2. Ser o no ser

Sabbath salió a la calle con la intención de pasar las horas que faltaban para el funeral de Linc haciendo de Rip Van Winkle, el personaje de Washington Irving. La idea le reanimó. Se parecía al personaje, y había estado al margen de todo incluso durante más tiempo que Rip. Éste no se perdió más que la Revolución mientras dormía bajo la influencia de la bebida y la magia.

Sabbath, en cambio, por lo que había oído en el transcurso de los años, se había perdido la transformación de Nueva York en una ciudad absolutamente contraria a la cordura y la vida civil, una ciudad que, al llegar a los años noventa, había llevado a la perfección el arte de matar el alma. Si tenía un alma viva (y Sabbath ya no podía afirmarlo en su caso), se moriría allí de mil maneras diferentes a cualquier hora del día o de la noche, por no hablar de la muerte no metafórica, de los ciudadanos como presas, de que todo el mundo, desde los ancianos indefensos hasta los escolares más pequeños, están infectados de temor, y nada en toda la ciudad, ni siquiera las turbinas de la mayor central eléctrica, era tan poderoso y galvánico como el temor. Nueva York era una ciudad entregada por completo a la mala vida, donde ya nada, excepto el metro, era subterráneo.

Era la ciudad donde podías obtener lo peor de todo, unas veces sin ningún problema y otras con un coste considerable. En Nueva York se creía que los buenos tiempos de antes, el antiguo estilo de vida, habían existido hasta hacía sólo tres años, tan rápidos habían sido el aumento de la corrupción y la violencia y la producción de comportamientos demenciales. Era un escaparate de degradación que rebosaba de las sobras humanas de barrios pobres, prisiones y manicomios de dos hemisferios por lo menos, tiranizado por criminales, maníacos y bandas de chiquillos que volcarían el mundo por un par de zapatos deportivos. Una ciudad donde los pocos que se molestaban en tomar la vida en serio sabían que estaban sobreviviendo contra todo lo inhumano (o demasiado humano): uno se estremecía al pensar en que todo cuanto era aborrecible en la ciudad revelaba los contornos de la masa humana tal como realmente anhelaba ser.

Ahora bien, Sabbath no se creía las historias que oía continuamente y que caracterizaban a Nueva York como el infierno, en primer lugar, porque toda gran ciudad es un infierno; en segundo lugar, porque si no te interesaban las abominaciones más chillonas de la humanidad, ¿qué estabas haciendo allí para empezar?; y, por último, porque las personas a las que oía contar tales historias (los acomodados de Madamaska Falls, la pequeña élite de profesionales y los ancianos que tenían allí sus casas veraniegas, adonde se retiraban) eran las últimas personas del mundo a quienes se les daría crédito sobre cualquier cosa.

Al contrario que sus vecinos (si podía decirse de Sabbath, que era capaz de considerar como vecino a cualquiera y donde fuese), no aborrecía de una manera natural lo peor de la gente, empezando por sí mismo. A pesar de que se había preservado en una nevera norteña durante buena par te de su vida, en los años recientes había pensado que a él, por lo menos, no le repelerían precisamente los terrores cotidianos de la ciudad. Incluso tal vez habría abandonado Madamaska Falls (y a Rosie) para regresar a Nueva York de no haber sido por su amiga íntima… y por los sentimientos que todavía le inspiraba la desaparición de Nikki… y por el estúpido destino que le había elegido su tediosa superioridad y su poco convincente paranoia.

Observó que, de todos modos, no debía exagerar su paranoia, pues nunca era la punta de lanza envenenada de su pensamiento, jamás era a escala realmente grande, sin necesidad de ningún estímulo que la desatara.

Desde luego, a aquellas alturas tan sólo se trataba de una especie de paranoia de hombre normal y corriente, lo bastante pendenciera para alzarse hacia el cebo pero, en conjunto, hecha un trapo y harta de sí misma.

Entretanto, Sabbath temblaba de nuevo y no tenía el consuelo del acre aroma de Rosa y su nostálgico significado. Parecía como si, una vez presa de aquellas sensaciones, como le había sucedido antes en la saqueada habitación de Deborah, tuviera dificultades para extinguir, mediante un acto de voluntad, el deseo de no seguir viviendo. Ese deseo caminaba a su lado, era su compañero, mientras se dirigía a la estación del metro. Aunque no andaba por ellas desde hacía décadas, no veía en absoluto aquellas calles, tan atareado estaba en mantenerse al corriente de su deseo de morir. Marchaba al unísono con él, paso a paso, al ritmo de una salmodia de infantería que le metieron en la cabeza los jefes negros en Fort Dix, cuando se adiestraba allí para matar comunistas a su regreso del mar.

Tenías un buen hogar pero te fuiste… ¡Tienes razón!

Tenías un buen hogar pero te fuiste… ¡Tienes razón!

Contad, uno, dos,

Contad, tres, cuatro,

Contad, uno, dos, tres, cuatro… Tres ¡cuatro!

El deseo de no seguir viviendo le acompañó mientras bajaba las escaleras de la estación de metro y, después de comprar el billete, continuó aferrado a su espalda al pasar por el torniquete. Y cuando subió al tren, aquel deseo se sentó en su regazo, dándole la cara, y empezó a contar con los dedos deformes de Sabbath las muchas maneras en que podría saciarse. Tal mamón se había cortado las venas de las muñecas, tal otro había usado una bolsa de lavado en seco, este mamón había tomado somníferos y aquél, nacido a orillas del océano, montó las crestas de las olas y se ahogó.

La duración del viaje al centro de la ciudad dio de sí lo suficiente para que Sabbath y su deseo de no seguir viviendo compusieran una necrológica.

Morris «Mickey». Sabbath, titiritero y en el pasado director teatral que dejó una leve huella y luego desapareció de los escenarios más experimentales de Broadway para ocultarse como un criminal perseguido en Nueva Inglaterra, murió el martes en la acera ante el número 115 de Central Park Oeste. Se había caído desde una ventana del piso dieciocho.

La causa de la muerte fue el suicidio, afirma Rosa Complicata, a la que el señor Sabbath sodomizó momentos antes de quitarse la vida. La señora Complicata es la portavoz de la familia.

Según la señora Complicata, el señor Sabbath le había dado dos billetes de cincuenta dólares para realizar actos depravados antes de arrojarse por la ventana. «Pero él no tiene polla dura», dijo la corpulenta portavoz con lágrimas en los ojos.

Sentencia suspendida

El señor Sabbath inició su carrera de actuaciones callejeras en 1953.

Los observadores del mundo del espectáculo identifican a Sabbath como el «eslabón perdido» entre los respetables años cincuenta y los revoltosos sesenta. Alrededor de su Teatro Indecente, en el que el señor Sabbath empleaba los dedos en lugar de títeres para representar a sus impúdicos personajes, se desarrolló un pequeño culto. En 1956 fue procesado bajo la acusación de obscenidad, y aunque fue declarado culpable y multado, se suspendió su sentencia de treinta días de arresto. De haber cumplido la sentencia, tal vez se habría reformado.

En 1959, bajo los auspicios de Norman Cowan y Lincoln Gelman (véase en B7, 3. a columna, la necrológica de Gelman), el señor Sabbath dirigió un Rey Lear notablemente insípido. Nuestro crítico alabó a Nikki Kantarakis por su representación de Cordelia, pero la actuación del señor Sabbath como Lear fue calificada de «suicidio megalomaníaco». Se habían facilitado tomates maduros a los espectadores a medida que entraban en el teatro, y al final de la función el señor Sabbath parecía encantado con sus innumerables manchas.

¿Cerdo o perfeccionista?

La señorita Kantarakis, formada en la Royal Academy of Dramatic Art, estrella de la agrupación Actores del Sótano de la Bowery, y esposa del director, desapareció misteriosamente de su hogar en noviembre de 1964.

Sigue sin saberse qué ha sido de ella, aunque nunca se ha descartado el asesinato.

«El cerdo Flaubert asesinó a Louise Colet», ha dicho hoy la condesa Du Plissitas, la feminista aristócrata, en el curso de una entrevista telefónica. La condesa Du Plissitas es famosa por sus biografías inventadas. En la actualidad está escribiendo la biografía inventada de la señorita Kantarakis. «El cerdo Fitzgerald asesinó a Zelda», siguió diciendo la condesa, «el cerdo Hughes asesinó a Sylvia Plath y el cerdo Sabbath asesinó a Nikki. Todo figura ahí, las diversas maneras en que la asesinó, en Nikki o la destrucción de una actriz a manos de un cerdo».

Miembros del grupo original Actores del Sótano de la Bowery, con quienes hoy nos hemos puesto en contacto, convinieron en que el señor Sabbath era implacable en la dirección teatral de su esposa. Todos confiaban en que ella le matara, y se llevaron una decepción cuando desapareció sin haberlo intentado siquiera.

El amigo y coproductor del señor Sabbath, Norman Cowan, cuya hija, Deborah, estudiante de ropa interior en Brown, representó un papel estelar en la obra extravagante y fantástica Adiós a medio siglo de masturbación, esmeradamente escenificada por el señor Sabbath en las horas previas a su salto mortal al vacío, manifiesta una opinión distinta. «Mickey era una auténtica buena persona», ha comentado el señor Cowan. «Jamás causó un problema a nadie. Era un poco solitario, pero siempre tenía una palabra amable para todo el mundo».

La primera puta mezquina

El señor Sabbath se adiestró en los burdeles de América Central y del Sur, así como en el Caribe, antes de establecerse como titiritero en Manhattan. Jamás usó una goma y, milagrosamente, nunca contrajo una enfermedad venérea. El señor Sabbath solía contar a menudo la anécdota de su relación con la primera puta de su vida.

«La que elegí era muy interesante», le dijo cierta vez a una persona sentada a su lado en el metro. «Jamás la olvidaré mientras viva. En cualquier caso, uno nunca olvida a la primera. La elegí porque se parecía a Yvonne de Carlo, la actriz, la actriz de cine. En fin, ahí estoy yo temblando como una hoja. Estamos en la vieja Habana. Recuerdo lo maravilloso y romántico que era aquello, las calles decadentes con balcones. La mismísima primera vez. No había echado un polvo en mi vida. Así que allí estaba con Yvonne. Ambos empezamos a desnudarnos. Recuerdo que me senté en una silla, al lado de la puerta. Lo primero a observar, y lo que más perdura en la memoria, es que ella llevaba ropa interior roja, sostenes y bragas rojos, y eso era fantástico. Lo segundo que recuerdo es que estaba encima de ella, y lo que recuerdo a continuación es que todo había terminado y ella me decía: “¡Quítate de encima!”. Ligeramente mezquina. “¡Quítate de encima!”. Bueno, eso no ocurre siempre, pero, como era la primera vez, creí que sí ocurría y me levanté. “¿Has terminado? ¡Quítate de encima!”. Hay tipos desagradables incluso entre las putas. Nunca lo he olvidado. “Bueno”, me dije, “¿qué más da?”, pero aquella actitud me había parecido hostil e incluso mezquina. ¿Cómo iba a saber yo, un chico procedente del quinto pino, que una de cada diez sería así de mezquina y mala, por guapa que fuera?».

No hizo nada por Israel

No mucho después del supuesto asesinato de su esposa, el señor Sabbath se trasladó al remoto pueblo de montaña donde le mantuvo hasta el fin de sus días su segunda esposa, la cual soñó durante años con cortarle la polla y luego refugiarse entre su grupo de mujeres maltratadas.

Durante sus tres décadas de ocultación, aparte de convertir prácticamente en una prostituta a la señora Drenka Balich, una vecina americana de origen croata, no parece haber trabajado en nada más que en una adaptación para marionetas, de cinco minutos de duración, de Más allá del bien y del mal, obra del irremediablemente demente Nietzsche. Tenía cincuenta y tantos años cuando se le declaró una osteoartritis en ambas manos que implicaba a las articulaciones interfalángicas distales y las articulaciones interfalángicas proximales, con la excepción relativa de las articulaciones metacarpofalángicas. El resultado fue una inestabilidad radical, pérdida de función a causa del dolor y la rigidez persistentes y deformación progresiva. Debido a su prolongada consideración de las ventajas de las artrodesis comparadas con las ventajas de la artroplastia implantada, su esposa se convirtió en una experta en chardonnay. La osteoartritis le proporcionó un excelente pretexto para que se intensificara la amargura que todo le producía y dedicaba su jornada íntegra a idear maneras de degradar a la señora Balich.

Le sobrevive el fantasma de su madre, Yetta, del cementerio Beth Tal o Cual de Neptune, Nueva Jersey, el cual se le apareció incesantemente durante su último año de vida. Su hermano, el teniente Morton Sabbath, fue derribado sobre las Filipinas durante la Segunda Guerra Mundial. Yetta Sabbath nunca superó la aflicción de esta pérdida. El señor Sabbath heredó de su madre su propia capacidad de no superar jamás nada.

También le sobrevive su esposa, Roseanna, de Madamaska Falls, con la que cohabitaba la noche en que la señorita Kantarakis desapareció o fue asesinada por Sabbath, quien a continuación se libró eficazmente del cadáver. La condesa Du Plissitas cree que el señor Sabbath obligó a la señora Sabbath, de soltera Roseanna Cavanaugh, a que fuese cómplice del crimen, iniciando así su caída en el alcoholismo.

El señor Sabbath no hizo nada por Israel.

Un borrón pasa muy aprisa un borrón por qué ahora el invento más desagradable nadie piensa así como cinta de cotizaciones no me dirijo bajando aquí estúpido encuentro lo que perdí la idiotez en la aldea griega tío bocadillo souvlaki bocadillo baklava sabes Nikki vestido de gitana lentejuelas angelicalmente con botas victorianas nunca folla sin hacer del polvo una violación no no ahí no pero la única manera de correrse era así dios le perdone esos no me des por el culo eh tío conoces a Nikki souvlaki sabes Nikki hotel St. Marks veintiún dólares con sesenta arriba alquiler habitación sabes Nikki el tipo rechoncho tatuado sabes la basura de Nikki de cuando salimos de tiendas de cuero muñecas tobillos atados ojos vendados y adelante quiero conocer un secreto sólo quiero conocer secretos cuando me usas como un chico soy tu chico eres mi chica tu chico tu marioneta títere de mano hazme un títere de mano joyería étnica más cuero viejos soy uno sex shop de ropa religiosa incienso Nikki siempre Nikki quemando tiendas de regalos camisetas de media manga incienso nunca se le acaba el incienso salidas de emergencia todavía necesita pintura cabellos largos último puesto de avanzada agentes de mudanzas mudanzas mudanzas anchas mujeres cara rojo ladrillo americanas polacas cocina casera y qué diré más que por qué así que por qué hermano hay menos posibilidad de que ella esté aquí que yo sea ella no puedo soportarlo como hay dios pueden ser ésas las nuestras en la ventana Nikki las manchó las colgó desapareció dejé ciento veinte pavos de mierda del Ejército de Salvación las persianas de madera que le encantaban ahí están las tiras rojas las tablillas que faltan treinta años después las persianas de Nikki.

—¿Hachís? ¿Quiere fumar?

—Hoy no, precioso.

—Me muero de hambre, tío. Tengo buen hachís, mercancía de primera. No he desayunado, no he comido. Llevo dos horas aquí. No he vendido una mierda.

—Paciencia, paciencia. «Nada ilegal se consigue sin paciencia».

Benjamin Franklin.

—Estoy sin llevarme un jodido mendrugo a la boca, tío. —¿Cuánto?

—Cinco.

—Dos.

—Mierda. Ésta es mercancía de primera.

—Pero eres tú el que se muere de hambre, la ventaja es mía.

—Que te jodan, viejo, viejo judío.

—Vamos, vamos. Eso es indigno de ti. «Ni filo ni antisemita seas / Y debe seguir, como la noche al día / Que no puedes ser desleal con ningún hombre».

—Algún día no estaré aquí pidiendo y vendiendo mierda. Serán los judíos los que estén aquí pidiendo. Espera a que todos los mendigos sean judíos. Tú serás uno de ellos.

—Todos los judíos estarán pidiendo cuando haya un monte Rushmore negro, querido, y ni un día antes… cuando haya un monte Rushmore negro, con Michael Jackson, Jesse Jackson, Bo Jackson y Ray Charles tallados en su superficie.

—Dos por cinco. Me muero de hambre, tío.

—El precio es correcto, trato hecho. Pero debes aprender a pensar más amablemente de los judíos. Vosotros estabais aquí mucho antes que nosotros. No tuvimos vuestras ventajas.

Nina Cordelia Desdémona farmacia Estroff todavía aquí mi buena Freie Bibliothek y el dispensario Lesehalle Deutsches todos sótanos tiendas indias restaurantes indios baratijas tibetanas restaurantes japoneses Ray’s Pizza Kiev 24 horas 7 días a la semana introducción al hinduismo ella siempre leía dharma ar tha kama y moksha liberarse de la reencarnación meta suprema muerte ciertamente un tema respetable quizás el que más ciertamente una solución para el bajo amor propio The Racing Form los periódicos de Varsovia los mendigos los mendigos los mendigos de la Bowery todavía en las escaleras la cabeza entre las manos los orines rezumando de los bolsillos.

—He tenido una auténtica experiencia de culpa, tío.

—¿Quieres repetir eso, por favor?

—Experiencia de culpa. Necesito comer algo. Aún no he desayunado ni comido.

—Yo no me preocuparía. Le pasa a todo el mundo.

—Soy inocente, tío. Me hicieron trampa. Necesito que alguien me ayude.

—Me ocuparé de tu caso, hijo. Creo en tu inocencia no menos que en la mía.

—Gracias, tío. ¿Eres abogado?

—No, soy hindú. ¿Y tú?

—Soy judío, pero estudié budismo.

—Sí, tus tejanos claman a voces que eres un gran triunfador.

—¿Cómo le va a un viejo y sabio hindú?

—Bueno, no es para todo el mundo, pero resulta que me gustan las penalidades. Vivo de las plantas del bosque. Trato continuamente de alcanzar la pureza y el dominio de mí mismo. Practico la moderación de los sentidos.

Soy austero.

—Tengo que comer algo, tío.

—Hay que evitar los alimentos de origen animal.

—Mierda, no tomo alimentos de origen animal. —Evitar a las actrices.

—¿Qué tal las mujeres gentiles?

—A un judío que estudia budismo no le está prohibido comerse a la mujer gentil. Lo dijo Ben Franklin: «Dios perdone a aquellos que no dan por el saco».

—Estás chalado, chico. Eres un gran hindú.

—He pasado por esta vida y cumplido con mis deberes hacia la sociedad. Ahora he vuelto a iniciarme en el estado célibe y soy de nuevo como un niño. Me concentro en los sacrificios internos elevados a los fuegos sagrados en mi interior.

—Muy arriesgado.

—Estoy buscando la liberación definitiva de la reencarnación.

Farola sexo venta muchacha desnuda silueta número de teléfono cómo se dice hablo urdu hindi y bangla bien que me deje fuera mujer gentil monte Rushmore Ava Gardner Sonja Henie A nn-Margret Yvonne de Carlo descubrimiento AnnMargret Grace Kelly ella es la Abraham Lincoln de las mujeres gentiles.

Y así Sabbath pasó el tiempo, fingiendo que pensaba sin puntuación, como J. Joyce pretendía que pensaba la gente, fingiendo estar tanto más y, a la vez, menos desligado de como se sentía, fingiendo que esperaba y no esperaba encontrar a Nikki en un sótano, con un circulito pintado en la frente, vendiendo saris, o vestida de gitana errante por aquellas calles suyas, buscándole a él. Así llenó su mente, asistiendo a la colisión de todos los antagonismos, el malvado y el inocente, el verdadero y el fraudulento, el odioso y el risible, una caricatura de sí mismo y totalmente de sí mismo, que abarcaba la verdad y se cegaba ante la verdad, obsesionado por sí mismo cuando apenas era lo que se entiende por un yo, exhijo, exhermano, exmarido, exartista titiritero, sin la menor idea de quién era ahora o qué estaba buscando, ya fuera deslizarse de cabeza por las escaleras con los vagabundos del subsuelo, ya sucumbir como un hombre al deseo de no seguir viviendo o agraviar, agraviar y agraviar hasta que no quedase una sola persona en la tierra no agraviada.

Por lo menos no había cometido la insensatez de ir en busca de la Avenida C, donde él personalmente entregaba tomates a todos los asistentes a la primera representación. Sería otro sombrío agujero en el suelo con cocina india. Tampoco cruzó el parque Tompkins para ir al lugar donde estuvo su taller, donde follaban con tal energía y durante tanto tiempo que el sofá se había deslizado sobre sus ruedecillas hasta quedar a medio camino de la puerta, cuando él tuvo que vestirse y regresar a casa antes de que Nikki lo hiciera desde el teatro. Esa servidumbre embrujadora ahora le parecía una fantasía de un chiquillo de doce años. No obstante, había sucedido, les había ocurrido a él y a Roseanna Cavanaugh, recién salida de la Universidad de Bennington. Cuando Nikki desapareció, aparte de la aflicción, las lágrimas y los tormentos de la confusión, se sintió también tan encantado como podía estar lo un hombre joven. Se había abierto una trampilla por la que Nikki había desaparecido. Un sueño, un sueño siniestro común a todos.

Ojalá desaparezca, ojalá desaparezca. Sólo que, para Sabbath, el sueño se había convertido en realidad.

Le arrastraba hacia abajo, le arrojaba adelante, le hacía caer de bruces, le golpeaba como la batidora en el Mixmaster de su madre. Entonces, como último movimiento, un parto de nalgas en la orilla que le dejaba con raspaduras y escocido por los guijarros después de que le arrastrara la ola furiosa que él había tomado a destiempo. Al levantarse no sabía dónde estaba… podría hallarse en Belmar. Pero nadaba con todas sus fuerzas hacia las profundidades, de regreso al lugar donde Morty sacaba del agua un brazo reluciente y gritaba por encima del fragoroso mar: «¡Ven aquí, Hércules!». Morty cogía bien cada ola. Su nariz, protegida con tiras de cinc, era como una proa que surcaba las aguas, montaba en una ola cuando estaba totalmente levantada, desde mucho más allá de la última cuerda hasta muy cerca del paseo entablado. Solían reírse de los chicos de Weequahic que acudían desde Newark. Decían que aquellos tipos no sabían montar las olas. Los chicos judíos de Newark estaban allí para librarse de la polio. Si estuvieran en casa, rogarían que les dejaran ir a nadar a la piscina del parque de atracciones de Irvington, y en cuanto pagaran y les dieran la entrada cogerían la polio. Así que sus padres los llevaban costa abajo. Si uno era judío de Jersey City, iba a Belmar; si era de Newark, iba a Bradley. Solían jugar al blackjack con ellos bajo las tablas del paseo. Aquellos chicos de Weequahic enseñaron a Sabbath a jugar al blackjack, y luego él perfeccionó sus conocimientos del juego cuando se embarcó. Aquellas partidas de blackjack eran legendarias en el rincón tranquilo donde vivían. ¡Otra carta y doblo la apuesta! ¡A ver la carta! ¡Blackjack! Y las chicas judías de Weequahic iban a la playa a lo largo de la avenida Brinley, con sus bañadores de dos piezas, sus abdómenes de Weequahic desnudos. Les encantaba verlas llegar para pasar allí el verano.

Hasta entonces lo único que uno hacía era escuchar la radio y hacer los deberes escolares. Un tiempo de enclaustramiento, tranquilo. Y de repente sucedía todo, las calles de Asbur y se llenaban de gente, en el paseo de tablas de Bradley no se podía dar un paso por la noche, a partir del fin de semana señalado por el día del Recuerdo terminaba la vida tranquila de pueblo pequeño. Camareras en todo Asbury, universitarias de todo el país haciendo cola para conseguir trabajo. Asbury era el eje, le seguía Ocean Grove, la población metodista donde no podías conducir en domingo, y luego Bradley, y playa abajo chicas judías de todos los lugares de Jersey. Eddie Schneer, el ladrón de aparcamientos para quien Morty y él trabajaban, solía advertirles:

«No os metáis con las chicas judías. Guardadlo para las gentiles, no molestéis a las judías». Y con los judíos de ciudad procedentes de Weequahic, de los que decían que eran incapaces de montar las olas, hacían competiciones, apostaban con ellos y montaban las olas por dinero. Morty siempre ganaba.

Aquéllos fueron los grandes veranos antes que él se alistara en la Fuerza Aérea.

Y cuando la ola bajaba y los viejos achacosos y artríticos iban a remojarse en el borde ondulante del agua, donde los niños tostados por el sol usaban sus cubos de juguete agujereados para excavar en la arena en busca de cangrejos, Morty, sus amigos y «el pequeño Sabbath», tallaban un gran rectángulo en la arena, trazaban una línea divisoria y, tres o cuatro a cada lado, con sus bañadores goteantes, jugaban al Buzz, un juego de playa engañosamente feroz ideado por los atrevidos chicos de la costa. Cuando es tu turno, tienes que ir y tocar a alguien del otro lado, y volver al tuyo antes de que te descoyunten los brazos. Si te agarran en la línea, tu equipo tira de un lado y el otro equipo tira del otro. Algo muy parecido al potro de tormento.

«¿Y qué ocurre si te agarran?», le preguntó Drenka. «Te derriban. Si te agarran, te derriban, te inmovilizan y te sodomizan. Nadie sufre ningún daño». ¡Cómo se rió Drenka! Y cómo sabía él hacerle reír cuando ella le preguntaba por su infancia en la costa. Buzz. La arena que te arañaba los ojos, se te metía en las orejas, te raspaba el vientre, llenaba la entrepierna del bañador, arena entre las nalgas, en las fosas nasales, el terrón de arena que escupías manchado con la sangre de tus labios, y entonces juntos (jerónimo!) todos volvían al agua ahora serena y podías hacer el muerto y tostarte bajo el sol, meciéndote amodorrado, riendo por nada, cantando «ópera» a pleno pulmón («Torero / No escupas en el suelo / Usa la escupidera /¡Para eso está hecha!»), y entonces, espoleado por un repentino impulso heroico, te ponías boca abajo para zambullirte hacia el fondo del océano. Cinco, cinco y medio, seis metros. ¿Dónde está el fondo? Y a continuación, con los pulmones a punto de reventar, el esfuerzo para subir en busca de oxígeno con un puñado de arena para enseñárselo a Morty.

Morty trabajaba como salvavidas en el Casino West End, y en sus días libres Mickey no se apartaba de su lado, ya fuese en tierra o en el mar.

¡Los embates del oleaje que era capaz de encajar! Y lo bien que se sentía cuando era un chiquillo despreocupado, antes de la guerra, y se divertía montando las olas. Ahora no se sentía así. Se apoyó en el borde de un tenderete de bebidas callejero, esperando que el café le salvara. Sus pensamientos eran independientes de su voluntad, las escenas surgían por sí solas mientras él parecía oscilar peligrosamente en una ligera elevación entre donde estaba y donde no estaba, atrapado en un proceso de autodivisión que no le daba respiro. Era una analogía muy vaga de lo que debió de ocurrirle a Morty cuando el fuego antiaéreo despedazaba su avión: vivir tu vida hacia atrás mientras caes en barrena, totalmente descontrolado. Tenía la clara impresión de que estaban representando El jardín de los cerezos, mientras con una mano desfigurada lenta y precavidamente cogía la taza de café y pagaba con la otra. Allí estaba Nikki. La huella que había dejado en su mente podía entrar en erupción como el cráter de un volcán, y ya habían transcurrido treinta años. Ahí está Nikki, escuchando como lo hacía cuando le daban incluso la más pequeña indicación, con aquel aspecto de atención voluptuosa, los ojos grandes y oscuros sin pánico, tranquilos como sólo lo estaban cuando tenía que encarnar a un personaje, murmurando interiormente las palabras de Sabbath, apartándose el cabello de las orejas para que no hubiera ningún obstáculo entre las palabras del director y ella, exhalando leves suspiros de derrota para reconocer cuánta razón tenía él, que su estado mental coincidía con el de ella, que su apreciación de las cosas era igual que la de ella, que Nikki era su instrumento, su herramienta, el registro autoinmolador de su mundo hecho a medida. Y el matraqueante Sabbath, el insuperable creador del escondrijo de Nikki, nacido para librarla de todas sus pérdidas y de todos los temores con los que se había criado, a quien no se le pasaba por alto ni siquiera el movimiento de un ojo, cuya meticulosidad alcanzaba cotas demenciales, que punzaba peligrosamente el aire con un dedo, de modo que nadie se atrevía siquiera a parpadear cuando él exponía cada detalle en aquella actitud arrogante… cómo la asustaba, como un toro pequeño con una gran mente, un barrilito lleno a rebosar del intoxicante coñac de sí mismo, la insistencia implacable de sus ojos, advirtiendo, recordando, riñendo, imitando. Todo ello era para Nikki como una caricia feroz, y ella experimentaba, imponiéndose a todos sus temores, aquella pesada obligación de ser una gran actriz. «Oh, mi infancia». Eso es una pregunta. No pierdas ese tono suave, inquisitivo. Llena las palabras de dulzura. A Trofimov: Entonces usted era sólo un muchacho, etcétera. Ahí también hay cierto dulce encanto. Más juguetón, quebrado… ¡encántale! Tu entrada: vivaz, excitada, generosa… ¡parisiense! El baile. No puedo quedarme sentada sin hacer nada, etcétera. No te olvides de librarte de la copa mucho antes que él de la suya.

Levántate. La danza parisiense con Lopajin te lleva al frente del escenario, al frente. Cumplimenta a Lopajin por su pericia inesperada en la danza parisiense. Tú, Varia. Sacudiendo el dedo con el que le apuntas. Es una reprimenda fingida. Entonces bromeando, con rapidez, besándole ambas mejillas. Eres la misma de siempre.

La línea No acabo de entenderte… mucho más aturdida. Risa audible después de mencionado en la enciclopedia.

No pierdas la risa y los ruidos, haz todos los deliciosos ruidos que quieras.

¡Son maravillosos, son de Ranevskaia! Mucho más burlonamente provocativa con Lopajin cuando él habla y habla de la venta del jardín… ahí es donde alcanzas tu grandeza. Para ti, esta charla comercial no es más que una ocasión maravillosa de embrujar a otro hombre. ¡Embrújale! Es como si te invitara a hacerlo al decir que te quiere en cuanto te ve. ¿Dónde están esos sonidos provocadores? El gemido seductor. El hummmm musical. Chéjov:

«Lo importante es encontrar la sonrisa apropiada». Tierna, Nikki, inocente, insistente, falsa, real, perezosa, vana, habitual, encantadora… encuentra la sonrisa, Nikki, o lo estropearás. Su vanidad: empólvate la cara, ponte un poco de perfume, endereza la espalda para parecer bella. Eres vana y estás envejeciendo. Imagínalo: una mujer corrupta y cansada y, no obstante, tan vulnerable e inocente como Nikki. Son de París. Veamos con qué ligereza lo tomas, debemos ver esa sonrisa. Tres pasos, sólo tres, desde el telegrama roto antes de que te des la vuelta y rompas a llorar. Entonces veamos esa pérdida del dominio de ti misma mientras te retiras hacia la mesa. Ojalá pudiera alzar este peso de mi corazón. Mira el suelo. Meditativa, suavemente, Ojalá pudiera olvidar el pasado.

Sigue con la vista baja, reflexivamente, mientras él habla… entonces alzas la vista y ves a tu madre. ES MADRE. Introduce el pasado, el cual aparece entonces mágicamente como Pietcha. Ve a su madre en un árbol, pero no puede reconocer a Pietcha. ¿Por qué le da el dinero a Pietcha? Eso no es convincente como lo estás haciendo. ¿Coquetea con ella? ¿La encanta? ¿Es un gran amigo de toda la vida? Tiene que haber habido algo antes para que resulte creíble ahora. Yascha. ¿Quién es Yascha? ¿Qué es Yascha? Es la prueba viviente del mal juicio de ella. No hay nadie ahí. Todo ese parlamento, desde el principio al final, es como si lo dirigiera a un niño, incluido lo de parece una mujer. Hay que golpear con un palo el pasado de Lopajin. El Edén de tu infancia fue el infierno de la suya. En consecuencia, no hace de la pureza y la inocencia una confusión sentimental. Sin acobardarte, Nikki, sin encogerte, gritas: ¡Mira! ¡Es madre que camina por el jardín! Pero lo último que desearía ver Lopajin es a su padre borracho resucitado. Piensa en la obra como su sueño, como el sueño parisino de Lubova. Está exiliada en París, desdichada con su amante y sus sueños.

Soñé que regresaba a casa y todo era como antes. Madre estaba viva, estaba allí… apareció en forma de cerezo al otro lado de la ventana de los niños. Yo volvía a ser una niña, una niña mía llamada Ania, y me cortejaba un estudiante idealista que iba a cambiar el mundo. Y no obstante, al mismo tiempo, era yo misma, una mujer con toda mi historia, y el hijo del siervo, Lopajin, ahora también adulto, seguía advirtiéndome que, si yo no talaba el jardín de los cerezos, la finca sería vendida. Por supuesto, yo no iba a talar los cerezos, así que, en vez de hacer eso, di una fiesta. Pero en medio del baile entró Lopajin y, aunque intentamos golpearle con un palo, anunció que, en efecto, la finca había sido vendida, ¡y a él, al hijo del siervo! Nos echó a todos de la casa y empezó a talar los árboles del jardín. Y entonces me desperté… Nikki, ¿cuáles son tus primeras palabras? Dímelo. El cuarto de los niños. ¡Sí! Ha vuelto al cuarto de los niños. En un extremo, el cuarto de los niños y en el otro, París… el primero un lugar imposible de recuperar, el otro imposible de controlar. Huyó a Rusia para eludir las consecuencias de su desastroso matrimonio. Huye a París para dejar atrás la aventura desastrosa.

Una mujer que huye del desorden. Huye del desorden, Nikoleta. No obstante, lleva el desorden en su interior… «¡ella es el desorden!». «Pero yo era el desorden», se dijo Sabbath. «Yo soy el desorden».

Según el reloj Benrus de Morty, la eternidad comenzaría oficialmente para Linc Gelman en la Capilla Conmemorativa de Riverside, que estaba en la avenida de Amsterdam, dentro de media hora más o menos. No obstante, dado el interés de Sabbath por ver el partido que un hombre podía sacar de una vida miserable con tal de tener los medios, cuando llegó a la estación de Astor Place, en vez de apresurarse a coger el metro, se quedó absorto en la contemplación de una pequeña compañía de actores de talento que representaban, con una coreografía eficazmente minimalista, las últimas etapas degradantes de la lucha por la supervivencia. Su anfiteatro eran esas tres o cuatro hectáreas de la zona inferior de Manhattan donde todo lo que se mueve, y se dirige a los cuatro puntos cardinales, se suelta y vuelve a juntarse en una complicada angulación de intersecciones y conforma oasis de espacio abierto con formas caprichosas.

—No hay que ser millonario como Rockefeller para echar una mano a un pobre necesitado…

Un negro de corta estatura, con una cara que parecía hundida a mamporros, se acercó cojeando a Sabbath con una taza para recitarle en un suave sonsonete que más bien desmentía la cadena de acontecimientos ocurridos a lo largo de tres siglos que habían culminado en aquel alfilerazo de existencia atormentada. El tipo apenas se mantenía vivo y no obstante, se dijo Sabbath, mientras contaba cuántos más trabajaban en el territorio adjunto con sus propias tazas, era claramente el Hombre del Año.

Sabbath apuró el café de la suya y por fin alzó la vista del error garrafal sumergido que era su pasado. El caso es que el presente también avanzaba, manufacturado día y noche como los barcos para transporte de tropas en Perth Amboy durante la guerra, el venerable presente que se remonta a la antigüedad y va en línea recta desde el Renacimiento hasta hoy… a ese presente que siempre comienza y nunca termina renunciaba Sabbath, su duración inacabable le parecía repugnante. Sólo por eso debería morir. ¿Qué importaba que hubiera llevado una vida estúpida? Todo el que tiene dos dedos de frente sabe que está llevando una vida estúpida incluso mientras la lleva. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que está destinado a llevar una vida estúpida porque no existe otra clase de vida. No hay nada personal en ello. Sin embargo, lágrimas infantiles afloran a sus ojos mientras Mickey Sabbath (sí, el Mickey Sabbath, perteneciente a esa selecta banda de setenta y siete mil millones de tremendos peleles que constituyen la historia humana) se despide de su condición de ser único e irrepetible, diciendo en un semisusurro acongojado: «¿A quién le importa una mierda?».

Una cara negra enmarcada en cabello grisáceo, tosca y demacrada, los ojos desprovistos de todo deseo de ver, unos ojos de mirada borrosa, confusa, que Sabbath ubicó en el crepúsculo de la cordura, apareció a unos pocos centímetros de su cara también ribeteada de gris. Podía resistir la proximidad de semejante desgracia humana y no desvió la vista. Sabía que su propia angustia era sólo la imitación más tenue de una infravida tan abominable como la de aquel hombre. Los ojos del negro eran aterrador es, y Sabbath se dijo: «Si en el fondo de ese bolsillo sus dedos se cierran alrededor del mango de un cuchillo, es posible que me equivoque al mantenerme firme como lo estoy haciendo».

El mendigo agitó su taza como si fuera una pandereta, haciendo que la calderilla sonara de un modo dramático. Un olor a putrefacción contaminaba su aliento mientras decía en un susurro conspirador contra la barba de Sabbath:

—Sólo es un trabajo, hombre… alguien tiene que hacerlo. Sí, era un cuchillo, la punta de un cuchillo apoyada en la chaqueta de Sabbath.

—¿En qué consiste el trabajo? —le preguntó Sabbath.

—En ser un caso dudoso.

«Intenta mantener la calma y no parecer alterado», se dijo Sabbath.

—Desde luego, pareces haber sufrido tu parte de decepción.

—América me ama.

—Si tú lo dices… —Pero cuando el mendigo, con un brusco movimiento tambaleante, se le acercó todavía más, Sabbath gritó—: Sin violencia, ¿me oyes? ¡Nada de violencia!

Su asaltante sonrió de una manera atroz.

—¿Vi-o-len-cia? ¿Vi-o-len-cia? Ya te lo he dicho… ¡América me ama!

Ahora bien, si lo que Sabbath notaba apoyado en su cuerpo era realmente la punta de un cuchillo décimas de segundo antes de que le atravesara el hígado, si realmente tenía el deseo de no seguir viviendo, ¿por qué descargó con tanta fuerza el grueso tacón de su bota sobre aquel amado pie americano? Si ya nada le importaba una mierda, ¿por qué actuaba como si le importara? Por otro lado, si su desesperación sin límites era mera simulación, si no estaba tan sumido en la desesperanza como fingía estarlo, ¿a quién engañaba más que a sí mismo? ¿A su madre? ¿Acaso su madre necesitaba un suicidio para comprender que Mickey no había llegado a ser nada? ¿Por qué, de no ser así, le perseguía?

El negro soltó un aullido y se tambaleó hacia atrás, tras lo cual Sabbath, enardecido todavía por aquel impulso que le había salvado la vida, bajó rápidamente la vista para descubrir que lo que había tomado por la punta de un cuchillo era algo en forma de gusano o babosa o larva, una cosa con aspecto de lombriz que parecía haber sido rebozada en polvo de carbón. En cualquier caso, le hacía a uno preguntarse a qué había venido tanta agitación.

Entretanto, nadie en aquellas calles parecía haber reparado ni en el pijo, tan poco espectacular que a uno no se le ocurriría escribir a casa para mencionarlo, ni en el loco cabrón al que pertenecía y que, con lo que era ciertamente un torpe esfuerzo carente de una oportuna meditación previa, había querido tan sólo hacerse amigo de Sabbath. Tampoco nadie se había fijado en el formidable pisotón que éste le había dado. El encuentro, que le dejó bañado en sudor, parecía haber sido invisible para dos mendigos que no estaban más lejos del titiritero que un ángulo del cuadrilátero de boxeo lo está del otro. Sostenían una conversación íntima a uno y otro lado de un carrito de supermercado y una carga de bolsas de plástico transparentes llenas a reventar de botellas de gaseosa y latas vacías. El larguirucho, quien a juzgar por la manera posesiva en que estaba despatarrado de un lado a otro parecía el dueño del carrito y su botín, vestía un chándal bastante limpio y unas zapatillas deportivas prácticamente nuevas. El otro hombre, más bajo, se cubría con unos harapos que podría haber recogido del suelo de un taller de reparación de coches.

El más próspero de los dos hablaba alzando la voz y en tono declamatorio.

—Me faltan horas en el día para hacer todo lo que tengo programado, tío.

—Chorizo de mierda —replicó el otro, débilmente. Sabbath vio que estaba llorando—. Tú lo has robado, cabronazo.

—Lo siento, tío. Te apuntaría, pero mis ordenador es no chutan. El túnel de lavado automático de coches no funciona. No consigues un servicio de McDonald’s en menos de siete minutos, y en cualquier caso lo entienden todo mal. Llamo a IBM y les pregunto dónde puedo comprar uno de esos ordenadores portátiles. Llamo a su número 800. Me contestan: «Lo siento, los ordenadores no chutan». La IBM, ¿eh? —repitió, mirando con regocijo a Sabbath—, y los tienen estropeados.

—Lo sé, lo sé —dijo Sabbath—. La tele lo ha jodido todo. —La tele lo ha jodido a base de bien, tío.

—La máquina de hacer chall[9] —añadió Sabbath—, eso es lo último que funciona. Mira un escaparate lleno de challas. No hay dos que sean exactamente iguales, pero todos son del mismo género. Y siguen pareciendo de plástico. Eso es lo que un challa quiere hacer. Quería parecer de plástico incluso antes de que existiera el plástico. De ahí sacaron la idea del plástico, de los challas.

—Joder, ¿cómo sabes eso?

—Por la Radio Pública Nacional. Te ayudan a comprender las cosas.

Siempre pongo la Radio Pública Nacional para ayudarme a comprender, por muy confuso que esté.

Sólo había otro hombre blanco en las inmediaciones, de pie en medio de la calle Lafayette, uno de esos mendigos de peso gallo, cara rojiza, edad indeterminada y ascendencia irlandesa que llevan décadas viviendo en la Bowery, y por eso le resultaba familiar a Sabbath, de la época en que él vivía en el barrio. Se aferraba a una botella metida en una bolsa de papel marrón y hablaba en voz baja con una paloma, una paloma herida que no podía sostenerse en pie y que sólo daba uno o dos pasos tambaleantes antes de desplomarse a un lado. En medio del tráfico a primera hora de la tarde aleteaba en vano, tratando de moverse. El mendigo estaba con las piernas abiertas, una a cada lado de la paloma, y usaba la mano libre para dirigir el tráfico, de modo que los coches se desviaran y pasaran por el cruce. Algunos conductores, que tocaban airados el claxon, se aproximaban peligrosamente, como si quisieran atropellarle, pero el vagabundo se limitaba a maldecirlos y seguía montando guardia sobre el ave. El hombre, con la suela medio desprendida de una de sus sandalias, intentaba suavemente ayudar a la paloma para que encontrara el equilibrio, la ponía en pie una y otra vez, sólo para verla caerse de lado cuando le retiraba su ayuda.

A Sabbath le pareció que la paloma había sido atropellada por un coche, o estaba enferma y agonizante. Se acercó al bordillo para observar al mendigo de la botella, el cual, con una gorra de béisbol roja y blanca que lucía la inscripción «Hábiles reparaciones domésticas», se inclinaba hacia el desdichado animal.

—Toma… —le decía—… bebe un poco… un poco…

Y derramaba unas gotas del líquido que contenía la botella en la calzada. Aunque la paloma se esforzaba obstinadamente por recuperar la capacidad de desplazarse por sí misma, era evidente que a cada esfuerzo con éxito su resistencia disminuía, como también iba en descenso la magnanimidad del mendigo.

—Toma, toma, es vodka, bebe un poco.

Pero la paloma continuaba indiferente al ofrecimiento. Yacía de costado, sin moverse apenas, y las alas daban una sacudida espasmódica de vez en cuando y caían.

Te van a matar si sigues ahí… —le advirtió el vagabundo—. ¡Bebe, jodida!

Finalmente, cuando no pudo seguir soportando la indiferencia del ave, retrocedió y, dándole una patada con todas sus fuerzas, la alejó del tráfico que se acercaba.

La paloma aterrizó en el arroyo, a escasa distancia de donde Sabbath contemplaba la escena. El mendigo se aproximó y dio al ave otro puntapié que puso fin al problema.

Sabbath le aplaudió espontáneamente. Por lo que sabía, ya no existían artistas callejeros como él lo había sido, pues las calles eran demasiado peligrosas para eso. Los artistas callejeros de ahora eran los vagabundos y los mendigos sin hogar. El cabaret de los mendigos, el cabaret de los mendigos que era con respecto a su Teatro Indecente, extinto desde hacía tanto tiempo, lo que el Grand Guignol era a los encantadores Teleñecos y sus bocas, todos los teleñecos decentes que hacían feliz a la gente con su visión de la vida sin mácula: todo es inocente, infantil y puro, todo irá bien… el secreto consiste en domarte el pijo, desviar la atención del pijo. ¡Oh, la timidez! ¡Su timidez! ¡La suya, no la de Henson! ¡La cobardía! ¡La mansedumbre! ¡Al final, temeroso de ser absolutamente abominable, prefirió esconderse en las montañas! A todo aquel a quien había horrorizado, a los consternados que le consideraban un hombre peligroso, odioso, degenerado y grosero, les gritó:

—¡De ninguna manera! ¡Mi fracaso consiste en no haber ido lo bastante lejos! ¡Mi fracaso es no haber ido más allá!

Un transeúnte reaccionó a los gritos que daba dejando caer algo en su taza de café.

—¡No he terminado, soplapollas! —le espetó Sabbath, pero cuando sacó el objeto de la taza, vio que no era un chicle mascado o una colilla de puro… Por primera vez en cuatro años, Sabbath había ganado un cuarto de dólar—. Dios le bendiga, señor —dijo entonces a su benefactor que se alejaba—. Dios les bendiga a usted, a sus seres queridos y a su amado hogar con sistema eléctrico de seguridad y servicios accesibles por ordenador desde larga distancia.

Había recuperado su vieja actividad. Terminaba como había empezado, él, que había atravesado sombríamente los años creyendo que había vivido su vida de adulterios, artritis y amargura profesional, insensatamente, al margen de las convenciones, sin objetivo ni unidad. Pero, lejos de sentirse decepcionado por la maliciosa simetría que presentaba el hecho de encontrarse, treinta años después, de nuevo en la calle con la gorra en la mano, experimentaba la chistosa sensación de haber serpenteado ciegamente de regreso a su espléndido proyecto. Y eso había que considerarlo un triunfo: había perpetrado en sí mismo la broma perfecta.

Cuando fue al metro para mendigar, su taza contenía más de dos dólares en calderilla. Era evidente que Sabbath poseía el toque, el aspecto, el palique, el no sé qué magullado, zozobrado y repelente que se metía bajo la piel del prójimo con suficiente rapidez para que desearan hacerle callar, escabullirse por su lado y no volver a verle ni oírle jamás.

Entre Astor Place y Grand Central, donde tenía que transbordar al Exprés Suicida, fue recorriendo concienzudamente un vagón tras otro.

Agitaba la taza y recitaba fragmentos del Rey Lear, el papel que no había tenido ocasión de representar desde que fue atacado con sus propios tomates.

¡Una nueva carrera a los sesenta y cuatro años! Shakespeare en el metro, Lear para las masas… a las fundaciones ricas les encantan esas cosas. ¡Subvenciones y más subvenciones! Por lo menos que Roseanna viera que se dedicaba a una actividad enérgica, que volvía a estar en pie, tras el escándalo que les había costado sus dos mil quinientos dólares al año. Se reunía con ella a medio camino, restituida la igualdad económica entre los dos. No obstante, incluso mientras recuperaba la dignidad del trabajador, un residuo del instinto de conservación le advertía que no estaba haciendo el payaso en Town Street. En Madamaska Falls consideraban que la corrupción humana residía casi por completo en él, que sólo Sabbath era la amenaza y no existía nadie tan peligroso en los alrededores… nadie excepto aquel renacuajo de decana nipona. No podía verla ni en pintura, y no porque hubiera presidido la reunión de brujas que le costó su puesto de trabajo, pues odiaba el trabajo; no por perder la pasta, ya que odiaba la pasta, detestaba ser un empleado a sueldo que recibía un cheque, el cual llevaba a un banco donde una amable cajera, que incluso a él le daba los buenos días, lo manipulaba debidamente.

Nada era más odioso para él que endosar aquel cheque, excepto quizá mirar la matriz donde constaban las deducciones. Siempre trataba de averiguar el motivo de aquellas cantidades deducibles, y siempre se quedaba desconcertado. Allí estaba él, en el banco, endosando su cheque… precisamente lo que siempre había querido. No, no era el trabajo, no era el dinero, sino perderse a aquellas chicas que le mataban, una docena al año, ninguna mayor de veintiuno, y siempre una por lo menos…

Aquel año, en el otoño de 1989, fue Kathy Goolsbee, una pelirroja con pecas y la mordacidad excesiva de una muchacha gentil, robusta, de miembros grandes, becada y procedente de Hazleton, Pensilvania, otra de las chicas altas, más de un metro ochenta, que él tanto apreciaba. Su padre era panadero, y ella había trabajado en el negocio al salir de la escuela desde los doce años. Tenía una pronunciación curiosa, que recordaba a Fats Waller cuando cantaba Voy a sentarme ahora mismo y escribirme una carta.

Kathy mostraba una aptitud increíble para el diseño meticuloso de marionetas, y le recordaba a Roseanna al principio de su asociación con él.

Así pues, probablemente habría sido Kathy aquel año si la chica no hubiera dejado «accidentalmente» en la pila del lavabo de señoras, en la biblioteca universitaria que estaba en el primer piso, la cinta que, sin que su profesor lo supiera, había grabado mientras los dos conversaban unos días antes, su cuarta conversación. Ella le juró que sólo se había propuesto entrar con la cinta en uno de los cubículos del lavabo, a fin de escucharla en la intimidad. Le juró que la había llevado a la biblioteca porque, desde que empezaron sus conversaciones telefónicas, en su cabeza, incluso sin los audífonos, no había apenas lugar para nada más. Le juró que jamás se había propuesto arrebatarle vengativamente su única fuente de ingresos.

Todo comenzó cuando Kathy le telefoneó a casa una noche para decirle al profesor Sabbath que tenía la gripe y no podría entregarle su proyecto al día siguiente, y Sabbath, aprovechando la llamada por sorpresa para preguntar le paternal mente por sus «objetivos», se enteró de que vivía con un novio que trabajaba de noche en el bar del club estudiantil y se pasaba el día en la biblioteca, escribiendo una tesis sobre ciencias políticas. Hablaron durante media hora, exclusivamente sobre Kathy, antes de que Sabbath le dijera:

—Bueno, por lo menos no te preocupes por el taller… quédate en cama con esa gripe.

—Lo estoy —replicó ella.

—¿Y tu novio?

—Brian está en Bucky’s, trabajando.

—Así que no sólo estás en cama, no sólo estás enferma, sino que no tienes a nadie contigo.

—Sí.

—Igual que yo.

—¿Dónde está su mujer?

Y al oír esta pregunta Sabbath comprendió que Kathy era su candidata para el curso escolar 1989-1990. Cuando notas un tirón así en el extremo del sedal, no tienes que ser un gran pescador para saber que has capturado una hermosura. Cuando una chica que sólo habla en el argot atrofiado de su grupo de edad te pregunta, con una voz de languidez peculiar, escurridizamente inquieta, con palabras que emanan de ella más como un olor que como un sonido: «¿Dónde está su mujer?», experimentas el impulso de seguir adelante.

—Ha salido —replicó.

—Hummmm.

—¿Estás bastante caliente, Kathy? ¿Los escalofríos son los causantes de que hagas ese ruido?

—No, no.

—Debes asegurarte de que estás bastante caliente. ¿Qué llevas puesto en la cama?

—El pijama.

—¿Con la gripe? ¿Sólo eso?

—Oh, sólo con el pijama estoy hirviendo. Tengo colores… quiero decir calores repentinos.

—Bueno —dijo él, riendo—. También a mí me ocurre… Y, no obstante, mientras empezaba a enrollar cautamente el sedal, con suavidad, sin prisa, tomándose todo el tiempo del mundo para subirla a bordo, grande, moteada y vibrantemente viva, Sabbath estaba tan excitado de puertas adentro que no tuvo el menor atisbo de que era él quien, a través de leguas de lujuria, era arrastrado por el anzuelo que la chica le había hecho morder. No tuvo la menor idea, él, que había cumplido los sesenta el mes anterior, de que le estaban atrapando astutamente y que algún día, muy pronto, se vería destripado, rellenado y colgado como un trofeo en la pared, detrás de la mesa de la decana Kimiko Kakizaki. Mucho tiempo atrás, en La Habana, cuando Yvonne de Carlo le dijo al joven marino mercante: «¿Has terminado? ¡Quítate de encima!», llegó a comprender que, al tratar con las descarriadas, nunca debes permitir que tu astucia quede a un lado junto con tus prendas interiores, tan sólo por el loco deseo de correrte… y, sin embargo, no se le ocurrió a Sabbath, con sus cincuenta años de cinismo a cuestas, no, ni siquiera al viejo y taimado Sabbath, que una corpulenta muchacha de Pensilvania con todas aquellas pecas podía no ser tan deficiente en ideales como par a levantarle a fin de hacerle caer.

Apenas habían transcurrido tres semanas después de la primera llamada, cuando Kathy le explicaba a Sabbath que había iniciado su trabajo nocturno escuchando la cinta en la biblioteca, en un recinto lleno de libros sobre civilización occidental, pero que sólo al cabo de diez minutos la cinta había hecho que se humedeciera tanto que tuvo que abandonarlo todo y correr con los auriculares puestos al lavabo de señoras.

—¿Pero cómo acabó la cinta en la pila si la estabas escuchando en un retrete? —le preguntó Sabbath.

—La saqué para poner otra cosa.

—¿Por qué no lo hiciste en el retrete?

—Porque habría empezado a escucharla de nuevo. Quiero decir que… en fin, no sabía qué hacer. Pensé: «¡Esto es absurdo!». Estaba, bueno, tan mojada e hinchada, ¿cómo podía concentrarme? Estaba en la biblioteca, investigando para mi trabajo, pero no podía dejar de masturbarme.

Todo el mundo se masturba en las bibliotecas. Para eso están, pero eso no explica por qué te marchaste dejando una cinta…

—Entró alguien…

—¿Quién? ¿Quién entró?

—No importa, alguna chica, y me sentí confusa. Por entonces ya ni sabía lo que estaba haciendo. Todo esto me ha enloquecido. Temía estar tan fuera de mí a causa de la cinta, y por eso salí. Me sentía muy mal. Iba a llamarte, pero, no sé, me dabas miedo.

—¿Quién te metió en esto, Kathy? ¿Quién te pidió que grabaras nuestras conversaciones?

Pero por muy justificada que estuviera la cólera de Sabbath por lo que había sido ya un descuido imperdonable, ya una traición absoluta, mientras Kathy, sentada en el asiento delantero de su coche, sollozaba y se desahogaba dándole la noticia, él mismo sabía que no se le podía considerar precisamente un ingenuo. (Había tenido la funesta ocurrencia de aparcar frente al cementerio de Battle Mountain, donde enterrarían a Drenka pocos años después). Lo cierto era que también él había grabado su conversación, no sólo la de la cinta que ella había descuidado en la biblioteca, sino también las tres precedentes. Claro que Sabbath llevaba años grabando las conversaciones con las chicas de su taller y se proponía legar la colección a la Biblioteca del Congreso. Ocuparse de que se conservara la colección era una de las mejores razones que tenía (la única razón que tenía) para ir un día a un abogado y hacer testamento.

Aparte de aquella cuarta cinta con la corpulenta Kathy, tenía un total de treinta y tres cintas que perpetuaban las palabras de seis alumnas distintas inscritas en el taller de marionetas. Las guardaba todas en el cajón inferior de un viejo archivador, metidas en dos cajas de zapatos con la indicación «Corresp.». (Una tercera caja, con la indicación «Impuestos 1984», contenía fotos Polaroid de cinco de las chicas). Cada cinta estaba fechada y todas ellas organizadas alfabética y responsablemente sólo por nombres de pila, y colocadas por orden cronológico dentro de esa clasificación. Mantenía las cintas en perfecto orden, no sólo para que cada una resultara fácil de localizar cuando la necesitaba, sino para dar con ella rápidamente cuando le preocupaba, como a veces le sucedía de una manera irracional, que una u otra se hubiera extraviado. De vez en cuando a Drenka le gustaba escuchar las cintas mientras se la chupaba. Por lo demás, nunca salían del archivador cerrado con llave, y cuando sacaba una de sus favoritas para deleitarse un rato, cerraba la puerta del estudio con dos vueltas de llave. Sabbath conocía el peligro de lo que tenía en aquellas cajas de zapatos y, sin embargo, no se decidía nunca a borrarlas o enterrarlas entre la basura del vertedero municipal. Eso habría sido como quemar la bandera. No, más bien como destrozar un cuadro de Picasso. Porque la manera en que era capaz de quitarles a las chicas las trabas de sus hábitos de inocencia constituía una especie de arte. Proporcionarles una aventura ilícita no con un chico de su edad sino con alguien que triplicaba su edad era una especie de arte… la misma repugnancia que su cuerpo envejecido les inspiraba hacía que su aventura con él les pareciera un poco como un delito y, por tanto, daba libre juego a su perversidad en ciernes y al confuso regocijo que causa el coqueteo con la ignominia. Sí, a pesar de todo, aún conservaba el genio artístico para abrirles los intersticios sensacionales de la vida, a menudo por primera vez desde que se habían iniciado sexualmente en la escuela secundaria. Como Kathy le dijo en aquel lenguaje que todas usaban y que le inspiraba deseos de decapitarlas, gracias a haberle conocido se sentía «potenciada». «Todavía tengo momentos en que estoy insegura y asustada», le dijo, «pero en general sólo quiero… quiero cuidar de ti». Él se echó a reír. «¿Crees que necesito que cuiden de mí?». «Lo digo de veras», respondió ella seriamente.

«¿Qué es lo que dices de veras?». «Quiero decir que puedo cuidar de ti… cuidar de tu cuerpo y de tu corazón». «¿Sí? ¿Has visto mi ECG? ¿Temes que cuando me corra sufra una trombosis coronaria?». «No sé… quiero decir… no sé lo que quiero decir, pero lo digo en serio. Eso es lo que quiero decir, lo que he dicho». «¿Y yo puedo cuidar de ti?». «Sí, sí que puedes». «¿Qué parte de ti?». «Mi cuerpo», se atrevió a responder ella. Sí, no sólo experimentaban su capacidad de desviación, algo que conocían desde el séptimo curso de primaria, sino también los riesgos mayores que comportaba esa desviación.

En aquellas cintas vertía sin cicatería sus dotes de director teatral y maestro titiritero. Cuando rebasó los cincuenta años, el arte de aquellas cintas (el arte insidioso de dar libertad de expresión a lo que ya existía) se convirtió en el único arte que le quedaba.

Y entonces lo atraparon.

La cinta que Kathy se «olvidó» no sólo había aterrizado por la mañana en el despacho de Kakizaki, sino que de alguna manera fue secuestrada y grabada de nuevo, antes de que llegara a manos de la decana, por un comité ad hoc llamado «Mujeres Contra el Maltrato Sexual, el Desprecio, las Palizas y el Acoso Telefónico», cuyo acrónimo estaba formado por las iniciales de las siete últimas palabras[10] A la hora de la cena del día siguiente, el comité SABBATH había abierto una línea telefónica que emitía la cinta sin cesar. El número al que había que llamar (722-2284, cifras a las que, curiosamente, correspondían las letras S-A-BB-A-T-H en los aparatos telefónicos con grupos de letras en las teclas) fue anunciado por las dos mujeres que compartían la presidencia del comité, una profesora de historia del arte y una pediatra de la localidad, durante un programa abierto al público, de una hora de duración, en la emisora de radio de la universidad.

La introducción preparada por SABBATH para la transmisión televisiva describía la cinta como «el ejemplo más descaradamente abominable de la explotación, la humillación y la corrupción sexual de una alumna por su profesor en la historia de esta comunidad académica». La introducción corría a cargo de la pediatra, y a Sabbath le pareció apropiadamente cínica, aunque también de tono leguleyo y con un odio palpable: «Van ustedes a oír a dos personas hablando por teléfono, un hombre de sesenta años y una mujer joven, una estudiante universitaria que acaba de cumplir los veinte años. El hombre es su profesor, por lo que actúa in loco parentis. Es Morris Sabbath, profesor adjunto de arte dramático con títeres en el programa de las cuatro universidades. A fin de proteger su intimidad y su inocencia, el nombre de la muchacha ha sido sustituido por una señal aguda cada vez que aparecía en la cinta. Ésa es la única alteración que se ha hecho en la conversación original, que ha sido transcrita en secreto por la joven a fin de documentar las vejaciones a que se ha visto sometida por parte del profesor Sabbath desde el día que se matriculó en su curso. En una declaración franca y confidencial efectuada voluntariamente por la joven al comité directivo de SABBATH, la afectada reveló que ésta no era la primera de las conversaciones a las que fue inducida por el profesor Sabbath. Además, ella sólo ha sido la última de una serie de alumnas a las que el profesor Sabbath ha intimidado y embaucado durante los años de su participación en el programa. En esta cinta está grabada la cuarta conversación a la que la alumna fue sometida. Los oyentes reconocerán en seguida que, en ese punto de su asalto psicológico contra una joven inexperta, el profesor Sabbath ha sido capaz de manipularla para hacerle creer que es una participante voluntaria. Por supuesto, para lograr que la mujer crea que ella tiene la culpa, para hacerle pensar que es una “chica mala” que se ha humillado con su propia cooperación y complicidad…»[11].

El coche bajó por la pendiente de Battle Mountain hasta el lugar solitario donde había convenido en recogerla, el cruce que separaba el bosque de los campos y una de cuyas direcciones conducía a West Town Street.

A lo largo de los quinientos metros de bajada, la muchacha fue presa de un llanto convulso, sumida en la aflicción, como si él la estuviera enterrando viva.

—Es insoportable, me hace mucho daño. Soy tan infeliz… no comprendo por qué me ocurre esto.

Era una chica corpulenta con una producción de secreciones considerable, y las lágrimas no eran una excepción. Él nunca había visto unas lágrimas tan grandes. Alguien menos entendido las habría tomado por lágrimas auténticas.

—Un comportamiento en extremo inmaduro —le dijo—. «La escena del llanto».

—Quiero chupártela —logró decir ella entre sus gemidos.

—El sentimentalismo de las mujeres jóvenes. ¿Por qué no se les ocurre nunca nada nuevo?

Al otro lado de la carretera, un par de camionetas estaban aparcadas en el solar de tierra del vivero cuyos invernáculos constituían los primeros signos tranquilizadores de la intrusión del hombre blanco en aquellas colinas boscosas (en el pasado territorio de los indios madamaskas, para cuyas tribus, según decían los contrarios a la instalación profana de un aparcamiento y mesas de picnic, las cataratas de la zona eran sagradas). En el gélido remanso de uno de los más remotos afluentes de aquellas catar atas sagradas, el arroyo que bajaba por su lecho rocoso al lado de la Gruta, era donde él y Drenka retozaban desnudos en verano.

Véase lámina 4. Detalle del vaso de Madamaska con ninfa danzante y figura barbuda blandiendo un falo. Obsérvese, en la orilla del arroyo, la jarra de vino, el macho cabrío y una cesta de higos. De la colección del Museo Metropolitano. Siglo XX d. C.).

—Vete. Desaparece.

—Quiero chupártela de veras.

Un trabajador enfundado en un mono cargaba sacos de paja y estiércol en una de las camionetas. Aparte de él, no había nadie a la vista. La niebla se alzaba más allá del bosque, al oeste, la niebla estacional que sin duda par a los madamaskas tenía algún significado r elativo a las divinidades reinantes o las almas de los difuntos, sus madres, sus padres, sus Mortys, sus Nikkis, pero que a Sabbath no le recordaba más que el comienzo de la «Oda al otoño». Él no era indio y la niebla no era el espectro de alguien conocido.

No olvidemos que ese escándalo local tenía lugar en el otoño de 1989, dos años antes de la muerte de su madre senil y cuatro antes de que su reaparición le hiciera comprender, sobresaltándolo, que no todo lo viviente es una sustancia viva. Era la época en que la Gran Deshonra aún estaba por llegar y, por razones evidentes, él no podía localizar sus orígenes en el sensual estímulo que era la hija inocentemente experimental de aquel panadero de Pensilvania de apellido agorero. Te ensucias con el incremento de los excrementos (todo el mundo sabe, o sabía, eso sobre la inevitabilidad de las cosas), pero ni siquiera a Sabbath le cabía en la cabeza cómo podía perder su empleo en una universidad de artes liberales por enseñar a una veinteañera a decir procacidades veinticinco años después de Pauline Réage, cincuenta y cinco años después de Henry Miller, sesenta años después de D. H. Lawrence, ochenta años después de James Joyce, doscientos años después de John Cleland, trescientos años después de John Wilmot, segundo conde de Rochester, por no decir cuatrocientos después de Rabelais, dos mil después de Ovidio y dos mil doscientos después de Aristófanes. En 1989 tenías que ser una hogaza de pan de centeno con semillas de alcaravea de papá Golsbee para no decir procacidades. Si un pene de 1929 pudiera seguir funcionando a base de desconfianza insensible, negatividad astuta y enérgica denuncia del mundo, si un pene de 1929 pudiera seguir funcionando a base de una perversidad implacable, la euforia de la oposición y ochocientas clases distintas de repugnancia, entonces él no habría necesitado aquellas cintas. Pero la ventaja de una muchacha con respecto a un viejo es que a ella la humedece la gota caída de un sombrero, mientras que él, para alcanzar la tumescencia, necesita a veces el derribo de una tonelada de ladrillos. El envejecimiento plantea problemas que no son ninguna broma. Al pijo no le acompaña una garantía para toda la vida.

La niebla se alzaba del río de una manera preternatural, y las calabazas, ya maduras para ser talladas, salpicaban como las pecas en la cara de Kathy un gran campo abierto detrás del invernáculo. Los árboles parecían poseer todas las hojas correctas, hasta la última de ellas coloreada con perfección policromática. Los árboles resplandecían precisamente como habían resplandecido hacía uno, dos años, con una profusión perenne de pigmentación que le recordaba, junto a las aguas de los madamaskas, que tenía todos los motivos para llorar, porque aquélla era la máxima distancia a la que uno habría podido alejar se del mar tropical y la «singladura romántica» y aquellas ciudades grandes, como Buenos Aires, donde un marinero común de diecisiete años podía comer casi de balde en los restaurantes de carne a lo largo de la Florida (llamaban la Florida a la calle principal de Buenos Aires) y luego cruzar el río, el famoso río de la Plata, donde estaban «los mejores sitios», a saber, los lugares donde tenían a las chicas más guapas. Y, en Sudamérica, eso significaba las chicas más guapas del mundo. Tantas mujeres calientes y hermosas… ¡Y él se había secuestrado a sí mismo en Nueva Inglaterra! ¿Hojas llenas de colorido? Id a Río. Allí también tienen los colores, sólo que en vez de estar en los árboles, están en la carne.

Diecisiete años, tres más joven que Kathy, y sin ningún comité ad hoc de profesores mimadores para evitar que atrapara enfermedades venéreas, le desplumaran o le mataran a cuchilladas, y no digamos para que no escandalizaran sus inocentes oídos. «¡Fui allí a propósito, para que me instruyeran las Molly Bloom del ancho mundo! ¡Para eso son los jodidos diecisiete años!».

Como si hubiera una helada insensibilizadora, reflexionó, pensó Sabbath, haciendo tiempo hasta que Kathy comprendiera que, ni siquiera con las escasas exigencias que él tenía, arriesgaría de nuevo su polla con un áspid redomado, que podía deslizarse de nuevo de regreso junto a la víbora japonesa. Los sombríos seres torpes y estúpidos que eran los orgullosos descendientes de los colonizadores que usurparon aquellas colinas a los Gentiles Originales, un epíteto histórico más exacto que «indios» y también más respetuoso, como Sabbath le había explicado a aquel colega de Roseanna que enseñaba «La caza y la recolección» como un curso de literatura… ¿por dónde iba?, aunque él cuando, una vez más, las zalamerías que se despeñaban desde la boca de la pérfida Kathy le hicieron perder la… los sombríos seres torpes y estúpidos, ahora y desde hacía largo tiempo, los Gentiles Reinantes, todos ellos cacareando alegremente (como en «Cuando los corazones eran jóvenes y alegres») acerca de otra helada, unas temperaturas incluso más bajas que las de la noche anterior, cuando la policía estatal encontró a Roseanna, vestida tan sólo con camisa de dormir, a las tres de la madrugada, tendida boca arriba en Town Street, esperando que la atropellaran.

Más o menos una hora antes se había ido de casa en coche, pero no logró recorrer siquiera los primeros quince metros de los cien de curvilínea pendiente de tierra que había entre el aparcamiento y la carretera de Brick Furnace. Se disponía a ir velozmente no al pueblo sino a Athena, a veintidós kilómetros de distancia, donde Kathy compartía un apartamento con Brian a pocas manzanas de la universidad, en Spring, 137.

Y a pesar de haber lanzado su Jeep contra una roca en el prado que estaba delante de su casa, a pesar de haber tenido que recorrer tambaleándose descalza los cuatro kilómetros por los serpenteantes senderos negros como la pez hasta el puente que cruzaba el arroyo y llevaba a Town Street, a pesar de haber yacido en el asfalto sin suficiente indumentaria entre quince minutos y media hora antes de que la avistara la patrulla policial, aferraba en una mano una hojita de papel amarillo engomado en la que, con una caligrafía de borracha que ya ni ella misma era capaz de leer, estaba escrita la dirección de la muchacha que había preguntado al final de la cinta:

«¿Cuándo vuelve tu mujer?». La intención de Roseanna era decirle en persona a aquella pequeña puta que había vuelto, junto con una o dos cosas más, pero como había tropezado tantas veces sin acercarse lo más mínimo a Athena, cuando Roseanna llegó a Town Street decidió que estaría mejor muerta. Así la chica no tendría que volver a hacer aquella pregunta nunca más. Ni ella ni nadie.

—Quiero chupártela aquí mismo.

Aquel día Sabbath no sólo había conducido durante unas seis horas, para llevar a Roseanna al hospital psiquiátrico privado de Usher y luego regresar a tiempo de encontrarse con Kathy, sino que estaba en pie, enfrentado a su más reciente trastorno desde poco después de las tres de la madrugada, cuando le despertaron unos fuertes golpes en la puerta lateral y se llevó la sorpresa de ver a la policía que escoltaba a su esposa, a quien él había supuesto durmiendo en su gran cama de matrimonio, no arrimada a él, ni que decir tiene, sino a una distancia segura, en el otro lado, donde él, desde luego, no se había acercado desde hacía muchos años. Cuando cambiaron la cama más pequeña que tenían al principio por el amplio lecho matrimonial, cierta vez Sabbath comentó a un visitante que la cama era tan grande que Roseanna se perdía en ella y él no la encontraba. La esposa de Sabbath, que estaba trabajando en el jardín, al otro lado de la ventana de la cocina, acertó a oírle y gritó hacia la casa: «¿Por qué no buscas en serio?».

Pero eso debía de haber sucedido una década atrás, cuando él todavía hablaba con la gente y ella sólo tomaba una botella al día y aún quedaba un resto de esperanza.

