1

Si no nos encuentran los de arriba, nos iremos directamente al infierno cuando se hunda esta mierda —murmuró el teniente.

Permanecía quieto y sujetaba con fuerza su Star, con el dedo en el gatillo. Silencio. Una fina lluvia de polvo cayó sobre sus cabezas. El teniente se giró hacia Miquel y el Bachiller, con la mirada que empleaba para advertirles de que el peligro acechaba, que estuviesen preparados para morir. Como si uno se pudiera preparar para eso.

Arriba se oían pasos que recorrían los tablones de madera. Con cada uno, otra fina lluvia de polvo. Miquel llegó a pensar por unos segundos que estaba a punto de desmayarse. Se dejó caer todavía más sobre la pared.

La vela estaba a punto de extinguirse. La cera goteaba lentamente hasta el suelo. La humedad de aquel lugar hacía difícil hasta respirar. Hacía calor, pero no como cuando el sol luce con toda su fuerza en un día caluroso de julio. No. Era otra clase de calor: frío. Miquel sentía que su sudor se mezclaba con el vaho que no podía dejar de exhalar y con el agua de aquella pequeña cueva. Un sudor helado lo recorría. Se mareó unos segundos. Era poco más de medianoche.

Notó la mano del Bachiller encima de su hombro. Se sentía débil; aguantaba gracias al fusil que sujetaba con las manos, un máuser con un cargador con cinco cartuchos que no sabía si sería capaz de disparar. Había disparado antes, pero siempre en el frente. Y siempre desde lejos.

Llevaban más de tres noches sin dormir, andando sin parar. Sin comida, disparando a ciegas de vez en cuando. De nada había servido dinamitar el puente del Lledoner de Vallirana, a poco más de veinte kilómetros de Barcelona. Y eso que el mando decía que sin el puente los fascistas no podrían cruzar aquel torrente…, que así lograrían detener el avance del enemigo y contraatacar. Pero la Decimotercera División de los nacionales deshizo los planes republicanos en solo unas horas. Aun sin puente, habían conseguido llegar a Vallirana, ese mismo día, y pisándoles los talones.

Miquel, junto con el Bachiller y el teniente, había sido testigo de cómo los fascistas creaban una pista en el lado derecho de aquel torrente imposible de cruzar, a la vez que montaban las baterías de 88 milímetros. Sus proyectiles ya silbaban en la ciudad de Barcelona. Ellos, por lo menos, habían podido oírlos. La mayoría de sus compañeros estaban muertos. Los nacionales no se entretenían haciendo prisioneros. Aunque ellos tampoco.

El teniente dio un paso en la oscuridad y apagó la vela, que ya casi se había extinguido. Miquel trataba de respirar sin hacer ruido. El Bachiller desenfundó su bayoneta y se acercó a la trampilla.

—¿Qué haces? Si nos descubren, ¿crees que con ese cuchillo vas a poder hacer algo? —murmuró el teniente.

El Bachiller no le hizo caso y siguió apuntando con la bayoneta hacia arriba, como si fuera la Hotchkiss, que permanecía desmontada junto a Miquel. ¿Qué se creía aquel capullo? ¿Que iba a montar una ametralladora de siete milímetros en vertical? La mejor opción, la única en realidad, era la bayoneta. El teniente, tan imbécil como siempre. Por su estupidez, por querer resistir pasara lo que pasara, ya había perdido a todos sus hombres.

Los pasos de arriba, en todo momento lentos y pausados, se volvieron acelerados tras un grito. Hasta que desaparecieron. Parecía que el peligro ya había pasado. Miquel se dejó caer, deslizándose por la pared, sintiendo que su espalda se ensuciaba más con aquella tierra arcillosa que llegaba a penetrar, en pequeños grumos, por su camisa. Aunque parecía que los de arriba se habían ido, optaron por quedarse en aquella bodega excavada en la tierra media hora más. A oscuras, sin moverse, casi sin respirar hasta que el teniente levantó la trampilla y asomó la cabeza en el piso superior. El Bachiller no le quitaba los ojos de encima. A la mínima que pudiera, no iba a desaprovechar la oportunidad de utilizar su maldita bayoneta.

