1. No existe nada que mantenga su promesa.

—Renuncia de una vez a joder con otras o lo nuestro se termina.

Tal fue el ultimátum, el ultimátum totalmente imprevisto e inverosímil hasta la exasperación, que la llorosa querida de cincuenta y dos años planteó a su amante de sesenta y cuatro en el aniversario de una relación que se había prolongado con un asombroso desenfreno y, lo que no era menos asombroso, manteniéndose en secreto, durante trece años. Pero ahora que las infusiones hormonales menguaban y la próstata se agrandaba, ahora que con toda probabilidad no le quedaban más que unos pocos años de potencia en la que podía confiar a medias (y tal vez no le quedaba mucha más vida por delante), ahora que se aproximaba al final de todo, se veía exhortado, so pena de perderla, a cambiar por completo su manera de ser.

Ella era Drenka Balich, la popular asociada del hostelero en el negocio y en el matrimonio, apreciada por las atenciones que volcaba sobre todos sus huéspedes, por su ternura cariñosa, maternal, no sólo hacia los niños y los ancianos visitantes sino también hacia las muchachas de la localidad que limpiaban las habitaciones y servían las comidas, y él era el olvidado titiritero Mickey Sabbath, un hombre chaparro, de barba blanca, ojos verdes cuya expresión amilanaba y dedos dolorosamente artríticos, el cual, de haberle dicho que sí a Jim Henson unos treinta y tantos años atrás, antes de que empezara Barrio Sésamo, cuando Henson le invitó a comer en la zona superior del East Side y le pidió que se uniera a su pandilla de cuatro o cinco personas, podría haber estado dentro de la gallina Caponata durante todos estos años. En lugar de Caroll Spinney, el individuo metido en el pajarraco habría sido Sabbath, el mismo Sabbath que consiguió una estrella en la avenida de la Fama de Hollywood, que viajó a China con Bob Hope…, o así se complacía su esposa, Roseanna, en recordárselo cuando aún se estaba matando con el alcohol por sus dos razones inalterables: por todo lo que no había sucedido y por todo lo que sí. Pero como Sabbath no habría estado más satisfecho dentro de la Caponata de lo que estaba dentro de Roseanna, no se sentía muy herido por esas provocaciones. En 1989, cuando Sabbath fue desacreditado públicamente por el escandaloso acoso sexual de una muchacha a la que le llevaba cuarenta años, fue preciso ingresar a Roseanna durante un mes en una institución psiquiátrica, debido a los trastornos nerviosos que le ocasionó el alcohol ingerido a raíz del humillante escándalo.

—¿Es que no te basta con un solo compañero monógamo? —le preguntó a Drenka—. ¿Te gusta tanto la monogamia con él que también la quieres conmigo? ¿No puedes ver ninguna relación entre la envidiable fidelidad de tu marido y el hecho de que te repela físicamente? —y siguió diciendo en un tono afectado—: Nosotros, que nunca hemos dejado de excitarnos mutuamente, no nos imponemos promesas ni juramentos ni restricciones, mientras que con él joder resulta repugnante incluso durante los dos minutos al mes en que te inclina sobre la mesa del comedor y te lo hace por detrás. ¿Y cuál es el motivo? Matija es corpulento, potente, viril, con esa cabellera negra parece tener un puerco espín en la cabeza. Sus pelos son auténticas púas. Todas las viejas damas del condado están enamoradas de él, y no sólo por su encanto eslavo. No, su aspecto las pone cachondas.

Todas tus camareritas se pirran por el hoyuelo de su mentón. Le he visto en la cocina en pleno agosto, con casi treinta y ocho grados, cuando en la terraza hay diez hileras de personas que esperan mesa. Le he visto producir en serie las comidas, asar a la parrilla todos esos kebabs, la camiseta empapada en sudor, reluciente de grasa… Incluso a mí me pone cachondo, sólo repele a su mujer. ¿Por qué? Su naturaleza ostentosamente monógama, no hay otra razón.

La entristecida Drenka se movió muy despacio hasta llegar a su lado, subió por el empinado flanco arbolado hasta las alturas de donde brotaba burbujeante el arroyo en el que se bafiaban, y cuyas aguas cristalinas bajaban murmurando por una escalera de rocas graníticas que se alzaba en forma de espiral irregular entre los abedules, de color verde plateado e inclinados por las tormentas, que sobresalían por encima de las orillas.

Durante los primeros meses de su relación, en el transcurso de una excursión solitaria en busca de un nido de amor apropiado, ella descubrió no lejos del arroyo, entre un grupo de abetos, tres peñas, cada una del tamaño y la coloración de un elefante pequeño, las cuales rodeaban aquel claro triangular que les haría las veces de hogar. Debido al barro, la nieve o los cazadores borrachos que andaban por los bosques pegando tiros, la cima de la colina no era accesible en todas las estaciones, pero desde mayo hasta principios de octubre, excepto cuando llovía, era allí donde la pareja se retiraba para renovar sus vidas. Cierta vez, años atrás, apareció de repente un helicóptero que se cernió momentáneamente a treinta metros de altura, mientras ellos permanecían desnudos sobre la lona impermeable extendida en el suelo, pero por lo demás, aunque la Gruta, como habían convenido en llamar a su refugio, sólo distaba un cuarto de hora a pie de la única carretera pavimentada que conectaba las cataratas de Madamaska con el valle, ninguna presencia humana había amenazado jamás su campamento secreto.

Drenka era una croata procedente de la costa dálmata, morena, de aspecto italiano y estatura similar a la de Sabbath, una mujer llenita, maciza, en ese límite provocativo que si se rebasa desemboca en el exceso de carnes, y la forma de su cuerpo, en la época en que pesaba más, recordaba aquellas estatuillas de arcilla moldeadas hacia el año 2000 a. C., unas muñequitas gordas de grandes pechos y muslos no menos grandes descubiertas en excavaciones de toda Europa y Asia Menor, y a las que adoraron bajo una docena de nombres distintos como la gran madre de los dioses. Podría decirse que era bonita de una manera más bien competente, práctica, excepción hecha de la nariz, que sorprendía por su carencia de puente, como la de un boxeador, y daba cierta apariencia confusa al centro de su cara, una nariz ligeramente desviada con respecto a la boca de labios gruesos y los ojos grandes y oscuros, y el signo revelador, como Sabbath llegaría a considerarla, de cuanto era maleable e indeterminado en el despliegue, aparentemente correcto, de su naturaleza. Parecía como si en el pasado hubiera recibido malos tratos, como si en su infancia le hubieran destrozado la nariz de un golpe, cuando en realidad era hija de unos padres bondadosos, ambos profesores de secundaria, entregados religiosamente a los tiránicos tópicos del partido comunista de Tito. Ella fue su única hija y recibió a raudales el amor de aquellos seres amables y tristes.

La que dio el golpe en la familia fue Drenka. A los veintidós años, cuando trabajaba como auxiliar de contabilidad en los ferrocarriles nacionales, se casó con Matija Balic, un joven y guapo camarero con aspiraciones al que conoció cuando fue a pasar las vacaciones a un hotel perteneciente al sindicato del personal ferroviario en la isla de Bra, frente a Split. Juntos se fueron a Trieste de luna de miel y jamás regresaron. No sólo huyeron con la intención de enriquecerse en Occidente, sino también porque el abuelo de Matija fue encarcelado en 1948, cuando Tito rompió con la Unión Soviética, y el abuelo, un burócrata local del partido, comunista desde 1923 e idealista con respecto a la madre Rusia, se atrevió a discutir abiertamente el asunto.

—Mis padres —le había explicado Drenka a Sabbatheran comunistas convencidos y amaban al camarada Tito, que estaba allí, con su sonrisa como un monstruo sonriente, así que pronto encontré la manera de amar a Tito más que cualquier otro niño de Yugoslavia. Chicos y chicas, todos éramos Pioneros, llevábamos un pañuelo rojo, salíamos de excursión y cantábamos. Eran canciones sobre Tito y, por ejemplo, lo comparaban con una flor, una violeta, y decían cuánto le amaba la juventud entera. Pero el caso de Matija era diferente. Aquel chiquillo quería a su abuelo, y alguien delató al viejo… ¿es ésa la palabra? Denunciado. Fue denunciado como enemigo del régimen. Y a todos los enemigos del régimen los enviaban a una prisión horrible. El momento más atroz era cuando los embarcaban como ganado, en unos barcos que los trasladaban del continente a la isla. El que sobrevivía, sobrevivía; y el que no, no. En aquel lugar la piedra era el único elemento. Todo lo que tenían que hacer era trabajar aquellas piedras, reducirlas a fragmentos, sin ninguna finalidad. Muchas familias tenían algún miembro al que enviaron a esa Goli Otok, que significa «isla desnuda». La gente denunciaba al prójimo por cualquier razón, para ascender, por odio, por lo que fuera. Siempre pendía en el aire una gran amenaza para quienes no eran del todo correctos, y ser correcto significaba apoyar al régimen. En aquella isla no les alimentaban, ni siquiera les daban agua. Una isla frente a la costa, un poco al norte de Split…, desde la costa puedes verla a lo lejos.

Allí su abuelo enfermó de hepatitis y murió poco antes de que Matija terminara el bachillerato. Murió de cirrosis. Sufrió durante todos esos años.

Los prisioneros enviaban tarjetas a casa, y en ellas tenían que afirmar que se estaban reformando. La madre de Matija le dijo que el abuelo no fue bueno, que no escuchaba al camarada Tito, y por eso tuvo que ir a la prisión. Matija tenía nueve años. Ella sabía lo que le estaba diciendo al niño cuando le decía eso, a fin de que en la escuela no le provocaran para que dijese otra cosa. Su abuelo decía que sería bueno y amaría al Drug Tito, por lo que sólo pasó diez meses en prisión. Pero allí enfermó de hepatitis. Cuando regresara, la madre de Matija daría una gran fiesta. Regresó, y pesaba cuarenta kilos, aunque había sido un hombre corpulento, como Maté. Físicamente destruido por completo. Un tipo le delató y eso fue todo. Y por esta razón Matija deseaba huir después de que nos casáramos.

—¿Y tú? ¿Por qué querías huir?

—¿Yo? La política me tenía sin cuidado. Yo era como mis padres. En tiempos de la antigua Yugoslavia, cuando estaba el rey y toda esa monserga, antes del comunismo, le tenían cariño al rey. Llegó el comunismo y lo amaron. No me importaba, de modo que le dije sí, sí al monstruo sonriente.

Lo que yo amaba era la aventura. América parecía tan grande y fascinante, y tan inmensamente diferente… ¡América! ¡Hollywood! ¡Dinero! ¿Por qué me fui? Era una muchacha. Habría ido a cualquier parte donde hubiera más diversión.

Drenka deshonró a sus padres al huir a este país imperialista, desgarró sus corazones y también ellos murieron, ambos de cáncer, no mucho después de su deserción. Sin embargo, amaba tanto el dinero y la «diversión» que probablemente sólo el agradecimiento a las afectuosas atenciones de aquellos comunistas convencidos fue capaz de impedir al carnoso y juvenil cuerpo de rostro incitadoramente rufianesco, hacer consigo mismo algo incluso más caprichoso que convertirse en esclavo del capitalismo, fuera lo que fuese.

Estaba dispuesta a admitir que el único hombre a quien había cobrado por pasar la noche con ella era el titiritero Sabbath, y en más de trece años eso había ocurrido en una sola ocasión, cuando él le presentó el ofrecimiento de Christa, la alemana huida de su casa que trabajaba en la tienda de comestibles para gourmets a cambio del alojamiento y la manutención, a la que había explorado y reclutado pacientemente para que los dos se deleitaran con ella.

—Dinero contante —le informó Drenka, aunque desde hacía meses, desde que Sabbath se encontró con Christa cuando ésta hacía autoestop para ir a la ciudad, Drenka había esperado la aventura con una excitación no inferior a la de él, y no necesitaba ningún apremio para conspirar—. Billetes crujientes —siguió diciendo, entornando pícaramente los ojos, sin que por ello disminuyera la seriedad con que hablaba—. Lisos y nuevos.

Sabbath se adaptó sin vacilación al papel que la mujer había ideado con tal rapidez para él y le preguntó:

—¿Cuántos?

—Diez —respondió ella con aspereza.

—No puedo permitirme tanto.

—Entonces olvídalo y no cuentes conmigo.

—Eres una mujer dura.

—Sí, dura —replicó ella con fruición—. Sé lo que valgo.

—No ha sido nada fácil arreglar esto, ¿sabes? Organizar una cosa así no es ninguna ganga. Puede que Christa sea una chica descarriada, pero de todos modos requiere muchos miramientos. Eres tú quien debería pagarme.

—No quiero que me trates como a una puta de mentirijillas. Quiero que me trates como a una puta auténtica. Mil dólares o me quedo en casa.

—Me estás pidiendo lo imposible.

—Pues no hablemos más.

—Quinientos.

—Setecientos cincuenta.

—Quinientos. Es lo máximo que puedo pagar.

—Entonces tienes que pagarme antes de que lleguemos allí. Quiero entrar con el dinero en el bolso y sabiendo que tengo un trabajo que hacer.

Quiero sentirme como una puta de veras.

—Dudo de que, para sentirte como una puta de veras, baste tan sólo con el dinero —le sugirió Sabbath.

—Bastará para mí.

—Dichosa tú.

—No, dichoso tú —replicó Drenka en tono desafiante—. Muy bien, quinientos. Pero ha de ser antes. Lo quiero todo la noche anterior.

Negociaron las condiciones del trato sobre la lona impermeable, allá arriba, en la Gruta, mientras cada uno masturbaba al otro.

La verdad es que a Sabbath no le interesaba el dinero, pero desde que la artritis puso fin a sus actuaciones como titiritero en los festivales internacionales y su Taller de Títeres ya no era acogido con beneplácito en el programa de estudios de las cuatro universidades, debido a que allí había sido desenmascarada su degeneración, dependía de su esposa para mantenerse, por lo que le resultaba doloroso desprenderse de cinco de los doscientos veinte billetes de cien dólares que ganaba anualmente Roseanna en el instituto regional para entregárselos a una mujer cuyo negocio familiar rendía ciento cincuenta mil dólares al año.

Claro que podría haberla enviado a hacer puñetas, sobre todo porque Drenka habría participado en el trío con idéntico ardor tanto si le pagaba como si no, pero acceder a actuar una noche como su cliente le parecía algo tan atractivo como lo era para ella fingirse su prostituta. Por otro lado, Sabbath no tenía ningún derecho a no ceder… al fin y al cabo, el licencioso abandono de la mujer le debía a él su eclosión plena. Su eficacia sistemática como jefa de comedor y administradora del hostal, el puro placer de ingresar en el banco, año tras año, toda aquella pasta, podrían haber momificado mucho tiempo atrás su actividad de cintura para abajo si Sabbath, a juzgar por la chatedad de su nariz y la redondez de sus miembros, por nada más que eso para empezar, no hubiera sospechado que el perfeccionismo con que Drenka Balich se aplicaba a su tarea no era su única inclinación inmoderada.

Fue Sabbath quien, paso a paso, como el más paciente de los instructores, la ayudó a apartarse de su vida ordenada y a descubrir la indecencia para complementar las carencias de su dieta regular.

¿Indecencia? ¿Quién sabe? Haz lo que quieras, decía Sabbath, y ella lo hacía de buena gana, y le gustaba hablarle de lo mucho que le había agradado no menos de lo que a él le agradaba escucharla cuando se lo decía.

Los maridos, tras haber pasado el fin de semana en el hostal con sus esposas e hijos, telefoneaban a Drenka en secreto desde sus oficinas para decirle que necesitaban verla. El operario de la máquina excavadora, el carpintero, el electricista, el pintor, todos los operarios que hacían algún trabajo en el hostal invariablemente se las ingeniaban para almorzar cerca del despacho donde ella llevaba las cuentas. Donde quiera que fuese, los hombres percibían el aura intangible de la invitación. Una vez que Sabbath hubo ratificado para ella la fuerza que quiere más y más (una fuerza a cuyas incitaciones Drenka nunca fue del todo contraria, incluso antes de conocer a Sabbath), los hombres empezaron a comprender que aquella mujer bajita, de mediana edad y aspecto menos que llamativo, encorsetada por su sonriente cortesía, estaba impulsada por una carnalidad muy similar a la de ellos.

Dentro de aquella mujer había un ser que pensaba como un hombre. Y el hombre como el que pensaba era Sabbath. Drenka era, como ella misma decía, su compinche. ¿Cómo podía, con la mano en el corazón, negarle los quinientos dólares? Las negativas no formaban parte del trato. Para ser lo que ella había sabido que quería ser (para ser lo que necesitaba ser), era preciso que Sabbath accediera a lo que le pedía. No importaba que ella emplease el dinero en comprar herramientas eléctricas para el taller que su hijo tenía en el sótano. Matthew estaba casado y era agente de la guardia civil del estado, destinado al cuartel del valle. Drenka le adoraba y, desde que se hizo policía, estaba continuamente preocupada por él. No era corpulento y guapo, con negro pelo de puerco espín y un hoyuelo profundo en el mentón como el padre cuyo apellido adaptado al inglés llevaba, sino que era de un modo mucho más patente un vástago de Drenka, bajo de estatura (con sólo un metro setenta y dos y un peso de sesenta y dos kilos, había sido el alumno más menudo de su clase en la academia de policía, así como el más joven) y el centro de su cara estaba un poco desdibujado; la nariz aplastada era una réplica de la de su madre. Le habían preparado para que fuese un día el propietario del hostal, y dejó a su padre desolado cuando abandonó la escuela de administración de hostelería, tan sólo al cabo de un año, para convertirse en un agente musculoso con el cabello cortado al cero, el gran sombrero, la insignia y mucho poder, el joven policía cuyo primer cometido, el de ocuparse del radar en la brigada de tráfico, viajando en el coche patrulla arriba y abajo por las carreteras principales, era el trabajo más importante del mundo. Conoces a tanta gente, cada coche al que detienes es diferente, una persona diferente, circunstancias diferentes, una velocidad diferente… Drenka le repetía a Sabbath todo lo que Matthew hijo le contaba sobre su vida de guardia civil, desde el día que ingresó en la academia, siete años atrás, y allí los instructores les gritaban y él le juró a su madre: «No voy a achicarme por esto», hasta el día en que se graduó y, a pesar de lo menudo que era, le concedieron una medalla de excelencia en preparación física y les dijeron, a él y a los compañeros que habían sobrevivido al curso de seis meses: «No sois Dios, pero no hay nadie que se acerque tanto a Él como vosotros». Ella le describía a Sabbath las virtudes de la pistola de calibre nueve milímetros y quince disparos que Matthew llevaba en una bota o en el reverso del cinturón cuando estaba fuera de servicio, y le decía que eso la aterraba. Temía constantemente que lo mataran, sobre todo cuando lo transfirieron de la brigada de tráfico al cuartel y, cada pocas semanas, le tocaba el turno de noche. A Matthew le gustaba circular en su coche patrulla tanto como le había gustado manejar el radar. «Cuando te toca el turno, ahí afuera, eres tu propio jefe. Cuando subes a ese coche, puedes hacer lo que quieras. Libertad, mamá, mucha libertad. A menos que ocurra algo, lo único que haces es circular, solo en el coche, recorriendo las calles de aquí para allá, hasta que te llaman para algo». Había crecido en lo que la policía estatal llamaba la Patrulla Norte, y conocía la zona, todas las carreteras, los bosques, conocía los comercios de los pueblos y experimentaba una inmensa satisfacción viril cuando los cruzaba de noche y los inspeccionaba, examinaba bancos y bares, observaba a la gente que salía de los bares para ver lo ajumados que estaban. Matthew le decía a su madre que tenía un asiento de primera fila en el mayor espectáculo del mundo: accidentes, robos con allanamiento de morada, querellas domésticas, suicidios. La mayoría de la gente jamás ha visto a una víctima de un suicidio, pero una chica con la que Matthew había ido a la escuela se voló la cabeza en el bosque, se sentó bajo un árbol y se voló la tapa de los sesos, y Matthew, en el primer curso de la academia, fue el policía presente en el lugar de los hechos que llamó al forense y aguardó su llegada. Matthew le contó a su madre que en aquel primer año estaba tan estimulado, se sentía tan invencible, que se creía capaz de detener las balas con los dientes. Matthew interviene en una discusión doméstica en la que los cónyuges, ambos borrachos, se gritan llenos de odio y se golpean, y él, su hijo, les habla y los sosiega, de modo que cuando se marcha todo está arreglado y no es necesario arrestar a ninguno de ellos por alteración del orden. Y a veces son tan incorregibles que los detiene, pone las esposas a la mujer y al marido, y entonces espera la llegada de otro policía con el que meterá a la pareja en chirona antes de que se maten. Cuando un chico sacó una pistola en una pizzería de la calle Sesenta y tres, e hizo ostentación del arma antes de salir, fue Matthew quien encontró el coche que conducía el muchacho y, sin ninguna ayuda, aunque sabía que estaba armado, le conminó por el altavoz a que saliera con las manos en alto y le apuntó con su propia arma… y estos relatos, que aseguraban a su madre que Matthew era un buen policía y quería hacer un buen trabajo, hacer lo que le habían enseñado, la asustaban tanto que se compró un escáner, una cajita provista de una antena y un cristal que le permitía captar las señales policiales en la frecuencia de Matthew, y a veces, cuando él hacía el turno de noche y ella no podía dormir, ponía en marcha el aparato y lo escuchaba durante toda la noche. El escáner recogía la señal cada vez que llamaban a Matthew, y así Drenka sabía más o menos dónde estaba, adónde iba y si continuaba vivo. En cuanto oía su número, el 415B, ¡bum!, se despertaba como si hubiera oído un trueno. Pero el padre de Matthew también se despertaba y montaba en cólera porque le recordaban una vez más que el hijo al que había adiestrado todos los veranos en la cocina, el heredero del negocio que había levantado de la nada cuando era un emigrante sin blanca, era ahora un experto en kárate y judo que, a las tres de la madrugada, estaba ahí afuera siguiendo estúpidamente a una vieja camioneta cuya lentitud al cruzar Battle Mountain le resultaba sospechosa. El encono entre padre e hijo había llegado a tal extremo que Drenka sólo podía compartir con Sabbath sus temores sobre la seguridad de Matthew y expresarle de nuevo el orgullo que sentía por toda la actividad sobre cuatro ruedas que el muchacho era capaz de producir en una semana: «Está ahí afuera», le decía. «Siempre hay algo, velocidad, señales de stop, luces traseras, toda clase de infracciones…». Así pues, Sabbath no se llevó ninguna sorpresa cuando Drenka admitió que, con los quinientos dólares que le había pagado por formar el trío con Christa y él, le había comprado a Matthew, como regalo de cumpleaños, una sierra de mesa portátil Makita y un bonito juego de hojas para ranurar.