Sí, allí en la puerta, ahora mostrando una grave cortesía, estaba Matthew Balich, al que su antigua profesora de arte no había reconocido, ya fuese por el uniforme de policía que llevaba, ya por su borrachera. Al parecer le había susurrado a Matthew antes de que, en tono autoritario, le hiciera saber cuál era su misión, que debían tener mucho cuidado par a no despertar a su marido, el cual trabajaba duramente. Incluso había intentado darle una propina. Aunque había salido en busca de Kathy vestida sólo con camisa de dormir, tuvo la perspicacia suficiente para coger su bolso por si necesitaba tomarse un trago.

La noche, la mañana y la tarde habían sido largas para Sabbath.

Primero fue necesario remolcar el Jeep desde donde había chocado con la roca, luego arreglar las cosas, a través del médico de cabecera, para conseguirle cama en Usher, a continuación realizar el esfuerzo de obligarla a ir allí, con resaca e histérica como estaba, para que accediera a someterse al programa de rehabilitación de Usher, que duraba veintiocho días, y finalmente las seis horas de viaje de ida y vuelta al hospital, escuchando los improperios de Roseanna durante todo el camino de ida, sin más pausas que las que hacía en cada gasolinera, cuando ella le daba airadas instrucciones de que se detuviera a fin de aliviarse de sus calambres.

Sabbath no se molestó en inquirir por qué Roseanna tenía que pillar una zorra por etapas en aquellos pútridos lavabos en vez de beber directamente de la botella que guardaba en el bolso. ¿Sería por orgullo?

¿Por orgullo después de la noche anterior? Tampoco hizo nada por detenerla cuando ella enumeró las maneras en que una esposa, cuyas intenciones habían sido tan sólo ayudarle en su trabajo, consolarle cuando sufría contratiempos y cuidar de él cuando la artritis era más aguda, había sido cruelmente desatendida, insultada, explotada y traicionada. En el coche, Sabbath puso las cintas de Goodman a cuyo ritmo él y Drenka solían bailar en las habitaciones de motel que alquilaban a lo largo del valle en los primeros tiempos de su arrebatada relación amorosa. Durante los doscientos kilómetros y pico de viaje al oeste, hacia Usher, las cintas ahogaron más o menos la perorata de Roseanna y dieron a Sabbath algún respiro de sus penalidades desde que Matthew la había devuelto amablemente a casa.

Primero follaban, luego bailaban, Sabbath y la mamá de Matthew, y mientras Sabbath cantaba de una manera impecable la letra, su cara casi tocando la cara sonriente e incrédula de ella, su semen se deslizaba por la entrepierna de Drenka, haciendo todavía más lúbrica la redondez interna de los muslos. El semen le corría hasta los talones y, después de que hubieran bailado, él le masajeaba los pies con la sustancia. Acurrucados al pie de la cama de motel, él le succionaba el dedo gordo del pie, fingiendo que era la polla de ella, mientras Drenka fingía que el semen era el suyo propio.

(¿Y dónde fueron a parar todos aquellos discos de setenta y ocho revoluciones? Después de hacerme a la mar qué le ocurrió a la grabación Victor de 1935 de Sometimes I’m Happy, que era el mayor tesoro de Morty, aquélla con el solo de Bunny Berigan del que Morty decía que era «el solo de trompeta más grande que nadie ha tocado jamás». ¿Quién se quedó con los discos de Morty? ¿Qué ocurrió con las cosas de su hermano después de que su madre muriese? ¿Dónde estaban?). Acariciando con un pulgar en forma de cuchara la anchura del pómulo croata, mientras con el otro movía a uno y otro lado el «interruptor» de su amante, Sabbath le cantaba Stardust, no como Hoagy Carmichael, en inglés, sino en francés, nada menos, «Suivant le silence de la nuit / Repéte ton nom»… exactamente como lo cantaba en los bailes de gala universitarios Gene Hochberg, quien dirigía la orquesta de swing en la que Morty tocaba el clarinete (asombrosamente, acabaría pilotando un B25 en el Pacífico, y Sabbath siempre había deseado en secreto que él hubiera sido el derribado).

Sabbath era un tonel barbudo, sin discusión, y no obstante Drenka le arrullaba extasiada: «Mi novio americano. Tengo un novio americano», mientras las grandes actuaciones de Goodman en los años treinta transformaban en el pabellón de la playa de la avenida LaReine la habitación apestosa a desinfectante que él había alquilado por seis dólares a nombre del maníaco trompetista de Goodman en We Tbree and the Angels Sing, Ziggy Elman. En el pabellón de la avenida LaReine, Morty enseña Mickey a bailar el jitterbug, una noche de agosto de 1938, cuando el pequeño que era su sombra sólo tenía nueve años. Fue el regalo de cumpleaños del chico.

Sabbath enseña la muchacha de Split a bailar el jitterbug una tarde de nieve en 1981, en un motel de Nueva Inglaterra llamado el Bo-Peep.

Cuando se marcharon, a las seis, para volver a sus casas en sendos coches por las carreteras despejadas con los quitanieves, ella era capaz de distinguir los solos de Harry James de los de Elman en St. Louis Blues, podía imitar de una manera muy divertida a Hamp y su «ii-ii» de aquella manera chirriante como él lo hacía en el solo final de Ding Dong Daddy, podía decir sagazmente acerca de Roll’Em lo mismo que Morty solía decirle hábilmente a Mickey acerca de Roll’Em, después de que el boogie-woogie empieza a disminuir paulatinamente en el solo de Stacy: «En realidad, no es más que un blues rápido en fa». Incluso podía tocar en la grupa peluda de Sabbath el ritmo de tam-tam de Krupa con su propio acompañamiento de Sweet Leilani. Martha Tilton tomando el relevo de Helen Ward. Dave Tough tomando el relevo de Krupa. La llegada de Bud Freeman en 1938, procedente de la orquesta Dorsey. Jimmy Mundy, de la orquesta Hines, que llegó como especialista de los arreglos. En una larga tarde de invierno en el Bo-Peep, su novio americano le enseñó a Drenka cosas que jamás podría haber aprendido del abnegado marido cuyo placer aquel día consistió en estar solo en la nieve, construyendo muros de piedra hasta que se hizo demasiado oscuro incluso para ver su propio aliento.

En Usher, un médico amable y guapo, veinte años más joven que Sabbath, le aseguró que si Roseanna cooperaba en «el programa» estaría en casa y camino de la sobriedad al cabo de veintiocho días.

«¿Quiere apostar?», le dijo Sabbath, y regresó a Madamaska Falls para matar a Kathy. Desde las tres de la madrugada, cuando se enteró de que Roseanna, por causa de aquella cinta, se había tendido en Town Street vestida con camisa de dormir, esperando que la atropellaran, planeaba llevar a Kathy a lo alto de Battle Mountain y estrangularla.

Mientras una calabaza madura y enorme que se había desprendido rodaba por el campo cada vez más oscuro a un lado del coche y se iniciaba el espectáculo de la luna llena, Sabbath no podría haber dicho de dónde sacó la capacidad de contenerse cuando, por quinta vez en otros tantos minutos, ella volvía a hacerle su oferta para atraparle, y no iniciar la estrangulación con sus dedos en otro tiempo poderosos o seguir adelante y añadir una más a las innumerables veces que lo había hecho dentro de un coche.

—Kathy —le dijo, y la fatiga le dio la sensación de que titilaba y se desvanecía como una bombilla moribunda—. Kathy —repitió, pensando, mientras contemplaba el ascenso de la luna, que si hubiera tenido a la luna de su parte las cosas habrían sido diferentes—, haz un favor a todos… hazlo con Brian en vez de conmigo. Puede que eso sea incluso lo que se propone al volverse sordomudo. ¿No me dijiste que el golpe al escuchar la cinta le dejó sordomudo? Pues bien, ve a casa, dile por señas que vas a chupársela y ya verás cómo se le ilumina la cara.

No seas demasiado duro con Sabbath, lector. Ni la turbulenta maratón verbal interior ni la superabundancia de autosubversión ni los años de lecturas acerca de la muerte ni la amarga experiencia de la tribulación, la pérdida, las penalidades y el pesar facilitan que un hombre de su clase (tal vez un hombre de cualquier clase) haga buen uso de su cerebro cuando se ve enfrentado a semejante oferta una sola vez, y no digamos cuando la repite una muchacha que tiene un tercio de su edad con una oclusión como la de Gene Tierney en Laura. No seas demasiado duro con Sabbath porque empieza a creer que tal vez la chica esté diciéndole la verdad: que se dejó la cinta en la biblioteca por accidente, que cayó por accidente en manos de Kakumoto, que no fue capaz de resistir las presiones a que la sometieron y capituló sólo para salvar su piel, pues ¿quién entre sus «compañeras», como ella llamaba a sus amigas, se habría comportado de otro modo? Era en verdad una chica amable y decente, de buen corazón, dedicada, había supuesto, a una diversión extraacadémica un tanto absurda pero inocua, la del Club Audiovisual del Profesor Sabbath; una chica corpulenta, desgarbada, mal educada, basta e incoherente al estilo preferido por los estudiantes de fines del siglo XX, pero carente por completo de la taimada crueldad necesaria para llevar a cabo la maniobra depravada de la que él la acusaba. Quizá tan sólo por lo enfurecido y exhausto que se encontraba, sufría un gran malentendido y estaba siendo víctima de otro de sus estúpidos errores. ¿Por qué la chica habría de llorar tan lastimeramente y durante tanto tiempo si conspiraba contra él? ¿Por qué habría de aferrarse a él de aquella manera, si sus verdaderos lazos y afinidades estaban con los adversarios supervirtuosos de Sabbath y con las ideas fijas, coléricas y siniestras sobre lo que debía constituir o no una educación para muchachas de veinte años? Aquella chica no tenía, ni mucho menos, la habilidad de Sabbath para fingir lo que parecía auténtico sentimiento… ¿o sí que la tenía? ¿Por qué, de no ser así, le rogaría a un hombre totalmente ajeno a ella, en absoluto esencial para ella, alguien que ya se había internado un mes en su séptima década, que le permitiera chupársela si no era para afirmar sin ambigüedad que era ridícula, ilógica e incomprensiblemente suya? Es tan poco lo conocible en la vida, lector… no seas duro con Sabbath si interpreta mal las cosas. O con Kathy, si es ella quien las interpreta mal. Las manías de la lujuria incluyen muchas transacciones absurdas, ilógicas e incomprensibles.

Veinte… ¿Acaso podría sobrevivir dando una negativa a unos veinte?

¿Cuántos veintes quedan? ¿Cuántos treintas o cuarentas? Bajo el triste hechizo de fin de los tiempos creado por la oscuridad neblinosa y los días finales del año, por la luna y su ostentosa superioridad sobre la faramalla baladí, insignificante, de la existencia sublunar de Sabbath, ¿por qué titubea un solo instante?, las Kamizakis son sus enemigas tanto si hace algo como si no, de modo que bien podría hacerlo. Sí, sí, si todavía puedes hacer algo, debes hacerlo… ésa es la regla de oro de la existencia sublunar, tanto si eres un gusano cortado por la mitad como un hombre con una próstata como una bola de billar. ¡Si todavía puedes hacer algo, debes hacerlo! Cualquier ser vivo es capaz de efectuar esa deducción.

En Roma… en Roma, recordaba ahora mientras Kathy seguía sollozando a su lado, un anciano titiritero italiano, de quien se decía que en el pasado había sido muy famoso, se presentó en la escuela para juzgar una competición que Sabbath ganó, y luego el titiritero, tras haber hecho una demostración de magia rancia con una marioneta que era una reproducción exacta de sí mismo, pidió al joven Sabbath que le acompañara a un café de la Piazza del Popolo. El titiritero era setentón, menudo, rechoncho y calvo, el cutis de un mal color amarillento, pero de porte tan altivamente autocrático que Sabbath siguió de manera espontánea el ejemplo de su atemorizado profesor y, mostrándose cortés para variar, aunque impúdicamente, se dirigió al anciano, cuyo nombre no significaba nada para él, llamándolo maestro. Además de su pavoneo insufrible, el hombre llevaba una chalina que ocultaba a medias una notable papada, una gorra que, al aire libre, escondía su calvicie y un bastón con el que golpeó la mesa para llamar la atención del camarero, todo lo cual preparó a Sabbath para una oleada de adoración de sí mismo propia de un aburrido viejo bohemio, que debería soportar por haber ganado el premio. Sin embargo, apenas el titiritero había pedido coñac para los dos, le dijo: «Dimmi di tutte le ragazze che ti sei scopato a Roma». Háblame de todas las chicas que te has tirado en Roma. Y entonces, mientras Sabbath le respondía, hablándole claramente y sin reservas sobre el arsenal de seducción que Italia era para él, describiéndole cómo en más de una ocasión le habían provocado para que emulara a los autóctonos y siguiera a una mujer a través de la ciudad para concretar un ligue, en la mirada del maestro había una elocuente y sardónica superioridad que hizo sentirse al exmarino mercante, seis veces veterano de la «singladura romántica», algo así como un niño modélico. Sin embargo, la atención del anciano no vacilaba ni le interrumpía más que para pedirle un mayor detalle del que el norteamericano podía proporcionarle en su limitado italiano y, repetidamente, para exigir a Sabbath que precisara la edad de cada muchacha cuya seducción él le describía. Dieciocho, replicaba el obediente Sabbath. Veinte, maestro, veinticuatro, veintiuno, veintidós…

Sólo cuando Sabbath hubo terminado, el maestro le anunció que su querida actual tenía quince años. Se levantó bruscamente para marcharse, para abandonar el café y a Sabbath con la cuenta, pero no sin antes añadir, con un irónico movimiento de su bastón:

«Naturalmente la conosco da guando avena dodici anni».

Y sólo ahora, prácticamente cuarenta años después, con Kathy todavía llorando por él y la blanca esfera de la luna inconsciente alzándose todavía por él, cuando la gente en las colinas y el valle se acomodaba al lado del fuego, disponiéndose a pasar una agradable velada escuchando por teléfono cómo Kathy y él se corrían, Sabbath creyó que el viejo titiritero le había dicho la verdad. Doce años.

Capisco, maestro. Era como si lo apostases todo de una sola vez.

—Katherine —le dijo entristecido a la muchacha—, cierta vez fuiste mi cómplice de más confianza en la lucha por la causa humana perdida. Escúchame. Deja de llorar el tiempo suficiente para escuchar lo que he de decirte. Los tuyos tienen grabada mi voz en una cinta, lo cual convierte en realidad todas las cosas peores que desearían que el mundo supiera acerca de los hombres. Tienen cien veces más pruebas de mi criminalidad de las que necesitaría incluso el más clemente de los decanos para expulsarme de toda decente institución educativa antifálica en Norteamérica. ¿Debo eyacular ahora por la CNN? ¿Dónde está la cámara? ¿Hay una lente de teleobjetivo en esa camioneta junto al invernáculo? Yo también tengo mi punto límite, Kathy. Si me metieran en la cárcel por sodomía, el resultado podría ser la muerte. Y puede que eso no fuera tan divertido para ti como quizá te hayan hecho creer. Quizá lo hayas olvidado, pero ni siquiera en Nuremberg sentenciaron a todo el mundo a morir.

Siguió hablándole y, dadas sus circunstancias, fue una perorata encantadora, tanto que le pareció que deberían grabarla. Sí, Sabbath siguió hablando, desarrollando con creciente eficacia el argumento en apoyo de una enmienda constitucional que sancionara la ilegalidad de correrse a los hombres norteamericanos, sin distinción de raza, credo, color u origen étnico, hasta que Kathy gritó: «¡Soy mayor de edad!», y se limpió el rostro seco de lágrimas con la hombrera de su chaqueta.

—Hago lo que quiero —afirmó airadamente la muchacha.

¿Qué harías tú, maestro? Mirar su cabeza acunada en tu regazo, tu polla rodeada por sus labios espumeantes, y observar cómo te la chupa con los ojos arrasados en lágrimas, enjabonar pacientemente su rostro no disoluto con esa viscosa mixtura de saliva, semen y lágrimas, un delicado merengue que escarcharía sus pecas… ¿Podría hacer la vida una última concesión más maravillosa? Nunca le había parecido a Sabbath más patética, pero las lágrimas la iluminaban, e incluso al fatigado maestro le parecía que la muchacha estaba ahondando en una existencia espiritual que también era nueva para ella. ¡Era mayor de edad! ¡Kathy Goolsbee se había hecho adulta! Sí, no sólo tenía lugar algo espiritual sino también primordial, como sucediera en aquel caluroso día de verano en el arroyo pintoresco al lado de la Gruta, cuando él y Drenka se orinaron por turno uno encima del otro. Ah, si pudiera creer que no estabas confabulada con esas tías puercas, rastreras y rectas que os dicen a las jóvenes esas mentiras terribles sobre los hombres, sobre la infamia siniestra de lo que no es más que el ajetreo ordinario en la realidad de la gente normal y corriente como tu padre y yo. Porque están contra nosotros, cariño, están contra tu padre y yo. A eso se reduce todo, a caricaturizamos, insultarnos, aborrecer de nosotros lo que no es más que la deliciosa capa de refuerzo dionisíaca de la vida. Dime, ¿cómo puedes estar en contra de lo que ha sido intrínsecamente humano desde la antigüedad, que se remonta, nada menos, a la cima virginal de la civilización occidental, y considerarte una persona civilizada? Tal vez porque es japonesa no comprende las mitologías sin parangón de la antigua Ática.

No puedo verlo de otra manera. ¿Cómo les gustaría que te iniciaran sexualmente? ¿Por medio de Brian, de una manera intermitente, mientras toma notas de ciencia política en la biblioteca? ¿O tienes que aprenderlo por ti misma? Pero si no esperan que aprendas la química y la física por ti misma, ¿por qué suponen que has de adquirir los misterios eróticos por ti misma? Algunas necesitan seducción pero no iniciación. Otras necesitan iniciación pero también seducción. Tú necesitabas ambas, Kathy.

¿Acoso? Recuerdo los buenos y viejos tiempos en los que el patriotismo era el último refugio de un bribón. ¿Acoso? ¡He sido el Virgilio de tu Dante en el otro mundo del sexo! Claro que, ¿cómo iban a saber esas profesoras quién es Virgilio?

—Deseo tanto chupártela… —dijo ella en tono anhelante.

¡Ese «tanto»! Y, sin embargo, al oír el «tanto» tan intenso, al experimentar el familiar impulso, compañero de toda su vida, hacia la bruta y natural satisfacción física que hormigueaba incontrolable en cada centímetro cuadrado de sus dos metros cuadrados de viejo pellejo anhelante, Sabbath no pensó, como habría esperado, en su estimable mentor, el maestro que se dejaba de trivialidades e iba al grano, obediente hasta el final edicto de la excitación, sino en su esposa enferma y sufriente en el hospital.

¡Precisamente en ella! ¡No era justo! ¡El pene del año veintinueve tieso como el de un caballo y en quién se pone a pensar sino en Roseanna! Vio ante él la habitación, pequeña como una celda, que le habían asignado tras ingresarla, una habitación al lado del puesto de las enfermeras, donde sería convenientemente observada durante las veinticuatro horas de guardia de la desintoxicación. Le tomarían la presión sanguínea cada media hora y harían lo que pudieran para controlar las convulsiones que iba a sufrir porque había bebido sin parar durante los tres días anteriores, había empinado el codo hasta la misma puerta del hospital. La vio en pie al lado de la estrecha cama con la triste colcha de felpilla, los hombros tan encorvados que no parecía más alta que él. Sus maletas estaban encima de la cama. Dos enfermeras sin uniforme, simpáticas, que le pidieron cortésmente que las abriera para su inspección, revisaron sus pertenencias de una manera meticulosa y retiraron las pinzas de las cejas, las tijeras de uñas, el secador del pelo, el hilo dental (para que no se hiriese, electrocutara o colgara), requisaron un frasco de Listerine (para que no se bebiera el contenido en un momento de desesperación o lo rompiera y usara los fragmentos para abrirse las muñecas o cortarse la yugular), examinaron el contenido de su billetero y extrajeron las tarjetas de crédito, el permiso de conducir y todo su dinero en metálico (de modo que no pudiera comprar whisky introducido de contrabando en el hospital o salir del recinto e ir a un bar del pueblo de Usher o manipular el encendido del coche de un miembro del personal y dirigirse a casa), revolvieron sus tejanos, suéteres, prendas interiores y ropa deportiva. Y entretanto, Roseanna, perdida, exangüe, inmensamente sola, miraba con expresión vacía, ajada su antigua belleza de cantante de música folk, una mujer descarnada que era al mismo tiempo una joven preerótica y una ruina posterótica. Podría haber vivido todos aquellos años no en una casa que era una simple caja, en un entorno donde cada otoño los ciervos se alimentaban de los manzanos que crecían más allá del porche protegido con tela metálica, sino encerrada dentro de un túnel de lavado de coches automático donde no podía refugiarse del azote de la lluvia, de los grandes cepillos giratorios y de los sopladores que exhalaban su aire caliente. Roseanna devolvía a sus raíces, en desnuda, barata y prosaica realidad, la exaltada frase «los golpes del destino».

—La causa —sollozó Roseanna— queda en libertad, mientras que el efecto va a la cárcel.

—¿No es así exactamente la vida? —convino él—. Sólo que no se trata de la cárcel. Es un hospital, Rosie, y un hospital que ni siquiera lo parece. En cuanto dejes de sufrir, verás que es muy bonito, como un gran hostal campestre. Hay muchos árboles y hermosos paseos para pasear con tus amigos. Al entrar he observado que incluso hay pista de tenis. Te enviaré tu raqueta por la Federal Express.

—¿Por qué me quitan mi tarjeta Visa?

—Para que no pagues pesadilla por pesadilla y temblor por temblor.

Como tu educación católica debería haberte enseñado, al final pagas un ojo de la cara.

—¡Son tus cosas las que deberían registrar! ¡Encontrarían lo suficiente para encerrarte de por vida!

—¿Quieres que las enfermeras hagan eso, que me registren? ¿Para qué? —¡Las esposas que usas para jugar con tu puta adolescente!

Sabbath pensó en informar a las dos enfermeras de que la aludida tenía veinte años y, por desgracia, ya no era una adolescente, pero a ninguna de las dos mujeres parecía divertirle o escandalizarle lo más mínimo los comentarios de despedida de Sabbath, por lo que éste no se molestó en decirles nada. Las enfermeras estaban acostumbradas al lenguaje soez y a los gritos. La borracha frenética, aterrada y rabiosa con su marido, y éste todavía más encolerizado con la borracha. Maridos y mujeres que se lanzaban gritos y acusaciones no eran nada nuevo para ellas ni para nadie.

No es preciso trabajar en un hospital psiquiátrico para saber cómo son las cosas entre maridos y mujeres. Observó a las enfermeras que cumplían con su deber examinando todos y cada uno de los bolsillos de todos los tejanos de Roseanna, en busca de un porro extraviado o una hoja de afeitar. Le requisaron las llaves. Muy bien hecho. Lo hacían por su propio bien. Ahora no había posibilidad de que irrumpiera en la casa sin anunciarse. Tampoco le habría gustado que Roseanna, en su estado, tuviera que tratar con Drenka.

Primero se ocuparían de su alcoholismo.

—¡Tú deberías estar encerrado, Mickey, y todo el mundo que te conoce lo sabe!

—Estoy seguro de que un día me encerrarán, si ése es el verdadero consenso. Pero deja que los demás se ocupen de ello. Ahora tienes que volverte abstemia lo antes posible, ¿me oyes?

—¡Tú no quieres que sea abs-s-temia! Me prefieres borrracha. As-sí puedes pas-s-s…

—Pasar —le susurró él para ayudarla a salir del bache. La mayor parte de las eses vencían a Roseanna cuando mezclaba la ira con más de un litro de vodka.

Pas-sar por el marido que s-s-su…

—¿El marido que sufre?

—¡Sí!

—No, no. La compasión no es de mi gusto. No pido que me veas más que como lo que soy. Pero dime otra vez qué soy… no quisiera olvidarlo durante los días que estemos separados.

—¡Un fracasado! ¡Un puñetero fracasado s-s-sin remedio! ¡Un liante, embustero, enfermo, engañoso fracasado total que vive a costa de su mujer y folla con criaturas! Él es quien me ha metido en esto —dijo a las enfermeras—. Yo estaba bien hasta que le conocí. ¡No era así en absoluto!

Él se apresuró a tranquilizarla.

—Y en sólo veintiocho días todo habrá pasado y volverás a ser como eras antes de que te metiera en «esto».

Se llevó una mano a la altura de la cara y la agitó tímidamente para despedirse.

—¡No puedes dejarme aquí! —gritó ella.

—El doctor ha dicho que podré verte pasadas las dos primeras semanas.

—¿Pero y si me dan tratamiento por electroshock?

—¿Por beber? No creo que hagan eso, ¿verdad, enfermera? No, no. Lo único que te darán aquí es una nueva perspectiva de la vida. Estoy seguro de que todos desean que abandones tus ilusiones y te adaptes a la realidad, como yo. Adiós. Sólo serán dos cortas semanas.

—Contaré los días —dijo el antiguo yo de Rosie, pero entonces, cuando vio que realmente iba a dejarla allí, algo dentro de ella contorsionó su sonrisa rencorosa, formando un nudo retorcido, y se echó a llorar.

Este sonido acompañó a Sabbath a lo largo del pasillo, al bajar el tramo de escaleras y en la puerta principal del centro sanitario, donde un grupo de pacientes fumaban y alzaban la vista para ver en cuál de las habitaciones estaba sufriendo la nueva enferma llorosa. Le acompaña al aparcamiento, entró con él en el coche y no le abandonó durante el camino de regreso a Madamaska Falls. Iba subiendo el volumen de las cintas, pero ni siquiera Goodman podía eliminar aquellos sollozos, ni siquiera Goodman, Krupa, Wilson y Hampton en su mejor época, soltándose con Running Wild, ni siquiera Krupa en su espectacular inicio con el bombo de aquel último gran coro podía borrar el floreo de ocho compases en solitario de Roseanna. Una esposa que lloraba como una sirena. La segunda esposa loca. ¿Existían de otra clase? Para él no. Una segunda esposa loca que había empezado a vivir odiando a su padre y luego descubrió a Sabbath para odiarlo en su lugar.

Claro que Kathy amaba a su papá protector y abnegado, que trabajaba día y noche en la panadería para que sus tres hijos fuesen a la universidad, y había que ver el bien que eso le había hecho a ella. O a Sabbath. «No puedo conseguir nada», se dijo.

«Nadie puede cuando prosigue conmigo la relación que tenía con su padre».

Si pocas horas antes el llanto de Roseanna hizo que Sabbath tomara la determinación de rechazar lo que hasta entonces nunca había rechazado en su vida, en ese caso fue un llanto que batía verdaderamente todos los récords.

—Es hora de ir a casa y chupársela a Brian.

—Pero esto no es justo. No hice nada.

—Vete a casa o te mataré.

—¡Por Dios, no digas eso!

—No serías la primera mujer a la que matara. —No, claro. ¿Quién fue la otra?

—Nikkis Kantarakis, mi primera esposa.

—Eso no es divertido.

—Pero es cierto. Asesinar a Nikki es lo único verdaderamente grave que he hecho. ¿O fue una pura diversión? Nunca estoy convencido por completo de mi valoración de nada. ¿No te ocurre a veces?

—¿Pero de qué me estás hablando?

—Sólo te hablo de lo que habla todo el mundo. Ya sabes lo que dicen en la universidad. Dicen que tuve una esposa que desapareció, pero no se esfumó sin más. ¿Puedes negar que les has oído decir eso, Kathy?

—Bueno, la gente dice tantas cosas… Ni siquiera lo recuerdo. ¿Quién les hace caso?

—Está muy bien que no hieras mis sentimientos, pero es innecesario. Cuando llegas a los sesenta aprendes a aceptar con espíritu deportivo el escarnio de los espectadores. Además, resulta que tienen razón, lo cual demuestra que, cuando hablas del prójimo, cuando das rienda suelta a tu antipatía, puede surgir una extraña clase de verdad.

—¿Por qué no dices nada en serio?

—Jamás he dicho a nadie nada más en serio: maté a mi mujer.

—Basta, por favor.

Telefoneaste para jugar por teléfono a médicos y enfermeras con un hombre que mató a su mujer.

—No es cierto. ¿Qué te impulsa a hacerlo, de todos modos? En los niveles más altos de la educación superior, mi identidad de asesino ha quedado al descubierto, y tú me llamas para decirme que estás en pijama y sola en la cama. ¿Qué te quema en tu interior? ¿A qué se somete tu servidumbre? Soy una infame diversión, alguien con quien matar el tiempo, que estranguló a su mujer. ¿Por qué tendría que vivir en un lugar como éste de no haber estrangulado a alguien? Lo hice con estas mismas manos mientras ensayábamos en nuestro dormitorio, en nuestra cama, el último acto de Otelo. Mi esposa era una actriz joven. ¿Otelo? Es una obra teatral, un drama en el que un veneciano africano estrangula a su mujer.

Nunca has oído hablar de él porque perpetúa el estereotipo del varón negro violento. Pero entonces, en los años cincuenta, la humanidad aún no había decidido qué era lo importante, y en la universidad los alumnos eran presa de mucha mierda perversa. A Nikki le aterraba cada nuevo papel. Sufría unos temores insoportables. Uno de ellos era el temor a los hombres, y por eso el papel le venía que ni pintado. Ensayábamos previamente a solas en nuestro piso, tratando de reducir los temores de Nikki. «¡No puedo hacerlo!», le oí decir muchas veces. Yo representaba el papel de varón negro violento estereotipado. En la escena en que la asesina, lo hice… seguí adelante y la asesiné. Me dejé arrastrar por el hechizo de su actuación. Al verla, algo se abrió en mí. Alguien para quien lo tangible y lo inmediato son repugnantes, para quien sólo la ilusión es plenamente real… Ése era el orden que Nikki sacaba de su caos. Y tú, ¿qué orden sacas del tuyo? ¿Hablar de tus tetas con un viejo por teléfono? Es imposible describirte, por lo menos yo no puedo hacerlo. Una criatura tan desvergonzada y, sin embargo, con un carácter tan poco marcado. Perversa y traicionera, la misma muerte que te besa dándote la lengua, metida ya a fondo en las emociones vergonzosas de una doble vida, pero de maneras tan suaves. Por lo que respecta al caos, el tuyo parece decididamente anticaótico. Los teóricos del caos deberían estudiarte. ¿A qué profundidad de su ser llega lo que Katherine hace o dice? Hagas lo que hagas, por peligroso o embaucador que sea, lo llevas a cabo, o sea, de una manera impersonal, ¿sabes? Vale. ¿Cómo la mataste?

Él alzó las manos.

—Usé estas dos, ya te lo he dicho. «Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz».

—¿Qué hiciste con el cuerpo?

—Alquilé una embarcación en Sheepshead Bay, un puerto de Brooklyn. De joven fui marino. Cargué el cuerpo con un lastre de ladrillos y arrojé a Nikki al mar por la borda.

—¿Y cómo llevaste un cadáver a Brooklyn?

—Siempre llevaba cosas de un lado a otro. En aquel entonces tenía un viejo Dodge y siempre metía en el maletero mi escenario portátil, los accesorios y las marionetas. Los vecinos me veían continuamente ir y venir. Nikki era muy delgada y no pesaba gran cosa. La metí doblada en mi saco de marino. No fue difícil.

—No te creo.

—Es una lástima, porque no se lo había dicho nunca a nadie, ni siquiera a Roseanna. Y ahora te lo he dicho y, como nos enseña nuestro pequeño escándalo, decirte algo no es exactamente observar los dictados de la prudencia. ¿A quién se lo dices primero? ¿A la decana Kuziduzi o irás directamente al alto mando japonés?

—¿Por qué has de tener unos prejuicios raciales tan grandes contra los japoneses?

—Por lo que le hicieron a Alec Guinness en El puente sobre el río Kwai. Meterle en aquel jodido cajón… Detesto a esos cabrones. ¿A quién se lo dirás primero?

—¡A nadie! ¡No se lo diré a nadie porque no es verdad!

—¿Y si lo fuera? ¿Entonces se lo dirías a alguien? —¿Qué? ¿Si fueras realmente un asesino?

—Sí, y tú supieses que lo era. ¿Me entregarías de la misma manera que entregaste la cinta?

—¡Me olvidé de la cinta! ¡La dejé allí por accidente! —¿Me entregarías, Kathy? ¿Sí o no?

—¿Por qué tengo que responder a estas preguntas? —Porque es indispensable a fin de descubrir par a quién coño estás trabajando.

—¡Para nadie!

—¿Me entregarías? ¿Sí o no? Si fuese cierto que soy un asesino.

—Bueno… ¿quieres una respuesta seria?

—Me conformaré con la que me des.

—Bueno… pues dependería.

—¿De qué?

—¿De qué? Pues de nuestra relación.

—¿Quizá no me entregarías si tuviéramos la relación adecuada?

—¿Y cuál sería esa relación? Explícamela.

—No lo sé… supongo que amorosa.

—Protegerías a un asesino si le amaras.

—No lo sé. Nunca has asesinado a nadie. Estas preguntas son estúpidas.

—¿Me quieres? No te preocupes por mis sentimientos. ¿Me quieres?

—En cierto modo.

—¿Sí?

—Sí.

—¿A pesar de lo viejo y odioso que soy?

—Amo… amo tu mente. Amo cómo expones tu mente cuando hablas.

—¿Mi mente? Es la mente de un asesino.

—Deja de decir eso. Me estás asustando.

—¿Mi mente? Bueno, esto es toda una revelación. Creía que amabas mi viejo pene. ¿Mi mente? Eso sí que es una sorpresa para un hombre de mi edad. ¿Estabas metida en esto sólo por mi mente? Oh, no. ¡Mientras te hablaba de follar tú observabas la exposición de mi mente! Te atreviste a introducir un elemento mental en un marco donde está fuera de lugar.

¡Socorro! ¡He sido acosado mentalmente! ¡Socorro! ¡Soy una víctima de acoso mental! ¡Dios mío, estoy sufriendo un trastorno gastrointestinal! ¡Has obtenido de mí favores mentales sin que yo me enterase y contra mi voluntad! ¡Me has menospreciado! ¡Has menospreciado mi pijo! ¡Llama a la decana! ¡Han arrebatado su potencial a mi polla!

Por f in Kathy tuvo la iniciativa de abrir la portezuela del coche, pero tan frenéticamente, con tal fuerza, que cayó del vehículo a la cuneta.

Sin embargo, en un instante estuvo en pie sobre sus Reeboks y, a través del parabrisas, Sabbath la vio correr en dirección norte, hacia Athena. Los títeres pueden volar, levitar, girar, pero sólo las personas y las marionetas de hilos están limitadas a correr y caminar. Por eso las marionetas de hilos siempre le aburrían: aquellos paseos que daban constantemente arriba y abajo del minúsculo escenario, como si, además de ser el tema de todo espectáculo de marionetas, caminar fuese el tema principal de la vida. Y aquellos hilos, demasiado visibles, excesivos, demasiado flagrantemente metafóricos. Y siempre imitando de una manera servil el teatro humano, mientras que los títeres… ¡meter la mano en el interior de un títere y esconder la cara detrás de un biombo! ¡No hay nada igual en el reino animal! Remontándose a Petrushka, todo sirve, cuanto más loco y feo, tanto mejor. El títere caníbal de Sabbath que ganó el primer premio otorgado por el maestro en Roma… se comía a sus enemigos en el escenario. Los despedazaba y hablaba de ellos mientras los masticaba y engullía. El error consiste siempre en pensar que actuar y hablar es el dominio natural de cualquiera excepto un títere. La satisfacción consiste en tener manos y voz… tratar de ser más, alumnos, es una locura. Si Nikki hubiera sido un títere, aún podría estar viva.

Y carretera abajo, la huida de Kathy iluminada por la luz exagerada de la luna ridícula. Y los fumadores ahora también reunidos, bañados en luz lunar, bajo la celda donde Roseanna se desintoxica, cuyo llanto todavía es perceptible a más de doscientos kilómetros de distancia… Ah, aquella noche iba a pasarlo mal, iba a enfrentarse a una experiencia más horrorosa que la de estar casada con él. El médico había advertido a Sabbath sobre la posibilidad de que ella telefoneara para rogarle que fuese a buscarla, y le aconsejó que no hiciera caso de sus ruegos de que se apiadase de ella y la sacara de allí. Sabbath le prometió que haría cuanto estuviera en su mano. En vez de dirigirse a casa para oír las llamadas telefónicas de su mujer, permaneció un rato sentado en el coche, donde, por razones que no se le ocurrían de pronto, recordaba al tipo que le dio a leer aquellos libros en el petrolero de la Standard Oil, recordaba cómo descargaban a través del gran sistema de oleoductos en Curaçao y cómo aquel hombre (uno de esos tipos caballerosos y reservados que, misteriosamente, se pasan la vida en el mar cuando uno esperaría verlos convertidos en maestros o incluso en ministros) le había dado un libro de poemas de William Butler Yeats. Un solitario. Un solitario autodidacta. Los silencios de aquel hombre te sobrecogían. Otro tipo norteamericano. Uno se encontraba con toda clase de norteamericanos en el mar. Incluso entonces muchos de ellos eran hispanos, tipos latinos duros, realmente duros. Sabbath recordaba a uno que se parecía a Akim Tamiroff. Todas las clases de nuestros hermanos de color, todos los tipos que quepa imaginar, hombres simpáticos, no tan simpáticos, de todas clases.

Había un cocinero corpulento, gordo, negro, en el barco donde el tipo que le dio aquel libro le inició en la lectura. Estaba tendido en su camastro, leyendo, y el cocinero siempre entraba, le agarraba por los cojones y se echaba a reír.

Él tenía que luchar para que le soltara. Suponía que eso le había convertido en «homofóbico». El cocinero no hizo ningún gesto más agresivo, pero habría estado muy contento si él le hubiera respondido, no hay duda de ello.

Lo curioso era que solía verle en las casas de putas. En cambio, el tipo que le dio el libro de poesía era totalmente homosexual, pero nunca le puso un dedo encima, a pesar de que Sabbath era un guapo chico de ojos verdes. Le dijo qué poemas debía leer. Le dio un montón de libros. Un hombre amable de veras, natural de Nebraska. Sabbath memorizaba los poemas durante las guardias.

¡Naturalmente! Yeats a Lady Goolsbee:

Oí anoche declarar

a un anciano religioso

que encontró un texto demostrativo de que sólo Dios, mi vida, te amaría a ti misma,

no a tu cabello dorado.

Dentro de unas pocas horas Kathy cruzaría la línea de meta. Podía verla midiéndose los pechos con cinta métrica y cayendo en el abrazo de la Inmaculada Kamizoko. Rompiendo la cinta con los pechos. Kakizomi.

Kazikomi. ¿Quién podía recordar sus jodidos nombres? ¿Quién quería? A él le bastaban Tojo e Hirohito. Sollozando como una histérica, le contaría a la decana la confesión terrible que él le había hecho. Y la decana quizá no se resistiría a creerlo, como Kathy había fingido que lo creía.

Durante el trayecto hacia casa puso en el radiocasete The Sheik of Araby. Pocas cosas en el mundo tan correctas como aquellos cuatro briosos solos. Clarinete. Piano. Batería. Vibráfono.

«¿Cómo es que ya nadie odia a Tojo? Nadie recuerda a ese asesino excepto yo. Creen que Tojo es un coche. Pero pregunta a los coreanos por los japoneses que estuvieron sentados en sus caras durante treinta y cinco años, pregunta a los manchúes por la cortesía de sus conquistadores, pregunta a los chinos por la maravillosa comprensión que mostraban hacia ellos aquellos cabrones imperialistas menudos y de cara achatada, pregunta por los burdeles aprovisionados para sus soldados con chicas como tú, incluso más jóvenes. La decana cree que yo soy el enemigo. ¡Que no me haga reír! Pregúntale por los chicos de su país y cómo se abrieron valientemente paso en Asia a golpes de polla, las mujeres extranjeras a las que esclavizaron y convirtieron en sus putas. Pregunta en Manila por las bombas, las toneladas de bombas que dejaron caer los japoneses cuando Manila ya era una ciudad abierta. ¿Que dónde está Manila? ¿Cómo ibas a saberlo? Tal vez un día la profesora interrumpirá durante una hora las lecciones sobre acoso sexual para mencionar a todos sus corderillos impolutos un pequeño horror llamado Segunda Guerra Mundial. Los japoneses… tan racialmente arrogantes como cualquiera en cualquier parte. A su lado el Ku Klux Klan es… ¿Pero cómo ibas tú a saber qué es el Ku Klux Klan? ¿Cómo ibas a saber nada, cuando estás entre esas garras? ¿Quieres el informe confidencial sobre los japoneses? Pregúntale a mi madre, también una mujer acosada en su vida. Pregúntaselo».

Cantó efusivamente junto con el cuarteto, fingiéndose Gene Hochberg, quien era capaz de mantener a un montón de chicos en pie y dándole al swing. Disfrutaba no sólo de los múltiples significados que tenía la letra de aquel himno de los viejos años veinte que ensalzaba la violación de la acompañante y denigraba a los árabes, sino también la ejecución interminable, indecorosa, estimulante, el júbilo que procuraba la tarea de ser el salvaje de aquella gente. «¿Cómo podrían enorgullecerse sin su salvaje? ¡Su ingenua y puñetera impertinencia sobre la lujuria! Seductor de los jóvenes. Sócrates, Strindberg y yo. Pero a pesar de todo me siento de maravilla». El repique cristalino del martilleo de Hampton… eso podría arreglar casi cualquier cosa. O quizás estaba jubiloso porque se había librado de Rosie. O tal vez se debía al conocimiento de que nunca había tenido que complacer a nadie y no iba a ponerse a hacerlo ahora. Sí, sí, sí, sentía una ternura incontrolable hacia su vida llena de mierda. Y un apetito risible de más. ¡Más derrota! ¡Más decepción! ¡Más engaño! ¡Más soledad!

¡Más artritis! ¡Más misioneras! ¡Más coño, Dios mediante! Un enmarañamiento más desastroso en todas las cosas. No puedes evadir el lado desagradable de la existencia por el puro sentido de estar tumultuosamente vivo. «¡Puede que no sea un ídolo de sesión de tarde, pero decid de mí lo que queráis, porque he vivido una auténtica vida humana!».

Soy el jeque de Arabia,

tu amor me pertenece.

De noche, cuando estés durmiendo,

entraré furtivamente en tu tienda.

Las estrellas que brillan en lo alto

iluminarán nuestro camino hacia el amor Reinarás en el país conmigo,

soy el jeque de Arabia.

La vida es, en efecto, impenetrable. Por lo que Sabbath sabía, acababa de romper con una muchacha que ni le había traicionado ni embrujado y que nunca podría hacerlo, una simple chica aventurera que amaba a su padre y jamás engañaría a un hombre adulto (excepto a Padre, con Sabbath). Por lo que él sabía, acababa de ahuyentar a la última veinteañera en cuya tienda volvería a entrar jamás. Había confundido a la inocente, amorosa y leal Cordelia con sus malvadas hermanas Gonerila y Regania. Había entendido las cosas tan al revés como el viejo Lear.

Por suerte par a su cordura, encontraría algún consuelo en la gran cama de su casa de Furnace Brick, jodiendo en ella con Drenka aquella noche y las veintisiete noches siguientes.

La única comunicación que Sabbath recibió durante las dos semanas antes de que le permitieran visitar a Roseanna fue una postal resonantemente objetiva, enviada desde Usher al final de la primera semana: ningún saludo y dirigida del modo más escueto a su dirección en Madamaska Falls. Ella ni siquiera quería escribir su nombre. «Reúnete conmigo en Roderick House, el 23 a las 4.30. Cena a las 5.15. Tengo una reunión en AA de 7 a 8. Quédate en el hotel Ragged Hill de Usher si no quieres regresar a casa la misma noche. R. C. S.».

A la una y media del día 23, cuando se disponía a subir al coche, sonó el teléfono en la casa y él entró corriendo por la puerta de la cocina, pensando que debía de ser Drenka. Cuando oyó la voz de Roseanna, que modificaba sus instrucciones, imaginó que le llamaba para pedirle que no fuera. Se dijo que telefonearía a Drenka para darle la noticia en cuanto colgara.

—¿Cómo estás, Roseanna?

La voz de su mujer, que nunca tenía unas inflexiones notables, era apagada, severa y desabrida.

—¿Vas a venir?

—Estaba subiendo al coche. He tenido que volver corriendo a casa para coger el teléfono.

—Quiero o que me traigas algo… por favor —añadió, como si alguien le estuviera diciendo qué debía decir y cómo.

—¿Que te traiga algo? Pues claro. Lo que quieras.

Ella replicó con una risa áspera y fuera de lugar, a la que siguieron estas palabras glaciales.

—En mi archivo. Cajón superior al fondo. Una carpeta azul de tres anillas. La necesito.

—Te la traeré, pero tendré que abrir el archivo.

—Necesitarás la llave —dijo ella en un tono más glacial, si tal cosa era posible.

—¿Sí? ¿Dónde la encontraré?

—En mis botas de montar… la bota izquierda.

Pero en el transcurso de los años él había registrado sus botas, zapatos y zapatillas. Debía de haberla colocado allí recientemente, desde dondequiera a que antes la hubiera escondido.

—Ve a buscarla ahora mismo —le pidió ella—. Es importante… por favor.

—Sí, claro. La bota derecha.

—¡La izquierda!

No, no era difícil hacerle perder la paciencia, incluso cuando ya llevaba un par de semanas de tratamiento y sólo le quedaban otras dos para salir.

Sabbath encontró la llave, extrajo del archivo la carpeta azul y volvió al teléfono para asegurarle a Roseanna que la tenía.

—¿Has cerrado el archivo?

Él mintió y le dijo que sí.

—Trae la llave. La llave del archivo, por favor.

—Desde luego.

—Y la carpeta. Es azul. Está sujeta con dos gomas elásticas.

—Aquí la tengo.

—¡No la pierdas, por favor! —exclamó ella—. ¡Es una cuestión de vida o muerte!

—¿Estás segura de que la quieres?

—¡No discutas conmigo! ¡Haz lo que te pido! ¡Incluso hablarte no me resulta nada fácil!

—¿No preferirías que no fuese a verte?

Sabbath se preguntó si no sería arriesgado pasar a aquella hora por el lado del hostal y hacer sonar el claxon dos veces, la señal para que Drenka se reuniera con él en la Gruta.

—Si no quieres venir, no vengas. No le estás haciendo un favor a nadie. Si no te interesa verme, me tiene sin cuidado.

—Claro que me interesa verte. Por eso estaba en el coche cuando has llamado. ¿Cómo te encuentras? ¿Has mejorado?

—No es fácil —respondió ella con la voz trémula.

—No me cabe duda de que no lo es.

—Es muy duro —dijo Roseanna, y empezó a llorar—, insoportablemente duro.

—¿Pero haces algún progreso?

—¡Oh, no comprendes! —le gritó ella—. ¡Nunca comprendes! —y colgó.

La carpeta contenía las cartas que su padre le envió después de que ella le dejara par a irse a vivir con su madre, cuando ésta r egresó de Francia. Había escrito una carta a Roseanna todos los días hasta la misma noche en que se suicidó. La carta del suicida iba dirigida a Roseanna y a la hermana menor, Ella. La madre de Roseanna reunió las cartas enviadas a sus hijas y las guardó fuera de su alcance hasta que falleció, hacía un año, tras un largo sufrimiento a causa de un enfisema. La carpeta fue legada a Roseanna junto con las reliquias de su madre, pero nunca había sido capaz de quitar las gomas elásticas que la mantenían cerrada. Durante algún tiempo estuvo a punto de tirarla, pero tampoco se decidió a hacerlo.

A medio camino de Usher, Sabbath hizo un alto en un restaurante de la autopista. Depositó la carpeta en su regazo hasta que la camarera le sirvió café. Entonces quitó las gomas elásticas, se las guardó cuidadosamente en un bolsillo de la chaqueta y la abrió.

La carta escrita sólo unas horas antes de que se ahorcara estaba encabezada por las palabras «Mis queridas hijas Roseanna y Ella», y fechada en Cambridge el 15 de septiembre de 1950. Rosie tenía trece años. Sabbath leyó primero la última carta del profesor Cavanaugh:

Cambridge, 15 de septiembre de 1950

Mis queridas hijas Roseanna y Ella:

Escribo «queridas» a pesar de todo. Siempre he intentado hacer las cosas lo mejor posible, pero he fracasado por completo. He fracasado en mis matrimonios y en mi trabajo. Cuando vuestra madre nos dejó, me quedé deshecho. Y cuando incluso vosotras, mis queridas hijas, me abandonasteis, terminó para mí. Desde entonces sufro un insomnio total. Ya no tengo fuerzas, estoy exhausto y enfermo a causa de todas esas píldoras para dormir. No puedo seguir así. Que Dios me ayude. Por favor, no me juzguéis con demasiada severidad.

¡Vivid felices!

Papá

Cambridge, 6 de febrero de 1950

Mi querida y pequeña Roseanna:

No puedes imaginar cómo echo de menos a la pequeña que tanto quiero. Me siento totalmente vacío y no sé cómo superarlo. Pero, al mismo tiempo, tengo la sensación de que era importante y necesario que sucediera.

He visto cómo has cambiado desde mayo del año pasado. Estaba terriblemente preocupado, puesto que no tenía ninguna posibilidad de ayudarte y tú no deseabas confiar en mí. Te encerraste en ti misma y me dejaste de lado. No sabía que lo habías pasado tan mal en la escuela, pero lo sospechaba porque tus compañeras de clase nunca te visitaban. Sólo la linda Helen Kylie venía a veces por la mañana a recogerte. Pero tú tenías la culpa, mi pequeñina.

Te sentías superior y lo demostrabas quizá más de lo que creías. Eso es exactamente lo mismo que le ocurrió aquí a tu madre con sus amigas.

Querida Roseanna, no te lo digo como una acusación, sino para que puedas reflexionar en todo esto y finalmente discutirlo con tu madre. Y entonces aprenderás que en la vida uno no debe ser egoísta…

Cambridge, 8 de febrero de 1950

… habías perdido el contacto con tu padre y ya no podía atravesar el blindaje del que te habías rodeado. Eso me preocupaba profundamente.

Comprendí que necesitabas una madre, e incluso intenté conseguirte una, pero eso fue un fracaso total. Ahora vuelves a estar con tu madre verdadera, a la que añorabas desde hacía tanto tiempo. Ahora vuelves a tener todas las posibilidades para ponerte bien. Esto te dará un nuevo valor para vivir y volverás a ser feliz en la escuela. Tu inteligencia está muy por encima de la media…

La casa de tu padre sigue a tu disposición, siempre que quieras regresar por una temporada larga o corta. Eres mi hija más querida y el vacío que experimento sin ti es enorme. Trataré de consolarme pensando en que lo sucedido fue lo mejor para ti.

Por favor, escríbeme unas líneas en cuanto estés instalada. ¡Adiós, mi pequeña! Un millar de besos cariñosos de tu solitario

Papá

Cambridge, 9 de febrero de 1950

Mi querida Roseanna:

Tropecé con la señorita Lerman en la calle. Lamentaba que hubieras dejado la escuela y dijo que les gustabas mucho a todos los profesores, pero comprendía que últimamente pasabas por una mala época, con infecciones, etcétera, que te obligaban a ausentarte durante largos periodos. También había observado que últimamente no te reunías con Helen Kylie ni tus demás simpáticas amigas, Myra, Phyllis y Aggie, pero la señorita Lerman me dijo que esas chicas se entregaban a sus estudios, mientras que Roseanna había perdido el deseo de triunfar. Confiaba en que superases tus dificultades dentro de algunos años. Me dijo que había visto muchos casos similares.

También me expresó la opinión, que comparto plenamente, de que una escuela femenina es mejor para las chicas en la pubertad. Por desgracia, tu madre no parece compartir la opinión de la señorita Lerman…

… sí, querida Roseanna, confío en que pronto seas tan feliz como cuando eras mi alegría, fiel y sincera. Pero entonces comenzaron tus problemas. Quería ayudarte, pero no pude hacerlo porque tú no aceptabas mi ayuda. Ya no podías confiarme tus preocupaciones. Entonces necesitabas una madre, pero por desgracia no la tenías…

Un fuerte abrazo de

Papá

Cambridge, 10 de febrero de 1950

Querida Roseanna:

Cuando te marchaste me prometiste que me llamarías y escribirías a menudo. Fuiste tan amable y abierta que te creí, pero el amor es ciego. Han pasado nueve días desde entonces y todavía no he recibido una sola línea tuya.

Tampoco quisiste hablar conmigo anoche, aunque estaba en casa. Empiezo a comprender, los ojos se me están abriendo. ¿Tienes mala conciencia? ¿Ya no puedes mirar a tu padre a los ojos? ¿Es así como me agradeces todo lo que he hecho por ti durante estos cinco años cuando, sin ayuda de nadie, tuve que cuidar de mis hijas? Eso es cruel y horrible. ¿Podrás volver alguna vez a casa de tu padre y mirarle a los ojos? Me resulta difícil comprenderlo, pero no te juzgo.

Entiendo que últimamente has estado sometida a hipnosis. Se diría que hostigarme al máximo se ha convertido en la misión de tu madre. Sólo le interesa mi derrota. No parece haber cambiado tanto como vosotras, hijas mías, parecéis creer.

¿Me escribirás unas líneas para decirme qué debo hacer? ¿Tengo que vaciar tu habitación e intentar olvidarme de tu existencia?, ¿por qué me mentiste en la papelería acerca de los diez dólares? Era innecesario. Ni un bello último recuerdo.

Papá

Cambridge, 11 de febrero de 1950

Queridísima Roseanna:

¡Un millón de gracias por tu ansiada carta que he recibido hoy! Me ha hecho tan feliz que ahora me siento como si fuese otra persona. El sol brilla de nuevo sobre mi vida destrozada. Por favor, perdóname por mi última carta. Estaba tan deprimido cuando la escribí que apenas creía que sería capaz de ponerme en pie de nuevo. Pero hoy todo me parece diferente. Ahora Irene se ha vuelto tan amable que incluso podría decir de ella que es dulce. Probablemente me ha ayudado a superar la peor crisis, la de tu partida…

Naturalmente, puedes hacer lo que te plazca, mientras no interrumpas por completo el contacto con tu padre. Y ahora, puesto que aquí las cosas vuelven a estar en calma y hay paz, estaremos (no sólo yo) muy contentos de recibir tus cartas. Por favor, escríbenos tan a menudo como puedas. No es necesario que sea una larga epístola, bastará con un breve saludo diciéndonos que estás bien. Pero de vez en cuando debes escribir unas pocas líneas a tu padre y contarle cómo te sientes en lo más profundo de tu alma, sobre todo cuando estés muy apenada.

Recuerdos de todos nosotros, queridísima mía, pero sobre todo de quien te adora, tu

Papá

Tal era el tenor de las cartas desde el día de febrero de 1950 en que Roseanna y Ella se marcharon de Cambridge para vivir con su madre hasta fines de abril, que era cuanto Sabbath podía leer si quería llegar a tiempo para la cena en el hospital. Y estaba seguro de que, si continuara leyendo, oiría el mismo mensaje desesperanzado, emitido en clave hasta el final: el mundo contra él, poniéndole obstáculos, insultándole y agobiándole. ¿Tengo que vaciar tu habitación e intentar olvidarme de tu existencia? Del dolorido profesor Cavanaugh a su amada de trece años de la que no había tenido noticias en cinco días. El sufriente y enajenado borracho no pudo vivir en paz un solo día de su vida, hasta el día en que fue alzada la losa. Por favor, no me juzguéis con demasiada severidad ¡Vivid felices! Papá. Y entonces dejó de estar en desacuerdo con esto y aquello. Por fin lo tuvo todo bajo control.

Sabbath llegó al aparcamiento del hospital poco antes de las cinco.

Recorrió a pie un sendero circular que separaba una ancha concavidad cubierta de césped de una casa de tres plantas, una construcción alargada, de tablas de chilla, con postigos negros en las ventanas, que se alzaba en lo alto de la colina, el edificio principal del hospital, diseñado, de un modo curiosamente coincidente, en un estilo muy similar al colonial del hostal de los Balich junto al lago Madamaska. En el siglo XIX también había un lago en aquel lugar, donde ahora estaba el césped, y en su orilla se levantaba una maciza mansión gótica convertida en una ruina tras la muerte de los propietarios sin hijos. Primero cedió el tejado y luego los muros de piedra hasta que, en 1909, desecaron el lago y el montón de ruinas espectralmente pintoresco fue arrojado al hoyo con una pala mecánica y cubierto para construir en el lugar un sanatorio antituberculoso. En la actualidad el viejo sanatorio era el edificio principal del hospital psiquiátrico de Usher, pero la gente seguía llamándolo la Mansión.

Debido sin duda a que se aproximaba la hora de la cena, los fumadores reunidos ante la puerta principal de la Mansión eran unos veinte o veinticinco, varios de ellos sorprendentemente jóvenes, adolescentes vestidos como los estudiantes del valle, los chicos con las gorras de béisbol echadas atrás y las chicas con camisetas de la universidad, zapatos de marcha y tejanos. Preguntó a la más bonita de las chicas (que habría sido la más alta a no ser por su tendencia a encorvarse) por Roderick House y, cuando ella alzó el brazo para indicarle la dirección, Sabbath observó una cicatriz horizontal en la muñeca que parecía de una herida reciente.

Era una tarde normal de fines de otoño, es decir, radiante y extraordinaria. Qué horrible, qué peligrosa debía de haber sido aquella belleza para una persona aquejada de depresión suicida, y no obstante, se dijo Sabbath, tal vez ofrecía a un depresivo vulgar y corriente la posibilidad de creer que la caverna a través de la que se arrastraba le conducía a la vida.

Recordaría lo mejor de la infancia y por el momento le parecería posible la mitigación, si no de la edad adulta, por lo menos del temor. ¡El otoño en el hospital psiquiátrico, el otoño y sus famosos significados! ¿Cómo podía ser otoño si él estaba allí? ¿Cómo podía él estar allí si era otoño? ¿Era de verdad otoño? De nuevo la transición mágica del año, y ni siquiera se notaba.

Roderick House se encontraba en el fondo de un recodo del camino que rodeaba la extensión de césped y conducía de regreso a la autopista del condado. Con sus dos pisos, la casa era una versión más pequeña de la Mansión, una de las siete u ocho casas similares que se alzaban de manera irregular entre los árboles, cada una con una terraza abierta y un herboso jardín frontal. Cuando Roderick House apareció ante su vista desde lo alto del sendero Sabbath vio que en el césped estaban sentadas cuatro mujeres muy juntas en sillas de jardín. La que estaba recostada en la tumbona de plástico blanco era su esposa. Llevaba gafas de sol y yacía perfectamente inmóvil, mientras a su alrededor las demás sostenían una animada conversación. Pero entonces alguna dijo algo tan divertido (tal vez la misma Roseanna) que se irguió en la tumbona y aplaudió alegremente. Hacía años que él no le oía una risa tan espontánea. Todavía estaban todas riendo cuando Sabbath se presentó, caminando a través del césped. Una de las mujeres se inclinó hacia Roseanna.

—Tu visitante —le susurró.

—Buenos días —les dijo Sabbath, haciendo una inclinación de cabeza—. Soy el beneficiario del instinto nidificador de Roseanna y la encarnación de todas las resistencias con las que tropieza en la vida. Estoy seguro de que cada una de vosotras tiene un marido indigno… yo soy el suyo, Mickey Sabbath. Todo lo que habéis oído acerca de mí es cierto. Todo está destruido y soy el destructor. Hola, Rosie.

No le sorprendió que ella no se levantara de la tumbona para abrazarle. Pero cuando se quitó las gafas de sol y le dijo tímidamente:

«Hola»… en fin, su voz por teléfono no le había hecho esperar semejante amabilidad. Habían bastado catorce días sin empinar el codo y lejos de él para que pareciera una mujer de treinta y cinco años. Tenía la piel limpia y atezada, el cabello, que le llegaba a los hombros, más dorado que castaño, e incluso parecía haber recuperado la anchura normal de su boca así como aquella atractiva anchura entre los ojos. En conjunto, su rostro era notablemente ancho, pero las facciones habían ido difuminándose con el paso de los años. Allí estaba el sencillo origen de su sufrimiento: aquella belleza deslumbrante perdida. En sólo catorce días se había desprendido de dos décadas de vida chapucera.

—Éstas son algunas residentes de la casa —le dijo con cierto embarazo, y él pensó en Helen Kylie, Myra, Phyllis, Aggie…—. ¿Te gustaría ver mi habitación? Tenemos un poco de tiempo.

Ahor a era una niña totalmente desconcertada, demasiado azorada por la presencia de su padre y sintiéndose mal mientras él permaneciera entre sus amigas.

La siguió escaleras arriba hasta la terraza, donde había tres fumadoras, mujeres jóvenes como las del césped, y entraron en la casa. Pasaron ante una pequeña cocina y giraron por un pasillo con las paredes llenas de avisos y recortes de prensa. A un lado el pasillo se abría a una sala de estar pequeña y oscura donde otro grupo de mujeres miraban la televisión, mientras que el otro lado daba al puesto de las enfermeras, con tabiques de vidrio y alegres pósters de «Peanuts» sobre las dos mesas. Roseanna le hizo entrar a medias.

—Ha venido mi marido —le dijo a la joven enfermera de servicio.

—Muy bien —replicó la enfermera, e hizo una cortés inclinación de cabeza a Sabbath, a quien Roseanna se llevó en seguida de allí antes de que también le dijese a la enfermera que todo estaba destruido y él había sido el destructor, por muy exactas que fuesen esas palabras.

—¡Roseanna! —la llamó una voz amistosa desde el comedor—. ¡Roseanna Banana!

—Hola.

—De vuelta en Bennington —comentó Sabbath.

—¡No exactamente! —dijo ella en tono airado.

Su habitación era pequeña, recién pintada de un blanco brillante, y tenía dos ventanas con cortinas que daban al jardín, una cama individual, un antiguo escritorio de madera y un tocador. Todo lo que necesitaría cualquier persona, a decir verdad. Podrías vivir para siempre en un lugar así. Asomó la cabeza en el baño, hizo girar un grifo («agua caliente», dijo aprobadoramente), y al salir vio sobre el escritorio tres fotografías enmarcadas: la de su madre enfundada en un abrigo de piel, en París, poco después de la guerra, la de Ella y Paul con sus dos hijos rechonchos y rubios (Ric y Paula) y un tercero (Glenn) claramente en camino, y una fotografía que él nunca había visto antes, un retrato de estudio de un hombre con traje, corbata y el cuello de la camisa almidonado, un hombre de edad mediana y rostro ancho y severo que no parecía en absoluto «destrozado» pero que no podía ser otro que Cavanaugh. Sobre el escritorio estaba abierto un cuaderno de ejercicios escolares, y Roseanna lo cerró con mano temblorosa mientras iba nerviosamente de un lado a otro de la habitación.

—¿Dónde está la carpeta? —le preguntó—. ¡Te has olvidado de la carpeta!

Ya no era la sílfide con gafas de sol que él había visto en el césped, riéndose alegremente con Helen, Myra, Phyllis y Aggie.

—La he dejado en el coche, bajo el asiento. Está cerrado con llave, no temas.

—¿Y si alguien te roba el coche? —replicó ella con toda seriedad.

—¿Es eso probable, Roseanna? ¿Ese coche? Me he dado prisa para llegar a tiempo, y pensé que iríamos en busca de la carpeta después de la cena. Pero me marcharé cuando lo desees. Si quieres, te traeré la carpeta y me marcharé. Estabas muy bien hasta hace un par de minutos. No le siento bien a tu cutis.

Quería enseñarte esto, quería que lo vieras todo. De veras. Quería mostrarte dónde nado. Ahora estoy confusa. Terriblemente. Me siento vacía, fatal. —Se sentó en el borde de la cama y empezó a llorar—. Esto cuesta mil dólares al día —logró decir por fin.

—¿Lloras por eso?

—No, lo cubre el seguro.

—¿Entonces, qué te hace llorar?

—Mañana… mañana por la noche, en la reunión, tengo que contar mi historia. Es mi turno. He estado tomando notas. Estoy aterrada. Llevo días tomando notas. Siento náuseas, me duele el estómago…

¿Aterrada por qué? Finge que te diriges a tus alumnos, que sólo son tus chicos.

—No me aterra hablar —replicó ella, enojada—, sino lo que digo.

Me aterra decir la verdad.

—¿Sobre qué?

Ella no podía creer que fuese tan estúpido.

—¿Sobre qué? ¡Sobre él! —gritó, indicando la foto de su padre—. ¡Ese hombre!

De modo que era «ese» hombre. Era él.

—¿Qué hizo? —le preguntó Sabbath, con toda inocencia.

—Todo. Lo hizo todo.

El comedor, que estaba en el primer piso de la Mansión, era agradable, tranquilo, y estaba iluminado por la luz natural que se filtraba a través de los ventanales que daban al jardín. Los pacientes se sentaban donde querían, la mayoría ante mesas de roble lo bastante grandes para acomodar a ocho personas, pero unos pocos se mantenían aparte en mesas de dos plazas a lo largo de la pared. Sabbath recordó de nuevo el hostal junto al lago y la grata atmósfera del comedor cuando Drenka oficiaba como suma sacerdotisa. Al contrario que los clientes del hostal, los pacientes se servían de un buffet que aquella noche ofrecía patatas fritas, judías verdes, hamburguesas con queso, ensalada y helado… hamburguesas con queso a mil dólares por día. Cada vez que Roseanna tenía que llenar otra vez su vaso de zumo de arándanos, uno u otro de aquellos pacientes que se estaban desalcoholizando y se apiñaban ante la licuadora le sonreía o hablaba, y cuando pasaba con otro vaso lleno, alguien de una mesa le cogió la mano libre. ¿Porque al día siguiente tenía que contar «su historia» o porque aquella noche «él» estaba allí? Sabbath se preguntó si alguien de Usher (paciente, doctor o enfermera) habría llamado al otro lado del límite estatal para enterarse de los motivos por los que ella estaba allí.

Pero era su padre quien lo había hecho todo, todo aquello por lo que ella estaba allí.

¿Por qué no le había hablado nunca a él de ese «todo»? ¿No se había atrevido a hacerlo? ¿No se había atrevido a recordarlo? ¿O tal vez la acusación le aclaraba tanto la historia de su desgracia que el hecho de que se basara en la realidad era una cuestión cruelmente irrelevante? Por fin tenía la explicación que era, al mismo tiempo, sublime y terrible, y, según los criterios de la época, más que razonable. ¿Pero dónde, si aún era posible encontrarla en algún lugar, existía una auténtica imagen del pasado?

No puedes imaginar cómo echo de menos a la pequeña que tanto quiero.

Me siento totalmente vacío y no sé cómo superarlo. Eres mi hija más querida y el vacío que experimento sin ti es enorme. Sólo la linda Kylie venía a veces. Cuando eras mi alegría, fiel y sincera. Fuiste tan amable y abierta que te creí. Pero el amor es ciego. ¿Tienes mala conciencia? ¿Ya no puedes mirar a tu padre a los ojos? Tu ansiada carta. El sol brilla de nuevo sobre mi vida destrozada.

¿Quién se había ahorcado en aquel desván de Cambridge, un padre desconsolado o un amante desdeñado?

Durante la cena Roseanna no paraba de hablar, como si pudiera fingir así que Sabbath no estaba presente o que quien se sentaba ante ella era otra persona.

—¿Ves esa mujer —le susurró—, dos mesas detrás de mí, bajita pero bien proporcionada, delgada, con gafas, de unos cincuenta años? —Y le resumió la historia del fracaso matrimonial de la aludida: una segunda familia, una novia de veinticinco años y dos hijos de tres y cuatro años que el marido había ocultado en la población vecina—. ¿Ves a la chica con trenzas?

Pelirroja, bonita, una chica lista… veinticinco… de Wellesley… el novio obrero de la construcción. Se parece al hombre de Marlboro, según ella. La arroja contra la pared, la tira escaleras abajo, pero ella no puede dejar de telefonearle. Le llama cada noche. Intenta lograr que él sienta cierto remordimiento. Aún no ha tenido suerte. ¿Ves ese hombre moreno, de aspecto juvenil y de clase trabajadora? Dos mesas a tu izquierda. Es vidriero, una persona amable. La mujer odia a su familia y no le permite que lleve a los niños a verlos. Se pasa el día yendo de un lado a otro y hablando solo. «Es inútil… no tiene remedio… nunca cambiará… los gritos… las escenas… no puedo soportarlo». Por la mañana no oyes más que a la gente que llora en sus habitaciones, lloran y dicen: «Ojalá estuviera muerto». ¿Ves ese hombre de ahí? ¿Alto, calvo y de nariz grande? ¿Con un batín de seda? Es homosexual.

Tiene su habitación llena de perfumes. No se quita el batín en todo el día.

Siempre tiene un libro en la mano. Nunca asiste al programa. Intenta suicidarse cada mes de septiembre. Viene aquí cada octubre. Es el único hombre en Roderick. Una mañana pasé ante su habitación y oí que estaba dentro, llorando. Entré y me senté en la cama. Me contó su historia. Su madre murió tres semanas después de que él naciera. Corazón reumático. Él no supo cómo murió hasta los doce años. Le habían advertido previamente sobre los peligros del embarazo, pero ella le tuvo de todos modos y murió. Él se consideraba el culpable de su muerte. Su recuerdo más antiguo es el de que está sentado con su padre en un coche, yendo de un hogar a otro. Cambiaban continuamente de residencia. Cuando él tenía cinco años su padre se mudó a casa de un matrimonio amigo. El padre vivió allí durante treinta y dos años.

Tuvo una relación secreta con la esposa. Les nacieron dos hijas, a las que él considera sus hermanas. Una de ellas lo es realmente. Es delineante de profesión. Vive solo. Cada noche encarga una pizza y se la come mientras mira la televisión. Los sábados por la noche se prepara algo especial, un plato de carne de ternera. Tartamudea. Apenas se le oye cuando habla. Le tuve cogida la mano durante cerca de una hora. No dejaba de llorar. Finalmente me dijo: «Cuando tenía diecisiete años llegó el hermano de mi madre, mi tío, y él…». Pero no pudo continuar. Es incapaz de decirle a nadie lo que le ocurrió cuando tenía diecisiete años. Todavía no puede, y ya tiene cincuenta y tres. Ése es Ray. La historia de una persona es peor que la de la siguiente. Quieren tranquilidad interna y lo único que consiguen es ruido interno.

Roseanna continuó hablando así hasta que ter minaron el helado, y entonces ella se apresuró a levantarse y fueron juntos en busca de las cartas de su padre.

Mientras caminaba rápidamente a su lado por el sendero que conducía al aparcamiento, Sabbath vio un edificio moderno de vidrio y ladrillo rosa en una cresta, a cierta distancia detrás de la Mansión.

—El calabozo —le dijo Roseanna—. Ahí es donde desintoxican a los que llegan con delirium tremens. Es donde te aplican el tratamiento de electroshock. Ni siquiera quier o mirarlo. Le dije a mi médico: «Prométame que nunca me enviará al calabozo. No puede enviarme jamás ahí. No lo soportaría». Y él respondió que no podía prometerme semejante cosa.

—Sorpresa —dijo Sabbath—. Sólo han robado los tapacubos.

Abrió la portezuela del coche y, en cuanto sacó la carpeta de anillas (con las gruesas gomas elásticas de nuevo en su lugar), ella volvió a ser presa del llanto. Cada dos minutos era una persona distinta.

—Esto es el infierno —dijo Roseanna—. ¡La turbulencia incesante!

