio, lo siento —dijo don Julián.
Ni siquiera lo miró. Aquel ya no era su amigo. Un maricón. Cuánto tiempo le había estado engañando.
—Tranquilo, Julián, tranquilo. No tienen por qué saber nada —repuso don Jacinto.
Al cruzar el portal y salir de nuevo a la estrecha calle que daba a las Ramblas, tres soldados y un cabo se les acercaron. «No tienen por qué venir a buscarnos», pensó don Antonio. Desde que habían entrado las tropas nacionales se había sentido entre los suyos. Pero desde que el boticario les había revelado su terrible enfermedad tenía más miedo que con los comunistas, los marxistas, los socialistas o, incluso, que con los anarquistas.
—Alto —dijo el cabo. Era un legionario de barba enjuta y rostro castigado por el sol. A pesar del frío iba en mangas de camisa—. Arriba España —continuó, a la vez que levantaba el brazo.
—Arriba España —contestaron los tres al mismo tiempo, don Julián casi sin voz.
—¿Pasa algo, cabo? —preguntó don Antonio, a la vez que sacaba de nuevo su paquete de tabaco y ofrecía a los militares.
—Nada. Rutina. Enséñenme su documentación. Este no es un barrio muy sano.
—Por supuesto.
Los tres hombres buscaron su documentación; todo el mundo estaba obligado a llevarla encima. Don Julián buscó en su chaqueta, pero no encontró nada. Don Antonio y don Jacinto entregaron sus papeles, que el cabo les devolvió tras echarles una ojeada.
—¿Y usted? —le preguntó el militar al farmacéutico, que se sentía cada vez más nervioso.
No acertaba a pronunciar ninguna palabra.
—¿No la encuentras, Julián? —preguntó don Jacinto.
El farmacéutico estaba blanco.
—¿No tiene ninguna documentación? —preguntó el jefe con cara de pocos amigos.
El farmacéutico negó con la cabeza.
—Muy bien. Pues se viene con nosotros más abajo. Allí lo identificaremos con la ayuda de unos patriotas. Si no ha hecho nada, no tiene nada que temer —dijo el cabo, que ordenó a sus hombres que lo apresaran.
Don Julián estaba a punto de desmayarse. Los soldados y el cabo continuaron su camino sin que don Jacinto dijera nada, sin que don Antonio ni siquiera levantara la mirada. La Musa Roja del Paralelo caía aquella tarde.