En conjunto, las cosas no podrían haber salido mejor para todos ellos.

Drenka había encontrado el medio que le permitía ser la amiga más querida de su marido. El que fuera en otro tiempo maestro titiritero del Teatro Indecente de Manhattan le hacía más que meramente tolerables las rutinas del matrimonio que antes casi la habían matado… ahora apreciaba esas rutinas letales por el contrapeso que aportaban a su temeridad. Lejos de sentir repugnancia por su marido tan poco imaginativo, nunca había apreciado tanto el carácter impasible de Matija.

Si se tenía en cuenta el solaz y la satisfacción que todo el mundo obtenía del asunto, había que reconocer que quinientos dólares era una ganga, y así, por mucho que le perturbara aflojar aquellos billetes de banco nuevos y tersos, Sabbath exhibió ante Drenka la misma sangre fría que ella aparentaba cuando, gozando moderadamente del cliché cinematográfico, dobló los billetes por la mitad y los depositó bajo el sostén entre los pechos cuya suavidad y abundancia nunca habían dejado de cautivarle. Cierto que debería haber sido de otro modo, que toda la musculatura de su cuerpo estaba perdiendo su firmeza, pero incluso allí donde la piel había adquirido la textura del papel, en el punto inferior de la línea del cuello, incluso ese rombo del tamaño de la palma, de carne minuciosamente cubierta de líneas entrecruzadas, no sólo acrecentaba su atractivo perdurable sino también la ternura que Sabbath sentía hacia ella. Ahora él sólo tenía por delante seis cortos años antes de cumplir los setenta: lo que le impulsaba a asir las nalgas en expansión como si el Tiempo, ese tatuador, no hubiera adornado a ninguno de ellos con sus cómicos festones, era el conocimiento ineludible de que el juego estaba a punto de terminar.

Últimamente, cuando Sabbath succionaba los ubérrimos senos de Drenka (ubérrimos de uber, la raíz de exuberante, palabra formada por ex más uberare, ser fructífero, rebosar como Juno, tendida boca abajo en la pintura de Tintoretto donde la Vía Láctea sale de su teta), los succionaba con un frenesí tenaz que hacía a la arrobada Drenka echar la cabeza atrás y decir entre gemidos (como quizá gimió la misma Juno): «Lo noto en lo más hondo del coño». Él sentía que le atravesaba la añoranza más aguda de su difunta madrecita, cuya primacía era casi tan absoluta como lo fue en su primera e incomparable década juntos. Sabbath sentía algo cercano a la veneración por aquel sentido natural de su destino del que ella gozaba, así como (en una mujer con una vida tan física como la de un caballo) por el alma incrustada en aquella vibrante energía, un alma tan inequívocamente presente como las aromáticas tortas que se cocían en el horno después de la escuela. Se agitaban en él emociones que no había experimentado desde los ocho o nueve años de edad, y ella había descubierto la delicia suprema al dar el pecho a dos hijos. Sí, criar a Morty y Mickey fue el punto culminante de su vida. ¡Cómo se expandía su memoria, su significado, en Sabbath cuando él recordaba la presteza con que su madre se preparaba cada primavera para la Pascua hebrea! La tarea de guardar los dos juegos de platos que usaban durante el resto del año, y entonces traer en sus cajas, almacenadas en el garaje, los platos de vidrio de la Pascua, lavarlos y colocarlos en los estantes, y todo ello en menos de un día: en el rato desde que él y Morty salían de casa para ir a la escuela, hasta su regreso a media tarde, ella había retirado el chumitz de la despensa y había limpiado y restregado la cocina de acuerdo con los preceptos de cada festividad. A juzgar por la manera con que abordaba sus tareas, habría sido difícil determinar si era ella la que estaba al servicio de la necesidad o si la necesidad la servía a ella. Era una mujer delgada, de nariz larga y negro cabello rizado, e iba de un lado a otro dando saltitos, como un pájaro en un arbusto, desgranando una serie de notas de una sonoridad tan líquida como el canto de un cardenal, una tonada que exudaba con tanta naturalidad como quitaba el polvo, planchaba, remendaba, pulía y cosía. Doblaba, enderezaba, arreglaba, apilaba, empaquetaba, clasificaba, abría, separaba y ataba cosas… sus ágiles dedos no se detenían jamás ni cesaba su silbido, y así durante toda la infancia de Sabbath. Tan satisfecha estaba la mujer, absorta por todo lo que debía hacer para mantener las cuentas de su marido en orden, para vivir apaciblemente al lado de su anciana suegra, para atender a las necesidades diarias de los dos muchachos, para procurar que, incluso en el peor periodo de la Depresión, por muy poco dinero que rindiera el negocio de mantequilla y huevos, el presupuesto que ella había trazado no afectara a su feliz desarrollo y que, por ejemplo, todo lo que Mickey recibía de Morty, que era prácticamente toda la ropa que Mickey usaba, estuviera impecablemente remendada, bien aireada e inmaculada. Su marido decía con orgullo a los clientes que su esposa tenía ojos en la nuca y dos pares de manos.

Entonces Morty se marchó a la guerra y todo cambió. La familia siempre había estado muy unida, nunca se habían separado, nunca fueron tan pobres como para verse obligados a alquilar la casa en verano y, al igual que la mitad de los vecinos que vivían tan cerca de la playa como ellos, trasladarse a un detestable y pequeño apartamento encima del garaje, pero, según los criterios norteamericanos, seguían siendo pobres y hasta entonces ninguno de ellos había viajado jamás. Tras la partida de Morty, Mickey durmió a solas en su habitación por primera vez en su vida. Cierta vez fueron a Oswego, Nueva York, donde Morty recibía la instrucción. Durante seis meses se adiestró en Atlantic City, y los domingos iban allí en coche para verle. Y cuando ingresó en la escuela de aviación de Carolina del Norte, recorrían la ruta del sur, a pesar de que su padre tenía que dejar la camioneta a un vecino al que pagaba para que hiciera el reparto los días que ellos estaban ausentes. Morty tenía la piel áspera y no era nada guapo, su rendimiento escolar había sido deficiente (notas bajas en todo menos en trabajos manuales y educación física), nunca había tenido mucho éxito con las chicas, y, no obstante, todo el mundo sabía que con su vigor físico y su carácter fuerte sabría cuidar de sí mismo, por muchas dificultades que le presentara la vida. En su época de estudiante en el instituto tocaba el clarinete en una orquesta de baile. Era una figura en la pista de atletismo y un magnífico nadador. Ayudaba a su padre en el negocio y a su madre en la casa. Tenía una gran habilidad manual, pero eso era algo que compartía toda la familia: la delicadeza con que su robusto padre examinaba los huevos al trasluz, la exigente destreza de su madre al ordenar la casa…, la habilidad digital de los Sabbath que un día también Mickey mostraría al mundo. Toda su libertad radicaba en sus manos. Morty sabía reparar instalaciones sanitarias, aparatos eléctricos, lo que fuera. Dáselo a Morty, solía decir su madre, Morty lo arreglará. Y no exageraba cuando decía que era el hermano mayor más cariñoso del mundo. Se enroló en el Cuerpo Aéreo del Ejército a los dieciocho años, cuando era un muchacho que acababa de salir del Instituto de Enseñanza Media de Asbury, en lugar de esperar a que lo llamaran a quintas. Ingresó a los dieciocho y a los veinte estaba muerto. Lo derribaron sobre las Filipinas el 12 de diciembre de 1944. La madre de Sabbath no se levantó de la cama durante cerca de un año. No podía. Nunca más se refirieron a ella como una mujer que tenía ojos en la nuca. En ocasiones actuaba como si ni siquiera tuviese ojos en la cara, y, por lo que el hijo superviviente recordaba todavía mientras jadeaba y tragaba saliva como si fuese a dejar seca a Drenka, nunca volvieron a oírle silbar la canción que la identificaba. Ahora, cuando él regresaba de la escuela y subía por el sendero arenoso, la casa junto al mar estaba silenciosa, y hasta que entraba no podía saber si su madre estaba allí. Cuando volvía de la escuela ya no le recibían los aromas de la tarta con miel, el pan con dátiles y nueces y los pastelillos horneados en molde. Cuando llegaba el buen tiempo, la mujer se sentaba en un banco del paseo de tablas frente al mar, al que antaño corría con los chicos cuando despuntaba el día para comprar el rodaballo que traían las barcas de pesca, a mitad del precio que costaba en la pescadería.

Después de la guerra, cuando todo el mundo regresó a casa, ella fue allí para hablar con Mort. A medida que transcurrían las décadas, sus conversaciones con él iban en aumento en vez de disminuir, hasta que, en el asilo de Long Branch donde Sabbath tuvo que internarla cuando ella contaba noventa años, hablaba tan sólo con Morty. Durante los dos últimos años de su vida, cuando Sabbath hacía el viaje de cuatro horas y media para visitarla, ella no tenía la menor idea de quién era aquel hombre. Dejó de reconocer al hijo vivo, pero no fue algo repentino, sino que ya había empezado en 1944.

Y ahora Sabbath hablaba con ella, algo que él mismo no había esperado que sucediera. A su padre, que nunca había abandonado a Mickey por mucho que también le hubiera destrozado la muerte de Morty, que le apoyó en el pasado por muy incomprensible que le resultara la vida de su hijo cuando se embarcó al finalizar la enseñanza media o empezó a actuar con marionetas en las calles de Nueva York, a su difunto padre, un hombre sencillo, sin instrucción, el cual, al contrario que su esposa, nació al otro lado del océano y llegó a América por sí solo cuando tenía trece años y que, al cabo de siete años, había ganado el dinero suficiente para costear los pasajes de sus padres y sus dos hermanos menores, Sabbath nunca le había dicho ni una palabra desde que el comerciante de huevos y mantequilla jubilado falleció mientras dormía, a los ochenta y un años, hacía catorce de ello. Jamás había notado la sombra de la presencia paterna cerniéndose cerca de él. Y el motivo no estribaba tan sólo en que su padre siempre había sido el menos comunicativo de la familia, sino en que nadie había ofrecido nunca a Sabbath pruebas capaces de persuadirle de que los muertos fuesen algo más que muertos. Ciertamente, hablar con ellos era abandonarse a la más defendible de las actividades humanas irracionales, mas para Sabbath se trataba de todos modos de una actividad extraña. Sabbath era un realista, lo era en grado sumo, y por ello, a los sesenta y cuatro años, casi había prescindido de establecer contacto con los vivos, y no digamos de comentar sus problemas con los muertos.

No obstante, precisamente eso era lo que ahora hacía a diario. Su madre estaba allí todos los días, él le hablaba y ella se comunicaba con él.

«¿De qué modo estás presente, mamá? ¿Sólo estás aquí o estás en todas partes? ¿Te parecerías a la que fuiste si tuviera los medios para verte? La imagen que tengo cambia continuamente. ¿Sólo sabes lo que sabías cuando estabas viva, o ahora lo sabes todo, o ahora “conocer” ya no es un problema? ¿Qué me cuentas? ¿Estás todavía tan atrozmente apenada? Ésa sería la mejor de las noticias… que vuelves a ser aquella mujer que silbaba porque Morty está contigo. ¿Lo está? ¿Y papá? Y si estáis ahí los tres, ¿por qué no también Dios? ¿O es una existencia incorpórea igual que todo lo demás, en la naturaleza de las cosas, y Dios no es más necesario ahí de lo que lo es aquí? ¿O no te interrogas acerca de estar muerta como no lo hacías acerca de estar viva? ¿Acaso es estar muerta algo que simplemente haces de la misma manera que te ocupabas de la casa?».

Por misteriosa, incomprensible y ridícula que fuese, la visita no dejaba de ser por ello menos real: al margen de la explicación del fenómeno, no podía conseguir que su madre se marchara. Sabía que ella estaba allí de la misma manera que sabía cuándo estaba él bajo el sol o a la sombra. Había algo demasiado natural en su percepción de ella para que la percepción se evaporase ante su burlona resistencia. La mujer no se le aparecía cuando estaba desesperado, no sucedía sólo en plena noche, cuando se despertaba con una terrible necesidad de algo que sustituyera a todo cuanto desaparecía, sino que su madre estaba allá arriba, en el bosque, en la Gruta con él y Drenka, cerniéndose por encima de sus cuerpos semidesnudos como aquel helicóptero. Tal vez el helicóptero había sido realmente su madre. Su madre muerta estaba con él, le vigilaba, le cercaba dondequiera que estuviese. Habían soltado a su madre para que le acosara. La mujer había vuelto con la intención de conducirle a su muerte.

—Jode con otras y lo nuestro ha terminado.

Él le preguntó por qué.

—Porque lo quiero así.

—Eso no puede ser.

—¿Ah, no? —replicó Drenka con lágrimas en los ojos—. Podría ser si me quisieras.

—¿Entonces el amor es esclavitud?

—¡Eres el hombre de mi vida! ¡No Matija, sino tú! ¡O soy tu mujer, tu única mujer, o todo esto tiene que terminar!

Era la semana anterior a la festividad del Día del Recuerdo, una luminosa tarde de mayo, y allá arriba, en el bosque, el viento arrancaba de los grandes árboles ramitas con hojas tiernas, y el dulce aroma de cuanto florecía, brotaba y retoñaba le recordaba a Sabbath la barbería de Sciarappa en Bradley, adonde Morty le llevaba para que le cortaran el pelo cuando era pequeño y adonde llevaban sus ropas para que las remendara la mujer de Sciarappa. Ya nada permanecía contenido en sus límites, y todo le recordaba, o bien a algo desaparecido largo tiempo atrás, o bien a cuanto estaba en trance de desaparecer. Se dirigió mentalmente a su madre: «Huele estos olores, ¿puedes hacerlo? ¿Notas de alguna manera que estamos al aire libre? ¿Es estar muerto incluso peor que encaminarse hacia allí? ¿O acaso lo horroroso es la señora Balich? ¿O las trivialidades ya te tienen sin cuidado?».

Una de dos, o estaba sentado en el regazo de su madre muerta o ella estaba sentada en el suyo. Tal vez le penetraba sinuosamente por las fosas nasales junto con el aroma de la montaña florecida, se desplazaba por su interior como el oxígeno, rodeándole y encarnándose dentro de él.

—¿Y cuándo has tomado esta decisión? ¿Qué ha ocurrido para que te pongas así? No pareces tú misma, Drenka.

—Pues lo soy. Ésta soy yo. Dime que me serás fiel. ¡Por favor, dime que lo serás!

—Primero quiero saber el motivo.

—Estoy sufriendo.

Y lo estaba. Él la había visto sufrir, y en tales ocasiones tenía exactamente aquel aspecto. El centro difuminado de su rostro se ampliaba, de un modo parecido al de un borrador que cruza una pizarra y deja tras de sí una amplia franja de significado anulado. Ya no veías un rostro, sino un cuenco de estupefacción. Cada vez que la desavenencia entre su marido y su hijo se manifestaba en una disputa a gritos, invariablemente ella acababa por adquirir aquel aspecto atroz cuando corría al encuentro de Sabbath, aturdida e incoherente a causa del temor, tras la evaporación de su vivaz astucia ante la escasa capacidad de enfurecerse que tenían los dos hombres y de emplear la detestable retórica de ese furor. Sabbath le aseguraba (en gran parte sin convicción) que no se matarían. Pero más de una vez él mismo había reflexionado con un estremecimiento sobre lo que podría estar bullendo bajo la tapadera de los buenos modales cordiales, implacables, que hacía de los Balich unos hombres tan impenetrablemente insulsos. ¿Por qué el chico se había hecho policía? ¿Por qué quería andar por ahí arriesgando la vida, en busca de delincuentes, con un revólver, unas esposas y una porra pequeña y letal, cuando podía amasar una modesta fortuna complaciendo a los felices clientes del hostal? Y al cabo de siete años, ¿por qué no podía perdonarle el afable padre? ¿Por qué acababa acusando a su hijo de echar a perder su vida cada vez que se encontraban? Cierto que cada uno de ellos tenía su propia realidad oculta, que, como todo el mundo, no carecían de dualidad; cierto que no eran unos seres absolutamente racionales y que les faltaba todo asomo de ingenio o ironía… Sin embargo, ¿dónde estaba el fondo de aquellos Matthew? Sabbath concedía en su fuero interno que Drenka tenía buenos motivos para inquietarse como lo hacía por la tremenda fuerza de su antagonismo (sobre todo cuando uno de ellos estaba armado) pero, puesto que ella nunca era ni remotamente el objetivo de su hostilidad, le aconsejaba que ni tomara partido ni intercediera, pues con el tiempo el acaloramiento se extinguiría, etcétera, etcétera. Y finalmente, cuando el terror de la mujer había empezado a desaparecer y la animación tan natural en Drenka volvía a presentarse en sus facciones, le decía que le amaba, que de ninguna manera podría vivir sin él, que, como ella misma lo expresó de un modo tan espartano, «no podría desempeñar mis responsabilidades sin ti». ¡Sin lo que habían levantado juntos, ella jamás podría ser tan buena! Mientras lamía aquellos voluminosos senos, cuya realidad mamaria parecía no menos incitadoramente extravagante de lo que habría sido cuando él tenía catorce años, Sabbath le dijo que sentía lo mismo por ella, lo hizo al tiempo que la miraba con aquella sonrisa suya que no aclaraba del todo a quién o a qué cosa en particular se proponía escarnecer, lo confesó, ciertamente, sin nada que se asemejara al ardor declamatorio de ella, lo dijo casi como si lo hiciera a propósito para que pareciera superficial y, no obstante, despojada de sus aderezos burlones, aquella frase, «siento lo mismo por ti», expresaba la verdad. La vida era tan impensable para Sabbath sin la promiscua esposa del próspero dueño del hostal como lo era para ella sin el despiadado titiritero. ¡Nadie con quien conspirar, nadie en el mundo con quien dar rienda suelta a su necesidad más vital!

—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Me serás fiel? ¿Eso es lo que me sugieres?

—Yo no quiero a nadie más.

—¿Desde cuándo? Veo que estás sufriendo, Drenka. No quiero que sufras, pero no puedo tomarme en serio lo que me pides. ¿Cómo justificas el deseo de imponerme unas restricciones que tú misma nunca te has impuesto? Me pides una fidelidad que nunca te has molestado en ofrecerle a tu marido y que, si hiciera lo que solicitas, seguirías negándole por mi causa. Quieres la monogamia fuera del matrimonio y el adulterio dentro. Tal vez tengas razón y ésa sea la única manera de hacerlo, pero tendrás que buscarte un viejo más recto que yo.

Se había explicado en detalle, con formalidad y una precisión insuperable.

—Tu respuesta es que no.

—¿Acaso podría ser que sí?

—Así que ahora te librarás de mí. ¿De la noche a la mañana? ¿Sin más ni más? ¿Al cabo de trece años?

—Me desconciertas, no puedo seguirte. ¿Qué ocurre exactamente? No soy yo sino tú quien se descuelga de repente con ese ultimátum, eres tú quien me plantea la alternativa, eres tú quien se está librando de mí de la noche a la mañana… a menos, claro, que acepte un tipo de sexualidad que no es la mía ni lo ha sido jamás. Compréndeme, por favor. Quieres que lleve una clase de vida sexual que a ti misma nunca se te ha ocurrido llevar. A fin de proteger lo que hemos mantenido de un modo tan notable, satisfaciendo juntos con toda franqueza nuestros deseos sexuales… ¿Me sigues…? Es preciso que deforme mis deseos sexuales, puesto que es indiscutible que, al igual que tú, es decir, al igual que tú hasta hoy mismo, no soy por naturaleza, inclinación, práctica o creencia una persona monógama. Y punto. Deseas imponerme una condición que, o bien me deforma, o bien me obligará a ser insincero contigo. Pero, como todos los seres vivos, sufro cuando me deformo. Y podría añadir que me disgusta pensar en que la franqueza que nos ha sostenido y excitado a los dos, que proporciona un contraste tan saludable a la rutina y la falacia que es el sello distintivo de tantísimos matrimonios, incluidos el tuyo y el mío, ahora te apetece menos que el solaz de las mentiras convencionales y el puritanismo represivo.