Dio media vuelta y echó a correr cuesta arriba, apretando la carpeta contra el pecho como si aquello bastara para librarla del calabozo.

¿Debería librarla él de la angustia adicional que le provocaba su presencia?

Si se marchaba ahora, estaría en casa antes de las diez. Demasiado tarde para reunirse con Drenka, pero ¿y Kathy? Podía llevarla a casa, marcar S-A-B-B-A-T-H y escuchar la cinta mientras practicaban el sexo oral.

Eran las siete menos veinte. La reunión de Roseanna empezaba en el «salón social» de la Mansión a las siete y duraría hasta las ocho. Sabbath cruzó la hondonada cubierta de césped del jardín, todavía fingiendo (¿Pero quién sabía hasta cuándo?) que era un invitado. Cuando llegó a Roderick, Roseanna había llamado a la enfermera de servicio desde la Mansión para pedirle que le dijera que esperase en la habitación hasta que ella regresara de Alcohólicos Anónimos. Pero ése había sido precisamente el plan de Sabbath, tanto si ella le invitaba a su habitación como si no, desde que vio sobre el escritorio de Roseanna el cuaderno escolar en el que ella preparaba su revelación para la noche siguiente.

Tal vez Roseanna no recordaba dónde lo había dejado. Tal vez al ver de nuevo a Sabbath (y allí, sin la ayuda de la bebida cuyas propiedades beneficiosas como estimulante conyugal se celebran incluso en la Sagrada Escritura 4 ), no había podido pensar correctamente y había dejado a la enfermera un mensaje insensato. O tal vez había querido realmente que estuviera a solas en su habitación y leyera todo lo que había escrito allí impulsada por su angustia. Pero ¿qué quería que él viera? Él había querido proporcionarle esto, mientras ella le proporcionaba aquello y, naturalmente, no había tenido la menor intención de participar en semejante acuerdo porque, en realidad, él había querido que ella le proporcionara esto mientras él le proporcionaba aquello… ¿Pero por qué, entonces, seguían casados? A decir verdad, no lo sabía. Aguantar sentado durante treinta años es, desde luego, inexplicable hasta que uno recuerda que la gente lo hace continuamente. No eran la única pareja en el mundo a la que la desconfianza y la aversión mutua otorgaban la base indestructible de una unión duradera. No obstante, cuando Rosie llegó al límite de lo soportable, le parecía que ellos eran los únicos con unos anhelos tan profundamente contradictorios, tenían que serlo: la única pareja a cada uno de cuyos miembros le hastiaba tanto el comportamiento del otro, la única pareja en la que cada uno privaba al otro de todo lo que más quería, la única pareja cuyas batallas por las diferencias nunca quedarían a sus espaldas, la única pareja cuya razón para vivir juntos se había evaporado sin dejar rastro, la única pareja que no podía separarse 4 «Dad bebidas fuertes al que va a perecer y vino al de alma amargada; que beba y olvide su miseria, y no se acuerde de su desgracia». (Proverbios 31. 6-7) a pesar de que cada uno tenía diez mil agravios contra el otro, la única pareja que no podía creer cómo empeoraba su vida en común de un año a otro, los únicos entre quienes el silencio durante la cena estaba cargado de un odio tan profundo…

Había imaginado que su diario sería más que nada una perorata sobre él.

Pero lo cierto era que no le mencionaba ni una sola vez. Todas las notas se referían al otro hombre, el profesor de cuello almidonado cuya foto ella se obligaba a mirar por la mañana cuando se despertaba y por la noche cuando se iba a dormir. Había algo en la existencia de Roseanna peor que Kathy Goolsbee… el mismo Sabbath no venía al caso. Los últimos treinta años no venían al caso, tanta agitación inútil, tanto encono de la herida con la que, como ella expresaba en aquellas páginas, su alma había sido permanentemente desfigurada. Él tenía su historia, aquélla era la de Roseanna, la historia oficial desde el comienzo, cuándo y dónde empezó la traición que es la vida. Allí estaba el temible calabozo del que no había liberación, y el nombre de Sabbath no aparecía mencionado ni una sola vez. Qué molestia eran el uno para el otro, a pesar de que en realidad cada uno era inexistente para el otro, espectros irreales comparados con quienquiera que saboteara al principio la verdad sagrada.

Tuvimos distintas ayudantes domésticas que vivían con nosotros y ayudaban a preparar la cena. Mi padre también cocinaba. Lo recuerdo con cierta vaguedad. La doméstica también se sentaba a comer con nosotros. No recuerdo muy bien las cenas.

Al volver de la escuela no estaba allí. Yo tenía una llave. Iba a la tienda y compraba algo de comida. Sopa de guisantes, torta y galletas que me gustaban. Mi hermana estaría en casa. Por la tarde tomaríamos un tentempié y nos iríamos a jugar con nuestros amigos.

Recuerdo sus fuertes ronquidos. Eran el resultado de lo mucho que bebía. Por lo mañana le encontraba totalmente vestido, durmiendo en el suelo. Estaba tan borracho que no había podido llegar a la cama.

No bebía en los días laborables, sino sólo los fines de semana. Durante una temporada tuvimos un velero, y en verano salíamos a navegar. Era un hombre dominante. Quería salirse con la suya. Y no era un marinero excelente. Cuando se emborrachaba un poco más, perdía el dominio de sí mismo y se volvía los bolsillos del revés para mostrarnos que no tenía dinero.

Entonces actuaba con torpeza, y si estaba una amiga presente yo sentía una incomodidad terrible. Cuando hacía esas cosas, me repugnaba mucho físicamente.

Necesitaba ropa y fuimos a la tienda. Me azoraba mucho que me acompañara mi padre. Él no tenía gusto y a veces me hacía comprar unas prendas que no me gustaban y me obligaba a llevarlas. Recuerdo una chaqueta de lana que detestaba con verdadera pasión. Me sentía como un marimacho porque ninguna mujer cuidaba de mí y me aconsejaba. Eso era muy duro.

Varias de aquellas ayudantes domésticas quisieron casarse con él.

Recuerdo a una de ellas que era una mujer instruida, cocinaba muy bien y estaba muy deseosa de casarse con el profesor. Pero estas relaciones siempre terminaban en una catástrofe. Mi hermana Ella y yo escuchábamos a través de las puertas para seguir el desarrollo de la situación romántica. Sabíamos exactamente cuándo estaban follando. No creo que él fuese un buen amante, borracho como estaba. Pero siempre escuchábamos desde detrás de la puerta y estábamos al corriente de todo lo que sucedía. Entonces se imponía la realidad, él les daba órdenes e incluso les decía cómo debían fregar los platos.

Era profesor de geología, por lo que sabía cómo lavar los platos mejor que ellas.

Había discusiones y gritos, y no creo que les pegara, pero el final siempre era desagradable. Cuando se marchaban, la crisis era inevitable. Y yo siempre esperaba que se produjera esa crisis. A los doce y trece años me interesaba más salir y conocer chicos, y tenía un grupo de amigas. Mi padre se tomó muy a pecho todo esto. Se sentaba a solas y bebía ginebra hasta que se dormía.

No puedo pensar en él, aquel hombre aislado que era incapaz de arreglárselas por sí solo, sin llorar, como lo estoy haciendo ahora.

Mi madre se marchó en 1945, cuando yo tenía ocho años. No recuerdo cuándo se marchó, sólo que me quedé abandonada. Y entonces recuerdo cuándo volvió por primera vez, en 1947, por Navidad. Trajo a casa unos animales de juguete que hacían ruidos. Me sentí desesperada. Quería estar de nuevo con mi madre. Mi hermana Ella y yo escuchábamos de nuevo, ahora, las conversaciones de nuestros padres, al otro lado de las puertas. Tal vez también jodían, no lo sé, pero intentábamos escuchar lo que ocurría al otro lado de las puertas. Se oían fuertes susurros y, a veces, discusiones muy ruidosas. Mi madre estuvo dos semanas con nosotros y fue mujer a la que amara en vez de una chiquilla. Cuando me cogía del brazo para dar un paseo, tenía la sensación de que nunca podría librarme de su dominio.

Estaba tan frenética y atareada haciendo otras cosas que, durante algún tiempo, pude olvidarme de él. El primer verano después de su muerte viajé a Francia y, a los catorce años, tuve una aventura amorosa. Me alojé en casa de una amiga de mi madre y allí había varios muchachos… así que lo olvidé realmente. Pero estuve aturdida durante años. Siempre he estado aturdida. No sé por qué me obsesiona ahora que soy una mujer de cincuenta y tantos años, pero así es.

El verano pasado me preparé para leer sus cartas: cogí unas flores, logré un ambiente agradable y, cuando empecé a leerlas, tuve que detenerme.

Bebí para sobrevivir.

En la página siguiente, cada línea escrita de su puño y letra había sido tachada tan fuertemente que apenas quedaba algo legible. Sabbath buscó palabras que ampliaran aquella confidencia: «Cuando estaba bebido, en plena noche, entraba en mi habitación y se tendía en la cama a mi lado», pero lo único que pudo distinguir, a pesar de su escrutinio minucioso, fueron las palabras «vino blanco», «los anillos de mi madre», «un día torturante»… y no formaban parte de ninguna secuencia discernible. Lo que había escrito allí no era para los oídos de los pacientes en aquella reunión ni para los ojos de nadie, incluida ella misma. Pero entonces Sabbath volvió la página y encontró alguna clase de ejercicio escrito de una manera muy legible, tal vez una tarea asignada por su médico.

Representación del abandono de mi padre cuando tenía trece años, hace treinta y nueve, en febrero. Primer o como lo recuerdo y luego como me gustaría que hubiera sucedido.

Como lo recuerdo: Mi padre me había recogido en el hospital donde ingresé unos días antes para someterme a una amigdalectomía. A pesar del temor que me inspiraba, me di cuenta de que estaba muy contento de tenerme en casa, pero me sentía como a menudo con él… no puedo determinarlo con precisión, pero su respiración y sus labios me incomodaban terriblemente. No conservo ningún recuerdo del acto en sí, sino sólo de las vibraciones que me producían su respiración y sus labios.

Nunca se lo dije a Ella. No se lo he dicho hasta la fecha, ni tampoco a nadie.

Papá me dijo que él e Irene no se llevaban muy bien, que ella seguía quejándose de mí, que yo era una palurda y no estudiaba ni escuchaba lo que me decía. Sería mejor que me acercara a ella lo menos posible… Papá y yo estábamos sentados en la sala de estar después de comer. Irene lavaba los platos en la cocina. Me sentía débil y cansada, pero estaba decidida.

Tenía que decirle que me marchaba, que ya estaba todo planeado. Mi madre había accedido a recibir me en su casa siempre que (insistió en ello repetidas veces) fuese por mi propia voluntad y no porque ella me obligara.

Mi padre tenía la custodia legal sobre nosotros, algo bastante insólito en aquella época. Mi madre había renunciado a todo derecho, porque creía que los niños no deberíamos separarnos y ella disponía de pocos recursos para criamos. Además, probablemente papá nos mataría a todos si le abandonábamos. Es cierto que, tras haber leído en el periódico acerca de tragedias familiares en las que un marido mataba a todo el mundo, él mismo incluido, había comentado que hacer semejante cosa era lo correcto.

Recuerdo a mi padre en pie delante de mí. Aparentaba muchos más de sus cincuenta y seis años, con el espeso cabello blanco y la fatiga reflejada en su rostro, ligeramente encorvado pero todavía alto. Estaba vertiendo café en una taza. Le dije con energía que me marchaba. Él casi dejó caer la taza y palideció. Fue como si se hubiera apagado. Se sentó sin decir palabra. No me asustó enfadándose, como yo había temido. Aunque a menudo le desafiaba, siempre le tenía un miedo atroz, pero esta vez no. Sabía que debía irme de allí, que si no lo hacía podía dar me por muerta. Lo único que él pudo decirme fue: «Lo comprendo, pero que Irene no lo sepa ahora. Sólo le diremos que te vas con tu madre para recuperarte». Menos de seis meses después se colgó. ¿Cómo no iba a creerme responsable?

Como me gustaría que hubiera sucedido: Sintiéndome bastante débil pero feliz porque la intervención quirúrgica había terminado, estaba contenta de volver a casa. Mi padre me había recogido en el hospital. Era un soleado día de enero. Papá y yo nos sentamos en la sala de estar después de comer.

Tenía la garganta muy sensible y sólo podía tomar líquidos. Estaba sin apetito y además me preocupaba la posibilidad de una hemorragia. En el hospital me había asustado al ver que ingresaban de nuevo a otros pacientes debido a hemorragias lentas. Me dijeron que podías morir desangrada si no te la descubrían a tiempo. Papá se sentó a mi lado en el sofá. Me dijo que quería hablar conmigo, que mi madre había llamado y le había dicho que, como ahora ya era una chica crecida, podía irme a vivir con ella. Papá me dijo que comprendía lo mal que lo estaba pasando. Aquel había sido un año difícil para todo el mundo. Su relación con Irene había sido muy desgraciada, y él sabía que eso me había afectado. Su matrimonio no estaba saliendo tal como él había esperado, pero yo, que era su hija y todavía una niña (ya una adolescente pero todavía una niña) no era en absoluto responsable del cariz que habían tomado las cosas en nuestro hogar. Me dijo que era lamentable que me hubiera visto en el medio, recibiendo las quejas de Irene sobre él y las de él sobre Irene. Se sentía culpable por ello y, en consecuencia, aunque mi partida era muy dolorosa para él porque me quería tanto, tenía la sensación de que, si yo deseaba marcharme, probablemente era una buena idea. Por supuesto, él correría con los gastos de mi manutención si me trasladaba a casa de mi madre. Deseaba de veras lo que fuese mejor para mí. Siguió diciéndome que no se encontraba bien desde hacía largo tiempo y que con frecuencia padecía insomnio. Me sentí enormemente aliviada porque comprendía mis problemas. Ahora tendría por fin una madre que me orientara. Y además podía volver cuando lo deseara, pues mi habitación siempre estaría allí.

Querido padre:

Hoy, mientras esperaba que llegaran tus cartas al hospital, he decidido escribirte una carta. El dolor que sentía entonces, el dolor que siento ahora… ¿son el mismo? Espero que no y, sin embargo, me parecen idénticos. Pero hoy estoy cansada de ocultarme a mi dolor. Mi vieja habilidad ocultadora (estar borracha) ya no volverá a surtir efecto. No soy suicida como tú lo eras. Sólo quería morir para que el pasado me dejara en paz y desapareciera. ¡Déjame en paz, pasado, déjame dormir!

De modo que aquí estoy. Tienes una hija en un hospital mental, por tu culpa. En el exterior hace un día hermoso. El cielo es azul diáfano, las hojas están cambiando. Pero dentro sigo aterrada. No diré que he desperdiciado mi vida, pero ¿sabes que me robaste? Mi terapeuta y yo hemos hablado de ello, y ahora sé que me robaste la capacidad de tener una relación normal con un hombre normal.

Ella solía decir que lo mejor que hiciste fue suicidarte. ¡Así de sencillo es para ella, para mi hermana que no sufrió ningún abuso en su infancia, con todos sus hijos encantadores! Qué extraña es la familia de la que procedo. El verano pasado, cuando estaba en casa de Ella, visité tu tumba. Nunca había vuelto desde tu funeral. Recogí unas flores y las deposité sobre tu lápida.

Allí yacías, al lado del abuelo y la abuela Cavanaugh. Lloré por ti y por tu vida que había terminado de un modo tan horrible. Tu figura nebulosa, tan abstracta y, sin embargo, tan esencial para mí. ¡Ojalá Dios me guíe cuando deba emprender mi tarea mañana por la noche!

Tu hija que está en un hospital mental,

Roseanna

A las ocho y diez, Sabbath lo había leído todo tres veces y ella no había regresado a la habitación. Contempló la foto del padre, buscando en vano una señal visible del daño que había causado y el que había sufrido. En los labios que ella odiaba no pudo ver nada extraordinario. Entonces leyó tanto como pudo soportar la Guía etapa por etapa para familiares de personas con dependencia química, un libro encuadernado en rústica que estaba sobre la mesilla de noche, al lado de la almohada, y con el que sin duda pretendía lavarle el cerebro cuando regresar a casa para desplazar a Drenka de su cama. Así conoció a Compartir e Identificar, que pronto serían útiles ayudantes domésticos, lo mismo que Feliz o Soñoliento o Gruñón o Doctor.

«El dolor emocional», leyó, «puede ser ancho y profundo… duele verse implicado en discusiones… ¿Y qué decir del futuro? ¿Seguirán empeorando las cosas?».

Dejó sobre el escritorio la llave del archivo que había encontrado en la bota de montar. Pero antes de bajar al puesto de enfermeras para preguntar dónde podía estar Roseanna, abrió de nuevo su cuaderno de apuntes y dedicó otros quince minutos a efectuar una contribución propia directamente debajo de la carta que ella había escrito a su padre aquel mismo día. No se tomó la molestia de disimular su caligrafía.

Mi querida Roseanna:

Pues claro que estás en un hospital mental. Te advertí una y otra vez que no te separases de mí y de la bonita y pequeña Helen Kylie. Sí, estás mentalmente enferma, la bebida te ha vencido por completo y no puedes recuperarte sin ayuda, pero tu carta de hoy ha sido una auténtica sor presa para mí. Si quieres emprender acciones legales, hazlo, a pesar de que estoy muer to. Nunca esperé que la muerte me aportara la paz. Ahora, gracias a ti, mi amada pequeña, estar muerto es tan atroz como lo fue estar vivo. Emprende acciones legales. Tú, que abandonaste a tu padre, no tienes precisamente una posición adecuada. Durante cinco años me desviví por ti.

Debido a los gastos de tu educación, ropa, etc., nunca pude sentirme seguro con mi salario de profesor. Por mi parte, durante todos esos años no compré nada, ni siquiera ropa. Incluso tuve que vender el barco. Nadie puede decir que no lo sacrifiqué todo para cuidar amorosamente de ti, aun cuando se pueda discutir sobre los distintos métodos de crianza.

No tengo tiempo para escribirte más. Satán me está llamando a mi sesión. Mi querida Roseanna, pequeña, ¿no podéis tú y tu marido ser felices al final? De lo contrario, la culpa la tendrá totalmente tu madre. Satán está de acuerdo. Él y yo hemos hablado durante las sesiones de terapia sobre el marido que elegiste y sé con toda seguridad que no tengo que sentirme culpable de ello. Si no te casaste con un hombre normal se debe por completo a que tu madre te envió a una escuela mixta durante los peligrosos años de la pubertad. Todo el dolor de tu vida es por entero responsabilidad de ella. Mi angustia, cuyas raíces se remontan al pasado, cuando vivía, no desaparecerá ni siquiera aquí, debido a lo que tu madre te hizo y lo que tú me hiciste. En nuestro grupo hay otro padre que tenía una hija ingrata.

Compartí su angustia y nos identificamos. Fue muy útil. Aprendí que no puedo cambiar a mi hija ingrata.

¿Cuánto más lejos quieres empujarme, mi pequeña? ¿Es que no me empujaste lo bastante lejos? Me juzgas totalmente por tu dolor, me juzgas totalmente por tus sagrados sentimientos. ¿Per o por qué no me juzgas, par a cambiar, por mi dolor y mis sagrados sentimientos? ¡Cómo te aferras al resentimiento! Como si en un mundo lleno de hostilidad sólo tú estuvieras resentida. Un resentimiento perenne. Es despreciable que sigas atacando a tu padre muerto. Estaré aquí eternamente en terapia por tu culpa. A menos, querida Roseanna, pequeña, a menos que sientas la necesidad de escribir unos cuantos millares de páginas para dolerte por papá, par a decirle lo contrita que estás por todo lo que hiciste para arruinarle la vida.

Tu padre en el infierno,

Papá

—Probablemente todavía está en la Mansión —le dijo la enfermera, al tiempo que consultaba su reloj—. Se quedan ahí para fumar. ¿Por qué no va a la Mansión? Si ella viene hacia aquí, la encontrará por el camino.

Pero en la Mansión, donde, en efecto, los fumadores habían vuelto a reunirse ante la puerta principal, le dijeron que Roseanna se había ido al gimnasio con Rhonda para nadar un poco. El gimnasio era un edificio bajo y de forma irregular que se alzaba más allá del césped, al otro lado de la carretera. Le indicaron que vería la piscina a través de las ventanas. Allí nadie nadaba. Era una piscina grande y bien iluminada, y Sabbath, tras mirar a través de las ventanas empañadas, entró para ver si tal vez Roseanna estaba muerta en el fondo. Pero la joven empleada, sentada ante una mesa al lado de un montón de toallas, le dijo que no, que Roseanna no había estado allí aquella noche. Por la tarde había nadado cien largos de piscina. Sabbath volvió a subir la cuesta a oscuras, hacia la Mansión, para mirar en la sala donde había tenido lugar la reunión. Le guió hasta allí el vidriero, quien había estado leyendo una revista en el salón mientras alguien (la novia wellesleyana del hombre de Marlboro) tocaba desmañadamente al piano Noche y día con una sola mano. A la sala de reunión se accedía por un ancho corredor con un teléfono de pago en cada extremo. En uno de ellos hablaba una joven hispana de unos veinte años, menuda y delgada, de quien Roseanna había informado a su marido durante la cena que era drogadicta y camello de cocaína. Vestía una sudadera de nylon de vivos colores, y tenía unos audífonos encasquetados mientras discutía ruidosamente por teléfono en lo que Sabbath supuso que era español de Puerto Rico o la República Dominicana. Por lo que entendió, la muchacha estaba mandando a su madre a la mierda.

En la sala, una estancia grande con un televisor en el extremo, había canapés y numerosas tumbonas diseminadas, pero estaba vacía, con excepción de dos ancianas que jugaban a las cartas ante una mesa, al lado de una lámpara de pie. Una de ellas era una paciente de pelo gris, regordeta pero con un aire favorecedor de hastío añejo, a la que cierta vez varios pacientes habían aplaudido en broma cuando apareció, con veinte minutos de retraso, en la puerta del comedor. «Mi público», dijo ella ampulosamente con su acento de clase alta de Nueva Inglaterra, e hizo una reverencia. «Ésta es la representación de tarde», anunció mientras entraba pavoneándose en la sala.

«Si tenéis suerte, podréis asistir a la representación matinal». La mujer que jugaba a las cartas con ella era su hermana, que había ido a visitarla y que también debía de tener cerca de ochenta años.

—¿Han visto a Roseanna? —les preguntó Sabbath.

—Roseanna ha ido a ver al médico —respondió la paciente.

—Pero si son las ocho y media de la noche.

—El sufrimiento es el distintivo de los asuntos humanos —le informó la anciana— y ni siquiera disminuye por la noche. Todo lo contrario. Pero usted debe de ser ese marido que es tan importante para ella.

—Sí, sí.

La mujer le midió sagazmente de arriba abajo (cintura, altura, barba, calvicie, indumentaria) y, con una amable sonrisa, le dijo:

—No hay duda de que es usted un gran hombre.

Sabbath subió al primer piso de la Mansión y avanzó a lo largo de una hilera de habitaciones de pacientes hasta el extremo del pasillo y un puesto de enfermeras que duplicaba en tamaño al de Roderick y era mucho menos luminoso y alegre, aunque afortunadamente carecía de los pósters de «Peanuts». Dos enfermeras revisaban unos papeles, y encima de un archivador bajo, balanceando las piernas y bebiendo el que, a juzgar por la bolsa de plástico a su lado y la papelera a sus pies, debía de ser el sexto o séptimo refresco del día, estaba sentado un joven musculoso con perilla negra y tejanos, camisa polo y zapatillas deportivas del mismo color negro, el cual tenía un vago parecido con el Sabbath de treinta años atrás. Comentaba algo a una de las enfermeras en un tono apasionado. De vez en cuando ella alzaba la vista para demostrar que le estaba escuchando, tras lo cual volvía a su papeleo. La mujer, que no tendría más de treinta años y era maciza, abundante en carnes, con el cabello muy corto, guiñó amigablemente un ojo a Sabbath cuando éste apareció en la puerta. Era una de las dos enfermeras que habían examinado las maletas de Rosie cuando llegaron por la tarde.

—¡Idiotas ideológicas! —exclamó el joven de negro—. El tercer gran fracaso ideológico del siglo veinte. La misma bazofia. Fascismo, comunismo y feminismo. Movimientos ideados para enfrentar a un grupo de gente con otro. Los buenos arios contra los malos de otras razas que los oprimen. Los pobres buenos contra los ricos malos que los oprimen. Las mujeres buenas contra los hombres malos que las oprimen. Quien tiene ideología es puro y bueno y los demás son malos. ¿Pero sabéis quién es el malo? ¡Quien se cree puro es malo! Soy puro, vosotros sois malos. ¿Cómo puedes tragarte esa bazofia, Karen?

—No me la trago, Donald —replicó la joven enfermera—. Sabes que eso no es cierto.

—Ella sí. ¡Mi exmujer lo cree!

—Yo no soy tu exmujer.

—¡No existe ninguna pureza humana! ¡No existe! ¡No puede existir! —Y dio una patada al archivador para recalcar sus palabras—. ¡No debe y no debería existir! ¡Porque es una mentira! Su ideología es como todas las ideologías. ¡Se basa en una mentira! Tiranía ideológica. Es la enfermedad del siglo. La ideología institucionaliza la patología. Dentro de veinte años habrá una nueva ideología. Los seres humanos contra los perros. Los perros son culpables de que la gente viva como vive. ¿Y qué habrá después de los perros? ¿A quién culparemos de corromper nuestra pureza?

—Comprendo lo que quieres decir —musitó Karen, mientras seguía ocupada en su trabajo.

—Perdonen —dijo Sabbath, asomando la cabeza a la puerta—. No pretendo interrumpir a un hombre cuyas aversiones comparto plenamente, pero busco a Roseanna Sabbath y me han dicho que ha ido a ver a su médico. ¿Hasta qué punto puedo dar crédito a esa afirmación?

—Roseanna está en Roderick —dijo el Donald de negro.

—Pero no se encuentra ahí en estos momentos, no doy con ella. He venido hasta aquí para verla y la he perdido. Soy su marido.

—¿Ah, sí? Hemos oído muchas cosas encantadoras acerca de usted en el grupo —replicó Donald, golpeando de nuevo con ambos pies el archivador, mientras estiraba un brazo para sacar una Pepsi de la bolsa de plástico—. El gran dios Pan.

—El gran dios Pan ha muerto —le informó Sabbath, impasible—. Pero veo que es usted un joven que no teme a la verdad —añadió en tono estentóreo—. ¿Qué hace en semejante lugar?

—Intenta marcharse —respondió Karen, y puso los ojos en blanco como una niña exasperada—. Donald lleva intentándolo desde las nueve de esta mañana. Le han dado de alta, pero no puede volver a su hogar.

—No tengo hogar —le dijo a Sabbath, quien por entonces había entrado en la habitación y ocupado la silla libre al lado de la papelera—. La zorra lo destruyó hace dos años. Una noche regreso de un viaje de negocios.

El coche de mi mujer no está aparcado delante de la casa. Entro y me encuentro con la casa vacía. Todos los muebles han desaparecido… Lo único que dejó fue el álbum con las fotos de la boda. Me senté en el suelo, miré las fotos y me eché a llorar. Cada día, al volver del trabajo, miraba las fotos y lloraba.

—Y, como un buen chico, te bebías la cena —comentó Kathy.

—Sólo bebía para mitigar la depresión —le dijo a Sabbath—, pero la he superado. Estoy en el hospital porque ella se casa hoy… se ha casado ya.

Y con otra mujer. Un rabino, nada menos, las ha casado. ¡Y mi esposa no es judía!

—Tu ex —puntualizó Karen.

—¿Pero la otra mujer es judía? —le preguntó Sabbath.

—Sí. El rabino estaba allí para complacer a la familia de la otra mujer. ¿Qué le parece eso?

—Bueno, los rabinos ocupan una posición elevada en la mentalidad judía.

—No me joda. Soy judío. ¿Qué coño hace un rabino casando a dos lesbianas? ¿Cree que lo haría un rabino en Israel? ¡No, eso sólo pasa en Ithaca, Nueva York!

—Abrazar a la humanidad en toda su gloriosa diversidad… —replicó Sabbath, acariciándose la barba con un ademán profesoral—. ¿Es ésa una vieja peculiaridad de los rabinos de Ithaca?

—¡No, joder! ¡Son rabinos! ¡Son gilipollas!

—Vigila ese lenguaje, Donald —le dijo la otra enfermera, quien con toda evidencia era una mujer flexible pero firme, avezada, curtida y firme—. Es hora de examinar las constantes vitales, Donald. No tardarán en llegar los médicos y aquí vamos a estar ocupadas. ¿Qué planes tienes, si es que has hecho alguno?

—Me marcho, Stella.

—Muy bien. ¿Cuándo?

—Después de las constantes vitales. Quiero despedirme de todo el mundo.

—Te has pasado el día entero despidiéndote de todo el mundo —le recordó Stella—. Todos los de la Mansión han ido a dar un paseo contigo y te han dicho que puedes hacerlo. Y es verdad, puedes y vas a hacerlo. No te pararás en ningún bar a echar un trago. Irás directamente a casa de tu hermano en Ithaca.

—Mi mujer es lesbiana. Un rabino gilipollas la ha casado con otra mujer.

—Eso no lo sabes con seguridad.

—Mi cuñada ha estado ahí, Stella. Mi exmujer se ha puesto debajo de la chuppa[12] con esa tía, y cuando llegó el momento rompió el vaso. Mi mujer es gentil. Las dos son lesbianas. ¿A esto ha llegado el judaísmo?

¡No puedo creerlo!

Sé amable, Donald —le dijo Sabbath—. No menosprecies a los judíos que quieren ceñirse al judaísmo. Incluso los judíos están en su contra en esta era de la falsedad total. Los judíos tienen todas las de perder —añadió, dirigiéndose a Stella, que parecía filipina y, como él, era una mujer mayor y mejor informada—. O bien se burlan de ellos porque llevan largas barbas y agitan los brazos en el aire o bien los ridiculizan las personas como este Donald, porque son servidores de última hora de la revolución sexual.

—¿Y si se hubiera casado con una cebra? —inquirió Donald, indignado—. ¿La habría casado un rabino con una cebra?

¿Una cebra o un cebú?

—¿Qué es un cebú?

—Es una vaca oriental con una gran joroba. Hoy muchas mujeres abandonan a sus maridos para irse con un cebú. ¿Qué habías dicho?

—Una cebra.

No lo creo, francamente. Un rabino no tocaría a una cebra, no puede hacer eso. Son animales que no tienen la pezuña hendida. Para que un rabino oficie en la boda de una persona con un animal, éste ha de rumiar y tener las pezuñas hendidas. Un camello, por ejemplo. Un rabino puede casar a una persona con un camello. Una vaca, cualquier clase de ganado, una oveja… Un rabino no puede casar a alguien con un conejo, pues si bien el conejo rumia, no tiene pezuñas hendidas. Además se comen su propia mierda, lo cual parece a primera vista un punto a su favor, ya que mastican el alimento tres veces, pero se requiere que sea dos veces, ni más ni menos. Por esta razón un rabino no puede casar a una persona con un cerdo, no porque el cerdo sea sucio, ése no es el problema y nunca lo ha sido. El problema es que el cerdo, a pesar de tener las pezuñas hendidas, no rumia. La cebra puede que rumie o no, no lo sé, pero no tiene las pezuñas hendidas y, para los rabinos, una sola irregularidad basta para que quedes excluido. El rabino puede casar a una persona con un toro, por supuesto. El toro es como una vaca. Es el animal divino. El dios canaanita Él, del que los judíos sacaron a Elohim, es un toro.

La Liga Antidifamación intenta minimizar esto pero, les guste o no, ¡el de Elohim es un toro! La pasión religiosa básica consiste en adorar a un toro.

Qué puñeta, Donald, los judíos deberíais estar orgullosos de eso. Todas las religiones antiguas eran obscenas. ¿Sabes cómo imaginaban los egipcios el origen del universo? Cualquier chico puede leerlo en su enciclopedia. El dios se masturbaba y su esperma salía volando y creaba el universo.

A las enfermeras no parecía hacerles ninguna gracia el giro que Sabbath había dado a la conversación, por lo que el titiritero decidió abordarlas directamente.

—¿Os alarma que un dios se la casque? Bueno, chicas, los dioses son alarmantes. Es un dios quien te ordena que te cortes el prepucio. Es un dios quien te ordena sacrificar a tu primogénito. Es un dios quien te ordena abandonar a tus padres e irte al desierto. Es un dios quien te envía a la esclavitud. Es un dios quien destruye, el espíritu de un dios desciende para destruir, y no obstante es un dios quien da la vida. ¿Existe algo en toda la creación tan repugnante y fuerte como este dios que da vida? El Dios de la Torá encarna el mundo en todo su horror, así como en toda su verdad. Tenéis que reconocer los méritos de los judíos, con su franqueza realmente infrecuente y admirable. ¿Qué otro pueblo tiene un mito nacional que revele tanto la conducta atroz de su Dios como la suya propia? No tenéis más que leer la Biblia, está todo ahí, los judíos que se descarrían, se vuelven idólatras, asesinan sanguinariamente, y la esquizofrenia de esos dioses antiguos. ¿Cuál es el relato bíblico arquetípico? Una historia de traición. No es más que un engaño tras otro. ¿Y cuál es la voz más grande de la Biblia? La de Isaías. ¡El loco deseo de arrasarlo todo! ¡El loco deseo de salvarlo todo! ¡La voz más grande de la Biblia es la de alguien que ha perdido el juicio! Y ese Dios, ese Dios hebreo… ¡no puedes huir de él! Lo que causa espanto no son sus rasgos monstruosos, pues muchos dioses son monstruos, eso casi parece haber sido un requisito previo, sino que no existe refugio alguno en el que puedas librarte de él. No hay ningún poder que supere al suyo. El rasgo más monstruoso de Dios, amigos míos, es el totalitarismo. ¡Ese Dios vengativo, furioso, ese cabrón que envía castigos, es definitivo! ¿Te importa que me tome una Pepsi? —le preguntó a Donald.

—Terrible —dijo el joven y, tal vez pensando lo mismo que Sabbath, que era así como uno tenía que hablar en un manicomio, sacó una lata fría de la bolsa de plástico e incluso abrió la lengüeta antes de ofrecérsela.

Sabbath tomó un largo trago en el mismo momento en que la infantil camello de cocaína entraba para que le tomaran las constantes vitales. Escuchaba música a través de los audífonos y repetía la letra en voz desentonada, invariable y gangosa.

—¡Lámelo! ¡Lámelo, baby, lámelo, lámelo, lámelo! —al ver a Donald, le preguntó—: ¿No te ibas?

—Quería ver cómo te toman la tensión sanguínea por última vez.

—¿Ah, sí? ¿Eso te pone cachondo, Donny?

—¿Qué tensión tiene? —inquirió Sabbath—. ¿Cuánto dirías?

—¿La de Linda? Eso a Linda le tiene bastante sin cuidado. La tensión sanguínea no es lo más importante en su vida.

—¿Cómo te sientes, Linda? —le preguntó Sabbath—. ¿Estás siempre enfadada con tu mamá?[13]

La odio.

¿Por qué, Linda?

Ella me odia a mí.

—Tiene una tensión de doce y diez —dijo Sabbath.

—¿Linda? —replicó Donald—. Es una chiquilla. Doce y siete.

—¿Quieres apostar por la diferencia? —le preguntó Sabbath—. Un pavo por la diferencia, otro si aciertas la presión diastólica o la sistólica, tres si adivinas los dos.

Se sacó unos cuantos billetes de un bolsillo del pantalón, y cuando los alisó en la palma de la mano, Donald sacó varios billetes de su cartera y se dirigió a Karen, la cual estaba en pie con la manga para tomar la tensión junto a la silla en la que Linda se había sentado.

—Adelante. Apostaré con él.

—Pero ¿qué es esto? —inquirió Karen—. ¿Qué vas a apostar?

—Vamos, tómale la tensión. Dios mío —dijo Karen, y puso la manga a Linda, la cual volvía a tararear la música de la cinta.

—Calla —le ordenó Karen. Escuchó a través del estetoscopio, hizo una anotación en el registro y tomó el pulso a Linda.

—¿Cuánto era? —le preguntó Donald.

Karen guardó silencio mientras anotaba las pulsaciones en el registro.

—Coño, Karen, ¿cuánto era?

—Doce y diez.

—Mierda.

—Cuatro pavos —dijo Sabbath. Donald contó los billetes y se los dio—. El siguiente.

Era Sciarappa, el barbero, y volvía a encontrarse en Bradley.

En el umbral estaba Ray con su bata de seda. Se acercó en silencio a la silla y se arremangó.

—Catorce y nueve —dijo Sabbath.

—Dieciséis y diez —conjeturó Donald.

Ray tamborileó nervioso en el libro que tenía en la mano hasta que Karen le tocó los dedos y se los relajó. Entonces le tomó la tensión.

Linda, apoyada en el marco de la puerta, esperaba para ver quién se llevaría todo el dinero.

—Esto es fantástico —comentó—, es demencial.

—Quince y diez —dijo Karen.

—Te he ganado en la diferencia y tú en la diastólica. Estamos empatados. El siguiente.

El paciente siguiente era la joven con una cicatriz en la muñeca, la rubia alta y bonita de andares indolentes que había orientado a Sabbath para ir a Roderick House antes de la cena.

—¿Es que no te marchas nunca? —le preguntó a Donald.

—Si te vienes conmigo, Madeline. Tienes buen aspecto, cariño. Casi caminas erguida.

No te alarmes, soy la misma de siempre —replicó ella—. Escucha lo que he encontrado hoy en la biblioteca mientras leía revistas. Escucha. —Se sacó de un bolsillo de los tejanos una hoja de papel—. Lo he copiado de una revista, palabra por palabra. Revista de ética médica. Oye esto: «Se propone que la felicidad» —alzó la vista y comentó—: Subrayan la palabra. «Se propone que la felicidad se clasifique como un trastorno psiquiátrico y sea incluido en las ediciones futuras de los principales manuales de diagnóstico bajo su nuevo nombre: trastorno afectivo de primer grado, del tipo placentero. La revisión de la literatura sobre el tema muestra que la felicidad es estadísticamente anormal, consiste en una agrupación discreta de síntomas, se asocia con una gama de anormalidades cognitivas y probablemente refleja el funcionamiento anormal del sistema nervioso central. Sigue en pie una posible objeción a esta propuesta: que la felicidad no se valora negativamente. Sin embargo, esta objeción queda invalidada porque está fuera de lugar desde el punto de vista científico».

Donald parecía complacido, orgulloso, encantado, como si la razón de que siguiera allí fuese, en efecto, su deseo de huir con Madeline.

—¿Te has inventado eso?

—De haberlo inventado yo, sería algo inteligente. No, lo ha inventado un psiquiatra. Por eso no lo es.

—No digas tonterías, Madeline. Saunders no es estúpido. Fue analista —le explicó a Sabbath—. Es el director de este centro, y ahora es un psiquiatra tranquilo que intenta tomárselo todo de una manera relajada… no es demasiado analítico. Pertenece a esa gran corriente conductista cognitiva.

Procura frenarte si te entregas a una rumia obsesiva. Sólo tienes que entrenarte par a decir: «¡Basta!».

—¿Y no es eso una estupidez? —inquirió Madeline—. ¿Qué debo hacer entretanto con mi furor y mi falta de confianza? Nada es fácil, nada es agradable. ¿Cómo me tomo a esa terapeuta idiota a la que he visto esta mañana en Adiestramiento de la Afirmación? He vuelto a verla por la tarde… hemos tenido que soportar un vídeo sobre los aspectos médicos de la adicción y luego ella ha moderado el debate. Yo he levantado la mano y he dicho: «Hay algunas cosas de este vídeo que no las entiendo. Cuando hacen el experimento con los dos ratones…». Y la terapeuta idiota ha respondido: «No estamos discutiendo eso, sino sobre tus sentimientos. ¿Cómo te has sentido al ver este vídeo sobre el alcoholismo?». «Frustrada. Plantea más preguntas de las que responde». «Muy bien», ha dicho ella, a su manera airosa. «Madeline se siente frustrada. ¿Alguien más? ¿Cómo te sientes tú, Nick?». Pregunta a uno y otro, y entonces levanto de nuevo la mano y digo: «Si pudiéramos desviar un momento el tema de la discusión, pasar del nivel de los sentimientos al de la información…». «Madeline», me dice, «éste es un debate sobre los sentimientos de la gente como respuesta al vídeo. Si tienes necesidad de información, te sugiero que vayas a la biblioteca y la busques». Por eso acabé en la biblioteca. Mis sentimientos. ¿A quién le importa lo que sienta sobre mi adicción?

—Si siguieras controlando tus sentimientos evitarías la adicción —comentó Karen.

—No vale la pena —dijo Madeline.

—Te equivocas —replicó Karen.

—Sí —dijo Donald—. Eres adicta, Madeline, porque no te relacionas con la gente, y no te relacionas porque no dices a los demás lo que sientes.

—Ah, ¿por qué no puede ir todo sobre ruedas? —inquirió Madeline—. Al f in y al cabo, sólo quiero que me digan lo que debo hacer.

—Me gusta oírte decir eso —replicó Donald—. «Sólo quiero que me digan lo que debo hacer». Dicho con esa vocecita, le pone a uno cachondo.

—No hagas caso de su negatividad, Madeline —le dijo Karen, la enfermera, a la joven—. Sólo quiere hacerte rabiar. Pero Madeline no parecía capaz de pasar nada por alto.

—En ciertas situaciones me gusta que me digan lo que debo hacer, y en otras situaciones determinadas me gusta exigir.

—Ya estamos —replicó Donald—. Todo es demasiado puñeteramente complicado.

—Esta tarde he tenido terapia artística —dijo Madeline.

—¿Has hecho un dibujo, cariño?

—He hecho un collage.

—¿Alguien te lo ha interpretado?

—No ha sido necesario.

Donald se echó a reír y abrió otra Pepsi.

—¿Y qué tal van tus lloros?

—Hoy estoy muy deprimida. Me desperté llorando y me pasé así toda la mañana. Lloré en Meditación, lloré en terapia de grupo. Temí quedarme seca.

—Todo el mundo llora por la mañana, Madeline —le dijo Karen—. No es más que una etapa de tu avance.

—No sé por qué hoy tiene que ser peor que ayer —replicó Madeline—. Tengo los mismos pensamientos oscuros, pero hoy no lo son más que ayer.

¿Sabes a quién hemos leído en nuestro librito de meditación diaria? A Shirley McLaine. Y esta mañana fui a ver a la enfermera encargada de los objetos punzantes para que me diera mis pinzas. «Necesito que saques mis pinzas del armario de objetos punzantes», le dije, y ella me soltó: «Tienes que usarlas aquí, Madeline. No quiero que te las lleves a tu habitación». Así que le dije: «Si voy a matarme, no lo haré con unas pinzas».

—¿Matarte con unas pinzas? —dijo Donald—. Eso debe de ser bastante difícil. ¿Cómo se hace, Karen?

La enfermera no le hizo caso.

—Me enfadé mucho —dijo Madeline—. Le dije: «También podría romper una bombilla y tragarme los fragmentos de vidrio, ¡dame mis pinzas!». Pero ella no quiso, sólo porque estaba llorando.

Donald se dirigió a Sabbath:

—En Alcohólicos Anónimos se van turnando para presentarse al comienzo de la reunión. «Hola, me llamo Christopher y soy alcohólico».

«Hola, me llamo Mitchell y soy alcohólico». «Hola, me llamo Flora y soy adicta a la cruz».

—¿Adicta a la cruz? —preguntó Sabbath.

—Vete a saber. Alguna cosa católica. Creo que está en un grupo erróneo. En fin, llegan a Madeline y ella se levanta. «Me llamo Madeline. ¿Qué vino tinto tenéis?». ¿Cómo va tu hábito de fumar, Madeline? —preguntó a la muchacha.

—Fumo como una viciosa.

Donald chascó la lengua.

—Fumar es otra de tus defensas contra la intimidad, Madeline. Sabes que nadie quiere besar a un fumador.

—Incluso fumo más ahora que cuando ingresé. Hace un par de meses creía haberlo superado, creía de veras que lo había…

—¿Conquistado? —le interrumpió Donald—. ¿Ibas a decir esa palabra?

—Iba a decirla, pero he preferido no hablar de conquistas delante de ti.

Nada resulta fácil, ¿sabes?, nada. Y me pongo nerviosa. Aprieta el uno para esto, aprieta el dos para lo otro. ¿Qué debo hacer cuando me quedo paralizada el día entero? Todo requiere un esfuerzo tan grande… Todavía estoy lidiando con mi ansiedad controlada desde la primera vez que estuve aquí.

Me dicen una y otra vez que debería haber llamado cuando me ingresaron en la UCI de Poughkeepsie. Estaba hundida en un jodido coma, y en esas condiciones es difícil apretar el uno para esto y el dos para aquello. Aunque pudiera, en la UCI no hay teléfono.

—¿Estuviste en coma? —le preguntó Sabbath—. ¿Cómo es eso?

—Estás en coma, inconsciente —respondió Madeline con una voz que no parecía haber cambiado desde que tenía diez años—. No reaccionas. Es algo que no puede compararse con nada.

—Este caballero es el marido de Roseanna —le informó Donald.

—Ah —dijo Madeline, abriendo mucho los ojos.

—Madeline es actriz. Cuando no está en coma sale en las telenovelas. Es una chica prudente que no quiere de la vida más que morir por su propia mano.

Dejó a su familia una enternecedora nota de suicidio. Ocho palabras: «No sé qué hice para merecer este regalo». El señor Sabbath quiere apostar por tu tensión sanguínea.

—En estas circunstancias, eso es muy amable por su parte —replicó ella.

—Doce y ocho —dijo Sabbath.

—¿Y tú, por cuánto apuestas? —le preguntó Madeline a Donald.

—Apuesto bajo, cariño. Nueve y seis.

—Apenas con vida —dijo Madeline.

—Esperad un momento —intervino Stella, la enfermera filipina—. Usher es un hospital. —Miró furibunda a Sabbath—. Estas personas son pacientes… Donald, muestra un poco de firmental. Sube a tu coche y vete a casa. Y usted, ¿ha venido aquí a jugar o a ver a su esposa?

—Mi mujer se esconde, me rehúye.

—Salga de aquí. Váyase.

—No puedo encontrar a mi mujer.

—Vamos, lárguese —le ordenó—. Váyase a residir con los dioses.

Sabbath esperó en la esquina del puesto de enfermeras hasta que le tomaron la tensión a Madeline y apareció sola en el pasillo.

—¿Puedes conducirme de nuevo a Roderick House? —le preguntó.

—Lo siento, pero no puedo salir.

—Si me indicaras la dirección correcta…

Bajaron juntos la escalera hasta la planta baja, y ella fue al porche y, desde lo alto de los escalones, le señaló las luces de Roderick House.

—Hace una hermosa noche de otoño —dijo Sabbath—. Acompáame hasta allí.

—No puedo. Soy una persona de alto riesgo. Para ser un hospital psiquiátrico, una tiene aquí mucha libertad, pero no me permiten salir después de que oscurezca. Hace tan sólo una semana que he salido de la UCC.

—¿Qué es la UCC?

—La Unidad de Cuidados Críticos.

—¿El edificio de la colina?

—Eso es. Un hostal de vacaciones del que no puedes salir. —¿Eras la persona más crítica que estaba allí?

—La verdad es que no lo sé. No prestaba mucha atención. No te dejaban tomar cafeína después del desayuno, por lo que me afanaba en acaparar el té de la mañana. Qué patético era. Estaba demasiado ocupada contrabandeando la cafeína para poder hacer muchos amigos.

—Vente conmigo, buscaremos una bolsita de té Lipton para que la chupes.

—No puedo. Esta noche tengo programa. He de ir a la Prevención de Recaídas.

—¿No crees que te adelantas un poco?

—La verdad es que no. He planeado mi recaída.

—Ven conmigo.

—Debería ir a trabajar en mi recaída.

—Ven.

Ella bajó corriendo los escalones y echó a andar por el oscuro camino hacia Roderick House. Sabbath tuvo que apretar el paso.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó.

—Veintinueve.

—Sólo aparentas diez.

—Y esta noche he procurado no parecer demasiado joven. ¿No lo he conseguido? Comprueban continuamente mi documentación. Siempre me piden el carnet de identidad. Cuando tengo que esperar en el consultorio de un médico, la enfermera me da un ejemplar de Seventeen. Y, aparte de mi aspecto, me comporto como si fuera más joven de lo que soy.

—Es de esperar que eso empeore.

—No importa. Es la dura realidad.

—¿Por qué has intentado matarte?

—No lo sé. Es lo único que no me aburre, lo único en lo que merece la pena pensar. Además, a media jornada pienso que el día ya ha durado lo suficiente y hay una sola manera de que termine, o bien el alcohol o bien la cama.

—¿Y así lo consigues?

—No.

—De modo que entonces intentas el suicidio. El tabú supremo.

—Lo intento porque me enfrento a mi mortalidad antes de que sea mi hora, porque me doy cuenta de que es la cuestión crítica, ¿sabes? La chapucería del matrimonio, los hijos, la profesión y todo eso… Ya he comprendido lo inútil que es sin necesidad de pasar por ello. ¿Por qué no puedo adelantarme rápidamente?

—Me gusta el mosaico que forma tu mente.

Soy más juiciosa y madura de lo que corresponde a mis años.

—Eres más madura y más inmadura de lo que corresponde a tus años.

—Qué paradoja. En fin, sólo puedes ser joven una vez, pero puedes ser inmaduro durante toda la vida.

—La niña demasiado juiciosa que no quiere vivir. ¿Eres actriz?

—Claro que no. El humor de Donald… para él la vida de Madeline es una telenovela. Creo que preveía algo de naturaleza romántica entre nosotros. Había un elemento de seducción, que no dejaba de ser conmovedor a su manera. Me decía toda clase de cosas ardientes y halagadoras, que era inteligente y atractiva, que debería andar derecha, enderezar los hombros. «Estírate, cariño».

—¿Qué ocurre cuando te pones derecha?

La muchacha hablaba en voz baja y él ni siquiera entendió su respuesta musitada.

—Tienes que alzar la voz, querida.

—Perdona. He dicho que no ocurre nada.

—¿Por qué hablas en voz tan baja?

—¿Por qué? Es una buena pregunta.

—No te pones derecha y no hablas lo bastante alto.

—Pareces mi padre. Mi voz aguda y chillona… —¿Es eso lo que te dice?

—Toda la vida.

—Otra con padre.

—Sí, desde luego.

—¿Cuánto mides cuando andas derecha?

—Casi un metro setenta y siete, pero es difícil andar derecha cuando estás en el punto más bajo de tu vida.

—También es difícil cuando hiciste el bachillerato no sólo con un metro setenta y siete, no sólo con una mente muy activa, sino con el pecho plano por añadidura.

—Dios mío, un hombre que me comprende.

—A ti no, a las tetas. Comprendo a las tetas. Estudio tetas desde los trece años. No creo que exista ningún otro órgano o parte corporal que evidencie tanta variación de tamaño como las tetas de las mujeres.

Lo sé —replicó Madeline, la cual, sin ocultar que se estaba divirtiendo, empezó a reírse—. ¿Y por qué será? ¿Por qué permitió Dios esta enorme variación en el tamaño de los pechos? ¿No es asombroso? Hay mujeres que tienen unos pechos diez veces más grandes que los míos, o incluso más. ¿No es cierto?

—Lo es.

—Hay gente con la nariz gr ande y la mía es pequeña, pero ¿tiene alguien la nariz diez veces más grande que la mía? Cuatro o cinco, como máximo. No sé por qué Dios nos ha hecho esto a las mujeres.

—Tal vez la variación satisface una amplia gama de deseos —le propuso Sabbath, pero lo pensó un poco y añadió—: Claro que los pechos, como tú los llamas, no tienen la finalidad principal de atraer a los hombres, sino que son para alimentar a los hijos.

—Pero no creo que el tamaño tenga que ver con la producción de leche —dijo Madeline—. No, eso no resuelve el problema de la finalidad de esta enorme variación.

—Tal vez sea porque Dios no se decidió, como suele ocurrir a menudo.

—¿No sería más interesante que hubiera un número variable de pechos? —preguntó Madeline—. ¿No podría ser más interesante? Unas mujeres con dos, otras con seis…

—¿Cuántas veces has intentado suicidarte?

—Sólo dos. ¿Cuántas lo ha intentado tu mujer? —De momento sólo una.

—¿Por qué?

—Se vio obligada a acostarse con su viejo. De pequeña, la niña de su padre.

¿De veras? Todas dicen lo mismo. El relato más simple sobre ti misma, que lo explica todo. Ésa es la especialidad de la casa. Esta gente lee a diario cosas más complicadas en la prensa, y entonces les facilitan esta versión de su vida. En Valor para Curarte durante tres semanas han intentado convencerme de que denuncie a mi padre. La respuesta a todas las preguntas es o bien el Prozac o bien el incesto. No podría existir nada más aburrido.

Toda esa falsa introspección… es suficiente para que desees suicidarte. Tu mujer es una de las dos o tres a las que puedo escuchar cuando hablan. Tiene una mentalidad elegante en comparación con las otras. Quiere enfrentarse con pasión a las pérdidas que ha sufrido. No le asusta escarbar en el pasado. Per o tú, claro, no crees que en estas reflexiones sobre los orígenes haya nada compensador.

—¿No lo creo? Pues no sé qué decirte.

—Intentan hacer frente a estas atrocidades con toda el alma, pero es algo que está muy por encima de ellas y por eso dicen todas esas estupideces que no tienen nada de «reflexiones». Sin embargo, tu mujer no deja de ser un tanto heroica a su manera. La forma en que resistió una penosísima desintoxicación. Tiene una clase de intencionalidad de la que sin duda yo carezco… ese modo de recoger los fragmentos de su pasado, de bregar con las cartas de su padre…

—No te detengas. Tu elegancia mental es cada vez mayor.

—Mira, es una borracha. Las borrachas enfurecen a la gente, y para el marido ése es el punto crucial. Es bastante justo. Desdeñas el esfuerzo que está haciendo por su falta de talento. No tiene tu ingenio, no está a tu altura y por eso tampoco puede tener ese cinismo penetrante. Pero tiene tanta nobleza cómo es posible dentro de los límites de su imaginación.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé. Acabo de inventármelo. Invento a medida que hablo, como todo el mundo, ¿no?

—El heroísmo y la nobleza de Roseanna.

—Quiero decir que sufrió un gran golpe y se ganó su dolor, eso es todo. Consiguió su dolor honestamente. —¿Cómo?

—El suicidio de su padre. La manera terrible en que la asfixiaba, el esfuerzo del padre por convertirse en el gran hombre de su vida. Y entonces el suicidio. Vengarse así de ella sólo porque había salvado su propia vida…

Ése fue un golpe terrible para una niña. El peor que podría haber recibido.

—¿Entonces crees o no que se la tiraba?

—No, no lo creo, porque no es necesario. Ya tenía bastante sin eso.

Estamos hablando de una chiquilla y su padre. Las niñas pequeñas aman a sus padres. Eso es suficiente. Lo único que hace falta es el cortejo. No requiere seducción. Es posible que él se matara no porque lo hubieran consumado sino para no llegar a ello. Muchos suicidas, personas abatidas con obsesiones de culpabilidad, creen que sus familiares estarían mejor sin ellos.

—¿Y tú pensaste eso, Madeline?

—No. Pensé que podría estar mejor sin mi familia.

—Si sabes todo esto, o sabes lo suficiente para inventarlo —le dijo Sabbath—, ¿cómo es que te encuentro aquí?

—Me encuentras aquí precisamente porque sé todo esto. ¿Sabes a quién estoy leyendo en la biblioteca? A Erik Erikson. Me encuentro en la etapa de intimidad contra aislamiento, si le he entendido correctamente, y creo que no salgo adelante. Tú estás en la etapa de «generatividad» contra estancamiento, pero te aproximas con mucha rapidez a la etapa de integridad contra desesperación.

—No tengo hijos. No he generado mierda.

—Te sorprendería saber que las personas sin hijos pueden generar por medio de actos de altruismo.

—En mi caso es improbable. Repíteme eso que me espera. —Integridad contra desesperación.

—¿Y qué tal pintan las cosas para mí, a juzgar por lo que has leído?

—Eso depende de si la vida tiene un significado y unos objetivos básicos —replicó ella, y se echó a reír.

Sabbath también se rió.

—¿Qué tiene de gracioso eso de los «objetivos», Madeline?

—Haces unas preguntas difíciles.

—Sí, bueno, es asombroso lo que uno descubre cuando pregunta.

—En cualquier caso, todavía no he de preocuparme por la «generatividad». Estoy en la etapa de intimidad contra aislamiento. —¿Y cómo te va?

—Creo que es discutible cómo me va en la cuestión de la intimidad.

¿Y en la del aislamiento?

—Tengo la sensación de que el doctor Erikson pretendía de alguna manera que fuesen extremos opuestos. Si no te va bien en uno, debes puntuar bastante alto en el otro.

—¿Y lo haces?

—Bueno, creo que lo hago sobre todo en el aspecto romántico. Hasta que leí al doctor Erikson no comprendí que ése era un «objetivo de desarrollo». —Se echó a reír de nuevo—. Supongo que no lo he conseguido.

—¿Cuál es tu objetivo de desarrollo?

—Imagino que una relación estable con un hombre y todas sus puñeteras y complejas necesidades.

—¿Cuándo la tuviste por última vez?

—Hace siete años. No ha sido un fracaso abismal. La verdad es que no puedo decir objetivamente hasta qué punto debería sentir lástima de mí misma. No me doy la misma credibilidad que se dan otras personas. Todo me parece una actuación.

—Todo es una actuación.

—Es igual. Me f alta cierto pegamento, algo fundamental para todo el mundo, pero del que yo carezco. Mi vida nunca me parece real.

—Tengo que volver a verte —dijo Sabbath.

—Vaya, esto es un coqueteo. Ya me lo parecía, pero no podía creerlo.

¿Siempre te atraen las mujeres lastimadas?

—No sabía que las hubiera de otra clase.

—Es mucho peor que te consideren lastimada que chiflada, ¿no es cierto?

—Creía que tú misma te considerabas lastimada.

—No importa. Ése es el riesgo que corres al hablar. En la escuela secundaria me llamaban zote.

—¿Qué significa «zote»?

—Una especie de idiota. Llama al señor Kasterman, mi profesor de matemáticas, y él te lo dirá. Siempre llegaba de la clase de cocina cubierta de harina.

—Nunca me he acostado con una chica que hubiera intentado suicidarse. Acuéstate con tu mujer.

—Ésa sí que es una zote.

Madeline soltó una risita muy socarrona, que fue para Sabbath una sorpresa deliciosa. Era una persona encantadora y emitía un tenue sentimentalismo que no era en absoluto juvenil, por muy juvenil que fuese su aspecto. Madeline, dueña de una mente aventurera con un tesoro intuitivo que su sufrimiento no había sepultado, lucía el aspecto vivo, teñido de tristeza pero juicioso, de una despierta colegiala de primer grado que ha descubierto el alfabeto en una escuela donde se utiliza el Eclesiastés como cartilla… la vida es futilidad, una experiencia terrible, pero lo realmente importante es la lectura.

La tendencia a perder el dominio de sí misma era casi visible cuando hablaba.

El dominio de sí misma no era su centro de gravedad, como tampoco lo era nada de ella que estuviese a la vista, aparte, tal vez, de una manera de decir las cosas que atraía a Sabbath sólo porque era un poco impersonal. Lo que le había negado unos senos y un rostro de mujer, fuera lo que fuese, la había compensado de alguna manera al cargar su mente de significación erótica, o por lo menos su influencia afectaba a Sabbath, siempre atento a todos los estímulos. Una promesa sensual que permeaba la inteligencia de la joven afectaba gratamente a sus esperanzas de erección, deterioradas por el paso del tiempo.

—¿Cómo sería para ti acostarte conmigo? —le preguntó ella—. ¿Cómo acostarte con un cadáver? ¿Un fantasma? ¿Una muerta resucitada?

—No. Sería acostarme con una mujer que llevó las cosas hasta el paso definitivo.

—El romanticismo adolescente hace que parezcas un gilipollas —le dijo Madeline.

—No es la primera vez que parezco un gilipollas. ¿Y qué? ¿Por qué estás tan amargada a tu edad?

—Sí, mi amargura retrospectiva.

—¿A qué se debe?

—No lo sé.

—Claro que lo sabes.

—Te gusta escarbar ahí, ¿no es cierto, señor Sabbath? ¿Por qué estoy amargada? Esos años en los que trabajé e hice planes. Todo eso parece… no estoy segura.

—Vente a mi coche.

Ella reflexionó seriamente en la sugerencia antes de responder.

—¿Por un litro de vodka?

—Medio litro —dijo él.

—¿A cambio de favor es sexuales? Un litro.

—Tres cuartos.

—Un litro.

—Iré a buscarla.

—Sí, hazlo.

Sabbath corrió al aparcamiento, cubrió a toda velocidad los casi cinco kilómetros hasta Usher, buscó una licorería, compró no una sino dos botellas de Stolichnaya y regresó al aparcamiento, donde Madeline debía de estar esperándole. Había completado la operación en doce minutos, pero ella no estaba allí. No se encontraba entre los fumadores agrupados ante la Mansión ni en el salón del centro jugando a las cartas con las dos ancianas ni en la sala donde la maltrecha muchacha de Wellesley probaba ahora tenazmente su suerte con When the Saints Go Marching In y, cuando desandó sus pasos, no la encontró en ninguna parte a lo largo del camino que conducía a Roderick House. Allí estaba él, a solas en las sombras de una hermosa noche de otoño, con dos botellas de la mejor vodka pura rusa en una bolsa de papel marrón bajo el brazo, plantado por una mujer en la que había tenido todos los motivos para confiar, cuando apareció un guardián a sus espaldas (un negro corpulento vestido con uniforme azul de agente de seguridad y provisto de un aparato receptor-transmisor), el cual le preguntó cortésmente qué estaba haciendo allí. Como su explicación fue inadecuada, aparecieron otros dos guardianes y, aunque ninguno de ellos le atacó físicamente, tuvo que soportar los insultos del más joven y despierto, mientras Sabbath no oponía resistencia a que le escoltaran hasta su coche. Allí los tres guardianes examinaron el permiso de conducir y la tarjeta de circulación del vehículo, anotaron su nombre y el número de matrícula de otro estado, y entonces cogieron las llaves y subieron al coche, dos detrás con Sabbath y la Stolichnaya y otro delante para conducir el coche fuera de los terrenos del establecimiento. Interrogarían a la señora Sabbath antes de que se acostara y entregarían un informe al médico jefe (quien casualmente era el médico de Roseanna) a primera hora de la mañana. Si la paciente había convenido con su visitante que le trajera el alcohol, sería expulsada del centro de inmediato.

Cuando Sabbath llegó a Madamaska Falls era cerca de la una de la madrugada. A pesar de su fatiga, se dirigió al lago, siguió por Fox Run Crossing, pasó ante el hostal y llegó a la vivienda de los Balich, en una elevación desde la que se dominaba el lago, una casa nueva y tan espaciosa y lujosa como la que más en la montaña. La casa era la realización de un sueño de Matija, el de un espléndido castillo familiar que era un país en sí mismo, un sueño que se remontaba a la escuela elemental, cuando, como deberes de clase, tenía que escribir sobre sus padres y decirle al maestro sinceramente, como un buen pionero, cuál era su relación con el régimen. Matija incluso había hecho venir a un forjador desde Yugoslavia, un artesano de la costa dálmata, el cual se instaló durante seis meses en un anexo del hostal y trabajó en una forja cerca de Blackwall. Allí hizo las balaustradas de la gran terraza verde que daba al extremo occidental del lago, donde tenían lugar las espectaculares puestas de sol, las barandillas de la ancha escalera central que se curvaba hacia un techo abovedado y las puertas de hierro afiligranadas y accionadas electrónicamente desde la casa. La araña metálica de luces había llegado por mar desde Split. El hermano de Matija era contratista y la había comprado a unos gitanos que vendían toda clase de antigüedades. La cadena, realizada por el forjador de la localidad, colgaba amenazante de la bóveda azul celeste, a dos pisos de altura, sobre un vestíbulo con vidrieras emplomadas a cada lado de una puerta doble de caoba, a través de la cual podría haber rodado un coche de caballos por el suelo de mármol (tallado especialmente para la casa después de que Matija hubiera ido a inspeccionar la cantera en Vermont). El día que Matija llevó a Silvija a ver los alrededores y Sabbath se tiró a Drenka vestida con la falda acampanada de la muchacha, el titiritero pensó que no había dos habitaciones en la casa que estuvieran al mismo nivel, sino que para acceder a cada una había que subir o bajar tres, cuatro o cinco escalones anchos y muy barnizados. Y al lado de las escaleras, entre las habitaciones, había tallas en madera sobre pedestales. Un anticuario de Boston las había encontrado en Viena: eran diecisiete reyes medievales que, entre todos, debían de haber decapitado por lo menos a tantos de sus súbditos como Matija había decapitado pollos para su popular plato de pollo al pimentón con fideos. Había seis camas en la casa, todas ellas con armazón metálica. En el jacuzzi de mármol rosa podían sentarse seis personas. En la cocina de tendencia moderna, con la isla para cocinar en el centro, dotada de todos los elementos que representaban el último grito de la técnica culinaria, podían sentarse dieciséis personas. En el comedor de paredes tapizadas podían sentarse treinta comensales. Sin embargo, nadie usaba el jacuzzi ni entraba en el comedor, los Balich dormían en un solo lecho claustrofóbico y tomaban comida preparada que subían del hotel en plena noche delante de una consola de televisión instalada sobre cuatro cajas de huevos vacías en una habitación tan despojada y humilde como cualquier otra en una manzana de casas obreras construidas por Tito.

Como Matija temía que su buena suerte despertara la envidia de sus huéspedes al igual que la de su personal había levantado expresamente su casa detrás de un terreno triangular lleno de abetos de los que se decía que eran tan viejos como Nueva Inglaterra. Los árboles apuntaban al cielo de una manera espectacular, majestuosos mástiles de goleta que se habían salvado del hacha colonial, y no obstante las líneas del tejado de la lujosísima casa de Matija, adecuada a su caprichoso deseo de inmigrante, a primera vista parecían ir en todas direcciones excepto hacia arriba. Era extraño. El extranjero domesticado, abstemio, frugal, beneficiario no sólo del ahínco con que había trabajado sino también del espléndido banquetazo de los años ochenta, concibe un palacio de abundancia para sí mismo, una manifestación tan grandiosa como es capaz de imaginar de su triunfo personal sobre el camarada Tito, mientras que el amante inmoderado de su esposa, el cerdo norteamericano nativo, vive en una cajita de cuatro habitaciones construida sin sótano en los años veinte, una casa ahora bastante agradable, pero que sólo la habilidad de Roseanna con la brocha y la máquina de coser, con el martillo y los clavos, había podido salvar del húmedo y malsano horror a lo «Ruta del tabaco» que era cuando, a mediados de los años sesenta, se le ocurrió a Roseanna la brillante idea de domesticar a Sabbath. Un techo y un hogar, los bosques, los arroyos, la nieve, el deshielo, la primavera, la primavera de Nueva Inglaterra, esa sorpresa que es uno de los mayores vigorizantes conocidos de la humanidad. Ella había depositado sus esperanzas en el norte montañoso… y en un hijo. Una familia; madre, padre, esquí a campo traviesa y los niños, un montón de niños vivaces, sanos, gritones, que corretearían por doquier libres de toda amenaza, capacitados, por el mismo aire que respiraban, para no nacer mal formados como sus padres, totalmente a merced de la vida. La domesticación rural, el viejo sueño agrario de «vive libre o muere» del habitante de la ciudad, expresado en las placas de matrícula del Volvo, era el precepto purificador con el que ella esperaba poder apaciguar al espíritu de su padre, y rezaba para ello, y también con el que Sabbath podría silenciar al de Nikki. No era de extrañar que Roseanna lo orbitara desde allá afuera.

No había ninguna luz encendida en la casa de los Balich, por lo menos ninguna que Sabbath pudiera ver a través del muro de abetos.

Tocó dos veces el claxon, aguardó, lo tocó otras dos veces y permaneció sentado diez minutos, hasta que llegó el momento de tocarlo de nuevo y concederle a Drenka otros cinco minutos antes de marcharse.

Drenka tenía el sueño ligero, algo que empezó a ocurrirle tras dar a luz.

El menor ruido, el más leve grito de congoja desde la habitación del pequeño Matthew, y se levantaba para cogerle en brazos. Le contó a Sabbath que cuando su hijo era un bebé ella se tendía en el suelo y dormía al lado de su cuna par a asegurarse de que no dejaba de respirar. E incluso cuando tenía cuatro y cinco años, a veces Drenka se sentía asaltada en la cama por temores sobre su seguridad o su salud y se pasaba la noche en el suelo de la habitación del niño. Había cumplido con sus deberes de madre como lo hacía todo, como si estuviera derribando una puerta. Tanto si uno la conducía a la tentación como a la maternidad o al software obtenía la impresión de toda ella, toda aquella energía temeraria sin la menor contención. Cuando mostraba la plenitud de su vigor, aquella mujer era extraordinaria. No sentía aversión a nada que se le exigiera. Miedo sí, naturalmente, mucho miedo, pero ninguna aversión. Qué asombrosa experiencia era aquella eslava, en absoluto reservada, para quien la vida era un gran experimento, la luz erótica de Sabbath, y éste no la había encontrado a ella haciendo oscilar una llavecita pendiente de un dedo en la Rue Saint Denis entre Châtelet y la arcada de la Porte de Saint Denis, sino en Madamaska Falls, capital de la prudencia, cuya población se contenta con extasiarse dos veces al año, cuando tiene lugar el cambio de hora.

Sabbath bajó la ventanilla y oyó las respiraciones de los caballos que poseían los Balich en la dehesa, al otro lado de la carretera. Entonces vio a dos de ellos que alzaban las cabezas por encima de la valla. Abrió una botella de Stolichnaya. Bebía desde que se hiciera a la mar, pero nunca como Roseanna.

Esa moderación, junto con la circuncisión, era todo lo que podía exhibir por el hecho de ser judío y, en cualquier caso, probablemente eso era lo mejor de la condición judaica. Tomó dos tragos y allí estaba ella, en camisa de dormir y con un chal sobre los hombros. Él estiró el brazo a través de la ventanilla y los tocó: cuatrocientos dieciocho kilómetros de viaje de ida y vuelta, pero merecía la pena por tocar los pechos de Drenka.

—¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre, Mickey?

—Supongo que no tengo muchas posibilidades de que me hagas un francés.

—No, por favor, querido.

—Sube al coche.

—No, no, mañana.

Él le quitó la linterna de la mano y se iluminó el regazo.

—Oh, qué grande la tienes. ¡Amor mío! Ahora no puedo. Maté…

—Si se despierta antes de que me corra, a la mierda, huiremos, lo haremos… pondré en marcha el motor y saldremos pitando como Vronski y Ana. Basta de ocultar nos. Nos pasamos la vida ocultándonos.

—Me refiero a Matthew. Está trabajando y podría pasar por aquí.

—Creerá que somos unos jóvenes dándonos el lote. Sube, Drenka.

—No podemos. Estás loco. Matthew conoce el coche. Estás borracho.

¡Tengo que volver! ¡Te quiero!

—Es posible que Roseanna salga mañana.

—¡Pero creía que iba a estar ahí otras dos semanas! —exclamó ella.

—¿Qué voy a hacer con esto? —le preguntó Sabbath, mirándose el regazo.