Miquel observaba toda la escena tirado en el suelo, apoyado en aquella pared que se deshacía poco a poco a su espalda.

—No hay nadie —dijo todavía en voz baja el teniente, antes de impulsarse hacia el piso de arriba.

Miquel se levantó lentamente y siguió en la oscuridad los pasos del Bachiller. Arriba, como abajo, era de noche. Todo parecía muerto. Sin vida. Nervioso, el teniente se movía de un lado a otro del pasillo, donde permanecía abierta la trampilla de la bodega.

—Seguro que eran moros —dijo de pronto el Bachiller, apoyándose en una pared de la casa, mientras se encendía un cigarrillo.

Miquel se dejó caer de nuevo ante él.

—¿Sí? Te veo muy seguro… —respondió el teniente.

No se soportaban. A ninguno de los dos les gustaba demasiado que el otro fuera uno de los pocos supervivientes de la campaña del Ordal, el último paso montañoso antes de llegar a Barcelona.

El oficial se enfundó su Star y se acercó a los dos únicos soldados que quedaban a su mando, con cara divertida, como si el nerviosismo de hacía tan solo unos minutos hubiera desaparecido. Sonreía. Miquel lo veía gracias a la fría luz de la luna que penetraba por las ventanas.

—No hablan. Son así. Andan en silencio, no hablan entre ellos —continuó el Bachiller mientras su vaho se mezclaba con el humo del cigarrillo.

—Son tan traidores como los soldados de retaguardia.

El Bachiller se llevó la mano a la bayoneta.

—También hablarán, supongo —dijo Miquel tratando de cortar la tensión. Se sentía más tranquilo. Menos mareado.

—No hablan —insistió el Bachiller, molesto.

El oficial se apoyó en uno de los marcos de la puerta quedaba al pasillo donde estaban los dos soldados, en la entrada del comedor de la casa.

—Sí que hablan, soldado. Dímelo a mí, que luché contra ellos en Annual. En África. Pero caminan en silencio para sorprender a imbéciles confiados como tú, para poder cortarles el cuello a su gusto. Pero hablan.

El Bachiller se frotó su incipiente barba.

—Pues lo que decía, eran moros. Y no muy inteligentes. Era fácil encontrarnos. Malditos moros.

El teniente se quedó mirando fijamente a su soldado, como si hubiera recordado algo. Abrió los ojos de golpe. De forma instintiva, Miquel levantó su máuser. El teniente cayó al suelo. Boca abajo. Tenía un cuchillo clavado en la espalda. Miquel dudó unos segundos y después abrió fuego. En unos segundos descargó los cinco cartuchos del fusil en la oscuridad. Como respuesta: un gemido desgarrador. Hablaban y se quejaban.

El Bachiller se echó incluso más atrás de lo que le permitía la pared. Palpaba nerviosamente el suelo buscando un arma. Solo tenía aquel inútil machete. Había dejado abajo la ametralladora, desmontada, en una esquina de la bodega.

—Corre —gritó.

Miquel buscó en su cartuchera otro cargador. Lo colocó y disparó de nuevo. Sintió como otras balas silbaban a su lado. El Bachiller tenía la cara blanca, aunque ya estaba saliendo de la casa. Miquel cogió con fuerza su fusil y siguió sus pasos. Al salir, tropezó con el cuerpo del teniente. Seguía con los ojos abiertos.

Se levantó rápidamente y empezó a correr como nunca antes lo había hecho. Los dos corrían sin mirar atrás, sintiendo que las zarzas heladas se abrían camino en su piel. El sudor mezclado con la sangre. «¿Me habrán herido?». Algunas balas le habían pasado muy cerca. Y tenía muy frescas las imágenes de algunos compañeros que seguían hablando antes de morir, como si nada, aunque una bala les hubiera atravesado la cabeza o el corazón. Y de pronto morían. «¡Mierda!». Ya tendría tiempo de pensar en eso.

Corrieron hasta mucho después de perder el aliento. Al cabo de una media hora, el Bachiller, que iba el primero, se paró y se dejó caer al suelo.