Como un reto que uno se impone a sí mismo, el puritanismo represivo no me parece mal, pero eso es titoísmo, Drenka, un titoísmo inhumano, cuando trata de imponer sus normas a los demás al suprimir farisaicamente el lado satánico del sexo.

—¡Eres tú quien se parece al estúpido Tito cuando me sermoneas así!

¡Basta ya, por favor!

No habían extendido la lona ni se habían quitado una sola prenda de vestir, seguían con las sudaderas y los tejanos y Sabbath, además, estaba con su gorro de punto encasquetado, un gorro de marinero, sentado en el suelo y apoyado en una roca. Drenka, entretanto, trazaba rápidos círculos en la anilla elevada de peñas elefantinas, pasándose con nerviosismo las manos por el cabello o extendiendo una para palpar con las yemas de los dedos la fresca y familiar superficie de los ásperos muros de su escondite…, y era inevitable que sus gestos evocaran en Sabbath el recuerdo de Nikki, en el último acto de El jardín de los cerezos. Nikki, su primera esposa, la frágil y veleidosa muchacha americana de origen griego cuya intensa sensación de crisis permanente él había confundido con profundidad espiritual y a la que había puesto chejovianamente el apodo de «Una crisis al día», hasta que llegó el día en que la crisis de ser ella misma acabó con Nikki.

El jardín de los cerezos fue una de las primeras obras que él dirigió en Nueva York tras los dos años de aprendizaje en la escuela de marionetas de Roma, gracias a una beca del gobierno. Nikki había interpretado el papel de Madame Ranevskaia, una jovencita anticonvencional y arruinada. Era absurdamente joven para el papel y contrapesaba con delicadeza la sátira y el patetismo. En el último acto, cuando lo han empaquetado todo y la afligida familia se dispone a abandonar para siempre su hogar ancestral, Sabbath le pidió a Nikki que recorriera en silencio la sala vacía rozando las paredes con las yemas de los dedos. Sin lágrimas, por favor. Limítate a rodear la sala tocando las paredes desnudas y márchate; eso será suficiente.

Y Nikki hacía exquisitamente cuanto le pedían que hiciera… Pero a él no le parecía del todo satisfactorio debido a que, en cualquier cosa que ella interpretara, por bien que lo hiciera, también seguía siendo Nikki. Fue ése «también» de los actores lo que acabó por hacerle volver a las marionetas, las cuales nunca tenían que fingir, nunca actuaban. El hecho de que él generase su movimiento y diera a cada una su voz jamás comprometía su realidad par a Sabbath, a la manera en que Nikki, briosa, impaciente y con todo su talento, siempre le parecía menos convincente debido a que era una persona real. Con las marionetas nunca tenías que quitarle el papel al actor.

No había en ellas nada falso o artificial ni tampoco eran «metáforas» de seres humanos. Eran lo que eran, y nadie tenía que preocuparse por la posibilidad de que una marioneta desapareciera, como lo hizo Nikki, de la faz de la tierra.

—¿Por qué te ríes de mí? —gritó Drenka—. Te burlas de mí, claro, te burlas de todo el mundo, haces callar a todo…

—Sí, sí —la interrumpió él—. Una exuberante falta de seriedad era lo que el burlón sentía a menudo, cuanto mayor era la seriedad con que hablaba. Cuando Morris Sabbath era el hablante, generalmente cabía sospechar una racionalidad detallada, escrupulosa y locuaz, aunque ni siquiera él podía tener siempre la seguridad de que las tonterías tan bien expresadas fuesen absolutamente tonterías. No, desorientar de esa manera no resultaba nada sencillo…

—¡Basta! ¡Deja de ser un maníaco, por favor!

—¡Sólo si tú dejas de ser una idiota! ¿Por qué te vuelves de repente tan estúpida sobre esta cuestión? ¿Qué debo hacer exactamente, Drenka?

¿Un juramento? ¿Vas a pedirme que te haga un juramento? ¿Con qué palabras? Por favor, dime todas las cosas que no me permites hacer.

Penetración. ¿Te parece suficiente? ¿Eso es todo? ¿Y qué me dices de un beso? ¿Y de una llamada telefónica? ¿También tú harás el juramento? ¿Y cómo sabré que lo cumples? Nunca lo has hecho hasta ahora.

Y precisamente cuando Silvija va a regresar, pensaba Sabbath. ¿Es esa circunstancia lo que ha provocado todo esto, su temor a lo que podría verse instigada a hacer por Sabbath cuando la excitación rompiese todas las barreras? El verano anterior, Silvija, la sobrina de Matija, vivió con los Balich en la casa, mientras trabajaba como camarera en el comedor del hostal. Silvija era una estudiante universitaria de dieciocho años que residía en Split y fue de vacaciones a Estados Unidos para mejorar su inglés. Tras haber prescindido de todos y cada uno de sus escrúpulos en veinticuatro horas, Drenka le llevaba a Sabbath, unas veces metidas en el bolsillo, otras ocultas en el bolso de mano, las prendas interiores sucias de Silvija. Se las ponía delante de él y fingía ser Silvija. Las deslizaba arriba y abajo por su larga barba blanca y las apretaba contra sus labios abiertos. Ella le vendaba la erección con los tirantes y las copas, le acariciaba el miembro envuelto en el sedoso tejido del pequeño sujetador de Silvija, metía los pies por las perneras de las braguitas de la chica y las subía cuanto era posible por sus rollizos muslos. «Anda, dilo», le pedía él, «dilo todo», y ella le obedecía. «Sí, tienes mi permiso, tío guarro, sí», le decía ella, «puedes hacerla tuya, te la doy, puedes gozar de su joven y prieto coño, tío asqueroso, cerdo…».

Silvija era un ser liviano y seráfico, de piel muy blanca y rizos rojizos, con gafas redondas de montura metálica que le daban el aspecto de una chica estudiosa. «Fotografías», le instruyó Sabbath a Drenka, «busca fotografías. Tiene que haberlas, todas ellas se hacen fotografías». No, ni hablar. La pequeña y dócil Silvija no hacía esas cosas. Imposible, le dijo Drenka, pero al día siguiente, cuando registraba el tocador de Silvija, Drenka encontró debajo de sus camisas de noche de algodón un rimero de fotos Polaroid que Silvija se había traído de Split para mantener a raya la añoranza. La mayor parte eran fotos de sus padres, su hermana mayor, su novio y su perro, pero en una de ellas aparecían Silvija y otra chica de su edad con sólo unas medias pantalón y posando de perfil en el marco de una puerta entre dos habitaciones de un piso. La otra chica era mucho más voluminosa que Silvija, robusta, maciza, de grandes senos y la cara redonda como una calabaza, y abrazaba a Silvija desde detrás mientras su amiga se inclinaba adelante, las pequeñas nalgas encajadas en la entrepierna de la otra. Silvija echaba la cabeza atrás y abría mucho la boca, fingiendo éxtasis o, tal vez, riéndose simplemente de la tontería que estaban haciendo. En el reverso de la fotografía, en los dos centímetros superiores donde identificaba con esmero a las personas que aparecían en cada foto, Silvija había escrito, en serbocroata, Nera odpozadi… Nera desde atrás. El odpozadi no era menos excitante que la imagen, y Sabbath miraba continuamente de un lado de la foto al otro mientras Drenka improvisaba para él con el sostén de Silvija que parecía de juguete. Un lunes, cuando la cocina del hostal estaba cerrada y Matija se había ido con Silvija para enseñarle la parte histórica de Boston, Drenka se enfundó el vestido tirolés, con la falda negra acampanada y el prieto corpiño bordado, que Silvija, como las demás camareras, se ponía para servir a los clientes de los Balich y, en la habitación de los invitados donde Silvija pasaba el verano, se tendió completamente vestida a lo ancho de la cama. Allí fue la «seducida», la «Silvija» que pedía con vehemencia una y otra vez al «señor Sabbath» que le prometiera que jamás diría a sus tíos lo que había accedido a hacer por dinero. «Nunca lo había hecho con un hombre. Sólo con mi novio, y se corre demasiado pronto. Nunca lo había hecho con un hombre como tú». «¿Puedo correrme dentro, Silvija?». «Sí, sí, siempre he querido que un hombre se corriera dentro de mí. ¡Pero no se lo digas a mis tíos!». «Me follo a tu tía. Jodo con Drenka». «¿Ah, sí? ¿Mi tía? ¿De veras? ¿Es mejor que yo en la cama?». «No, qué va, nada de eso». «¿Tiene el coño prieto como yo?». «Oh, Silvija…, tu tía está en la puerta. ¡Nos está mirando!». «¡Dios mío!». «Quiere joder también con nosotros».

«¡Santo cielo, nunca había intentado eso hasta ahora!…».

Poco quedó por hacer aquella primera tarde, y Sabbath ya se encontraba tranquilamente fuera de la habitación de Silvija horas antes de que la muchacha regresara con su tío. No podrían haber disfrutado más… tal como dijeron Silvija, Matija, Drenka y Sabbath. Todo el mundo fue feliz aquel verano, incluso la esposa de Sabbath, hacia la que él mostró una disposición más afectuosa de la que había tenido en varios años. Ahora había ocasiones, durante el desayuno, en las que no sólo fingía interesarse por su reunión en Alcohólicos Anónimos, sino que también fingía escuchar su respuesta. Y Matija, que en sus lunes libres llevaba a Silvija en coche a Vermont y New Hampshire y, en una ocasión, la llevó hasta el extremo del cabo Cod, parecía haber descubierto de nuevo, en el papel de tío de la hija de su hermano, algo afín a la satisfacción que obtenía en el pasado al convertir a su hijo, cierto que con demasiado éxito, en un norteamericano auténtico. El verano fue un idilio para todos, y cuando la chica regresó a su país después del día del Trabajo, Silvija hablaba un inglés deliciosamente vacilante y llevaba a sus padres una carta de Drenka (no la diabólica misiva que le había redactado Sabbath en inglés), en la que reiteraba la invitación para que la joven volviera a trabajar con ellos en el restaurante el próximo verano.

A la pregunta de Sabbath, la de si, en caso de que ella le hiciera un juramento de fidelidad, sería capaz de cumplirlo, Drenka respondió que sí, naturalmente, sí, porque le amaba.

—También amas a tu marido. Quieres a Matija.

—Eso no es lo mismo.

—¿Pero qué ocurrirá dentro de seis meses? Durante años has estado enojada con él y le has odiado. Te sentías tan aprisionada por él que incluso pensaste en envenenarle. Hasta tal punto te enloquecía un solo hombre.

Entonces empezaste a querer a otro y descubriste a tiempo que también podías querer a Matija. Si no tenías que fingir que le deseabas, podías ser una esposa buena y feliz para él. Gracias a ti, no soy completamente horrible para Roseanna. La admiro, es una soldado auténtica, que marcha todas las noches hacia Alcohólicos Anónimos… Esas reunión es son para ella lo que esto es para nosotros, una vida del todo distinta para que el hogar sea soportable. Pero ahora quieres cambiar todo eso, no sólo para nosotros, sino también para Roseanna y Matija. Y sin embargo, no quieres decirme qué motivos tienes para hacer tal cosa.

—Porque quiero que, al cabo de trece años, me digas: «Te quiero, Drenka, y eres la única mujer a la que deseo». ¡Ha llegado el momento de que me digas eso!

—¿Por qué ha llegado? ¿Se me ha pasado algo por alto? Ella lloraba de nuevo al replicar:

—A veces creo que todo se te pasa por alto.

—No es cierto. No, no estoy de acuerdo. En realidad no creo que nada se me pase por alto. No se me escapó el hecho de que temías abandonar a Matija cuando peor estaban las cosas, porque si le dejabas te quedarías desamparada, sin tu participación en los beneficios del hostal. Temías abandonar a Matija porque habla tu idioma y te ata a tu pasado. Temías abandonarle porque, sin duda, es un hombre amable, fuerte y responsable.

Pero Matija significa ante todo dinero. A pesar de ese gran amor que sientes por mí, ni una sola vez me has sugerido que abandonemos a nuestras parejas y huyamos juntos, por la sencilla razón de que estoy sin blanca y él es rico.

No quieres ser la mujer de un pobre, aunque no hay nada malo en ser la amiga de un pobre, sobre todo cuando, con el estímulo del pobre en cuestión, puedes tirarte además a quien te venga en gana.

Estas últimas palabras hicieron sonreír a Drenka, a pesar de su aflicción, con aquella sonrisa astuta que pocos, aparte de Sabbath, habían podido admirar jamás.

—¿Ah, sí? Y si hubiera anunciado que abandonaba a Matija, ¿habrías huido conmigo? ¿Con una estúpida como yo? ¿De veras? ¿Con alguien que tiene un acento tan malo como el mío? ¿Sin toda esa vida que me liga?

Claro que eres tú quien posibilita el matrimonio de Matija, pero es él quien hace que a ti te vaya bien.

—Entonces sigues con Matija para hacerme feliz.

—¡Sí! Tanto como para cualquier otra cosa.

—Y eso explica también lo de los demás hombres.

—¡Claro que sí!

—¿Y Christa?

—Lo hice por ti, naturalmente. Sabes que lo hice por ti. Para complacerte, para excitarte, para darte lo que querías, ¡para darte a la mujer que nunca tuviste! Te quiero, Mickey. Me encanta ser una guarra por ti, hacer cualquier cosa por ti. Te daría lo que fuese, pero ya no puedo soportar que vayas con otras mujeres. Me duele demasiado. ¡Es un dolor inaguantable!

En realidad, desde que trabar a amistad con Christa varios años atrás, Sabbath no había mostrado el libertinaje aventurero que tan insoportable le resultaba a Drenka y, por tanto, ella ya tenía al hombre monógamo que deseaba, aunque no lo supiera. Ahora Sabbath carecía del menor atractivo para las demás mujeres, no sólo por su absurda barba, la tenacidad de sus peculiaridades, su exceso de peso y todos los signos de la vejez, sino también porque, tras el escándalo producido cuatro años antes con Kathy Goolsbee, se había dedicado con más intensidad que nunca a provocar la antipatía de casi todo el mundo como si, en realidad, estuviera batallando por sus derechos. Lo que seguía diciéndole a Drenka, y lo que ella seguía creyendo, era del todo falso, y sin embargo le asombraba lo sencillo que era engañarla acerca de sus poderes de seducción. Si no dejaba de hacerlo no era para engañarse también a sí mismo, o para pavonearse ante ella, sino porque la situación le resultaba irresistible: la crédula Drenka preguntándole acaloradamente «¿Qué ha ocurrido? Dímelo todo. No me ocultes nada», aun cuando él le soltara todo aquello a la manera en que Nera fingía en la Polaroid que estaba penetrando a Silvija. Drenka recordaba los detalles más nimios de sus excitantes relatos mucho después de que él se hubiera olvidado incluso de las líneas generales, claro que a él le dejaban pasmado las historias que le contaba Drenka. La diferencia estribaba en que las de ella trataban de personas reales. Sabbath sabía que lo eran porque, después de cada nueva relación que ella iniciaba, él escuchaba por el teléfono supletorio mientras Drenka, a su lado en la cama, sosteniendo el teléfono móvil en una mano y aferrando con la otra su miembro erecto, volvía loco a su último amante con palabras que nunca dejaban de surtir efecto. Y luego cada uno de aquellos tipos saciados le decía exactamente lo mismo: el electricista de cabello recogido en una cola de caballo con el que se bañaba en su apartamento, el tenso psiquiatra al que visitaba los martes alternos en un motel al otro lado del límite estatal, el joven músico que un verano tocó jazz en el hostal, el desconocido innominado de edad mediana con una sonrisa a lo John F. Kennedy al que conoció en el ascensor del hotel Ritz-Carlton… cada uno de ellos decía tras recobrar el aliento (y Sabbath les oía decirlo, anhelaba que lo dijeran, sabía que era una de las pocas verdades maravillosamente indiscutibles, inequívocas, que permitían vivir a un hombre), cada uno de ellos le concedía a Drenka: «No hay ninguna como tú».

Y ahora ella le decía que ya no deseaba ser esa mujer reconocida unánimemente como distinta a todas las demás. A los cincuenta y dos años, todavía lo bastante estimulante para volver temerarios incluso a los hombres convencionales, quería cambiar y convertirse en otra persona… ¿pero sabía por qué razón? El reino secreto de las emociones y la ocultación, ésa era la poesía de su existencia. Su ordinariez era la fuerza que más la distinguía en la vida, que le prestaba su distinción. ¿Qué otra cosa era aparte de eso? ¿Qué otra cosa era él? Ella era el último eslabón de Sabbath que le vinculaba a otro mundo, ella y su magnífico gusto por lo intolerable. Como maestro del distanciamiento de lo ordinario, él nunca había tenido una discípula más dotada. En vez de estar unidos por lo contractual, estaban interconectados por lo instintivo, y juntos eran capaces de erotizar cualquier cosa (excepto a sus cónyuges respectivos). Cada uno de sus matrimonios pedía a gritos un contramatrimonio en el que los adúlteros atacaran sus sentimientos de cautiverio. ¿Acaso no sabía ella reconocer una maravilla cuando la tenía ante los ojos?

Si la atormentaba de una manera tan implacable era porque estaba luchando por su vida.

En cuanto a Drenka, no sólo parecía debatirse verbalmente sino luchar por su vida con todas sus fuerzas, y por su aspecto se diría que el fantasma era ella y no la madre de Sabbath. Drenka llevaba unos seis meses aquejada de dolores abdominales y náuseas, y ahora él se decía si no serían los síntomas de la ansiedad que se había ido acumulando en ella a medida que se aproximaba el día de mayo que había elegido para presentar su absurdo ultimátum. Hasta aquella fecha, él había tendido a achacar los calambres y los vómitos ocasionales a las presiones del trabajo en el hostal. Llevaba veintitrés años dedicada a esa tarea, y a ella misma no le sorprendía que al cabo de tanto tiempo su salud se resintiera.

—Tienes que conocer los alimentos —se lamentaba en tono de hastío—, tienes que conocer las leyes, has de estar enterada de todos los aspectos de la vida. Así es en este negocio, Mickey, cuando tienes que servir continuamente al público… una acaba por quemarse. Y Matija sigue tan inflexible como siempre. Esta norma, esa otra norma… pero lo más inteligente es complacer a la gente como puedas, en vez de decir siempre que no. Si por lo menos pudiera tomarme un respiro de la contabilidad, si pudiera dejar de encargarme del personal. El personal más antiguo es gente cargada de problemas. Los casados, los supervisores de la limpieza, los friegaplatos… por su manera de comportarse, sabes que les ocurre algo que no tiene nada que ver con nosotros. Se traen al trabajo sus conflictos particulares. Y nunca van a contarle a Matija sus dificultades. No, vienen a mí, porque soy más complaciente. Él se pasa el verano yendo de un lado a otro, y luego le digo: «A Fulano le ocurre tal o cual cosa», y Matija me responde: «¿Por qué tienes que venirme siempre con esos problemas? ¿Por qué no me cuentas algo agradable?». Pues bien, porque ocurren cosas que me trastornan. Esas crías entre el personal, por ejemplo. No puedo aceptar más crías… no saben cuántas son dos y dos, así que acabo haciendo su trabajo en el restaurante, como si yo fuese la cría. Las bandejas por todas partes… limpio, recojo las bandejas, como si fuese ayudante de camarera.

Una aguanta y aguanta, Mickey. Si nuestro hijo estuviera con nosotros…

Pero a Matthew el negocio le parece una idiotez, y a veces no le culpo. Las pólizas de seguros cubren un millón de dólares. Bueno, pues tengo que asegurarlo todo por otro millón de dólares. Nos aconsejan que lo hagamos.

¿Ese muelle que tenemos en la playa del hostal y del que todo el mundo disfruta? La compaña de seguros nos dice: «Dejen de hacer eso. Alguien sufrirá un accidente». Así que las cosas buenas que quisieras ofrecer al público norteamericano no harán más que meterte en líos. Y ahora… ¡los ordenadores!

Era importante instalar los ordenadores antes del verano, un costoso sistema que estaría conectado en todas las dependencias del establecimiento.

Todo el mundo tenía que aprender a usar el nuevo sistema, y a Drenka le tocaba enseñarles tras haber seguido un cursillo de dos meses en la Universidad de Mount Kendall (un cursillo al que también asistió Sabbath, a fin de reunirse después de la clase, una vez a la semana, en el motel Bo-Peep, que estaba en las afueras de Mount Kendall). Para Drenka, experta contable, el cursillo de informática fue un juego de niños, aunque instruir al personal no lo era.