—Ya lo sabes —Drenka metió la mano por la ventanilla, le apretó el miembro y se lo sacudió una sola vez—. Vete a casa —le suplicó, y echó a correr por el sendero, de regreso a la suya.

Durante los quince minutos de trayecto hasta la carretera de Brick Furnace, Sabbath sólo vio otro vehículo, el coche patrulla policial. Ésa era la razón de que Drenka estuviera levantada: escuchaba el escáner.

Regocijándose con la justificación bíblica de que el hijo de Drenka le detuviera por sodomía adúltera, Sabbath tocó el claxon e hizo parpadear las luces largas, pero la racha de mala suerte parecía haber terminado por el momento. Nadie corrió a toda velocidad en pos del principal delincuente sexual del condado para obligarle a detenerse y mostrar su permiso de conducir y la tarjeta de circulación, así como a justificar el hecho de que conducía con una botella de vodka en la misma mano que manejaba el volante y la polla en la otra, sin concentrarse en la carretera, ni siquiera en Drenka, sino en aquella cara infantil que enmascaraba una mente cuyo núcleo era todo claridad, pensaba en aquella rubia larguirucha de hombros caídos, voz delicada y una muñeca recientemente cortada, a la que sólo le faltaban tres semanas para descarrilar por completo.

—«Os ruego que no os burléis de mí. Soy un pobre, débil anciano, que tiene los ochenta años —ni una hora más ni menos— y que, par a hablar os con franqueza, temo haber perdido el juicio. Me parece…».

Entonces perdió el hilo, una parada al norte de Astor Place se quedó completamente en blanco. Sin embargo, incluso lo poco que había recordado mientras mendigaba en el metro, camino del funeral de Linc tras la representación de pornografía blanda con la Rosa de los Cowan, le dejó muy sorprendido por la capacidad mnemónica que evidenciaba. Me parece… ¿qué? No debería ser difícil recordar qué le parece, pues la mente es la máquina en movimiento perpetuo. «No siempre estás libre de todo, tu mente está en las manos de cuanto existe. Lo personal es una inmensidad, tío, una constelación de detritus que empequeñece a la Vía Láctea. Te conduce como las estrellas conducen la flecha de ánsares del ciego Cupido que sobrevuela el ansarino orificio anal de Drenka cuando, encima de la croata cancerosa, imitas libidinosamente su áspero graznido canadiense e inscribes con tinta blanca sobre la malignidad que crece en sus entrañas tu dilapidada marca cromosómica».

Retroceso, alejamiento, subida.

Nikki dice: «¿Me conocéis, señor?».

Lear responde: «Sois un espíritu, lo sé. ¿Cuándo moristeis?». Cordelia dice bla, bla, el médico dice bla, bla, yo digo: «¿Dónde estuve? ¿Dónde estoy? ¿La bella luz del día? Estoy en una gran confusión… bla, bla, bla».

Nikki: «¡Oh! ¡Miradme, señor! Extended sobre mí las manos para bendecirme… ¡No, señor, no sois vos quien debe arrodillarse!». Y Lear dice que fue un martes de diciembre de 1944, volví a casa al salir de la escuela y vi varios coches, vi la camioneta de mi padre. ¿Qué hacía allí? Supe que pasaba algo malo. Vi a mi padre en la casa, terriblemente acongojado. Mi madre histérica. Sus manos, sus dedos, gimiendo, gritando. Ya se habían reunido varias personas.

Un hombre había llamado a la puerta. «Lo siento», le había dicho al entregarle el telegrama. Desaparecido en acción. Pasaría un mes antes de que llegara el segundo telegrama, una época incierta, caótica… esperanza, la búsqueda de cualquier noticia que pudiéramos conseguir, los timbrazos del teléfono, no saber nunca a ciencia cierta, noticias que nos llegan de que le habían recogido unos amistosos guerrilleros filipinos, alguien de su escuadrilla dijo que le adelantó en el vuelo, él iba en la última salida, el fuego antiaéreo era muy intenso y el avión de Morty cayó, pero en territorio amigo… Y Lear replica: «Habéis hecho mal en arrancarme de la tumba».

Pero Sabbath recuerda el segundo telegrama. «El mes anterior fue terrible, pero no tanto como éste» la noticia de la muerte fue como perder otro hermano. Devastadora. Mi madre en cama. Creía que agonizaba, temía que también ella se muriese. Sales de olor. El médico. La casa llena de gente. Es difícil recordar con claridad quién estaba allí, lo veo todo difuminado. Estaba todo el mundo, pero la vida había cesado. La familia es taba acabada. Yo estaba acabado. Le di las sales de olor, las derramé y temí haberla matado. Fue el periodo trágico de mi vida, entre los catorce y los dieciséis años. Nada puede compararse a eso. No sólo la destrozó a ella sino también a los demás.

Mi padre cambiado por completo para el resto de su vida. Era una fuerza tranquilizadora para mí, por su físico y porque era tan responsable. Mi madre siempre había sido la más emotiva, tanto la más triste como la más feliz. Siempre silbaba. Pero la sobriedad de mi padre era impresionante. ¡Y verle desmoronarse! Me basta con examinar mis emociones de ahora… vuelvo a tener quince años al recordar todo esto. Las emociones no cambian cuando se aceleran, son las mismas, frescas y fuertes. ¿Todo pasa? No es cierto, nada pasa. ¡Aquí están las mismas emociones! Aquel hombre era mi padre, un hombre que trabajaba duramente, que salía en su camión hacia las granjas a las tres de la madrugada. Cuando regresaba a casa por la noche estaba cansado y los demás no debíamos hacer ruido porque se levantaba tan temprano. Y si alguna vez se enfadaba, cosa rara, se enfadaba en yiddish y era terrible porque yo ni siquiera podía saber con seguridad la causa de su enfado. Pero tras el suceso, nunca volvió a enfadarse. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Tras el suceso se volvió dócil, pasivo, lloraba continuamente y en todas partes, en el camión, con los clientes, con los granjeros gentiles.

¡Aquel maldito suceso desmoronó a mi padre! Después de la shiva[14] volvió al trabajo, después del año de luto oficial dejó de llorar, pero siempre estaba presente esa pena personal, íntima, que uno podía ver desde lejos. Y yo tampoco me sentía muy bien. Tenía la sensación de haber perdido una parte de mi cuerpo. No el pijo, no, no puedo decir que fuese una pierna o un brazo, sino una sensación que era fisiológica y, no obstante, respondía a una pérdida interior. Un ahuecamiento, como si me hubieran vaciado con un cincel, como los caparazones de cangrejo bayoneta que yacían a lo largo de la playa, la armadura intacta y el interior vacío. Todo desaparecido, ahuecado, escariado, trabajado con cincel. Era tan opresivo… Y mi madre en la cama.

Estaba seguro de que iba a perderla. ¿Cómo podría sobrevivir? ¿Cómo sobreviviría cualquiera de nosotros? Qué vacío había por doquier… Pero yo tenía que ser el fuerte. Incluso antes de lo ocurrido había tenido que ser el fuerte. Fue muy duro cuando se fue al extranjero y lo único que sabíamos de él era su número del Correo Militar. La inquietud. Penoso en extremo.

Estábamos continuamente preocupados. Yo ayudaba a mi padre en el reparto, tal como lo había hecho Morty. Éste hacía cosas que nadie en su sano juicio habría hecho. Trepaba al tejado para arreglar algo. Tendido boca arriba, se metía en el sucio y oscuro espacio debajo del porche para conectar un cable. Cada semana fregaba los suelos para mi madre, y yo le sustituí en esa tarea. Hice muchas cosas, tratando de calmarla después de que lo enviaran al Pacífico. Solíamos ir al cine todas las semanas. Jamás se acercaban a una sala donde pasaran una película de guerra, pero incluso durante una película corriente, cuando de improviso afloraba algo sobre la guerra o alguien decía algo sobre alguien que estaba en ultramar, mi madre se ponía nerviosa y yo tenía que calmarla. «Es sólo una película, mamá». «No pensemos en eso, mamá». Ella se echaba a llorar. Era terrible. Y yo salía del cine con ella y dábamos una vuelta. Recibíamos cartas a través del Correo Militar. A veces él hacía dibujitos en el sobre, y yo esperaba con ilusión esos dibujos, pero sólo me alegraban a mí. Y cierta vez mi hermano voló sobre la casa. Estaba estacionado en Carolina del Norte y tenía que volar a Boston. «Voy a volar sobre la casa en un B-25», nos dijo. Todas las mujeres salieron a la calle en delantal. A media jornada mi padre regresó a casa en la camioneta. Mi amigo Ron estaba presente. Y Morty lo hizo: sobrevoló la casa e inclinó las alas de repente, aquellas alas planas de gaviota. Ron y yo le saludamos agitando los brazos. ¡Qué héroe era para mí! Su amabilidad conmigo, cinco años menor, era increíble, la gentileza personificada. Tenía un físico formidable, el de un lanzador de pesas, una estrella del atletismo en pista.

Era capaz de lanzar un balón de fútbol casi de un extremo al otro del campo.

Tenía una habilidad enorme para lanzar una pelota o las pesas, para arrojar cosas, ésa era su especialidad, arrojarlas bien lejos. Yo pensaba en eso después de su desaparición. En la escuela pensaba que lanzar cosas lejos podría ayudarle a sobrevivir en la jungla. Le derribaron el doce de diciembre y murió el quince a causa de las heridas. Esto aumentó la desdicha de la situación. Le tuvieron en un hospital. El resto de la tripulación murió en el acto, pero el avión había caído en una zona de guerrilleros y éstos le recogieron y le llevaron a un hospital, donde vivió tres días. Eso fue todavía peor. La tripulación murió en el acto y mi hermano vivió tres días más. Yo estaba sumido en el estupor. Llegó Ron, quien normalmente frecuentaba tanto la casa que era como si viviese en ella. Me pidió que saliera y le dije que no podía. Me preguntó por qué no, pero yo no podía hablar. Transcurrieron varios días antes de que pudiera decírselo. Pero me resultaba imposible informar a mis compañeros de clase. Era incapaz de decirlo. Había un profesor de gimnasia, un hombre corpulento y fuerte que había querido que Morty dejara la pista de atletismo y se entrenara como gimnasta. Me preguntaba por mi hermano y yo le decía que estaba bien. No podía decirle la verdad. Otros profesores, el de taller, que siempre le ponía sobresalientes, me preguntaban: «¿Qué tal le va a tu hermano?». «Muy bien». Y finalmente se enteraron, pero yo no se lo había dicho. «Eh, ¿cómo está Morty?». Y yo perpetuaba la mentira. Seguí actuando así con quienes no lo sabían. Mi estupor duró un año por lo menos. Incluso durante cierto tiempo me asustaban las chicas con los labios pintados y buenas delanteras. De repente cada desafío era demasiado grande. Mi madre me dio este reloj. Casi me morí de pena, pero lo llevé. Me acompañó al mar, al ejército, a Roma. Aquí está, el Benrus militar. Le doy cuerda a diario. Lo único que le he cambiado es la correa. Puedes detener el segundero y sigue funcionando. Cuando estaba en el equipo de atletismo en pista solía pensar en su fantasma. Ése fue el primer fantasma. Yo era como mi padre y él, siempre fuerte de brazos. Además, Morty lanzaba las pesas, por lo que yo también tenía que hacerlo. Me imbuí de él. Solía mirar al cielo antes de lanzar la pesa, y creo que él me miraba. Le pedía que me diera fuerza. Era una competición estatal, y quedé en quinto lugar. Sabía que era irreal, pero seguía rezándole y lancé la pesa más lejos que nunca hasta entonces. No vencí, ¡pero había adquirido la fuerza de Morty! Ahora me iría bien esa fuerza. ¿Dónde ha ido a parar? El reloj está aquí, pero ¿dónde está la fuerza?

En el asiento a la derecha de donde Sabbath se había quedado en blanco en «Me parece…» se sentaba lo que le había hecho quedarse en blanco: no más de veintiuno o veintidós, esculpida totalmente en negro, suéter con cuello de cisne, falda plisada, medias, zapatos, incluso una cinta en la cabeza de terciopelo negro que le mantenía el cabello negro y brillante apartado de la frente. La joven le había estado mirando, y era esa mirada lo que le había detenido, su suavidad dócil y familiar. Estaba sentada con un brazo apoyado en la mochila de nailon negro a su lado, mirándole en silencio mientras él se esforzaba por recordar la última escena del cuarto acto. Llevan a Lear dormido al campo francés: «Sí, señora, durante su pesado sueño le hemos puesto nuevos vestidos». Y Cordelia está ahí para despertarle: «¿Cómo está mi real señor? ¿Cómo se encuentra Vuestra Majestad?». Y es entonces cuando Lear replica: «Habéis hecho mal en arrancarme de la tumba».

La muchacha que le miraba estaba hablando, pero al principio su voz era tan baja que él no podía oírla. Era más joven de lo que había pensado, probablemente una estudiante que no tendría más de diecinueve años.

—Sí, sí, habla en voz alta. —Era lo que siempre le decía a Nikki cada vez que ésta decía algo que temía decir, como ocurría la mitad de las veces que abría la boca. Le había vuelto más loco a cada año que pasaba, diciendo las cosas de manera que él no pudiera oírlas. «¿Qué has dicho?». «No importa». Le enloquecía.

—«Me parece» —dijo la chica, ahora en voz bien audible—. «Me parece que os conozco, y que conozco a este hombre…».

¡Le estaba apuntando! Una alumna de arte dramático que se dirigía a Juilliard, en el norte de la ciudad.

—Me parece que os conozco, y que conozco a este hombre —repitió él, y entonces continuó por sus propios medios—: Pero estoy confuso, pues ignoro en absoluto en qué lugar estoy, y por más que recorro mi memoria… —Al llegar aquí fingió que no sabía cómo continuar—. Y por más que recorro mi memoria… —Repitió en voz baja estas palabras y miró a la muchacha en busca de ayuda.

—«No recuerdo haber traído puestos estos vestidos» —le apuntó ella—, «y dónde…».

Se detuvo cuando él, con una sonrisa, le indicó que creía poder continuar desde ahí. Ella le devolvió la sonrisa.

—«Y dónde he pasado la última noche. Vais a reíros de mí; pero, tan cierto como que soy hombre, creo que esta dama…». Es la hija de Nikki.

¡No era imposible! Los ojos de Nikki bellamente implorantes, la voz de Nikki, perpleja, siempre insegura… no, no era simplemente una chiquilla compasiva y demasiado impresionable que aquella noche le contaría excitada a su familia que un viejo mendigo de barba blanca le había recitado unas líneas de El rey Lear en el metro de Lexington y que ella se había atrevido a recordárselas… ¡era la hija de Nikki! ¡La familia con la que iba a reunirse aquella noche era la de Nikki! Nikki estaba viva, en Nueva York.

Aquella muchacha era suya. Y si era suya, de alguna manera también le pertenecía, al margen de quién fuese el padre.

Sabbath estaba inmóvil al lado de ella, sus emociones se desataban como una avalancha que le sepultaba, haciéndole perder el asidero que le permitía conservar el dominio de sí mismo. ¿Y si todos estaban vivos y en casa de Nikki? Morty, su madre, su padre, Drenka. La abolición de la muerte, una idea emocionante, aunque él no fuese la primera persona, a bordo de un metro o fuera de él, que la tuviera, que la concibiera desesperadamente, que renunciara a la razón y concibiera esa idea como cuando era un chiquillo de quince años y Morty tenía que volver necesariamente a casa. Hacer que la vida volviera, como un reloj que descuelgas de la pared y le das cuerda hacia atrás hasta que todos tus muertos aparecen como la hora oficial.

—«Tan cierto como que soy un hombre, creo que esta dama es mi hija Cordelia» —le dijo a la muchacha.

—«Lo soy, lo soy».

Era la respuesta incauta de la sincera Cordelia, el yámbico trimétrico conmovedoramente sencillo que Nikki había pronunciado en una voz que, en su décima parte, era la de una huérfana perdida y el resto la de una mujer hastiada, titubeante, pronunciada por la muchacha cuya mirada era exactamente la de Nikki.

—¿Quién es tu madre? —le susurró Sabbath—. Dime quién es tu madre.

Estas palabras hicieron palidecer a la joven. Sus ojos, los ojos de Nikki, que no podían ocultar nada, eran como los de una niña a la que acaban de decir algo terrible. Todo el horror que él le inspiraba salió a la superficie, como, más tarde o más temprano, también le habría ocurrido a Nikki. ¡Haberse dejado conmover por aquella monstruosidad porque era capaz de citar a Shakespeare! Haberse enredado en el metro con alguien inequívocamente loco, capaz de cualquier cosa… ¿Cómo había podido ser tan idiota?

A pesar de lo sencillo que era interpretar sus pensamientos, Sabbath declamó, en un tono no menos angustiado que el de Lear:

—¡Eres la hija de Nikki Kantarakis!

La muchacha abrió frenéticamente las correas de su mochila e intentó encontrar el monedero para darle dinero a fin de que se marchase y la dejara en paz. Pero Sabbath tenía que ver una vez más el hecho que era irrefutable, el de que Nikki vivía, y volviéndole la cara con su mano incapacitada, palpando la piel viva de Nikki, le dijo:

—¿Dónde se esconde de mí tu madre?

—¡No lo haga! —gritó ella—. ¡No me toque!

Y estaba golpeando los dedos artríticos del viejo como si un enjambre e de moscas la hubieran atacado cuando alguien se acercó por detrás y agarró fuertemente a Sabbath por debajo de los brazos. Un traje de calle fue todo lo que podía ver de su poderoso captor.

—Tranquilo —le decía—. Tranquilo. No debería beber eso.

—¿Qué debería beber? ¡Tengo sesenta y cuatro años y no he estado enfermo un solo día de mi vida! ¡Excepto las amígdalas de niño! ¡Bebo lo que quiero!

—Cálmese, hombre. Déjelo ya, cálmese y vaya a un asilo.

—¡En el asilo cogeré piojos! —atronó Sabbath—. ¡No me maltrate!

—Usted la maltrata a ella… ¡es usted quien maltrata aquí, jefe!

El tren había llegado a Grand Central. Los pasajeros se apresuraron a salir. La muchacha había desaparecido. Sabbath estaba libre.

—«Os lo ruego ahora» —dijo a los que se apartaban de él mientras recorría majestuosamente el andén, agitando la taza—. «Os lo ruego ahora…».

Y entonces, incluso sin que la hija de Nikki le apuntara, recordó las palabras restantes, unas palabras que no podían haber significado nada para él en el teatro de los Actores del Sótano de la Bowery en 1961:

—«Olvidad y perdonad, os lo ruego ahora; soy viejo y estoy loco».

Eso era cierto. Le resultaba difícil creer que seguía simulando, aunque no era imposible.

No vendrás más;

Jamás, jamás, jamás, jamás, jamás.

«Destruye el reloj. Únete a la multitud».

Fue Michelle Cowan, la esposa de Norman, quien hizo que le enviaran las cincuenta tabletas de Voltaren desde una farmacia de Broadway y le extendió una receta para otras cuatro cajas. Así pues, aquella noche, durante la cena, Sabbath estaba en muy buena forma, porque sabía que no tardaría en aliviarse el dolor de las manos y, además, porque Michelle no estaba tan flaca ni mucho menos como lo parecía en las fotos Polaroid ocultas bajo su lencería junto con aquel sobre que contenía cien billetes de cien dólares. Era una mujer más bien llenita, de un estilo muy similar al de Drenka. Se reía fácilmente, presta a divertirse y dejar que él la entretuviera. Y no había evidenciado el menor malestar después de que él buscara con sigilo bajo la mesa su pie descalzo y lo tocara ligeramente con la suela de su zapatilla.

Las zapatillas eran un préstamo de Norman. Éste también había enviado a su secretario a una tienda de prendas del ejército y la marina para que comprase a Sabbath una muda. Cuando regresaron a casa tras el funeral, sobre la cama de Debby había una gran bolsa de papel con dos pantalones caqui, un par de camisas de faena, calcetines, camisetas y calzoncillos. Incluso pañuelos. Esperaba ilusionado a que se hiciera de noche para organizar sus prendas nuevas entre las de Debby.

Las fotos Polaroid ocultas de Michelle debían de tener por lo menos cinco años. Recuerdos de una antigua aventura. ¿Estaba dispuesta para otra?

Parecía madura, desde luego, aunque tal vez porque se había descuidado, había ganado peso, imaginando que todo había ter minado con los hombres. En cuanto a edad, probablemente tenía más o menos la de Drenka, pero vivía con un marido que, desde luego, no se parecía nada al Matija de Drenka. Aunque más tarde o más temprano, se dijo Sabbath, todos los maridos acaban pareciéndose al Matija de Drenka.

La noche anterior Norm le había revelado que el antidepresivo que estaba tomando no era un fármaco «amigo de la polla», de modo que allí nadie se follaba a aquella mujer, eso estaba claro. Por supuesto, Sabbath no iba a remediar la situación si ella conseguía mil dólares por cada polvo, aunque tal vez no eran los hombres quienes le daban el dinero sino Michelle quien daba dinero a los hombres. Hombres jóvenes. Cierto áspero ruido de fondo por debajo de su risa le impulsaba a creerlo. O tal vez el dinero en metálico era para el día que hiciera el equipaje y se marchase.

El plan de huida. Evoluciona de una manera tan tortuosa como los testamentos de las personas con propiedades, reescritos y revisados cada seis meses. Me quedaré con éste; no, me quedaré con aquél; este hotel, ese hotel, esta mujer, esa mujer, dos mujeres diferentes, ninguna mujer, ¡ninguna mujer nunca jamás! Abriré una cuenta secreta, empeñaré el anillo, venderé los bonos… Entonces llegan a los sesenta, sesenta y cinco, setenta, ¿y qué importa ya? Van a marcharse, desde luego, pero esta vez van a marcharse de veras.

Para algunas personas esto es lo mejor que puede decirse de la muerte: por fin fuera del matrimonio. Y sin tener que acabar en un hotel. Son los domingos lo que mantiene juntas a esas parejas. Como si los domingos a solas pudieran ser peores.

No, aquél no era un buen matrimonio. Uno no andaría muy descaminado al conjeturar tal cosa mientras come a la mesa de cualquiera, pero aquella risa (si no el hecho de que ella le permitiera flirtear tocándole el pie por debajo de la mesa cuando sólo llevaban diez minutos comiendo) le decía a Sabbath que algo había salido mal. Su risa reconocía que ya no dominaba las fuerzas en juego, su risa era una admisión de su cautividad: cautiva de Norman, la menopausia, el trabajo, el envejecimiento, todo lo que sólo podía deteriorarla más. Ninguno de los imprevistos que suceden probablemente volverá jamás a ser algo bueno. Aún más, la muerte está en su rincón haciendo flexiones de rodillas y un día cercano saltará contra ella a través del cuadrilátero tan implacablemente como saltó sobre Drenka… porque aunque ella esté más gruesa que nunca y pese entre sesenta y uno y sesenta y tres kilos, la muerte es Tony Galento Dos Toneladas y Dean Hombre Montaña. La risa decía que todo había cambiado para ella mientras estaba vuelta de espaldas, mientras miraba al otro lado, el lado correcto, con los brazos bien abiertos a la mezcla dinámica de exigencias y placeres que habían sido su pan cotidiano en la treintena y la cuarentena, a toda aquella actividad asidua, la vida extravagante, como en unas vacaciones perpetuas, tan infatigablemente atareada… con el resultado de que, en menos tiempo del que tardaban los Cowan en cruzar el Atlántico en el Concorde para pasar un largo fin de semana en París, ella tenía cincuenta y cinco años y le asaltaban los calores repentinos del desequilibrio endocrino menopáusico, y su hija era ahora la que exudaba las corrientes magnéticas. La risa decía que estaba harta de quedarse, harta de tramar la huida, harta de los sueños insatisfechos, harta de los sueños satisfechos, harta de adaptarse, harta de no adaptarse, harta de casi todo excepto de existir. La exultación de la existencia mientras estaba harta de todo… ¡eso era precisamente lo que transmitía aquella risa! Una gran risa hilarante semiderrotada, semidivertida, semiapesadumbrada, semiasombrada, seminegativa. Aquella mujer le gustaba a Sabbath, le gustaba muchísimo.

Probablemente era una consorte tan insoportable como él mismo lo era. Cada vez que su marido hablaba, Sabbath percibía en ella el deseo de ser un poco cruel con Norman, veía que se mofaba de lo mejor de él. Si a una no le vuelven loca los vicios de su marido, le vuelven loca sus virtudes. Él tomaba Prozac porque no podía ganar. Todo la abandonaba con excepción de su trasero, el cual, como le informaba su vestuario, se ensanchaba a cada temporada… y excepto aquel hombre principesco tan constante, caracterizado por su racionalidad y los preceptos éticos de la misma manera que otros están marcados por la locura o la enfermedad. Sabbath comprendía su estado mental, su estado vital, su estado de sufrimiento: llega la oscuridad y el sexo, el mayor de nuestros lujos, se aleja a una velocidad tremenda, todo se aleja a una velocidad tremenda y no te explicas tu necedad al haber rechazado un solo y miserable polvo. Darías tu brazo derecho por uno si fueras una mujer como aquélla. No es distinto a la Gran Depresión, no es distinto a la bancarrota de la noche a la mañana, después de muchos años de ganar dinero a espuertas. «Ninguno de los imprevistos que suceden probablemente volverá jamás a ser algo bueno», le informaban los calores repentinos, aquellos sofocos que imitaban burlonamente a los éxtasis sexuales. Estaba sumida en el mismo fuego del tiempo huidizo. Envejecía diecisiete días por cada diecisiete segundos en el horno. Él la cronometraba con el Benrus de Morty. Diecisiete segundos de menopausia rezumando en todo su rostro. Sería posible enlardarla con aquella sustancia. Y entonces cesa de brotar, como un grifo cerrado. Pero mientras la mujer está metida en ella, Sabbath se da cuenta de que le parece que no tiene fondo, que esta vez van a cocinarla como a Juana de Arco.

Nada conmueve tanto a Sabbath como estas atractivas muchachas que envejecen, con sus pasados promiscuos y sus hijas jóvenes y bonitas, sobre todo cuando aún les quedan ganas de reír como lo hacía aquélla. Esa risa te hace ver todo lo que han sido. «Soy lo que queda de la famosa jodienda en el motel… cuelga una medalla de mis pechos caídos». No es divertido arder en una pira durante la cena.

Y la muerte, le recordó él presionándole suavemente el empeine descalzo con la punta del pie, se nos echa encima, nos cubre, nos rige, la muerte. «Deberías haber visto a Linc. Deberías haberle visto completamente inmóvil, como un buen chico, un chiquillo de piel verde y pelo blanco». ¿Por qué estaba verde? No lo estaba cuando Sabbath le conocía. «Es terrible», había dicho Norman tras la rápida identificación del cadáver. Salieron a la calle y entraron en un café para tomar una Coca Cola. «Es espantoso», dijo Norman, estremecido. Sin embargo, Sabbath disfrutaba de la situación.

Había hecho aquel viaje exactamente para presenciar esa escena. «Aprendes mucho, Michelle. Estás ahí tendido como un buen chico que hace lo que le dicen».

Y como si presionar el pie de Michelle Cowan con el suyo no fuese razón suficiente para vivir, tenía sus nuevos pantalones de color caqui y sus calzoncillos nuevos. Una gran bolsa llena de ropa como a él no se le había ocurrido comprarse en varios años. Incluso pañuelos. Transcurría mucho tiempo antes de que cambiara de pañuelo. Toda la mierda andrajosa que vestía, las camisetas de manga corta amarilleantes bajo los brazos, los pantalones cortos de boxeador con cintura elástica, los restos des parejos que eran sus calcetines, las botas de gran puntera que lucía como Mammy Yokum[15] los doce meses del año… ¿Eran las botas eso que llaman una «declaración de principios»? El puñetero modo que tenían de hablar le hacía sentirse como un cicatero cascarrabias. ¿Diógenes en su tonel? ¡Hacer una declaración de principios! Había observado que las chicas universitarias del valle llevaban ahora unos zapatos bastos que no eran distintos a los suyos, una especie de botas de obrero de la construcción con lazo, y vestidos adornados con encajes propios de tía solterona. Femeninas en el atuendo, pero no convencionalmente femeninas, porque hay algo más en el calzado.

Los zapatos dicen: «Soy fuerte, no te metas conmigo», mientras que el vestido anticuado, largo, con encajes dice… de modo que en conjunto tenemos una declaración de principios, más o menos algo así: «Si tuviera usted la amabilidad de intentar follarme, señor, le hundiría a patadas la jodida bóveda de su cráneo». Incluso Debby, con su bajo amor propio, llega a estar bruñida como Cleopatra. «La alta costura ha pasado de largo ante mí, junto con todo lo demás. Espera a que salga a la calle con mi ropa caqui. ¡Déjame entrar, Manhattan!».

Experimentaba una efervescencia sublime porque él no era el buen chico tendido en la caja que hacía lo que le mandaban, y también porque Rosa no le había denunciado. No había dicho nada a nadie sobre la mañana que habían pasado juntos. La vida se mostraba misericordiosa con él, y no lo merecía en absoluto. ¡Todos nuestros delitos unos contra otros, y sin embargo conseguimos hacerlo otra vez con unos calzoncillos nuevos!

En el exterior de la funeraria, tras el servicio, Joshua, el nieto de Linc, un chiquillo de ocho años, le había preguntado a su madre, la cual cogía la mano de Norman:

—¿De quién hablaba la gente?

—Del abuelo. Se llamaba Linc. Ya sabes, Lincoln.

—Pero ése no era el abuelo —dijo el niño—. No era así.

—¿No lo era?

—No. El abuelo era como un bebé.

—Pero no siempre, Josh. Cuando enfermó se volvió como un bebé. Pero antes era tal como sus amigos decían.

—Ése no era el abuelo —replicó él, sacudiendo la cabeza con decisión—. Lo siento, mamá.

La nieta más pequeña de Linc se llamaba Laurie. Era una chiquilla minúscula y enérgica, de ojos grandes y sensuales, la cual, después del servicio, echó a correr hacia Sabbath y exclamó:

—¡Papá Noel, Papá Noel, tengo tres años! ¡Han puesto al abuelo en una caja!

La caja que nunca deja de impresionar. Sea cual fuere tu edad, la visión de esa caja nunca pierde su poder. Ése es todo el espacio que necesita una persona. Pueden almacenarnos como zapatos o transportarnos como lechugas. El inocentón que inventó el ataúd tenía talento poético y un gran ingenio.

—¿Qué quieres que te traiga por Navidad? —preguntó Sabbath a la niña, arrodillándose para satisfacer su deseo de tocarle la barba.

—¡La Chanukah[16]!

—Es tuya —le dijo, y reprimió el impulso de tocar con un dedo deforme la boquita de la pequeña vivaracha y terminar así donde había empezado.

Donde había empezado. Ése era realmente el tema. La obscena representación con la que había empezado.

Fue Norman quien lo provocó, al describirle a Michelle el número corto satírico por el que Sabbath fue detenido ante las puertas de Columbia allá en 1956, aquel número en el que el dedo corazón de la mano izquierda llamaba a una estudiante bonita para que se acercase a la mampara y entonces conversaba con ella mientras los cinco dedos de la otra mano empezaban diestramente a desabrocharle la chaqueta.

Cuéntalo, Mick. Dile a Shel cómo te detuvieron. Mick y Shel. Shel y Mick. Un dúo como ningún otro que hubiera existido. Y Norman ya parecía reconocerlo, y comprender, cuando apenas llevaban media hora a la mesa, que en la ruina de Sabbath podría haber algo que incitara a su mujer más que todo su éxito disciplinado. El fracaso del viejo Sabbath contenía una amenaza de desorden que no se diferenciaba del peligro que antaño representó para Norman la vitalidad eruptiva y desbaratadora del joven Sabbath. «Mi mala conducta siempre lo ponía en peligro. Debería saber cómo me afectó mi mal comportamiento. Es una poderosa fortaleza levantada para resistir el más remoto indicio de confusión, y, no obstante, ya cerca del final, como en el principio, sigue sintiéndose humilde ante el hediondo estropicio que siempre causo. Le asusto. Este hombre de éxito, generoso y encantador, continúa haciéndole zalemas a un gilipollas. Se diría que acabo de materializarme en una ardiente llamarada, de llegar incandescente de Pandemónium, en vez de haber conducido por la ruta 684 en un viejo Chevrolet con el tubo de escape roto».

—Cómo me detuvieron —dijo Sabbath—. Hace cuatro décadas, Norm. Casi cuarenta años. Ya ni sé lo que recuerdo de cómo me detuvieron.

Se acordaba, desde luego. Jamás había olvidado ningún detalle.

—Te acuerdas de la chica.

—La chica —repitió él.

—Helen Trumbull —dijo Norman.

—¿Así se llamaba? ¿Trumbull? ¿Y el juez? —Mulchrone.

—Sí, me acuerdo de él. Tuvo una gran actuación. Mulchrone. El policía se llamaba Abramowitz, ¿no es cierto? —El oficial Abramowitz, en efecto.

—Sí, el policía era judío, y el fiscal otro irlandés. Aquel chico con el pelo cortado al cero.

—Acababa de salir de St. John’s —dijo Norman—. Se llamaba Foster.

—Sí, Foster, un tipo muy desagradable. No le caía bien. Estaba escandalizado de veras. ¿Cómo es posible que alguien haga semejante cosa?

Sí, un tipo de St. John’s, es cierto. Pelo cortado al cero, corbata de reps, el padre policía, no cree que vaya a ganar jamás más de diez mil dólares al año y quiere encerrarme para siempre.

—Cuéntaselo a Shelly.

«¿Por qué? ¿Qué se propone, mostrarme bajo la mejor luz o la peor? ¿Hacer que ella se sienta atraída por mí o que le repela?». Tenía que ser esto último, porque antes de la cena, a solas en la sala de estar con Sabbath, había prodigado un diluvio de admiración sobre su esposa y el trabajo de ésta que revelaba el exceso de su amor… aquello que Roseanna había anhelado, por lo que se había desvivido durante toda su vida de casada. Mientras Michelle se duchaba y cambiaba para la cena, Norman había mostrado a su amigo, en un número reciente de una revista de exalumnos de la Universidad de Pensilvania, Escuela de Odontología, una fotografía de Michelle y su padre, un anciano en silla de ruedas, una entre varias fotos que ilustraban un reportaje sobre padres e hijos graduados por la Escuela de Odontología de Pensilvania. Antes de sufrir el ataque, y ya bien entrado en su séptima década, el padre de Michelle había sido dentista en Fairlawn, Nueva Jersey, y, según Norman, era un cabrón arrogante cuyo padre también fue dentista y que cuando nació Michelle anunció: «Me importa una mierda que sea niña. ¡Ésta es una familia de dentistas y ella será dentista!». Resultó que la muchacha no sólo fue a su misma escuela de odontología, sino que superó al dinámico hijo de perra al estudiar dos cursos más para convertirse en periodontista y acabar en el nivel más alto de su clase.

—No puedo decirte —dijo Norman, acariciando la copa de vino que le permitían tomar por la noche mientras estaba en tratamiento de Prozac— el esfuerzo físico que conlleva el trabajo de periodoncia. La mayor parte de los días llega a casa como lo ha hecho esta noche, rendida. Imagina lo que es coger un instrumento y tratar de limpiar el ángulo exterior de atrás de un segundo o tercer molar superior, tratar de acceder a esa cavidad, dentro de la encía. ¿Quién puede ver? ¿Quién puede llegar ahí? Es físicamente asombrosa. Lleva más de veinte años haciéndolo. Le he propuesto que piense en reducir la práctica a dos o tres días por semana. En el caso de las enfermedades periodontales ves a los pacientes año tras año, siempre… sus pacientes esperarán a pueda atenderles. Pero no, cada mañana sale de casa a las siete y media y no está de regreso hasta las siete y media de la tarde, y algunas semanas incluso va al consultorio los sábados.

«Sí, el sábado, debe de ser un gran día para Shelly…», pensaba Sabbath, mientras Norman seguía explicando:

—Si eres meticuloso como lo es Michelle, si has de hacer una limpieza alrededor de cada superficie de cada diente en lugares inalcanzables… Cierto que tiene instrumentos con curvas que le ayudan, tiene instrumentos que limpian esas raíces, llamados legras y raspadores, porque no se ocupa sólo de la porción de la corona, como un técnico en higiene. Tiene que hacer eso hasta en las superficies radicales si hay cavidades, si hay pérdida de hueso…

¡Cómo la alaba! ¡Cuánto se preocupa! Cuánto sabe… y no sabe. Antes de la cena, Sabbath se había preguntado si el encomio tenía la intención de mantenerle a raya o si hablaba así a causa del fármaco. «Puede que esté escuchando al Prozac, o quizá se trate simplemente de las complicadas excusas de su mujer por trabajar hasta muy tarde en el consultorio, de alguien que repite sin convicción, como si lo creyera, algo que otros le han dicho que debe creer acerca de ellos».

—Porque allí —siguió diciendo Norman— es donde está la acción.

No se trata sólo de hacer que brille el esmalte y los dientes sean bonitos, sino de eliminar el sarro, que puede ser muy adherente (la he visto volver a casa derrengada tras una jornada haciendo eso), se trata de arrancar el sarro de las raíces. Cierto que hay instrumentos ultrasónicos que ayudan. Usan un aparato ultrasónico que funciona con corriente eléctrica y emite energía ultrasónica que penetra en la cavidad para ayudar a extraer toda la basura.

Pero con el fin de que no se sobrecaliente hay, por supuesto, un rociador de agua, y es como vivir en la niebla, con esa rociada de agua. Vivir en medio de la bruma, como pasar veinte años en la selva tropical lluviosa…

De modo que era una amazona. ¿Se trataba de eso? La hija de un jefe tribal en otro tiempo aterrador, a quien ella había conquistado y superado, una guerrera amazona que emitía energía ultrasónica, armada contra el sarro adherente con raspadores de acero inoxidable y legras curvas… ¿a qué conclusión debía llegar Sabbath? ¿Que era excesiva para Norman? ¿Que éste se sentía tan perplejo como orgulloso de ella… y abrumado? ¿Que ahora que la hija menor estaba en la universidad y él y la heredera de la dinastía dental vivían solos, uno al lado del otro…? Sabbath no había sabido qué pensar en la sala de estar, antes de la cena, como no lo sabía sentado a la mesa, cuando Norman le instaba a que contara la historia del hombre independiente y desafiante que fue en la veintena, tan diferente a Norman cuando comenzó, el hijo atildado y cortés, educado en Columbia, del distribuidor de tocadiscos tragaperras cuya voz chillona y éxito ordinario habían avergonzado a Norman en su juventud. El hijo y la hija de dos brutos. Sólo Sabbath había tenido un padre amable y cariñoso, y el resultado estaba a la vista.

—Bien, ahí estoy yo, en el cincuenta y seis, en la esquina de la calle Ciento dieciséis y Broadway, ante las puertas de la universidad. Veintisiete años de edad. El policía me observaba desde hacía días. Normalmente hay entre veinte y veinticinco estudiantes. Algunos transeúntes, pero sobre todo estudiantes. Luego paso la gorra. Toda la representación me lleva menos de media hora. Creo que había logrado sacar un pecho en otra ocasión. Conseguir que una chica fuese tan lejos conmigo era infrecuente en aquel entonces. No lo esperaba. La idea de la representación era precisamente que no podía llegar tan lejos. Pero aquella vez sucedió. La teta está fuera, por increíble que parezca. Y el policía se acerca y me dice: «Eh, tú, no puedes hacer eso». Me lo dice desde detrás de la mampara. «No pasa nada, oficial», le digo, «forma parte del espectáculo». Seguí agachado y el dedo corazón se lo dijo, el que había estado hablando con la chica. «Estupendo, ahora tenemos un policía en el espectáculo», digo, y los chicos espectadores no están seguros de que eso no forme parte del espectáculo y empiezan a reírse. «No puedes hacer una cosa así», me dice el policía. «Aquí hay niños. Pueden ver el pecho».

«Aquí no hay ningún niño», replica el dedo. «Levántate», me ordena, «en pie. No puedes descubrir ese pecho en la calle. No puedes descubrir un pecho en medio de Manhattan a las doce y cuarto en la esquina de la calle Ciento dieciséis y Broadway. Y además, te estás aprovechando de esta joven. ¿Quieres que te haga esto? —le pregunta el policía a la chica—. ¿Vas a poner una denuncia de acoso sexual?». «No», dice ella. «Le he permitido hacerlo».

—La chica es una estudiante —dijo Michelle.

—Sí, una estudiante de Barnard.

—Valiente —comentó Michele—. «Le he permitido hacerlo». ¿Qué hace el policía?

—Dice: «¿Permitido? Estabas hipnotizada. Este individuo te ha hipnotizado. No sabías que te estaba haciendo eso». «No», replica ella en tono desafiante, «lo consentí». Se había asustado cuando llegó el policía, pero estaba allí con todos los demás estudiantes, los cuales suelen ser hostiles a la policía, así que ella siguió la corriente general. «No pasa nada, oficial», le dijo, «déjele en paz. No estaba haciendo nada malo».

—Parece Debby, ¿verdad? —le dijo Michelle a Norman. Sabbath esperó a ver cómo encajaba eso el Prozac.

—Déjale seguir —dijo Norman.

Entonces el policía le dice a la chica: «No puedo dejarle en paz. Aquí podría haber niños. ¿Qué diría la gente de la policía si permitiéramos que se abran las blusas, que los pechos se expongan en la calle y alguien retuerza públicamente un pezón? ¿Quieres que le permita hacerlo en Central Park?».

Y se dirige a mí para preguntarme: «¿Lo has hecho en Central Park?».

«Bueno», le digo, «en Central Park tengo mi espectáculo». «No, no, no puedes hacer esto. La gente se queja. El propietario de esa farmacia se queja, nos pide que hagamos circular a esta gente, no es bueno para el negocio». Le dije que no lo sabía y que, en todo caso, tenía la sensación de que la farmacia perjudicaba a mi negocio. Esto alborotó a los chicos y el policía se puso de mala leche. «Oye, esta joven no quería que le sacaras un pecho y ni siquiera se dio cuenta hasta que se lo señalaste. La has hipnotizado». «Sí que me he dado cuenta», dice la chica, y todos los demás la aplauden, francamente impresionados. «Mire, oficial», le digo, «lo que he hecho no ha sido incorrecto. Ella lo consintió. Ha sido una simple diversión». «No ha sido una diversión. Eso no es lo que yo entiendo por diversión ni tampoco lo que entiende el farmacéutico. Aquí no puedes comportarte de esa manera».

«Bueno, de acuerdo, entonces dígame qué va a hacer. No puedo pasarme todo el día hablando. Tengo que ganarme la vida». Esto también les encanta a los chicos, pero el policía se muestra benévolo, dadas las circunstancias, y lo único que dice es: «Quiero que me digas que no volverás a hacerlo».

«Pero es mi representación. Es mi arte». «Vamos, no me digas esa tontería de que es tu arte. ¿Qué tiene que ver con el arte jugar con un pezón?». «Es una nueva forma de arte», le digo. «Es una estupidez. Los vagabundos siempre me estáis hablando de vuestro arte». «No soy un vagabundo. Esto es lo que hago para ganarme la vida, oficial». «Pues bien, no vas a ganarte la vida de esta manera en Nueva York. ¿Tienes licencia?». «No». «¿Por qué no tienes licencia?». «No se puede conseguir una licencia para esto. No vendo patatas. No hay licencias para los titiriteros». «No veo ninguna marioneta».

«Llevo mi marioneta entre las piernas». «Cuidado, enano. No veo ninguna marioneta. Sólo veo dedos. Y hay una licencia para los titiriteros, una licencia para actuar en la calle». «No puedo conseguirla». «Claro que puedes conseguirla», me dice. «No puedo, y no voy a ir ahí y esperar cuatro o cinco horas para descubrir que no puedo». «Muy bien», dice el policía, «así que estás vendiendo sin licencia». «No hay licencia de venta para tocar los pechos de las mujeres en la calle», replico, «eso es ridículo». El intercambio empieza a ser beligerante y él me dice que va a detenerme.

—¿Y la muchacha? —le preguntó Michelle.

—Se porta bien, le dice que me deje en paz y el policía le pregunta si trata de obstaculizar mi detención. «¡Déjele en paz!», le grita ella.

—Ésa es Debby —dijo Michelle, riendo—. Es Deborah, exactamente.

—¿De veras? —le preguntó Sabbath.

—De la cabeza a los pies —respondió ella, orgullosa.

—El policía me coge porque empiezo a ser un verdadero incordio. «Eh, no va a encerrarme», le digo, «esto es absurdo». «Vas a ver», dice él y la muchacha insiste en que me deje en paz. «Oye», le dice el policía, «si sigues así, también te detengo». «Esto es una locura», dice la chica. «Acabo de salir de la clase de física. No he hecho nada». La situación se descontrola y el policía aparta a la chica de un empujón, así que empiezo a gritar: «Eh, no la empujes». «Vaya, aquí tenemos a Sir Galahad», dice el agente. En 1956 un policía aún podía decir una cosa así. Esto era antes de la decadencia de Occidente extendida desde las universidades a las comisarías de policía. En fin, el hombre me detiene. Permite que recoja mis cachivaches y me detiene.

—Con la chica —dijo Michelle.

—No, sólo me detiene a mí. «Quiero acusar formalmente a este individuo», le dice al oficial encargado de las denuncias. Es la comisaría de la calle Noventa y seis. Yo estaba asustado, por supuesto. «¡Esto es una exageración!», protesto, pero cuando Abramowitz dice: «Hay que denunciar a este tipo por vender sin licencia, conducta desordenada, acoso, asalto, obscenidad, resistencia a la autoridad y obstrucción de la justicia», cuando oigo eso tengo la impresión de que voy a pasarme entre rejas el resto de mi vida y me enfurezco. «¡Todo eso son tonterías! ¡Apelaré a la ULCA[17]! ¡Van a acabar contigo!», le grito al policía. Me estoy cagando en los pantalones, pero eso es lo que grito. «Sí, la ULCA», dice Abramowitz, «esos cabrones rojos. Estupendo». «¡No voy a decir nada hasta que venga un abogado de la ULCA!».

Ahora es el policía quien grita. «A la mierda con ellos y contigo. No necesitamos un abogado. Vamos a detenerte ahora, enano… Trae un abogado cuando vayas a comparecer ante el tribunal». El sargento, sentado ante su mesa, escucha todo esto y me dice: «Cuéntame lo que ha ocurrido, muchacho». No tengo ni idea de lo que se propone, pero me limito a decir una y otra vez: «¡No voy a decírselo hasta que venga un abogado!». Y ahora Abramowitz no puede ocultar que me la tiene jurada, pero el otro policía dice: «¿Qué ha ocurrido, hijo?». Pienso que no es un mal tipo y decido decírselo. «Oiga, esto es lo que ha ocurrido, y él se puso como un loco porque vio un pecho. Algo que ocurre continuamente. Los chicos lo hacen en la calle. Este hombre vive en Queens… no sabe lo que sucede. ¿No ha visto cómo caminan las chicas por aquí en verano? Todo el mundo en la calle lo sabe excepto este hombre, que vive en Queens. Un pecho al aire no es algo tan extraordinario». Y Abramowitz replica: «No es sólo el pecho al aire. No la conoces, es una persona desconocida para ti, y muestras su pezón, la desabrochas, ella no sabía realmente lo que pasaba, la estabas distrayendo con el dedo y le hiciste daño». «Yo no le hice daño, fuiste tú. Tú la empujaste».

El sargento pregunta: «¿Quieres decir que desnudaste totalmente a una mujer en Broadway?». «¡No! ¡No! Lo único que hice fue esto». Y volví a explicarlo. El tipo estaba fascinado. «¿Cómo has podido hacerlo, en la calle, a una mujer totalmente desconocida?». «Mi arte, sargento. Ése es mi arte». El sargento se echa a reír a carcajadas —dijo Sabbath, y vio que Michelle se reía también—. ¡Y Norman, tan feliz! Mirando a un palmo de distancia cómo el otro seducía a su mujer. El Prozac es un gran fármaco.

—«Harry, ¿por qué no dejas al chico en paz?» —le preguntó el sargento a Abramowitz—. «No es un mal chico. Todo lo que hizo fue practicar su arte.» —todavía se estaba riendo—. «Pintura con los dedos. Mierda de bebé. ¿Cuál es la diferencia? No está fichado. No volverá a hacerlo. Si tuviera diecisiete denuncias por abusos deshonestos…». Pero ahora Abramowitz está furioso: «¡No! Ésa es mi calle. Ahí todo el mundo me conoce. Este tipo ha mostrado una conducta agresiva conmigo». «¿Cómo?».

«Me apartó de un empujón». «¿Te tocó? ¿Tocó a un oficial de policía?». «Sí, me tocó». Así que ahora no me empapelan por haber tocado a la chica, sino por haber tocado al policía, cosa que no hice pero, naturalmente, el sargento, tras intentar calmar a Harry, cambia de postura y se pone de su parte. De parte del oficial que me ha detenido. Y me acusan de todo eso. El policía hace una declaración por escrito de lo sucedido y extiende una denuncia.

Siete acusaciones. Puede caerme un año por cada una de ellas. Me ordenan que me presente en la calle Sesenta centro… ¿no es así, Norm? ¿Sesenta centro?

—Calle Sesenta centro, en la División Veintidós, a las dos y media de la tarde. Te acuerdas de todo.

—¿Y cómo conseguiste un abogado?

—Gracias a Norman. Norman y Linc. Recibí una llamada telefónica, de Norm o Linc.

—Linc —dijo Norman—. Pobre Linc, en esa caja. También le había afectado a él, y no es más que una caja. Pero parece que nunca se convierte en un cliché.

—Linc me dijo: «Sabemos que te han detenido. Te hemos conseguido un abogado. No un maleta recién salido de la facultad de derecho, sino un profesional con experiencia. Jerry Glekel. Se ha ocupado de casos de fraude, asalto y agresión, robo y allanamiento de morada. Trabaja para el crimen organizado. Es muy rentable, pero el trabajo no es ninguna maravilla, y está dispuesto a hacerme esto como un favor». ¿No es así, Norm? Un favor a Linc, efectuado por alguien a quien conoce por las razones que sea. Glekel dice que todo esto son tonterías y que, con toda probabilidad, no habrá condena. Hablo con Glekel. Sigo insistiendo en la ULCA, así que él va a la Unión de Libertades Civiles y les dice que, en su opinión, deberían apoyar este caso. Él me representará, y la organización debería apoyarme, entregar un informe sobre el tema como parte no interesada. Glekel lo ha calculado todo. En realidad se trata de la libertad artística en las calles y el control arbitrario de ellas por parte de la policía. ¿Quién controla las calles? ¿La gente o la fuerza policial? Dos personas haciendo algo que es inocuo, un juego… la defensa es evidente, otro caso más de abuso policial. ¿Por qué un muchacho como éste habría de pasar equis tiempo entre rejas, etcétera? Así pues, vamos a juicio. Hay unas veintidós personas en la gran sala de justicia.

El grupo de estudiantes de los derechos civiles de Columbia. Unos doce chicos y su asesor. Alguien del Columbia Spectator, alguien de la emisora de radio de Columbia. Y no han acudido por mí, sino porque esa chica, Helen Trumbull, asegura que no hice nada malo. En 1956 esto crea una pequeña agitación. ¿De dónde ha sacado los redaños? Esto sucede años antes de que Charlotte Moorman toque el violonchelo con los pechos al aire en el Village, y se trata de una muchacha corriente, no de una artista.

Incluso hay algún representante del periódico The Nation, que se ha enterado del caso. Y está el juez, Mulchrone, un viejo irlandés, exfiscal.

Cansado, muy cansado. No quiere oír hablar de esta mierda, le tiene sin cuidado. En las calles ocurren asesinatos y homicidios, y aquí está él, perdiendo el tiempo con un tipo que ha retorcido un pezón. No, no está precisamente de buen humor. El fiscal es el joven de St. John’s que quiere meterme entre rejas de por vida. El juicio comienza a las dos o dos y media, y cerca de una hora antes ha hecho que los testigos pasaran por su despacho para examinar a la ligera las mentiras. Entonces suben al estrado y cumplen con su cometido. Son tres, si mal no recuerdo. Una anciana señora que dice que la chica trataba una y otra vez de apartarme la mano, pero yo no cejaba.

Y el farmacéutico, el farmacéutico judío, humanísticamente escandalizado como sólo puede estarlo un farmacéutico judío. Sólo había podido ver la espalda de la mujer, pero afirmó que estaba molesta. Glekel le interroga y aduce que el farmacéutico no podía haberlo visto, porque la muchacha le daba la espalda. Veinte minutos durante los que ese farmacéutico judío miente. Y el policía declara como testigo. Le llaman al comienzo, declara y me pongo a rabiar… me enfado, me subo por las paredes, me enfurezco.

Entonces me levanto y presto declaración. El fiscal me interroga: «¿Le preguntó a la mujer si podía desabrocharle la camisa?». «No». «¿No?». «¿Sabía quiénes estaban entonces entre el público?». «No». «¿Sabía que había niños entre el público?». «No había niños entre el público». «¿Puede afirmar bajo juramento, con toda certeza, que no había ningún niño entre el público? Usted está ahí y ellos están aquí. ¿No vio pasar a siete niños por detrás?». Y el farmacéutico, claro, asegurará que había siete niños, y la vieja señora también, todos ellos, todos quieren colgarme a causa de la teta. «Mire, lo que hago es una forma de arte». Esto provoca una explosión de indignación cada vez que lo digo. El chico de St. John’s hace una mueca.

«¿Arte? Lo que hizo usted fue descubrir el pecho de una mujer, ¿y eso es arte? ¿Cuántos otros vestidos de mujer ha desabrochado?». «La verdad es que, por desgracia, pocas veces he llegado tan lejos, pero así es el arte. El arte consiste en lograr que participen en la representación». Entonces el juez, Mulchrone, habla por primera vez, con voz apagada: «Arte». Como si acabara de despertar de entre los muertos. «Arte». El fiscal ni siquiera interviene en el diálogo, tan absurdo es. ¡Arte! «¿Tiene hijos?», me pregunta.

«No». «Los niños no le importan. ¿Tiene trabajo?». «Éste es mi trabajo».

«No tiene trabajo. ¿Tiene esposa?». «No». «¿Nunca ha tenido un trabajo que durase más de seis meses?». «Marino mercante. Estuve en el ejército. Estudié con una beca militar en Italia». Así pues, me tiene cogido, y me dispar a: «Usted se considera un artista. Yo digo que es una persona sin rumbo». Entonces mi abogado llama al profesor de la Universidad de Nueva York. Un gran error. Ha sido idea de Glekel. Intervinieron profesores en la discusión del caso del Ulises, intervinieron profesores en la discusión de otros casos… ¿por qué no debería intervenir un profesor en la discusión de mi caso? Yo no lo deseaba. Los profesores están tan llenos de mierda en el estrado como el farmacéutico y el policía. Shakespeare fue un gran artista callejero. Proust fue un gran artista callejero, y así sucesivamente. Iba a compararme, a mí y a mi representación, con Jonathan Swift. Los profesores siempre echan mano de Swift para defender a algún hediondo don nadie. Sea como fuere, al cabo de un par de minutos el juez se entera de que no sólo es un testigo, sino un testigo experto. Mulchrone se muestra desconcertado, dicho sea en su honor. «¿En qué es experto?». Mi abogado dice: «El arte callejero es una forma de arte válida, y lo que estaban haciendo, esa interacción en las calles, es tradicional». El juez se cubre la cara. Son las tres y media de la tarde y el hombre ha visto ciento doce casos antes del mío. Tiene setenta años y lleva sentado ahí todo el día. «Esto no es más que una tontería», replica. «No voy a escuchar a un profesor. El acusado tocó un pecho. Lo que ocurrió es que tocó un pecho. No necesito el testimonio de ningún profesor. El profesor puede irse a casa». Glekel le dice: «No, Señoría. Este caso tiene una perspectiva más amplia, la de que existe un arte callejero legítimo y lo que sucede con el arte callejero es que uno puede hacer intervenir a la gente de una manera que no es posible en un teatro». Y mientras Glekel habla, el juez sigue cubriéndose la cara. Ni siquiera deja de cubrírsela cuando habla. Y tiene razón. Era un hombre estupendo, ese Mulchrone. Le echo de menos. Sabía cuántas son cinco. Pero mi abogado, Glekel, sigue adelante, está cansado de trabajar para el crimen organizado, tiene aspiraciones superiores. Creo que ahora dirige sobre todo su argumentación al periodista de The Nation. «Es la intimidad del arte callejero lo que lo convierte en único en su género», asegura. «Mire», dice Mulchrone, «tocó un pecho en la calle a fin de conseguir que la gente se riera o para llamar la atención. ¿No es cierto, hijo?». Así pues, el fiscal tiene tres testigos y el policía contra mí, y no disponemos del profesor pero sí de la chica. Tenemos a Helen Trumbull. El comodín es esta chica. Que se presentara allí no era algo habitual, pues se trataba de la supuesta víctima que iba a declarar en favor del demandado, aunque Glekel dice que éste es un delito sin víctima. De hecho, la víctima, si es que la hay, está de su parte, pero el fiscal dice que no, que la víctima es el público, el pobre público, engañado por este puñetero vago, este «artista». Dice que si este tipo puede ir por la calle y hacer eso, entonces los niños creerán que es permisible hacerlo, y si los niños creen tal cosa, entonces pensar án que es permisible atracar bancos, violar mujeres y usar navajas. Si los niños de siete años (los siete niños inexistentes son ahora siete niños de siete años) van a ver que es divertido y permisible con mujeres desconocidas…

—¿Y qué pasó con la chica? —le preguntó Michelle—. Cuando prestó declaración.

—¿Qué quieres que ocurriera? —replicó Sabbath.

—¿Cómo se comportó?

—Es una chica de clase media, atrevida, excelente, desafiante, pero cuando está ante el tribunal, ¿cómo esperas que se comporte? Se asusta. Allá afuera, en la calle, era una buena chica, tenía redaños (la esquina de la calle Ciento dieciséis y Broadway es un mundo de gente joven) pero aquí, en la sala de justicia, la alianza de la policía, el fiscal y el juez… es su mundo, se creen unos a otros, y has de estar ciego para no verlo. Así pues, ¿cómo declara? En voz asustada. Va ahí con la intención de ayudarme, pero en cuanto entra en la sala, esa amplia sala de altas paredes con las palabras JUSTICIA PARA TODOS allí arriba, en el panel de madera… se asusta.

—Como Debby —dice Michelle.

—La muchacha declara que no gritó. El farmacéutico afirma lo contrario, pero ella insiste en que no es cierto. «¿Quieres decir que un hombre te toca el pecho en medio de Manhattan, que hace eso y no gritas?». O sea, da la impresión de que es una puta. Eso es lo que quiere establecer, que esa Debby —lo dice a propósito, pero fingiendo que ni siquiera se ha dado cuenta de su propio error— es una puta. —Nadie le corrige—. «¿Con qué frecuencia los hombres te tocan los pechos en plena calle?». «Nunca».

«¿No te sorprendiste, no te molestaste, no te escandalizaste, no esto, no aquello?». «No me di cuenta». «¿Que no te diste cuenta?». La chica se está poniendo muy nerviosa, pero resiste. «Forma parte del juego». «¿Sueles dejar que los hombres jueguen con tus pechos en medio de la calle? ¿Un hombre al que no conocías, un hombre con quien jamás habías hablado, un hombre al que no podías verle la cara?». «Pero él ha declarado que grité», dice Debby, «y eso no es cierto».

—Helen —dijo Norman.

—Trumbull —dijo Sabbath—. Helen Trumbull. —Has dicho Debby.

—No, he dicho Helen.

—No importa —terció Michelle—. ¿Qué le ocurrió?

—Bueno, el fiscal se ensaña con ella. Por la vieja St. John’s, por su padre, el policía, por la moralidad, por Norteamérica, por el cardenal Spellman, por el Vaticano, por Jesús, María, José y toda la banda del pesebre, por los asnos y las vacas del pesebre, por los magos, la mirra y el incienso, por toda la jodida circunstancia católica que necesitamos tanto como un agujero en la cabeza, ese chico de St. John’s le da por el saco a Debby, la trata brutalmente, la emprende a puntapiés por todas partes. Yo retuerzo pezones en la calle, pero ese tipo va directamente al coño. ¿Si me acuerdo? Sí, Norm, me acuerdo. Una auténtica clitorectomía, la primera que he tenido jamás el privilegio de ver. Le corta la dichosa pipa allí mismo, debajo de donde dice JUSTICIA PARA TODOS, y el juez, el policía y el farmacéutico se la comen. Sí, realmente hizo que la chica se desmoronase. «¿Has entrado alguna vez en clase con los pechos al aire?». «No». «Cuando estabas en el Instituto Científico del Bronx, antes de pasar a Barnard para convertirte en una defensor a de la libertad artística, ¿alguien del instituto te tocó alguna vez los pechos a la vista de los demás alumnos?». «No». «¿Pero no eran amigos tuyos algunos de esos alumnos? ¿No es menos embarazoso hacerlo delante de amigos que delante de desconocidos en la calle?». «No. Sí. No lo sé». Este asalto puntúa a favor de la banda del pesebre. Finalmente consigue hacerle pensar que tal vez esté equivocada. «¿Has exhibido alguna vez tus pechos en la calle Ciento quince, Ciento catorce, Ciento trece…?, ¿y qué me dices de los niños que miraban?». «No había ningún niño».

«Escucha, estás en pie aquí y este hombre actúa ahí… toda la actuación duró un minuto y medio. ¿Viste quién caminaba detrás de ti durante ese minuto y medio? ¿Sí o no?». «No». «Es mediodía, la hora del almuerzo de los niños. Hay ahí alumnos de la escuela de música, hay niños de escuelas privadas. ¿Tienes un hermano o un hermana?». «Sí, ambos». «¿Qué edad tienen?».

«Doce y diez». «Tu hermana tiene diez años. ¿Te gustaría que tu hermana de diez años supiera lo que has permitido que un hombre desconocido te hiciera a la vista de todo el mundo en la esquina de la calle Ciento dieciséis y Broadway, cuando pasaban docenas de coches y centenares de personas circulaban a tu alrededor? Estar ahí en pie mientras ese hombre te retorcía el pezón… ¿Qué te parece si le dijeran eso a tu hermana?». Debby intenta defenderse con descaro: «No me importaría». No me importaría. ¡Qué muchacha! Si pudiera encontrarla hoy y ella me lo permitiera, bajaría en la esquina de la calle Ciento dieciséis y Broadway y le lamería las plantas de los pies. No me importaría. En 1956. «¿Y si se lo hubiera hecho a tu hermana?». Al oír esto se pone rígida. «Mi hermana sólo tiene diez años», dice.

«¿Le has contado esto a tu madre?». «No». «¿Y a tu padre?». «No.» «No. ¿Y no es entonces cierto que la razón de que declares en su favor es que sientes lástima de él? No es porque creas que lo que hizo estaba bien, ¿verdad? ¿No es cierto, Debby?». Por entonces la chica está llorando. Listo, lo han conseguido. Han demostrado muy bien que esta chica es una puta. Me salí de mis casillas. Porque la mentira básica en este caso es que había niños presentes. ¿Y qué si los hubiera habido? Me levanté y grité: «Si hay tantos niños, ¿por qué no ha venido ninguno a prestar declaración?». Pero al fiscal le gusta que grite. Glekel intenta conseguir que me siente, pero el fiscal se dirige a mí en un tono muy santurrón, me dice: «No iba a traer niños aquí y exponerlos a esto. No soy usted». «¡Y una mierda, no lo eres! Y si los críos pasan por allí, ¿qué han de hacer? ¿Caerse muertos? ¡Esto forma parte del espectáculo!». Bueno, al gritar de ese modo no hice por mi causa mucho más bien del que me había hecho la chica. Ésta se echa a llorar y el juez pregunta si alguien tiene más testigos. Glekel dice: «Quisiera resumir, Señoría». El juez responde: «No es necesario. No es tan complicado. ¿Me está usted diciendo que, si este individuo tiene relación sexual con ella en medio de la calle, eso también es arte? ¿Y que no puedo tomar ninguna medida porque hay antecedentes en Shakespeare y la Biblia? Vamos. ¿Dónde traza la línea entre esto y la relación sexual en la calle? Aunque ella lo consienta». De modo que me declaran culpable.

—¿Por qué cargos? —preguntó Michelle—. ¿Por todos ellos?

—No, no. Por conducta desordenada y obscenidad. Actuación obscena en la vía pública.

—¿Pero qué significa «conducta desordenada»?

—Yo soy la encarnación de la conducta desordenada. El juez puede sentenciarme a un año de prisión como máximo por cada delito, pero no es mala persona. Ahora son casi las cuatro de la tarde. Echa un vistazo al exterior de la sala de justicia y ve que le esperan doce casos más, o veinte, y está deseando irse a casa y tomarse un trago. Parece como si estuviera a seiscientos kilómetros de distancia de la bebida más cercana. No tiene buen aspecto. En aquel entonces yo no sabía lo que era la artritis. Hoy me solidarizo con él. La tiene por todas partes y el dolor le está volviendo loco, pero aun así me dice: «¿Va usted a hacer esto de nuevo, señor Sabbath?».

«Así es cómo me gano la vida, Señoría». Él se cubre el rostro y lo intenta por segunda vez. «¿Va a hacer esto de nuevo? Quiero que me prometa que, si no le encarcelo, no lo hará y no tocará esto ni aquello». «No puedo», le digo. El hombre de St. John’s se ríe despectivamente. Mulchrone puntualiza:

«Si me dice que ha cometido un delito y que va a repetirlo, le enviaré treinta días a la cárcel». Entonces Jerry Glekel, mi abogado de la ULCA, me susurra al oído: «Dile que no lo volverás a hacer. Jode a ese tipo. Vamos, dilo y salgamos de aquí».

«No lo haré, Señoría». «No lo hará. Eso es estupendo, Treinta días, sentencia suspendida. Una multa de cien dólares, pagadera en el acto». «No tengo dinero, Señoría». «¿Qué quiere decir con eso de que no tiene dinero? Tiene un abogado y bien ha de pagarle». «No, la ULCA me ha proporcionado este abogado». «Yo abonaré los cien dólares, Señoría», dice Jerry, «pagaré la multa y todos nos iremos a casa». Cuando vamos hacia la salida, el tipo de St. John’s pasa por nuestro lado y nos dice de manera que nadie, excepto nosotros, pueda oírle: «¿Y cuál de vosotros se tira a la chica?». Le respondo: «¿Te refieres a cuál de nosotros, los judíos? Todos lo hacemos, todos tenemos que tirarnos a la chica. Hasta mi anciano zaydeh[18] tiene que tirársela. Mi rabino también. Todo el mundo se la tira menos tú, St. John’s. Tú te vas a casa y te tiras a tu mujer. A eso estás condenado, a tirarte de por vida a Mary Elizabeth, la cual adora a su hermana mayor, la monja». Hay un estallido, claro, una pelea misericordiosamente abortada por Linc, Norm y Glekel, y esto cuesta otros cien pavos, que Glekel paga, y entonces Linc y Norm pagan a su vez a Glekel, y, en conjunto, salgo bien librado. Tuve suerte de que hubiera allí un filósofo de la Ilustración como Mulchrone. Podría haber sido un Savonarola.

«Lo hubo», piensa Sabbath. «Treinta años después, me topé con Savonarola disfrazado de japonesa. Helen Trumbull, Kathy Goolsbee… Los Savonarolas hacen que se desmoronen. No quieren mi pie en el suyo ni en el de nadie. Quieren mi pie como los de Linc en el ataúd, sin tocar nada y muerto al tacto».

Sabbath no dejó ni por un instante el pie de Michelle. ¡Tan cerca ya de la copulación! Ni una sola vez durante toda la representación la perdió… al contrario que Norman, ella lo estaba pasando demasiado bien para ponerse rígida cada vez que Sabbath llamaba Debby a Helen o cuando, en consideración a ella, introdujo el comentario sobre lamer los pies de la chica. Michelle se había puesto de su parte sin reservas, desde la farsa en la calle hasta la final propia de un terreno de juego en la sala de justicia de Mulchrone, su risa generosa llena a partes iguales de felicidad sin inhibiciones y de vehemente zozobra. Aquella mujer pensaba, como Lear: «¡Que florezca la copulación!». Pensaba, se dijo Sabbath, que, confabulada con aquel chiflado repulsivo, aún podría hacer uso de sus antiguas propensiones y sus senos colgantes, aún había una oportunidad para que el viejo estilo de vida sensual presentara una última y vigorosa resistencia contra la rectitud ineludible, por no mencionar el hastío, de la muerte. Linc parecía hastiado, desde luego. Bueno, verde y hastiado. «No me regañes, Drenka, tú lo harías con sumo placer. Éste es el delito que nos unía. Muy pronto estaré tan hastiado como tú y Linc».

Todos se acostaron temprano. Sabbath fue lo bastante prudente para no revolver en seguida las cosas de Debby y, en efecto, tan sólo diez minutos después de que hubieran recogido los platos de la cena y se hubieran deseado las buenas noches, Norman llamó a la puerta para darle una bata y preguntarle si quería ver el Times del domingo anterior antes de que lo tirase. Llevaba bajo el brazo varias secciones del periódico, y Sabbath decidió aceptarlas, aunque sólo fuera para que Norman pudiera engañarse a sí mismo, suponiendo que tuviera esa inclinación, y pensar a que la chazerai[19] de la prensa dominical era el somnífero que su invitado utilizaba par a dormir. Probablemente era tan poco seguro como siempre, pero Sabbath tuvo una idea mejor.

—No he echado un vistazo al Times dominical en más de treinta años —le dijo a su amigo.

—Pero ¿por qué no? ¿No te llegan los periódicos de Nueva York allá arriba?

—Allá arriba no me llega nada. Si leyera los periódicos de Nueva York también estaría tomando Prozac.

—¿Por lo menos puedes conseguir una rosca de pan ácimo el domingo por la mañana?

—Cualquier mañana. Durante largo tiempo fuimos una zona libre de pan ácimo. Una de las últimas. Pero ahora, con la excepción de un condado de Alabama cuyos ciudadanos votaron en contra en un referéndum, creo que el pobre gentil no puede eludir el pan ácimo en cualquier lugar de Estados Unidos. Esos panes están por todas partes, son como las armas.

—¿Y no lees los periódicos, Mickey? Me resulta inimaginable.

—Dejé de leer los periódicos cuando descubrí que cada día había otro artículo sobre el milagro de Japón. No soporto las fotos de todos esos japoneses con traje. ¿Qué les ocurrió a sus pequeños uniformes? Deben de cambiarse rápidamente para el fotógrafo. Cuando oigo la palabra Japón, busco mi ingenio termonuclear.

Después de expresarse así, no sería de extrañar que se viera obligado a recoger sus cosas y largarse… pero no, si había llegado tan lejos era para que Norman volviera a preocuparse. Aún estaban en el umbral de la habitación de Debby y Sabbath se daba cuenta de que Norman, a pesar de su fatiga, estaba a punto de entrar y tener una charla, probablemente una vez más acerca de Graves. El tipo se llamaba Graves. Sabbath se había excusado después del funeral, diciendo que ya iría al médico otro día.

—Sé lo que te intriga —se apresuró a decir Sabbath—. Te preguntas cómo me entero de lo que pasa. ¿Por la televisión? No, no puedo, en la tele también salen los japoneses. Llenan la pantalla, pequeños japoneses que celebran elecciones, pequeños japoneses que compran y venden acciones, pequeños japoneses que incluso estrechan la mano de nuestro presidente… ¡el presidente de Estados Unidos! Franklin Roosevelt se revuelve en su tumba como un vestido acampanado atómico. No, prefiero vivir sin las noticias.