—Que vengan si quieren y que me maten. Yo no corro más —dijo, todavía con el machete en la mano, mientras trataba de recuperar el aliento respirando nerviosamente.

Miquel dejó caer su máuser al suelo y también se tumbó. Hacía tanto frío que el aire caliente que expulsaba por la garganta le hacía daño. Parecía que ya no los seguía nadie, aunque ni los moros ni los fachas debían de estar demasiado lejos. El rumor de las baterías era constante.

—Están muy cerca.

—¿Los moros?

—Los moros y los que no son moros. ¿No lo oyes? Son granadas rompedoras. Su metralla es muy jodida, mucho. Es mejor que te peguen un tiro y te vuelen la cabeza a que te pille una de esas. Hijos de puta.

Miquel asintió. No llevaba tanto tiempo en el ejército como para distinguir qué era una bomba rompedora y qué no. Para él todas rompían algo. Y todas sonaban mal. Muy mal. Las conocía desde hacía tiempo. Las primeras, las que durante más de dos años habían caído sobre Barcelona. Y las de las últimas semanas. Todos los días las oía, desde que salía el sol hasta que lo hacía la luna.

—Por cierto, buena puntería, chico. Son los primeros que te cargas, ¿no?

Miquel no respondió. Ni siquiera se había fijado en si había muerto alguien, a pesar de que había oído aquel grito desgarrador. Él solo había disparado a la oscuridad. Suspiró. De nuevo estaba mareado. No sabía si había sido por la carrera o más bien por el miedo que sentía en aquellos momentos. Respiraba nerviosamente y trató de relajarse, aunque se encontrara allí, en medio del bosque, con un grupo de moros que les seguían los pasos y con el ruido de fondo de las baterías nacionales, cada vez más cerca. Y estaban machacando Barcelona. Todo aquello parecía un sueño. Más bien, una pesadilla.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

El Bachiller se puso en pie cuando oyeron, a tan solo unos centenares de metros, el impacto de un proyectil que debía de ser de ciento veinte milímetros. El resplandor llegó hasta el cielo. Miquel se acercó al Bachiller, que permanecía quieto. Otro resplandor iluminó la zona boscosa donde estaba aquella pequeña casa en la que se habían escondido. Un segundo estallido, al que siguieron los aullidos aterrados de algunos de los perros salvajes, que avanzaban con la guerra, buscando comida en aquel frío invierno.

—Esas últimas bombas eran de las nuestras —apuntó el Bachiller—. Los proyectiles de este tipo se utilizan en acciones de contrabatería. Estas eran de los nuestros, aunque casi nos matan. Todavía queda resistencia.

Miquel asintió.

—Adiós, teniente —continuó el Bachiller, a la vez que se ponía firmes y hacía el saludo militar con cierta sorna.

Tras el último impacto sonaron varias ráfagas de ametralladora. Muy cerca. Las baterías callaron unos segundos, aunque inmediatamente continuaron con su melodía mortal sobre Barcelona.

—Pero las ametralladoras son de ellos.

Miquel se acercó hasta donde había dejado el fusil. Aquellas metralletas no podían hacer nada contra proyectiles de ciento veinte milímetros, pero sí contra ellos.

—Lo mejor que podemos hacer es replegarnos hacia Barcelona. En Molins y en Roses tienen que quedar algunos soldados del 905 Batallón. Cruzaremos el Llobregat hasta Molins o Roses. Y desde allí nos dirigiremos hacia Barcelona, o adonde se esté organizando la resistencia… O la fuga. Si nos quedamos por aquí, no sobreviviremos. Si nos tienen que coger, mejor incluso que no sea en el campo de batalla. Si no queremos morir. Y yo no nací para ser un mártir, y supongo que tú tampoco —concluyó el Bachiller.

Miquel asintió y cogió el máuser. No iba a ponerse a discutir nada de lo que decidiera. Él no sabía qué hacer. Nunca antes se había sentido tan perdido, entre la inmensidad de la noche. Lo que podría haber sido un paisaje bucólico ahora era terrible.

—Seguiremos por la montaña. Tenemos que llegar antes de que se haga de día; si no, corremos el riesgo de que un avión nos agujeree el culo o las pelotas. Vamos.