—Tienes que pensar como esos ordenadores —le dijo a Sabbath—, y la mayoría de mi personal ni siquiera piensa todavía como un ser humano.

—¿Entonces por qué sigues deslomándote? Te enfermas… ya no disfrutas de nada.

—Sí que disfruto, del dinero. De eso sigo disfrutando. Y a fin de cuentas, mi trabajo no es tan pesado. El de la cocina sí que lo es, el peor de todos. No me importa lo dura que sea mi tarea, la tensión nerviosa que me cause. Donde necesitas vigor físico es en la cocina. Para eso has de tener la naturaleza de un caballo. Matija es un caballero, gracias a Dios, y no se ofende por tener el trabajo de un caballo. Sí, disfruto de los beneficios, disfruto al ver que el negocio marcha. Sólo este año, por primera vez en veintitrés, no avanzaremos financieramente. Ésa es otra cosa que la enferma a una. Iremos hacia atrás. Llevo la contabilidad, compruebo una semana tras otra el declive de nuestro restaurante desde la época de Reagan. En los años ochenta venía gente desde Boston. No les importaba cenar a las nueve y media un sábado por la noche, de modo que manteníamos nuestro volumen de negocio. Pero la gente de estos alrededores no quiere hacer eso. Entonces abundaba el dinero, no había competencia…

No era de extrañar que tenga retortijones… el duro trabajo, las preocupaciones, el descenso de los beneficios, la instalación de ordenadores y, además, todos sus hombres. ¡Y Sabbath… el trabajo que le daba Sabbath!

—No puedo hacerlo todo —se le quejó un día, cuando su dolor era más intenso—. Sólo puedo ser quien soy.

Y Sabbath aún creía que era una mujer capaz de hacer cualquier cosa.

Cuando estaba jodiendo con Drenka allá en la Gruta y el fantasma de su madre se cernía sobre él, por encima de su hombro, como el árbitro de la primera base que observa detrás del catcher, se preguntaba si de alguna manera habría salido del coño de Drenka un instante antes de que él la penetrara, si era allí donde se acurrucaba el espíritu de su madre, aguardando con paciencia que él se presentara. ¿De dónde si no proceden los fantasmas? Al contrario que Drenka, quien sin motivo alguno parecía haber sido presa de los tabúes, aquella pequeña dinamo que era su madre se encontraba ahora más allá de todos los tabúes. Podía estar vigilante en cualquier parte, y, dondequiera que estuviera su hijo, era capaz de percibirlo como si también él tuviese alguna característica sobrenatural, como si transmitiera un haz de ondas filiales que rebotaran en la presencia invisible de su madre y le indicaran su ubicación exacta. Si ésa no era la explicación, no tendría más remedio que admitir que se estaba volviendo loco. De una u otra manera, sabía que la mujer estaba a unos treinta centímetros a la derecha del rostro exangüe de Drenka. Tal vez no sólo escuchaba sus palabras desde esa posición, sino que tenía el poder de un titiritero para obligarle a decir cada una de sus provocativas palabras. Incluso era posible que fuese ella quien le estaba conduciendo al desastre de perder el único consuelo que tenía. De repente el objeto de atención de su madre había variado y, por primera vez desde 1944, el hijo vivo era más real para ella que el fallecido.

El colmo de la chifladura, se dijo Sabbath, en busca de una solución al dilema, el colmo de la chifladura es que un libertino sea fiel. ¿Por qué no decirle a Drenka: «Sí, querida, haré lo que me pides»?

Drenka, extenuada, se había tendido en el afloramiento rocoso cerca del centro del recinto donde a veces, cuando el tiempo era bueno, como el de aquel día, se sentaban a comer los bocadillos que ella llevaba en su mochila. Había a sus pies un ramo de flores marchitas, las primeras flores silvestres de la primavera, que estaban allí desde que las arrancara la semana anterior, cuando recorría el bosque para reunirse con él. Cada año le enseñaba a Sabbath los nombres de las flores en sus idiomas respectivos, y de un año a otro él era incapaz de recordar incluso los nombres ingleses.

Desde hacía casi treinta años, Sabbath vivía exiliado en aquellas montañas, y aún no podía nombrar casi ninguna planta. Él procedía de un lugar donde no existían, donde todas aquellas plantas estarían fuera de lugar. Era de la costa, y allí había arena y océano, horizonte y cielo, el día y la noche… la luz, la oscuridad, la marea, las estrellas, los barcos, el sol, las brumas, las gaviotas. Allí estaban los rompeolas, los embarcaderos, los paseos entablados, el mar resonante, silencioso, ilimitado. Donde él creció estaba el Atlántico. Podías tocar con los dedos de los pies el lugar donde empezaba América. Vivían en un bungalow estucado, a sólo dos calles del borde de América. La casa. El porche. Las puertas de tela metálica. La nevera. La bañera. El linóleo. La escoba. La despensa. Las hormigas. El sofá. La radio.

El garaje. La ducha al aire libre con suelo de tablillas que Morty construyó y el desagüe que siempre se embozaba. En verano, la salobre brisa marina y la luz deslumbrante; en septiembre, los huracanes; en enero, las tormentas.

Tenían enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre y diciembre. Y entonces llegaba enero. Y luego enero de nuevo, era interminable la acumulación de eneros, mayos, marzos. Agosto, diciembre, abril… nombrad cualquier mes, y los tenían a espuertas. Poseían la infinitud. Había crecido en la infinitud y su madre… al principio los dos eran indistinguibles. Su madre, su madre, su madre, su madre, su madre… y luego estuvieron su madre, su padre, la abuela, Morty y el Atlántico al final de la calle. El océano, la playa, las dos primeras calles de América, y después la casa, y en la casa una madre que nunca dejó de silbar hasta diciembre de 1944.

Si Morty hubiera regresado vivo, si la infinitud hubiera terminado de una manera natural, en lugar de hacerlo con el telegrama, si después de la guerra Morty hubiera trabajado como electricista y fontanero, se hubiera convertido en un constructor de la costa, se hubiera dedicado al negocio de la construcción precisamente cuando comenzaba el desarrollo del condado de Monmouth… No importaba. Escoge a tu gusto. Sé traicionado por la fantasía de la infinitud o por el hecho de la finitud. No, Sabbath sólo podría haber terminado siendo Sabbath, rogando por lo que rogaba, resuelto a lo que estaba resuelto, diciendo lo que no deseaba privarse de seguir diciendo.

—Te diré lo que voy a hacer —le dijo en un tono que era como la leche de la amabilidad humana—. Haremos un trato. Voy a sacrificarme como quieres. Prescindiré de todas las mujeres excepto de ti. Te diré: «Te quiero sólo a ti, Drenka, y si lo deseas te haré un juramento que detalle todo lo que me está prohibido». Pero a cambio tú deber ás hacer un sacrificio.

—¡Lo haré! —exclamó ella, y se levantó, excitada—. ¡Quiero hacerlo!

¡Jamás habrá ningún otro hombre! ¡Sólo tú! ¡Hasta el fin!

—No —dijo Sabbath, y se le acercó con los brazos extendidos—, no, no, no me refiero a eso. Eso, por lo que me dices, no constituye ningún sacrificio. No, te estoy pidiendo algo que ponga a prueba tu estoicismo y veracidad, de la misma manera que tú pondrás a prueba los míos, una tarea que te resulte tan repugnante como lo es para mí violar el sacramento de la infidelidad.

La había rodeado con los brazos y le apretaba las rollizas nalgas enfundadas en tejanos. Te gusta que me dé la vuelta y te enseñe el culo. A todos los hombres les gusta. Pero sólo tú me la metes ahí, Mickey, ¡sólo tú puedes joderme por ahí! No era cierto, pero un bonito sentimiento de todos modos.

—Prescindiré de todas las demás mujeres —le dijo—. Y a cambio, tú debes chupársela a tu marido dos veces por semana.

—¡Aaagh!

—Aaagh, sí. Aaagh, exactamente. Ya te entran arcadas. «¡Aaagh, jamás podría hacer eso!». ¿No puedo encontrar algo menos duro? No.

Drenka se apartó de él y le suplicó entre sollozos:

¡Un poco de seriedad… esto es serio!

—Soy serio. ¿Hasta qué punto puede ser detestable lo que te pido? Es tan sólo la monogamia en su nivel más inhumano. Finge que es otro. Eso es lo que hacen todas las mujeres buenas. Finge que es el electricista o el magnate de las tarjetas de crédito. Al fin y al cabo, Matija se corre al cabo de dos segundos. Conseguirás todo cuanto deseas y sorprenderás a tu marido por añadidura, y sólo te llevará cuatro segundos a la semana. Y piensa en cómo me excitará eso. Lo más promiscuo que has hecho jamás.

Chupársela a tu marido para complacer a tu amante. ¿Quieres sentirte como una auténtica puta? Creo que así lo lograrás.

—¡Basta! —gritó ella, tapándole la boca con las manos—. ¡Tengo cáncer, Mickey! ¡Basta! ¡La causa del dolor que siento es el cáncer! ¡No puedo creerlo! ¡No! ¡Es posible que me muera!

Entonces sucedió la cosa más extraña. Por segunda vez en un año, un helicóptero sobrevoló el bosque y entonces dio la vuelta y se cernió directamente por encima de ellos. Esta vez tenía que ser su madre.

—Oh, Dios mío —dijo Drenka y, rodeándole con los brazos, le apretó tan fuerte que su peso hizo flaquear las rodillas de Sabbath… o tal vez estaban a punto de flaquear, de todos modos.

«Esto no es posible, madre», pensó. «Primero Morty, luego tú, después Nikki, ahora Dr enka. No existe nada sobre la tierra que mantenga su promesa».

—¡Oh, quería…! —gritó Drenka mientras la energía del helicóptero rugía sobre sus cabezas, una fuerza dinámica que magnificaba la soledad monstruosa, un muro de ruido que caía sobre ellos, y todo su edificio carnal se derrumbaba—. Quería que me lo dijeras sin saberlo, quería que lo hicieras por tu propia voluntad —y entonces lanzó el lamento que da carta de autenticidad al acto final de una tragedia clásica—: ¡Puedo morir! ¡Si no lo paran, cariño, dentro de un año estaré muerta!

Gracias a Dios, murió al cabo de seis meses, a causa de un émbolo pulmonar, antes de que hubiera tiempo para que el cáncer, que se había extendido omnívoramente desde los ovarios a todo su organismo, torturase a Drenka hasta vencer incluso la firme resistencia de su fortaleza inquebrantable.

El insomne Sabbath yacía al lado de Roseanna, agobiado por una emoción inmensa y deformante que hasta entonces nunca había experimentado de un modo directo. Ahora sentía celos de los mismos hombres acerca de los cuales nunca se cansaba de oír hablar cuando Drenka vivía. Pensaba en los hombres que ella había conocido en ascensores, aeropuertos, aparcamientos, grandes almacenes, conferencias de asociaciones hoteleras y convenciones alimentarias, hombres a los que ella debía poseer porque le atraía su aspecto, hombres con los que se acostaba una sola vez o tenía aventuras prolongadas, hombres que, cinco o seis años después de la última ocasión en que durmió con ellos, telefoneaban de improviso al hostal para elogiarla, para ponerla por las nubes, a menudo sin ahorrarse las obscenidades gráficas para decirle hasta qué punto era la mujer más desinhibida que jamás habían conocido. Recordaba sus explicaciones (porque él se las había pedido) de lo que, en una habitación con varios hombres, le impulsaba a elegir a uno en vez de otro, y ahora se sentía como el marido más estúpidamente inocente que descubre la historia verdadera de una esposa infiel, se sentía tan estúpido como aquel pobre papanatas, el doctor Charles Bovary. ¡Qué placer diabólico le proporcionó esto en el pasado! ¡Qué felicidad! Cuando ella vivía, nada excitaba o entretenía más a Sabbath como los relatos, con todo lujo de detalles, que ella le contaba sobre su segunda vida. La tercera, pues él era la segunda.

—Siento algo físico, según sea su aspecto. Es algo químico, casi me atrevería a decir. Percibo una energía que me excita mucho y entonces la siento, me sexualizo, la siento en los pezones y en el interior de mi cuerpo.

Si el hombre tiene un buen físico, si es fuerte, su manera de andar, de sentarse, su manera de ser, si es jugoso. Los tipos de labios pequeños y secos no me dicen nada, o si tienen un olor pedantesco…, ya sabes, ese olor seco a lápiz de los hombres. A menudo les miro las manos para ver si son fuertes y expresivas, y entonces imagino que tienen una buena polla. No sé si todo esto responde, por lo menos en parte, a la realidad, pero de todos modos hago una pequeña investigación. Cierta confianza en su manera de moverse. No es que deban parecer elegantes, sino tener más bien un aspecto animalesco por debajo de la elegancia. En fin, se trata de algo muy intuitivo.

Lo sé en seguida y siempre lo he sabido, así que me digo: «Vale, voy a tirármelo». Bueno, tengo que abrirle los canales, por lo que le miro y coqueteo con él. Empiezo a reírme o le enseño las piernas y, de alguna manera, le doy a entender que me tiene en el bolsillo. A veces hago un gesto realmente atrevido. «No me importaría tener un lío contigo». Sí —añadió, riéndose de su propio grado de irreflexión—, podría decir algo por el estilo.

Aquel tío que conocí en Aspen, por ejemplo… Noté que estaba interesado, pero era cincuentón, y a esa edad siempre me pregunto hasta qué punto pueden ponerse cachondos. Con un hombre más joven sabes que es pan comido, pero con uno mayor no sabes lo que te espera. Pero sentía esa especie de vibración y estaba caliente de veras. Y, mira, acercas más tu brazo o él acerca el suyo y sabes que estáis en ese aura de sensación sexual, la notáis juntos y todos los demás a tu alrededor quedan excluidos. Creo que con aquel hombre afirmé abiertamente que estaba bien, que me interesaba.

¡La audacia con que iba tras ellos! ¡El ardor y la habilidad con que los excitaba! ¡El deleite que encontraba al contemplarlos mientras se masturbaban! ¡Y el placer con que luego contaba cuanto había aprendido sobre la lujuria y lo que significa para los hombres…! Y el tormento que todo esto era para Sabbath ahora.

—Disfrutaba al ver cómo eran cuando estaban a solas. Allí podía ser la observadora y verlos jugar con su polla, ver cómo estaba formada y el cambio que sufría al ponerse tiesa, y también cómo se la agarraban… eso me excitaba. Cada uno se la casca de un modo distinto, y cuando se abandona, cuando se permite abandonarse, es muy excitante. Y verlos correrse de esa manera. Aquel tipo, Lewis, tenía más de sesenta y me dijo que nunca se la había cascado delante de una mujer. Y se la cogía así —hizo girar la muñeca de modo que el dedo meñique le quedó sobre el puño y el segundo nudillo del pulgar debajo—, bueno, ver esa particularidad y, como digo, verlos tan calientes que no pueden detenerse a pesar de su timidez, es muy excitante.

Eso era lo que más me gustaba, observarlos cuando perdían el dominio de sí mismos.

A los tímidos les succionaba la verga suavemente durante unos minutos y luego les cogía la mano, se la aplicaba allí y les ayudaba hasta que estaban bien encarrilados y podían sacudírsela por sí solos sin titubear.

Entonces ella misma empezaba a masturbarse ligeramente, se recostaba y observaba lo que hacía su compañero. La próxima vez que veía a Sabbath le mostraba la «particularidad» peculiar de la técnica de cada hombre, algo que a él le excitaba enormemente… y ahora le hacía sentir unos celos exasperantes, ahora que ella estaba muerta quería sacudirla por los hombros y pedirle que pusiera fin a aquello. «¡Sólo yo! ¡Jode con tu marido cuando tengas que hacerlo pero, por lo demás, nadie más que yo!».

En realidad, tampoco quería que jodiera con Matija. Con él menos que con ningún otro. En las raras ocasiones en que ella también informó a Sabbath de esos detalles, él apenas les hizo caso, no le provocaron el menor interés erótico. Ahora, sin embargo, apenas pasaba una noche sin que se viese libre del mortificante recuerdo de Drenka en el acto de permitir que el marido disfrutase de su derecho conyugal.

—Matija estaba en la cama y, al examinarle, vi que tenía una erección.

Estaba segura de que no obraría en consecuencia si yo no tomaba la iniciativa, así que me apresuré a desnudarme. No lograba excitarme aun cuando mis sentimientos hacia él fuesen intensos y tiernos. Al ver su polla dura, más pequeña que la tuya, Mickey, y con el prepucio que, cuando retiras la piel hacia abajo, es mucho más rojo que el tuyo… y al pensar en cómo acabábamos de follar nosotros… en fin, el deseo de tu picha grande y dura era casi doloroso. ¿Cómo podía entregarme a ese hombre que me quiere? Cuando se tendió encima de mí y me penetró, Matija gemía tan fuerte como no recuerdo haberle oído jamás. Era casi como si llorase. Como nunca tarda mucho en correrse, el asunto terminó pronto. Después de dormir una o dos horas me desperté con náuseas. Tuve que vomitar y tomar Mylanta.

¿Cómo se atrevía aquel tipo? ¡Menuda jeta! Sabbath deseaba asesinar a Matija. ¿Y por qué no lo hizo? ¿Por qué no lo hicieron entre los dos?

¡Aquel perro sin circuncidar! ¡Mira que castigarle de esa manera! …Un soleado día de febrero, Sabbath se encontró con el viudo de Drenka en la tienda Stop & Shop de Cumberland. Por primera vez en aquel invierno llevaba cuatro días sin nevar, y por ello Sabbath, después de ponerse una vieja gorra de marinero con la que emprendió la tarea de fregar los suelos del baño y la cocina y pasar la aspiradora por toda la casa, se dirigió en coche a Cumberland (cegado durante gran parte del camino por el resplandor de los enormes montones de nieve a ambos lados de la carretera) para comprar los víveres, una de sus tareas domésticas semanales. Y allí estaba Matija, casi irreconocible desde la última vez que le vio, silencioso y hierático, en el funeral. El cabello negro había encanecido y tan sólo al cabo de tres meses era completamente blanco. Parecía frágil, liviano, tenía el rostro enflaquecido… ¡y todo esto en sólo tres meses! Podría haber pasado por un anciano, mayor incluso que Sabbath, y no tendría más de cincuenta y cinco años. El hostal cerraba todos los años desde el día de Año Nuevo hasta el primero de abril, y Matija había ido a comprar las pocas cosas que necesitaba ahora que vivía solo en la gran casa de los Balich, no lejos del lago y el hostal.

Balich estaba en la cola ante la caja registradora, inmediatamente detrás de él, y, aunque hizo una inclinación de cabeza cuando Sabbath le miró, no pareció reconocerle.

—Hola, señor Balich. Soy Mickey Sabbath.

—¿Sí? ¿Cómo está?

—¿Le suena mi nombre?

—Sí —respondió Balich tras fingir que pensaba un momento—. Creo que ha sido uno de mis clientes. Le conozco del hostal.

—No —dijo Sabbath—, vivo en Madamaska Falls y no salimos mucho a cenar.

—Comprendo —replicó Balich y, tras sonreír un poco más, volvió a sumirse en sus pensamientos.

—Le diré cómo nos conocimos —le dijo Sabbath.

—¿Sí?

—Mi mujer fue la profesora de arte de su hijo en la escuela secundaria. Se llama Roseanna Sabbath. Ella y su Matthew se hicieron grandes amigos.

—Ahhh —el hombre volvió a sonreír cortésmente.

Hasta entonces Sabbath no había reparado en que el marido de Drenka conservaba en grado sumo los rasgos de un elegante y pausado caballero europeo. Quizá se debía al cabello blanco, a la aflicción por su reciente pérdida, al acento, pero lo cierto era que tenía el aire distinguido de un diplomático de alto rango de un país pequeño. No, Sabbath no sabía que Balich fuese así, su digna compostura le sorprendía, pero lo cierto es que ese otro individuo suele hacerse borroso. Tanto si es tu mejor amigo como si es alguien del otro lado de la calle que más de una vez ha empujado tu coche para ayudarte a ponerlo en marcha, lo cierto es que se vuelve borroso. Se convierte en el marido, y la simpatía que le tienes, producto de la imaginación, disminuye junto con el respeto.

La única ocasión anterior en que Sabbath pudo observar a Matija en público fue en el mes de abril que precedió al escándalo de Kathy Goolsbee, el tercer martes del mes, cuando acudió al hostal (junto con una treintena aproximadamente de miembros del club Rotary que celebraban allí una comida el tercer martes de cada mes) en calidad de invitado de Gus Kroll, el propietario de la gasolinera, quien nunca dejaba de transmitir a Sabbath los chistes que oía contar a los camioneros que se detenían para repostar y usar los servicios. Sabbath era un magnífico oyente para Gus Kroll, porque, incluso cuando no todos los chistes eran de primera clase, el hecho de que Gus rara vez se molestara en ponerse la dentadura postiza cuando los contaba proporcionaba a Sabbath suficiente deleite. La pasión con que Gus se entregaba a la repetición de los chistes había hecho comprender al titiritero, mucho tiempo atrás, que eran lo que unificaba la visión de la vida que tenía Gus, que por sí solos satisfacían su necesidad espiritual de una narración clarificadora con la que hacer frente a la sucesión de los días en la gasolinera. Con cada chiste que brotaba de la boca desdentada de Gus, Sabbath confirmaba que ni siquiera un simplón como aquél estaba libre de la necesidad humana de encontrar un filamento de significado que mantenga unido todo lo que no sale en la televisión.