Hace mucho tiempo ya recibí todas las noticias que necesitaba sobre esos cabrones. Su prosperidad crea dificultades a mi sentido del juego limpio. La tierra del Promedio Nikkei Naciente. Me enorgullece decir que aún no he perdido la chaveta en lo que respecta al odio racial. A pesar de mis numerosos problemas, sigo sabiendo qué es lo que importa en la vida: un odio profundo.

Ésa es una de las pocas cosas que todavía me tomo en serio. Cierta vez, a sugerencia de mi mujer, traté de pasarme una semana entera sin odio, y casi acabó conmigo. Fue una semana de gran tribulación espiritual para mí. Yo diría que odiar a los japoneses juega un papel principal en todos los aspectos de mi vida. Aquí, naturalmente, en Nueva York, los neoyorquinos adoráis a los japoneses porque os han traído el pescado crudo. El gran negocio del pescado crudo. Sirven pescado crudo a gentes de nuestra raza y, como si fuesen prisioneros en la marcha de la muerte de Bataan, sin ninguna alternativa, que se morirían de hambre de otra manera, la gente de nuestra raza se lo come. Y pagan por ello. Dejan propinas. No lo entiendo. Cuando terminó la guerra no deberíamos haberles permitido que volvieran a comer pescado. Perdisteis el derecho al pescado, cabrones, el siete de diciembre de 1941. Capturad un pez, uno solo, y os enseñaremos el resto del arsenal. ¿A quién más le gustaría tanto comer pescado crudo? Entre su canibalismo y su prosperidad me agravian, ¿sabes? Su Alteza. ¿Todavía tienen a Su Alteza?

¿Todavía tienen su «gloria»? ¿Aún son gloriosos los japoneses? No sé, por alguna razón, todo mi odio racial salta a primer término con sólo pensar en lo gloriosos que son. Tengo mucho que aguantar en la vida, Norman. Fracaso profesional, deformidad física, deshonra personal. Mi mujer convalece del alcoholismo y acude a Alcohólicos Anónimos para aprender a olvidar cómo se habla en inglés. No hemos sido bendecidos con hijos. Los niños nunca han sido felices conmigo. Muchas, muchas decepciones. ¿También tengo que soportar la prosperidad de los japoneses? Eso podría llevarme a una situación límite.

Tal vez sea lo que acabó con Linc. Lo que el yen le ha hecho al dólar, quién sabe si eso no se lo hizo a él. Para mí es letal. Oh, me fastidia tanto que no me importaría… ¿cuál es la expresión que usan ahora cuando quieren bombardear a alguien? «Enviarles un mensaje». Me gustaría enviarles un mensaje y hacer que lloviera un poco más de terror sobre sus jodidas cabezas. Todavía son grandes partidarios de tomar las cosas por la fuerza, ¿no es cierto? ¿No están inspirados todavía por el imperativo territorial?

—Mickey, Mickey, Mickey… vamos, tranquilízate, no te lo tomes así, Mick —le suplicó Norman.

¿Todavía tienen esa jodida bandera?

—Mick…

—Respóndeme a eso. Le hago una pregunta a un hombre que lee el Times de Nueva York, que lee el «Análisis de las noticias de la semana», que mira a Peter Jennings, un hombre perfectamente informado. ¿Todavía tienen esa bandera?

—Sí, tienen esa bandera.

—Pues no deberían tener ninguna bandera. No se les debería permitir que pesquen y no deberían tener bandera, ¡y no deberían venir aquí y estrechar la mano de nadie!

—Chico, esta noche estás fuera de tus casillas, no paras, estás…

—Estoy bien. Sólo te digo por qué dejé de enterarme de las noticias.

Los japoneses. De eso se trata, en pocas palabras. Gracias por el periódico, gracias por todo, por la cena, los pañuelos, el dinero. Gracias, amigo. Me voy a dormir.

—Deberías hacerlo.

—Lo haré, estoy rendido.

—Buenas noches, Mick, y cálmate. Cálmate y procura dormir.

¿Dormir? ¿Cómo podría volver a dormir?

Ellos están ahí. Sabbath arrojó el montón de papel sobre la cama y ¿qué se desliza desde el centro sino la sección de negocios…? ¡Y ahí están ellos! Un gran titular que cubre casi toda la anchura de la página: «Los hombres que dirigen realmente la fortaleza Japón». ¡Qué irritante! ¡La fortaleza Japón! Y debajo: «Malas noticias para los negocios: el primer ministro dimite, pero los burócratas no». Titulares, fotos, párrafo tras enfurecedor párrafo dominando no sólo la primera página de la sección de negocios, sino que rebosaban y ocupaban la mayor parte de la octava página, donde había una gráfica, otra foto de otro japonés y de nuevo aquel titular que terminaba con las palabras «fortaleza Japón». Tres de ellos en la primera página, cada uno con su propia foto, y ninguno llevaba su pequeño uniforme. Todos con camisa y corbata, fingiendo ser personas normales y corrientes amantes de la paz. Tenían maquetas de oficinas detrás de ellos, a fin de hacer creer a los lectores del Times que trabajan en oficinas como seres humanos y no vuelan por ahí conquistando países en sus jodidos Zeros. «Forman parte de una élite, intelectualmente ágil y trabajadora, de once mil personas que pilotan al millón, más o menos, de funcionarios nacionales de Japón. Supervisan la que quizá sea la economía más minuciosamente controlada de…». Sabbath no podía creer lo que decía el pie de una de las fotos, según el cual el japonés fotografiado «dice que ha sido quemado[20] por los negociadores estadounidenses…». ¿Quemado? ¿Le habían quemado la piel? ¿En qué extensión? Las quemaduras de Morty le cubrían el ochenta por ciento del cuerpo. ¿Qué extensión del cuerpo de aquel hijo de puta habían quemado los negociadores de Estados Unidos? A Sabbath no le parecía muy quemado. No veía ninguna quemadura. Tenían que darles más queroseno a sus negociadores… ¡necesitaban negociadores que supieran encender un fuego bajo aquellos cabrones! «¿Qué ha salido mal? Los funcionarios japoneses dicen que Estados Unidos ha exigido demasiado…».

—¡Ah, mamones, sucios, fanáticos y jodidos mamones japoneses imperialistas…!

Los golpes en la puerta debían de obedecer a que hablaba en voz alta, pero cuando volvió a abrirla para asegurar a Norman que estaba bien, que sólo leía los periódicos japoneses, allí estaba Michelle. Para cenar se había puesto unas mallas negras y un top aterciopelado de color rojizo que le llegaba a los muslos y le daba un falso aspecto de niña extraviada. ¿Qué fantasía intentaba despertar en él? O tal vez le confiaba una fantasía original suya: «Soy Robin Hood, socorro a los pobres». En cualquier caso, ahora se había cambiado y llevaba… cielo santo, un kimono… con flores estampadas y anchas mangas… un kimono japonés que le llegaba a los pies. Sin embargo, la aversión producida por las despreciables alabanzas del periódico a la fortaleza Japón quedó incluida al instante en su excitación. Debajo del kimono no parecía haber más que su biografía. A Sabbath le gustó el estilo muy varonil de su corte de pelo. Grandes tetas y el cabello corto como el de un muchacho. Y las arrugas de una mujer que ya ha vivido mucho alrededor de los ojos. Este aspecto hizo más mella en él que el primero, el de un Peter Pan de Central Park Oeste. Algo francés la envolvía ahora, como el aroma de un perfume. Es un aspecto con el que uno se encuentra en París, en Madrid, en Barcelona, en los lugares con auténtica clase. Hubo unas pocas ocasiones en su vida, en París y otros lugares, donde ella le gustó tanto que le dio su dirección y su número de teléfono y le dijo: «Si alguna vez vas a Estados Unidos, búscame».

Recordaba que una de ellas le dijo que tenía intención de viajar, y desde entonces él había esperado que aquella puta lo llamase. De hecho, la familia de Michelle era de procedencia francesa. Norman se lo había dicho antes de la cena. Su apellido de soltera era Boucher. Y ahora, además, lo parecía, mientras que en las fotos atrevidas, con el cabello estirado hacia atrás y aquel cuerpo tan delgado, le había dado la impresión de una Carmen de Canyon Ranch con un rico marido judío. Los clientes del balneario de Lenox que estaban a régimen a veces iban a Madamaska Falls para visitar los lugares de los indios cuando se hartaban del tofu a cien machacantes el plato. Unos diez años atrás, Sabbath intentó ligarse a dos de ellas que habían llegado de Canyon Ranch para pasarse la tarde visitando lugares de interés. Pero cuando él se ofreció (ciertamente al comienzo del juego) a conducirlas a lo largo de las cataratas hasta el cerro donde los madamaskas iniciaban a sus doncellas en los misterios sagrados con una calabaza, la ignorancia antropológica de las mujeres quedó del todo patente y se marcharon. «¡No fue idea mía!», les gritó él mientras el Audi se alejaba, «¡sino de ellos, los americanos nativos!». Tendría noticias de esas dos cuando las tuviera de aquella puta.

Pero allí estaba la exseñorita Boucher, la Colette de Nueva Jersey, rebosante de aburrimiento. No amaba a su marido y había llegado a una decisión. De ahí el kimono. No había en ello nada de japonés, sino que se trataba de lo más escandaloso que podía cometer impunemente dadas las circunstancias. Era astuta. Él conocía su cajón de ropa blanca y sabía que podría presentarse mejor. Sabía también que iba a hacerlo. ¿No es asombrosa la manera en que el curso de una vida puede cambiar de la noche a la mañana? Jamás, jamás prescindiría él voluntariamente de la prodigiosa locura ante la perspectiva de joder.

Michelle le dijo que antes se había olvidado de darle la receta de Zantac. Allí la tenía. Zantac era lo que tomaba para controlar los dolores de estómago y la diarrea producidos por el Voltaren que disminuía el dolor de sus manos, siempre que no usara cubiertos, condujera un coche, se atara los cordones de los zapatos o se limpiara el culo. Si tuviera dinero suficiente, podría contratar a algún japonés emprendedor para que le limpiara el culo, uno de esa elite de once mil, intelectualmente ágiles, que pilotan… «que pilotan».

En esos periódicos ilustrados saben escribir. Pensó que debería empezar a leer el Times. Le ayudaría a aprender inglés de modo que ya no le quemaran los Estados Unidos. T as piernas de su hermano eran dos leños carbonizados. De haber salvado la vida, se habría quedado sin piernas. La estrella sin piernas de la pista atlética de la escuela de enseñanza media de Asbury.

Píldoras y dolor. Aldomet para la tensión sanguínea y Zantac para las tripas. De la A a la Z. Luego te mueres.

—Gracias —le dijo—. Es la primera vez que recibo una receta de una doctora con kimono.

—Nuestra época ha perdido mucho debido a la falta de elegancia comercial —replicó ella, y le causó una satisfacción interminable con una reverencia de geisha—. Norman dice que podríamos llevar esos pantalones tuyos a la tintorería para que los laven en seco. —Le señaló los pantalones de pana—. Y la chaqueta, la chamarra, esa vieja prenda con tantos bolsillos.

—El «torpedo verde».

—Sí, quizá al torpedo verde le iría bien un lavado. —¿Quieres los pantalones ahora?

—No somos niños, señor Sabbath.

Se retiró al dormitorio de Debby y se quitó los pantalones. La bata de Norman, una bata larga de terciopelo de color vivo, con un cinturón lo bastante largo para ahorcarse con él, estaba todavía donde la había dejado caer, al lado de la chaqueta, sobre la alfombra. Regresó al lado de Michelle enfundado en la bata y le ofreció sus prendas sucias. Arrastraba la parte posterior de la bata como un vestido de cola. Norman medía casi un metro noventa.

Ella cogió las ropas sin decir palabra, sin la menor manifestación de los remilgos que tenía todo el derecho a expresar. Aquellos pantalones habían llevado una vida activa durante las últimas semanas, una vida realmente plena que habría dejado agotada a una persona normal y corriente. Todos los oprobios que había sufrido parecían reunidos y preservados en el holgado fondillo de aquellos viejos pantalones, con la costra de barro del cementerio adherida a los dobladillos, pero no parecían repeler a Michelle, como él había temido por un momento mientras se desvestía. Claro que no, al fin y al cabo se pasaba el día manipulando suciedades. Norman le había contado toda la saga: piorrea, gingivitis, encías hinchadas. Una boca sucia tras otra. La suciedad era su oficio. Lo que extraía con sus instrumentos era mugre. No se sentía atraída por Norman sino por la mugre. Raspar el sarro, raspar las cavidades… Ver a Michelle vestida de una manera tan cautivadora con el kimono, el montón de ropas sucias bajo el brazo, la geisha con el corte de pelo varonil que prestaba el toque chillón certero al conjunto de la imagen desaliñada… Sabbath sabía que sería capaz de matar por ella, de matar a Norman, de tirarlo por la puñetera ventana. Y toda aquella mermelada, para él.

«Bueno, aquí estamos. La luna está alta, en algún lugar suena música, Norman ha muerto, y sólo estamos yo y este guapo chico con su kimono floral. Me perdí mi oportunidad con un hombre. Aquel tipo de Nebraska que me daba los libros en el petrolero. Yeats, Conrad, O’Neill. Me habría enseñado algo más que a leer si se lo hubiera permitido. Me intriga cómo será. Pregúntaselo y ella te lo dirá. Las únicas otras personas que follan con los hombres son las mujeres».

—¿Por qué te gusta tener este aspecto? —le preguntó ella, dando unas palmaditas a las prendas sucias.

—¿Qué otro aspecto habría de tener?

—Norman dice que, cuando eras joven, mirarte resultaba mortal. Dice que Linc solía decir: «En Sabbath hay un toro. Se juega el todo por el todo».

—Decía que la gente no podía desviar los ojos de ti. Eras una fuerza, un espíritu libre.

—¿Por qué diría eso? ¿Para justificar que haya sentado a vuestra mesa a un don nadie al que no es posible tomar en serio? ¿Quién de vuestra clase social se tomaría en serio a alguien como yo, un hombre absolutamente egoísta y con mi terrible nivel de moralidad, carente de todos los aditamentos que acompañan a los ideales correctos?

—Tienes una gran elocuencia a tu disposición.

—Aprendí pronto que la gente parece más propensa a no tomar en cuenta lo bajo que soy cuando me muestro lingüsticamente amplio.

—Norman dice que eras el joven más brillante que conoció jamás.

—Dile que no es necesario que lo diga.

—Te adoraba. Todavía te tiene un gran afecto.

—Sí, bueno, muchas personas de buena crianza necesitan a alguien de la vida real. Es bastante normal. Yo me había embarcado, había estado en Roma. Putas en más de un continente… un logro loable en aquellos años. Les demostraba que me había librado de las trabas burguesas, les recordaba sus ideales universitarios. Cuando salí en The Nation por haber sacado el pecho de una chica en la calle fui su noble salvaje durante una semana. Hoy me desollarían los huevos sólo por pensar en ello, pero en aquellos tiempos ese incidente me convirtió en un héroe de la gente bienpensante. Era un disidente, un rebelde, una amenaza para la sociedad. Estupendo. Apostaría a que incluso hoy el interés por una persona desgraciada forma parte del hecho de ser un millonario cultivado de Nueva York. En aquel entonces Linc, Norm y sus amigos se entusiasmaban con sólo pronunciar mi nombre. Les proporcionaba la lujosa sensación de que hacían algo ilegal. Un titiritero que saca tetas en la calle… Era como conocer a un boxeador, como ayudar a un preso a publicar sus sonatinas. Y que tuviera una esposa loca aumentaba la diversión. Una actriz. Mick y Nikk, su pareja patológica favorita.

—¿Y ella?

—La asesiné.

—Norman dice que desapareció.

—No, la asesiné.

—¿Cuánto te cuesta esta actuación? ¿Cuánta actuación necesitas realmente?

—¿De qué otra manera puedo ser? Si lo sabes, te agradecería que me lo dijeras. No existe estupidez que deje de interesarme. —Se fingía un poco enojado. El «realmente» había sido un golpe bajo—. ¿Qué otra manera hay de actuar?

Le gustaba que ella no pareciera intimidada. Se negaba a dar marcha atrás, y eso era bueno. Su padre le había enseñado bien. Sin embargo, él tenía que reprimir la inclinación a desatarle el kimono. Todavía no era el momento.

—Harás cualquier cosa para no granjearte la estima del prójimo —dijo ella—, pero ¿por qué te comportas así? Emociones primarias, lenguaje indecente y frases metódicamente complejas.

—No domino las formas gramaticales de obligación, si es a eso a lo que te refieres.

—No lo creo del todo. Por mucho que quiera ser el marqués de Sade, Mickey Sabbath no lo es. Tu voz no tiene un timbre de degradación.

—Tampoco lo tenía la del marqués de Sade, ni la tuya.

—Libre del deseo de complacer —dijo ella—. Una sensación aturdidora. ¿Qué has conseguido con ella?

—¿Qué has conseguido tú?

—¿Yo? Yo complazco a la gente continuamente. Lo hago desde que nací.

—¿A qué gente?

—Maestros, padres, marido, hijos, pacientes. Todo el mundo.

—¿Amantes?

—Sí.

Ahora era el momento.

—Compláceme, Michelle —le dijo y, cogiéndola de una muñeca, intentó atraer la a la habitación de Debby.

—¿Estás loco?

—Vamos, has leído a Kant. «Actúa como si la máxima desde la que actúas fuese a convertirse, a través de tu voluntad, en una ley universal».

Compláceme.

Ella tenía los brazos fuertes gracias a toda aquella mugre que raspaba, mientras que los de él ya no eran los de un marinero, ni siquiera los de un titiritero, y no podía moverla.

—¿Por qué le apretabas el pie a Norman durante la cena? —No me digas.

—Sí —susurró ella… y aquella risa, aquella risa, ¡un mero zarcillo de aquella risa era maravilloso!—. Tocabas a escondidas el pie de mi marido.

Espero una explicación.

—No.

Y entonces ella soltó toda su risa provocativa, aunque quedamente, pues no estaban lejos del lecho conyugal, en el mismo pasillo, pero soltó toda la enmarañada ramificación de contradicciones que era su risa.

—Sí, sí.

El kimono, los susurros, el corte de pelo, la risa. Y quedaba tan poco tiempo…

—Entra.

—No seas loco.

—Eres estupenda, una mujer estupenda. Entra, por favor.

—El exceso desenfrenado no tiene límite para ti —dijo ella—, pero padezco una grave inclinación a no arruinar mi vida.

—¿Qué te dijo Norman de mi pie? ¿Cómo es que no me ha echado de vuestra casa?

—Cree que sufres un colapso nervioso, que estás destrozado. Cree que no sabes lo que haces ni por qué lo haces. Está empeñado en llevarte a su psiquiatra. Dice que necesitas ayuda.

—Eres todo cuanto pensé que eras. Eres más, Michelle. Norman me lo contó todo. Esos terceros molares superiores… Como limpiar ventanas en lo alto del Empire State Building.

—A tu boca no le iría mal un repaso. ¿Las papilas interdentales? ¿Ese trocito de carne que sobresale entre cada par de dientes? Rojas, hinchadas.

Quisiera investigarlo más.

—Entonces entra, por el amor de Dios. Investiga las papilas, investiga los molares. Arráncamelos. Haz cualquier cosa que te haga feliz. Quiero hacerte feliz. Mis dientes, mis encías, mi laringe, mis riñones… si funcionan y te gustan, tómalos, son tuyos. No puedo creer que estuviera jugando con el pie de Norman. La sensación era tan agradable… ¿Por qué no dijo nada?

¿Por qué no metió la mano bajo la mesa para ponerlo en su lugar? Creía que era un gran anfitrión, que tenía toda esa consideración hacia mí. Pero se queda ahí sentado y permite que mi pie no esté donde sabe perfectamente que desearía estar. Y en su mesa, a la que me siento como invitado. No le rogué que me dejara comer ahí, él me lo pidió. Me sorprende, de veras.

—Quiero tu pie.

—Ahora no.

—¿No te parece que las formulaciones más simples en inglés apenas son soportables? «Ahora no». Dilo de nuevo.

—Trátame como a una mierda. Témplame como al acero… Tranquilízate. Domínate. No levantes la voz, por favor.

—Vuelve a decirlo.

—Ahora no.

—¿Cuándo?

—El sábado. Ven el sábado a mi consultorio.

—Hoy es martes. Miércoles, jueves, viernes… no, no, de ninguna manera. Tengo sesenta y cuatro años. El sábado es demasiado tarde.

—Tranquilo.

—Si Yahvé me hubiera querido tranquilo, habría hecho de mí un gentil. Cuatro días. No. Ahora.

—No podemos —le susurró ella—. Ven el sábado… te pondré una sonda periodontal.

—Ah, bueno. Aquí tienes un cliente. El sábado. De acuerdo. Estupendo.

¿Cómo lo harás?

—Tengo un instrumento para eso. Introduzco el instrumento en tu cavidad periodontal. Penetro en la hendidura gingival.

—Más, más. Háblame del extremo activo de tu instrumento.

—Es un instrumento muy delicado. No te hará daño. Es fino y plano, más o menos de un milímetro de ancho y unos diez milímetros de largo.

—Piensas métricamente —dijo él, recordando a Drenka.

—Es el único aspecto en el que pienso métricamente.

—¿Sangrará? —le preguntó Sabbath.

—Sólo una gota o dos.

—¿Y eso es todo?

—Dios mío… —dijo ella, y permitió que su frente se apoyara en la de él.

Descansó allí. Fue un momento como él no había experimentado en todo el día, la semana, el mes, el año. Se serenó.

—¿Cómo hemos llegado a esto tan pronto? —le preguntó ella.

—Es una consecuencia de vivir largo tiempo. No tienes toda la eternidad para follar.

—Pero eres un maníaco —dijo ella.

—Pues no sé. Son necesarios dos para enredarse.

—Haces muchas cosas que la mayoría de la gente no hace.

—¿Qué hago yo que tú no hagas?

—Expresarte.

—¿Y no haces eso?

—Casi nunca. Tienes el cuerpo de un viejo, la vida de un viejo, el pasado de un viejo y la fuerza instintiva de un crío de dos años.

¿Qué es la felicidad? La materialidad de esta mujer, el compuesto que la formaba, el ingenio, el atrevimiento, la astucia, el tejido adiposo, la extraña complacencia en las palabras ampulosas, esa risa que refleja vitalidad, lo responsable que es ante todas las cosas, sin excluir su sensualidad. Era una mujer de carácter. Parodia, juego, el talento y el gusto de lo clandestino, el conocimiento de que todo lo subterráneo supera con mucho a lo terráneo, cierto equilibrio físico, el equilibrio que es la expresión más pura de su libertad sexual. Y la comprensión conspiradora con la que hablaba, el terror al reloj que se quedaba sin cuerda… ¿Debía haberlo dejado todo a sus espaldas? ¡No! ¡No! El lirismo cruel del soliloquio de Michelle: y no, he dicho que no, no quiero.

—El adulterio no es fácil —le susurró Sabbath—. Lo principal es tener claro que uno lo desea. El resto es accidental.

—Accidental —dijo ella, y suspiró.

—Me gusta el adulterio. ¿A ti no?

Se atrevió a cogerle la cara con las manos incapacitadas y a recorrer la línea del cabello de corte varonil alrededor del cuello con aquel dedo corazón por el que cierta vez le detuvieron, el dedo corazón cuya dulce cháchara, en opinión de algunos, había traumatizado o hipnotizado o tiranizado a Helen Trumbull. Sí, en 1956 lo habían deducido todo. La deducción seguía en vigor.

—La suavidad que aporta a la dureza —siguió diciéndole a Michelle—. Un mundo sin adulterio es impensable. La brutal inhumanidad de quienes están en contra. ¿Estás de acuerdo? La pura depravación, la locura de sus jodidas opiniones. No existe un castigo demasiado extremo para el loco cabrón a quien se le ocurrió la idea de la fidelidad. Exigir fidelidad a la carne humana… La crueldad, la burla que eso comporta es sencillamente inenarrable.

Nunca la dejaría escapar. Allí estaba Drenka, sólo que en vez de los coloquialismos que ésta soltaba en su vehemencia para cautivar al maestro y gozar de sus juegos, Michelle hablaba un inglés delicioso y tenía un sentido del humor que encantaba. «Eres tú, Drenka», pensó, «sólo que de la Nueva Jersey residencial en lugar de Split. Lo sé porque este alto grado de excitación no lo experimento con nadie salvo contigo… ¡éste es tu cálido cuerpo resucitado! Fuera de la tumba. Morty será el siguiente».

Entonces decidió abrir su bata en vez del kimono de ella, la bata de terciopelo para un hombre de un metro noventa, con la etiqueta de París, que le hacía parecer el Pequeño Rey de la vieja tira cómica, a fin de mostrarle a Michelle su erección. Tenían que conocerse.

—Contempla la flecha del deseo —le dijo Sabbath. Pero el atisbo hizo que ella retrocediera.

—Ahora no —volvió a advertirle, y estas palabras susurradas ganaron el corazón de Sabbath.

Fue mejor todavía verla huir, como una ladrona. Corría, pero estaba deseosa, estaba dispuesta.

Él tenía una razón para vivir hasta el sábado. Una nueva colaboradora con la que sustituir a la anterior. La colaboradora que se desvanecía, indispensable para la vida de Sabbath. De lo contrario, aquélla no habría sido su vida: la desaparición de Nikki, la muerte de Drenka, el alcoholismo de Roseanna, la denuncia de Kathy… su madre… su hermano…

Pensaba que ojalá pudiera dejar de sustituirlos, de darles un papel inapropiado. Desde la última pérdida, se había dedicado a fondo a calibrar el espanto. Y pensar que era un titiritero capaz de trabajar incluso sin títeres, de crear la ilusión de vida tan sólo con los dedos…

Decidió que el sábado llevaría a cabo rápidamente la nueva evaluación. No habría escasez de objetos punzantes en la bandeja dental.

Cogería un raspador y terminaría así, es decir, si todo se quedaba en nada.

«Deja que tenga lugar la aventura, oh, señor Dionisos, noble toro, poderoso hacedor del esperma de todas las criaturas masculinas. No espero encontrar la recuperación de la vida. Esa exaltación hace tiempo que ha desaparecido. Es más de lo que Krupa solía gritarle a Goodman cuando Benny tocaba como solista en China Boy. “¡A por una más, Ben! ¡A por una más!”».

Suponiendo que ella no recapacitara, sería la última de sus colaboradoras. A por una más.

De la segunda noche que Sabbath pasó en la habitación de Debby, baste decir, antes de pasar a la crisis de la mañana, que pensó en la madre y en la hija, por separado y juntas. Estuvo bajo el hechizo del tentador cuya tarea consiste en bombear la hormona de la ridiculez en el torrente sanguíneo masculino.

Por la mañana, tras un baño pausado en la bañera de Debby, defecó espléndidamente: unas heces satisfactorias y expelidas con facilidad, dotadas de densidad y auténtica dimensión, muy diferentes de la sustancia propia de enfermo encamado que, en un día ordinario, fluía de él con intermitencia debido a la acción agitadora del Voltaren. Legó al cuarto de baño un aroma a establo, intenso, penetrante, que le llenó de entusiasmo. ¡De nuevo por el camino vigorizante! ¡Tenía una querida! Se sentía tan triunfante y disparatado como Emma Bovar y cuando cabalgaba con Rodolphe. En las obras maestras siempre se suicidan cuando cometen adulterio. Él queda matarse cuando no pudiera cometerlo.

Tras devolver meticulosamente al tocador y al armario todas las cosas de Debby que había venerado durante la noche, vestido por primera vez en décadas con prendas nuevas, entró pisando fuerte en la cocina y descubrió que la fiesta había terminado. Norman había retrasado su salida para decirle a Sabbath que debía marcharse después del desayuno. Michelle se había ido a trabajar, pero no sin dejar instrucciones de que Sabbath fuese expulsado de inmediato. Norman le dijo que desayunara pero que luego se marchase. En la chaqueta que Sabbath le había dado a Michelle para que la enviara a la tintorería, ella había encontrado una bolsa de crack, la cual Norman había depositado sobre la mesa delante de él. Sabbath recordó que la había comprado la mañana anterior en las calles del East Side inferior, la había comprado por pura broma, sin ninguna razón en particular, por el placer que le había producido la insistencia del camello.

—Y esto, en tus pantalones.

El padre tenía en la mano las bragas estampadas de flores de la hija.

Entre todas las excitaciones y dificultades de la jornada, ¿cuándo exactamente había olvidado Sabbath que tenía las bragas en el bolsillo?

Recordaba con claridad que en el funeral las había restregado en el bolsillo durante la diversión de los panegíricos, que se prolongó durante dos horas.

¿Quién no lo habría hecho? La multitud era desbordante. Gentes de Broadway y Hollywood, los amigos más famosos de Linc, cada uno de los cuales desgranaba por turno sus recuerdos del hombre que ahora era un cadáver. El predecible torrente de faramalla. Hablaron los dos hijos y la hija… el arquitecto, el abogado, la asistenta social psiquiátrica. Sabbath no conocía a nadie y nadie le conocía a él, excepto Enid, corpulenta, de cabello blanco, matronal, al principio tan irreconocible para él como él lo había sido para ella.

—Es Mickey Sabbath —le había dicho Norm. Tras examinar el cuerpo de Linc, ambos habían vuelto a la antesala, donde Enid estaba sentada entre sus familiares—. Ha venido en coche desde Nueva Inglaterra.

—Dios mío —dijo Enid, y se echó a llorar mientras apretaba la mano de Sabbath—. Y no he soltado una sola lágrima en todo el día —le informó con una risa de impotencia—. Oh, Mickey, Mickey, hice una cosa terrible hace sólo tres semanas.

No había visto a Sabbath desde hacía más de treinta años y, sin embargo, le confesaba la acción terrible que había cometido. ¿Porque él sabía qué era hacer cosas terribles? ¿O porque le habían hecho a él cosas terribles?

Lo primero era lo más probable. Se metió la mano en el bolsillo, sabiendo que estaban allí, una masilla de seda para amasarla dolorosamente mientras cada uno de los deudos y amigos se colocaba delante del ataúd y describía las bufonadas del suicida, cómo le gustaba jugar con los niños, cómo le adoraban los hijos de todo el mundo, lo cautivadora y maravillosamente excéntrico que era… Entonces habló el joven rabino, el cual dijo que era preciso extraer la belleza de la tragedia. Dedicó media hora a explicarles cómo se hace eso. Lincoln no está realmente muerto, pues el cariño que le teníamos y que él nos tenía sigue vivo en nuestros corazones. No obstante, ante el ataúd abierto, cuando Sabbath le preguntó: «¿Qué te gustaría para cenar esta noche, Linc?», no obtuvo ninguna respuesta, lo cual también demuestra algo. El individuo que estaba a su lado, sin unas bragas en el bolsillo con las que aliviar el dolor, no pudo resistirse a hacer una apreciación anticlerical: «Está haciendo un discurso un tanto femenino para mi gusto».

«Es como si actuara en una audición de prueba», replicó Sabbath, y eso le gustó al otro. «No voy a lamentar no verle nunca más», susurró el hombre.

Sabbath pensó que se refería al rabino, y ya en la calle comprendió que a quien se había referido era al difunto. Una joven estrella de la televisión, que llevaba un elegante vestido negro ceñido, se levantó y, con una sonrisa admirable, pidió a todo el mundo que diera la mano al prójimo y observaran un minuto de silencio para recordar a Linc. Sabbath cogió la mano del individuo repulsivo que estaba a su lado. Para ello tuvo que sacarse la mano del bolsillo… ¡y fue entonces cuando se olvidó de las bragas! Luego se fijó en Linc, en su color verde, y a continuación sus dedos repugnantes aferraron los de Enid mientras ella le confesaba la cosa terrible que había hecho:

—No pude resistir más sus temblores y le golpeé. Le golpeé con un libro y le grité: «¡Deja de temblar! ¡Deja de temblar!». Había ocasiones en las que podía detenerse, aplicaba todas sus energías y los temblores cesaban. Me tendía las manos para que viera lo firmes que estaban. Pero si lograba hacer eso, entonces no podía hacer ninguna otra cosa. Tenía que dedicarse por completo a dominar el temblor, y el resultado era que no podía hablar, no podía caminar, no podía responder a la pregunta más simple.

—¿Por qué temblaba? —le preguntó él, porque aquella misma mañana, entre los brazos de Rosa, también él había temblado.

—O bien se debía a la medicación o bien al temor —respondió ella—. Le dieron de alta en el hospital cuando pudo volver a comer y dormir, y dijeron que ya no tenía tendencias suicidas, pero aún estaba deprimido, asustado y enloquecido. Y temblaba. Ya no podía vivir con él. Hace año y medio le trasladé a un piso cerca de casa, al doblar la esquina. Le telefoneaba a diario, pero pasaron los tres meses del último invierno sin que le viera. Él me llamaba, a veces diez veces al día, para ver si estaba bien. Le aterraba que yo pudiera enfermar y desaparecer. Cuando me veía se echaba a llorar. Siempre fue el llorón de la familia, pero aquel llanto era diferente, era una expresión de desamparo total. Lloraba de dolor y de terror. Nunca se consolaba, pero de todos modos yo pensaba que iba a mejorar, me decía que algún día las cosas serían de nuevo como antes y que nos haría reír a todos.

—¿Sabes quién soy, Enid? —le preguntó Sabbath—. ¿Sabes a quién le estás diciendo todo esto?

Pero ella ni siquiera oía sus palabras, y Sabbath comprendió que no se dirigía únicamente a él sino a cuantos la rodeaban. Él era el último que había entrado en la antesala.

—Tres meses en el hospital entre un montón de locos —siguió diciendo la mujer—, pero al cabo de la primera semana allí se sentía seguro.

La primera noche le pusieron en una habitación de dos camas, al lado de un hombre que estaba agonizando, y le aterró. Luego le trasladaron a una habitación con otros tres, que estaban chiflados de veras. Cerca del final de su estancia le llevé a comer un par de veces, pero aparte de eso nunca salió del hospital. Las ventanas tenían barrotes, había una guardia antisuicidio. Al ver su cara detrás de las ventanas con barrotes, esperándonos…

Ella le contó todo esto, le retuvo durante tanto tiempo que al final Sabbath se olvidó de lo que había estado restregando en el bolsillo. Luego, cuando cenaban, él se puso a contar su historia…

Así pues, durante la cena, la lujuria y la traición abatidas por la prudencia, la previsión, la inteligencia de la mujer… Eso era lo que había sucedido. La culpa no la tenía Enid. Y tampoco se trataba de que Michelle se sintiera celosa de su hija. Si había querido sondearle sus papilas el sábado, las bragas robadas de la chica sólo la habrían calentado todavía más. Se las habría puesto para él. Se habría puesto prendas de Debby para él. Lo había hecho antes, junto con todo lo demás. Pero usaba las bragas para echarle de la casa antes de que hiciera peligrar su situación. Con las bragas le informaba de que no habría vacilación, de que si intentaba presionarla habría una autoridad todavía con más recursos que el oficial Abramowitz para triturarle. No eran las bragas, el crack, el «torpedo verde»… era el mismo Sabbath. Tal vez él podría contar todavía una historia, per o, por lo demás, no le quedaba nada ni remotamente atractivo, ni siquiera la erección que le había mostrado a Michelle. Todo lo que quedaba de su «jugarse el todo por el todo» era repelente para la mujer. Ella misma era imperfecta, estaba mancillada, era taimada, conyugalmente estaba medio loca, pero aún no era presa de una desesperación incontrolable. Su deshonestidad era de clase corriente, automática. Era una traidora con t minúscula, y las traiciones con t minúscula tienen lugar continuamente… a estas alturas Sabbath podía realizarlas en sueños. No era eso lo que ocupaba el centro de su vida, sino que estaba cayendo en picado y quería morir. Michelle tuvo el equilibrio suficiente para llegar a una decisión juiciosa. El embriagador maníaco que devolvería el encanto a su vida no era él. Haría mejor si se iba de compras, si husmeaba el fracaso menos estrepitoso de algún otro. Y él, que había creído que iba a darse un atracón. Volvía a ser el momento de reventar. ¡Ah, qué exhibición de infantilismo! ¡Creer todavía que aquello podía proseguir eternamente! Tal vez ahora tenía una imagen más nítida de lo que le esperaba. Pues bien, que llegara. Él sabía lo que le esperaba. Que llegara.

Toma el desayuno y vete. Era un momento extraordinario. Todo había terminado.

—¿Cómo has podido coger la ropa interior de Debby? —le preguntó Norman.

—Cómo he podido no es la cuestión.

—Fue irresistible para ti.

—Qué extraña manera de plantear lo. ¿Qué tiene que ver la resistencia? Estamos hablando de termodinámica. El calor como una forma de energía y su efecto sobre las moléculas de la materia. Tengo sesenta y cuatro años y ella diecinueve. Es muy natural.

Norman vestía como el experto en la buena vida que era: traje cruzado a rayas blancas, corbata de seda rojo oscuro con pañuelo a juego en el bolsillo del pecho, camisa azul celeste con el monograma NIC en el bolsillo. Exhibía toda su considerable dignidad, no sólo en su atuendo sino también en su semblante distinguido, una cara delgada, alargada, inteligente, con suaves ojos oscuros y una clase de calvicie que le sentaba bien. Incluso tener menos pelo que Sabbath le hacía mil veces más atractivo. Sin el cabello veías al descubierto la mente en aquel cráneo, la introspección, la tolerancia, la agudeza, la razón. Y era un cráneo viril, hecho con primor pero que, no obstante, reflejaba una determinación casi ostentosa, y su delicadeza no sugería en absoluto una voluntad débil. Sí, toda su figura emanaba los ideales y escrúpulos de lo mejor de la humanidad y a Sabbath no le habría resultado difícil creer que el despacho hacia el que Norman se dirigiría al cabo de unos momentos en una limusina tenía unos objetivos espirituales más elevados incluso que los de un productor teatral. Espiritualidad secular, eso era lo que exudaba, tal vez como todos los productores, los agentes, los abogados que intervenían en operaciones millonarias. Con la ayuda de sus sastres, cardenales judíos del comercio. Sí, ahora que pensaba en ello, eran muy parecidos a los fulleros que rodean al Papa. Nunca habrías adivinado que el distribuidor de tocadiscos automáticos que corrió con todos los gastos trabajaba en los aledaños del mundo criminal. Uno no tenía que conjeturar tal cosa. Norman se había convertido en un impresionante éxito americano, una excelente persona, un hombre bueno, rico, con calidad humana, y dinamita en el teléfono del despacho. ¿Qué más pueden pedir los Estados Unidos a sus judíos?

—Y anoche, durante la cena —le dijo Norman—, ¿era natural que tocaras el pie de Michelle debajo de la mesa?

—No quería tocar el pie de Michelle bajo la mesa, sino el tuyo. ¿No era tu pie?

Él no expresó ni repugnancia ni diversión. ¿Era porque sabía adónde se encaminaban o porque lo ignoraba? Sabbath, desde luego, no lo sabía. Podría ser a cualquier parte. Empezó a notar un olor a Sófocles en la cocina.

—¿Por qué le dijiste a Michelle que mataste a Nikki?

—¿Debería habérselo ocultado? ¿Y también he de estar avergonzado de eso? ¿A qué viene tanto pudor por tu parte?

—Dime una cosa, la verdad… dime si crees que asesinaste a Nikki. ¿Lo crees de ver as?

—No veo ninguna razón por la que no habría de creerlo.

—Yo sí. Estaba allí. Yo sí que veo una razón, porque estaba contigo cuando ella desapareció y fui testigo de tu sufrimiento.

—Sí, bueno, no digo que fuese fácil. Pasarte una temporada en el mar no te prepara para todo. El color del que se volvió, por ejemplo. Verde, como el de Linc. Con la estrangulación disfrutas de todas las satisfacciones primitivas, naturalmente, pero si tuviera que volver a hacerlo, optaría por uno de los métodos más expeditivos. Tendría que hacerlo, a causa de las manos.

¿Cómo planeas tú matar a Michelle?

Cierta emoción provocada por la pregunta de Sabbath hizo que Norman pareciera como si estuviese a flote o volando, alejándose de la orientación que siempre había tenido su vida. Siguió un silencio emocionante, pero al final Norman se limitó a guardarse las bragas de Debby en el bolsillo de los pantalones. Las palabras que dijo a continuación tenían un matiz de amenaza.

—Amo a mi mujer y a mis hijos más que a nada en el mundo.

—Eso lo doy por sentado, pero ¿cómo planeas matarla? Cuando descubras que jode con tu mejor amigo.

—No hagas eso, por favor. Todos sabemos que eres un hombre a escala sobrehumana, que no teme la exageración verbal, pero no merece la pena decirlo todo, ni siquiera a una persona de éxito como yo. No lo hagas, es innecesario. Michelle ha encontrado las bragas de nuestra hija en tu bolsillo. ¿Qué esperas que haga? ¿Cómo esperas que reaccione? No te degrades más ensuciando a mi mujer.

—No me estaba degradando ni ensuciaba a tu mujer. Dime, Norman, ¿no es mucho lo que está en juego para que nos inclinemos ante la convención? Sólo me preguntaba cómo te planteas lo de matarla cuando piensas en ello. De acuerdo, cambiemos de tema. ¿Cómo crees que se plantea ella tu muerte? ¿La imaginas satisfecha cuando vuelas a Los Ángeles, tan sólo confiando en que la American Airlines le solucione el asunto? Eso es demasiado mundano para Michelle. ¿El avión se estrellará y seré libre? No, así es como las secretarias resuelven sus problemas en el metro. Michelle es una mujer de acción, hija de su padre. Si sé algo de los periodontistas, yo diría que ha pensado en estrangularte más de una vez, mientras duermes. Y podría hacerlo. Tiene suficiente fuerza para ello. Yo también pude en otro tiempo. ¿Recuerdas mis manos? ¿Mis manos de antes?

Trabajas durante todo el día como marinero en la cubierta, piqueteando el óxido, piqueteando más y más… el trabajo constante en un barco. Un taladro de metal, un martillo, un escoplo. Y luego las marionetas. ¡La fuerza que tenía en estas manos! Nikki no se enteró de lo que le pasó. Estuvo largo tiempo mirándome con aquellos ojos implorantes, pero, a decir verdad, creo que un forense habría dictaminado que su muerte cerebral se produjo en un minuto.

Norman se retrepó en su silla ante la mesa del desayuno, cruzó un brazo sobre el pecho y, con el otro brazo descansado sobre éste, dejó que la cabeza cayera adelante y se apoyara en las puntas de los dedos. «Exactamente como la frente de Michelle se apoyó en la mía. No puedo creer que las bragas hayan sido la causa. No puedo creer que esta mujer madura y realmente superior se haya dejado amilanar por eso. ¡No es posible que ocurra una cosa así! ¡Es un cuento de hadas! ¡Ésta es la verdadera depravación, esta mierda remilgada!».

—¿Qué diablos le ha ocurrido a tu mente? —le preguntó Norman—. Esto es terrible.

—¿Qué es lo terrible? —replicó Sabbath—. ¿Las bragas de la chica alrededor de mi polla para ayudarme a pasar la noche después del día que he tenido? ¿Eso es tan terrible? Vamos, Norm. ¿Bragas en mi bolsillo durante un funeral? Eso es esperanza.

—¿Qué vas a hacer cuando te vayas de aquí, Mickey?

—¿Volverás a casa?

—Siempre te ha resultado difícil imaginar cómo voy a arreglármelas, ¿eh, Norman? Te intriga qué voy a hacer sin protección. Te preguntas cómo se las apaña cualquiera de nosotros sin protección. Pero no existe ninguna protección, muchacho. Todo es papel pintado en la pared, Norman. Fíjate en Linc. Mira a Sabbath, a Morty, a Nikki. Míralos, por cansado y espantoso que pueda ser mirarlos. Estamos en manos de la falta de protección. Cuando estaba embarcado, al llegar a puerto siempre me gustaba visitar las iglesias católicas. Siempre iba solo, a veces todos los días que permanecíamos en el puerto. ¿Sabes por qué? Porque encontraba algo magníficamente erótico en la contemplación de las muchachas arrodilladas y orantes, pidiendo perdón por todas las cosas malas que habían hecho, verlas buscar protección. Eso me ponía muy cachondo. Buscar protección del prójimo, de sí mismas, de todo… pero no existe tal protección. Ni siquiera para ti. Incluso tú estás expuesto, ¿qué te parece? ¡Expuesto! ¡Estás desnudo del todo, incluso con ese traje! El traje es inútil, el monograma es inútil, nada servirá. No tenemos la menor idea de cómo van a salir las cosas. Por Dios, hombre, ni siquiera puedes proteger unas bragas de tu hija…

—Comprendo tu postura, Mickey —le dijo Norman en voz baja—. Entiendo esa filosofía tan ardiente. Eres un hombre ardiente. Has renunciado a toda contención, ¿no es cierto? La razón más profunda de buscar el peligro es que, en cualquier caso, es imposible rehuirlo. O lo buscas o él te buscará. Es la opinión de Mickey y, en teoría, estoy de acuerdo. Pero en la práctica actúo de una manera diferente: si el peligro vendrá a mi encuentro de todos modos, no es necesario que lo busque. Linc me ha convencido de que lo extraordinario está asegurado. Es lo ordinario lo que se nos escapa. Lo sé bien, pero eso no significa que esté dispuesto a abandonar la porción de lo ordinario que he tenido la suerte de conseguir y aferrarme a ella. Quiero que te vayas. Es hora de que te marches. Voy a sacar tus cosas de la habitación de Debby y entonces te marchas.

—¿Con o sin desayuno?

—¡Quiero que te vayas de aquí!

—¿Pero por qué te pones así? No puede ser sólo por las bragas. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para eso. ¿Es porque le he enseñado la polla a Michelle? ¿Es ésa la razón de que no pueda desayunar?

Norman se había levantado de la mesa. Aún no temblaba como Linc (o como Sabbath en brazos de Rosa), aunque su mandíbula parecía presa de alguna clase de ataque.

—¿No lo sabías? No puedo creer que no te lo dijera. «Hay un toro en Sabbath. Se juega el todo por el todo». Las bragas no son nada. Tan sólo pensé que lo justo era sacármela y enseñársela antes de que nos viésemos el sábado, por si no era de su gusto. Me invitó el sábado a una prueba periodontal. No me digas que tampoco sabías eso. En su consultorio, el sábado. —Norman permanecía inmóvil en su lado de la mesa y Sabbath añadió—: Pregúntaselo. Ése era el plan. Lo teníamos todo dispuesto. Por eso, cuando me has dicho que no podía quedarme a desayunar, he imaginado que era porque el sábado iré a su consultorio para tirármela. Además de que le enseñara la polla. Que sean sólo las bragas… no, eso no me lo creo.

Y esto Sabbath lo decía en serio. El mar ido entendía a la esposa mejor de lo que habría admitido.

Norman abrió uno de los armarios por encima del mostrador de servicio y sacó un paquete de bolsas de plástico.

—Voy a buscar tus cosas.

—Lo que tú digas. ¿Puedo comerme el pomelo?

Sin molestarse en responder, Norman dejó a Sabbath solo en la cocina.

El medio pomelo había sido segmentado para Sabbath. El pomelo segmentado, algo fundamental en el estilo de vida de aquellas personas, tan fundamental como las Polaroids y los diez mil pavos. ¿Tendría que mencionarle también el dinero a Norman? No, ya lo sabía. Seguramente lo sabía todo. A Sabbath le gustaba aquella pareja. Creía que cuanto más llegaba a entender el caos que se agitaba en aquella casa, tanto más admiraba cómo mantenían su unión. La actitud marcial con la que él había encajado el informe de Sabbath sobre la noche anterior. Lo sabía. Tenía las manos llenas.

Había algo en ella que siempre amenazaba con desbaratarlo todo, el calor, la comodidad, el maravilloso edredón que era su posición privilegiada. Tener que habérselas con todo lo que ella es sin dejar de mantener sus ideales civilizados. ¿Por qué se molesta? ¿Por qué sigue con ella? El pasado. En primer lugar, un pasado tan largo. El presente, tanto presente. La máquina que es todo ello. La casa en Nantucket. Los fines de semana en Brown, en su calidad de padres de Debby. Las notas de la chica bajarían en picado si ellos se separasen. Llama puta a Michelle, échala con cajas destempladas y Debby nunca llegará a la facultad de medicina. Y, además, está la diversión: el esquí, el tenis, Europa, el hotelito que tanto les gusta en París, la Université. El reposo cuando todo va bien. Alguien a tu lado cuando esperas que llegue del laboratorio el informe de la biopsia. No hay tiempo para acuerdos, abogados y empezar de nuevo. El valor de soportar la situación en vez de ponerle fin, el «realismo». Y el temor a que no haya nadie en casa.

Todas estas habitaciones y que no haya nadie más en casa por la noche.

Norman encuentra su estabilidad en esta clase de vida, su talento le sirve para esta vida. No puedes empezar a salir con otra mujer en el crepúsculo de la existencia. Y, además, la menopausia está de su parte. Si sigue permitiendo que su mujer se salga con la suya, si nunca llega con ella al límite de la tolerancia, es porque muy pronto la menopausia pondrá a Michelle en su sitio. Y ella, por su parte, no llega a ese límite porque tampoco es de una sola pieza. Norman comprende (si la menopausia no lo hace, esa comprensión suya lo hará) que es preciso minimizar mucho las cosas. Eso es algo que Sabbath nunca ha aprendido: reflexionar a fondo en la situación, aguantar, calmarse.

Michelle es tan indispensable para el estilo de vida de Norman como el pomelo segmentado. Ella es el pomelo segmentado: el cuerpo dividido y la sangre seductora. La Anfitriona impía. El Ardor santo. El acercamiento de Sabbath al bocado que era Michelle no iría más allá. Todo había terminado.

Él era un zapato meshuggeneh[21] desechado.

—Vives en el mundo del amor auténtico —le dijo a Norman, cuando éste volvió a la cocina con una bolsa que contenía todo excepto la chaqueta de Sabbath. Norman depositó el torpedo verde sobre la mesa.

—¿Y tú dónde vives? —replicó Norman—. Vives en el fracaso de esta civilización. La inversión de todo en erotismo. La inversión definitiva de todo en sexo. Y ahora recoges tu cosecha de soledad. Una borrachera erótica, la única vida apasionada que puedes llevar.

—¿Y es siquiera tan apasionada? —inquirió Sabbath—. ¿Sabes lo que Michelle le habría dicho a su terapeuta si hubiéramos llegado a hacerlo? Le habría dicho: «Supongo que es un hombre bastante agradable, pero tiene que mantenerse fresco con hielo».

—No, tiene que mantenerse fresco con la provocación, por medio de una provocación anárquica. Nuestra sociedad nos determina hasta tal punto que sólo podemos vivir como seres humanos si nos volvemos anárquicos.

¿No es ésa la explicación? ¿No lo ha sido siempre?

—Vas a sentirte defraudado por esto, Norman, pero, encima de todo lo demás que me falta, resulta que carezco de cualquier explicación. Tienes una amable comprensión liberal, pero fluyo velozmente a lo largo de los bordillos de la vida, soy un mero desperdicio, en posesión de nada que obstaculice una interpretación objetiva de la mierda.

—El panegírico de la obscenidad ambulante —replicó Norman—. El santo invertido cuyo mensaje es la profanación. ¿No es fatigoso ese papel de héroe rebelde en 1994? Qué época tan inadecuada para pensar en el sexo como rebelión. ¿Volvemos al guardabosques de Lawrence? ¿En esta hora tardía? Andar por ahí con esa barba, defendiendo las virtudes del fetichismo y el voyeurismo… Andar por ahí con esa barriga, abogando por la pornografia y haciendo ondear la bandera de tu polla. Qué viejo chiflado patético y pasado de moda estás hecho, Mickey Sabbath. El último asidero de la desacreditada polémica masculina. Incluso cuando el más sangriento de todos los siglos llega a su final, ahí estás tú, trabajando día y noche para crear un escándalo erótico. ¡Eres una jodida reliquia, Mickey! ¡Una antigualla de los años cincuenta! ¡Linda Lovelace[22] está ya a años luz detrás de nosotros, pero tú insistes en pelearte con la sociedad como si el presidente fuese Eisenhower! —pero entonces, casi en tono de disculpa, añadió—: La inmensidad de tu aislamiento es horrorosa. Eso es todo lo que realmente quería decir.

—Pues en ese aspecto te llevarías una sorpresa —replicó Sabbath—. No creo que hayas probado nunca el verdadero aislamiento. Es la mejor preparación que conozco para la muerte.

—Vete —le dijo Norman.

En el fondo de uno de los bolsillos delanteros, aquellos bolsillos enormes en los que podría transportar un par de patos muertos, Sabbath encontró la taza que había metido allí antes de entrar en la funeraria, la taza de cartón con la que había mendigado y que aún contenía la calderilla que le habían dado en el metro y en la calle. Cuando le dio la chaqueta a Michelle para que la enviara a la tintorería, también se había olvidado de la taza. La taza había sido la culpable, naturalmente. La taza de mendigo. Eso era lo que había aterrado a Michelle, que mendigara. Era mejor un hombre que no se lavara que un mendigo con una taza. Eso era ir mucho más lejos de lo que ella había deseado. Muchas cosas escandalosas la estimulaban, cosas indecentes, desconocidas, extrañas, cosas que bordeaban lo peligroso, pero en la taza de pedir no había más que una insolencia excesiva. Ahí, por fin, había degradación sin una sola emoción redentora. El atrevimiento de Michelle trazaba la línea en la taza de mendigo. La taza había traicionado su pacto secreto en el pasillo, provocando en ella una furia y un pánico que la enfermaron físicamente. La taza representaba todos los males inferiores que conducían a la destrucción, la fuerza desatada que podía arruinarlo todo. Y probablemente no se equivocaba. Las bromitas estúpidas pueden ser muy determinantes en el esfuerzo por no salir perdedor. ¿Veía él con claridad lo lejos que había caído con aquella taza? Lo desconocido sobre cualquier exceso es lo excesivo que ha sido. Lo cierto era que no podía detestarla tanto por echarle debido a la taza como la había detestado cuando pensó que, para ella, la maldad traicionera consistía en masturbarse con las bragas, una diversión humana de lo más natural y sin duda, tratándose de un invitado, una falta leve.

La idea de haber perdido a su última querida antes de que hubiera tenido la oportunidad de adueñarse entusiásticamente de sus secretos (y por culpa del señuelo mágico de la mendicidad, no sólo por la seducción de una broma con la que se burlaba de sí mismo y la irresistible diversión teatral que comportaba, sino por la repulsiva rectitud de su error enaltecido, la espléndida vocación a la que respondía, la oportunidad que sus encuentros ofrecían a la desesperación de Sabbath por abrirse paso hasta el final inequívoco), le hizo caer al suelo, desvanecido.

Sin embargo, el desvanecimiento fue en cierto modo como lo de mendigar, ni estaba fundado del todo en la necesidad ni carecía por completo de aspectos divertidos. Al pensar en todo lo que aquella taza había destruido, dos anchos trazos negros cruzaron su mente de un extremo de la tela al otro, pero, en cualquier caso, Sabbath también tenía el deseo de desmayarse. Hubo artificio en aquel desvanecimiento. No se le escapó la tiranía de la pérdida del sentido. Ésa fue la última observación integrada en su cinismo antes de que diera con sus huesos en el suelo.

Las cosas no habrían salido mejor si las hubiera planeado hasta el último detalle. En realidad, un «plan» no habría funcionado en absoluto. Se encontró tendido, todavía vivo, entre los tartanes claros que decoraban las paredes de la habitación de los Cowan. Era criminal depositar sobre la colcha aquella chaqueta de mendigo que no había llegado a conocer los beneficios de la tintorería, pero fue Norman quien la dejó allí. La llovizna perlaba las grandes ventanas y una bruma cuya blancura lechosa lo difuminaba todo se alzaba por encima de las copas de los árboles en el parque. Un retumbar que no era tan bajo como el de la risa de Michelle penetraba desde el otro lado de las ventanas, el de los truenos que evocaban a Sabbath sus años y años de exilio al lado de las cataratas sagradas de los indios madamaskas. El refugio que era el lecho de los Cowan le hizo desear extrañamente el de Debby y la apenas discernible (quizás incluso imaginaria) marca del torso de la muchacha a lo largo del colchón. Lo había usado un día y el lecho de Debby ya se había convertido en un hogar lejos de su hogar.

Pero su habitación estaba cerrada como el aeropuerto de La Guardia, sin más vuelos de llegada ni de salida.

Sabbath oía a Norman hablar por teléfono con el doctor Graves, comentando la posibilidad de llevarle al hospital, y no parecía como si el doctor se mostrara contrario a ello. Norman no soportaba ver lo que estaba viendo, ahora aquel tipo pisándole los talones a Linc… Parecía como si hubiera decidido hacerse cargo de las deformidades del viejo y restaurarle de modo que llegase a ser armonioso, como lo fue Sabbath hasta tercer curso de primaria: capaz de perdonar, compasivo, decidido, infatigable, casi irracionalmente humano… Todo el mundo debería tener un amigo como Norman.

Toda mujer debería tener un marido como Norman, reverenciar a un marido como Norman, en lugar de bombardear la decencia del hombre con sus placeres vulgares. El matrimonio no es una unión arrobada. Ella debería aprender a renunciar a la gran ilusión narcisista del éxtasis. Su contrato de arrendamiento del éxtasis quedaba revocado a partir de entonces. Había que enseñarla, antes de que fuese demasiado tarde, a renunciar a aquella querella inexperta con los límites de la vida. Sabbath le debía a Norman por lo menos eso, por haber ensuciado el hogar de los Cowan con sus vicios triviales. Ahora sólo debía pensar abnegadamente en Norman. Cualquier intento de salvar a Sabbath precipitaría a Norman en una experiencia que apenas se merecía.

El hombre a salvar era Norman, él era el indispensable. Y Sabbath tenía el poder para salvarle. La hazaña coronaría su visita a aquella casa, el pago, tan honestamente como él supiera, de su deuda por la insistencia incauta con la que su amigo le había invitado a su casa. Oía las voces que le llamaban para que entrara en el reino de la virtud.

Nada estaba más claro para Sabbath que la necesidad de que Norman jamás viese aquellas fotos Polaroid. ¡Y si alguna vez daba con el dinero en metálico…! Tras el suicidio de un amigo y el desvanecimiento de otro, encontrar las fotos o el dinero o ambas cosas convertiría en cenizas sus últimas ilusiones, haría añicos el orden de su existencia. Diez mil en metálico. ¿Para comprar qué? ¿Para vender qué? ¿Para qué y para quién trabaja? Su coño fotografiado para la posteridad… ¿por quién? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Para conmemorar qué? No, Norman no debía conocer nunca las respuestas, y no digamos formularse las preguntas.

Su amigo estaba finalizando por teléfono las gestiones necesarias para hospitalizarle cuando Sabbath cruzó la moqueta hasta el tocador de Michelle, abrió el cajón inferior y extrajo de debajo de la lencería los sobres de papel Manila. Se los metió en el gran bolsillo impermeable interior de su chaqueta y, en su lugar, dejó la taza de mendigo, con calderilla y todo. La próxima vez que ella quisiera estimularse con un recordatorio de la otra mitad de su vida sería su taza lo que encontraría secretamente introducido en el cajón, su taza, para conmocionarla con los horrores de los que se había librado. La mujer apreciaría lo que tenía cuando viera aquella taza… y se aferraría a Norman, como era debido.

Al cabo de unos segundos, cuando cruzaba a toda prisa la puerta del piso, tropezó con Rosa, que llegaba para trabajar.

Él le aplicó la yema de un dedo en la curva alzada de los labios y le indicó con los ojos que no debía hacer ruido, pues el señor estaba en casa, al teléfono, ocupado en un trabajo importante. ¡Cómo debía de apreciar la cortesía de Norman… y detestar que Michelle le traicionara! La detestaba por todo.

¡Adiós, mi linda muchacha!

Y entonces, mientras Norman estaba consiguiéndole una cama en Payne Whitney, Sabbath se apresuró hacia su coche y partió en dirección a la costa de Jersey, a f in de tomar allí las disposiciones para su entierro.

Túnel, autopista de peaje, carretera flanqueada de árboles… ¡la costa!

¡Una hora y cinco minutos en dirección al sur y allí estaba! ¡Pero el cementerio había desaparecido! ¡Asfalto extendido sobre las tumbas y los coches aparcados allí! ¡Un cementerio enterrado para levantar un supermercado en el solar! La gente compraba en el cementerio.

Avanzó junto a la larga guirnalda de carritos de compras vacíos (el siglo se acercaba a su final, el siglo que había invertido prácticamente el destino humano, pero el carrito de compras era lo que aún significaba para Sabbath la superación del viejo estilo de vida) y se dirigió al nido de cuervos que era la oficina desde donde vigilaban las cajas registradoras, para averiguar quién era el responsable de aquella profanación demencial.

—No sé de qué me está hablando —le dijo el encargado—. ¿Por qué grita? Mire en las páginas amarillas.

Pero era un cementerio, no tenía teléfono. Un teléfono en un cementerio sonaría fuera de la horquilla. Si uno pudiera hablar con ellos por teléfono… Además, su familia yacía bajo aquel espetón en el que asaban pollos.

—¿Dónde diablos los han puesto?

—¿Puesto a quiénes?

—A los muertos. ¡Soy un familiar! ¿Qué pasillo?

Subió al coche y condujo trazando círculos. Se detuvo a preguntar en las gasolineras, pero ni siquiera conocían el nombre del lugar. Claro que B’nai Tal o Beth Cual tampoco les habría dicho nada a los muchachos negros que manejaban las mangueras de la gasolina. Sabbath sólo sabía dónde estaba, y allí no estaba. Allí, en el lejano límite del condado, donde cuando murió su madre había kilómetros de breñales al nivel del mar, se alzaban por todas las partes construcciones con las que alguien confiaba en beneficiarse, y cada uno de aquellos edificios decía: «De todas las ideas, ésta es la peor», o: «El amor humano por lo espantoso… no hay forma de mantenerse a su altura».

¿Dónde los habían puesto? Qué proyecto cívico tan demencial, el de establecer a los muertos en un nuevo lugar. A menos que los hubieran hecho desaparecer por completo, para terminar con la fuente de toda incertidumbre, para solucionar el problema de una vez por todas. Sin ellos alrededor quizá no nos sentiríamos tan solos. Sí, los muertos son un obstáculo para nosotros.

La afortunada casualidad de ir por un carril de cambio de sentido detrás de un coche lleno de judíos que iban a enterrar a alguien le permitió encontrarlo. Las granjas avícolas habían desaparecido, lo cual explicaba que se hubiera extraviado tanto. El solar triangular, del tamaño de la mitad de un petrolero, estaba ahora limitado a lo largo de la hipotenusa por un grande e irregular almacén detrás de una alta valla metálica. Una siniestra aglomeración de torres metálicas y cables de tensión eléctrica se alzaba a lo largo del segundo lado, y en el tercero, la población local había establecido un lugar de descanso definitivo para todo tipo de colchones que habían tenido un final violento. Otros restos domésticos estaban diseminados por el campo o yacían en el borde, donde los habían arrojado. Y no había dejado de llover. La niebla y la llovizna aseguraban a la escena un lugar permanente en el ala norteamericana del museo de la memoria donde Sabbath conservaba los infortunios terrestres. La luz otorgaba más significado del necesario. Aquello era auténtico realismo. En la naturaleza de las cosas había más significado del necesario.

Sabbath aparcó al lado de la valla de estacas puntiagudas frente a las torres metálicas. Más allá de una puerta baja de hierro, que colgaba desprendida a medias de sus bisagras, se alzaba una casa de ladrillo rojo, una pequeña construcción ladeada con un acondicionador de aire que también parecía la tumba de alguien.

Unos perros estaban encadenados a la casa, y los hombres, que permanecían en pie mientras charlaban, llevaban todos gorras de béisbol, tal vez porque era un cementerio judío o tal vez porque eso era lo que llevaban los sepultureros. Uno de ellos, que estaba fumando, arrojó el cigarrillo cuando Sabbath se les acercó. Tenía cortado el cabello gris de un modo brutal y llevaba camisa de faena y gafas de sol. Su temblor sugería la necesidad de un trago. Un segundo individuo, con tejanos Levi’s y una chaqueta de franela roja, no tendría más de veinte años, y era un chico de ojos grandes y con el semblante italiano triste de todos los Casanovas en la escuela media de Asbury, los amantes entre la población italiana que probablemente acaban vendiendo neumáticos para ganarse la vida. Para ellos era un golpe maestro conseguir a una chica judía, mientras que los muchachos judíos de Asbury pensaban: «Las italianitas, las animadoras italianas, ésas son las cachondas, las que, si tienes suerte…». Los italianos solían llamar a los chicos de color moolies o moolenyams, palabras derivadas del dialecto siciliano, o tal vez calabrés, y que significaban berenjena.

Hacía años que a Sabbath no le divertía la estupidez cómica de esa palabra, hasta que se detuvo en la estación de servicio Hess para preguntar si había un cementerio judío en los alrededores, una pregunta que el mooly que trabajaba allí tomó por una broma con ribetes tétricos por parte del tipo de barba blanca.

El jefe era, claramente, el hombre robusto de más edad y vientre prominente, el cual caminaba cojeando y agitaba los brazos con gesto de consternación.

—¿Dónde puedo encontrar al señor Crawford? —le preguntó Sabbath.

A. B. Crawford era el nombre indicado en los dos letreros de aviso clavados a un poste al lado de la entrada, junto a la identificación de su cargo: «supervisor».

Los perros habían empezado a ladrarle en cuanto entró en el cementerio y no dejaron de hacerlo mientras hablaba.

—¿Es usted A. B. Crawford? Me llamo Mickey Sabbath. Mis padres están ahí, en alguna parte… —señaló hacia un ángulo lejano al otro lado del vertedero, donde los senderos eran anchos, había hierba y las lápidas aún no parecían desgastadas por la intemperie—, y mis abuelos están allí. —Señaló el otro extremo del cementerio, retrocediendo hacia el almacén al otro lado del camino. Las tumbas en aquel sector estaban muy prietas, en hileras ininterrumpidas. Los detritus, por así decirlo, de los primeros judíos que llegaron a la costa. Sus lápidas se habían ennegrecido décadas atrás—. Tiene que encontrarme un sitio para mí.

—¿Para usted? —dijo el señor Crawford—. Usted es joven todavía.

—Sólo de espíritu —replicó Sabbath, y de repente tuvo la intensa sensación de hallarse en casa.

—¿Ah, sí? Yo tengo azúcar en la sangre —dijo Crawford—. Y éste es el peor sitio del mundo para eso. Empeoramiento constante. Éste es el peor invierno que jamás hemos tenido que soportar.

—¿De veras?

—El hielo del suelo tenía cuarenta centímetros de grosor. Esto —hizo un gesto teatral abarcando su dominio— era una lámina de hielo. No se podía llegar a aquellas tumbas sin que alguien se cayera.

—¿Cómo enterraban a la gente?

El hombre respondió en tono fatigado:

—Los enterrábamos. Nos daban un día para eliminar el hielo y al día siguiente los enterrábamos. Usábamos martillos neumáticos y esas cosas. Ha sido un invierno duro, muy duro. ¿Y el agua del suelo? Olvídelo.

Crawford era una víctima. El oficio no tenía nada que ver. Era un hombre que no podía salir de debajo. Era un problema de carácter.

Inalterable. Sabbath simpatizaba con él.

—Quiero una parcela, señor Crawford. Mi familia se llama Sabbath.

—Me encuentra usted en un mal momento porque muy pronto voy a tener un entierro.

El coche funerario había llegado y la gente se reunía a su alrededor Paraguas. Mujeres con niños. Hombres con los yarmulkes puestos en la cabeza. Todo el mundo esperando en la calle a pocos metros de los cables y las torres metálicas. Sabbath oyó una risa apagada entre la muchedumbre.

Alguien había dicho algo cómico en un entierro. Siempre ocurre. El hombrecillo que acababa de llegar y llevaba un libro en la mano debía de ser el rabino. De inmediato le ofrecieron refugio bajo otro paraguas. Otra risa.

Vete a saber qué significaba eso acerca del difunto. Probablemente nada.

Tan sólo se trataba de que los vivos vivían y no podían evitarlo. Una muestra de ingenio, que no es el peor de los engaños.

—Bueno —dijo el señor Crawford, calculando con rapidez el número de personas—, todavía están llegando. Vamos a dar un paseo. Rufus —le dijo al borracho tembloroso—, vigila a los perros, ¿eh?

Pero la inspección rápida que habían hecho de Sabbath resultó en furiosos ladridos cuando su amo se alejó cojeando con él. Crawford se volvió rápidamente y señaló el cielo con un dedo amenazante.

—¡Basta! —gritó.

—¿Por qué tiene perros? —le preguntó Sabbath, mientras reanudaban su camino a lo largo de un sendero que conducía a las lápidas de la par cela de la familia Sabbath.

—Los ladrones ya han entrado cuatro veces en el recinto, para robar equipo. Han robado todas las herramientas, máquinas que cuestan trescientos o cuatrocientos dólares. Podadoras de setos que funcionan con gasolina y todas esas cosas que hay allá.

—¿No tiene seguro?

—No, nada de seguro, olvídese de eso. ¡Soy yo! —exclamó excitado—. ¡Soy yo! ¡Es dinero de mi bolsillo! Yo compro el equipo y todo lo demás. Esta asociación me da novecientos dólares al mes, ¿sabe? Y con eso tengo que pagar toda la ayuda, ¿sabe? Entretanto, acabo de cumplir los setenta y cavo todas las tumbas, pongo todos los cimientos, menuda broma.

La ayuda que hoy se consigue… tienes que decirles lo que han de hacer hasta el último detalle. Y ya nadie quiere hacer esta clase de trabajo. Me falta un hombre, voy a Lakewood y me traigo un mexicano. Hay que traer a un mexicano, menuda broma. Hace seis meses estaba alguien aquí visitando una tumba y se le acerca un schvartze[23] y le pone una pistola en la cabeza.

¡A las diez de la mañana! Por eso traje a los perros, porque me avisan si hay alguien afuera cuando me encuentro aquí a solas.

—¿Desde cuándo está aquí? —le preguntó Sabbath, aunque ya conocía la respuesta: el tiempo suficiente para aprender a decir schvartze.

—Desde hace demasiado —replicó Crawford—. Yo diría que estoy aquí desde hace quizá cerca de cuarenta años. Acerté de lleno al venir aquí.

El cementerio está en bancarrota. Sé que están en bancarrota. El negocio del cementerio no da dinero. Lo que sí lo da es el negocio de los monumentos funerarios. No tengo pensión, nada. Tan sólo voy trampeando. Cuando hay un entierro, ¿sabe?, me saco unos dólares extra, y eso redondea la paga, pero es un, es un… no sé, es un problema.

Cuarenta años. Se perdió a la abuela y a Morty, pero enterró a todos los demás. Y ahora le tenía a él.

—Y ningún beneficio —se lamentaba Crawford—. Nada en el banco.

Nada de nada.

—Aquí hay un pariente mío —dijo Sabbath, señalando una lápida con la inscripción «Shabbas». Debía de ser el primo Pez, que le enseña nadar—. Mis antepasados se llamaban Shabbas —le explicó a Crawford—. Escribían ese apellido de todas las maneras imaginables: Shabas, Shabbus, Shabsai, Sabbatai. Mi padre se llamaba Sabbath, apellido que recibió de los parientes que vivían en Nueva York cuando llegó a Estados Unidos de niño.