El Bachiller conocía los caminos de todas aquellas montañas. Era donde había librado la última parte de su guerra, en trabajos de vigilancia, de logística, de orden público. En la retaguardia. Cerca de su casa. Él era de allí. Ese tipo de trabajos lo habían convertido, a los ojos del teniente, en un traidor.

Miquel lo había conocido unas semanas antes. No era mucho mayor que él, aunque llevaba casi toda la guerra en el ejército. Se habían encontrado en el frente del Ordal. El Bachiller, Joan, no era una persona a la que le gustara relacionarse. Al menos no en la trinchera. Iba a lo suyo, pero no había rechazado la compañía de Miquel, demasiado joven e inexperto para ser valiente. El Bachiller lo había tratado como a un amigo, aunque no lo tuviera por tal. Le había contado que, durante los primeros meses de la guerra, había sido de los primeros en coger el autobús de línea reutilizado como transporte militar para llegar hasta el frente. Había combatido en Teruel, como un idealista más. Hasta que la política, decía, había acabado con todo. Desde entonces había decidido, y lo había conseguido, permanecer en la retaguardia, en trabajos de logística y cosas así. La guerra, para él, como para otros, se había convertido en un negocio para vivir un poco mejor que los demás. Al fin y al cabo, se trataba de sobrevivir.

—Venga, niño, continuemos. Ya hemos descansado bastante —dijo el Bachiller.

Con el ruido de fondo de la guerra, avanzaron a través de la montaña por pequeños caminos de tierra. En algunos tramos era difícil no resbalar por culpa de las malditas placas de hielo. Anduvieron también entre la maleza, dejando atrás masías sin vida, con algunos enseres inútiles todavía en la calle, los pocos que sus dueños no habían podido vender antes de intentar fugarse del futuro. A la luz de una tímida luna llegaron a una pequeña ermita de color rojo, encaramada a uno de los cerros desde donde se vislumbraban algunas luces huérfanas; debían de pertenecer al pueblo de Molins. Detrás de la montaña, se reflejaban los destellos de las bombas que explotaban a uno y otro lado del Llobregat, más al sur.

El Bachiller observaba en silencio, pero Miquel, al pasar por la pequeña puerta de la iglesia, miró hacia la maleza que los rodeaba. Se sentía observado. En silencio, mientras su compañero ya se dirigía a otro pequeño camino que nacía a uno de los lados de la iglesia, el joven soldado descolgó de nuevo su fusil. Comprobó sin ningún nerviosismo el cargador y llevó el dedo al gatillo. Lo más normal habría sido que hubiera corrido para esconderse detrás del Bachiller. Pero ahora no, ahora no temblaba. Se quedó quieto y apuntó hacia los matorrales helados que nacían entre las piedras de lo que parecían las ruinas de la sacristía de la pequeña iglesia románica. Ruinas enmohecidas de ladrillos arcillosos, desnudos, de color rojo. La oscuridad no le dejaba ver nada, pero allí había alguien o algo. Acechando.

—¿Qué pasa? —preguntó el Bachiller, extrañado al ver que no le seguía.

Miquel no le contestó.

—¡Digo que qué te pasa! ¿Me oyes? —preguntó de nuevo, deshaciendo sus pasos hasta ponerse al lado de Miquel. Contempló los matorrales en los que su compañero tenía clavada la mirada.

—Hay alguien.

—Debe de ser un zorro. Hay muchos en esta zona. O una tortuga gigante. Vamos, que se nos va a hacer de día. Si fuese el enemigo, ya estaríamos muertos.

—Te digo que ahí hay alguien. Lo sé.

—Coño con el pipiolo. Hace unos días parecía que todo te daba miedo y ahora te has vuelto de gatillo fácil.

El Bachiller se quedó mirando a Miquel, que seguía apuntando a la nada, completamente serio. Aquel chico se había vuelto adulto en tan solo unos días. Era algo que solía pasar con la guerra. Todos acababan dejando de llorar, siempre que no murieran antes.

—Si estás tan seguro, dispara.

—¡No!