Sabbath había preguntado a Gus si sería tan amable de invitarle al encuentro para escuchar el discurso que Matija Balich iba a dirigir a los miembros del club Rotary sobre el tema «La hostelería hoy». Para entonces Sabbath ya sabía que Matija se había pasado varias semanas preparando penosamente el discurso, e incluso lo había leído, en una primera versión breve, cuando Drenka se lo llevó para que le echara un vistazo. La mujer había mecanografiado las seis páginas y había hecho el máximo esfuerzo por descubrir los errores, pero quería que Sabbath revisara el inglés y él accedió de buen grado a echarle una mano.

—Es fascinante —comentó tras leer el texto un par de veces.

—¿De veras?

—Avanza por la vía como un puñetero tren. Es estupendo, en serio.

Pero hay un par de problemas. En primer lugar, es demasiado breve. No acaba de llegar al fondo del asunto. Hay que triplicar la longitud del texto. Y luego tenemos esta expresión equivocada, este modismo. Es cierto que en inglés lo empleamos para indicar los aspectos básicos de una situación, pero te has confundido. No se dice «si prestas atención a las tuercas y los tornillos».

—¿Ah, no?

—¿Quién le ha dicho a tu marido que se dice «las tuercas y los tornillos», Drenka?

—La estúpida Drenka —replicó ella.

—Pues no es así. «Las tuercas y los bombillos», ésa es la expresión correcta.

—Las tuercas y los bombillos —repitió Drenka, sin inmutarse por la rareza de la palabra desconocida, y lo anotó en el dorso de la página.

—Y anota también que termina demasiado pronto. Este texto tiene que ser el triple de largo, por lo menos. La gente será todo oídos, porque nadie conoce este tema.

Gus llegó en el remolque por la carretera de Brick Furnace para recoger a Sabbath, y apenas habían partido cuando Gus empezó a entretenerle con lo que sabía que era tabú para los hombres del pueblo a los que Gus llamaba «los beatos».

—¿Puedo contarte un chiste que no es muy amable hacia las mujeres?

—Ésos son los únicos que me gustan.

—Bueno, es un camionero y, cada vez que se marcha, su mujer se siente fría y solitaria. Un día, cuando el hombre vuelve de viaje, le trae una mofeta, una mofeta viva, grande y peluda, y le dice que la próxima vez que él salga de viaje se la lleve a la cama y, antes de dormirse, se la ponga entre las piernas. Entonces ella le pregunta: «¿Y qué me dices del olor?», y él le responde: «No te preocupes, que ya se acostumbrará, igual que yo me acostumbré».

Sabbath se echó a reír.

—Bueno, si ése te ha gustado, sé otro por el estilo…

Y así llegaron sin darse cuenta al lugar de la reunión.

Los rotarios ya estaban deambulando por la sala rústica del bar, una estancia de techo bajo cruzado por vigas y con una alegre chimenea de azulejos blancos. Todos se habían concentrado en aquel espacio reducido, tal vez por el agradable fuego del hogar en un día de primavera frío y ventoso, o quizá por las fuentes colocadas sobre la barra y llenas de cevapcici, una especialidad nacional yugoslava, que lo era también del hostal.

—Tengo que alimentarte con Cevapeiei —le dijo Drenka a Sabbath en los primeros tiempos de su relación amorosa, cuando bromeaban en la cama después del coito.

—Aliméntame con lo que quieras.

—Son tres tipos de carne: buey, cerdo y cordero. Se pica toda, entonces se le añaden cebollas y pimientos. Es como una albóndiga, pero de forma diferente. Una cebolla cortada a trocitos. Los pimientos también pueden ser pequeños y rojos, muy picantes.

—Tiene muy buena pinta —comentó Sabbath, encantado con ella, sonriente.

—Sí, te daré cevapcici —le dijo Drenka cariñosamente.

—Y yo, a cambio, te follaré hasta dejarte sin sentido.

—Oh, mi amigo americano… ¿significa eso que me follarás seriamente?

—Con toda seriedad.

—¿Significa con energía?

—Con mucha energía.

—¿Y qué más significa? He aprendido a hacerlo en croata, a decir todas las palabras y a no ser tímida, pero nadie me ha enseñado jamás a hacerlo en americano. ¡Dímelo! ¡Enséñame! ¡Enséñame qué significan todas esas cosas en americano!

—Significa hacerlo de todas las maneras.

Y entonces, tan concienzudamente como ella le había explicado la manera de preparar el Cevap seiéi, Sabbath se puso a enseñarle lo que significaba hacerlo de todas las maneras… O tal vez se habían congregado en el bar porque Drenka estaba detrás de la barra y llevaba una blusa de crepé negro, que se abrochaba hasta el cuello en pico y que hacía plena justicia a la rotundidad de sus carnes cada vez que se agachaba para echar cubitos de hielo en un vaso. Sabbath permaneció al lado de la puerta durante casi media hora, observando el coqueteo de Drenka con el quiropráctico, un individuo joven y fuerte que tenía una risa estentórea y no ocultaba nada bien su orientación sexual, luego con el exrepresentante estatal que poseía las tres filiales del Cumberland BanCorp y, finalmente, incluso con Gus, el cual, provisto ahora de su dentadura y llevando para la ocasión una corbata de rayas anudada en el cuello del mono de faena, era precisamente el hombre con quien le gustaría verla joder, a fin de confirmar que era tan maravillosa como él creía. Era deliciosa, desde luego, la única mujer entre todos aquellos hombres, el estupendo estímulo que les servía sus estupendas bebidas estimulantes, claramente extasiada por el mero hecho de vivir en el mundo.

Cuando Sabbath se abrió paso entre la multitud bulliciosa hasta la barra y le pidió una cerveza, ella evidenció la sor presa que le producía su presencia palideciendo al instante.

—¿Qué marca desea, señor Sabbath?

—¿Tiene la Vulva de Yugoslavia?

—¿De barril o embotellada?

—¿Qué me recomienda usted?

—La de barril es más espumosa —replicó ella, sonriéndole, tras haber recuperado el dominio de sí misma, con una sonrisa que él habría tomado por una proclamación alarmantemente franca de su secreto, de no haber visto antes que dedicaba a Gus la misma sonrisa.

—Déme una de barril, ¿quiere? —le dijo guiñadole un ojo—. Me gusta la espuma.

Cuando finalizó la comida (grandes chuletas de cerdo con rodajas de manzana en salsa de Calvados, helados con fruta y chocolate, puros y, para quienes deseaban una copa después de comer, Prosek, un vino dálmata dulzón que Drenka, la encantadora anfitriona del Viejo Mundo, servía de ordinario a los huéspedes del hostal como una atención de la casa) el presidente del club Rotary presentó a Matija como «Matt Balik». El hostelero vestía un suéter de cachemira rojo con cuello de cisne, chaqueta cruzada con botones dorados, unos pantalones nuevos de tela de sarga y unas botas Bally sin el menor desgaste ni señal de uso, lustradas hasta sacarles un brillo intenso. Vestido con tal elegancia, exhibía una fortaleza aún más impresionante que cuando trabajaba vestido con camiseta y tejanos desgastados. Tenía el atractivo de un macho musculoso vestido convencionalmente para el intercambio social. Un aspecto animalesco bajo la elegancia. Sabbath también lo tuvo en otro tiempo, o así solía decírselo Nikki cuando le instaba a comprarse un traje azul oscuro con chaleco, para que el mundo pudiera apreciar lo vistoso que era. El vistoso Sabbath.

Corrían los años cincuenta.

La pasión de Matija consistía en reconstruir los muros de piedra que se desmoronaban en las veinticinco hectáreas de campos que rodeaban la casa y el hostal. En la isla de Brac, donde tenía parientes y donde trabajaba como camarero cuando conoció a Drenka, la albañilería era una tradición, y durante su estancia en la isla se pasaba los días libres ayudando a un primo que se estaba construyendo una casa de piedra. Y, por supuesto, Matija nunca había olvidado al abuelo que picaba piedra en las canteras, un anciano recluido en Goli Otok por ser enemigo del régimen… lo cual hacía que arrastrar las grandes piedras y colocarlas en su lugar fuese para Matija algo así como un rito conmemorativo. A eso dedicaba las pausas que se tomaba en la cocina: salía y se pasaba media hora moviendo piedras, después de lo cual estaba preparado para pasarse otras tres, cuatro o cinco horas en pie, a una temperatura ambiental de casi treinta y ocho grados. Dedicaba gran parte de cada invierno a mover aquellas piedras. «Sus únicos amigos», confió Drenka tristemente a su amante, «somos los muros y yo».

—Algunas personas creen que este negocio es divertido —empezó a decir Matija—. No es divertido. Es un negocio. Leed las revistas de la industria. Hay quien dice: «No quiero seguir siendo un empleado de una empresa. Un hostal, ése es mi sueño». Pero yo me entrego a este hostal como si todos los días me incorporase a la estructura de una empresa.

La lentitud con que Matija leía posibilitaba al público seguirle, a pesar de su fuerte acento. Al final de cada frase les concedía una larga pausa para que reflexionaran en las implicaciones de lo que acababa de decir. Sabbath disfrutaba de las pausas no menos que de las frases monótonas y sin inflexión a las que separaban, frases que le evocaban, por primera vez en muchos años, un solitario archipiélago de islas inhabitables ante el que pasaban los barcos mercantes que partían de Veracruz hacia el sur. Sabbath gozaba de las pausas porque era responsable de ellas. Le había dicho a Drenka que convenciera a su marido de que, sobre todo, no debía apresurarse, un defecto en el que siempre caen los oradores aficionados. El público tiene mucho que digerir, y cuanto más lentamente lo haga, tanto mejor.

—Por ejemplo, hemos sido objeto de dos auditorías de cuentas —les reveló Matija.

A través de los grandes miradores en la parte delantera del comedor rectangular, Sabbath y los invitados en su mismo lado de la mesa podían ver con claridad las aguas azotadas por el viento del lago Madamaska. Sus miradas podrían haber recorrido de un extremo a otro aquel lago que parecía una larga tabla de lavar, antes de que Matija pareciera llegar a la conclusión de que el impacto de las dos auditorías había sido plenamente absorbido.

—No hay nada incorrecto —siguió diciendo entonces—. Mi esposa lleva la contabilidad al día y solicitamos los consejos de un contable profesional. Así que lo dirigimos como un negocio y es nuestro medio de vida. Si prestas atención a las tuercas y los bombillos, el negocio marchará bien. Si no tienes cuidado, sales y hablas constantemente con los clientes, perderás dinero.

»Años atrás no servíamos continuamente durante toda la tarde del sábado. Seguimos sin hacerlo. Pero ponemos la comida al alcance de la gente. Lo inteligente es darles lo que desean en vez de decirles no, tengo esta regla, tengo esa otra regla. Soy muy estricto en mi manera de pensar.

»Pero el público me enseña a no ser tan estricto.

»Tenemos un personal de cincuenta empleados, incluidos los que trabajan a tiempo parcial. El personal de servicio son treinta y cinco personas: camareras, ayudantes de camarera, supervisores de comedor.

»Tenemos doce habitaciones más el anexo. Podemos acoger a veintiocho personas, y la mayor parte de los fines de semana estamos al completo, aunque no durante la semana.

»En el restaurante podemos acomodar a ciento treinta clientes, y otros cien en la terraza. Pero nunca hemos acomodado doscientas treinta personas, todas a la vez. El personal de cocina no puede dar abasto. Lo que buscamos es una rotación de las plazas.

»El otro problema importante se relaciona con el personal…».

Continuó en esta vena durante una hora. La chimenea del comedor principal estaba encendida, así como la más pequeña del bar, y debido al frío viento que soplaba en el exterior, todas las ventanas estaban bien cerradas. Desde la espalda de Sabbath a la chimenea no había más de dos metros de distancia, pero el calor que desprendía no le afectaba como a sus compañeros de mesa, bebedores de whisky escocés. Éstos fueron los primeros en amodorrarse. Los que tomaban cerveza pudieron mantenerse más tiempo despabilados.

—No somos propietarios ausentes. Yo soy la persona principal. Si todos los demás se marchan, yo sigo aquí. Mi esposa puede hacerlo todo excepto dos tareas de cocina. No puede cocinar a la parrilla, porque no tiene idea de cómo se hace. Y no puede hacer el salteado, en el que básicamente se fríe en sartenes. Pero puede encargarse de todas las demás tareas: atender la barra, lavar los platos, servir, llevar las cuentas, fregar el suelo…

Gus, que por entonces se abstenía de las bebidas alcohólicas, tomaba Tab, pero Sabbath se dio cuenta de que también Gus estaba amodorrado. Un Tab había sido suficiente. Y ahora los bebedores de cerveza estaban perdiendo el dominio de sí mismos y empezaban a parecer debilitados… el propietario del banco, el quiropráctico, el corpulento caballero con mostacho que dirigía el centro de jardinería…

Drenka escuchaba desde la barra. Cuando el titiritero se volvió en su silla para sonreírle, vio que, con los codos apoyados en la barra y el rostro equilibrado entre los puños, estaba llorando, sin importarle que todavía la mitad de los rotarios resistieran despiertos el discurso.

—No siempre resulta agradable el hecho de que no le gustemos a nuestro personal. Creo que a algunos de los empleados les gustamos bastante. A muchos de ellos no les importamos en absoluto. En algunos establecimientos el bar está abierto para el personal después de las horas de trabajo. Aquí no aceptamos semejante cosa. Esos establecimientos van a la quiebra y su personal sufre terribles accidentes de tráfico cuando regresan a casa. Aquí no. Aquí no hay tertulia con los propietarios. Aquí no hay diversión. Mi esposa y yo no somos nada divertidos. Trabajamos. Estamos por el negocio. Todos los yugoslavos, cuando salen al extranjero, son muy trabajadores. Hay algo en nuestra historia que nos empuja hacia la supervivencia. Gracias.

No hubo preguntas, claro que apenas había un puñado de personas sentadas ante la larga mesa en condiciones de formular alguna. El presidente del club Rotary tomó la palabra.

—Bien, Matt, gracias, un millón de gracias. Tus palabras nos han mostrado a la perfección el funcionamiento del sector.

Pronto los asistentes empezaron a despertarse para regresar al trabajo.

El viernes de aquella misma semana, Drenka fue a Boston y jodió con su dermatólogo, el magnate de las tarjetas de crédito, el decano de la universidad, y luego, cuando regresó a casa, poco antes de medianoche (y totalizando así cuatro polvos en toda la jornada), contuvo el aliento durante los pocos minutos que trajinó encima de ella el orador con quien estaba casada.

Ahora, allá en el abandonado centro de Cumberland, de donde había desaparecido el cine y la mayor parte de las tiendas estaban vacías, había una destartalada tienda de comestibles donde a Sabbath le gustaba tomarse un café, allí mismo, de pie, tras haber efectuado la compra semanal. El tugurio, llamado Flo’n Bert’s, era oscuro, de suelos de madera sucios y desgastados, estantes casi vacíos en los que se acumulaba el polvo y las patatas y plátanos más patéticos que Sabbath había visto jamás a la venta en cualquier parte. Pero a pesar de que Flo’n Bert’s parecía un espantoso depósito de cadáveres tenía exactamente el mismo olor que la vieja tienda en el sótano del LaReine Arms, a una manzana de distancia de su casa, adonde el joven Sabbath iba a primera hora de la mañana en busca de los dos panecillos recién hechos para que su madre preparase los bocadillos que Morty se llevaba a la escuela y que eran su almuerzo: crema de queso y aceitunas, mantequilla de cacahuete y jalea, pero sobre todo atún en lata, los bocadillos envueltos en dos hojas de papel encerado y metidos en la bolsa de papel de LaReine Arms. Cada semana, al salir de Stop & Shop, Sabbath se encaminaba a Flo’n Bert’s y, con el vaso de plástico que contenía el café en la mano, trataba de imaginar cuáles serían los ingredientes que producían aquel olor, similar también a algo que olía en la Gruta a fines de otoño, cuando las hojas caídas y el soto-bosque moribundo habían sido humedecidos por las lluvias y empezado a pudrirse. Tal vez se trataba de eso, de una putrefacción por humedad. Y le encantaba. El café que tenía que tomar allí era imbebible, pero nunca podía resistirse al placer de aquel olor.

Sabbath se detuvo junto a la puerta del establecimiento y, cuando salió Balich con una bolsa de plástico en cada mano, le abordó.

—¿Le apetece una taza de café caliente, señor Balich?

—No, señor, gracias.

—Vamos, hombre —le dijo Sabbath afablemente—, ¿por qué no? Aquí hay diez grados de temperatura —¿debería convertirlos en grados centígrados, como lo hacía para Drenka cuando ella le telefoneaba, antes de subir a la Gruta, y le preguntaba cuál era la verdadera temperatura?—. Hay un sitio ahí abajo. Sígame… el Chevrolet. Una taza de café para calentarse.

Mientras precedía al coche de Balich, entre los montones de nieve que tenían la altura de un primer piso y a través de los raíles del ferrocarril que brillaban bajo la escarcha, Sabbath tenía que admitir que desconocía por completo lo que se proponía hacer. Tan sólo podía pensar en el atrevimiento de aquel tipo cuando se ponía encima de su Drenka y gemía de placer, como si llorase, al penetrarla con una roja polla de perro que luego la hacía vomitar.

Sí, ya era hora de que él y Balich se conocieran, pues ir por ahí sin haber tenido un encuentro cara a cara con el hostelero le haría la vida demasiado fácil. Y, falto de sus considerables dificultades, hacía mucho tiempo que se habría muerto de aburrimiento.

Una chica veinteañera, malhumorada y estúpida, accionó la cafetera Silex y les sirvió el café, una chica estúpida y veinteañera desde que Sabbath empezara a frecuentar el establecimiento, unos quince años atrás.

Tal vez todas eran de la misma familia, hijas de Flo y Bert que fueron incorporándose sucesivamente al negocio a medida que crecían, o tal vez, lo que era más probable, existía un suministro inagotable de aquellas muchachas, producido por el sistema educativo de Cumberland. Sabbath, siempre al acecho, insinuante y nada selectivo, nunca había logrado obtener de cualquiera de ellas algo más que un gruñido.

Balich hizo una mueca involuntaria al probar el café, que estaba casi tan frío como el día, pero cuando Sabbath le preguntó si quería tomar otra taza respondió cortésmente:

—Oh, no, está muy bueno, pero con uno basta.

—Las cosas no le han sido nada fáciles sin su esposa —le dijo Sabbath—. Está muy delgado.

—Estoy atravesando una época negra —replicó Balich.

—¿Todavía?

El hombre asintió tristemente.

—Todavía es horrible. Estoy deshecho. Al cabo de treinta y un años, me encuentro en el tercer mes de un nuevo régimen. Por alguna razón, ciertos aspectos empeoran cada día que pasa.

Cuán cierto es eso, se dijo Sabbath.

—¿Y su hijo?

—También está muy conmocionado. La echa terriblemente de menos, pero es joven y fuerte. Su mujer me dice que a veces, en plena noche… pero parece que se las está arreglando.

—Me alegro —dijo Sabbath—. Es el vínculo más fuerte del mundo, el de la madre y el hijo. No existe nada más fuerte.

—Sí, sí —dijo Balich. Hablar con una persona tan comprensiva hacía que se le humedecieran los ojos tiernos y grises—. Sí, y cuando contemplaba su cadáver con mi hijo, en el hospital, de noche… ella yacía allí con todos los tubos, y cuando la miré y vi que se había roto ese vínculo con nuestro hijo, no podía creer que eso, lo más fuerte del mundo, como usted dice, ya no existiera. Allí estaba ella, con toda su belleza, allí tendida, y el vínculo más fuerte había dejado de existir, ella se había ido. Le di un beso de despedida, mi hijo y yo se lo dimos, y las enfermeras le retiraron todos los tubos. Y aquel pedazo de sol humano estaba allí, pero muerto.

—¿Qué edad tenía?

—Cincuenta y dos. Es lo más cruel que podría haber ocurrido.

—Con la cantidad de personas de cincuenta y tantos años que fallecen en el mundo, tenía que tocarle precisamente a ella —dijo Sabbath—. Jamás habría imaginado que su esposa estuviera en la lista. Las pocas veces que la vi en el pueblo lo iluminaba todo con su presencia, tal como usted dice. ¿Y su hijo trabaja con usted en el hostal?

—Ya no pienso para nada en la hostelería. No sé si volveré a ocuparme del negocio o no. Tengo una plantilla de buenos trabajadores, pero ser hostelero ha dejado de interesarme. Nuestro matrimonio estaba unido al hostal. Estoy pensando en arrendar el negocio. Si alguna compañía japonesa quisiera comprarlo… Cada vez que entro en el despacho de mi esposa y trato de ordenar sus cosas, es horrible, me pongo enfermo. No quiero estar ahí, y me marcho.