Creo que estamos allí.

Mientras buscaba las tumbas su emoción iba en aumento. Las últimas cuarenta y ocho horas habían estado repletas de efectos teatrales, confusión, decepción, aventura, per o nada con un poder tan primario como aquello. Los latidos de su corazón no habían sido tan fuertes ni siquiera mientras robaba a Michelle. Por fin se sentía dentro de su vida, como alguien que, tras una larga enfermedad, vuelve a calzarse por primera vez.

—Una tumba —dijo Crawford.

—Una tumba.

—Para usted.

—Exacto.

—¿Dónde querría esa tumba?

—Cerca de mi familia.

A Sabbath le goteaba la barba, y tras retorcerla con una mano, la dejó con el aspecto de una palmatoria trenzada.

—Bueno —dijo Crawford—. Dígame dónde está su familia.

—Allí. ¡Allí!

Muros de amargura se derrumbaban y la superficie de algo no revelado durante largo tiempo (¿el alma de Sabbath?, ¿la película de su alma?) aparecía iluminado por la felicidad, tan cerca como es posible acariciar físicamente una sustancia insustancial.

—¡Están ahí!

Sí, todos estaban allí, en el suelo, viviendo juntos como una familia de ratones de campo.

—Sí —dijo Crawford—, pero usted necesita una individual. Ésa de ahí es la sección de individuales, la que está contra la valla.

Señalaba una sección de valla alambrada muy descuidada al otro lado del camino, frente a la peor parte del vertedero. Sería posible reptar por debajo de la valla, pasar por encima o, incluso sin una cortadora de alambres o unas tenazas, apartar simplemente con la mano la porción que seguía fijada a la valla. Desde un coche habían tirado una lámpara de pie hacia el otro lado del camino, de modo que la lámpara ni siquiera estaba en el vertedero sino que yacía en el arroyo como alguien abatido de un tiro mientras andaba. Probablemente no necesitaba más que un cable nuevo, pero era evidente que su dueño odiaba aquella lámpara y había ido hasta allí en su coche para deshacerse de ella frente al cementerio de los judíos.

—No sé si puedo darle o no una tumba en esa parte. El que está al lado de la puerta es el último espacio que podría reservarle, ¿sabe? Y de aquí hacia delante, al otro lado de la puerta, hay cuatro parcelas. Pero quizá tenga usted una tumba con su familia y ni siquiera lo sepa.

—Podría ser —dijo Sabbath—, es verdad.

Y ahora que Crawford había planteado esa posibilidad recordó que cuando enterraron a su madre había, en efecto, una parcela vacía a su lado.

La hubo, pero ya estaba ocupada. Según las fechas de la lápida, dos años atrás habían enterrado a Ida Schlitzer en la cuarta parcela de la familia.

Era la hermana soltera de su madre, del Bronx. En todo el Bronx no quedaba un solo espacio, ni siquiera para una persona tan menuda como Ida. ¿O acaso todo el mundo se había olvidado del segundo hijo? Tal vez creían que seguía embarcado o que ya se había muerto debido a su estilo de vida.

Enterrado en el Caribe, en las Antillas. Eso es lo que debería haberle ocurrido. En la isla de Curaçao. Le habría gustado yacer allí. El puerto de Curaçao no es de aguas profundas. Había un larguísimo embarcadero, que entonces parecía tener más de un kilómetro de longitud, en cuyo extremo amarraba el petrolero. Nunca lo olvidó, porque había caballos y proxenetas, macarras si lo preferís, pero eran niños pequeños quienes conducían los caballos. Y daban un golpe al puñetero caballo, y éste te llevaba directamente a la casa de putas. Curaçao era una colonia holandesa, el puerto se llamaba Willemstad, un puerto colonial burgués, hombres y mujeres llevaban vestimenta tropical, blancos con salacots, una agradable y pequeña ciudad colonial, y el cementerio estaba al pie de aquellas hermosas colinas donde había un complejo de burdeles mayor que cualquiera que él hubiese visto en toda su vida de marinero. Las tripulaciones de Dios sabía cuántos barcos amarrados en aquel puerto, y todos ellos allí arriba, follando.

Y los buenos hombres de la ciudad allá arriba, follando. Y él dormido en el bonito cementerio al pie de la colina. Pero se había perdido su oportunidad en Willemstad al cambiar las putas por marionetas. Así que ahora la tía Ida, quien jamás dijo ni chus ni mus a nadie, le había dejado sin parcela.

Desplazado por una virgen que se dedicó durante toda su vida a mecanografiar documentos para el Departamento de Parques y Esparcimiento.

Querido hijo y hermano

muerto en acción en las Filipinas

13 abril de 1924 - 15 diciembre de 1944

Siempre en nuestros corazones

Teniente Morton Sabbath

Papá a un lado, mamá al otro y, al lado de mamá, Ida en lugar de él.

Ni siquiera los recuerdos de Curaçao podían compensarlo. Rey del reino cuyos súbditos carecen de ilusiones, emperador de la falta de esperanzas, dios y hombre alicaído del engaño, Sabbath aún tenía que aprender que nada, absolutamente nada le saldría bien jamás, y esa torpeza, por sí sola, le causaba un gran sobresalto. ¿Por qué la vida le negaba incluso la tumba? Si sólo hubiera dominado su horror por una buena causa y se hubiera matado dos años atrás, aquel lugar al lado de mamá sería suyo.

Crawford, que miraba la parcela funeraria de los Sabbath, le informó de repente:

—Ah, si los conozco. Hombre, fueron buenos amigos míos. Conocí a su familia.

—¿Ah, sí? ¿Conoció a mi padre?

—Pues claro que sí, era una buena persona, un autentico caballero.

—Ése era él.

—Creo que la hija o alguien viene mucho por aquí. ¿Tiene usted hijas?

No, pero ¿qué más daba? El hombre sólo trataba de poner un ungüento a las heridas sentimentales y, de paso, hacerse con unos pocos dólares.

—Claro —respondió Sabbath.

—Pues sí, viene mucho por aquí. Mire eso. —Crawford señaló los espesos arbustos que cubrían las cuatro tumbas, plantas de hoja perenne cortadas pulcramente hasta dejarlas en unos quince centímetros de altura—. No hace falta trabajar en esa parcela, no señor.

—No, desde luego, y es bonita. Tiene un aspecto muy agradable.

—Mire, lo único que podría hacer es darle una tumba allí —en el ángulo del triángulo donde se cruzaban las dos calles llenas de baches que estaban más allá, había un espacio vacío dentro de la valla de alambre medio caída—. ¿Ve usted? Pero tendría que ir dos tumbas más allá. En cualquier lugar excepto en la sección de tumbas individuales, hay que ir por lo menos dos tumbas más allá. ¿Quiere que le enseñe dónde están las parcelas de dos tumbas?

—Claro, enséñemelas, ya que estoy aquí y usted tiene tiempo.

—No tengo tiempo pero lo sacaré de alguna parte.

—Muy bien, es usted muy amable —le dijo Sabbath, y los dos echaron a andar bajo la llovizna hacia el lugar donde el cementerio parecía un solar abandonado, lleno de hierbajos sin cortar ya a mediados de abril.

—Ésta es una sección más bonita que la de las individuales —le dijo Crawford—. Estaría frente a la carretera. Los que pasen por delante verían su lápida. Ahí arriba se juntan dos carreteras, hay tráfico en dos direcciones.

—Pisoteó el suelo húmedo con la bota embarrada de su pie sano y declaró:

—Yo diría que éste es el sitio.

—Pero mi familia está allí, y les daría la espalda, ¿no es cierto? Aquí estoy de cara a la dirección errónea.

—Entonces quédese la otra, con las individuales, si no está reservada.

—Tampoco los veo muy bien desde ahí, francamente.

—Sí, pero está frente a una familia muy buena, los Weizman. Tiene delante a una familia muy buena. Todo el mundo está orgulloso de los Weizman. La mujer que se encarga de este cementerio se apellida Weizman.

Acabamos de enterrar a su marido ahí. Toda su familia está enterrada ahí.

Hace poco enterramos a su hermana. Es una buena sección, y delante de ellos está la sección de tumbas individuales.

—¿Pero qué me dice de esa zona a lo largo de la valla, donde no estaría lejos de mi familia? ¿Ve a qué sitio me refiero?

—No, no, no. Esas tumbas ya se han vendido, y es una sección de cuatro tumbas. ¿Me comprende?

—Sí, claro —dijo Sabbath—. La sección de individuales, la de dos tumbas y todo el resto son parcelas de cuatro tumbas. Perfectamente claro.

¿Por qué no echa un vistazo para ver si esa individual está reservada o no?

Porque está un poco más cerca de mi familia.

—Mire, ahora no puedo hacer eso. Tengo un entierro.

Regresaron juntos entre las hileras de tumbas hacia la pequeña casa de ladrillo donde los perros estaban encadenados.

—Bueno, esperaré a que termine el entierro —le dijo Sabbath—. Puedo visitar a mi familia y luego usted me dice si esa tumba está disponible y cuánto cuesta.

—El coste, sí, desde luego. La verdad es que no son tan caras.

¿Cuánto podría ser? Unos cuatrocientos, por ahí anda el precio. Lo máximo que podría valer. Quizá cuatrocientos cincuenta. No sé. No tengo nada que ver con la venta de tumbas.

—¿Quién se ocupa de eso?

—La mujer que está en la organización, la señora Weizman. —¿Y la organización le paga a usted?

—Me paga… —dijo en un tono de disgusto—. Es una broma decir que me paga. Aquí me saco cien dólares con veinticinco centavos a la semana. Y desde aquí hasta allí, un hombre tarda tres días en cortar la hierba sin hacer otra cosa. Por cien dólares con veinticinco centavos a la semana, eso es todo. No cobro ninguna pensión. Tengo azúcar en la sangre, estoy sin pensión y todo esto me empeora. La Seguridad Social y nada más. Bueno, ¿qué le parece, una tumba o las dos? Preferiría que se quedara las dos. Ahí dentro no estaría apretado. Es una sección más agradable. Pero depende de usted.

—Sí, es evidente que hay más espacio para las piernas —dijo Sabbath—, pero está demasiado lejos de todo el mundo. Y estaré ahí tendido mucho tiempo. Mire, veamos lo que hay disponible. Hablaremos cuando haya terminado con lo suyo. Tome, y gracias por dedicarme su tiempo. —Había cambiado uno de los billetes de cien de Michelle para poner combustible en la gasolinera de los moolies y le dio a Crawford veinte pavos. Entonces le deslizó otro billete de veinte en la mano—. Y gracias también por cuidar de mi familia.

—Es un placer. Su padre era un auténtico caballero. —Usted también lo es, señor.

—Bueno. Mire a su alrededor y vea dónde estaría cómodo.

—Eso es lo que voy a hacer.

La parcela solitaria que podría estar o no disponible para él en la sección de tumbas individuales se hallaba al lado de una lápida con una gran estrella de David tallada en la parte superior y cuatro palabras hebreas debajo. Allí estaba enterrado el capitán Louis Schloss. «Superviviente del Holocausto, VFW[24] marinero, hombre de negocios, empresario. En el recuerdo amoroso de sus familiares y amigos. 30 mayo, 1929 - 20 mayo, 1990». Tres meses mayor que él. Cuando murió le faltaban diez días para cumplir sesenta y uno. Sobrevivió al Holocausto pero no a los negocios. Un camarada marinero. Mickey Sabbath, marinero.

Ahora estaban entrando en un carrito la caja de pino natural, Crawford delante, tirando de ella y cojeando a buen paso, y los dos ayudantes a los lados, guiándola por el sendero. El borracho con la camisa de faena verde se registraba los bolsillos en busca de tabaco. Aún no había comenzado siquiera el trabajo y no podía esperar a que terminara para encender un pitillo. El rabino, un hombre de baja estatura, sostenía el libro abierto en las manos y hablaba con el señor Crawford mientras se apresuraba para mantenerse a su altura. Llevaron el ataúd a la tumba abierta. La madera estaba muy limpia, y Sabbath pensó que debía incluir uno igual en su pedido. Aquel mismo día lo pagaría. Parcela, ataúd, incluso una lápida… lo pondría todo en orden, por cortesía de Michelle. Retendría al rabino antes de que se marchara y le daría cien dólares para que volviera por él y le leyese de aquel libro. Así Sabbath lavaría el dinero de Michelle, eliminando su frívola historia de gratificación ilícita, y reintegraría aquel fajo de billetes al sencillo y natural negocio de la tierra.

La tierra. Se veía por todas partes. Tan sólo a unos pocos pasos a sus espaldas había un montículo de tierra donde alguien había sido enterrado recientemente, y delante había dos tumbas recién cavadas, una al lado de la otra, como en espera de gemelos. Se acercó a una para echar un vistazo al interior, a la manera de quien mira escapar ates. La limpieza con que cada una había sido abierta en el suelo era la señal de un buen trabajo. Los ángulos alisados con la pala, el fondo donde se formaba un charquito de agua y los lados ondulantes. Era la obra del borracho, el chico italiano y Crawford: su labor tenía la magnificencia de siglos. Aquel hoyo se remontaba a la antigüedad, lo mismo que el otro. Ambos oscuros, llenos de misterio, fantásticos. Las personas adecuadas, el día perfecto. Aquel clima no mentía acerca de su situación. Le planteaba la más sombría de las preguntas acerca de sus intenciones, a la que su respuesta era: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Emularé a mi malogrado suegro, que tuvo éxito como suicida!».

¿Pero estaba jugando a aquello? ¿Incluso a aquello? Siempre era difícil determinarlo.

En una carretilla abandonada bajo la lluvia (más que probablemente por el borracho; Sabbath lo sabía por su experiencia al vivir con una alcohólica) había un montón cónico de tierra mojada. Con un vestigio de placer morboso, Sabbath hundió los dedos en la materia arenisca y pegajosa hasta que desaparecieron del todo. Pensó que si contaba hasta diez y los sacaba volverían a ser sus dedos de antes, los viejos y provocadores dedos con los que antaño se atrevió a tocar a sus espectadoras. Pero había vuelto a equivocarse. Tendría que hundir en la tierra algo más que los dedos si confiaba en enderezar alguna vez cuanto en él estaba torcido. Tendría que contar hasta cien mil millones de veces, y se preguntó por dónde andaría ahora Morty en su cuenta. ¿Y la abuela? ¿Y el abuelo? ¿Cómo se dice en yiddish «número astronómico»?

Sabbath volvió a la zona de las tumbas antiguas, al camposanto establecido en los primeros tiempos por los judíos afincados en la costa, evitó el funeral y procuró alejarse cuanto pudo de los perros guardianes al pasar ante la casita roja. Aquellos perros aún no se habían familiarizado con las cortesías habituales y no digamos los antiguos tabúes que prevalecen en un cementerio judío. ¿Judíos protegidos por perros? Algo muy erróneo desde el punto de vista histórico. Su alternativa era ser enterrado bucólicamente en Battle Mountain, lo más cerca posible de Drenka. Era algo en lo que había pensado mucho tiempo atrás. ¿Pero con quién hablaría allá arriba? Nunca había conocido a un gentil capaz de hablar lo bastante rápido para él. Y allí serían más lentos que de ordinario. Tendría que tragarse el insulto de los perros. Ningún cementerio sería perfecto.

Tras vagar bajo la llovizna durante diez minutos, en busca de las tumbas de sus abuelos, comprendió que sólo si deambulaba metódicamente arriba y abajo, leyendo cada lápida desde un extremo al otro de cada hilera, podría confiar en dar con la tumba de Clara y Mordecai Sabbath. De las lápidas al pie de las sepulturas podía prescindir, pues en su mayor parte decían «Descanse en paz», pero los centenares de lápidas en las cabeceras de las tumbas requerían su concentración, una inmersión en ellas tan completa que no hubiera nada dentro de él excepto aquellos nombres. Tenía que hacer caso omiso del desagrado que habría producido a aquella gente y de que muchos de ellos le habrían despreciado, tenía que olvidarse de quiénes habían sido en vida, porque si estás muerto ya no eres insoportable, y eso rezaba también para él. Tenía que beber de los muertos, hasta las heces.

Nuestra querida madre Minnie. Nuestro querido marido y padre Sidney. Amada madre y abuela Frieda. Amado marido y padre Jacob.

Querido marido, padre y abuelo Samuel. Querido marido y padre Joseph.

Querida madre Sarah. Querida esposa Rebecca. Querido marido y padre Benjamin. Querida madre y abuela Tessa. Queridas madre y abuela Sophie.

Querida madre Bertha. Querido marido Hyman. Querido marido Morris.

Amados marido y padre William. Amadas esposa y madre Rebecca. Querida hija y hermana Hannah Sarah. Nuestra amada madre Klare. Querido marido Max. Nuestra amada hija Sadie. Querida esposa Tillie. Querido esposo Bernard. Amado esposo y padre Fred. Querido marido y padre Frank. Mi amada esposa, nuestra querida madre Lena. Nuestro querido padre Marcus.

Y así sucesivamente. Nadie amado sale con vida. Sólo en las lápidas más antiguas todo estaba en hebreo. Nuestro hijo y hermano Nathan. Nuestro querido padre Edward. Marido y padre Louis. Querida esposa y madre Fannie. Querida madre y esposa Rose. Querido marido y padre Solomon.

Amado hijo y hermano Harry. A la memoria de mi amado marido y nuestro querido padre Lewis. Amado hijo Sidney. Amada esposa de Louis y madre de George, Lucille. Querida madre Tillie. Querido padre Abraham. Querida madre y abuela Leah. Querido marido y padre Emanuel. Querida madre Sarah. Querido padre Samuel. «¿Y en mi caso?», se preguntó Sabbath.

«¿Querido qué?». Sencillamente eso: Querido Qué. David Schwartz, amado hijo y hermano muerto al servicio de su país, 1894-1918. 15 Cheshvan. A la memoria de Gertie, fiel esposa y amiga leal. Nuestro amado padre Sam.

Nuestro hijo, de diecinueve años, 1903-1922. Sin nombre, sencillamente «nuestro hijo». Amada esposa y madre Florence. Querido hermano, Dr. Boris. Amado marido y padre Samuel. Amado padre Saul. Querida esposa y madre Celia. Amada madre Chasa. Querido marido y padre Isadore. Querida esposa y madre Esther. Querida madre Jennie. Amado marido y padre David. Nuestra querida madre Gertrude. Querido marido, padre y hermano Jekyl. Amada da Sima. Querida hija Ethel. Amada esposa y madre Annie.

Querida esposa y madre Frima. Querido padre y marido Hersch. Querido padre…

«Y aquí estamos». Sabbath. Clara Sabbath, 1872-1941. Mordecai Sabbath, 1871-1923. Allí estaban. Una sencilla lápida y un guijarro encima.

¿Quién había ido a visitarles? ¿Visitaste a la abuela, Mort? ¿Papá? ¿A quién le importa? ¿Quién queda? ¿Quién está ahí dentro? Ni siquiera la caja está ahí. Decían de ti que eras terco, Mordecai, genio vivo, muy bromista… aunque ni siquiera tú podías hacer una broma como ésta. Nadie podría. No las hay mejores. Y la abuela. Tu nombre, también el nombre de tu ocupación. Una persona práctica. Todo en ti, tu estatura, aquellos vestidos, tu silencio, decía: «No soy indispensable». Sin contradicciones ni tentaciones, aunque te pirrabas por las mazorcas de maíz. Mi madre detestaba verte cuando las comías. Era lo peor del verano para ella. Le hacía sentir «náuseas». A mí me encantaba mirarte. Por lo demás, las dos os llevabais bien. Probablemente guardar silencio era la clave, dejar que hiciera las cosas a su manera. Tenías una clara preferencia por Morty, el tocayo del abuelo Mordecai, pero ¿quién podía culparte? No viviste lo suficiente para ver que todo se desmoronaba. Tuviste suerte. No había nada grande en ti, abuela, pero tampoco nada pequeño. La vida podría haberse portado mucho peor contigo. Nacida en la pequeña población de Mikulice, muerta en el hospital Pitkin Memorial. ¿Me he dejado algo fuera? Sí, te gustaba limpiarnos el pescado cuando Morty y yo volvíamos a casa después de pescar en la playa. Casi siempre volvíamos a casa con las manos vacías, ¡pero qué triunfo cuando regresábamos con un par de grandes pescados en el cubo! Los limpiabas en la cocina. Ponías el cuchillo en la abertura, probablemente el ano, cortabas por el centro hasta llegar detrás de las agallas y entonces (ver eso era lo que más me gustaba) metías la mano, cogías todas las entrañas y las tirabas. Entonces les quitabas las escamas.

Raspabas en la dirección contraria a la de las escamas y, de alguna manera, lo hacías sin que todo se llenara de ellas. Yo tardaba un cuarto de hora en limpiar un pescado y media hora en limpiar el estropicio. Tú sólo necesitabas diez minutos para dejarlo todo listo. Mamá incluso te dejaba cocinarlo.

Nunca cortabas la cabeza ni la cola. Lo horneabas entero. Pescado al horno, maíz, tomates frescos, grandes tomates de Jersey. La comida de la abuela.

Sí, sí, era estupendo estar en la playa al atardecer, en compaña de Mort.

Solía hablar con los demás hombres. La infancia y sus magníficas peculiaridades. El lastre fundamental que tenemos, desde los ocho años, más o menos, hasta los trece. O es bueno o es malo. El mío fue bueno. El lastre original, el apego a quienes estaban cerca de nosotros cuando aprendíamos en qué consiste el sentimiento, un apego quizá no más extraño pero sí más fuerte incluso que el erótico. Es bueno ser capaz de contemplar por última vez (en vez de pasar apresuradamente por ellos y salir de aquí) ciertos momentos más interesantes, ciertos momentos humanos más interesantes.

Iba por ahí con el vecino de al lado y sus hijos. Encuentros y charlas en el patio. Íbamos a la playa, a pescar con Mort. Una época estupenda. Morty entablaba conversación con los otros hombres, los pescadores. Tenía facilidad para ello. Todo cuando hacía estaba dotado para mí con el peso de la autoridad. Un hombre con pantalones marrones, camisa blanca de manga corta y un puro siempre en la boca solía decirnos que le importaba un bledo capturar peces (lo cual era una suerte, porque no solía pescar más que algún tiburón de bajura) nos decía: «El principal placer de la pesca es salir de casa, alejarte de las mujeres». Siempre nos reíamos, mas para Morty y para mí lo emocionante era que los peces picasen. Los lirios que capturábamos eran presas grandes. Notabas la sacudida de la caña entre las manos y te estremecías. Morty fue mi maestro de pesca. «Cuando una lisa muerde el anzuelo, se alejará y, si dejas de soltar sedal, éste se romperá, así que has de ir soltándolo con cuidado. En el caso de los lirios, una vez pican, puedes enrollar el sedal en el carretel, pero con una lisa no. El lirio es grande y fuerte, pero fácil de capturar, mientras que la lisa se debatirá». Quitar el anzuelo a los peces globo era un problema para todo el mundo excepto para Morty, pues las espinas y las púas le tenían sin cuidado. Otro pez que no resultaba muy divertido capturar era la raya. ¿Recuerdas cuando tenía ocho años y acabé en el hospital? Estaba en el rompeolas y capturé una gran raya, pero me mordió y perdí el sentido. Son unos bellos y sinuosos nadadores, pero unos depredadores hijos de puta, muy mezquinos con sus dientes afilados. Siniestros. La raya parece un tiburón aplanado. Morty tuvo que pedir ayuda a gritos, y me recogió un hombre que me llevó en su coche al hospital Pitkin. Cada vez que salíamos de pesca, estábamos deseando volver para limpiar la captura. Pescábamos sábalos, que pesaban menos de medio kilo.

Freíamos cuatro o cinco en una sartén. Muy espinosos pero excelentes.

Verle a uno comer sábalo también era muy divertido, para todo el mundo excepto para mi madre. ¿Qué más traíamos para limpiar? Lenguado y rodaballo cuando pescábamos en la ensenada de Shark River. Eso es todo, más o menos. Cuando Morty ingresó en el Cuerpo Aéreo, la noche antes de su partida fuimos a la playa y pescamos durante una hora. Nunca nos equipábamos como lo hacían los chicos.

Sólo pescábamos. Caña, anzuelos, plomadas, sedal, a veces señuelos, cebo sobre todo, especialmente calamar. Eso era todo. Aparejo para cargas pesadas. Gran anzuelo de lengüeta. Nunca limpiábamos la caña. Sólo una vez en todo el verano la rociábamos con agua. Manteníamos el mismo carretel y sedal durante toda la temporada. Sólo cambiábamos las plomadas y el cebo si queríamos pescar en el fondo. Fuimos a la playa a pescar durante una hora. Todo el mundo en la casa lloraba porque él se iba a la guerra al día siguiente. Ya estabais aquí, ya os habíais ido, así que os diré lo que sucedió. Diez de octubre de 1942. Esperó durante septiembre porque quería asistir a mi ceremonia de la bar mitzvah[25], quería estar presente. El once de octubre viajó a Perth Amboy para alistarse. Aquél fue el final de la pesca desde el rompeolas y en la playa. Hacia mediados o fines de octubre los peces desaparecen. Cuando Morty me enseñaba a pescar desde el rompeolas con una pequeña caña apropiada para agua dulce le pregunté:

«¿Adónde van los peces?». «Nadie lo sabe», me respondió. «Nadie sabe adónde van los peces. Una vez se adentran en el mar, ¿quién sabe adónde van? ¿Crees acaso que la gente los sigue? Ése es el misterio de la pesca. Nadie sabe dónde están». Aquella tarde fuimos al final de la calle y bajamos las escaleras de acceso a la playa. Empezaba a oscurecer. Morty era capaz de lanzar el sedal a cincuenta metros incluso con aquellos dispositivos primitivos, cuando se usaban carreteles de superficie abierta. Entonces las cañas eran mucho más rígidas, el enrollado del sedal resultaba más dificultoso y la caña era más rígida. Para un niño, lanzar el anzuelo era una tortura. Al principio siempre enredaba el sedal y me pasaba la mayor parte del tiempo enderezándolo, pero finalmente lo conseguía. Morty me dijo que echaría de menos las salidas para pescar conmigo. Me había llevado a la playa para despedirse de mí sin tener a la familia charlando a nuestro alrededor. «Qué bien se está aquí», me dijo, «el aire marino, la quietud, el sonido de las olas, los dedos de tus pies en la arena, la idea de que están ahí todos esos peces a punto de morder tu anzuelo. Esa emoción de algo que espera ahí afuera. No sabes qué es, no sabes lo grande que es, ni siquiera sabes si llegarás a verlo». Y él nunca lo vio ni, por supuesto, alcanzó lo que alcanzas cuando eres mayor, algo que se burla de tu entrega en el pasado a esas cosas sencillas, algo que es amorfo, que te abruma y que probablemente sea temor. No, en vez de eso le mataron. Y ésa es la noticia, abuela. El gran estímulo generacional de estar en la playa cuando oscurece con tu hermano mayor. Dormís en la misma habitación, intimáis mucho. Me llevaba con él a todas partes. Un verano, cuando tenía unos doce años, consiguió un empleo de vendedor de plátanos de puerta en puerta. Había un hombre en Belmar que vendía plátanos y reclutó a Morty y éste me reclutó a mí. El trabajo consistía en ir por las calles gritando: «¡Plátanos, a veinticinco centavos el racimo!». Qué magnífico trabajo. A veces todavía sueño con él. Te pagaban por gritar: «¡Plátanos!». Los jueves y viernes, al salir de la escuela, iba a desplumar pollos para Feldman, el carnicero kosher. Un granjero de Lakewood visitaba a Feldman y le vendía los pollos. Morty me llevaba con él para que le ayudara. La peor parte era la que más me gustaba: embadurnarnos los brazos con vaselina para evitar a los piojos. A los ocho o nueve años, no temer a aquellos horribles piojos, ser como Mort, que los despreciaba por completo y desplumaba a los pollos sin hacerles el menor caso, hacía que me sintiera importante. Y él solía protegerme de los judíos sirios. En verano los chicos bailaban en la acera ante el establecimiento de Mike y Lou. Jitterbug al ritmo del tocadiscos automático. Dudo de que jamás vierais eso. Un verano, en el que Morty trabajaba para Mike y Lou, traía a casa su delantal y mamá se lo lavaba para la noche siguiente. Tenía manchas amarillas de la mostaza y rojas de la salsa. La mostaza entraba con él en nuestra habitación cuando se retiraba por la noche. Olía a mostaza, sauerkraut y perros calientes. En el local de Mike y Lou vendían perros calientes a la plancha. Los chicos sirios solían bailar delante, en la acera, bailaban unos con otros, como los marineros. Era una especie de mambo de Damasco, con unos pasos muy explosivos. Todos estaban emparentados, formaban parte de un clan, y tenían la piel muy oscura. Los chicos sirios que participaban en nuestros juegos de cartas jugaban a un blackjack feroz. Sus padres se dedicaban entonces al negocio de botones, hilos y telas. Solía oír al compinche de papá, el tapicero de Neptune, hablar de ellos cuando los hombres jugaban al póker en nuestra cocina los viernes por la noche. «El dinero es su dios. Son las personas más duras del mundo con las que hacer negocio. Te engañan en cuanto te das la vuelta». Algunos de aquellos chicos sirios eran impresionantes. Uno de ellos, uno de los hermanos Gindi, se te acercaba y te daba un cachete sin ningún motivo, llegaba, te atizaba, se quedaba mirándote y se alejaba. Su hermana me hipnotizaba. Yo tenía doce años, y los dos íbamos a la misma clase. Era pequeña, como una boca de incendio con pelo, y con las cejas muy espesas. Su piel oscura me impresionaba. Cierta vez le dijo a su hermano algo que yo le había dicho y él empezó a tratarme mal. Le tenía un miedo atroz. No debería haberla mirado nunca, y no digamos haberle dicho nada, pero la piel oscura me estimulaba. Siempre ha sido así. El chico empezó a zarandearme delante del local de Mike y Lou, y Morty salió con su delantal manchado de mostaza y le dijo: «No te acerques a él». Gindi replicó: «¿Tú vas a obligarme?». Morty le dijo que sí, y entonces Gindi le dio un puñetazo que le dejó con la nariz partida. ¿Te acuerdas? Isaac Gindi. Su forma de narcisismo nunca me hizo gracia. Dieciséis puntos. Aquellos sirios vivían en otra zona temporal.

Siempre cuchicheaban entre ellos. Pero yo tenía doce años, las cosas empezaban a reverberar dentro de mis calzoncillos, y no podía apartar la vista de su hermana peluda. Se llamaba Sonia. Recuerdo que Sonia tenía otro hermano, Maurice, que tampoco era humano. Pero entonces llegó la guerra. Yo tenía trece años y Morty dieciocho. Era un chico que no había ido a ninguna parte en su vida, excepto quizá para una competición atlética.

Nunca había salido del condado de Monmouth. Cada día de su vida regresaba a casa. Cada día interminablemente renovado. Y a la mañana siguiente se marcha para morir. Claro que la muerte es lo interminable por excelencia, ¿no es cierto? ¿No estáis de acuerdo? Bien, por si sirve de algo antes de que siga adelante: jamás he comido una mazorca sin recordar agradablemente tu frenesí devorador y el de tu dentadura postiza, y la repugnancia que esto causaba a mi madre. Me enseña más que sobre suegras y nueras, me lo enseñó todo. Eras una abuela modélica, y mamá hacía cuanto podía par a no echarte a la calle. Y no es que mi madre fuese cruel, lo sabes bien, pero lo que proporciona a uno felicidad llena al otro de repugnancia. La interrelación, la ridícula interrelación, suficiente para matar a todo el mundo.

Amada esposa y madre Fannie. Amada esposa y madre Hannah.

Querido marido y padre Jack. La lista continúa. Nuestra querida madre Rose. Nuestro querido padre Harry. Nuestro amado marido, padre y abuelo Meyer. Gente. Tanta gente. Y aquí está el capitán Schloss y allí…

En la tierra revuelta donde Lee Goldman, otra abnegada esposa, madre y abuela, acababa de recibir la compaña de un miembro de su familia, un ser querido todavía sin identificar, Sabbath buscó guijarros para colocarlos en las lápidas de su padre, su padre y Morty. Y uno para Ida. «Aquí estoy».

El despacho de Crawford sólo contenía un escritorio, un teléfono, un par de sillas desvencijadas e, inexplicablemente, una máquina automática de venta de bebidas vacía. Un olor a pelaje de perro mojado agriaba el aire, y no había ninguna razón para no pensar que la mesa y las dos sillas habían sido recogidas en el improvisado vertedero al otro lado del camino. Sobre el escritorio, una lámina de cristal cruzada por tiras de esparadrapo para mantenerla unida servía al encargado del cementerio como superficie para escribir. A lo largo de los cuatro bordes del cristal había una notable cantidad de viejas tarjetas comerciales. La tarjeta que Sabbath vio primero decía: «Compaña de Pavimentación Las Buenas Intenciones, Calle Coit, 212, Freehold, Nueva Jersey».

Para entrar en el edificio de ladrillo semejante a una tumba, Sabbath tuvo que gritar a Crawford, para que saliera y calmase a los perros. 13 de abril, 1924 - 15 de diciembre, 1944. Morty tendría setenta años. ¡Aquél sería el día de su cumpleaños! En diciembre llevaría cincuenta años muerto.

Sabbath se dijo que él no estaría presente para la conmemoración. Gracias a Dios, ninguno de ellos lo estaría.

El entierro había finalizado hacía largo r ato y la lluvia había cesado.

Crawford había telefoneado a la señora Weizman para preguntarle por el coste de la tumba que deseaba Sabbath y ver si la individual estaba reservada, y llevaba casi una hora esperando que Sabbath entrara en el despacho a fin de informarle de los precios, así como de la buena noticia acerca de la tumba individual. Pero cada vez que Sabbath empezaba a alejarse de la parcela familiar daba media vuelta y retrocedía. No sabía de qué se vería privado alguien si él se marchaba diez minutos después de estar allí, pero no podía hacerlo. Él mismo se burlaba de sus repetidas idas y venidas, pero era incapaz de evitarlo. Sencillamente, no podía marcharse, hasta que, como una criatura estúpida que de repente deja de hacer una cosa y se pone a hacer otra y de la que nunca puedes saber si goza de libertad o está totalmente falta de ella, por fin logró marcharse. De todo esto no se desprendía el menor rasgo de lucidez. Más bien era un apresuramiento afirmativo de la gran estupidez. Si había algo que saber, ahora él sabía que jamás lo había sabido. Y todo esto mientras mantenía los puños cerrados, lo cual le causaba un intenso dolor artrítico.

La cara de Crawford no era tan expresiva bajo techo como al aire libre. Sin la gorra de los Phillies destacaba entre sus rasgos la amplitud del mentón, la nariz sin puente y la estrecha frente. Era como si, al darle aquel mentón curvado inequívocamente en forma de pala, Dios hubiera destinado al pequeño Crawford desde su nacimiento a ser supervisor de un cementerio.

Era una cara en la línea divisoria evolutiva entre nuestra especie y la subespecie precedente a la nuestra y, no obstante, desde detrás del escritorio de patas fracturadas y con superficie de cristal roto, adoptó un tono profesional apropiado a la gravedad de la transacción. Los furiosos gruñidos de los perros mantenían gráficamente en el primer plano de la mente de Sabbath todas las impertinencias que aguardaban a sus despojos. Hacían sonar sus cadenas bajo la ventana y parecían llenos de odio antijudío.

Además, había cadenas de perro y traíllas esparcidas por el deteriorado suelo sin barrer de oscuro linóleo a cuadros, y sobre la mesa de Crawford, unas latas de comida canina Pedigree que habían alimentado a los perros servían para contener sus lápices, bolígrafos, clips e incluso varios documentos. Crawford tuvo que quitar del asiento de la otra silla una caja medio llena de comida para perros sin abrir para que Sabbath pudiera sentarse ante él. Sólo entonces reparó en el montante sobre la puerta principal, una ventana rectangular de vidrio de colores con la estrella de David. Aquel lugar había sido construido como la casa de oración del erio, donde los deudos se reunían con el ataúd. Ahora era cementerio, una perrera.

—Quieren seiscientos dólares por la individual —le dijo Crawford—. Mil doscientos por las dos tumbas de allá, y he conseguido que rebajasen el precio a mil cien. Le sugiero esas dos tumbas, porque serían lo mejor para usted. Una sección más agradable. Estará mucho mejor. En la otra tiene la puerta que gira a su lado, tiene el tráfico que entra y sale…

—Las dos tumbas están demasiado lejos. Déme la que está al lado del capitán Schloss.

—Si cree que va a estar mejor…

—Y una lápida.

—Yo no las vendo, ya se lo he dicho.

—Pero usted conoce a alguien del ramo. Quiero encargar una lápida.

—Hay un millón de clases.

—Una como la del capitán Schloss estará bien. Una lápida sencilla.

—Esa piedra no es barata. Vale unos ochocientos. En Nueva York le cobrarían mil doscientos o más. Tiene una base a juego, y hay que añadir el coste de los cimientos, el pie de cemento armado. La inscripción tendría que cobrársela por separado, un cargo aparte.

—¿Cuánto?

—Depende de lo largo que sea lo que quiere decir. —Tanto como dice el capitán Schloss.

—Ahí hay mucha escritura. Eso va a costarle un buen pico.

Sabbath sacó del bolsillo interior de su chaqueta el sobre con el dinero de Michelle, y palpó para asegurarse de que el sobre que contenía las fotos Polaroid seguía allí. Del sobre con el dinero sacó seiscientos dólares para la parcela y ochocientos para la lápida, y depositó los billetes sobre la mesa de Crawford.

—¿Y otros trescientos por lo que quiero decir? —le preguntó Sabbath.

—Estamos hablando de más de cincuenta letras —dijo Crawford.

Sabbath contó cuatro billetes de cien dólares.

—Uno es para usted, par a que se ocupe de que todo salga adelante.

—¿Quiere plantar algo encima? Los yecos valen doscientos setenta y cinco dólares, por los árboles y el trabajo.

—¿Árboles? No necesito árboles. Jamás había oído hablar de yecos.

—Esos árboles que hay en la parcela de su familia. Son yecos.

—Bueno, póngame lo mismo que a ellos. Plante unos yecos.

Sacó otros tres billetes de cien dólares.

—Mire, señor Crawford, todos mis parientes están aquí. Quiero que usted se encargue de mi entierro.

—Está enfermo, ¿no?

—Necesito un ataúd, amigo. Uno como el que he visto hoy.

—De pino natural. Ese vale cuatrocientos. Conozco a un hombre que puede hacer lo mismo por trescientos cincuenta.

—Y un rabino. Aquel tipo bajito servirá. ¿Cuánto?

—¿Ése? Cien. Déjeme que le busque otro. Le encontraré uno igual de bueno por cincuenta.

—¿Judío?

—Judío, claro. Es viejo, eso es todo.

La puerta bajo el montante con la estrella de David se abrió y, en el mismo momento en que entraba el chico italiano, uno de los perros encadenados entró corriendo con él y llegó a pocos centímetros de Sabbath.

—Por Dios, Johnny —le dijo Crawford—, cierra la puerta y deja el perro fuera.

—Sí —dijo Sabbath—, que no me coma todavía. Que espere a que haya firmado el contrato.

—No, éste no le morderá —le aseguró Crawford—. El otro sí, puede saltarle encima, pero éste no. ¡Saca al perro, Johnny!

Johnny cogió la cadena y tiró del perro hacia atrás, hasta que el animal, que seguía gruñendo a Sabbath, cruzó la puerta.

—Ya ve qué ayudantes tengo. No puedes quedarte aquí sentado y decirle: «Anda, vete a hacer ese trabajo». No saben hacerlo. ¿Y ahora voy a tener que aceptar a un mexicano? ¿Y va a ser mejor que éstos? Será peor. ¿Ha cerrado su coche con llave? —preguntó a Sabbath.

—¿Me dejo algo fuera de mis planes, señor Crawford?

El supervisor consultó sus notas.

—Los gastos del entierro —respondió—. Cuatrocientos. Sabbath contó otros cuatro billetes de cien y los añadió al montón que ya había sobre la mesa.

—Las instrucciones —le dijo Crawford—. ¿Qué quiere poner en la lápida?

—Déme papel y un sobre.

Mientras Crawford preparaba las facturas, con papel carbón y por triplicado, Sabbath bosquejó en el dorso del papel de Crawford (el anverso era una factura, «Cuidado de la tumba», etcétera) la forma de una lápida, la dibujó tan ingenuamente como un niño dibuja una casa, un gato o un árbol, y se sintió muy infantil mientras lo hacía. Dentro del bosquejo dispuso las palabras de su epitafio tal como deseaba que aparecieran. Entonces dobló el papel, lo metió en el sobre y cerró éste. En el anverso del sobre escribió:

«Instrucciones para la inscripción en la lápida del Sr. Sabbath. Ábrase cuando sea necesario. M. S. 13/4/94».

Crawford, parsimonioso, tardó largo tiempo en completar el papeleo.

Sabbath gozaba observando aquel buen espectáculo. Formaba cada letra de cada palabra en cada documento y recibo como si fuese de la mayor importancia. De improviso pareció inspirarle una profunda reverencia, tal vez sólo por el dinero que había cargado de más a Sabbath, pero quizá también un poco por el significado ineluctable de las formalidades. Así pues, aquellos dos hombres perspicaces permanecieron sentados a cada lado del desvencijado escritorio, dos hombres desconfiadamente enlazados, como lo está uno, como todos lo estarnos, cada uno bebiendo de la fuente de la vida lo que todavía burbujeaba en su boca. El señor Crawford enrolló cuidadosamente las copias de las facturas y colocó el pulcro cilindro de papeles en una lata vacía de comida para perros.

Sabbath regresó por última vez a la parcela de su familia, con una sensación a la vez opresiva y alegre, arrancando de su interior los restos de duda que le quedaban. En esto tendré éxito. Os lo prometo.

Entonces fue a ver su propia parcela. Por el camino, pasó ante dos lápidas que antes no había visto. Amado hijo y querido hermano muerto en acción en Normandía. 1o julio, 1944, a los 27 años. Siempre te recordaremos.

Sargento Harold Berg. Amado hijo y querido hermano Julius Dropkin, muerto en acción el 12 septiembre, 1944 en el sur de Francia, a los 26 años.

Siempre en nuestros corazones. Llevaron a estos muchachos a morir. Llevaron a Dropkin y Berg a la muerte. Sabbath se detuvo y soltó una maldición en su nombre.

A pesar del vertedero al otro lado de la calle, la deteriorada valla de atrás y la puerta de hierro corroída y caída a un lado experimentó el orgullo de ser propietario, por muy humilde e insignificante que pareciera aquella arenosa porción de terreno en el borde de la hilera de tumbas individuales situadas en la periferia del cementerio. Aquello no podrían quitárselo. Tan satisfecho estaba de su prudente trabajo matinal (haber dado un escrupuloso carácter oficial a su decisión, la ruptura de vínculos, la liberación del temor, la despedida) que se puso a silbar algo de Gershwin. Tal vez la otra sección era, en efecto, más agradable, pero desde allí, si se ponía de puntillas, podía ver la parcela de su familia, y además estaban todos aquellos estimulantes Weizman al otro lado del sendero e, inmediatamente a su derecha (a su izquierda, tendido), se hallaba el capitán Schloss. Volvió a leer lentamente el sustancioso retrato del que iba a ser su vecino eterno: Superviviente del «Holocausto, VFW, marinero, hombre de negocios, empresario. En el recuerdo amoroso de sus familiares y amigos. 30 mayo, 1929 - 20 mayo, 1990». Sabbath recordó que sólo unas veinticuatro horas antes había leído el letrero en el escaparate de la sala de ventas contigua a la funeraria donde habían pronunciado los panegíricos de Linc. En el escaparate había una lápida sin ningún nombre, al lado un letrero encabezado con la pregunta «¿Qué es un monumento funerario?», y debajo un texto en sencilla y elegante caligrafía, el cual afirmaba que un monumento funerario «es un símbolo de lealtad… una expresión tangible de la más noble de todas las emociones humanas, el AMOR… un monumento se levanta porque hubo una vida, no porque se haya producido una muerte, y con una selección inteligente y una guía apropiada, debe inspirar REVERENCIA, FE y ESPERANZA para los vivos… debe hablar como una voz del ayer y de hoy a quienes todavía no han nacido…».

«Bellamente expresado», se dijo Sabbath. «Me alegro de que nos hayan aclarado qué es un monumento funerario». Al lado de la lápida del capitán Schloss imaginó la suya propia:

Morris Sabbath

«Mickey».

Amado putero, seductor, sodomita,

ultrajador de mujeres,

destructor de la moral, extraviador de la juventud,

uxoricida, suicida

1929-1994

… y allí era donde vivía el primo Pez, y con eso finalizó la gira. Los hoteles habían desaparecido, sustituidos por modestos bloques de pisos a lo largo de la playa, pero detrás de la primera línea de mar, en las calles, seguían en pie las casitas, los bungalows de madera y los de estuco donde todos vivieron y, como si obedeciera a una recomendación de la Hemlock Society[26], había pasado en coche por delante de todos ellos, a modo de recuerdo final y despedida. Pero ahora no se le ocurría ninguna otra dilación que pudiera interpretar como un acto simbólico de clausura. Era hora de dar un paso adelante y llevar a cabo de una vez el puñetero acto, el acto supremo que sería la conclusión de su biografía… y así abandonaba la playa de Bradley para siempre cuando vio en la avenida Hammond el bungalow que había pertenecido a Pez.

Hammond discurría paralela al mar, pero estaba por encima de la calle Mayor y las vías del ferrocarril, aproximadamente a un kilómetro y medio de la playa. Pez debía de haber muerto muchos años atrás. A su mujer se le declaró el tumor cuando Sabbath y su hermano eran pequeños. Una mujer muy joven, aunque en aquel entonces no pensaron en ese detalle. Fue en un lado de la cabeza, una patata que crecía bajo el suelo de su piel. Usaba pañuelos para ocultar aquella fealdad, pero aun así un chiquillo de vista aguda podía ver que la patata florecía. Pez tenía una camioneta con la que recorría las calles, vendiendo verduras. Dugan, pasteles; Borden, leche; Pechter, pan; Seaboard, hielo y Pez las verduras. Cuando veía las patatas en el cesto, pensaba en ya sabéis qué. Una madre muerta. Inconcebible.

Durante algún tiempo no pude comer patatas. Per o crecí, tuve más apetito y eso quedó atrás. Pez crió a sus dos hijos, niño y niña. Los traía consigo a la casa las noches que los hombres jugaban a las cartas. Se llamaban Irving y Lois. Irving coleccionaba sellos. Tenía por lo menos uno de cada país. Lois tenía pechos, los tenía ya a los diez años. En la escuela primaria los chicos le colocaban la chaqueta sobre la cabeza, se los apretaban y echaban a correr. Morty me dijo que yo no podía hacer eso, porque la chica era nuestra prima. «Prima segunda», repliqué, pero Morty dijo que no, que esa acción iba en contra de no sé qué ley judía. Teníamos el mismo apellido y, gracias al alfabeto, me sentaba sólo a medio metro de Lois. Aquellas clases eran muy penosas. El placer era difícil… mi primera lección en esa materia. Al final de la clase tenía que ir con el cuaderno de notas delante de los pantalones cuando salía del aula. Pero Morty decía que no, ni siquiera en el apogeo de la era del suéter, absolutamente no. Fue la última persona a la que hice caso en ese aspecto. Debería haberle dicho en el cementerio: «¿Qué ley judía? Te la inventaste, hijo de perra». Le habría hecho reír. Qué éxtasis, alargar la mano, hacerle reír, darle un cuerpo, una voz, una vida que contuviera parte de la diversión de estar vivo, la diversión de existir que incluso una pulga debe de sentir, el placer de la existencia, puro y simple, del que todo el mundo que no está en el pabellón del cáncer tiene un atisbo en ocasiones, por poco estimulante que sea su suerte en general. Toma, Mort, lo que llamamos «una vida» de la misma manera que llamamos «el cielo» al cielo y «el sol» al sol. «Qué despreocupados somos. Toma, hermano, un alma viva… ¡toma la mía, por lo que valga!».

Era hora de adoptar el estado de ánimo necesario para llevarlo a cabo.

Eso requeriría de él un estado de ánimo determinado y algo más, lo sabía: pequeñez, grandeza, estupidez, sabiduría, cobardía, heroísmo, ceguera, visión, todo cuanto constituía el arsenal de sus dos ejércitos contrapuestos unidos en uno solo. Empaparse del placer que incluso debe de sentir una pulga no iba a facilitarle las cosas. Tenía que abandonar los pensamientos indebidos y concentrarse en el correcto. Y sin embargo, la casa de Pez… ¡entre todas las casas! La casa de su propia familia, remilgadamente cuidada ahora por una pareja de hispanos a los que había visto de rodillas, trabajando en el jardín, a lo largo del sendero de acceso, que ya no era de arena sino asfaltado, había surtido un efecto considerable en su resolución, haciendo que toda su desdicha se cohesionara alrededor de su decisión. El nuevo material, el porche cubierto de vidrio, los laterales de aluminio y los postigos de metal ondulado hacían que considerar la casa como la de su familia fuese ridículo. Pero aquella ruina, la de Pez, tenía significado. Esa exageración inexplicable, significado: en la experiencia de Sabbath, era invariablemente el preludio de la incomprensión del verdadero sentido.

Donde había persianas estaban desgarradas; donde había mosquiteras todavía en su sitio estaban rotas y rajadas, y donde había escalones no parecían capaces de soportar el peso de un gato. La casa de Pez, en estado muy ruinoso, parecía deshabitada. Sabbath se preguntó, antes de suicidarse, cuánto pedirían por ella. Le quedaban siete mil quinientos dólares… y le quedaba la vida, y cuando hay vida hay movilidad. Bajó del coche y, aferrando una barandilla que parecía adherida a los escalones por nada más sólido que un pensamiento, se encaminó a la puerta. Lo hizo con cautela, carente por completo de la libertad de un hombre a quien la preservación de la vida y de sus extremidades ha dejado de preocuparle.

Al igual que la señora Nussbaum, del viejo show de Fred Allen, el favorito de Pez, gritó: «¡Hola! ¿Hay alguien en casa?». Golpeó las ventanas de la sala de estar. Era difícil ver el interior debido a lo oscuro del día y a que en cada ventana colgaban envolturas de momia que en otro tiempo habían sido cortinas. Dobló la esquina y fue a la parte trasera del jardín.

Había parches de césped y maleza, y el único mobiliario era una silla playera que parecía como si no la hubieran entrado en casa desde la tarde de junio en que él fue allí con la excusa de ver la colección de sellos de Irving y, desde la ventana de la habitación de éste contempló a Lois abajo, tomando el sol en bañador, su cuerpo, su cuerpo, el viñedo que era su cuerpo, que ocupaba hasta el último centímetro de aquella silla. La crema solar que salía de un tubo, como una eyaculación, y con la que se restregaba por todas partes. A él le parecía semen. La chica tenía la voz ronca. Cubierta de semen. Su prima. Que alguien de sólo doce años tenga que aguantar todo eso es casi pedir demasiado. No había ninguna ley judía, so cabrón.

Volvió a la fachada en busca de un letrero indicador de que la casa estaba en venta. ¿Dónde podría preguntar?

—¡Hola! —gritó desde el escalón inferior, y desde el otro lado de la calle oyó una voz que le respondía, una voz femenina.

—¿Está buscando al viejo?

Una mujer negra le saludaba agitando la mano, juvenil, sonriente, guapa, sus redondeces enfundadas en unos tejanos. Permanecía en pie en el escalón superior del porche, donde había estado escuchando la radio.

Cuando Sabbath era un muchacho, los pocos negros que veía o bien estaban en Asbury o bien en Belmar. Los negros de Asbury eran en su mayoría lavaplatos en los hoteles, y se dedicaban al servicio doméstico o realizaban tareas diversas de poca importancia. Vivían al lado de la avenida Springwood, cerca de los mercados de aves y pescado, y de las charcuterías judías donde Sabbath y su hermano iban con el tarro que su madre les daba para que se lo llenaran de sauerkraut cuando era la temporada. Allí también había un bar de negros, un sitio muy frecuentado durante la guerra, el Leo’s Turf Club, lleno de mujeres jóvenes y hombres presumidos, vestidos con aquellos trajes de espaldas y pantalones anchos que se estilaban en los años cuarenta. Los hombres elegantes salían el sábado por la noche y acababan shicker[27]. En Leo’s tocaban la mejor música. Según Morty, eran grandes saxofonistas. Por entonces, en Asbury, los negros no eran adversarios de los blancos, y Morty llegó a conocer a algunos de los músicos y llevó allí a su hermano un par veces, cuando todavía era un crío, para que escuchara aquella música de jazz de ritmo vigoroso y con mucha improvisación. La aparición de Sabbath era insoportable para Leo, el corpulento judío propietario del local, el cual le decía nada más verle entrar: «¿Qué diablos estás haciendo aquí?». Había un saxofonista negro, hermano del campeón de salto de obstáculos en el equipo atlético de Asbury en el que Morty lanzaba el disco y la pesa. «¿Qué pasa, Mort, qué pasa contigo?», le preguntaba y, por la razón que fuese, pronunciaba estas palabras de una manera tan curiosa que a Sabbath le encantaba y volvía a Morty loco repitiéndolas sin cesar camino de casa. El otro bar de negros tenía un nombre más fantasioso, el Salón Orquídea, pero carecía de música en directo, no tenía más que un tocadiscos automático, y Sabbath y su hermano siempre pasaban de largo.

Sí, la escuela media de Asbury, en la infancia de Sabbath, estaba compuesta por italianos, unos pocos negros que pronunciaban de aquel modo curioso y algunos de esos… cómo diablos los llaman, protestantes, sí, blancos protestantes. Entonces Long Branch era estrictamente italiana. Longa Branch. Allá en Belmar muchos de los negros trabajaban en la lavandería y vivían alrededor de la avenida 15 y la avenida 11. En Belmar, frente a la sinagoga, vivía una familia negra que acudía durante la celebración del sábado para encender y apagar las luces. También hubo un vendedor de hielo negro durante unos años, antes de que Seaboard monopolizara el negocio en verano. Siempre dejaba perpleja a la madre de Sabbath, no tanto porque fuese un negro quien vendía hielo, el primero y último que ella vio jamás, sino por su manera de venderlo. Le pedía un trozo de hielo de veinticinco centavos y él lo cortaba, lo ponía en la báscula y decía: «Ezoe».

Una noche, durante la cena, la mujer comentó a la familia: «¿Por qué lo pone en la báscula? Nunca le he visto añadir o quitar un trozo. ¿A quién engaña poniéndolo en la báscula?». «A ti», dijo el padre de Sabbath. El negro le vendió hielo dos veces a la semana, hasta que un día desapareció.

Tal vez aquélla era su nieta, la nieta del vendedor de hielo a quien Morty y él llamaban «Ezoe».

—Hace un mes que no le vemos —dijo la joven—. Alguien debería ver cómo sigue, ¿sabe?

—Eso es lo que he venido a hacer —replicó Sabbath.

—Está casi sordo. Tiene que golpear muy fuerte. No deje de golpear.

Hizo algo mejor que golpear fuerte y durante largo tiempo: abrió la puerta de tela metálica oxidada, giró el pomo de la puerta principal, descubrió que no estaba cerrada y entró. Y allí estaba Pez, allí se encontraba el primo Pez, no en un cementerio bajo una losa, sino sentado en un sofá al lado de la ventana. Era evidente que ni había visto ni oído entrar a Sabbath.

Era pasmosamente menudo para ser el primo Pez, pero de él se trataba. El parecido con el padre de Sabbath se evidenciaba en el cráneo ancho y calvo, el mentón estrecho y las orejas grandes, pero más todavía en algo no tan fácilmente descriptible, en el aire familiar que tenía toda aquella generación de judíos. El peso de la vida, la sencillez con que lo soportaban, la gratitud por no haber sido aplastados del todo, la confianza firme e inocente… nada de todo eso había desaparecido de su rostro, no podía desaparecer. Tenía confianza, un gran don en el depósito de cadáveres que es este mundo.

«Debería marcharme», pensó Sabbath. «Parece como si para aniquilarle no hiciera falta más que una sílaba. Cualquier cosa que le diga tenderá a matarle. Pero éste es Pez. En aquel entonces creía que le habían puesto ese apodo porque a veces se atrevía a salir de pesca en las barcas con los gentiles. No eran muchos los judíos con acento que salían con aquellos borrachos. Cierta vez, cuando yo era pequeño, nos llevó a Morty y a mí. Era divertido salir con un adulto. Mi padre ni pescaba ni nadaba. Pez hacía ambas cosas. Fue él quien me enseña nadar. “Cuando pescas no sueles capturar nada”, me explicó aquel hombre, el más menudo de la embarcación. “O capturas muy poco. De vez en cuando pica un pez. A veces encuentras un banco y consigues un montón de ellos, pero eso no ocurre con frecuencia”. Un domingo, a principios de septiembre, hubo una fuerte tormenta, y en cuanto finalizó, Pez vino con Irving en la camioneta de las verduras vacía y nos dijo a Morty y a mí que subiéramos detrás con nuestras cañas, y entonces condujo como un loco hasta la playa de la avenida Newark… sabía a qué playa había que ir. En verano, cuando hay tormenta, las temperaturas del agua cambian y el mar está muy turbulento, los bancos de peces llegan en busca de los pececillos, y puedes verlos ahí mismo, en las olas. Y allí estaban, en efecto. Pez lo sabía. Los veíamos en las olas al salir del agua. Pez capturó quince en media hora. Yo tenía diez años, e incluso capturé tres. Era en 1939. Y cuando fui mayor (después de que Morty se marchara; tenía alrededor de catorce) echaba de menos a Morty y Pez se enteró por mi padre y un sábado me llevó a la playa con él y nos pasamos allí toda la noche, pescando lirios. Tenía un termo de té que compartimos. No puedo suicidarme sin despedirme de Pez. Si al hablarle le sobresalto y cae muerto, pueden grabar además en mi lápida la palabra “geriacida”».

—Primo Pez… ¿me recuerdas? Soy Mickey Sabbath. Morris. Morty era mi hermano.

Pez no le había oído. Sabbath no tenía más remedio que aproximarse al sofá.

«Cuando vea la barba creerá que soy el mensajero de la muerte, un ladrón, un atracador con una navaja. Y no me había sentido menos siniestro desde los cinco años, o más feliz. Éste es Pez. Sin instrucción, con buenos modales, un tanto chistoso, pero avaro, ¡ah, qué avaro!, decía mi madre. Y era cierto. El temor acerca del dinero…, pero era algo que les ocurriría a todos los hombres. ¿Cómo no iba a ser así, mamá? Intimidados, forasteros en el mundo y, sin embargo, con veneros de resistencia que eran un misterio incluso para ellos, o que lo habrían sido, si no se hubieran librado misericordiosamente de la terrible inclinación a pensar. Pensar era lo último cuya carencia experimentaban en sus vidas. Todo era mucho más básico que eso».

—Pez —le dijo, avanzando con los brazos extendidos—. Soy Mickey, Mickey Sabbath, tu primo, el hijo de Sam y Yetta. Mickey Sabbath.

Lo había dicho con la voz alzada y Pez alzó la vista de las dos cartas que manoseaba sobre el regazo. ¿Quién le enviaba correo? Sabbath apenas lo recibía. Una prueba más de que no estaba muerto.

—¿Tú? ¿Quién eres? —le preguntó Fish—. ¿Eres del periódico?

—No, no soy del periódico. Soy Mickey Sabbath… Sabbath.

—¿Ah, sí? Tenía un primo Sabbath en la avenida McCabe. No eres él, ¿verdad?

El acento y la sintaxis se habían conservado, pero ya no tenía la voz recia con la que gritaba desde la calle a las casas y que llegaba hasta los jardines traseros: «¡Veeerduras! ¡Veeerduras frescas, señoras!». En la falta de tono, en la oquedad, no sólo se notaba lo sordo que era y lo solo que estaba, sino que aquél no era uno de sus mejores días. Era una mera sombra del hombre que había sido. Cuando ganaba en aquellos juegos de cartas exteriorizaba su placer con violencia, golpeando repetidamente el hule sobre la mesa de la cocina mientras reía y recogía la pasta. Más tarde la madre de Sabbath les explicó que eso era una muestra de su codicia. El papel atrapamoscas colgaba del techo de la cocina. El zumbido intermitente de una mosca que agonizaba sobre sus cabezas era todo lo que se oía en la cocina mientras se concentraban en las cartas que les habían correspondido.

Y el chirrido de los grillos y el sonido del tren, ese sonido no muy estridente capaz de desollar a un chiquillo en la cama hasta dejar expuestas las terminaciones nerviosas… en aquellos tiempos, por lo menos, despellejar a un muchacho para exponer cada centímetro de él al gran drama y el misterio de la vida… el silbido en la oscuridad del tren de carga que pasaba por la línea costera de Jersey a través del pueblo. Y la ambulancia. En verano, cuando los ancianos estaban encerrados en casa para librarse de los mosquitos del norte de Jersey, todas las noches se oía la sirena de la ambulancia. Dos manzanas al sur, en el hotel Brinley, alguien agonizaba casi cada noche.

Chapoteaban con los nietos por la orilla del agua en la playa soleada y por la noche hablaban en yiddish en los bancos de los paseos entablados y entonces, rígidamente, juntos, regresaban a los hoteles kosher donde, mientras se preparaban para acostarse, uno de ellos se desplomaba y moría.

Al día siguiente oías hablar de ello en la playa. Sencillamente se desplomaba en el lavabo y moría. Sólo la semana pasada había visto a uno de los empleados del hotel afeitándose en sábado y se quejó al dueño… ¡y hoy ha fallecido! A los ocho, nueve y diez años Sabbath no podía soportarlo. Las sirenas le aterraban. Se sentaba en la cama y gritaba: «¡No, no!». Esto despertaba a Morty en la cama gemela al lado de la suya. «¿Qué pasa?». «¡No quiero morir!». «No te morirás. Eres un crío. Vuelve a dormirte». Le ayudaba a pasar el mal trago. Entonces él se murió, cuando todavía era un crío. ¿Y qué provocaba tanto la hostilidad de su madre? ¿Que fuese capaz de sobrevivir y reírse a pesar de que no tenía mujer? A lo mejor tenía amigas. Durante todo el día se mezclaba con las señoras en la calle, les llenaba el cesto de verduras, y tal vez a un par de damas les llenaría algo más. Eso podría explicar por qué Pez seguía allí. Una deshonra gonadal puede ser una fuerza dinámica, difícil de detener.

—Sí —dijo Sabbath—. Ése fue mi padre. En McCabe. Ése era Sam.

Yo soy su hijo. Mi madre era Yetta.

—¿Vivían en McCabe?

—Eso es. La segunda manzana. Soy su hijo Mickey. Morris. —La segunda manzana de McCabe. Juro que no te recuerdo, de veras.

—Recuerdas tu camioneta, ¿no? El primo Pez y su camioneta.

—Sí, de la camioneta me acuerdo. Entonces tenía una camioneta, sí. —Parecía comprender lo que había dicho sólo después de que lo hubiera dicho—. Ah —añadió, como si hubiera hecho algún irónico reconocimiento de algo.

—Y vendías verduras que transportabas en la camioneta. —Verduras.

Sé que vendía verduras.

—Bueno, se las vendías a mi madre. A veces a mí. Iba con su lista y me las vendías. Mickey. Morris. El hijo de Sam y Yetta, el hijo menor. El otro se llamaba Morty. Solías llevarnos a pescar.

—Juro que no lo recuerdo. —Bueno, no importa.

Sabbath rodeó la mesa baja y se sentó al lado del anciano en el sofá.

El primo Pez tenía la piel muy morena, y los ojos, detrás de las grandes gafas con montura de carey, parecían recibir señales del cerebro. Al observarle de cerca, Sabbath vio más claramente que en algún lugar dentro de aquella cabeza las cosas aún convergían. Era una buena señal. Podían sostener una auténtica conversación. Le sorprendió el deseo de coger a Pez en brazos y sentarlo en su regazo.

—Es estupendo verte, Pez.

—Yo también me alegro de verte, pero sigo sin recordar quién eres.

—No importa. Era un chiquillo. —¿Qué edad tenías entonces?

—¿Cuando iba a la camioneta de las verduras? Era antes de la guerra.

Tenía nueve o diez años. Y tú eras un hombre joven de cuarenta y tantos.

—¿Y dices que le vendía verduras a tu madre?

—Exacto. A Yetta. Pero no importa. ¿Cómo te encuentras?

—Bastante bien, gracias. Ningún problema.

Esa cortesía. También debía de haberla practicado con las damas, un espécimen viril con músculos, modales y un par de chistes. Sí, eso era lo que enojaba a la madre de Sabbath, no había duda. Aquella virilidad ostentosa.

Los pantalones de Pez tenían manchas de orina y su rebeca, en los lugares con restos de comida adheridos, era de un indescriptible, sobre todo a lo largo de la franja de los ojales, pero la camisa parecía limpia y su cuerpo no despedía mal olor. Era sorprendente lo agradable de su aliento, el de una criatura que se alimenta de clavo. ¿Pero era posible que aquellos dientes grandes y curvados fuesen los suyos? Tenían que serlo. No hacen dentaduras postizas con semejante aspecto, excepto tal vez para caballos.

Sabbath volvió a superar el impulso de cogerlo en brazos y sentarlo en su regazo, y se contentó con pasar un brazo sobre el respaldo del sofá de modo que descansara parcialmente en el hombro de Pez. El sofá tenía mucho en común con la rebeca del viejo. Empaste, lo llaman los pintores. Al igual que una muchacha podía presentar sus labios (de una manera ya muy pasada de moda), así ofrecía Pez su oreja a Sabbath, para oírle mejor cuando le hablaba. Sabbath podría habérsela comido, con pelos y todo. Se sentía más feliz a cada momento que pasaba. El implacable anhelo de ganar en el juego de cartas. Manosear a una clienta detrás de la camioneta. La deshonra gonádica con los dientes de un caballo. La incapacidad de morir. Aguantar sentado hasta que la muerte decida presentarse. Esta idea hizo que Sabbath se excitara intensamente: la perversa insensatez de limitarse a permanecer, de no marcharse.

—¿Puedes andar? —le preguntó Sabbath—. ¿Puedes dar un paseo?

—Camino alrededor de la casa.

—¿Y para comer? ¿Tú mismo te preparas la comida?

—Sí, claro. Yo mismo cocino. Hago pollo…

Aguardaron mientras Fish esperaba que se le ocurriera algo después de «pollo». Sabbath podría haber esperado eternamente. Podría haberse mudado allí y alimentarle. Los dos tomarían su sopa. Aquella chica negra que vivía al otro lado de la calle acudiría para constituirse en postre. «No deje de golpear». A él no le importaría que ella le dijera eso a diario.

—Tomo… ¿cómo lo llaman? Compota de manzana.

—¿Y el desayuno? ¿Has desayunado esta mañana?

Sí, el desayuno. He tomado cereal. Yo mismo lo preparo. Me hago unas gachas de avena. Al día siguiente me hago… ¿cómo lo llaman?

Cereal… ¿cómo diablos lo llaman?

—¿Copos de maíz?

—No, no tomo copos de maíz. Antes los tomaba. —¿Y Lois?

—¿Mi hija? Murió. ¿La conocías?

—Claro. ¿Y qué fue de Irv?

—Mi hijo falleció, hace casi un año. Tenía sesenta y seis. Nada. Se murió.

—Fuimos juntos a la escuela secundaria.

—¿Tú? ¿Con Irving?

—Me adelantaba un poco. Estaba entre mi hermano y yo. Envidiaba a Irving porque corría desde la camioneta para llevar las bolsas a las señoras hasta sus puertas. Cuando era pequeño pensaba que Irving era alguien importante porque trabajaba con su padre en la camioneta.

—¿Ah, sí? ¿Vives aquí?

—No, ahora no, eso fue en el pasado. Ahora vivo en Nueva Inglaterra, al norte.

—¿Y por qué has venido aquí?

—Quería ver a la gente que conocí —respondió Sabbath—. Tenía la corazonada de que aún vivías.

—Sí, gracias a Dios.

—Y me dije: «Me gustaría verle. A lo mejor recuerda a mi hermano. Morty, mi hermano». ¿Te acuerdas de Morty Sabbath? También era primo tuyo.

—Tengo mala memoria. Recuerdo poco. Llevo aquí unos sesenta años, en esta casa. La compré cuando era joven. Entonces tenía alrededor de treinta. Compré un hogar y aquí está, en el mismo sitio.

—¿Todavía puedes subir las escaleras sin ayuda?

En el otro extremo de la sala de estar, al lado de la puerta, había una escalera que Sabbath solía subir corriendo con Irving a fin de mirar desde el dormitorio posterior el cuerpo de Lois. Mar y Cielo. ¿Era eso lo que ella extraía del tubo o Mar y Cielo fue más adelante? «Es una pena que no viviera para enterarse de la impresión que me producía cuando miraba cómo se restregaba con esa crema. Apuesto a que ahora le gustaría escucharlo, que nuestro decoro de amigos no significa gran cosa para Lois ahora».

—Oh, sí —dijo Pez—, me las arreglo. Subo las escaleras, desde luego.

Me las apaño para subir. Mi dormitorio está en el piso de arriba, así que tengo que subir las escaleras, claro. Subo una vez al día. Subo y bajo.

—¿Duermes mucho?

—No, ése es mi problema. Duermo muy mal. Apenas pego ojo. Nunca he dormido en toda mi vida. No puedo dormir.

¿Podía ser esto todo lo que Sabbath creía que era? Esforzarse tanto no era propio de él, pero hacía años que no sostenía una conversación tan interesante, excepción hecha de la que sostuvo la noche anterior con Michelle en el pasillo. Era el primer hombre desde su época de marinero que no le producía un aburrimiento mortal.

—¿Qué haces cuando no duermes?

—Me quedo tendido en la cama y pienso. Eso es todo. —¿En qué piensas?

Pez emitió una especie de ladrido, como un ruido procedente de una caverna. Debía de ser todo lo que recordaba de la risa. Y antaño solía reírse mucho, se reía como un loco cada vez que ganaba aquel montón de dinero.

—Oh, pienso en distintas cosas.

—Dime, Pez, ¿recuerdas algo de los viejos tiempos? ¿Recuerdas siquiera los viejos tiempos?

—¿Como por ejemplo?

—Yetta y Sam, mis padres.

—Eran tus padres.

—Sí.

Pez lo intentaba con ahínco, concentrándose como quien evacua el vientre. Y cierta actividad imprecisa pareció acontecer momentáneamente en su cabeza, pero al final tuvo que responder:

—Juro que no me acuerdo.

—¿Entonces qué haces durante todo el día ahora que no vendes verduras?

—Camino por ahí, me ejercito, camino alrededor de la casa. Cuando hace sol, lo tomo fuer a. Hoy es el trece de abril, ¿verdad?

—Exacto. ¿Cómo conoces la fecha? ¿Sigues el calendario?

La indignación del anciano era auténtica cuando replicó:

—No. Sólo sé que hoy es el trece de abril.

—¿Escuchas la radio? Solías escuchar la radio con nosotros a veces. A H. V. Kaltenborn, las noticias del frente.

—¿Ah, sí? No, no la escucho. Tengo un aparato de radio, pero no me molesto en escucharlo. Mi oído es malo. En fin, tengo muchos años.

¿Cuántos crees que tengo?

—Sé la edad que tienes. Cien años. —¿Cómo lo sabes?

—Porque eras cinco años mayor que mi padre. Mi padre era tu primo.

El vendedor de mantequilla y huevos. Se llamaba Sam.