Para sorpresa del Bachiller, un hombre salió de entre la maleza, con un traje gris, abrazando contra el pecho una maleta de cartón, como si esta fuera un escudo capaz de parar una bala. El desconocido se quedó quieto y empezó a temblar. No. Ya estaba temblando antes.

—¿Quién es usted? —preguntó el Bachiller con el cuchillo en la mano.

Miquel seguía apuntándolo con el fusil, como si en cualquier momento fuera a vaciar el cargador.

—¿Puedo bajar?

—¿Quién es?

—Àlex Font.

—¿Y qué hace aquí?

El desconocido permaneció inmóvil, apretando todavía con más fuerza su maleta.

Miquel se relajó de pronto, como si despertara de una pesadilla. Cuando comenzó a bajar su máuser, el Bachiller se lo levantó con un golpe de bayoneta. Varias siete milímetros pasaron silbando por encima de la cabeza de aquel hombre, llevándose su sombrero por delante.

—¿¡Qué hace aquí!? —gritó el Bachiller, aprovechando el desconcierto que habían creado los disparos fortuitos (si es que en las guerras hay realmente tiros fortuitos).

El hombre se dejó caer de rodillas y empezó a llorar.

—Estaba rezando —respondió con voz entrecortada.

A sus palabras las siguió el silencio. Solo se oían los estallidos de las bombas, kilómetros más abajo, a ambos márgenes del Llobregat. Las de las baterías de Vallirana habían enmudecido. Se debían de haber cansado de bombardear la montaña del Tibidabo, a la espalda de Barcelona. El Bachiller bajó el fusil de su compañero con su bayoneta y guardó de nuevo el machete en la funda.

—Si es así, rece también por nosotros. Vamos.

Miquel se colgó el máuser y siguió a su compañero. No se giró, aunque de alguna manera sintió que parte de él se quedaba en esa montaña, en esa pequeña iglesia. También en aquel hombre, que, finalmente, se había separado de su maleta y que seguía llorando, entre los matorrales, como si fuera un niño.

Las pobres luces de una masía rica y grande se apagaron al intuir su paso.

«Si se creen que la oscuridad los librará de los que vienen detrás, están muy equivocados», se dijo el Bachiller.

«Can Sala», leyó Miquel. Penetraron en un bosque todavía más cerrado, donde los árboles no dejaban pasar la oscura luz de aquella noche. Un bosque tan profundo que, en algunos instantes, lo único que se oía eran sus pasos, que rebotaban hasta producir una especie de eco al chocar con los troncos alargados y delgados de los altos pinos. Allí ni siquiera llegaba el rumor lejano de las bombas. Subieron, caminaron, giraron a la derecha en un pequeño cruce y siguieron con buen paso.

—Por aquí se va a Torrelles. Es el pueblo que queda al otro lado de estos cerros. Ahora estamos en Cervelló. Rodearemos la montaña para bajar al río —dijo el Bachiller, como si no existiera una guerra y de pronto estuviera haciendo de guía excursionista.

—¿No estará Molins ocupado cuando lleguemos?

—Esperemos que no. Malo será si llegamos cuando estén entrando los fascistas, pero peor será que estén dentro. De todos modos, lo mejor es no pensar demasiado. Si el tipo de la iglesia estaba allí, esperando a los que vienen detrás de nosotros, es porque todavía no han llegado hasta aquí.

Miquel se frotó las manos. No iba lo bastante abrigado: unos pantalones de soldado y una vieja camisa de color azul, posiblemente de algún miliciano que no había tenido demasiada suerte en algún frente. Su camisa reglamentaria había quedado destrozada en la trinchera del Ordal. Su primera camisa del Ejército Popular.

Se había alistado justo después de la batalla del Ebro. Hasta aquel momento, aunque lo había intentado, no lo había logrado. Demasiado joven. Ahora ya no importaba. Un día decidió que era el momento de dejarse «la sangre por la libertad», abandonó su casa, en el barrio barcelonés de la derecha del Eixample, y al día siguiente ya estaba recibiendo instrucción. Cuarenta y ocho horas más tarde, ya estaba preparado para luchar, según le dijo su sargento. Aun así, hasta hacía unas semanas su trabajo siempre había estado en la retaguardia. No había disparado hasta poco después de conocer al Bachiller. En el frente, cerca de Vilafranca del Penedès.