Sabbath pensó que había acertado al no haberle escrito jamás a Drenka una carta o haber insistido en que fuese él, y no ella, quien, por razones de seguridad, archivara las fotos Polaroid que le había hecho en el motel Bo-Peep.

—Las cartas —le dijo Balich, mirándolo de un modo implorante, como si quisiera suplicarle algo—. Doscientas cincuenta y seis cartas.

—¿De condolencia? —preguntó Sabbath, quien por su parte, naturalmente, no había recibido una sola.

Sin embargo, a raíz de la desaparición de Nikki, le enviaron cartas que hablaban de ella, dirigidas al teatro. Ya se habría olvidado de su número (tal vez unas cincuenta cartas en total), pero, además, en su momento estaba demasiado estupefacto para contarlas con detenimiento.

Sí, de pésame. Doscientas cincuenta y seis. No debería asombrarme que iluminara tanto las vidas de todo el mundo. Aún recibo cartas, y de personas a las que ni siquiera recuerdo. Algunas acudieron al hostal cuando lo inauguramos en el otro extremo del lago. Cartas de todo tipo de personas hablándome de ella y de cómo afectó sus vidas. Y las creo, son sinceras.

Tengo una carta de dos páginas, escrita a mano, del exalcalde de Worcester.

—No me diga.

—Recuerda las barbacoas que ofrecíamos a los clientes y la satisfacción que ella les daba. Entraba en el comedor a la hora del desayuno y hablaba con ellos. Todos se sentían conmovidos. Soy estricto y tengo una norma para cada cosa, pero ella sabía tratar a los clientes. Siempre era todo posible para ellos. A mi mujer no le costaba ningún esfuerzo ser agradable.

Uno de los propietarios es estricto, el otro es flexible y agradable. Éramos una pareja perfecta para lograr que el hostal tuviera éxito. Es sorprendente lo que ella hacía, mil cosas diferentes. Y lo hacía todo con garbo y siempre con gran placer. Medito en ello continuamente. Nada puede consolarme ni siquiera un poco de esta desgracia. No es posible creerlo. Estaba viva, entre nosotros, y un instante después ya no lo estaba.

—¿El exalcalde de Worcester? Mira por dónde, Matija, tenía secretos que ni tú ni yo conocíamos.

—¿Y a qué se dedica su hijo?

—Es policía estatal.

—¿Casado?

—Su esposa está embarazada. Si el bebé es niña, se llamará Drenka.

—¿Drenka?

—Es el nombre de mi esposa —dijo Balich—. Drenka, Drenka —musitó—. Jamás existirá otra Drenka.

—¿Ve con frecuencia a su hijo?

—Sí —mintió, a menos que desde la muerte de Drenka se hubiera producido un acercamiento.

De repente Balich no tenía nada más que decir. Sabbath aprovechó la pausa para aspirar el olor a decadencia de la tienda. O bien Balich no quería seguir hablando con un desconocido de su dolor por la pérdida de Drenka o bien no deseaba hablar del dolor que le causaba su hijo, el policía estatal que consideraba la hostelería un negocio estúpido.

—¿Por qué razón su hijo no participa como socio en la empresa? ¿Por qué no trabaja con usted, ahora que su esposa ha desaparecido?

Balich depositó cuidadosamente su taza medio llena en el mostrador, al lado de la caja registradora.

—Veo que tiene los dedos artríticos —comentó—. Es un trastorno doloroso. Mi hermano también lo sufre. —¿De veras? ¿El padre de Silvija?

—Ah, ¿conoce a mi sobrinita? —replicó Balich, claramente sorprendido.

—Mi mujer la conoció y me habló de ella. Me dijo que era una chiquilla muy, pero que muy bonita y simpática.

—Silvija quería mucho a su tía, la adoraba. Silvija llegó a ser también nuestra hija.

Lo dijo en voz baja, sin más entonación que la inequívoca de la tristeza.

—¿Está Silvija en el hostal en verano? Mi esposa me ha dicho que estaba trabajando allí par a aprender inglés.

—Silvija viene todos los veranos mientras estudia en la universidad.

—¿Qué hace usted… la adiestra para que se encargue del trabajo que hacía su esposa?

—No, no —respondió Balich, y a Sabbath le sorprendió lo decepcionado que se sentía al oír esa negación—. Será programadora de ordenador.

—Es una lástima —comentó Sabbath.

—Eso es lo que ella quiere ser —dijo Balich categóricamente.

—Pero si le ayudara a dirigir el hostal, si pudiera iluminar el establecimiento como lo hacía su esposa…

Balich se metió la mano en un bolsillo en busca de dinero.

—Por favor… —le dijo Sabbath, pero Balich ya no le escuchaba.

«No le gusto», pensó Sabbath. «No le he caído bien. Debo de haber dicho algo desacertado».

—¿Cuánto es mi café? —preguntó Balich a la muchacha malhumorada que estaba ante la caja registradora.

Ella le respondió con el menor número de consonantes posible. Estaba pensando en otras cosas.

—¿Cómo dice? —le preguntó Balich.

—Medio dólar —tradujo Sabbath.

Balich pagó y, con una cortés inclinación de cabeza, puso punto final a un encuentro con una persona a la que claramente no deseaba volver a ver jamás. La causa había sido su mención de Silvija, la modificación que Sabbath había hecho del «muy» con el «pero que muy». No obstante, con esas palabras el titiritero había bordeado cuanto le era posible, en los primeros cinco minutos que los dos pasaban juntos, la declaración de que la mujer que había vomitado tras verse obligada a joder con Balich tenía todos los motivos para vomitar, porque se prestaba a ello como si fuese la mujer de otro. Por supuesto, comprendía los sentimientos de Balich (también par a él la conmoción ocasionada por la muerte de Drenka empeoraba de un día a otro), pero eso no significaba que Sabbath pudiera perdonarle.

Cinco meses después de la muerte de Drenka, una noche abrileña húmeda y cálida en que la luna llena se canonizaba a sí misma por encima de los árboles y flotaba sin esfuerzo, envuelta en una bendición luminosa, hacia el trono de Dios, Sabbath se tendió en el suelo que cubría su ataúd y exclamó:

—¡Ah, guarra y maravillosa Drenka, coño mío! ¡Cásate conmigo!

Y rozando la tierra con la barba blanca (la tumba carecía aún de césped y de lápida), imaginó a su Drenka: brillaba dentro del féretro y su aspecto era el que tenía antes de que el cáncer la despojara de sus atractivas redondeces, madura, llena, lista para el contacto. Aquella noche llevaba la falda acampanada de Silvija. Y se reía de él.

—Así que ahora me quieres toda para ti —le dijo ella—, ahora que no tienes necesidad de limitarte a mí, de vivir sólo conmigo, de aburrirte únicamente por mi culpa, ahora reúno las condiciones suficientes para ser tu mujer.

—¡Cásate conmigo!

Ella le dirigió una sonrisa invitadora y replicó:

—Primero tendrás que morirte.

Y se alzó el vestido de Silvija para revelar que no llevaba bragas, medias negras y portaligas sí, pero bragas no. Incluso muerta, Drenka le provocaba una erección. Tanto viva como muerta, Drenka volvía a convertirle en un veinteañero. Incluso con temperaturas por debajo de cero, se le ponía tiesa cada vez que ella lo incitaba de esa manera desde su ataúd.

Había aprendido a colocarse de espaldas al norte, de modo que el gélido viento no le soplara directamente en la polla, pero aun así tenía que quitarse un guante para pelársela con éxito, y en ocasiones la mano sin guante se le enfriaba tanto que se veía obligado a ponerse de nuevo el guante y cambiar de mano. Muchas noches se corría en la tumba.

El viejo cementerio se encontraba a nueve kilómetros del pueblo, junto a una carretera poco transitada que describía una curva a través del bosque y luego zigzagueaba por la ladera occidental de la montaña, donde desembocaba en una vieja carretera para camiones que enlazaba con Albany. El cementerio se extendía por una amplia ladera de suaves ondulaciones y lindaba con un antiguo bosquecillo de pinabete y pino blanco. Era hermoso, silencioso, estéticamente encantador, tal vez melancólico, pero no un cementerio que te deprimiera cuando entrabas en él. Tal era su encanto que, a veces, parecía como si no tuviera nada que ver con la muerte. Era antiguo, muy antiguo, aunque existían varios todavía más vetustos en las colinas cercanas, cuyas lápidas erosionadas y ladeadas se remontaban a los primeros tiempos de la América colonial. El primer entierro que se efectuó allí, el de un tal John Driscoll, tuvo lugar en 1745. El último había sido el de Drenka, a fines de noviembre de 1993.

Las diecisiete tormentas de nieve que hubo aquel invierno le imposibilitaron a menudo visitar el cementerio, incluso las noches en las que Roseanna se había ido deprisa a la reunión de Alcohólicos Anónimos en su todoterreno y él se quedaba solo en casa. Pero cuando las carreteras estaban despejadas, el tiempo era bueno, el sol se ponía y Roseanna estaba ausente, Sabbath iba en el Chevrolet a lo alto de Battle Mountain y aparcaba en un claro, de donde partía un sendero de marcha a unos cuatrocientos metros al este del cementerio, recorría el camino hasta el camposanto y entonces, valiéndose de una linterna que encendía lo menos posible, avanzaba por la traicionera capa vidriosa con que la nieve había cubierto el suelo hasta llegar a la tumba. Nunca iba allí de día, por mucho que lo necesitara, pues temía tropezarse con uno de los Matthews de Drenka, o con cualquiera que pudiese preguntarse por qué razón, en el lugar más frío del condado «nevera» del estado, en medio del peor invierno que registraban los anales de la región, el desacreditado titiritero presentaba sus respetos a los restos mortales de la briosa mujer del hostelero. Por la noche podía hacer lo que deseara, sin que le viese nadie salvo el fantasma de su madre.

«¿Qué quieres? Si deseas decir algo…». Pero su madre nunca se comunicaba con él, y por ello Sabbath rozaba peligrosamente la creencia de que no se trataba de una alucinación, pues en ese caso podría fácilmente imaginar sus palabras y ampliar la realidad de la mujer fallecida con una voz como la que él usaba para dar vida a sus títeres. El realismo de las apariciones era demasiado intenso para que se tratara de una aberración mental… a menos que estuviera mal de la cabeza y la irrealidad se agravase a medida que la vida se le hiciera más insoportable todavía. Y sin Drenka era insoportable, su vida no existía, excepto en el cementerio.

El primer mes de abril después de su muerte, aquella noche de primavera temprana, Sabbath yacía con los brazos y las piernas extendidos sobre la tumba, rememorando con ella a Christa.

—Nunca he olvidado que te corrías —susurraba a la tierra—, nunca he olvidado que le rogabas «más, más»…

Evocar a Christa no exacerbaba sus celos, el recuerdo de Drenka recostada contra él y entre sus brazos, mientras Christa mantenía la presión uniforme de la punta de su lengua en el clítoris de Drenka (durante cerca de una hora; él lo había cronometrado) sólo intensificaba su aflicción, aunque, poco después de que los tres se juntaran, Christa empezó a acudir con Drenka a bailar a un bar de Spottsfield. Llegó incluso a regalar le a Drenka una cadena de oro que había robado del cajón donde su expatrona guardaba las joyas, la misma mañana en que decidió que estaba harta de cuidar de un niño tan hiperactivo que iban a matricularlo en una escuela especial para «superdotados». Christa le dijo a Drenka que el valor de todo lo que se había llevado (incluidos unos pendientes con brillantes engastados y un resbaladizo brazalete de brillantes) no llegaba ni a la mitad de lo que le correspondía por cargar con algo tan fuera de serie como aquel crío.

Christa vivía en una buhardilla de Town Street con vistas al césped comunal, encima de la tienda de comestibles para gourmets donde trabajaba.

No pagaba alquiler, las comidas eran gratuitas y, además, cobraba veinticinco dólares semanales. Durante dos meses, los miércoles por la noche, Drenka y Sabbath se dirigían por separado a la buhardilla de Christa, para acostarse con ella. Cuando se hacía de noche no había ningún comercio abierto en Town Street, y podían subir, sin que nadie les viese, por una escalera trasera exterior a la habitación de Christa. En tres ocasiones Drenka había ido sola al encuentro con Christa, pero, temerosa de que Sabbath se enfadara con ella si llegaba a enterarse, no se lo dijo hasta un año después de que Christa se enemistara con los dos y se trasladara al campo, a la granja alquilada de una profesora de historia de Athena, una mujer de treinta años con quien Christa había iniciado una relación amorosa incluso antes de que se hubiera permitido su pequeño capricho con la pareja de más edad.

Bruscamente dejó de responder a las llamadas telefónicas de Sabbath, y un día, cuando éste tropezó con ella (mientras fingía examinar el escaparate de la tienda, un escaparate que no había cambiado desde que Alimentación Tip-Top evolucionó en los años sesenta y se convirtió en la Tienda del Gourmet Tip-Top para adaptarse al afán de la época) la joven le dijo airadamente, la boca tan minúscula que parecía un rasgo omitido en su rostro:

—No quiero hablar más contigo.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Los dos me habéis explotado.

—No creo que eso sea cierto, Christa. Explotar a alguien significa utilizarlo egoístamente para tus propios fines o para obtener un beneficio.

No creo que ninguno de nosotros te explotara más de lo que tú nos has explotado a nosotros.

—¡Eres un viejo! ¡Yo tengo veinte años! ¡No quiero hablar contigo!

—¿Por qué no hablas por lo menos con Drenka?

—¡Déjame en paz! ¡No eres más que un viejo gordo!

—También lo era Falstaff, chiquilla. ¡También lo era la mole enorme de sir John Paunch, simpático creador de discursos rimbombantes! «¡Falstaff, ese malvado y abominable corruptor de la juventud, ese viejo Satán de barba blanca…!».

Pero la muchacha ya había entrado en la tienda, dejándolo con la triste contemplación, junto con un futuro sin Christa, de dos tarros de salsa china para carne de pato Mi-Kee, dos tarros de hojas de parra en salmuera Krinos, dos latas de alubias refritas La Victoria y dos latas de sopa a la crema de trucha ahumada Baxter, todo ello rodeando una botella aparatosamente envuelta en una mortaja de papel blancuzco, descolorido por el sol, y colocada en un pedestal en el centro del escaparate, como si fuese la respuesta a todos nuestros anhelos, una botella de salsa Worcestershire Lea & Perrins. Sí, una reliquia, como lo era en gran medida el mismo Sabbath, de lo que se consideraba tan picante en una época del pasado menos… en una época del pasado más… en una época del pasado en que… en una época del pasado cuyo… ¡Idiota! El error estribaba en no haberle dado nunca dinero. El error consistía en habérselo dado, en cambio, a Drenka. Todo lo que le había deslizado en la mano a Christa (y sólo para poner los pies en su casa por primera vez) eran treinta y cinco dólares por una colcha que ella misma había confeccionado. Debería haberle dado esa cantidad cada semana.

Haber imaginado que Christa lo hacía por la mera diversión de volver loca a Drenka, que el hecho de que Drenka se corriera era suficiente remuneración para ella… ¡idiota! ¡Rematado idiota!

Sabbath y Christa se conocieron una noche de 1989, cuando él la llevó a casa en su coche. La vio en el arcén de la carretera 144, vestida de esmoquin, y retrocedió. Si la chica iba armada con un cuchillo, lo mismo le daba… ¿qué importancia tenía vivir unos pocos años más o menos? Le era imposible dejar allí, al lado de la carretera, a una joven rubia con el pulgar alzado y vestida de aquella manera, una chica que parecía un joven rubio de esmoquin.

Ella explicó su atuendo diciendo que había ido a un baile celebrado en la Universidad de Athena, al que era obligatorio asistir vestida con «algo extravagante». Era pequeña y bien proporcionada, pero nada infantil, sino más bien una mujer en miniatura, con un aire muy resuelto de confianza en sí misma y una boquita que mantenía apretada. Su acento alemán era suave pero incitante (para Sabbath, el acento de cualquier mujer atractiva era incitante), llevaba el cabello corto como un recluta de Infantería de Marina y el esmoquin sugería una tendencia a jugar un papel provocador en la vida.

Por lo demás, la muchacha era eminentemente práctica: ni sentimientos ni anhelos ni ilusiones ni ideas disparatadas, y, Sabbath habría apostado su vida por ello (lo hizo), carecía de tabúes dignos de mención. A Sabbath le gustaba su dureza cruel, la astucia de la boquita alemana calculadora y desconfiada, y vio de inmediato las posibilidades que encerraba. Remotas, pero existentes. Se dijo, admirado, que no estaba manchada por la abnegación, que era una bestia de presa en ciernes.

Durante el trayecto había estado escuchando una cinta de Benny Goodman, Desde el Carnegie Hall en directo. Acababa de despedirse de Drenka en el Bo-Peep, a unos treinta kilómetros al sur, por la carretera 144.

—¿Son negros? —le preguntó la chica alemana.

—No. Hay algunos negros, pero la mayoría son blancos, señorita.

Músicos de jazz blancos. El Carnegie Hall de Nueva York, la noche del 16 de enero de 1938.

—¿Estuvo usted allí? —inquirió ella.

—Sí. Llevé a mis chicos, mis hijos pequeños, para que estuvieran presentes en un acontecimiento musical que marcaría época. Quería que estuvieran a mi lado la noche en que los Estados Unidos cambiaron para siempre.

Juntos escucharon Honeysuckle Rose. Los muchachos de Goodman apretujados con media docena de miembros de la orquesta de Basie.

—Esto es un tempo rápido —le dijo Sabbath—. A eso lo llaman un movedor de los pies. Te hace mantener los pies en movimiento… ¿Oyes esa guitarra ahí al fondo? ¿Notas cómo esa sección rítmica los impulsa adelante…? Es Basie. Toca el piano de una manera muy sobria… ¿Oyes esa guitarra de ahí? Tiene ese no sé qué… Eso es música negra. Lo que estás escuchando es música negra… Ahora vas a oír una figura repetida. Ése es James… ¿Notas por debajo esa sección rítmica continua que lo lleva todo en volandas? La guitarra de Freddie Green… James. Siempre tengo la sensación de que va a despedazar ese instrumento, se oye cómo lo despedaza… Esta figura sólo la están improvisando; observa cómo la desarrollan ahora… Se están abriendo paso hacia la salida. Aquí los tenemos. Todos armonizan entre ellos… Ya terminan, ya terminan… Bueno, ¿qué te ha parecido eso?

—Es como la música de los dibujos animados, ¿ver dad? Ya sabe, los dibujos para los críos en la televisión.

¿Ah, sí? —dijo Sabbath—. Y en su época se consideraba algo sensacional. Los inocentes estilos de vida de antaño… Adondequiera que mires, excepto en nuestro pueblo dormido —se acarició la barba—, el mundo está en guerra contra ellos. Y a ti, ¿qué te trae a Madamaska Falls? —le preguntó jovialmente el Padre Tiempo. No había otra manera de plantearlo.

Ella le habló del tedio de su empleo como au pair en Nueva York, de que hacia el segundo año no había podido soportar más al crío, por lo que un buen día tomó la decisión de huir. Encontró Madamaska Falls por el procedimiento de cerrar los ojos y poner un dedo sobre un mapa del noreste.

Madamaska Falls ni siquiera figuraba en el mapa, pero ella había conseguido que alguien la llevara en coche hasta el semáforo junto al césped comunal; se detuvo a tomar un café en la tienda para gourmets y, cuando preguntó si habría algún trabajo para ella en la localidad, el empleo se materializó allí mismo. Desde hacía cinco meses, el pueblo dormido del caballero era su hogar.

—Huías de tu trabajo en Nueva York con el niño.

—Me estaba volviendo loca.

—¿De qué más huyes? —le preguntó él, pero muy a la ligera, como si no la sondeara en absoluto.

—¿Yo? No huyo de nada. Tan sólo quiero saborear la vida. En Alemania no existe ninguna posibilidad de aventura para mí. Lo conozco todo y sé cómo funciona. Aquí me suceden muchas cosas que no me habrían ocurrido en mi país.

—¿No te sientes sola? —le preguntó el hombre simpático e interesado.

—Claro que me siento sola. Es difícil hacer amistad con los norteamericanos.

—¿De veras?

—En Nueva York sí, desde luego. Quieren utilizarte, de todas las maneras posibles. Eso es lo primero que se les pasa por la cabeza.

—Me sorprende oírte decir eso. ¿La gente de Nueva York es peor que la de Alemania? A juzgar por la historia, uno creería lo contrario.

—Oh, no, de ninguna manera. Y son unos cínicos. Los de Nueva York se guardan sus verdaderos motivos y declaran otros distintos.

—¿Los jóvenes?

—No, en general la gente mayor que yo, los que tienen veintitantos.

—¿Te han hecho daño?

—Sí, claro que son tan amables… «Hola, ¿cómo te va? Cuánto me alegro de verte». —A la chica le divertía su imitación de un americano idiota y él también se rió apreciativamente—. Y ni siquiera conoces a esa persona. En Alemania es muy diferente. Aquí todo el mundo se muestra tan amigable… y es falso. «Eh, hola, ¿qué tal?». Tienes que pasar por eso. Es el estilo americano. Cuando llegué aquí era muy ingenua, tenía dieciocho años.