—¿Te ha enviado él aquí, o qué? —Sí, él me ha enviado aquí.

—Lo ha hecho, ¿eh? Él y su mujer, Yetta. ¿Los ves a menudo?

—En ocasiones.

—¿Te han enviado a verme? —Sí.

—¿No es eso notable?

Esa palabra estimuló enormemente a Sabbath. Si Pez podía pronunciar una palabra como «notable», entonces su cerebro sería capaz de recordar las cosas que él deseaba. Era un hombre cuya vida había dejado en él una impresión. Estaba allí, sólo era cuestión de insistir, de seguir con él hasta que pudiera obtener una impresión de la impresión. Oírle decir: «Mickey, Morty, Yetta, Sam», y también: «Estaba allí, juro que lo recuerdo. Todos estábamos vivos».

—Tienes muy buen aspecto para ser un hombre centenario.

—Gracias a Dios. No estoy mal, no. Me siento muy bien. —¿Ni achaques ni dolores?

—No, no, gracias a Dios, no.

—Eres un hombre afortunado, Pez, no tienes ningún dolor.

—Sí, gracias a Dios, lo soy.

—¿Entonces qué te gusta hacer ahora? ¿Recuerdas los juegos de cartas con Sam? ¿Recuerdas la pesca? ¿En la playa? ¿En la barca con los gentiles? Te gustaba visitar nuestra casa por la noche. Yo estaba allí sentado y me apretabas la rodilla. Me preguntabas: «Mickey o Morris, ¿cuál es tu nombre verdadero?». No recuerdas nada de esto, claro. Tú y mi padre hablabais en yiddish.

Vu den? Todavía hablo en yiddish. Nunca lo he olvidado.

—Eso está bien. Así que a veces hablas en yiddish. Estupendo. ¿Qué otras cosas haces? Por placer.

—¿Por placer?

Le asombra que Sabbath pueda hacerle semejante pregunta. Le pregunta por el placer y, por primera vez, se le ocurre que podría estar tratando con un chiflado. Un loco ha entrado en la casa y hay motivo para estar aterrado.

—¿Qué clase de placer? —replicó—. Estoy en casa y eso es todo. No voy al cine ni nada por el estilo. De todas maneras, sería incapaz de ver nada. ¿De qué me serviría?

—¿Te relacionas con la gente?

—Hummm. —La gente. Un gran borrón oscurecía la respuesta. La gente. Se puso a pensar, aunque Sabbath no tenía idea de lo que eso suponía, era como tratar de prender fuego a leña mojada—. Casi nunca —dijo por fin—. Veo a mi vecino de al lado. Es un goy, un gentil.

—¿Una persona simpática?

—Sí, sí, es simpático.

—Eso está bien. Así debe ser. Le enseñan a querer a sus vecinos.

Probablemente tienes suerte de que no sea judío. ¿Y quién limpia la casa?

—Hasta hace un par de semanas venía una mujer a limpiar Sabbath pensó que la mujer se había largado precisamente cuando él llegaba para hacerse cargo. La suciedad era omnipresente. La sala de estar estaba casi vacía: además del sofá y la mesa baja sólo había un sillón tapizado, roto y sin brazos, al lado de la escalera, y el suelo parecía el de una jaula de monos que Sabbath vio cierta vez en una ciudad de la bota italiana, un zoo que nunca había olvidado. Pero los desperdicios y el polvo eran lo de menos. O bien la mujer era más ciega que Pez, o bien era una estafadora y una borracha. Se había ido.

—No hay nada que limpiar —dijo Pez—. La cama… no está en buen estado.

—¿Y quién se encarga de lavar? ¿Quién te lava la ropa?

—La ropa… —Ésa era una pregunta difícil. El interrogatorio se estaba complicando. Tal vez el anciano se fatigaba o estaba agonizando. En este último caso, el de la muerte de Pez pospuesta durante tanto tiempo, no sería inadecuado que lo último que oyera fuese: «¿Quién te lava la ropa?».

Tareas. Aquellos hombres eran tareas. Los hombres y las tareas eran una sola cosa.

—¿Quién te hace la colada?

La palabra «colada» surtió efecto.

—Son pocas cosas. La hago yo mismo, no tengo mucha colada. Sólo una camiseta y los calzoncillos, eso es todo. No hay gran cosa que hacer. La lavo en la fregadera y la cuelgo en la cuerda. Y… ¡se seca!

Hizo una pausa para dar un efecto cómico a sus palabras. Y entonces, en tono triunfal, añadió: «¡Se seca!». Sí, Pez volvía ser el que fue, aquel hombre que siempre decía algo que hacía reír a Mickey. No hacía falta que dijera gran cosa, pero tenía un gran sentido del humor acerca de los milagros y los dones. ¡Se seca! «Pero es tan agarrado… Antes de que falleciera, pobre mujer, jamás le compró nada». «Fischel es un hombre solitario», decía su padre, «dejémosle disfrutar de una familia durante diez minutos por la noche. Adora a los chicos, más que a los suyos propios. No sé por qué, pero así es».

—¿No vas nunca a mirar el océano? —le preguntó Sabbath.

—No, ya no puedo hacerlo. Eso está ahora fuera de mi alcance. Demasiado lejos par a ir andando. Adiós, océano.

—Pero tienes la mente en perfecto estado.

—Sí, mi mente está bien, gracias a Dios. Está bien. —Y todavía tienes la casa. Te ganabas bien la vida vendiendo verduras.

El anciano volvió a mostrarse indignado.

—No, no era una buena vida, era una vida difícil. Iba por ahí vendiendo. Asbury Park, Belmar. Solía ir a Belmar en la camioneta. Tenía una camioneta de caja abierta. Todos los cestos alineados. Allí había un mercado. Un mercado al por mayor. Y luego, hace años, estaban los granjeros. Los granjeros venían. Hace mucho tiempo. Incluso me he olvidado de cuándo fue.

—Te pasaste toda la vida vendiendo verduras.

—Casi toda, sí.

«Empuja», se dijo Sabbath. «Es como liberar un coche de la nieve amontonada sin ninguna ayuda, pero los neumáticos que giran empiezan a aferrarse, así que empuja. Sí, recuerdo a Morty. Morty, Mickey, Yetta, Sam. Puede decirlo. Consigue que lo haga. ¿Hacer qué? ¿Qué puede hacer por ti en esta hora tardía?».

—¿Recuerdas a tus padres, Pez?

—¿Si los recuerdo? Claro. Oh, sí. Naturalmente. En Rusia. Yo mismo nací en Rusia, hace cien años.

—Naciste en 1894.

—Sí, sí, tienes razón. ¿Cómo lo sabías?

—¿Y recuerdas la edad que tenías cuando viniste a América?

—¿La edad que tenía? Lo recuerdo. Quince o dieciséis años. Era un muchacho. Aprendí el inglés.

—¿Y no te acuerdas de Morty y Mickey? Los dos chicos, los hijos de Yetta y Sam.

—¿Tú eres Morty?

—Soy su hermano menor. Tienes que acordarte de Morty.

Era un atleta, una estrella de la pista de atletismo. Solías palparle los músculos y silbabas. El clarinete. Tocaba el clarinete. Y era un manitas, capaz de arreglar cualquier cosa. Al salir de la escuela desplumaba pollos para Feldman, para el carnicero que jugaba a las cartas contigo, mi padre y Kravitz, el tapicero. Yo le ayudaba. Los jueves y viernes. ¿Tampoco te acuerdas de Feldman? No importa. Morty fue piloto en la guerra. Era mi hermano.

Murió en la guerra.

—¿Fue durante la guerra? ¿La Segunda Guerra Mundial?

—Sí.

—Eso fue hace muchos años, ¿no?

—Han pasado cincuenta años, Pez. —Es mucho tiempo.

Un extremo de la sala de estar se abría al comedor, cuyas ventanas daban al jardín. En invierno, los fines de semana, se dedicaban a catalogar los sellos de Irving en la mesa del comedor, estudiaban las perforaciones y las marcas de agua durante el tiempo necesario, que a veces parecía siglos, antes de que Lois llegara a la casa y subiera las escaleras hacia su habitación. En ocasiones iba al lavabo. Sabbath estudiaba con más atención los sonidos del agua que fluía por las cañerías que los sellos. Las sillas del comedor en las que Irv y él se sentaban estaban ahora sepultadas bajo ropa, envueltas en camisas, suéteres, pantalones y chaquetas. El anciano, demasiado ciego par a encontrar sus prendas en los armarios, tenía allí su guardarropa.

A lo largo de una pared había un aparador que Sabbath, que lo había mirado de vez en cuando desde que estaba sentado con Fish, reconoció por fin. Chapa de arce con los ángulos redondeados… Había sido de su madre, el aparador que su madre tenía en tanta estima, donde guardaba los platos «buenos» con los que nunca comían, las copas de cristal de las que nunca bebían, donde su padre guardaba el tallis[28] y la bolsa de terciopelo que contenía las filacterias con las que nunca rezaba, y donde Sabbath encontró cierta vez, bajo un rimero de manteles «buenos», demasiado buenos para que los usaran a diario las gentes de su clase, un libro encuadernado en azul que contenía instrucciones para sobrevivir a la noche de bodas. El hombre tenía que bañarse, empolvarse, ponerse una bata suave (preferiblemente de seda), afeitarse, aunque ya lo hubiera hecho por la mañana, y la mujer debía procurar no perder el sentido. Páginas y más páginas, casi un centenar de ellas, en las que Sabbath no dio con una sola de las palabras que buscaba. El libro trataba sobre todo de iluminación, perfume y amor. Debía de haber sido una gran ayuda para Yetta y Sam. A Sabbath sólo le intrigaba de dónde habían sacado la coctelera. No intervenían olores, según aquel libro, ni un solo olor indicado en el índice. Él tenía doce años. Tendría que descubrir los olores más allá del aparador de su madre, al que a veces llamaban de un modo grandilocuente el buffet.

Cuando, cuatro años antes de morir, su madre ingresó en el asilo y él vendió la casa, debieron de distribuir los muebles entre los vecinos, o quizá los robaron. Sabbath supuso que el abogado había organizado una subasta para pagar las facturas. Tal vez Pez compró aquel mueble, por los recuerdos que le traía de las veladas en casa de los Sabbath. Por entonces ya debía de tener noventa años. Quizá Irving le había comprado el aparador por veinte pavos. Sea como fuere, allí estaba. Pez aquí, el aparador aquí… ¿qué más hay aquí?

—¿Recuerdas que durante la guerra las luces del paseo entablado estaban apagadas, Pez? ¿Recuerdas el apagón?

—Sí, las luces estaban apagadas. También me acuerdo de cuando la mar estaba tan revuelta que arrancó todo el paseo entablado y lo dejó en la avenida del Océano. Lo hizo dos veces en mi vida. Una gran tormenta.

—El Atlántico es un océano poderoso.

—Desde luego. Arrancó todo el paseo entablado y lo dejó en la avenida del Océano. Sucedió dos veces en mi vida. —¿Recuerdas a tu esposa?

—Pues claro que la recuerdo. Vine aquí, me casé. Una mujer excelente. Murió hace treinta o cuarenta años. Desde entonces estoy solo.

No es bueno estar solo. Es una vida solitaria. Bueno, ¿qué va a hacer uno?

No puedes hacer nada. Hay que tomarlo de la mejor manera posible. Eso es todo. Cuando el día es soleado, salgo a tomar el sol en la parte de atrás. Me siento al sol y me pongo moreno. Ésa es mi vida. Eso es lo que me gusta. La vida al aire libre. Mi jardín trasero. Cuando hace sol me paso casi todo el día sentado ahí afuera. ¿Comprendes el yiddish? «Eres viejo, tienes frío». Hoy está lloviendo.

Sabbath se dijo que debía acercarse al aparador, pero ahora Pez le había puesto las manos en los muslos, descansaban sobre él mientras hablaban, y ni siquiera Maquiavelo podría haberse levantado en aquel momento, aunque supiera, como él lo sabía, que dentro del aparador estaba todo lo que buscaba. Lo sabía. Allí había algo que no era el fantasma de su madre, la cual se hallaba en la tumba con su espíritu. Allí había algo tan importante y palpable como el sol que bronceaba a Pez. Y, sin embargo, no podía moverse. Debía de tratarse de la veneración que los chinos sienten hacia los ancianos.

—¿Te duermes ahí afuera?

—¿Dónde?

—Al sol.

—No, no me duermo, sólo miro. Cierro los ojos y miro. Sí, ahí no puedo dormir. Ya te lo he dicho. Duermo muy mal. Por la noche subo arriba, hacia las cuatro o las cinco de la madrugada. Me voy a la cama y descanso, pero no me duermo. Me cuesta mucho dormir.

—¿Recuerdas cuando llegaste tú solo a la costa?

—¿Cuando llegué a la costa? ¿Qué quieres decir, desde Rusia?

—No, después de Nueva York. Cuando te marchaste del Bronx, cuando dejaste a tus padres.

—Ah, sí, vine aquí. ¿Eres del Bronx?

—No. Mi madre lo era, antes de casarse.

—¿Sí? Bueno, me casé y vine aquí. Sí, me casé con una mujer excelente.

—¿Cuántos hijos tuviste?

—Dos. Un chico y una chica. Mi hijo, el que murió no hace mucho, era contable. Un buen trabajo, en un negocio al por menor. Y Lois.

¿Conoces a Lois?

—Sí, conozco a Lois.

—Una chica preciosa.

—Sí que lo es. Me alegro mucho de verte, Pez. Tomó las manos del anciano entre las suyas. Ya era hora.

—Gracias. Para mí es un placer.

—¿Sabes quién soy, Pez? Soy Morris. Soy Mickey. Soy el hijo de Yetta. Morty era mi hermano. Te recuerdo muy bien, en la calle con la camioneta, todas las señoras salían de sus casas…

—Iban a la camioneta.

«Está conmigo, vuelve a encontrarse allí… ¡y me aprieta las manos con una fuerza incluso mayor que la que me queda en las mías!».

—Sí, a la camioneta —le dijo.

—A comprar. ¿No es eso notable?

—Sí, ésa es la palabra. Todo era notable.

—Notable.

—Hace tantos años… Todos estaban vivos. Dime, ¿puedo echar un vistazo a las fotografías?

Había fotografías dispuestas a lo largo de la superficie del aparador, sin marco, simplemente apoyadas en la pared.

—¿Quieres hacer una foto de eso?

Sí, quería hacer una foto del aparador. ¿Cómo lo había sabido?

—No, sólo quiero mirar las fotografías.

Alzó las manos del anciano de su regazo, pero cuando se puso en pie él se levantó y le siguió al comedor. Caminaba muy bien, sin rezagarse lo más mínimo, y fue tras él como Willie Pep cuando perseguía a algún púgil pisher[29] alrededor del cuadrilátero.

—¿Puedes ver las fotos? —le preguntó.

—Pez —le dijo—, éste eres tú… ¡con la camioneta!

Allí estaba la camioneta, con los cestos alineados a lo largo de los lados oblicuos, y Pez en la calle al lado del vehículo, en posición de firmes.

—Creo que sí —replicó el anciano—. No puedo ver. Parezco yo —dijo cuando sostuvo la foto directamente delante de sus gafas—. Sí, ésta es mi hija, Lois.

Lois había perdido de mayor su buen aspecto. También ella.

—¿Y quién es este hombre?

—Éste es mi hijo, Irving. ¿Y quién es éste? —le preguntó a Sabbath, cogiendo una fotografía que estaba tendida sobre el aparador. Eran fotos viejas, desvaídas, con manchas de agua alrededor de los bordes y un tanto pegajosas al tacto—. ¿Ese soy yo o qué? —preguntó.

—No lo sé. ¿Quién es ésta? Esta mujer. Una mujer muy guapa, con el cabello oscuro.

—Puede que sea mi esposa.

Sí. En aquel entonces la patata probablemente no era más que un brote. No recordaba que ninguna de aquellas mujeres tuviera una belleza que se aproximase a la de ella. Y fue la que se murió.

—¿Y éste eres tú? ¿Con una novia?

—Sí, mi novia. Entonces la tenía. Ya murió.

—Sobrevives a todo el mundo, incluso a tus novias.

—Sí, tuve algunas novias. Tuve unas cuantas, cuando era más joven, después de que mi esposa se muriese.

—Sí. ¿Te lo pasaste bien con ellas?

Al principio estas palabras no tuvieron ningún sentido para él. La pregunta parecía rebasar su capacidad de comprensión. Las manos impedidas de Sabbath aguardaron sobre el aparador de su madre, que tenía una gruesa capa de grasa y suciedad. El mantel de la mesa del comedor presentaba todas las manchas imaginables. No había allí ninguna otra cosa tan fétida y desagradable. Y Sabbath supuso que era uno de los manteles que la familia nunca llegó a usar.

—Te he preguntado si te lo pasabas bien con las chicas.

—Bueno, sí —respondió el anciano súbitamente—. Sí, todo iba bien. Probé con unas cuantas.

—Pero no recientemente.

—¿Qué razón dices?

—Digo que no recientemente.

—¿A qué razón te refieres?

—He dicho que últimamente no.

—¿Últimamente? No, soy demasiado viejo para eso. He terminado con esas cosas. —Sacudió una mano, casi con enojo—. Eso se acabó, nada que hacer. ¡Adiós, chicas!

—¿Hay más fotos? Aquí tienes un montón de buenas fotos viejas. A lo mejor hay más dentro.

—¿Aquí? ¿Aquí dentro? Nada.

—Nunca se sabe.

Una vez abierto, el cajón superior, que en el pasado contuvo una bolsa de filacterias, un tallis, un manual sexual y los manteles, se reveló vacío. Su madre había dedicado toda su vida a guardar cosas en los cajones. Cosas de la familia, a las que llamar suyas. También los cajones de Debby contenían cosas a las que llamar suyas. Y los cajones de Michelle. Toda la existencia, la de los nacidos y los no nacidos, la posible y la imposible, en cajones. Pero contemplar durante suficiente tiempo unos cajones vacíos probablemente puede volverle a uno loco.

Sabbath se arrodilló para abrir la puerta que daba acceso al alto cajón central. Dentro había algo, una caja de cartón, y en la tapa figuraban las palabras «Cosas de Morty», de puño y letra de su madre. En uno de los lados, y también con su caligrafía, «Bandera y cosas de Morty».

—Tienes razón, aquí no hay nada —le dijo al anciano, y cerró la puerta inferior del aparador.

—Ah, qué vida, qué vida —musitó Pez mientras le precedía de nuevo a la sala de estar.

—Sí, ¿ha sido una buena vida? ¿Te ha gustado vivir, Pez? —Claro, mejor que estar muerto.

—Eso dice la gente.

Pero lo que Sabbath estaba pensando realmente era que todo comenzó cuando su madre se presentó para mirar por encima de su hombro lo que hacía con Drenka allá arriba, en la Gruta, que el hecho de que se quedara a mirar, por repugnante que fuese para ella, que contemplara todas aquellas 443 eyaculaciones que no llevaban a ninguna parte, era lo que le había conducido hasta allí. ¡La ridiculez por la que debes pasar para ir adonde tienes que ir, el alcance de los errores que debes cometer necesariamente! Si te hablaran de antemano acerca de todos esos errores dirías que no, que no puedes hacerlo, que deberán buscarse a otro, que eres demasiado listo para cometerlos. Y ellos te dirían que tienen fe y que no te preocupes, y tú dirías que no, que de ninguna manera, necesitáis a alguien mucho más bobo que yo, pero ellos repiten que tienen fe y que tú eres el elegido, que evolucionarás hasta llegar a ser un bobo colosal de un modo más consciente de lo que puedes empezar a imaginar, que cometerás errores a una escala en la que ahora ni siquiera puedes soñar… porque no hay otra forma de llegar al final.

El ataúd llegó a casa envuelto en una bandera. Primero enterraron su cuerpo calcinado en Leyte, en un cementerio militar de las Filipinas.

Cuando Sabbath estaba embarcado llegó el ataúd a casa: lo habían enviado desde Asia. Su padre le escribió, con su caligrafía de inmigrante, diciéndole que había una bandera sobre el ataúd y que después del funeral «el hombre del ejército la dobló para entregársela a tu madre a la manera oficial (sic).».

Estaba en esa caja de cartón dentro del aparador. Estaba a cuatro metros de distancia.

Volvían a estar sentados en el sofá, cogidos de las manos. Y el anciano no tenía ni idea de quién era su visitante. Podría robar la caja sin ningún problema. Sólo tenía que encontrar el momento apropiado. Sería mejor que Pez no tuviera que morirse mientras lo hacía.

—Cuando pienso en morir —le estaba diciendo Pez—, creo que deseo no haber nacido. Ojalá no hubiera nacido, me digo. Es cierto.

—¿Por qué?

—Porque la muerte… la muerte es algo terrible, ¿sabes? La muerte es mala. Así que deseo no haber nacido. —Lo dijo enojado. Sabbath quería morir porque no tenía que hacerlo y aquel anciano no quería por la razón contraria—. Ésa es mi filosofía —concluyó.

—Pero has tenido una mujer maravillosa, muy guapa.

—Oh, sí, eso es cierto.

—Dos buenos hijos.

—Sí, sí, claro.

El enojo remite, pero sólo lentamente, poco a poco. El hombre no se deja convencer fácilmente de que pueda haber algo que compense de la muerte.

—Has tenido amigos.

—No, no tuve muchos amigos. No he tenido tiempo para hacer amistades. Pero mi mujer era muy agradable. Murió hace ya cuarenta o cincuenta años. Una mujer excelente. Como digo, la conocí por medio de mi… espera un momento… se llama Yetta.

—La conociste por medio de Yetta. Eso es cierto. La conociste por medio de mi madre.

—Se llamaba Yetta, sí. Me presentó a aquella chica del Bronx.

Todavía me acuerdo de eso. Paseaban por el parque, yo también paseaba y nos encontramos en el camino. Y me la presentaron. Y ésa es la chica de la que me enamoré.

—Tienes una buena memoria para un hombre de tu edad.

—Oh, sí, gracias a Dios, sí. ¿Qué hora es?

—Casi la una.

—¿Sí? ¿Tan tarde? Es hora de que me prepare mi chuleta de cordero. Me como una chuleta de cordero, y tomo compota de frutas de postre. ¿Dices que es casi la una?

—Sí, faltan unos pocos minutos para la una.

—¿Ah, sí? Pues voy a hacerme la comida.

—¿Cocinas tú solo la chuleta de cordero?

—Sí, claro, la meto en el horno. Tarda diez o quince minutos en hacerse. Y tengo manzanas de la clase deliciosa. Horneo una manzana y ése es mi postre. Y luego me como una naranja. Y eso es lo que llamo una buena comida.

—Estupendo. Cuidas bien de ti mismo. ¿Puedes bañarte sin ayuda?

Sabbath pensaba en meterle en el baño y entonces largarse con la caja.

—No, me ducho.

—¿Y es seguro para ti? ¿Te agarras bien?

—Sí, es una ducha cerrada, ¿sabes?, con una cortina. Ahí tengo una ducha, así que ahí es donde me ducho. No hay ningún problema. Una vez a la semana, sí. Me ducho.

—¿Y nadie te lleva nunca a contemplar el océano?

—No. El océano me encantaba. Antes me bañaba en el mar, hace ya muchos años. Era un nadador bastante bueno. Aprendí a nadar en este país.

—Lo recuerdo. Eras miembro del Club Oso Polar.

—¿Qué?

—El Club Oso Polar.

—Eso no lo recuerdo.

—Claro. Un grupo de hombres que iban a nadar a la playa cuando el tiempo era frío. Los llamaban el Club Oso Polar. Cuando hacía frío te desvestías en la playa hasta quedarte en bañador, te metías en el agua y salías en seguida. Eran los años veinte y treinta.

—¿El Club Oso Polar, dices?

—Sí.

—Sí, sí, es cierto. Creo que recuerdo eso.

—¿Te gustaba hacerlo, Pez?

—¿El Club Oso Polar? Lo detestaba.

—¿Entonces por qué lo hacías?

—Juro por Dios que no recuerdo por qué lo hacía.

—Tú me enseñaste, Pez. Me enseñaste a nadar.

—¿Ah, sí? Enseña Irving. Mi hijo nació en Asbur y Park. Y Lois nació aquí mismo, en el piso de arriba de esta casa. En el dormitorio. Lois, la pequeña, nació en el dormitorio donde duermo ahora. Se murió.

En un rincón de la sala de estar, detrás de la cabeza de Pez, hay una bandera americana enrollada en un asta corta. Sabbath, que acaba de leer las palabras «Bandera y cosas de Morty», la ve ahora por primera vez. ¿Será ésa? ¿Estará ahí tan sólo la caja vacía, sin ninguna de las cosas de Morty, y la bandera del ataúd fijada al asta? La bandera parece tan desteñida como la silla playera en el jardín. Si la señora de la limpieza estuviera realmente interesada en limpiar, hace mucho tiempo que habría desgarrado la bandera para usarla como trapos.

—¿Cómo es que tienes una bandera americana? —preguntó Sabbath.

—La conseguí hace ya unos años. No sé cómo, pero lo cierto es que la conseguí. Ah, espera un momento. Creo que era del banco de Belmar.

Cuando acumulé dinero, me regalaron esta bandera. Esta bandera americana. En Belmar era cuentacorrentista. Ahora, adiós depósitos.

—¿Quieres comer, Pez? ¿Quieres ir a la cocina y prepararte tu chuleta de cordero? Me quedaré aquí sentado si lo deseas.

—No te preocupes, tengo tiempo. La chuleta no se escapará corriendo.

La risa de Pez era cada vez más parecida a una risa auténtica.

—Y todavía tienes sentido del humor —comentó Sabbath.

—No mucho.

Sabbath habría aprendido dos cosas: el temor a la muerte te acompaña años siempre y una pizca de ironía se mantiene inmutable incluso en el judío más sencillo. Así pues, aunque no quedara nada en la caja, aquel día.

—¿Pensaste alguna vez que vivirías hasta llegar a los cien?

—No, la verdad es que no lo había pensado. Había leído algo de eso en la Biblia, pero no lo había pensado de veras. Gracias a Dios, lo he conseguido. Pero Dios sabe cuánto más voy a durar.

—¿Qué me dices de tu comida, Pez? ¿No quieres hacerte la chuleta de cordero?

—¿Qué es esto? ¿Puedes verlo? —En su regazo vuelve a tener las dos cartas que estaba manoseando cuando Sabbath entró—. ¿Quieres leérmelo? ¿Es una factura o qué?

—«Fischel Shabas, avenida Hammond, 311». Permíteme que abra el sobre. Es del doctor Kaplan, el optometrista. —¿Quién?

—El doctor Kaplan, el optometrista que vive en Neptune. Dentro hay una tarjeta. Te la leo: «Feliz cumpleaños».

—¡Ah! —el reconocimiento le satisface de una manera desmesurada—. ¿Cómo has dicho que se llama?

—El doctor Benjamin Kaplan, el optometrista. —¿El optometrista?

—Sí. «Feliz cumpleaños a un paciente maravilloso». —Nunca había oído hablar de él.

—«Confío en que sus aniversarios sean tan especiales como lo es usted». ¿Has celebrado recientemente tu cumpleaños? —Sí, claro.

—¿Cuándo los cumples?

—El primero de abril.

Exacto. El primero de abril es el día de los Inocentes. La madre de Sabbath siempre había considerado que la fecha era apropiada para Pez. Sí, ella sentía repugnancia hacia su actividad fálica. De lo contrario, no se entendía lo que le molestaba de él.

—De modo que es una felicitación de cumpleaños.

—¿Una felicitación de cumpleaños? ¿Y quién me la envía?

—Kaplan, un médico.

—Es un médico del que jamás he oído hablar. Tal vez se ha enterado de mi cumpleaños ¿Y la otra carta?

—¿La abro?

—Sí, claro, adelante.

—Es de la compaña de seguros de vida Guaranty Reserve. No creo que sea nada especial.

—¿Qué dice?

—Quieren que suscribas una póliza de seguros. Dice: «Póliza de seguro de vida disponible entre las edades de cuarenta y ochenta y cinco años».

—Puedes tirarla.

—Bueno, éste es todo el correo que hay.

—Al diablo con eso.

—No, no lo necesitas. No te hace falta una póliza de seguro de vida.

—No, no. Ya tengo una. Creo que por cinco mil dólares o algo así. Mi vecino paga siempre las cuotas. Ésa es la política. Nunca he tenido un seguro considerable. ¿Para quién? ¿Para qué? Cinco mil dólares es suficiente. Así que él se ocupa de eso. Después de mi muerte, me enterrará y se quedará con el resto.

Pronunció «muerte» como si dijera «deuda»[30].

—¿Quién sabe cuánto más voy a vivir? —dijo Pez—. El tiempo se acaba con seguridad. ¿Cuánto más puedo vivir pasados los cien años? Muy poco. Si me quedan uno o dos años, tendré suerte, y si me quedan una o dos horas también.

—¿Qué me dices de tu chuleta de cordero?

—Tenía que venir un individuo del Press de Asbur y Park a entrevistarme. A mediodía

—¿Ah, sí?

—Dejé la puerta abierta, pero no se ha presentado. No sé por qué.

¿Para entrevistarte porque has llegado a los cien años?

—Sí, por mi cumpleaños. A mediodía. Tal vez se ha echado atrás o algo por el estilo. ¿Cómo se llama, señor? —Me llamo Morris, pero desde niño me han llamado Mickey.

—Espera un momento. Conocía a un Morris, de Bel-mar. Morris. Venía a verme.

—Y mi apellido es Sabbath.

—Como mi primo.

—Exactamente. De la avenida McCabe.

—Y el otro individuo también se llama Morris. Oh, vaya. Morris. Vendrá a verme.

—Vendrá a verte después de que te hayas comido tu chuleta de cordero. Vamos, Pez —le dijo, ayudándole a levantarse—. Vas a comer ahora mismo.

Sabbath nunca llegó a verle prepararse la chuleta de cordero, aunque le habría gustado presenciarlo. Le habría gustado mucho ver la chuleta en cuestión. El titiritero se dijo que habría sido divertido verle preparar la chuleta y entonces, cuando se diera la vuelta, cogérsela rápidamente y comérsela. Pero en cuanto Pez entró en la cocina, Sabbath se excusó diciendo que iba arriba para usar el lavabo y regresó al comedor, donde sacó la caja de cartón del aparador (no estaba vacía) y salió con ella de la casa.

La mujer negra seguía en el escalón superior del porche, ahora sentada y contemplando la lluvia mientras escuchaba la radio. Parecía muy feliz.

¿Otra que tomaba Prozac? Sus rasgos podían ser indios en parte. Era joven.

Sabbath recordó que a Ron y a él otros marineros les llevaron a un distrito de las afueras de Veracruz. Una especie de club nocturno medio al aire libre, sórdido y miserable, en un distrito de cabarets baratos con ristras de luces y muchas mujeres y marineros en mesas desvencijadas. Tras hacer sus tratos y apurar las bebidas, se retiraron a una hilera de casas bajas donde estaban las habitaciones. Todas las chicas eran mestizas. Se encontraban en la península de Yucatán, y el pasado maya no estaba muy lejos. Una mezcla de razas, siempre desconcertante, que le lleva a uno a las profundidades de la vida.

Aquella muchacha era un encanto, tenía una personalidad deliciosa. Muy morena, amable, sonriente, atractiva, cálida en todos los sentidos. Tendría unos veinte años o incluso menos. Era exquisita, no había prisa, no le apresuró para que terminara. Recordaba que luego le puso una especie de ungüento que escocía, tal vez una sustancia astringente destinada a prevenir cualquier enfermedad. Una chica muy simpática. Igual que aquélla.

—¿Cómo está el viejo?

—Comiendo su chuleta de cordero.

Yippii! —exclamó la muchacha.

¡Ah, cómo le gustaría conocerla! «No dejes de golpear». No.

Demasiado viejo. Había terminado con esas cosas. Eso se acabó, nada que hacer. Adiós, chicas.

—¿Es de Texas? ¿De dónde ha sacado ese yippii? Yippiiki-yo-ki-yay.

—Eso sólo se dice cuando hay ganado de por medio —dijo ella, riéndose con la boca muy abierta—. Jupii ti-yi-yo, ¡seguid andando, pequeñas dogies!

—¿Qué es una dogie, en cualquier caso?

—Es una ternera chiquita abandonada por su madre. Una ternera que ha perdido a su mamá.

—Vaya, está hecha toda una vaquera. Primero la tomé por una chica de Asbury. Me gusta usted, señora. Oigo el tintineo de sus espuelas. ¿Cómo la llaman?

—Hopalong Cassidy —respondió ella—. ¿Y a usted cómo le llaman?

Rabbi Israel, el Baal Shem Tov, el Maestro del Buen Nombre de Dios. En la sinagoga los chicos me llamaban Paseo Entablado.

—Encantada de conocerle.

Permítame que le cuente una anécdota —le dijo él, restregándose la barba con un hombro levantado mientras sostenía entre los brazos, al lado de su coche, la caja con las cosas de Morty—. Cierta vez el rabino Mendel se jactó ante su maestro, el rabino Elimelec, de que por la noche veía al ángel que se lleva la luz antes de que llegue la oscuridad, y por la mañana el ángel que se lleva la oscuridad antes de que aparezca la luz. «Sí», le dijo el rabino Elimelec, «en mi juventud yo también lo vi. Más adelante ya no ves esas cosas».

—No entiendo los chistes judíos, señor Paseo Entablado —dijo ella, riendo de nuevo.

—¿Qué clase de chistes entiende?

Pero desde el interior de la caja, la bandera americana de Morty (la cual Sabbath sabe que está doblada ahí, en el fondo, al estilo oficial) le dijo:

«Eso es contrario a alguna ley judía», y así, subió al coche con la caja y se dirigió a la playa, al paseo entablado, que ya no estaba allí. El paseo entablado había desaparecido. El océano se lo había llevado finalmente. El Atlántico es un océano poderoso. La muerte es una cosa terrible. Ése es un médico del que jamás he oído hablar. Notable. Sí, ésa es la palabra. Todo era notable. Adiós, notable. ¡Egipto y Grecia, adiós, y adiós, Roma!

He aquí lo que Sabbath encontró en la caja aquella tarde de bruma y lluvia, el día del cumpleaños de Morty, miércoles, 13 de abril de 1994. Su coche, el único con placa de matrícula de otro estado, estaba solitario en la avenida del Océano junto a la playa de la avenida McCabe, aparcado en diagonal, mirando hacia el dios marino que chapoteaba de un modo nada imponente mientras avanzaba gris hacia el sur siguiendo la fase final de la tormenta. Hasta entonces, no había habido en la vida de Sabbath nada como aquella caja, nada que se le aproximara, ni siquiera examinar todas las ropas de gitana de Nikki después de que ella hubiera desaparecido. Por impresionante que fuese aquel armario, no era nada en comparación con la caja que ahora tenía. La pureza monstruosa del sufrimiento era nueva para él y hacía que todo el sufrimiento que había conocido hasta entonces pareciese una mera imitación. Éste era el elemento apasionado, violento, el peor, inventado para atormentar a una sola especie, al animal que recuerda, el animal de larga memoria, e incitado tan sólo al sacar de la caja y sostener en su mano las cosas del hijo mayor que Yetta había guardado allí. Ésa era la sensación que producía ser un venerable paseo entablado al que el Atlántico había arrancado de sus amarras, un paseo entablado desgastado, bien construido, anticuado, que cubría la longitud de una pequeña población en la orilla del océano, atornillado en pilotes recubiertos de creosota con el perímetro del pecho de un hombre fuerte y, cuando el viejo y familiar oleaje aparecía en la costa, movidos hacia arriba y afuera como un diente flojo de un niño.

Sólo unos objetos. Unos pocos objetos, y para él eran el huracán del siglo.

El emblema atlético de Morty, azul oscuro con el borde negro. Una zapatilla deportiva alada en la barra de la A. En el reverso una pequeña etiqueta: «La Insignia Modelo, Co., Big Run, Pensilvania». Lo llevaba sobre el suéter azul claro con emblema. El equipo Asbury Bishops.

Una foto. Un B-25 bimotor, no el modelo J en el que le derribaron sino el D, con el que se adiestró. Morty en camiseta, pantalones de faena, con la chapa de identificación al cuello, gorra de oficial, correas de paracaídas. Sus fuertes brazos. Un buen muchacho. Su tripulación, cinco en total, todos ellos en la pista de despegue, los mecánicos atendiendo a uno de los motores a sus espaldas. «Fort Story, Virginia», decía el reverso. Parecía feliz, absolutamente encantado. El reloj. El Benrus de Sabbath, el reloj que llevaba en su muñeca.

Otra foto, un retrato realizado por La Grotta de Long Branch. Un muchacho con gorra y uniforme. Y otra: lanzando el disco en el estadio, preparándose par a trazar el círculo, el brazo hacia atrás. Y otra: una instantánea de acción. El disco lanzado, a metro y medio por delante de él.

La boca abierta. La camiseta oscura con el emblema de la A. Los pequeños pantalones cortos azules. Foto de colores pálidos y corridos, como una acuarela. Morty con la boca abierta. Sus músculos.

Dos discos pequeños. Sabbath no los recordaba en absoluto. Uno de ellos enviado por él desde 324 C. T. D. (tripulación aérea), Universidad de Profesores Estatales, Oswego, Nueva York. «Este disco en directo ha sido grabado en un club USO administrado por la YMCA». Su voz en aquel disco. Dirigido a: «Sr. y Sra. Sabbath y Mickey».

Un refuerzo metálico en el segundo disco, con las palabras: «Esta “carta grabada” es uno de los numerosos servicios de que disfrutan los hombres de las fuerzas armadas que utilizan “UN HOGAR LEJOS DEL HOGAR” de US03[31] VOICE-O-GRAPH. Grabación automática de la voz. Para los señores Sabbath y Mickey. Siempre le incluía a él».

Triángulos isósceles rojo blanco y de satén azul, cosidos para formar un yarmulke. El triángulo blanco delantero muestra una V y debajo tres puntos y una línea, el código en Morse de la V. Debajo las palabras «Dios bendiga a América». Un yarmulke de patriota.

Una Biblia en miniatura. Sagradas Escrituras Judías. Dentro, en tinta azul clara: «Que el Señor te bendiga y te guarde, Arnold R. Fix, capellán».

La primera página con el encabezamiento «La Casa Blanca». «Como comandante en jefe tengo el placer de recomendar la lectura de la Biblia a cuantos sirven…». Franklin Delano Roosevelt recomienda la lectura de la Biblia a su hermano. La manera en que enviaban a estos chicos a la muerte.

Les recomendaban. Libro de oraciones abreviado para los judíos de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. Un libro marrón del tamaño de la palma de la mano.

En hebreo e inglés. Entre las dos páginas centrales, una instantánea sepia de la familia. Están en el jardín. La mano de Morty sobre el hombro del padre.

Éste con traje, chaleco e incluso un pañuelo en el bolsillo. ¿Qué fiesta es ésa? ¿La Rosh Hashanah? Sabbath muy peripuesto con chaqueta y pantalones de «azotacalles». Su madre con abrigo y sombrero. Morty con chaqueta deportiva pero sin corbata. El año que ingresó. Se la llevó consigo.

Qué aspecto de buen chico tiene. Y papá… igual que Pez, cuando tenía una cámara delante se ponía rígido. La madre menuda bajo el sombrero con velo. Llevó la foto de la familia dentro del libro de oraciones para judíos en las fuerzas armadas de Estados Unidos. Murió porque era norteamericano.

Le mataron porque había nacido en América.

Su estuche de aseo, de cuero marrón con la inscripción «MS» en letras doradas. Unos quince por diecisiete por siete centímetros. Dentro dos paquetes de cápsulas. Cápsulas de alivio sostenido. Dexamyl. Para aliviar tanto la ansiedad como la depresión. Dexedrina, 15 mg., y amobarbital 1,5 gr. (¿Amobarbital? ¿De Morty o de mamá?). Medio tubo de jabón Mennen para afeitar sin necesidad de brocha. Pequeña pimentera de cartón verde y blanco de talco Mennen para hombres. Champú Shasta Beauty, un regalo de Procter Gamble. Tijeras para uñas. Peine de color canela. Crema Capilar Mennen varonil. Todavía huele. ¡Todavía cremosa! Un frasco sin etiquetar, el contenido seco. Caja de imitación de esmalte, con pastilla de jabón Ivory, sin abrir. Una maquinilla de afeitar Majestic Dry negra en una pequeña caja roja, sin cable. Pelos en el cabezal. Los pelos microscópicos de la barba del hermano de Sabbath. Eso es lo que son.

Un cinturón monedero de cuero negro, flexible por haberlo llevado contra la piel.

Un tubo de plástico negro que contenía: medalla de bronce con la inscripción «Campeonato de 1941. Disco, 3.a categoría». Placa de identificación. Tipo sanguíneo «A», «H» de hebreo. Morton S Sabbath 12204591 T 42. El nombre de la madre debajo del suyo. Yetta Sabbath, Av. McCabe, 227, Bradley Beach, N. J. Un distintivo redondo, amarillo, con la inscripción: «Es hora de tomar Saraka[32]». Dos balas. Una cruz roja en un botón blanco con la palabra «Sirvo» en lo alto. Galones de subteniente, dos juegos. Alas de bronce.

Una caja de té roja y dorada del tamaño de un ladrillo pequeño. Té de marca Swee-Touch-Nee. (¿La habría cogido de casa para guardar en ella chucherías, alambre, llaves, clavos, fijadores de fotos? ¿Morty se la había llevado consigo o la madre metió allí sus cosas cuando se las devolvieron?). Parches con insignias. Los Air Apaches. El Escuadrón 498. El Grupo de Bombardeo 345. Sabbath todavía puede distinguir unos de otros. Cintas. Las alas de su gorra.

El clarinete en cinco piezas. La boquilla.

Una agenda. La Agenda en Miniatura Ideal para 1939. Sólo dos anotaciones. El 26 de agosto: «Cumpleaños de Mickey». El 14 de diciembre: «Shel y Bea se han casado». Su prima Bea. El décimo aniversario de Sabbath.

Un equipo de costura de soldado. Agujas, alfileres, tijeras, botones.

Todavía quedaba un poco de hilo de color caqui.

Un documento con el águila americana. E pluribus unum. En agradecido recuerdo al subteniente Morton S. Sabbath, muerto al servicio de su país en la zona del suroeste del Pacífico el 15 de diciembre de 1944.

Permanece en la hilera ininterrumpida de patriotas que se atrevieron a morir para que la libertad viviera, creciera y aumentara sus bendiciones. La libertad vive y, gracias a ella, él vive, de una manera que convierte en humildes las empresas de la mayoría de los hombres. Franklin Delano Roosevelt. Presidente de los Estados Unidos de América.

Otro documento, con un corazón púrpura. Los Estados Unidos de América saludan a cuantos presencien este homenaje. Por la presente certificamos que el Presidente de los Estados de Unidos de América, haciendo uso de la autoridad que le confiere el Congreso, ha concedido el Corazón Púrpura establecido por el general George Washington en Newburgh, N. Y., el 7 de agosto de 1782, al subteniente Morton Sabbath AS#0-827746, por sus méritos militares y por las heridas recibidas en acción con el resultado de su fallecimiento el 15 de diciembre de 1944.

Entregado por mi mano en la ciudad de Washington el 16 de junio de 1945.

Henry Stimson, secretario de la Guerra.

Certificados. Árboles plantados en Palestina. A la memoria de Morton Sabbath, plantado por Jack y Berdie Hochberg. Plantado por Sam y Yetta Sabbath. Para la reforestación de Eretz Yisrael. Plantado por el Fondo Nacional Judío para Palestina.

Dos pequeñas figuras de cerámica: un pez y un retrete al aire libre, con un niño sentado en la taza y otro esperando su turno en la esquina. «Ah, qué niños que éramos», se dice Sabbath. «Lo ganamos una noche en el Pokerino, en el paseo entablado. Era nuestra broma, el Cagador. Morty se lo llevó consigo a la guerra, junto con el pez lirio de cerámica».

En el fondo de la caja estaba la bandera americana. ¡Qué pesada es una bandera! Perfectamente doblada a la manera oficial.

Sabbath sacó la bandera y se adentró con ella en la playa. Allí desplegó aquella bandera con cuarenta y ocho estrellas, se envolvió en ella y, rodeado por la bruma, lloró a lágrima viva. ¡Cuánto se había divertido observando a su hermano, y a Bobby y Lenny, contemplándole en compaña de sus amigos, viéndoles hacer tonterías, bromear, reír, contar chistes! Y le incluía a él en la dirección. ¡Siempre le había incluido!

Dos horas después, cuando regresó de pisotear la arena envuelto en aquella bandera, de recorrer la playa hasta el puente levadizo de Shark River y regresar, de entonar a voz en grito palabras y f rases inexplicables incluso para sí mismo, al cabo de dos largas horas de delirar acerca de Morty, del hermano, de la única pérdida que jamás superaría, volvió al coche y en el suelo, al lado del pedal de freno, encontró un paquete de sobres con las direcciones escritas en la clara caligrafía de Morty. Se habían caído de la caja mientras él sacaba su contenido, pero había estado demasiado emocionado para recogerlos y no digamos par a leer las cartas.

Y había vuelto porque, tras dos horas contemplando el mar y el cielo, de no ver nada y verlo todo y nada de nuevo, se dijo que el frenesí había terminado y que volvía a ser dueño de su vida en 1994. Imaginaba que lo único que jamás podría engullirle otra vez de aquella manera tendría que ser el océano. Y todo por una sola caja. Imaginó cómo sería la historia del mundo. Somos inmoderados porque la aflicción es inmoderada, todos los cientos y millares de clases de aflicción.

El remitente era el teniente Morton Sabbath, con un número del Correo Militar en San Francisco. Seis centavos por correo aéreo. Matasellos de noviembre y diciembre de 1944. Cinco cartas enviadas desde el Pacífico, rodeadas por una frágil goma elástica que se rompió en pedazos en cuanto Sabbath deslizó un dedo por debajo. Recibir carta suya siempre era emocionante. Nada importaba más. La insignia del Ejército de Estados Unidos en lo alto de la página y la caligrafía de Morty debajo, como un atisbo del mismo Morty. Todo el mundo leía aquellas cartas diez, veinte veces, incluso después de que su madre las hubiera leído en voz alta mientras estaban a la mesa. «¡Hay carta de Morty!», decía a los vecinos por teléfono. «¡Una carta de Morty!». Y aquéllas eran las últimas cinco.

3 diciembre de 1944

Queridos mamá, papá y Mickey:

Hola a todos, ¿qué tal os va? Hoy ha llegado correo y estaba seguro de que recibiría alguna carta, pero me equivocaba. Parece que alguien ha metido la pata hasta la ingle en alguna parte y creo que he de tratar de localizarlo. Si puedo volaré a Nueva Guinea y lo comprobaré.

Esta mañana me he despertado a las 9.20, me he afeitado y he preparado el desayuno. Empezó a llover de nuevo, así que me metí en mi tienda de piloto y pinté la insignia de nuestro grupo en mi bolsa B.4. Es una cabeza india, y voy a grabar el nombre Air Apaches. Si habéis oído hablar de los Air Apaches, sabréis que ése es nuestro grupo. Me pasé la mayor parte de la tarde pintando, y entonces hicimos té y sacamos galletas, como si estuviéramos en un elegante salón de té.

A mamá no le he ocultado nunca nada en las cartas que he escrito.

Cené y luego fui a enterarme de si mañana vuelo.

Esta noche jugamos a las cartas y escuché la radio. Era un programa de jazz. Por cierto, ganamos el juego.

Conseguí pan en el comedor de tropa y teníamos jalea de uvas, y esta noche hicimos chocolate caliente y comimos pan con jalea. Bueno, familia, creo que eso es todo por ahora, así que me despediré con todo mi cariño. No trabajéis demasiado y cuidaos bien. Dad recuerdos de mi parte. Que Dios os bendiga y proteja.

Vuestro hijo que os quiere,

Mort

7 de diciembre de 1944

Queridos mamá, papá y Mickey: Hola, familia, bueno, casi ha terminado otro día y esta noche soy oficial de operaciones. Hemos volado muy a menudo por estos alrededores, como probablemente habéis leído en el periódico.

Aquí no hay muchas novedades que no os haya contado ya. Por cierto, si leéis acerca de los «Air Apaches», ése es nuestro grupo, así que sabréis que éramos nosotros en misión. Hoy se cumplen ya tres años desde que empezó la guerra.

Hoy hemos levantado nuestra tienda y mañana intentaré ponerle un suelo de madera. La madera escasea por aquí, pero si sabes adónde acudir, normalmente puedes encontrarla. Estamos montando una ducha con muchos cachivaches para que nos sintamos como en casa. Los nativos están deseosos de ayudarnos. No tienen mucha ropa, pues los japoneses se lo llevaron casi todo, así que les hemos dado algunas prendas y harán casi cualquier cosa por nosotros.

Hay ataques aéreos con frecuencia, pero no son importantes.

¿Cómo va todo en casa? Aquí la comida ha mejorado y para la cena hemos tenido pavo y abundantes verduras.

Bueno, familia, como no tengo mucho más que escribir, termino por esta noche. Cuidaos bien y que Dios os bendiga. Os quiero mucho y siempre pienso en casa.

Un fuerte abrazo y besos. Buenas noches.

Vuestro hijo que os quiere,

Mort

9 de diciembre de 1944

Queridos mamá, papá y Mickey:

Hola, familia, el otro día recibí el correo que me enviasteis[33] con fecha 17 de noviembre, y fue estupendo tener noticias vuestras. Mamá, no uses el correo V porque tarda más en llegar aquí que las cartas por avión.

Vuestro correo llega en poco más de catorce días, de modo que las cosas se han ar reglado. Hacedme saber dónde está Sid L. tan pronto como lo sepáis, pues si viene por aquí me gustaría verle. Todavía no he recibido vuestros paquetes, pero tienen que llegar pronto.

Hace unos días volé de regreso a nuestro viejo campo para traer un avión nuevo. He estado aquí dos días, esperando, y volví a visitar a Gene Hochberg y pasamos un buen rato juntos. He comprado un nuevo par de zapatos militares y unas cubiertas de colchón que necesitaba. Encontré aquí mi ropa y recogí las prendas para lavar que había dejado cuando me marché.

Todo estaba intacto, y he comprado más prendas mientras estoy aquí.

También compré una caja de zumo de pomelo, pues dicen que es bueno en una misión cuando tienes sed. Anoche vi Cuando los ojos irlandeses sonríen y lo pasé muy bien. Anoche llovió, luego tenía pereza y no me levanté hasta las diez y media de la mañana.

Me alegra saber que todos en casa estáis bien. Creo que hoy veré qué tal le va a Eugene. Ayer le di un suelo de madera para su tienda.

Bueno, familia, ésta es más o menos toda la cháchara por ahora. Que sigáis bien y que Dios os bendiga. Siempre pienso en vosotros.

Vuestro hijo que os quiere,

Mort

10 de diciembre de 1944

Queridos mamá, papá y Mickey:

Hola, familia, aquí estamos todavía esperando un avión nuevo. Ayer fui a ver a Gene, pero no me quedé mucho tiempo porque tenía que traer el jeep de regreso a la escuadrilla. Leí el libro de Bob Hope nunca salí de casa, que es muy bueno. Por entonces empezó a llover y siguió hasta la hora de comer. Fui a la tienda de unos amigos y jugamos al bridge durante unas horas. Entonces nos preparamos una pequeña cena a base de jamón, huevos, cebollas, pan y chocolate caliente.

Fui a dormir muy tarde y me levanté para desayunar a las 7.10 de la mañana. Me pasé la mayor parte de la mañana limpiándome los mocasines, y luego mi copiloto y yo sacamos nuestras pistolas y practicamos disparando contra botellas y latas. Al regresar desmonté mi arma y la aceité.

Terminé de leer el libro y comimos. Practiqué con el clarinete.

Por la tarde fui a ver a uno de nuestros chicos que está en el hospital y al que darán de alta dentro de unos días. Ahora mismo estoy escuchando la radio mientras os escribo.

¿Qué tal van las cosas en casa? Hace un mes os envié unos 222 dólares y no me habéis acusado recibo del giro. Si lo habéis recibido, hacédmelo saber, y también si recibís mis bonos y la asignación de 125 dólares cada mes.

Bueno, familia, seguid bien y cuidaos. Os echo mucho de menos y confío en que la guerra termine pronto.

Buenas noches y que Dios os bendiga.

Vuestro hijo que os quiere,

Mort

12 de diciembre de 1944

Queridos mamá, papá y Mickey:

Bueno, hoy he vuelto por fin y he traído un avión nuevo. Anoche vi una buena película, y cuando volvía mi tienda charlamos durante unas horas y luego me fui a dormir. Por la mañana equipé nuestro avión y despegamos.

Volamos en formación y los nuevos aviones son mucho más rápidos que los otros.

Aquí la comida es muy buena y todavía trabajamos en nuestra tienda.

Pronto tendremos un suelo de madera.

Cenamos cordero fresco y buen café. Recogí un montón de equipo para la tienda mientras estábamos en nuestro viejo campo. Por aquí las cosas van muy bien y supongo que habéis leído las noticias sobre la invasión.

Como es natural, hemos participado en ella.

¿Qué tal van las cosas en casa? No he recibido correo en los últimos días, pero espero que no tarde en llegar. Me alegro mucho de saber que Mickey se desenvuelve tan bien con el disco y la pesa. Seguid alentándole y haced que practique, y quién sabe, podría ir a los Juegos Olímpicos.

Decidme si habéis recibido mi giro de 222 dólares y los bonos de guerra.

Supongo que nos darán permiso dentro de pocos meses. Bueno, familia, esto es todo por ahora. Os seguiré escribiendo tan a menudo como pueda cuando tenga algo que escribir.

Buenas noches y que Dios os bendiga. Pienso en vosotros constantemente y confío en veros pronto.

Vuestro hijo que os quiere,

Mort

Al día siguiente los japoneses derribaron su avión. Tendría setenta años. Sabbath y él celebrarían su cumpleaños. Sólo durante breve tiempo todo aquello fue suyo, muy poco tiempo.

El B-25D tenía una velocidad máxima de 780 kilómetros por hora, a 4570 metros de altura. Su radio de acción era de 2413 kilómetros. Su peso en vacío era de 9195 kilos. Las alas, aquellas alas planas de gaviota, tenían una envergadura de 20,59 metros. Su longitud era de 16,12 metros y su altura de 5,82 metros. Dos cañones en el morro de 12,7 centímetros y dos cañones gemelos de 12,7 centímetros en las torretas dorsal y la retractable ventral. La carga normal de bombas era de 906 kilos. La sobrecarga máxima permisible era de 1630 kilos.

No había nada que Sabbath no hubiera sabido en su momento del bombardero medio norteamericano Mitchell B-25, y poco era lo que no recordaba con precisión, mientras conducía hacia el norte, en la oscuridad, con las cosas de Morty a su lado, en el asiento del pasajero. Seguía envuelto en la bandera norteamericana. No se la quitaba de encima… ¿por qué habría de hacerlo? En la cabeza llevaba el yarmulke rojo, blanco y azul con la V de victoria y la inscripción «Dios bendiga a América». Que se ataviara de ese modo no tenía ninguna significación especial, no transformaba nada, no eliminaba nada, ni le mezclaba con lo que había desaparecido ni le separaba de lo existente, y, sin embargo, Sabbath había decidido que no volvería a vestirse de otra manera. Un hombre jubiloso debe vestir siempre la vestimenta sacerdotal de su secta. De todos modos, las ropas son una mascarada. Cuando sales a la calle y ves a todo el mundo vestido, sabes con seguridad que nadie tiene la menor idea de por qué ha nacido y que, consciente de ello o no, la gente actúa perpetuamente en un sueño. El hecho de que vistamos a los cadáveres es lo que realmente revela lo grandes pensadores que somos. A Sabbath le había gustado que Linc llevara corbata, un traje de Paul Stuart y un pañuelo de seda en el bolsillo superior de la chaqueta. Ahora podían llevarle a cualquier parte.

El ataque por sorpresa de Jimmy Doolittle. Dieciséis B25, aviones con base en tierra, despegando de un portaaviones para dejar caer sus bombas a más de mil kilómetros de distancia. Desde el USS Hornet, el 18 de abril de 1942, la próxima semana haría cincuenta y dos años. Seis minutos sobre Tokio, seguidos por horas de pandemónium en la casa de Sabbath, dos vasos de schnapps para Sam, la ingestión anual en una sola noche. Sobrevolaron el palacio del emperador divino (el cual podría haber detenido a sus demenciales almirantes, antes de que el ataque empezara, si Dios hubiera dotado al emperador divino tan sólo con un par de cojones de hombre corriente). Sólo cuatro meses después de Pearl Harbor, el primer ataque aéreo sobre Japón de la guerra… diez, once toneladas de bombarderos de alcance medio elevándose de la cubierta dieciséis veces. Luego, en febrero y marzo de 1945, los B-19, las Superfortalezas, partieron de las islas Marianas y los achicharraron en una sola noche: Tokio, Nagoya, Osaka, Kobe… pero el mayor y mejor de los B-29, el que acabó con Hiroshima y Nagasaki, lo hizo ocho meses demasiado tarde para Sabbath y su familia. La fecha para terminar con la jodida guerra era el día de Acción de Gracias de 1944. Eso sí que habría sido algo de lo que estar agradecidos. Aquella noche jugaron a las cartas y escucharon la radio. Algo de jazz. Por cierto, ganaron el juego.

El bombardero japonés era el Mitsubishi G4M1. Su caza era el Mitsubishi Zero-Sen. Todas las noches, el Zero preocupaba a Sabbath en la cama. Un profesor de matemáticas que había volado en la Primera Guerra Mundial decía que el Zero era «formidable». En las películas lo llamaban «mortífero», y cuando estaba tendido en la oscuridad al lado de la cama vacía de Morty, no podía hacer nada para quitar se lo de «mortífero» de la cabeza. Esa palabra le producía deseos de gritar. El avión japonés de transporte en Pearl Harbor había sido el Nakajima B5N1. Su caza de gran altitud era el Kawasaki Hien, el «Tony», que fue la pesadilla de los B-29 hasta que LeMay se trasladó desde Europa al Mando de Bombarderos XXI y cambió los ataques aéreos, que pasaron a ser nocturnos en vez de diurnos.

Los transportes americanos: Grumman F6F, Vought 54U, Curtiss P-40E, Grumman TBF-1… el Hellcat, el Corsair, el Warhawk, el Avenger. El Hellcat, con dos mil caballos de fuerza, el doble de potencia que el Zero.

Sabbath y Ron sabían identificarlos por los modelos recortables y las siluetas de todos los aviones que los japoneses pilotaban contra Morty y su tripulación. El Warhawk P-40, el caza norteamericano favorito de Ron, tenía una boca de tiburón pintada bajo el morro cuando lo usaron como Tigres Voladores en Birmania y China. El favorito de Sabbath era el avión del coronel Doolittle y el teniente Sabbath, el B-25: dos motores radiales de cuatro cilindros Wright T2 600-9 de 1700 caballos de potencia, cada uno de los cuales movía una hélice Hamilton-Standard.

¿Cómo podía matarse ahora que tenía las cosas de Morty? ¡Siempre salía algo que te hacía seguir viviendo, maldita sea! Conducía hacia el norte porque no sabía qué otra cosa hacer sino llevarse la caja de cartón a casa, guardarla en su estudio y cerrarla con llave para que estuviera bien segura.

Debido a las pertenencias de se encaminaba de regreso a una esposa que sólo sentía admiración por una mujer de Virginia que le había cortado la polla a su Mórty marido mientras dormía. ¿Pero era una alternativa devolverle la caja a Pez y entonces volver a la playa e internarse en el agua con la marea alta? El cabezal de la maquinilla de afeitar eléctrica contenía partículas de la barba de Morty. En el estuche del clarinete estaba la lengüeta. La lengüeta que habían tocado los labios de Morty. A sólo unos centímetros de Sabbath, en el estuche de aseo con las letras «MS» estaba el peine con el que Morty se había peinado y las tijeras con las que se había cortado las uñas. Y había discos, dos de ellos con la voz de Morty en cada uno. Yen su Agenda en Miniatura Ideal para 1939, bajo la fecha 26 de agosto, «cumpleaños de Mickey», de puño y letra de Morty. No podía arrojarse a las olas y dejar todo aquello detrás.

Pensó en Drenka, en su muerte. No se le había ocurrido la posibilidad de que aquélla fuese su última noche. Todas las noches veía la misma escena, estaba acostumbrado a ella. Las horas de visita finalizaban a las ocho treinta. Llegaba allí un poco después de las nueve. Saludaba con la mano a la enfermera nocturna, una rubia rolliza y bonachona llamada Jinx, y seguía por el pasillo hasta la habitación a oscuras de Drenka. No está permitido, pero está permitido si la enfermera lo permite. La primera vez Drenka se lo pidió, y a partir de entonces no fue necesario decir nada más.

«Me marcho ya». Unas palabras siempre musitadas a la enfermera cuando salía, que significaban: Ahora no hay nadie con ella.

A veces, cuando se marchaba, Drenka ya estaba dormida a causa de la morfina que incorporaban al gota a gota, los labios resecos abiertos y los párpados no cerrados del todo. Él podía verle los blancos de los ojos. Tanto si se marchaba como si llegaba, al verla así tenía la certeza de que estaba muerta.

Pero el pecho se movía, era sólo un estado de amodorramiento producido por la droga. El cáncer estaba extendido por todas partes, pero el corazón y los pulmones seguían funcionando, y él no imaginó que el final tendría lugar aquella noche. Se había acostumbrado a la mascarilla de oxígeno en la nariz, como también se había acostumbrado a la bolsa de drenaje fijada a la cama.

Los riñones le fallaban, pero siempre había orina en la bolsa cuando él la inspeccionaba. Se había acostumbrado a eso, lo mismo que al recipiente del suero y la cápsula de morfina conectada a la bomba. Se había acostumbrado a que la parte superior de ella no pareciera ya corresponder a la parte inferior. Enflaquecida desde algo más arriba de la cintura y, de cintura para abajo, cielo santo, hinchada, edémica. El tumor presionaba la aorta y disminuía el flujo sanguíneo… Jinx se lo había explicado todo, y él se había acostumbrado a las explicaciones. Bajo la manta, fuera de la vista, una bolsa de manera que la mierda pudiera salir por alguna parte, pues el cáncer de ovarios alcanza con rapidez el colon y el resto del intestino. Si la hubieran operado, habría muerto a causa de la hemorragia. El cáncer estaba demasiado diseminado para poder intervenir. Él también se había acostumbrado a eso. Diseminado. De acuerdo. Podemos vivir con la diseminación. Se presentaba allí, charlaban, se sentaba y la contemplaba mientras ella respiraba con la boca abierta, dormida. Respiraba. ¡Sí, oh, sí, cómo se había acostumbrado a la respiración de Drenka! Entraba y, si estaba despierta, le decía: «Ha venido mi amigo americano». Aquello que le hablaba parecía limitarse a unos ojos y unos pómulos bajo un turbante gris.

Sólo le quedaban parches de cabello. «La quimioterapia ha fracasado», le dijo una noche, pero él se había acostumbrado a eso. «Nadie lo acepta todo», le dijo él. Ella se limitaba a seguir durmiendo, con la boca abierta y los ojos no cerrados del todo, o bien le esperaba, apoyada en la almohada, cómoda gracias a la morfina… hasta que dejaba de estarlo y entonces necesitaba una dosis suplementaria. Pero él se había acostumbrado a la dosis de refuerzo. Siempre estaba allí. «Necesita un poco más de morfina», y Jinx siempre estaba allí para decir: «Tengo tu morfina, cariño», de modo que se ocupaba del asunto y así podrían haber seguido eternamente, ¿no era cierto?

Cuando había que darle la vuelta y moverla, Jinx siempre estaba allí para hacerlo, para echar una mano, ahuecaba las manos alrededor de la pequeña taza formada por los pómulos y los ojos, la besaba en la frente, le sostenía los hombros para ayudarla a moverse. Y cuando Jinx alzaba las mantas para darle la vuelta, él veía que las sábanas y las almohadillas estaban amarillentas y húmedas, que el fluido rezumaba de ella. Cuando Jinx le daba la vuelta para ponerla boca arriba o de lado, las marcas de sus dedos se veían en la piel de Drenka. Sabbath incluso se había acostumbrado a ello, a que eso fuese la piel de Drenka. «Algo ha ocurrido hoy». Drenka siempre le contaba alguna anécdota mientras la cambiaban de postura. «Creí ver un osito de peluche azul jugando con las flores». «Bueno, eso es un efecto de la morfina, cariño», le dijo Jinx. Tras la primera vez, Jinx le susurró a Sabbath en el pasillo, para tranquilizarle: «Alucinaciones. Suele ocurrirles». Las flores con las que jugaban los ositos de peluche eran de clientes del hostal.

Había tantos ramos que la enfermera jefe no los permitía en la habitación. A menudo llegaban flores sin ninguna tarjeta, de los hombres, de todos los que habían jodido con ella. Las flores nunca dejaban de llegar. Y Sabbath incluso se había acostumbrado a eso.

Su última noche. Jinx llamó a la mañana siguiente, después de que Rosie se hubiera ido al trabajo.

—Se le desprendió un coágulo… una embolia pulmonar. Ha muerto.

—¿Cómo? ¿Cómo es posible que haya ocurrido?

—El sistema circulatorio estaba en malas condiciones, tanto tiempo en cama… mire, es una buena manera de irse, una muerte muy misericordiosa.

—Gracias, gracias, es usted una buena persona. Gracias por llamarme.

¿A qué hora ha muerto?

—Después de que usted se marchara. Unas dos horas después.

—De acuerdo, gracias.

—No quería que no lo supiera y se presentara esta noche. —¿Ha dicho alguna cosa?

—Al final dijo algo, pero era en croata.

—Muy bien, gracias.

Conducía hacia el norte con las cosas de Morty para ponerlas a buen recaudo, envuelto en la bandera y con el yarmulke en la cabeza, conducía en la oscuridad con las cosas de Morty y Drenka y la última noche de Drenka.

—Mi amigo americano.

Shalom.

—Mi novio secreto americano. —Su voz no era tan débil, pero él acercó más la silla a la cama, al lado de la bolsa de irrigación, y sostuvo la mano de Drenka en la suya. Así lo hacían ahora, una noche tras otra—. Tener un amante del país… he pensado en esto todo el día, en decírtelo, Mickey. Tener un amigo del país que una… me dio la sensación de que podía abrir la puerta. He tratado de recordar esto todo el día.

—Podías abrir la puerta.

—La morfina es mala para mi inglés.

—Hace mucho tiempo que deberíamos haberle dado morfina a tu inglés. Es mejor que nunca.

—Tener el amante, Mickey, ser muy íntimos así, tu aceptación, el novio americano… de esa manera tenía menos miedo de no comprender, de no ir a la escuela aquí… Pero tener el amigo americano y ver el amor en tus ojos… todo está bien del todo.

—Todo está bien del todo.

—Así que no tengo tanto miedo con un novio americano. Eso es lo que he estado pensando todo el día.

—Nunca me has parecido temerosa, sino audaz. Ella se rió, aunque sólo con los ojos.

—Dios mío, tengo mucho miedo.

—¿Por qué?

—Pues por todo, porque no tengo la intuición, el sentimiento intuitivo… He trabajado durante mucho tiempo en esta sociedad y tengo un hijo que creció aquí y en el sistema escolar de aquí… pero en mi país habría sido muy diferente. Aquí he tenido que trabajar mucho y superar mi complejo de inferioridad por ser una forastera, pero todas las pequeñas cosas que he podido comprender han sido gracias a ti.

—¿Qué pequeñas cosas?

—Aquellas frases que no tenían sentido. Y el baile, ¿recuerdas? En el motel. —Sí, sí. El Lysol del Bo-Peep.

—Y no se dice «tuercas y bombillos», Mickey. —¿Ah, no?

—La expresión en inglés… Jinx me lo ha dicho hoy, es «tuercas y tornillos», y he pensado: «Oh, Dios mío, no es “tuercas y bombillos”».

—Matthew tenía razón. Se dice «tuercas y tornillos».

—¿De veras? No es posible.

—Eres un chico travieso.

—Llámame práctico.

—Hoy he pensado que volvía a estar preñada.

—¿Sí?

—Pensaba que volvía a encontrarme en Split, y embarazada. Estaban presentes otras personas del pasado.

—¿Quién? ¿Quién estaba presente?

—En Yugoslavia también me divertía, ¿sabes? En mi ciudad me divertía cuando era joven. Allí hay un palacio romano, ¿sabes? Un viejo palacio que está en el centro de la ciudad.

—En Split, sí lo sé. Me lo dijiste hace años. Años y años, Drenka, querida.

—Sí, aquel romano, el emperador. Diocleciano.

—Es una antigua ciudad romana a orillas del mar —dijo Sabbath—. Ambos crecimos al borde del mar. Ambos crecimos amando al mar. Agua femina.

—Cerca de Split hay un sitio más pequeño, un lugar de veraneo junto al mar.

—Makarska —dijo Sabbath—. Makarska y Madamaska.

—Sí —dijo Drenka—. Qué coincidencia. Los dos sitios en los que me he divertido más. Era muy divertido. Allí nadábamos, nos pasábamos el día en la playa, y por la noche bailábamos. Allí eché mi primer polvo. A veces comíamos. Servían una sopa en pequeños tazones y te la volcaban encima, porque los camareros no tenían experiencia. América estaba muy lejos, ni siquiera podía soñar con ella. Y entonces pude bailar contigo y oírte tararear la música. De repente me acerqué tanto a América. Estaba bailando con América.

—Cariño, estabas bailando con un adúltero sin empleo, un tipo al que le sobraba tiempo.

—Tú eres América. Sí, lo eres, mi chico travieso. Cuando volamos a Nueva York y viajábamos por la autopista, sea cual fuese la autopista, con aquellos cementerios rodeados por los coches y el tráfico, todo eso me confundía mucho y me asustaba. «Esto no me gusta», le dije a Matija.

Estaba llorando. La América motorizada con el tráfico interminable que nunca se detiene, y entonces, de repente, el lugar de descanso eterno está entre eso… y los echan un poco aquí y un poco allá. Me asustaba mucho, era tan contrario, tan distinto a lo que conocía, que no podía comprenderlo.

Gracias a ti, ahora todo es diferente, ¿sabes? Gracias a ti ahora puedo pensar en esas tumbas y comprender. Ahora sólo deseo haber viajado contigo. Hoy lo he deseado durante todo el día, he estado pensando en los lugares.

—¿Qué lugar es?

—Donde naciste. Me habría gustado ir a la costa de Jersey.

—Deberíamos haber ido, debería haberte llevado.

Debería, Habría, Podría. Los tres ratones ciegos.

—Incluso a Nueva York, para verla a través de tus ojos. Eso me habría gustado. Adondequiera que fuésemos, siempre íbamos a escondernos. Detesto ocultarme. Me habría gustado ir a Nuevo México contigo, a California, pero sobre todo a Nueva Jersey, a ver el mar donde naciste.

—Lo comprendo.

Demasiado tarde, pero lo comprendía. Que no perezcamos por comprenderlo todo demasiado tarde es un milagro. Pero la verdad es que perecemos por eso, precisamente por eso.

—Ojalá hubiéramos ido un fin de semana a ver la costa de Jersey —dijo Drenka.

—No habrías necesitado un fin de semana. Desde Long Branch a Spring Lake y Sea Girt hay unos diecisiete kilómetros. Avanzas por la calle Mayor de Neptune y, antes de que te des cuenta, estás en Bradley Beach.