—Miquel, a menos de un kilómetro hay otra masía, más pequeña. Conozco a los dueños. Entraremos para pedir una escopeta, ¿de acuerdo? Si nos encontramos a los fascistas, poca cosa podré hacer con esto —dijo, poniendo la mano sobre la bayoneta enfundada.

—¿Tendrán una escopeta? ¿Y un coche?

—No —contestó sin dudar—. Además, tampoco nos serviría demasiado por estos caminos. De todas formas, a ellos se lo requisó el sindicato al principio de la guerra. También los caballos. Pediremos algo de ropa.

Miquel no se había fijado hasta aquel momento: la camisa del Bachiller era todavía más fina que la suya. Era de seda, de las que se llevan con corbata en verano.

—En mi despacho tengo caldera. Me enviaron al frente deprisa y corriendo, y no pude coger mucho más. Algún hijo de puta al que no le debió de gustar el vodka que le vendí —dijo, como si supiera en qué estaba pensando su joven compañero.

Era curioso; aunque llevaban juntos varios días, no se había fijado en el detalle de la camisa.

Al girar por una pequeña elevación, distinguieron la masía. No había luz.

—Seguro que hay alguien. Estuve aquí antes de que me movilizaran. Y conociendo a quién vive ahí, dudo mucho que haya bajado al pueblo.

El Bachiller se adelantó y entró en el recinto de piedra que rodeaba la vieja masía. Se acercó a la casa y golpeó la puerta. Miquel se quedó a un par de metros. Se agachó, apoyándose en la rodilla, y dirigió el cañón del fusil hacia la puerta.

—Hola, soy Joan, el fill del Tomàquet. Abre, tieta.

«¿El fill del Tomàquet?». Miquel, a pesar del frío y la tensión, no pudo evitar que en sus labios se dibujara una pequeña sonrisa. El hijo del Tomate. El Bachiller insistió otra vez con su presentación hasta que alguien se acercó a la puerta y la abrió.

—¿Joan?

Era una mujer de unos cincuenta años, pero a la que la guerra había convertido en una vieja.

—Tía.

Iba vestida como un hombre y sujetaba sobre la mano derecha una vela.

—¿Podemos pasar?

—¿Ya han llegado los nacionales?

—Están muy cerca.

—Entrad. Tú y tu amigo, el que está escondido allí.

Cuando el Bachiller se giró para llamar a Miquel, este ya caminaba con el máuser colgado del hombro.

El tiempo en el comedor de aquella casa, iluminado tan solo por una pequeña vela y las pocas brasas que quedaban en el fuego, parecía que no existía. La anciana caminó con paso calmado a una parte de la sala, donde tenía una especie de despensa excavada en la pared.

—¿Queréis comer?

«Desde luego», pensó Miquel.

—No, tía. Nos tenemos que ir corriendo. Falta poco para el alba y aún nos quedan unos cuatro kilómetros a pie.

Por unos segundos, Miquel estuvo a punto de descolgar su fusil y utilizarlo.

—Pero, si no le importa, nos podemos llevar algo para ir comiendo por el camino —dijo el joven soldado mientras miraba a la mujer, casi rogándole.

—No hay tiempo —insistió el Bachiller.

A Miquel de nuevo se le pasó por la cabeza usar su máuser, pero solo le debía de quedar una bala, si es que le quedaba alguna. Había puesto el último cargador y no estaba entero. Mejor ahorrar para el enemigo las pocas balas que le quedaran.

—¿Tienes la escopeta del tío?

La mujer cogió un poco de tocino seco, lo envolvió en un papel y se lo dio a Miquel.

—Tienes cara de hambre, chico.

Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz.

—Necesito la escopeta del tío. La que le traje cuando empezó la guerra.

—Está allí. Y encontrarás los cartuchos en el cajón del mueble —dijo la mujer, señalando un pequeño armario de madera.

El Bachiller lo abrió y encontró la carabina que años atrás le había regalado a su tío. Comprobó si estaba cargada. Miquel nunca había visto ninguna igual antes.