Cuando salía a tomar café, tropezaba con montones de personas, extraños a los que no conocía. Te has de comportar como una ingenua cuando vienes aquí y eres extranjera. Claro que aprendes, ya lo creo que aprendes.

El trío… Benny, Krupa, el piano de Teddy Wilson. Body and Soul. Muy lánguido, muy bailable, sencillamente delicioso, hasta los tres acordes del último movimiento de Krupa, aunque Morty creía que la pirotecnia de Krupa siempre arruinaba la puñetera pieza. «Déjalo sencillamente en tiempo sincopado», decía Morty. «Krupa es lo peor que le ha ocurrido a Goodman. Demasiado entrometido», y Mickey lo repetía en la escuela, como si fuese su propia opinión. Morty decía: «Benny nunca vacila en abordar la mitad de la pieza», y Mickey lo repetía. «Un magnífico clarinetista, nadie se acerca a su altura», y también repetía eso… Se preguntó si podría ablandar a la chica alemana con aquel ritmo inductor de languidez a altas horas de la noche y ese algo discreto y triste, de fracaso amoroso, que tiene la música de Goodman, y así permaneció tres minutos en silencio y, mecidos por la seductora coherencia de Body and Soul, avanzaron a través de la oscuridad que envolvía las boscosas colinas. Nadie más a bordo, lo cual también resultaba seductor. Podía llevarla a cualquier parte. Podía girar en la esquina de Shear Shop, llevarla a lo alto de Battle Mountain, estrangularla y dejarla allí muerta y vestida de esmoquin. Cuadro de Otto Dix. Puede que fuese distinto en la sociable Alemania, pero en los cínicos y explotadores Estados Unidos de América corría riesgo allí, en la carretera, vestida de esmoquin. O lo habría corrido, si se hubiera detenido a recogerla uno de esos americanos bastante más americanos que él.

The Man I Love. Wilson interpretando a Gershwin como si éste fuese Shostakóvich. La fantasía etérea del vibráfono de Hamp. Enero de 1938. Él tenía casi nueve años y Morty pronto cumpliría catorce. Invierno. La playa ante la avenida McCabe. Su hermano le enseñaba a lanzar el disco en la playa desierta después de la escuela. Interminable.

—¿Puedo preguntarte cómo te han lastimado? —preguntó Sabbath a la chica.

—Te tratan muy bien si eres bonita, abierta y les sonríes, pero si tienes cualquier problema te dicen: «Vuelve cuando lo hayas solucionado». En Nueva York tenía muy pocos amigos verdaderos. La mayoría de ellos no eran más que basura.

—¿Dónde conociste a esa gente?

—En los clubs. Por las noches voy a los clubs, para alejarme del trabajo, para pensar en otras cosas. Pasarme el día entero con ese crío… uf.

No podía soportarlo, pero gracias a eso estaba en Nueva York. Iba a los clubs que frecuentaban mis conocidos.

—¿Clubs? Estoy fuera de mi elemento. ¿De qué se trata?

—Bueno, hay un club al que voy en particular, entro gratis, no pago la entrada ni las bebidas, no tengo que preocuparme por eso, sólo me presento allí y ya está. Lo hice durante más de un año. Siempre va la misma gente, personas que ni siquiera sabes cómo se llaman. Los nombres que te dicen sólo los usan en el club. Nunca sabes a qué se dedican durante el día.

—¿Y qué van a hacer al club?

—Pasárselo bien.

—¿Se lo pasan bien?

—Ya lo creo. En ese club hay cinco pisos especializados. En el sótano tocan reggae, y ahí van los negros. El piso siguiente está dedicado a la música bailable, discotequera. Ahí van yuppies y gente por el estilo. Dos pisos se especializan en tecno… música hecha por una máquina. Es un sonido que te impulsa a bailar, las luces pueden volverte loca, pero eso es porque llegas a sentir muy bien la música. Bailas y bailas, durante tres o cuatro horas.

—¿Con quién bailas?

—La gente sale a la pista y baila sola. Es una especie de meditación.

En la gran pista principal se mezcla todo el mundo, salen ahí y bailan solos.

—Bueno, no puedes bailar sola al ritmo de Sugarfoot Stomp, ¿oyes eso? —le dijo Sabbath, afable y sonriente—. Con esta música se baila el lindy, y para bailar el lindy tienes que hacerlo con una pareja. Se baila con movimientos convulsivos, querida.

—Sí, es muy bonito —dijo ella cortésmente. Hay que respetar a los viejos. Después de todo, aquella chica insensible tenía su lado dulce.

—¿Y qué me dices de las drogas… en los clubs?

—¿Drogas? Sí, claro, hay drogas.

La había pifiado con sus comentarios sobre Sugarfoot Stomp. Se había ganado la antipatía de la chica, incluso había logrado despertar su repugnancia al exagerar hasta qué punto era un viejo quisquilloso, en absoluto amenazante y que no inspiraba ni pizca de temor. Y había desviado de ella la luz del foco. Claro que se trataba de una situación en la que uno nunca sabía cuál era la manera de actuar correctamente, excepto la de tener presente la necesidad de una paciencia infatigable. Si conseguir su objetivo requería un año entero, tenía que asumirlo con tranquilidad. Tan sólo debía confiar en que viviría un año más. Ahora estaba en la fase de contacto y debía disfrutarla. Tenía que conducir la atención de la chica nuevamente a las drogas, orientarla hacia ella misma y la importancia de su vida en los clubs.

Detuvo la cinta. Sólo faltaba que la chica escuchara el oleaginoso sonido de la trompeta klezmer de Elman en Bei Mir Bist Du Sheyn para que saltase del coche en marcha, incluso en medio de ninguna parte.

—¿Drogas? ¿Qué clase de drogas?

Marihuana, cocaína. Tienen esa droga que es una mezcla de heroína y cocaína, y la llaman Special K. Es lo que toman los travestidos para salirse de madre. Es divertidísimo, bailan, son fascinantes. Una escena completamente gay. Abundan los hispanos, los tipos puertorriqueños y los negros. Muchos son jóvenes de diecinueve o veinte años. Mueven los labios como si cantaran mientras suena alguna vieja canción, y todos van vestidos como Marilyn Monroe. Te mueres de risa.

—¿Y tú cómo vestías?

—Llevaba un vestido negro, largo y ceñido, escotado. Un anillo en la nariz, largas pestañas artificiales, grandes zapatos de plataforma. Todo el mundo se besa y abraza, y lo único que haces durante toda la noche es hablar y bailar. Voy ahí a medianoche y me quedo hasta las tres. Ésa es la Nueva York que he conocido. Los Estados Unidos. Nada más que eso.

Pensé que debía ver algo más, así que aquí estoy.

—Porque te sentías explotada. La gente te explotaba.

—No quiero hablar de ello. Algo muy importante se vino abajo. Al final se trata de dinero. Creía tener una amiga, pero tenía una amiga que me estaba utilizando.

—¿De veras? Eso es terrible. ¿Cómo te utilizaba?

—Trabajaba con ella y me daba la mitad del dinero que me tocaba. Y trabajaba mucho para ella. Creía que era amiga mía. «Me has engañado, me has quitado mi dinero», le dije. «¿Cómo has sido capaz de hacerme una cosa así?». Y ella me respondió: «Ah, ¿lo has descubierto? Pues no puedo pagarte». No volví a dirigirle la palabra. Pero ¿qué puede una esperar? Es el estilo americano. La próxima vez tendré que estar preparada.

—¡Caramba! ¿Cómo conociste a esa persona?

—En el club.

—¿Fue doloroso?

—Me sentí tan estúpida…

—¿A qué te dedicabas? ¿Cuál era el trabajo?

—Bailaba en un club. Eso pertenece a mi pasado. —Eres demasiado joven para tener pasado.

—Pues sí —replicó ella, riéndose sonoramente por su precocidad, tan impropia de una jovencita—, tengo un pasado.

—Una chica de veinte años con un pasado. ¿Cómo te llamas?

—Christa.

—Yo me llamo Mickey, pero aquí los chicos me conocen como Country.

—Encantada, Country.

—La mayoría de las jóvenes de veinte años no han empezado todavía a vivir —comentó él.

—Serán las chicas americanas. Nunca he tenido una amiga americana.

Entre los chicos, sí, he tenido amigos.

—¿Entonces la aventura consiste en conocer mujeres?

—Sí, quisiera tener amigas jóvenes, pero en general conozco mujeres mayores, del tipo materno, ya sabe, y eso está bien para mí. ¿Las chicas de mi edad? No podemos llevarnos bien. Son como criaturas.

—De modo que lo adecuado para Christa son los tipos maternos.

—Supongo que sí —dijo ella, y volvió a reírse.

En la esquina de Shear Shop giró en dirección a Battle Mountain. Le resultaba difícil escuchar la voz que le aconsejaba paciencia son Los tipos maternos. No podía dejarla escapar. Jamás podía permitir que se le escapar a un nuevo descubrimiento. La médula de la seducción es la persistencia. La persistencia, el ideal jesuítico. El ochenta por ciento de las mujeres ceder án bajo una presión tremenda si la presión es persistente. Has de entregarte a la jodienda de la misma manera que un monje se entrega a Dios. La mayoría de los hombres tienen que encajar la jodienda entre los límites de lo que para ellos son preocupaciones más acuciantes: ganar dinero, el poder, la política, la moda, sabe Dios qué otras cosas… el esquí, por ejemplo. Pero Sabbath había simplificado su vida y acomodado las demás preocupaciones alrededor de la jodienda. Nikki le abandonó, Roseanna estaba harta de él, pero en conjunto, para un hombre de su posición social, había tenido un éxito increíble. El ascético Mickey Sabbath, todavía dedicado a ello a sus sesenta y tantos años. El Monje de la Jodienda. El Evangelista de la Fornicación. Ad majorem gloriam Dei.

—¿Qué tal era lo de bailar en el club?

—Es como… ¿qué podría decir? Me gustaba. Lo tenía que hacer para satisfacer la curiosidad. No sé. Hay que hacerlo todo en la vida.

—¿Durante cuánto tiempo lo hiciste?

Mire, no quiero hablar de eso. Escucho los consejos de todo el mundo, y luego voy y hago lo que me parece.

Él dejó de hablar y siguieron avanzando. En aquel silencio, en aquella oscuridad, cada movimiento respiratorio asumía su importancia de ser lo que te mantenía vivo. Sabbath tenía claros sus objetivos y la picha empinada. Tenía conectado el piloto automático, estaba excitado, exultante, seguía la luz de sus faros como si estuviera en una procesión bajo las estrellas, encabezada por antorchas hacia la humedad nocturna de la cima de la montaña, donde los celebrantes se reunían ya para la desenfrenada adoración de la polla tiesa. En cuanto al atuendo, opcional.

—Oiga, ¿nos hemos perdido? —le preguntó la muchacha.

—No.

Cuando habían subido la mitad de la ladera, ella no pudo seguir más tiempo callada. Sí, desempeña su papel a la perfección.

—Actuaba más en fiestas privadas, si quiere saberlo. Despedidas de soltero. Lo hice durante cerca de un año, con mi amiga. Entonces íbamos de tiendas juntas y nos gastábamos todo el dinero. Las chicas que se dedican a esto son muy solitarias. Son maldicientes, porque han sufrido mucho. Me quedo mirándolas y me digo: «Oh, Dios mío, soy demasiado joven, tengo que salir de esto». Porque lo hacía por dinero. Y me engañaron. Pero así es Nueva York. En fin, necesitaba un cambio. Quería dedicar mi tiempo a otra cosa, un trabajo que me permitiera relacionarme con la gente. Y echaba de menos la naturaleza. De niña, en Alemania, viví en un pueblo hasta que mis padres se divorciaron. Añoro la naturaleza y todo cuanto es apacible. El dinero no es lo único que importa en la vida. Así que me vine a vivir aquí.

—¿Y cómo te va aquí?

Es estupendo. La gente resulta ser muy amistosa, muy simpática. Aquí no me siento forastera, y eso es muy agradable. En Nueva York tratan de ligarme en todas partes. Sucede continuamente. Eso es lo que les encanta hacer a los neoyorquinos. Les digo que se larguen y me obedecen. Manejo la situación la mar de bien. Lo importante es no parecer atemorizada. A usted no le temo. La gente de Nueva York puede ser un poco extraña, pero aquí no. Aquí me siento como en casa. Ahora me gusta América. Incluso me dedico a labores de patchwork —soltó una risita—. Sí, yo. Soy una auténtica norteamericana. Hago colchas.

—¿Cómo has aprendido?

—He leído libros sobre el tema.

—Pues mira, me encantan las colchas —dijo Sabbath—. Las colecciono, ¿sabes? Me gustaría ver las tuyas algún día. ¿Me venderías una?

—¿Vender? —replicó ella, con una risa franca y ronca, como la de una borracha que duplicara su edad—. ¿Por qué no? Claro que se la venderé, Countr y. Usted sabrá qué hace con su dinero.

También él se echó a reír.

—¡Vaya, nos hemos perdido de veras! —exclamó, y entonces giró bruscamente y la dejó ante la tienda para gourmets en quince minutos.

Durante el trayecto hablaron animadamente sobre su interés común.

Por inimaginable que parezca, la brecha quedó salvada… la antipatía se evapora, la afinidad se establece, se concierta una cita. Colchas. El estilo americano.

Gracias —le dijo Drenka a Christa cuando llegó el momento de que la pareja se levantara y se vistiera para regresar a casa—, gracias —repitió en voz levemente trémula—, gracias, gracias, gracias… —abrazó de nuevo a Christa y la meció como si fuera un bebé—. Gracias, gracias.

Christa besó dulcemente cada uno de los pechos de Drenka. En su boquita se formó una sonrisa cariñosa y juvenil cuando se arrimó más a Drenka y, con los ojos muy abiertos, como una niña, le dijo:

—A muchas mujeres heterosexuales les gusta.

Aunque Sabbath había planeado la velada y dado a Drenka el dinero que ella le había exigido por participar, se sintió más o menos superfluo desde el momento en que Drenka llamó y él le abrió la puerta de la buhardilla. Se había presentado antes, pues le parecía que, incluso al cabo de un mes de delicada diplomacia, podría ser necesario continuar las negociaciones hasta el último momento. El esfuerzo era de gran envergadura, y aún no estaba seguro de lo fiable que era Christa, la cual no se había liberado totalmente en Madamaska Falls de sus recelos europeos, ni tampoco Sabbath había observado en ella, como esperaba hacerlo, un solo signo alentador de que estaba adoptando un punto de vista más egoísta.

—Hola, Drenka —le dijo al abrirle la puerta—. Ésta es mi amiga Christa.

Y aunque hasta entonces Drenka sólo había visto a la muchacha a través del escaparate de la tienda para gourmets, ante el que había paseado varias veces a sugerencia de Sabbath, cruzó sin vacilar la estancia hacia el lugar donde estaba Christa, sentada en el sofá de segunda mano y vestida con unos tejanos rotos y ajustados y una chaqueta de terciopelo con lentejuelas, de una tonalidad violeta que armonizaba con el color de sus ojos. Arrodillándose en el suelo de tablas, Drenka tomó entre sus manos la cabeza rapada de Christa y la besó ardientemente en la boca. La rapidez con que Drenka desabrochó la chaqueta de Christa y ésta le quitó a Drenka la blusa de seda y echó a un lado su sostén llenó de asombro a Sabbath. Pero la audacia de Drenka siempre le asombraba. Había creído que sería necesaria una fase de calentamiento (charla y bromas supervisadas por él, una conversación franca, tal vez incluso el gesto compasivo de echar un vistazo a las tediosas colchas de Christa, a fin de que las dos se sintieran cómodas), cuando lo cierto era que quinientos dólares en su monedero habían envalentonado a Drenka para «entrar ahí como una puta y hacerlo», según sus mismas palabras. Después de aquel primer encuentro, Drenka no tuvo más que elogios para Christa. Mientras Sabbath la conducía al lugar donde había dejado su coche, detrás de Town Street, se acurrucó amorosamente contra él, le besó la barba, le lamió el cuello… Aquella mujer de cuarenta y ocho años, excitada como una criatura al salir del circo, era algo digno de verse.

—Lo he hecho con una lesbiana, he notado el amor que recibía de ella.

Cuánta experiencia tiene en su manera de tocar el cuerpo de una mujer. ¡Y los besos! Su conocimiento del cuerpo femenino, cómo acariciarlo, cómo besarlo, cómo tocarme la piel y hacer que los pezones se me endurezcan, y el modo de chupármelos, y ese amor, esa manera de dar, muy sexual, muy viril, esa especie de vibración erótica que me procuraba me ha puesto muy caliente. ¡Saber exactamente cómo tocar mi cuerpo casi mejor que como lo hacen algunas veces los hombres! ¡Descubrir el botoncito de mi coño y retenerlo ahí exactamente el tiempo que necesitaba para correrme! Y cuando empezó a besarme, ¿sabes?, hacia abajo y lamiéndome… la habilidad de la lengua que presionaba lo justo en el lugar exacto… ¡oh, qué excitante era eso!

En cuanto a él, cuando estaba tendido en la cama, a unos pocos centímetros de las dos mujeres, siguiendo cada movimiento como un estudiante de medicina que observara por primera vez un procedimiento quirúrgico, también se lo había pasado en grande y, al mismo tiempo, había podido echar una mano cuando Christa, con su lengua musculosa anclada entre los muslos de Drenka, se puso a palpar las sábanas en ciega búsqueda de un vibrador. Poco antes ella había sacado tres del cajón de la mesilla de noche, unos vibradores marfileños cuya longitud oscilaba entre siete y quince centímetros, y Sabbath localizó el más largo y lo depositó, correctamente orientado, en la mano extendida de la muchacha.

—De modo que no me necesitabas para nada —le dijo a Drenka.

—Oh, no digas eso. Acostarme con otra mujer me parece delicioso y excitante —le mintió, como él descubriría más adelante—, pero no habría querido tener que hacerlo con ella a solas. No me habría puesto cachonda.

Necesito la presencia del pene, necesito que me acucie la excitación masculina. Pero encuentro muy erótico el cuerpo de una mujer joven, su belleza, sus redondeces, los senos pequeños, las formas, el olor, la suavidad, y entonces, cuando también yo bajo hasta el coño, me parece realmente precioso. Nunca lo hubiera imaginado así, al mirar el mío en el espejo.

Cuando te miras a ti misma estás avergonzada, contemplas tus órganos sexuales y no son aceptables desde la perspectiva estética. Pero en este ambiente veo la totalidad y, aunque es una mística de la que formo parte, es un misterio para mí, un misterio absoluto.

La tumba de Drenka estaba cerca del pie de la colina, a unos doce metros de un muro de piedra anterior a la Revolución y de una hilera de arces enormes que separaban el cementerio de la carretera llena de curvas que conducía a la cima. Durante los meses transcurridos, las luces de quizá media docena de vehículos traqueteantes (camionetas de caja descubierta, a juzgar por el sonido) habían iluminado brevemente a su paso el lugar donde Sabbath lloraba la pérdida de su amante. Sólo tenía que arrodillarse para ser tan invisible desde la carretera como cualquiera de los muertos enterrados a su alrededor, y a menudo ya estaba arrodillado. Nunca se había encontrado con otro visitante nocturno del cementerio, lo cual no era de extrañar, pues un alejado camposanto rural situado a quinientos cincuenta metros sobre el nivel del mar no atraía a la gente, ni siquiera en primavera, para vagabundear por él de noche. Los ruidos que llegaban desde el exterior del recinto (en Battle Mountain abundaban los ciervos) inquietaron no poco a Sabbath al comienzo de sus visitas, y a menudo estaba totalmente seguro de que, en la periferia de su visión, había algo que se movía con rapidez entre las tumbas, y creía que ese algo era el fantasma de su madre.

Al principio no sabía que iba a convertirse en un visitante regular.

Claro que tampoco le había pasado por la imaginación que, al contemplar la parcela, vería a Drenka a través del suelo, la vería dentro del ataúd, alzándose el vestido hasta la estimulante altura en que la parte superior de las medias estaba fijada a los portaligas, vería una vez más aquella carne suya que siempre le recordaba la capa de nata en la boca de la botella de leche cuando era niño y Borden hacía el reparto. Era una estupidez que no hubiera contado con los pensamientos carnales.

—Ponte encima de mí —le decía ella—. Cómeme, Country, tal como lo hacía Christa.

Y Sabbath se arrojaba sobre la tumba y sollozaba como no pudo hacerlo en el funeral.

Ahora que ella había desaparecido par a siempre, a Sabbath le resultaba increíble que, ni siquiera en su época de amante loco y encoñado, antes de que Drenka se convirtiera tan sólo en una diversión absorbente, para joder con ella, para conspirar y tramar tretas con ella, que, ni siquiera entonces, se le hubiera ocurrido intercambiar el extremado aburrimiento que le causaba borracha y deserotizada Roseanna para casarse con una mujer cuya afinidad con él era muy superior a la de cualquier otra que hubiera conocido fuera de un burdel. Una mujer convencional capaz de hacer cualquier cosa. Una mujer respetable lo bastante guerrera para responder con su audacia a la de él. Sin duda no habría un centenar de mujeres así en todo el país, no habría cincuenta en todos los Estados Unidos. Y él no había tenido ni idea jamás, en sus trece años de relación, se había cansado de mirarle el escote o debajo de la falda, y sin embargo no había tenido ni idea.