Recorres ocho manzanas de Bradley y estás en Avon. Todo era muy pequeño.

—Cuéntame, cuéntame.

Y en el motel Bo-Peep ella también le había rogado siempre que le contara y le contara. Pero Sabbath tenía que esforzarse mucho para pensar en algo que no le hubiera contado ya. ¿Y si se repitiera? ¿Le importaría mucho a una persona moribunda? Con un moribundo puedes repetirte eternamente. No les importa. Lo único importante es que todavía pueden seguir oyéndote.

—Bueno, eran cosas propias de una ciudad pequeña, Drenka, ya lo sabes.

—Cuéntame, por favor.

—Nunca me ocurrió nada muy emocionante. Nunca formé parte de los chicos bien, ya sabes. Era un enano torpe, mi familia ni siquiera pertenecía a un «club de playa», las tías ricas de Deal no se me rifaban.

Cuando estudiaba en la escuela secundaria, de alguna manera logré un par de trabajos manuales, pero eso fue una chiripa, la verdad es que no contaba gran cosa. En general, nos sentábamos por ahí y hablábamos de lo que daríamos si pudiéramos echar un polvo. Ron, Ron Metzner, a quien nadie se volvía a mirar a causa de su piel, intentaba consolarse diciéndome: «Tiene que ocurrir más tarde o más temprano, ¿no te parece?». No nos importaba quién fuese, ni siquiera lo que fuese, sólo queríamos echar un polvo.

Entonces cumplí los dieciséis y todo lo que quería era largarme.

—Te embarcaste.

—No, fue el año anterior, el verano que hice de salvavidas durante el día. Tenía que dedicarme a eso… en la playa estaban las chicas judías, espectacularmente bien dotadas, del norte de Jersey. Y por la noche trabajaba para completar la mierda de paga que me daban como salvavidas.

Tuve toda clase de empleos después de la escuela, trabajos de verano, trabajos en sábado. El tío de Ron era un concesionario de helados, y sus vendedores iban por ahí como representantes del Buen Humor, haciendo tilín tilín. Cubrían la playa como con una manta. Una vez trabajé para él, pregonando copas Dixie desde una bicicleta con remolque. Tuve dos y hasta tres empleos a la vez en un solo verano. El padre de Ron trabajaba en una empresa tabacalera. Era vendedor de los puros Dutch Masters. Un personaje pintoresco para un chico paleto. Se crió en el sur de Belmar, y era hijo del cantor y el mohel[34] de allí, el cual en aquel entonces poseía un caballo, una vaca, un retrete fuera de la casa y un pozo en el patio trasero. El señor Metzner tenía el tamaño de una manzana de casas, era un hombre enorme.

Le encantaban los chistes verdes. Vendía cigarros Dutch Masters y los sábados por la tarde escuchaba ópera por la radio. Acabó con él un ataque al corazón tan grande como el Ritz cuando estábamos en el último año de la escuela secundaria. Por eso Ron se embarcó conmigo. Huyó de vender polos durante el resto de su vida. Entonces Dutch Masters ocupaba su lugar en Newark. El señor Metzner iba allí para comprar cigarros dos veces a la semana. Los sábados de invierno, durante la guerra, cuando la gasolina estaba racionada, Ron y yo le hacíamos el reparto por todo el condado con nuestras bicicletas. Un invierno trabajé en la sección de zapatería para señoras de los grandes almacenes Levin de Asbury. Unos almacenes bastante grandes. Asbury era una ciudad llena de vitalidad. Sólo en la avenida Cookman había cinco o seis zapaterías. La mía, Miller, etcétera. La de Tepper, la de Steinbach. Sí, Cookman era una gran calle antes de que los excesos se la llevaran por delante. Iba desde la playa hasta la calle Mayor.

¿Pero te he dicho alguna vez que era un especialista en zapatos femeninos cuando sólo tenía catorce años? El maravilloso mundo de la perversidad, descubierto allí mismo, en Levin de Asbur y Park. El viejo vendedor solía levantarles las piernas a las señoras cuando les probaba los zapatos y miraba por debajo de sus vestidos. Cuando entraba una clienta, ponía sus zapatos lejos, donde no pudieran alcanzarlos, y entonces empezaba la diversión.

«Bueno, este modelo es realmente barato», decía, y entretanto alzaba un poco más la pierna de la clienta. En el almacén yo olía el interior de los zapatos después de que se los hubieran probado. Un amigo de mi padre vendía de puerta en puerta calcetines y pantalones de faena a los granjeros alrededor de Freehold. Iba a los mayoristas de Nueva York y entonces volvía y yo le acompañaba los sábados en su camioneta, si ésta se ponía en marcha, le ayudaba a vender y conseguía cinco dólares al final de la jornada.

Sí, una variedad de empleos. Muchas de las personas para las que trabajé se llevarían una sorpresa si supieran que al hacerme mayor fui científico de cohetes. Eso no parecía estar en las cartas en aquel entonces. El trabajo rentable de veras era el de aparcar coches para Eddie Schneer. Por la noche, en la zona de diversiones de Asbur y, Ron y yo, aquel verano que fui salvavidas. Aparcábamos un coche para Eddie y metíamos un dólar en su bolsillo, el otro coche para nosotros y nos metíamos un dólar en nuestro bolsillo. Eddie lo sabía, pero mi hermano trabajaba para él, y a Eddie le encantaba Morty porque era un atleta judío que no iba por ahí con los pájaros de cuenta gorrones y alocados, sino que volvía directamente a casa después de practicar para ayudar a su padre. Además, Eddie se dedicaba a la política y al negocio inmobiliario y él mismo era un chorizo cabrón, y ganaba tanto dinero que ni siquiera le importaba, pero le gustaba asustarme.

Su cuñado solía sentarse al otro de la calle y observar.

—¿Observar qué?

—Bernie, el cuñado, observaba un centenar de coches en nuestra zona, y se suponía que debías tener cien pavos en el bolsillo. Eddie tenía un gran Packard y con él iba a la zona donde yo estaba trabajando. Paraba y me decía por la ventanilla: «Bernie te ha estado observando. Cree que no me has dado la parte que me corresponde, cree que me estás estafando demasiado». «No, no, señor Schneer. Ninguno de nosotros le está estafando demasiado». «¿Cuánto te quedas, Sabbath?». «¿Yo? Sólo la mitad».

Lo había conseguido. La risa brotó desde el fondo de su garganta, ¡y sus ojos eran los de Drenka! Drenka cuando reía. «Eres la shiksa[35] de risa más fácil que ha existido jamás. Eso lo dijo el señor Mark Twain. Sí, el verano anterior a la muerte de mi hermano. A todo el mundo le preocupaba que, como Morty se había ido, yo me mezclara con quienes no debía. Le mataron en diciembre y al año siguiente me hice a la mar. Y fue entonces cuando me mezclé con quienes no debía».

—Mi novio americano —dijo ella, ahora con lágrimas en los ojos.

—¿Por qué lloras?

—Porque no pude estar en aquella playa cuando eras salvavidas. Cuando empecé a vivir aquí, antes de conocerte, siempre lloraba de añoranza de Split y Brac y Makarska. Lloraba por mi ciudad de calles estrechas, con las calles medievales, y las ancianas vestidas de negro.

»Lloraba por las islas y las calas de la costa. Lloraba por el hotel de Brac, cuando todavía trabajaba como contable en el ferrocarril y Matija era el guapo camarero que soñaba con su hostal. Pero entonces empezamos a ganar mucho dinero. Entonces nació Matthew. Entonces empezamos a ganar mucho dinero… —Se había perdido y buscó refugio detrás de los ojos cerrados.

—¿Es el dolor? ¿Te duele?

Ella parpadeó y abrió los ojos.

—Estoy bien. —No había sido dolor sino terror. Pero él también se había acostumbrado a eso. Ojalá ella pudiera acostumbrarse—. Decían de los americanos que son ingenuos y no muy buenos amantes —siguió diciendo Drenka con valentía—. Eso es una estupidez. Los americanos son más puritanos, no les gusta mostrarse desnudos. Los hombres americanos son incapaces de hablar sobre la jodienda. Ese cliché europeo. Desde luego aprendí que no es ése el caso.

—No es ése. Muy bien, excelente.

—¿Lo ves, mi novio americano? Al final no soy una hiksa croata católica tan estúpida. Incluso he aprendido a hablar con cierta propiedad.

También había aprendido a decir «morfina», una palabra que a él no se le había ocurrido nunca enseñarle. Pero sin la morfina, Drenka se sentía como si la estuvieran descuartizando viva, como si una bandada de aves negras, de aves enormes, decía ella, caminaran por la cama y sobre su cuerpo y tirasen violentamente con los picos de sus entrañas. Y la sensación, solía decirle… sí, a ella también le encantaba decirlo… la sensación cuando él se corría dentro de ella. «La verdad es que no noto el chorro, no puedo, sino la pulsación de la polla y mis contracciones al mismo tiempo, y todo tan húmedo, nunca sé si es mi jugo o el tuyo, el coño me gotea y el culo también, y noto las gotas que se deslizan por mis piernas, oh, Mickey, tanto jugo, Mickey, por todas partes, tanto jugo, una salsa tan líquida y abundante…». Pero había desaparecido la salsa líquida, la pulsación, las contracciones; se había perdido los viajes que nunca hicieron, lo había perdido todo, sus excesos, su obstinación, su temeridad, su naturaleza amorosa e impulsiva, la división de su yo, el abandono de sí misma, y el cáncer satírico y sardónico conver tía en carroña el cuerpo femenino que para Sabbath había sido el más embriagador de todos. El anhelo de seguir siendo Drenka interminablemente, de seguir siendo una mujer ardiente, sana y en posesión de sí misma, todo lo trivial y lo prodigioso ahora consumido, órgano por órgano, célula por célula, devorado por las ávidas aves negras.

Sólo el fragmento de la historia presente y los fragmentos de su inglés, sólo trozos del corazón de la manzana que era Drenka, sólo eso quedaba. Ahora el jugo que fluía de ella era amarillo, rezumaba la amarillez de ella y empapaba las almohadillas, y amarillo, amarillo, amarillo concentrado en la bolsa de irrigación.

Tras recibir el refuerzo de morfina una sonrisa apareció en su rostro.

¡Incluso aquella pizca de ella que quedaba parecía casi atractiva!

Asombroso. Y Drenka tenía una pregunta que hacerle.

—Adelante.

—Porque estoy muy confundida sobre eso. Hoy no podía recordarlo.

Tal vez dijiste: «Sí, quiero mearme encima de ti, Drenka», y si yo realmente lo deseaba, la verdad, no creo que reflexionara mucho en eso, en cómo sería, pero te dije que sí, que podría, para ponerte cachondo y hacerte feliz, quería hacer cosas que te gustaran, o algo…

Inmediatamente después de la morfina, nunca resultaba fácil seguirla.

—¿Y cuál es la pregunta?

—¿Quién empezó? ¿Te sacaste la picha y me dijiste: «Quiero mearme encima de ti, Drenka?». ¿Es así como empezó? —Creo que sería capaz de decir eso.

—Y entonces pensé: «Oh, bueno, esto es una transgresión, ¿por qué no? La vida es tan loca de todos modos». —¿Y por qué pensabas hoy en eso?

—No lo sé. Me estaban cambiando la cama. La idea de saborear los orines de otro.

—¿Te perturbaba?

—¿La idea? Me perturbaba pero también me excitaba. Y entonces recordé que tú estabas allí, Mickey, en el arroyo, en el bosque. Y yo estaba en las rocas del arroyo. Te alzaste por encima de mí, y te resultaba muy difícil empezar a hacerlo, hasta que por fin salió una gota. Ohhh —concluyó, al recordar aquella gota.

—Ohhh —musitó él, y le apretó la mano.

—Por fin salió, cayó sobre mí y me di cuenta de que estaba caliente.

¿Me atrevo a saborearlo? Empecé a pasarme la lengua alrededor de los labios y noté los orines. La idea de que estabas en pie por encima de mí y que primero te habías tenido que esforzar y luego salió aquella enorme meada que cayó sobre mi cara y estaba caliente… era fantástico, era excitante, estaba por todas partes y lo que sentía era como un remolino, las emociones… No sabría describirlo de otro modo. Lo probé y tenía un buen sabor, como a cerveza. Tenía esa clase de sabor, y algo prohibido que lo hacía tan maravilloso. ¡Que yo pudiera hacer una cosa tan prohibida! Y pude beberlo y quise más mientras estaba allí tendida, quería más, lo deseaba en los ojos y la cara, quería que me cayera a chorro en la cara, como una ducha, que ría beberlo y, cuando me abandoné, lo quería todo, en mis tetas. Recuerdo que estabas por encima de mí y también te measte en mi coño. Y yo empecé a frotarme mientras lo hacías y lograste que me corriera, ¿sabes? Me corría mientras tú te meabas en mi coño. Estaba muy cálido, tan cálido, me sentía totalmente… No lo sé, me fascinaba. Luego volví a casa y estaba sentada en la cocina, recordándolo, porque tenía que reflexionar en ello, decidir si me gustaba o no, y comprendí que sí, que había sido una especie de pacto. Teníamos un pacto secreto que nos unía. Nunca había hecho eso antes. No esperaba hacerlo con nadie más, y hoy pensaba que nunca lo haré. Pero lo cierto es que aquello me llevó a un pacto contigo. Fue como si de ese modo estuviéramos unidos para siempre.

—Lo estábamos y lo estamos.

Ambos lloraban ahora.

—¿Y mearte encima de mí? —le preguntó él.

—Fue divertido. No estaba segura. No es que no quisiera hacerlo, pero soltarme de esa manera, ¿sabes…? ¿Te gustarían mis orines? La idea de abandonarme a ti de esa manera, porque me sentía más bien… no es que no me gustara, pero ¿cómo reaccionarías a eso, a mis orines en tu cara? No te gustaría su sabor, o te molestaría. De ahí mi timidez al principio. Pero una vez que empecé a hacerlo y me di cuenta de que estaba bien, de que no tenía que asustarme, y al ver tu reacción… tomaste un poco, incluso lo bebiste… y… y… me gustó. Y tenía que estar de pie por encima de ti y eso me hacía sentir que podía hacer cualquier cosa, cualquier cosa contigo, y cualquier cosa estaría bien. Estamos juntos en esto, y podemos hacer juntos lo que sea, todo, Mickey, y fue maravilloso.

—Tengo que hacerte una confesión.

—¿Ah, sí? ¿Esta noche? ¿Cuál es?

—No me encantó tanto beberlo.

Una risa surgió de aquel pequeño rostro, una risa mucho mayor que el rostro.

Quería hacerlo —le dijo Sabbath—, y al principio, cuando empezaste a mear, salió un chorrito. Eso estuvo bien. Pero cuando salió toda la cosa…

—«¡Pero cuando salió toda la cosa!». ¡Estás hablando como yo! ¡Te he hecho hablar en croata traducido! ¡También yo te he enseñado!

—Pues claro que sí.

—Entonces dime, dime —le pidió ella, excitada—. ¿Qué ocurrió cuando empezó a salir toda la cosa?

—Me sorprendió lo caliente que estaba.

—Exactamente. Pero es muy agradable que esté caliente.

—Y allí estaba yo, entre tus piernas, y tenía que recibirlo en la boca.

—No estaba seguro de que lo deseara, Drenka. —Ella asintió.

—Ya, ya.

—¿Te diste cuenta?

—Sí. Sí, cariño.

—Me excitó, sobre todo, porque vi que a ti te excitaba. —Y así era. Me excitaba.

—Ya lo vi, y eso fue suficiente para mí. Pero no podía abandonarme y beberlo como tú lo hacías.

—Qué extraño —dijo ella—. Háblame de eso.

—Supongo que también yo tengo idiosincrasias.

—¿Cómo te sabía? ¿Era dulce? Porque el tuyo era muy dulce. Un sabor a cerveza y dulce al mismo tiempo.

—¿Sabes lo que dijiste, Drenka? ¿Cuándo terminaste la primera vez?

—No.

—¿No lo recuerdas? ¿Cuándo terminaste de mearte encima de mí?

—¿Tú te acuerdas?

—¿Podría olvidarme? Estabas radiante, deslumbradora. Me dijiste en un tono triunfal: «¡Lo he hecho! ¡Lo he hecho!». Y pensé: «Sí, Roseanna se ha bebido todo lo que no debía».

—Sí —rió ella—, sí, creo que quizá lo hice. Sí, mira, eso encaja con lo que te he dicho, que me sentía tan tímida. Exactamente. Era como si hubiera pasado una prueba. No, no como una prueba, como si…

—¿Como si qué?

—Tal vez como si me preocupara que te arrepintieras. Muchas veces a una se le ocurre hacer algo, o quizá te inducen a hacerlo, y luego tienes una sensación de vergüenza. Y yo no estaba segura… ¿me avergonzaría de haberlo hecho? Eso era lo que resultaba tan increíble. Y ahora incluso me encanta hablar de ello contigo. Era una sensación lujuriosa… y también una sensación de entrega, una entrega que sería imposible con cualquier otra persona.

—¿Mearte encima de mí?

—Sí, y al permitir que tú te mearas encima de mí. Siento que, sentí que… entonces estabas totalmente conmigo. En todos los sentidos, cuando luego estaba allí, tendida en el arroyo contigo, abrazados en el arroyo, en todos los sentidos, no sólo como mi amante, mi amigo, sino como alguien, ¿sabes?, a quien puedes ayudar cuando está enfermo, y como mi hermano de sangre. Mira, era un rito, el paso de un rito o algo por el estilo.

—Un rito de paso.

—Eso, un rito de paso. Definitivamente, es cierto. Es algo tan prohibido y, sin embargo, tiene el significado más inocente.

—Sí —dijo él, mirando a la moribunda—, qué inocente es.

—Fuiste mi maestro. Mi novio americano. Me lo enseñaste todo. Las canciones, a no confundir el culo con las témporas, a ser libre para follar, a pasármelo bien con mi cuerpo, a no odiarme por tener unas tetas tan grandes. Todo gracias a ti.

—Follar, lo que se dice follar, ya sabías hacerlo antes de que me conocieras, querida Drenka, por lo menos sabías un poco.

—Pero en mi vida de casada no tenía muchos desfogues a ese respecto.

—Lo hacías muy bien, pequeña.

—Oh, Mickey, era maravilloso, era divertido… toda aquella excitación. Era auténtica vida. Y que a la vida se le niegue esa parte es una gran pérdida. Tú me la diste. Tú me diste una doble vida. Con una sola no podría haberlo soportado.

—Estoy orgulloso de ti y de tu doble vida.

—Lo único que lamento —dijo ella, llorando de nuevo, llorando con él, los dos entre lágrimas (pero él estaba acostumbrado a eso: podemos vivir con la diseminación y con las lágrimas; una noche tras otra, podemos vivir con todo ello, siempre que no se detenga)— lo único que lamento es que no pudiéramos dormir juntos muchas noches. Compenetrarme contigo.

—¿Compenetrarme?

—¿Por qué no?

—Ojalá hoy pudieras pasar la noche conmigo.

—Yo también lo deseo, pero volveré mañana por la noche.

—Me refiero allá en la Gruta. No querría follar con más hombres, incluso sin cáncer. No lo haría aunque estuviera viva.

—Estás viva. Estás aquí y ahora. El presente es esta noche. Estás viva.

—No lo haría. Eres el único con el que siempre me gustó follar. Pero no lamento haberlo hecho con tantos. De lo contrario habría sido una gran pérdida. Con algunos de ellos perdí el tiempo, pero eso también es necesario, ¿no es cierto? ¿No disfrutabas con las mujeres?

—Sí.

—Sí. Hay hombres que quieren follarte tanto si les importas como si no. He tenido experiencias. Eso siempre fue más duro para mí. Pongo mi corazón, me entrego por completo cuando follo.

—Eso es muy cierto.

Y entonces, tras divagar un poco, se quedó dormida y él se fue a casa («Ahora me marcho»), y al cabo de dos horas a ella se le desprendió un coágulo y murió.

Así pues, ésas fueron sus últimas palabras, por lo menos en inglés.

«Pongo mi corazón, me entrego por completo cuando follo». Sería difícil superar una afirmación así.

«Compenetrarme contigo, Drenka, compenetrarme ahora contigo».

Entre los campos a oscuras, en la mitad de la colina, las luces de las salas de estar brillaban suavemente. Desde el pie del empinado sendero, donde Sabbath se detuvo para reflexionar en lo que estaba haciendo, y lo que ya había hecho pensándolo a medias, las luces le daban a la casa un aspecto lo bastante acogedor para que él la considerase su hogar. Pero desde el exterior, de noche, todas las casas parecen acogedoras. Cuando ya no estás fuera mirando dentro, sino dentro mirando fuera… Con todo, aquella casa era lo que más se aproximaba a un hogar para él, y como no podía dejar en ninguna parte lo que quedaba de Morty, allí era adonde había ido con las cosas de su hermano. Se había visto obligado a hacerlo. Ya no era un mendigo ni un intruso malicioso, como tampoco iba a la deriva hacia algún punto al sur de Point Pleasant, ni al amanecer alguien que hubiera salido a correr por la playa encontraría sus restos entre los detritus de la noche.

Tampoco estaba en un hoyo al lado de Schloss. Era el custodio de las pertenencias de Morty.

¿Y Rosie? «Apuesto a que puedo evitar que me corte la picha.

»Empieza por ahí, fija unos objetivos modestos. A ver si puedes pasar el resto de abril sin que te la corte. Después podrás elevar un poco tus miras, pero empieza sólo con eso y mira si es factible. Si no lo es, si te la corta, bien, entonces tendrás que pensar de nuevo en tu posición. En ese caso, tú y las cosas de Morty tendréis que encontrar un hogar en otra parte. Entretanto, no le muestres la menor aprensión, el temor a ser mutilado mientras duermes.

»Y no olvides los beneficios de su estupidez. Es una de las primeras reglas del matrimonio: (1). No olvides los beneficios de la estupidez de tu pareja. (2). No puedes enseñarle nada, así que no lo intentes. Tenía un decálogo de tales reglas que él había recopilado para Drenka a fin de ayudarla a acostarse con Matija cuando tan sólo la forma meticulosa en que éste se ataba los cordones de los zapatos hacía que Drenka no viese más que negrura en la vida. (3). Tómate unas vacaciones de tu resentimiento. (4). La regularidad del asunto no es totalmente inútil. Etcétera.

»Incluso podrías follártela».

Ahora bien, ésa sí que era una idea extraña. Si reflexionaba en ello, no recordaba haber pensado nada más aberrante en toda su vida. Cuando se mudaron al norte, como es natural, se tiraba continuamente a Rosie, la penetraba una y otra vez hasta la empuñadura. Pero cuando llegaron allí, ella tenía veintisiete años. No, lo primero era evitar que ella le cortara la polla.

Intentar follársela incluso podría ser contraproducente para él. Unos objetivos modestos. Se dijo que sólo estaba buscando un hogar para él y Mort.

Ella estaría leyendo en la sala de estar, ante la chimenea encendida, estirada en el sofá, leyendo algo que le habría dado alguien en la reunión.

Eso era lo único que ella leía ahora, el Gran Libro, el Libro de las Doce Etapas, libros de meditación, folletos, panfletos, un inagotable surtido de ellos. Desde que salió de Usher no había dejado de leer uno nuevo que no fuese igual que el anterior y sin el que no podía vivir. Primero la reunión, luego los folletos al lado del fuego, seguidamente a la cama con Ovaltine y la «Sección de historias personales» del Gran Libro, anécdotas de alcohólicos con las que se dormía. Él creía que cuando las luces estaban apagadas Rosie rezaba en la cama alguna oración de AA. Por lo menos tenía la decencia de no murmurarla jamás en voz alta cuando él estaba presente, aunque a veces él mismo la incitaba… ¿quién podría resistirse? «¿Sabes cuál es mi Poder Superior, Roseanna? He descubierto cuál es. Es la revista Esquire». «¿No podrías ser más respetuoso? No comprendes. Esto es muy serio para mí. Me estoy recuperando». «¿Y cuánto tiempo va a durar eso de nuevo?». «Bueno, es un día a la vez, pero será para siempre. No es algo que puedas limitarte a dejar de lado. Tienes que seguir adelante». «Supongo que no veré su final, ¿verdad?». «No puedes, porque es un proceso constante».

«Todos tus libros de arte están en esos estantes. Nunca los miras. Jamás contemplas una lámina de ninguno de ellos». «No me siento culpable, Mickey. No necesito el arte. Esto es lo que necesito. Ésta es mi medicina».

«Llegar a creer, Veinticuatro horas, El librito rojo Es una apertura a la vida excesivamente minúscula, querida». «Estoy tratando de conseguir paz. Paz interior, serenidad. Estoy entrando en contacto con mi yo interior».

«Dime, ¿qué le ocurrió a la Roseanna Cavanaugh que era capaz de pensar por sí misma?». «¿Ah, ésa? Se casó con Mickey Sabbath y así acabó su capacidad».

En bata, leyendo esa mierda. La imagina con la bata abierta, sosteniendo el libro con la mano derecha mientras se masturba ociosamente con la izquierda. Es ambidiestra, pero se siente más cómoda haciendo eso con la izquierda. Lee y durante un rato ni siquiera se da cuenta de que ha empezado. Un poco distraída por la lectura. Tiende a gustarle que haya alguna tela entre su mano y el coño. Camisa de dormir, bata, esta noche unas bragas. La tela la pone cachonda, pero no sabe exactamente por qué.

Usa tres dedos: los dedos externos en los labios y con el dedo corazón se presiona el botoncito. Movimiento circular de los dedos, y pronto también la pelvis emprende un movimiento circular. El dedo corazón en el botoncito, no la punta del dedo, sino la yema. Primero una presión muy ligera. Sabe automáticamente dónde tiene el clítoris, por supuesto. Entonces una pequeña pausa, porque todavía está leyendo, pero le resulta cada vez más difícil concentrarse en el texto. Todavía no está segura de que quiera hacerlo. La presión de las yemas de ambos dedos que rodean al botón. A medida que se excita, la yema de uno de los dedos está sobre el botón, pero los otros dedos extienden de alguna manera la sensación. Finalmente deja el libro. Ahora de un modo intermitente, los dedos están quietos mientras la pelvis se mueve. Entonces de nuevo sobre el botón, con movimientos circulares, la otra mano en el pecho, en los pezones, apretándolos. Ahora ha decidido que no va a leer durante un rato. Aparta la mano derecha del pecho y se restriega fuertemente la entrepierna con ambas manos, todavía por fuera de la tela. Tres dedos a continuación, sobre el lugar donde está el clítoris.

Siempre sabe con exactitud dónde se encuentra, cosa que Sabbath no puede decir de sí mismo. Casi cincuenta años de práctica y todavía el condenado adminículo está ahí y luego allá y entonces desaparece y uno puede pasarse medio minuto buscando por todas partes hasta que las manos de ella, amablemente, vuelven a colocarte en el lugar preciso. «¡Ahí! ¡No, ahí! ¡Ahí mismo! ¡Sí! ¡Sí!». Y ahora ella estira las piernas, con un largo estiramiento felino, las manos presionando con fuerza entre los muslos, apretando. De esa manera consigue un preámbulo de corrida, presionando todo el coño tanto como puede, y ahora lo ha decidido: no quiere detenerse. A veces lo hace hasta el final a través de la tela, pero esta noche quiere tener los dedos en la parte interna de los labios, y tira de las bragas a un lado. Ahora sube y baja, arriba y abajo en línea recta, en vez del movimiento circular, y más rápido, va mucho más rápido. Entonces, usando la otra mano, desliza el dedo corazón (un dedo largo y también elegante) en el coño. Muy rápido con él, hasta que nota las primeras convulsiones premonitorias. Ahora mueve las piernas atrás y arriba, las separa mientras dobla las rodillas y junta los pies, de modo que, casi debajo de las nalgas, los dedos de los pies se tocan. Se abre completamente. Está bien abierta y los dedos, el corazón y el anular, en contacto constante con el clítoris. Arriba y abajo, tensándose.

Ahora las nalgas levantadas, elevándose sobre las piernas dobladas. Reduce un poco la velocidad. Estira las piernas para ir más despacio y casi llega a detenerse. Casi. Y entonces dobla las piernas de nuevo. Ésta es la posición en la que quiere correrse. Ahora empiezan los murmullos. «¿Puedo? ¿Puedo?». Mientras está tomando la decisión de cuándo va a ser, murmura en voz alta: «¿Puedo? ¿Puedo? ¿Puedo correrme?». ¿A quién se lo pregunta? Al hombre imaginario. A los hombres. Todos ellos, uno de ellos, el líder, el enmascarado, el muchacho, el negro, tal vez incluso se lo pregunta a su padre, o no se lo pregunta a ninguno en absoluto. Bastan las palabras por sí solas, el ruego. «¿Puedo? ¿Puedo correrme? ¿Puedo, por favor?». Y ahora mantiene la presión nivelada, luego un poco más fuerte, aumenta la presión, una presión constante, exactamente ahí, y entonces lo nota, lo percibe, ahora tiene que seguir adelante («¿Puedo? ¿Puedo? Por favor») y ahí están los ruidos, damas y caballeros, en las combinaciones peculiares de cada mujer, los ruidos que podrían servir tan bien como las huellas dactilares para individualizar a todo el sexo para el FBI, (ohh, hummmm, ahhh), porque ahora ha empezado, se está corriendo, y la presión es más fuerte pero no lo es en extremo, ella desea una presión amplia porque quiere volver a correrse, y ahora la sensación se mueve hacia abajo, hacia el coño, y ella se mete el dedo y piensa que le gustaría tener ahí un consolador, pero lo que tiene es un dedo y eso es todo, así que sigue moviendo el dedo arriba y abajo como si alguien la estuviera follando y, voluntariamente, aprieta el coño para aumentar la sensación, se lo aprieta con fuerza para sentir más, arriba y abajo, mientras sigue trabajando sobre el clítoris.

Cuando se mete el dedo en el coño varía la sensación. Sobre el clítoris es muy precisa, pero con el dedo en el coño la sensación se distribuye, y eso es lo que quiere: la distribución de la sensación.

Aunque físicamente no le resulta fácil coordinar las dos manos, con una concentración suprema se esfuerza por superar la dificultad. Y lo consigue. Ohhhh. Ohhhh. Ohhhh. Y entonces permanece tendida y jadea durante un rato, tras lo cual vuelve a coger el libro y sigue leyendo y, en conjunto, su actuación podría compararse con la de Bernstein dirigiendo la Octava Sinfonía de Mahler.

Sabbath sintió deseos de ponerse en pie y prorrumpir en aplausos, pero, sentado en el coche al pie del largo sendero de tierra a unos treinta metros de la casa, sólo podía golpear el suelo con los pies y gritar: «¡Bravo, Rosie, Bravo!», al tiempo que se quitaba su yarmulke con la inscripción «Dios bendiga a América», lleno de admiración por los crescendos y diminuendos, la fluctuación y el furor, el controlado descontrol, la fuerza impulsora sostenida del final. Mejor que Bernstein. Su esposa. Lo había olvidado todo de ella. Habían transcurrido doce o quince años desde cuando le permitía contemplar cómo lo hacía. ¿Cómo sería follarse a Roseanna? Un porcentaje de hombres todavía lo hacen con sus mujeres, o así nos lo hacen creer las encuestas. No sería del todo estrafalario. Se preguntó cómo sería el olor, si ella lo tendría siquiera. El aroma a marisma que Roseanna exudaba cuando era veinteañera, un aroma muy peculiar, sin traza de olor a pescado sino a vegetal, a raíz, el olor del humus junto con la raíz. Le encantaba. Un olor que te llevaba al borde de la náusea, pero entonces en sus honduras había algo tan siniestro que, de repente, te llevaba más allá de la repugnancia para llegar a la tierra prometida, allí donde todo tu ser reside en la nariz, donde la existencia no viene a ser ni más ni menos que el coño salvaje y espumoso, donde lo que más importa en el mundo… es el mundo, es el frenesí que está en tu cara. «¡Ahí! No… ¡ahí! Justo… ¡ahí! ¡Ahí, ahí, ahí! ¡Sí! ¡Ahí!». La maquinaria de su éxtasis habría deslumbrado a Tomás de Aquino si hubiera podido experimentar su economía con los sentidos. Si algo le servía a Sabbath como argumento de la existencia de Dios, si algo marcaba la creación con la esencia de Dios, eran los millares y millares de orgasmos que bailaban en la cabeza de aquel alfiler. La madre del microchip, el triunfo de la evolución, junto con la retina y la membrana timpánica. A él no le importaría desarrollar uno propio, en medio de la frente, como el ojo del Cíclope. ¿Para qué necesitan joyas cuando tienen eso? ¿Qué es un rubí al lado de eso? Y está ahí por ninguna razón más que la razón por la que está ahí. No para que corra agua a su través, no para diseminar simiente, sino incluido en el paquete, como el juguete en el fondo de la vieja caja de palomitas de maíz acarameladas Cracker Jack, un regalo de Dios para todas y cada una de las chiquillas. Todas aclaman al Hacedor, un individuo generoso, maravilloso y amante de la diversión con una auténtica debilidad por las mujeres. Muy parecido al mismo Sabbath.

Allí se alzaba un hogar y dentro de él estaba una esposa. En el coche había cosas necesitadas de reverencia y protección, que sustituían a la tumba de Drenka como el significado y el objetivo de la vida de Sabbath. No tendría necesidad de volver a tenderse sobre su tumba y llorar, y al pensar en ello reparó en el milagro de haber sobrevivido tantos años en manos de una persona como él, sorprendido por haber descubierto entre la sordidez de Pez una razón para continuar a merced de la experiencia inexplicable que él era, y asombrado por la idea absurda de que no existía, no había sobrevivido, que había perecido allá en Jersey, muy probablemente por su propia mano, y que se encontraba al pie del sendero de la otra vida, penetrando en ese cuento de hadas, libre por fin del impulso que era el sello distintivo de su vida: el deseo abrumador de estar en otra parte. Y lo cierto era que estaba en otra par te, que había logrado el objetivo. Ahora lo veía con claridad. Si aquella casita a mitad de la colina en las afueras de aquel pequeño pueblo donde él constituía el mayor escándalo en la memoria de las gentes no era otr a parte, nada lo era. Otra parte es donde estás; otra parte, Sabbath, es tu hogar y nadie es tu esposa, y si alguien jamás no ha sido nadie, ésa es Rosie. Registra el planeta y en ninguna latitud encontrarás una situación más apropiada que ésta. Éste es tu rincón: la colina solitaria, la casita acogedora, la esposa que sigue las Doce Etapas. Éste es el Teatro Indecente de Sabbath. Notable. Tan notable como las mujeres que salen de sus casas para comprarle a Pez las judías verdes que transporta en su camioneta. Hola, notable.

Pero casi una hora después de que las luces se hubieran apagado en la parte delantera de la casa y se hubieran encendido en el dormitorio, en uno de los costados, junto al aparcamiento de coches, Sabbath seguía a treinta metros de distancia, al pie del sendero. ¿Era la otra vida realmente par a él?

Estaba pensando seriamente en la conveniencia de haberse matado.

Anteriormente sólo tenía que debatirse con la perspectiva de la desaparición.

Al lado del camarada marinero Schloss, delante de los estimados Weizman, a tiro de piedra de toda su familia, pero la desaparición es la desaparición, y prepararse para ella no había sido sencillo. Lo que nunca habría imaginado era que, tras haberse quedado allí sometido a la putrefacción y supervisado por aquellos perros, no se encontraría sumido en la inconsciencia, en la desaparición, sino en Madamaska Falls, que, en vez de enfrentarse a la nada eterna, volvería a aquella cama con Rosie a su lado, buscando siempre la paz interior. Claro que antes no le había pasado por la imaginación que se vería convertido en el custodio de las cosas de Morty.

Tomó las curvas del sendero tan lentamente como se lo permitía el coche. Ahora no importaría que tardara años en llegar a la casa. Estaba muerto, la muerte era inmutable, y ya no existía la ilusión de huir jamás. El tiempo era interminable o había cesado, que venía a ser lo mismo. Todas las fluctuaciones habían desaparecido, ésa era la diferencia. No había flujo, y el flujo era la esencia de la vida humana.

Estar muerto y saberlo es un poco como soñar y tener la conciencia de que sueñas, pero, curiosamente, una vez muerto todo aparecía establecido con más firmeza. Sabbath no se sentía espectral en modo alguno: no podía tener un sentido más agudo de que nada crecía, nada se alteraba, nada envejecía, de que nada era imaginario y nada era real, ya no había objetividad o subjetividad, ya no existían los interrogantes sobre qué son o dejan de ser las cosas, todo estaba simplemente unido por la muerte. Tenía la firme convicción de que ya no existía como los vivos, día a día. Ya no le preocupaba morir de súbito. Lo repentino era imposible. Estaba allí para siempre, en el mundo inexistente donde no hay que elegir.

No obstante, si aquello era la muerte, ¿a quién pertenecía la camioneta de caja abierta aparcada al lado del viejo jeep de Rosie? Una ondeante bandera americana resplandecía pintada a lo ancho de la compuerta de cola. Matrícula local. Si todo el flujo había desaparecido, ¿qué coño era aquello? Alguien con una matrícula local. La muerte era más compleja de lo que la gente cree… y Roseanna también.

Estaban en la cama, mirando la televisión. Por eso no le habían oído avanzar por el sendero. Aunque tuvo la sensación (al mirarlas a las dos arrimadas, comiendo por turno una voluminosa pera verde, cuyo zumo lamían de sus tensos vientres respectivos cada vez que les goteaba de la boca), tuvo la sensación de que nada habría complacido más a Rosie que el conocimiento de que su marido había regresado y no podría dejar de descubrir lo que había sucedido durante su ausencia. Todas las ropas de Sabbath estaban amontonadas en el suelo, en un rincón, todo estaba fuera del armario y los cajones de la cómoda y abandonado en el rincón, en espera de que lo metieran en bolsas o cajas o que, durante el fin de semana, fuera arrastrado por las compañeras de cama colina arriba hasta el barranco, donde lo arrojarían.

Desposeído. Ida había usurpado su parcela en el cementerio, y Christa, de la tienda de alimentos para gourmets (cuya lengua Drenka había tenido en tan alta estima y a quien Rosie había saludado agitando la mano en el pueblo, sencillamente alguien a quien conocía de AA), había ocupado el lugar de Sabbath en la casa.

Si esto era la muerte, entonces la muerte era como la vida de incógnito. Todas las satisfacciones, que hacen de este mundo el lugar entretenido que es, existen también, no menos jocosamente, en el otro mundo.

Las dos miraban la televisión mientras, desde la oscuridad al otro lado de la ventana, Sabbath las observaba.

Christa tendría ahora veinticinco años, pero el único cambio que él pudo observar fue que su negro cabello, antes muy corto, le había crecido y que era el coño lo que se había rasurado. No era la niña modélica (nunca tal cosa, lejos de ello) sino la niña más provocativamente modélica. El cabello, como el de un duendecillo, estaba cortado en bruscos ángulos alrededor de la cabeza, como si un niño de ocho años le hubiera recortado una corona al revés. Sin embargo, la boca no era un ancho hueco, sino la fría abertura de una máquina tragaperras alemana, y, no obstante, la sorpresa violeta de sus ojos, y el montoncito de gélida nieve teutónica de su culo, la dulce tentación de aquellas curvas no corroídas, hacían que comérsela con los ojos no fuese menos placentero cuando permanecía fielmente al lado como una auxiliar para la entrega de instrumentos que cuando ejercía su magia lésbica sobre Drenka. Y de Roseanna, aunque era casi dos palmos más alta que Christa (incluso Sabbath era más alto que ella), nadie habría dicho que tenía más del doble de su edad: era incluso más esbelta que Christa, con los senos pequeños como ella, los senos que probablemente tenían la misma forma que cuando se mudó a vivir con su madre a los trece años… Cuatro años sin alcohol, seguidos por cuarenta y ocho horas sin él, y su esposa sin hijos, en la sexta década de su vida, parecía estar milagrosamente todavía en flor.

El programa que estaban viendo trataba de gorilas. En ocasiones Sabbath tenía un atisbo de los gorilas caminando sobre los nudillos por la alta hierba o sentados, rascándose la cabeza y el culo. Descubrió que los gorilas se rascaban mucho.

Cuando finalizó el programa, Rosie apagó el receptor y, sin decir palabra, empezó a fingir que era una madre gorila acicalando a su pequeña, que era Christa. Mirándolas desde la ventana mientras actuaban como mamá y niña gorilas, Sabbath empezó a recordar el gran talento del que Rosie había hecho gala en el pasado para seguir sus instrucciones cuando él ensayaba voces teatrales sentados a la mesa del comedor o la divertía así en la cama, pintándose con rojo de labios una barba y una gorra en el capullo y utilizando su polla tiesa como títere. Después del espectáculo ella podía jugar con la marioneta, el sueño de todo niño. Qué franqueza tenía entonces su risa, animosa, descuidada, un poco traviesa, sin nada que ocultar (excepto todo), nada que temer (excepto todo)… sí, él conservaba el recuerdo lejano de lo mucho que disfrutaba Rosie de sus tonterías.

Nada podía ser más serio que la atención que Rosie prestaba al pelaje gorilesco de Christa. Era como si no sólo la expurgara de insectos, de piojos, sino que purificara a las dos por medio de su afanoso contacto. Las emociones eran todas invisibles y, sin embargo, no transcurría un minuto inerte entre ellas. Los gestos de Rosie tenían tal delicadeza y precisión que parecían estar al servicio meticuloso de alguna idea religiosa pura. No sucedía más que lo que sucedía, pero a Sabbath le parecía tremendo. Sí, tremendo. Había llegado a la soledad más extrema de su vida.

Bajo sus ojos, Christa y Rosie desarrollaban personalidades completas de gorila, las dos vivían en la dimensión de los gorilas, encarnaban el apogeo del sentimentalismo gorila, representaban el acto más elevado de racionalidad y amor de los gorilas. El mundo entero era el otro. La gran importancia del otro cuerpo. Su unidad: dar y recibir, recibir y dar, Christa perfectamente confiada en las manos de Rosie que la rozaban, un mapa sobre el que los dedos de Rosie trazaban un trayecto de tacto sensual. Y entre ellas aquella expresión de gorila, líquida, sin palabras pero intensa, y los únicos sonidos que se alzaban de la cama eran los cloqueos como de gallina, de comodidad y satisfacción, que emitía Christa, la pequeña gorila.

La gorila Roseanna. Sabbath se dijo que él era un instrumento de la naturaleza, era quien satisfacía todas las necesidades. ¡Si los dos, marido y mujer, hubieran fingido ser gorilas, nada más que gorilas continuamente…!

En cambio habían fingido, con demasiada perfección, ser seres humanos.

Cuando tuvieron suficiente, las dos se abrazaron riendo, intercambiaron un beso jugoso, demostrablemente humano, y apagaron las luces a los lados de la cama. Pero antes de que Sabbath pudiera juzgar la situación y decidir qué haría a continuación (largarse o entrar), oyó que Rosie y Christa recitaban algo juntas. ¿Una plegaria? ¡Naturalmente!

«Querido Dios…». La plegaria nocturna de Rosie aprendida en Alcohólicos Anónimos. Por fin él iba a oírla pronunciada en voz alta. «Querido Dios…».

Fue un dúo impecablemente representado, sin que ninguna de ellas titubeara en busca de las palabras o el sentimiento, dos voces, dos hembras, armoniosamente entrelazadas. La joven Christa era la ardiente, mientras que la recitación de Roseanna se caracterizaba por la cuidadosa reflexión que sin duda había dedicado a cada palabra. Su voz era al mismo tiempo grave y melosa. Había batallado por conseguir la paz interior, inalcanzable durante tanto tiempo. La angustia de su infancia (privación, humillación, injusticia, malos tratos) había quedado a sus espaldas, la tribulación de la edad adulta, ineludible para ella, con un salvaje doble de su padre también había quedado atrás, y el alivio del dolor era audible. Hablaba en voz más baja y serena que la de Christa, pero el efecto era el de una comunión profundamente absorbida. Nuevo comienzo, nuevo ser, nuevo ser amado… aunque, como Sabbath casi podía garantizarle, formado más o menos en el mismo molde que el ser amado anterior. Podía imaginar la carta enviada al infierno el día después de que Christa desapareciera con la cubertería de plata antigua de la madre de Roseanna. Si mi madre no hubiera tenido que huir para salvar la vida, si yo no hubiera tenido que asistir a aquella escuela de niñas hasta que ella regresara, si no me hubieras obligado a llevar aquella chaqueta de lana, si no hubieras gritado a las mujeres que cuidaban de la casa, si no te las hubieras follado, si no te hubieras casado con aquella Irene monstruosa, si no me hubieras escrito aquellas cartas demenciales, si no hubieras tenido aquellos labios repugnantes y unas manos que me agarraban como un tornillo de banco… ¡Has vuelto a hacerlo, padre! ¡Me has arrebatado una relación normal con un hombre normal, me has arrebatado una relación normal con una mujer normal! ¡Me lo has arrebatado todo!

—Querido Dios, no sé adónde voy, no veo el camino ante mí. No puedo saber con seguridad dónde terminará. Tampoco me conozco realmente, y el hecho de que crea seguir Tu voluntad no significa que verdaderamente lo haga. Pero creo una cosa. Creo…

Su plegaria no tropezaba con ninguna resistencia en Sabbath. Ojalá pudiera lograr que todo lo demás que detestaba no dejase más que un alfilerazo en su cerebro. Rogó porque Dios fuese en verdad omnisciente, pues de lo contrario Él no sabría de qué coño estaban hablando aquellas dos.

—Creo que el deseo de complacerte te satisface realmente. Confío en que ese deseo esté presente en todo cuanto hago. Confío en no hacer nunca nada que me aparte de ese deseo. Y sé que si lo hago así me guiarás por el camino recto, aunque quizá no lo sepa cuando suceda. En consecuencia, siempre confiaré en Ti aunque pueda parecer perdida, y cuando esté bajo la sombra de la muerte no temeré porque sé que Tú nunca dejarás que me enfrente sola a mis dificultades.

Y entonces comenzó el arrobamiento. Excitarse mutuamente no les llevó apenas tiempo. Lo que Sabbath acertaba a oír ahora no eran los cloqueos de dos gorilas satisfechas. Las dos mujeres ya no jugaban a nada, no había nada absurdo en los sonidos que hacían. Ya no tenían necesidad del querido Dios. Se habían arrogado la tarea de la divinidad y estaban persiguiendo el placer con sus lenguas. Un órgano asombroso, la lengua humana. Miradlo bien algún día. El mismo Sabbath recordaba la de Christa (la lengua musculosa y vibrante de la serpiente) y el temor que le inspiraba, tanto como a Drenka. Es asombroso todo lo que puede decir una lengua.

La esfera de un reloj digital, brillante, verde, era el único objeto que Sabbath discernía en la habitación. Estaba sobre la mesilla invisible en el lado de la cama invisible que anteriormente había sido su lado. Sabbath creía que aún estaban amontonados allí varios de sus libros sobre la muerte, a menos que estuvieran entre las ropas abandonadas en el rincón. Se sentía como si le hubiera expelido un coño enorme en cuyo interior él había deambulado libremente durante toda su vida. Esta observación, a la que había llegado con independencia del intelecto, no hizo más que intensificarse cuando los olor es que sólo existen dentro de las mujeres se alzaron de ellas y cruzaron la abertura de la ventana, donde envolvieron a Sabbath, arrebujado en la bandera, con la violenta desdicha de todo lo perdido. Si la irracionalidad oliera, olería así; si el delirio oliera, olería así; si la ira, el impulso, el apetito, el antagonismo, la conciencia… Sí, ese hedor sublime de corrupción era el olor de todo lo que converge para convertirse en el alma humana. Aquello que las brujas cocinaban para Macbeth debía de haber olido así. No es de extrañar que Duncan no aguantara toda la noche.

Durante largo r ato pareció como si nunca fuesen a ter minar y que, por tanto, en aquella colina, en aquella ventana, oculto en la noche, él estaría encadenado a su ridiculez para siempre. No parecían encontrar lo que necesitaban. Faltaba una pieza o un fragmento de algo, y ambas hablaban con fluidez, supuestamente sobre la pieza faltante, en un lenguaje que consistía por entero en jadeos, gemidos, exhalaciones y gritos, una miscelánea musical de gritos explosivos.

Primero una de ellas pareció imaginar que lo había encontrado, mientras la otra imaginaba que era ella la que lo había encontrado, y entonces, en la voluminosa negrura de su casa de coño, en el mismo instante inmenso, cayeron juntas en ello, y nunca hasta entonces Sabbath había oído en ningún idioma nada como lo que decían Rosie y Christa al descubrir el paradero de aquella cosita que completaba la escena.

Al final, ella se había satisfecho de una manera de la que él, si se hubiera tratado de Drenka, habría gozado. No es que se sintiera excluido y trágicamente abandonado porque Roseanna hiciera algo que, desde otra tangente, tal vez no le hubiera producido un sentimiento de compañerismo.

¿Por qué no habría de considerar en el mismo nivel que sus propias creaciones la creación llevada a cabo por Roseanna de un refugio orgásmico independiente del suyo? El tortuoso recorrido de Roseanna, según todas las apariencias, la había llevado de regreso al punto en que comenzaron como amantes insaciables que se ocultaban de Nikki en su estudio de títeres. De hecho, toda su fantasía de la masturbación de Roseanna era precisamente aquello con lo que él se había engañado, entre otras cosas, a fin de prepararse para regresar e intentar… ¿intentar qué? ¿Qué quería reafirmar?

¿Qué se proponía recuperar? ¿Para qué volvía al pasado? ¿Qué residuo buscaba?

Y fue entonces cuando estalló. Cuando los gorilas machos se enfadan, es aterrador. Es el mayor y más pesado de los primates, y el suyo es un enfado a gran escala. No había sabido que fuese capaz de abrir tanto la boca, ni se había dado cuenta hasta entonces, ni siquiera cuando era titiritero, del rico repertorio de ruidos amedrentadores que era capaz de producir. Las ululaciones, los ladridos, los rugidos, feroces, ensordecedores, y todo ello mientras daba saltos, se golpeaba el pecho, arrancaba con raíz y todo las plantas que crecían al pie de la ventana, corría de un lado a otro y finalmente martilleaba la ventana con sus dedos artríticos hasta que el marco cedió y cayó en la habitación, donde Rosie y Christa gritaban histéricas.

Tamborilear en su pecho era lo que más le gustaba. Durante todos aquellos años había tenido el pecho apropiado para hacerlo, pero no lo había aprovechado. El dolor de sus manos era agudísimo, pero no desistía. Era el más salvaje de los gorilas salvajes. «¡No os atreváis a amenazarme!», decía con su actitud. Golpeaba sin cesar su amplio pecho, hacía temblar la casa.

Una vez en el coche, al encender los faros, vio que también había asustado a los mapaches que habían estado revolviendo los cubos de basura detrás de la cocina. Rosie debía haberse olvidado de cerrar con pestillo el cobertizo de madera donde estaban los cuatro cubos, y aunque los mapaches ya habían desaparecido, había basura esparcida por doquier. Eso explicaba el olor a desechos que había atribuido a las mujeres en la cama cuando estaba observando al otro lado de la ventana. Debería haber sabido que no olían así.

Aparcó en la entrada del cementerio, a menos de treinta metros de la tumba de Drenka. En el reverso de una factura del taller de reparaciones que sacó de la guantera redactó su testamento. Escribió iluminado por el débil resplandor del salpicadero y la lamparilla del techo. Las pilas de la linterna se habían agotado, sólo les quedaba electricidad para producir un alfilerazo de luz, pero era lógico, porque había usado aquellas pilas desde que ella muriera.

En el exterior la negrura era profunda, asombrosa, una noche que planteaba un desafío a la mente tan grande como las noches más negras que él había conocido en el mar.

«Destino 7450 dólares más calderilla (véase el sobre en el bolsillo de la chaqueta) para establecer un premio de 500 dólares que se concederá anualmente a una alumna de los cursos de cualquiera de las universidades adscritas al programa de las cuatro universidades: 500 pavos a cualquiera que se tire a más miembros masculinos del profesorado que cualquier otra alumna durante su carrera. Dejo las ropas que llevo puestas y las que están en la bolsa de papel marrón a mis amigos de la estación de metro de Astor Place. Dejo mi magnetófono a Kathy Goolsbee. Lego veinte fotos eróticas de la doctora Michelle Cowan al Estado de Israel. Mickey Sabbath, 13 de abril de 1944».

Noventa y cuatro. Tachó el 44. 1929-1994.

En el reverso de otra factura de reparación escribió: «Deseo que entierren conmigo las pertenencias de mi hermano, la bandera, el yarmulke, las cartas, todo cuanto contiene la caja. Que me tiendan desnudo en el ataúd, rodeado por sus cosas». Adjuntó estos papeles a los recibos del señor Crawford y anotó en el sobre: «Instrucciones adicionales».

Le faltaba la nota. ¿Coherente o incoherente? ¿Enojada o indulgente?

¿Malevolente o cariñosa? ¿Rimbombante o coloquial? ¿Con o sin citas de Shakespeare, Martin Buber y Montaigne? Deberían vender una tarjeta expresa para la ocasión. No podía enumerar todos los grandes pensamientos que no había alcanzado; lo que no había dicho acerca del significado de su vida era insondable. Y algo chistoso es superfluo… el suicidio es realmente chistoso, aunque pocas personas lo perciban así. No lo impulsa la desesperación o la venganza, no nace de la locura, la amargura o la humillación, no es un homicidio camuflado o una pomposa exhibición de odio hacia uno mismo, sino que es el toque final de la sarta de chistes. Se consideraría más fracasado todavía si acabara sus días de cualquier otra manera. Para todo amante de las bromas, el suicidio es indispensable. Par a un titiritero, en particular, no hay nada más natural: desaparecer detrás de la mampara, insertar la mano y, en vez de representar como tú mismo, realizar el acto final como el títere. Merece la pena pensar en ello. No existe una manera más divertida de desaparecer. Un hombre que quiere morir. Un ser vivo que elige la muerte. Eso es diversión.

Sin nota. Las notas son un engaño, escribas lo que escribas. Así que ahora sólo le quedaba por hacer la última de las últimas cosas.

Bajó del coche y penetró en el negro mundo granítico de los ciegos.

Al contrario que el suicidio, no ver nada no tenía nada de divertido y, avanzando con los brazos extendidos, se sintió una ruina tan vieja como Pez, su Tiresias. Intentó representarse el cementerio, pero su familiaridad de cinco meses con él no le impidió extraviarse casi de inmediato entre las tumbas. Pronto le faltaba el aliento tras haber tropezado, caído y vuelto a levantarse, a pesar de que andaba cautamente a pasos cortos. El terreno estaba empapado a causa de la lluvia que había caído durante el día y la tumba de Drenka se encontraba cuesta arriba, y sería una lástima que, tras haber llegado tan lejos, un ataque al corazón se adelantara a sus intenciones.

Morir de causas naturales sería un insulto insuperable. Su corazón no era un caballo, y le informaba al respecto, con bastante malevolencia, dándole coces dentro del pecho con sus cascos.

Sabbath subió, pues, por sí solo. Imaginad una piedra que se transporta a sí misma y eso os dará cierta idea de cómo se esforzaba por llegar a la tumba de Drenka, donde, en la que sería su magna despedida a todo lo traído por los pelos, se puso a orinar encima de ella. Al principio el chorro era dolorosamente lento, y temió que se estuviera pidiendo a sí mismo lo imposible y que ya no quedase en él nada del que había sido. Se imaginó (un hombre que no pasaba una noche entera sin ir tres veces al lavabo) allí en pie e inmóvil hasta el próximo siglo, incapaz de derramar una sola gota de agua con la que ungir aquel suelo sagrado. ¿Sería posible que lo que dificultaba el flujo de orina fuera ese muro de conciencia que priva a una persona de lo que contiene su esencia en más alto grado? ¿Qué le había ocurrido a su concepción de la vida? Le había costado mucho despejar un espacio donde que pudiera existir en el mundo; oponiéndose a las normas tanto como le viniera en gana. ¿Dónde estaba el desprecio con el que había puesto a un lado la aversión de los demás? ¿Dónde estaban las leyes, el código de conducta por el que se había regido para liberarse de las expectativas estúpidamente armoniosas del prójimo? Sí, finalmente los reparos que habían sido la inspiración de sus bufonadas se vengaban. Todos los tabúes que tratan de mitigar nuestra monstruosidad le impedían evacuar su líquido.

La metáfora perfecta: una vasija vacía.

Y entonces comenzó el torrente… primero un poco, un débil goteo, como cuando el cuchillo corta una cebolla y el lloro consiste en una o dos lágrimas que se deslizan por cada mejilla. Pero entonces siguió un chorro, y luego otro, y a continuación un flujo, y entonces una oleada, hasta que Sabbath meaba con tanta intensidad que le sorprendía incluso a él, de la misma manera que quienes no están acostumbrados al dolor pueden asombrarse de la abundancia imparable de su río de lágrimas. No recordaba la última vez que había orinado de una manera tan copiosa. Tal vez cincuenta años atrás. ¡Atravesar la tapa del ataúd hasta llegar a la boca de Drenka! Pero mediante la orina quizá activaría también una turbina… nunca jamás podría llegar nuevamente a ella de ninguna manera. «¡Lo hice!», gritó ella. «¡Lo hice!». Y él nunca la había adorado más.

Pero no se detenía, no podía parar. Era a la orina lo que una nodriza es a la leche. «Empapada Drenka, manantial burbujeante, madre de la humedad y el desbordamiento, hirviente, torrencial Drenka, bebedora de los jugos de la vida humana. ¡Corazón mío, álzate antes de convertirte en polvo, vuelve y revive, rezumando todas tus secreciones!».

Pero, aunque regara durante toda la primavera y el verano la parcela en la que sus hombres habían derramado su simiente, no podría hacerla volver, ni a Drenka ni a nadie más. ¿Y pensaba de otro modo, él, el antiilusionista? En fin, a veces resulta difícil, incluso para las personas con las mejores intenciones, recordar veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año, que ningún muerto puede volver a vivir. No existe nada en la tierra más firmemente establecido, es todo lo que se puede saber con una certeza absoluta… y nadie quiere saberlo.

—¡Perdone, señor!

Alguien le daba unos golpecitos en la espalda, alguien tocaba el hombro de Sabbath.

—¡Deje de hacer eso, señor! ¡Basta ya!

Pero él no había terminado.

—¡Se está orinando en la tumba de mi madre!

Y ferozmente, cogiéndole por la barba, hizo girar a Sabbath y, cuando le iluminó los ojos con una linterna potente, el titiritero alzó las manos como si algo capaz de atravesarle el cráneo volara hacia su cara. El haz luminoso recorrió todo su cuerpo y volvió a subir desde los pies hasta los ojos. El policía le iluminó así, como si le pintara, una capa encima de la otra, seis o siete veces, hasta que finalmente la luz le iluminó sólo la polla, la cual parecía estar echando un vistazo entre los bordes de la bandera, un pitorro nada amenazante y sin ninguna clase de significado, goteando de un modo intermitente, como si necesitara una reparación. No parecía algo que pudiera haber servido de inspiración a la mente de la humanidad, en el transcurso de los milenios, para hacerla pensar durante cinco minutos, y no digamos para llegar a la conclusión de que, de no ser por la tiranía de ese tubo, la historia de nuestra especie aquí en la tierra se alteraría hasta ser irreconocible, en el principio, el medio y el final.

—¡Fuera de mi vista!

Sabbath podría haberse guardado sus intimidades dentro del pantalón y haberse subido la cremallera, pero no lo hizo.

—¡Escóndasela!

Pero Sabbath no se movió.

—¿Qué clase de persona es usted? —le preguntó el policía, cegándole de nuevo con la luz—. Profana la tumba de mi madre, profana la bandera norteamericana, profana a nuestro pueblo. ¡Con su estúpida picha fuera, llevando el casquete de su propia religión!

—Esto es un acto religioso.

—¡Envuelto en la bandera!

—Y orgullosamente, por cierto.

—¡Meando!

—Y de qué manera.

Entonces Matthew empezó a gemir.

—¡Mi madre! ¡Ésa era mi madre! ¡Mi madre, sucio cabrón de mierda!

¡Has depravado a mi madre!

—¿Depravado? Es usted demasiado mayor para idealizar a sus padres, oficial Balich.

—¡Ella dejó un diario! ¡Mi padre ha leído el diario! ¡Ha leído las cosas que usted la obligaba a hacer! Incluso mi prima… ¡mi joven prima! «¡Bébelo, Drenka! ¡Bébetelo!».

Y tan arrebatado estaba por su propio llanto, que ya ni siquiera iluminaba el rostro de Sabbath. El haz luminoso señalaba el suelo e iluminaba el charco al pie de la tumba.

A Barrett le había descalabrado. Sabbath esperaba que a él le hiciera algo peor. Cuando se dio cuenta de quién le había prendido, no creyó que fuera a salir con vida. Ni tampoco lo deseaba. Se había terminado lo que le permitía improvisar sin fin y le había mantenido vivo. La alocada indignidad se había agotado.

Sin embargo, salió del apuro una vez más, como se había librado de ahorcarse en casa de los Cowan y de ahogarse en la playa… se marchó dejando a Matthew sollozando en la tumba e, impulsado todavía por lo que le permitía improvisar sin fin, bajó dando traspiés la cuesta envuelta en la negrura.

No es que no deseara que Matthew le contase más cosas sobre el diario de Drenka, ni que él no hubiera leído ávidamente cada una de sus palabras. Jamás se le había ocurrido que Drenka lo escribiera todo. ¿En inglés o en serbocroata? ¿Motivada por el orgullo o la incredulidad? ¿Para recorrer el rumbo de su atrevimiento o de su depravación? ¿Por qué no le había advertido en el hospital de la existencia de aquel diario? ¿Estaba por entonces demasiado enferma para pensar en ello? Sí, tales diarios ocupan un lugar privilegiado entre nuestros esqueletos. Uno no puede liberarse con facilidad de las palabras liberadas, a su vez, de su tarea cotidiana de justificar y ocultar. Hace falta más valor del que cabría imaginar para destruir los diarios secretos, las cartas y las fotos Polaroid, las cintas de vídeo y las magnetofónicas, los mechones de vello púbico, las prendas íntimas sin lavar, para olvidar definitivamente la fuerza que da a esas cosas su carácter de reliquias y que, casi las únicas entre nuestras posesiones, responden de una manera decisiva a la pregunta: «¿Es de veras posible que yo sea así?». ¿Una crónica del yo en el martes de carnaval, o del yo en su existencia verdadera y sin trabas? Sea como fuere, esos tesoros peligrosos (ocultos a los seres próximos y queridos bajo la lencería, en los rincones más oscuros del archivador, bajo llave en la caja fuerte del banco) constituyen una relación de aquello de lo que no podemos separarnos.

Y sin embargo, para Sabbath había un enigma, una inconsistencia que no podía sondear, una sospecha que no podía eludir. ¿Qué obligación cumplía ella, y hacia quién, al permitir que descubrieran su diario sexual?

¿Contra cuál de sus hombres protestaba? ¿Contra Matija? ¿Contra Sabbath?

¿A cuál de ellos se había propuesto matar? «¡A mí no!», se dijo. «¡A mí no! ¡Sin duda a mí no! ¡Me querías!».

—¡Quiero verle con las manos en alto!

Las palabras dirigidas a él salieron resonantes de ninguna parte, y entonces le bañó el haz luminoso como si estuviera solo entre las tumbas para llevar a cabo un espectáculo en solitario, Sabbath, estrella del cementerio, actor de variedades para los espectros, artista que actúa en el frente para las tropas de los muertos. Sabbath hizo una reverencia. Debería haber música a sus espaldas, la vieja música astutamente carnal del swing, acompañando su salida al escenario, debería haberse oído el placer más fidedigno de la vida, la inocente diversión de Ain’t Misbehavin’, por el B. G.

Sextet, Slam Stewart tocando el contrabajo y éste tocando a Slam… Pero lo que había, en cambio, era una voz descarnada que le pedía cortésmente que se identificara.

Sabbath se irguió y anunció:

—Soy yo, Necrofilio, la emanación nocturna.

—Yo no volvería a agacharme de esa manera, señor. Quiero verle con las manos en alto.

El coche patrulla que iluminaba el teatro de Sabbath estaba tripulado por un segundo policía, el cual bajó con la pistola en la mano. Un aprendiz.

Matthew conducía solo, a menos que estuviera adiestrando a alguien.

«Cuando los adiestra», se jactaba Drenka, «siempre quiere que sean ellos quienes conduzcan. Están recién salidos de la academia, son chicos que están a prueba durante todo un año… y suele ser Matthew el que los adiestra».

Matthew dice: «Hay algunos buenos chicos que realmente quieren hacer el trabajo y hacerlo bien. También hay algunos gilipollas, tipos malos con la actitud de que todo les importa un pito, no se esfuerzan lo más mínimo y así por el estilo. Pero hacer un buen trabajo, hacer lo que debes, tener en marcha la actividad motora de tu vehículo y llegar a tiempo cuando ocurre algo, mantener tu coche como es debido…». Eso es lo que Matthew les enseña. Acaba de patrullar con uno durante tres meses, y el chico le ha regalado a Matthew un alfiler de corbata. Un alfiler de oro. Le dijo: «Matt, eres el mejor amigo que he tenido jamás».

El aprendiz de policía le apuntaba con su arma, pero Sabbath no opuso la menor resistencia a su detención. Sólo tenía que echar a correr, y era más que probable que un aprendiz, correcta o erróneamente, le abriría un agujero en la cabeza. Pero cuando Matthew llegó al pie de la colina, lo único que hizo el aprendiz fue ponerle a Sabbath las esposas y escoltarle a la parte trasera del coche patrulla. Era un joven de raza negra, más o menos de la edad de Matthew, y permaneció totalmente en silencio, no pronunció una sola sílaba de repugnancia o indignación por el aspecto que tenía Sabbath, por su manera de vestir o por lo que había hecho. Le ayudó a sentarse en el coche, procurando incluso que la bandera no se le deslizara de los hombros, y amablemente volvió a centrar sobre el cráneo calvo de Sabbath el yarmulke con la inscripción «Dios bendiga a América», que le había caído sobre la frente cuando entró en el vehículo. El detenido no pudo decidir si eso indicaba un exceso de amabilidad o de desprecio.

El aprendiz se puso al volante. Matthew ya no lloraba, pero Sabbath, desde el asiento trasero, veía que algo hacía que se movieran de un modo incontrolable los músculos de su ancho cuello.

—¿Cómo está mi socio? —le preguntó el aprendiz cuando iniciaron el descenso de la montaña.

Matthew no le respondió.

«Va a matarme», pensó Sabbath. «Lo hará. Libre de la vida. Por fin sucede».

—¿Y adónde vamos? —preguntó Sabbath.

—Le llevamos detenido, señor —dijo el aprendiz.

—¿Puedo saber cuáles son los cargos?

—¿Los cargos? —estalló Matthew—. ¿Los cargos?

—Respira, Matt —le indicó el aprendiz—, haz los movimientos respiratorios que me has enseñado.

—Si me permiten que lo diga —dijo Sabbath con una precisión excesiva, en un tono que, como bien sabía, había vuelto loca por lo menos a Roseanna—, su idea de la desfachatez se basa en un malentendido fundamental…

—Cállese —le sugirió el aprendiz.

—Sólo quería decir que estaba ocurriendo algo que él no puede comprender de ninguna manera. No tiene modo de evaluar el lado serio de la situación.

—¡Serio! —exclamó Matthew, y golpeó el salpicadero con el puño.

—Llevémosle a la comisaría, Matt, y listos. Así es el trabajo.

Limitémonos a eso.

—No empleo palabras para confundir a nadie, no exagero —dijo Sabbath—. No digo correcto o respetable. No digo decoroso ni siquiera natural. Digo serio, sensacionalmente serio, indeciblemente serio. Solemne, temeraria, dichosamente serio.

—Es una imprudencia que siga hablando de esa manera, señor.

—Soy un tipo imprudente. A mí también me resulta inexplicable. La imprudencia prácticamente ha desplazado a todo lo demás en mi vida.

Parece ser mi único propósito.

—Y por eso mismo le llevamos detenido, señor.

—Creía que me llevaban detenido para que pudiera decirle al juez cómo depravé a la madre de Matthew.

—Mire, ha causado mucho dolor a mi compañero —le dijo el aprendiz, en una voz tan controlada que resultaba impresionante—. Ha causado mucho dolor a su familia. Y ahora está diciendo unas cosas que también me causan a mí mucho dolor.

—Sí. Eso es lo que oigo decir a la gente continuamente, me dicen una y otra vez que el gran objetivo al que he sido llamado en la vida es causar dolor. El mundo lleva a cabo su vuelo libre de dolor, la despreocupada humanidad embarcada en unas largas vacaciones llenas de diversión, y entonces aparece Sabbath en la vida y, de la noche a la mañana, esto se transforma en un manicomio lleno de lágrimas. ¿Por qué será? ¿Puede alguien explicármelo?

—¡Basta! —gritó Matthew—. ¡Para el coche!

—Matty, vamos a encerrar a este cabrón.

—¡Para el jodido coche, Billy! ¡No vamos a encerrarle!

De inmediato Sabbath se inclinó adelante en su asiento, se tambaleó más bien, pues no podía equilibrarse con las manos esposadas.

—Enciérrame, Billy. No hagas caso a Matty, porque no es objetivo… no ha evitado involucrarse personalmente. Enciérrame para que pueda depurarme en público de mis delitos y aceptar el castigo que me espera.

El bosque era frondoso a ambos lados de la carretera a cuyo arcén viró el coche patrulla. Billy frenó y apagó las luces.

De nuevo el oscuro dominio de aquella noche. Y ahora, pensó Sabbath, la atracción principal, lo que más importa, la culminación imprevista por la que había batallado toda su vida. Durante cuánto tiempo, sin darse cuenta, había ansiado que le dieran muerte… No se había suicidado porque estaba esperando que lo asesinaran.

Matthew se apresuró a bajar del coche y fue a la parte trasera, abrió la portezuela y sacó a Sabbath. Entonces le quitó las esposas. Eso fue todo. Le quitó las esposas y le dijo:

—Escúchame, cabrón monstruoso y enfermo, si alguna vez mencionas el nombre de mi madre a cualquiera, o dices algo sobre mi madre a cualquiera… a cualquiera en cualquier momento… ¡iré a por ti! —Con los ojos a escasos centímetros de los de Sabbath, empezó a llorar de nuevo—. ¿Me oyes, viejo? ¿Me oyes?

—¿Pero por qué esperar cuando puedes satisfacerte ahora? Echo a andar entre los árboles y me disparas. Intento de fuga. Billy te apoyará. ¿No es cierto, Billy? «Dejamos que el viejo echara una meada e intentó escapar».

—¡Jodido enfermo! —gritó Matthew—. ¡Sucio y enfermo hijo de puta!

Y, abriendo la portezuela del pasajero, volvió a meterse bruscamente en el coche.

—¡Pero quedo libre! ¡Me he recreado en el escándalo demasiadas veces! ¡Y quedo libre! ¡Soy un profanador de tumbas! ¡Después de causar todo este dolor, el profanador de tumbas queda en libertad! ¡Matthew!

Pero el coche patrulla se había alejado, dejando a Sabbath hundido hasta los tobillos en el budín del barro primaveral, engullido ciegamente por el bosque desconocido de tierra adentro, por los árboles que causan la lluvia y las rocas lavadas por la lluvia… y sin nadie para matarle excepto él mismo.

Y no podía hacerlo. No había jodida manera de morir. ¿Cómo podía marcharse? ¿Cómo se iba a ir? Todo cuanto odiaba estaba allí.