—Es una carabina tigre. Cógela —dijo a la vez que se la lanzaba. Pesaba mucho menos que su máuser—. Es americana. Una de las que se usaban en las guardias, al principio de la guerra. También las llevaban los guardas. Van muy bien. El problema es que no se compró munición suficiente y se dejaron de usar.

Miquel asintió, más preocupado por cuándo podría desenvolver el paquete de la comida que por otra cosa. El tocino era una tentación demasiado poderosa. El Bachiller se acercó a donde estaba su tía.

—¿Puedo coger esta chaqueta? —preguntó señalando con la mirada un sayo de cuero que colgaba de una pared de la sala. Debía de ser de Enric, su primo. Su tía asintió—. ¿Por qué no bajas a Cervelló? En el pueblo estarás mejor.

La mujer se acercó al Bachiller y le dio un beso.

—Ya no me queda nada. Tus primos murieron en Aragón. También Enric. Y de Anna no he sabido nada después de que él muriera. Por lo visto, desapareció en Teruel. Tu tío murió en casa, al enterarse de sus muertes, como bien sabes. Debería bajar un día a Sant Feliu, a Roses, como lo llaman ahora, a ver a mi hermana, pero lo haré cuando pase todo esto. Mientras tanto, estoy mejor en casa.

El Bachiller se giró hacia Miquel. «Vamos», le dijo con la mirada. El joven soldado cogió el fusil y se despidió de la mujer sin decir nada. Tenía la boca llena. Al salir, vio que el Bachiller abrazaba a su tía. Ya no se volverían a ver.

—¿Por qué a tu padre le llaman Tomate? —dijo Miquel, mientras ofrecía a su compañero un trozo de tocino.

El Bachiller, a su lado, se lo quedó mirando y rehusó el ofrecimiento. Tenía el estómago revuelto. La chaqueta le había ayudado a entrar algo en calor, pero estaba agotado. Aunque no podía parecer débil. En realidad, nunca había podido dejar ver su debilidad; además, eso era lo que le faltaba a aquel chico para morirse de miedo, a pesar de que ahora parecía mucho más tranquilo.

—Le gustaban mucho los tomates, y ya sabes cómo son en los pueblos.

Los dos seguían un pequeño camino que casi no se distinguía en medio de aquella fría oscuridad. Al cabo de pocos minutos, llegaron a una bifurcación y giraron a la derecha. El hijo del Tomate conocía bien aquellos caminos.

—¿No será para arriba?

—No. Por allí se va a Can Sala de Dalt. Es otra masía. Es por aquí. Vamos. Pronto se hará de día. Debemos estar a cubierto antes de que los aviones sobrevuelen los caminos.

Miquel cerró los ojos cuando los primeros rayos de sol llegaron a su cara atravesando aquel bosque frondoso de pinos entrecruzados. En aquel momento, todavía con la boca llena de tocino, parecía que la guerra ya había acabado. Pero no era así. De hecho, aquella mañana, la del 24 de enero de 1939, las tropas franquistas se preparaban para atravesar el río Llobregat, el gran obstáculo antes de llegar a la ciudad de Barcelona. El general Dávila, jefe del Ejército del Norte, había dejado claro cómo sería el avance del Cuerpo del Ejército de Navarra y del Cuerpo del Ejército Marroquí.

El de Navarra avanzaría desde la población de Martorell hasta las de Rubí y Sant Cugat para preparar el ataque sobre Barcelona, desde la montaña sobre la que se apoya la ciudad y que queda a su espalda, el Tibidabo. Mientras tanto, el Cuerpo del Ejército Marroquí ocuparía Molins, Sant Feliu de Llobregat, por aquel entonces Roses, y Cornellà, para construir un puente hasta El Prat y enfrentarse al enemigo en Esplugues de Llobregat y en L’Hospitalet, la última ciudad antes de Barcelona. La artillería se trasladaría de Martorell hasta Sant Cugat con el apoyo de las baterías de 88 milímetros alemanas y la aviación de la Legión Cóndor. Que Barcelona cayera era solo cuestión de horas.