Pero ahora ese pensamiento le trastornaba… Nadie creería que el escandaloso contaminador del pueblo, el puerco Sabbath, pudiera experimentar semejante oleada de sentimientos sinceros. Se abandonó con un ardor convulsivo que excedía incluso al del marido de Drenka la gélida mañana de noviembre en la que tuvo lugar el funeral. El joven Matthew, vestido con el uniforme de guardia estatal, no exteriorizó otra emoción que una rabia silenciosa y contenida, el más violento de los impulsos magistralmente organizado por un policía consciente. Era como si su madre no hubiera muerto de una enfermedad terrible, sino a causa de un acto de violencia perpetrado por un psicópata a quien él iría a buscar y metería con calma en la cárcel, una vez terminada la ceremonia. Drenka siempre había deseado que mostrara la misma contención con su padre que en la carretera, donde, según ella, el joven policía jamás perdía el dominio de sí mismo, fuera cual fuese la provocación. Drenka repetía ingenuamente a Sabbath, con las mismas palabras de Matthew, todo aquello de lo que éste se jactaba ante ella. El deleite que le procuraban los logros del muchacho era quizá, para Sabbath, su rasgo más atractivo, pero era con mucho el más inocente.

Una persona cándida jamás habría creído que pudiera darse semejante polaridad extrema en un mismo individuo, pero Sabbath, que era un gran admirador de la incongruencia humana, se quedaba a menudo pasmado ante la adoración que su Drenka, aquella mujer libre de tabúes y en busca de emociones, mostraba por el hijo que consideraba la impecable aplicación de la ley como lo más importante en la vida, que ya no tenía más amigos que sus colegas policías, que, como le explicó a su madre, había llegado a desconfiar por completo de los civiles. Recién salido de la academia, Matthew solía decirle a su madre: «¿Sabes una cosa? Tengo más poder que el presidente. ¿Sabes por qué? Puedo retirar a la gente sus derechos, su libertad. “Está usted bajo arresto. Queda detenido. Adiós a su libertad”». Y observaba las reglas con tanta diligencia porque se sentía muy responsable de su poder.

—Nunca se enfada —le dijo Drenka a Sabbath—. Si otro policía vocifera e insulta al sospechoso, Matthew le dice: «No merece la pena. Vas a meterte en un lío. Estamos haciendo lo que debemos hacer». La semana pasada llevaron a un tipo a la comisaría, uno que incluso daba patadas al coche patrulla, y Matthew les dijo: «Dejadle hacer lo que quiera, está detenido. ¿Qué vamos a demostrar con nuestros gritos e insultos? Luego podrá declarar lo que le hemos hecho ante el tribunal, y eso será otro atenuante de su comportamiento delictivo». Matthew les permite soltar juramentos y hacer lo que les venga en gana. Están esposados, es él quien domina la situación, no ellos. Me dice: «El detenido intenta sacarme de mis casillas. Hay policías que no pueden contenerse y empiezan a gritarles… ¿y por qué, mamá? ¿Para qué?». Matthew guarda silencio y se limita a encerrarlos.

Para un pueblo tan pequeño como Madamaska Falls, la asistencia al funeral había sido enorme. Aparte de los amigos del pueblo y los numerosos empleados y exempleados del hostal, habían acudido desde Nueva York, Providence, Portsmouth y Boston docenas de clientes de los que Drenka había sido su amable y enérgica hostelera durante arios… y entre ellos figuraba cierto número de hombres con los que había jodido. Sabbath los observaba a cierta distancia, detrás de la multitud, y veía claramente la expresión de pesar y abatimiento en cada uno de aquellos rostros. ¿Quién era Edward? ¿Quién era Thomas? ¿Y Patrick? Aquel tipo tan alto debía de ser Scott. Y no lejos de Sabbath, e igual que él, tan alejado del ataúd como le era posible, estaba el joven Barrett, el nuevo electricista de Blackwall, un pueblo destartalado que se encontraba al norte y que tenía cinco ruidosas tabernas y un hospital psiquiátrico. Sabbath había aparcado detrás de la camioneta de Barrett en el atestado aparcamiento del cementerio. En la compuerta trasera del vehículo había una inscripción: «Electricidad Barrett y Cía. ¿Avería? Llámenos y olvídela».

Barrett, que llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y lucía un mostacho mexicano, estaba al lado de su esposa embarazada. La mujer tenía en brazos un fardo que era su berreante bebé de meses. Dos mañanas a la semana, cuando la señora Barrett bajaba al valle para trabajar como secretaria en la compañía de seguros, Drenka conducía su coche por la carretera paralela al embalse que llevaba a Blackwall y se bañaba con el marido de la señora Barrett. El día del entierro el hombre no tenía buen aspecto, quizá porque le apretaba el traje o porque no llevaba abrigo y se estaba congelando. No dejaba de mover sus largas piernas, como si corriera el peligro de que lo lincharan al concluir el servicio religioso. Barrett era la última conquista de Drenka entre los operarios que hacían reparaciones alrededor del hostal. La última conquista. Tenía un año menos que el hijo de Drenka. Apenas hablaba, excepto después del baño, y entonces, con su entusiasmo de paleto, hacía las delicias de Drenka al decirle: «Eres algo serio, eres algo muy distinto». Aparte de su juventud y su cuerpo juvenil, a Drenka le excitaba que fuese «un hombre físico».

—No es mal parecido —le dijo a Sabbath—. Tiene ese no sé qué animal que me gusta. Creo que, si me apeteciera, no pararía de follarme.

Servicio completo las veinticuatro horas del día. Es musculoso, con el estómago completamente liso, tiene esa gran polla y suda mucho, parece mentira lo que llega a sudar, la cara se le pone muy roja y hace como tú, también me dice: «Todavía no quiero correrme, Drenka, todavía no», y al cabo de un momento: «Oh, Dios mío, me corro, me corro», y entonces:

«Ahhh, ahhh», en voz muy alta. Y el alivio, es casi como si se desmayara.

Vive en un entorno de clase obrera y he de ir allí, todo lo cual aumenta la excitación. Un pequeño bloque de pisos, y en las paredes del suyo unas espantosas láminas de caballos. Tienen dos habitaciones, y el gusto es terrible. Los demás inquilinos trabajan como ayudantes en el manicomio. En el cuarto de baño hay una de esas viejas bañeras que se alzan por encima del suelo. Y le digo: «Abre el grifo para que pueda bañarme». Recuerdo que una vez llegué allí a mediodía, tenía mucho apetito e íbamos a comer una pizza. Me desnudé en seguida y abrí el grifo. Sí, nos ponemos muy cachondos en la bañera, se la casco un poco, ya sabes. Puedes follar en la bañera, y lo hemos hecho, pero entonces el agua se derrama. Lo que me gusta es nuestra manera de joder, tan peculiar de él. Se sienta erguido y, como tiene la polla tan grande, lo hacemos así, sentados. Nos movemos de lo lindo, sudamos a mares, hay mucha actividad física, mucha más que con cualquier otro. Me encantan tanto los baños como las duchas. Parte de la excitación se debe a la espuma, el jabón. Empiezas por la cara y sigues por el pecho y el vientre y llegas a la polla, que se pone tiesa, o ya lo está. Y entonces empiezas a follar. Si estás en pie bajo la ducha, follas en pie. Si es en la bañera, tiendes a sentarte encima de él y hacerlo así. O bien me inclino adelante y él me folla. Adoro la bañera, tirarme ahí a mi estúpido electricista. Me encanta.

Drenka cometió el error de comunicar a Barrett la mala noticia.

—Me aseguraste que no ibas a complicarme las cosas —le dijo—, me lo prometiste, y ahora me vienes con esto. Tengo un bebé al que mantener, tengo una mujer embarazada de la que cuidar. Tengo un nuevo negocio del que preocuparme, y si hay algo que no necesito para nada en estos momentos, de ti, de mí o de cualquier otro, es un cáncer.

Drenka telefoneó a Sabbath y fue de inmediato a la Gruta para reunirse con él.

Sabbath se sentó en el afloramiento de granito y la meció en su regazo.

—Jamás debiste decírselo.

—Pero éramos amantes —replicó ella, llorando patéticamente—. Quería que lo supiera. No sabía que era tan despreciable.

—Mira, si lo hubieras considerado desde el punto de vista de la mujer embarazada, se te podría haber ocurrido. Sabías que era un tipo estúpido y te gustaba que lo fuese. «Mi estúpido electricista». Te ponía cachonda ése no sé qué animal que tenía, que viviera en un sitio horrible, que fuese estúpido.

—Pero le estaba hablando de cáncer. Incluso una persona estúpida…

—No hablemos más de ello. Parece ser que un hombre tan estúpido como Barrett no tiene siquiera esa mínima sensibilidad.

Sabbath había llegado al final de su visita y estaba esparciendo su simiente en la parcela oblonga de la Madre Tierra que ocupaba Drenka, cuando los faros de un coche se desviaron de la carretera e iluminaron el ancho sendero de grava por el que de ordinario los coches fúnebres entraban en el cementerio. Las luces oscilantes avanzaron, se apagaron de pronto y el motor quedó en silencio. Tras subirse la cremallera de la bragueta, Sabbath se escabulló, agachado, hacia el arce más cercano. Una vez allí, se puso de rodillas y ocultó su barba blanca entre el enorme tronco y el viejo muro de piedra. Por la silueta del vehículo, que tenía más o menos la forma y el tamaño de un coche fúnebre, distinguió que era una limusina. Y una persona avanzaba con seguridad hacia la tumba de Drenka, un hombre alto, con un abrigo holgado y calzado, al parecer, con botas de caña alta. Se orientaba por medio de una linterna que encendía y apagaba alternativamente. En la nebulosa semioscuridad del cementerio iluminado por la luna, las zancadas de sus pies enfundados en aquellas botas parecían las de un gigante. Sin duda había esperado que allí hiciera frío. Debía de ser… ¡era el magnate de las tarjetas de crédito! ¡Era Scott!

Scott Lewis medía un metro noventa. Drenka, que no pasaba de un metro sesenta, le había sonreído en un ascensor, en Boston, y le había preguntado si tenía la hora exacta. Con eso bastó. Ella solía sentarse sobre su polla en el asiento trasero de la limusina mientras el chófer daba una vuelta lenta por los barrios residenciales y, en ocasiones, pasaba ante la misma casa de Lewis. Era uno de los hombres que le decían a Drenka que no existía ninguna otra mujer como ella en el mundo. Sabbath se lo había oído decir desde el teléfono de la limusina.

—Está muy interesado por mi cuerpo —se apresuró ella a informar a Sabbath—. Quiere hacerme fotos, mirarme y besarme continuamente. Le gusta mucho lamerme el coño, y es muy tierno.

Sin embargo, a pesar de lo tierno que era, a la segunda cita que tuvo con él en un hotel de Boston, una prostituta que Lewis había solicitado por teléfono llamó a su puerta sólo diez minutos después de la llegada de Drenka.

—Lo que no me gustó —le dijo Drenka a Sabbath por teléfono a la mañana siguiente— fue no haber tenido voz en el asunto, el hecho de que me lo impusiera.

—¿Qué hiciste entonces?

—Tuve que salir del apuro lo mejor posible, Mickey. La mujer se presenta en la habitación del hotel vestida como una puta de alta categoría.

Abre su bolsa y tiene ahí todas esas cosas. ¿Quieres un pequeño uniforme de criada? ¿Lo quieres al estilo indio? Y entonces saca sus consoladores y pregunta: «¿Te gusta éste o ése de ahí?». Y entonces, bueno, vamos allá.

¿Pero cómo puedes excitarte de esa manera? Era bastante duro, incluso para mí. En fin, supongo que empezamos de alguna manera. La idea consistía en que el hombre era más bien un mirón, le interesaba ver cómo lo hacían dos mujeres. Le pedía sobre todo que me hiciera cosas. Aquello me parecía muy técnico y frío, pero me dije que sería animosa y lo haría. Así que al fin me esforcé un poco y conseguí que me excitara. Pero en conjunto follé más con Lewis… los dos follábamos mientras la mujer estaba presente pero desplazada. Después de que él se corriera, empecé a besarle el conejo a la tía, pero lo tenía muy seco, aunque al cabo de un rato empezó a moverse un poco, y entonces lo consideré como una especie de misión. ¿Sería capaz de poner cachonda a una puta? Creo que quizá lo logré hasta cierto punto, pero era difícil saber si lo fingía. ¿Sabes lo que me dijo? ¿A mí? Cuando los tres estábamos vestidos, me dijo: «¡Cuesta mucho hacer que te corras!». Estaba enfadada. «Los maridos quieren siempre que haga esto» —creía que éramos marido y mujer— «pero contigo he tenido que hacer un esfuerzo fuera de lo corriente». Es muy habitual que los matrimonios hagan eso, Mickey. La puta dijo que ella lo hace continuamente.

—¿Te resulta difícil creerlo? —le preguntó él.

—¿Quieres decir que todo el mundo está loco como nosotros? —replicó ella, riendo alegremente.

—Más locos —le aseguró Sabbath—, están mucho más locos.

Drenka llamaba «el arco iris» a la erección de Lewis porque, como le agradaba explicar, «su polla es bastante larga y como curvada. Tiene una pequeña curvatura en un lado». A instancias de Sabbath, había trazado su perfil en una hoja de papel, y él conservaba todavía el dibujo en alguna parte, probablemente entre aquellas fotos obscenas de ella a las que no había sido capaz de echar un vistazo desde su muerte. Lewis era el único de sus hombres, aparte de Sabbath, al que había permitido que le diera por el culo.

Hasta tal punto era un hombre especial. Cuando Lewis quiso hacer lo mismo con la puta, ésta le dijo que lo sentía, pero que allí era donde ella trazaba la raya.

¡Oh, sí, lo bien que se lo pasó Drenka con la polla curvada de aquel tipo! ¡Era exasperante! Y no obstante, cuando se lo contaba, Sabbath a menudo tenía que decirle que no fuese tan rápida en el relato, debía recordarle que no había nada trivial, que ningún detalle era demasiado minúsculo para no someterlo a su atención. Solía solicitarle esa clase de conversación, y ella le obedecía. Los excitaba a los dos. Su compañera genital. Su mejor alumna.

Sin embargo, había tardado años en convertir a Drenka en una buena narradora de sus aventuras, puesto que la mujer tendía, por lo menos en inglés, a amontonar frases truncadas unas encima de otras hasta que él no comprendía de qué le estaba hablando. Pero, poco a poco, a medida que ella le escuchaba y hablaba, fue produciéndose una creciente correlación entre el pensamiento y el lenguaje de Drenka. Ciertamente, desde el punto de vista sintáctico, llegó a ser más correcta que las nueve décimas partes de los lugareños de aquella montaña, aunque su acento se mantuviera hasta el final notablemente jugoso: pronunciaba con ch las h aspiradas, sus r finales eran fuertes y ondulantes, y sus l, casi como las rusas, recorrían un largo camino desde el fondo de la boca. Todo esto tenía el efecto de arrojar una sombra deliciosa sobre sus palabras, haciendo sólo una pizca misteriosa la menos misteriosa de las expresiones, una seducción fonética que subyugaba todavía más a Sabbath.

Lo más difícil para ella era retener los modismos ingleses pero, hasta su muerte, mostró una destreza notable para convertir los clichés, proverbios o lugares comunes, en unos objets trouvés tan propios de ella que Sabbath no se los habría corregido por nada del mundo. Incluso algunos (por ejemplo, «son necesarios dos para enredarse».[1] acabaría por adoptarlos.

Ahora, al recordar lo convencida que ella estaba de su dominio de las locuciones características del inglés, al evocar amorosamente el mayor número posible de despropósitos lingüísticos creados por Drenka en el curso de los años, se sintió abandonado por todas sus defensas y, una vez más, descendió a la sima de su aflicción: soportar y sonreírlo… sus días son contados… un tejado debajo de mi cabeza… cuando el cagadero llega al ventilador… no puedes comparar manzanas y manzanas… el chico que gritó «¡que viene el bolo!»… tranquilo como un tronco… vivito y cocinando… me estás tocando el pelo… tengo que irme yendo… habla para ti mismo, hombre… un caso cerrado y encerrado… no me tengas en suspensión… pegar a una puta muerta… un poco de sal recorre un largo camino… cree que soy una meada sin fondo… que se coma su propia medicina… el pájaro temprano nunca llega tarde… sus ladridos son peores que tus lloros… es como llevar carbones a la chimenea… Me siento como si me hubiera atropellado un caballo… Tengo un hueso que moler contigo… el crimen no compensa… no puedes enseñar a un perro viejo a sentarse… Cuando quería que el perro de Matija se parase y aguardara a su lado, en vez de decirle: «¡Sentado!», le decía: «¡Tieso!». Y cierta vez que Drenka había ido a Brick Furnace Road para pasar la tarde en el dormitorio de Sabbath (Roseanna había viajado a Cambridge para visitar a su hermana), y aunque sólo lloviznaba cuando llegó, después de comerse los bocadillos que Sabbath había preparado, fumarse un porro y acostarse, el día se había convertido en una noche sin luna. Transcurrió una pavorosa y negra hora de silencio y entonces la tormenta se desencadenó en la montaña. Posteriormente, Sabbath se enteró por la radio de que un tornado había destrozado un aparcamiento de remolques a sólo veinticuatro kilómetros al oeste de Madamaska Falls.

Cuando la turbulencia atmosférica era más ruidosamente espectacular y machacaba como artillería que hubiera tomado por blanco la propiedad de Sabbath, Drenka se aferró a él bajo la sábana y le dijo en un tono aturdido:

—Espero que haya un paratruenos en esta casa.

—Aquí yo mismo soy el paratruenos —le aseguró él. Cuando Sabbath vio que Lewis se inclinaba sobre la tumba para depositar un ramo de flores, pensó: «¡Pero ella es mía! ¡Me pertenece!».

Lo que Lewis hizo a continuación fue tan abominable que Sabbath, sin pensarlo dos veces, palpó a su alrededor en la oscuridad en busca de una piedra o un palo con que abalanzarse contra aquel hijo de puta y descalabrarlo. Lewis se abrió la bragueta y se sacó de los calzoncillos el pene erecto cuyo contorno dibujado Sabbath conservaba en sus archivos, como recordó entonces, bajo la indicación «Misc.», abreviatura de «miscelánea». Estuvo largo rato balanceándose adelante y atrás, balanceándose y gimiendo, hasta que finalmente alzó el rostro hacia el cielo estrellado y, con una voz de bajo profundo, fuerte y apasionada, lanzó un grito que resonó en las colinas: «¡Chúpamela, Drenka, chúpamela hasta dejarme seco!».

Aunque no era fosforescente, lo cual habría permitido a Sabbath seguir visualmente su trayectoria, aunque no estaba lo bastante coagulado ni era tan denso que le permitiera oír su sonido al entrar en contacto con el suelo incluso en el silencio de aquella montaña, tan sólo por la inmovilidad de la silueta de Lewis y por el hecho de que su respiración era audible a diez metros de distancia, Sabbath supo que el producto de la eyaculación del hombre alto acababa de mezclarse con el del bajo. Al cabo de un momento, Lewis se arrodilló y, ante la tumba, se puso a recitar amorosamente en voz baja y compungida: «… tetas… tetas… tetas… tetas…».

Sabbath había llegado al límite de su capacidad de aguante. Había desalojado con el pie una piedra que estaba entre las grandes y protuberantes raíces del arce, una piedra del tamaño de una pastilla de jabón, y ahora la cogió y la lanzó en dirección a la tumba de Drenka. El proyectil chocó contra una lápida cercana, y el ruido hizo que Lewis se pusiera en pie y mirase frenéticamente a su alrededor. Entonces echó a correr cuesta abajo hacia la limusina que le esperaba y cuyo motor se puso en marcha de inmediato. El coche retrocedió por el sendero, enfiló la carretera y, después de que se encendieran los faros, partió como una exhalación.

Sabbath corrió a la tumba de Drenka y vio que el ramo de Lewis era enorme, tanto que podría estar formado por hasta cuatro docenas de flores.

Las únicas que pudo reconocer, con la ayuda de su linterna, fueron las rosas y los claveles. Desconocía los nombres de las demás, pese a todos aquellos veranos en los que había recibido la enseñanza en botánica impartida por Drenka. Se arrodilló, recogió el ramo por el abultado manojo de tallos, se lo apretó contra el pecho y echó a andar por el sendero de tierra hacia la carretera y su coche. Al principio imaginó que el ramo retenía la humedad de la floristería, donde mantenían las flores frescas en recipientes con agua, pero luego la textura le hizo comprender lo que era, naturalmente, aquella sustancia que empapaba las flores, le cubría las manos y humedecía también la vieja y sucia cazadora de bolsillos enormes en los que solía acarrear sus títeres a la universidad antes de que estallara el escándalo de su relación con Kathy Goolsbee.

Cierta vez Drenka le contó a Sabbath que después de su matrimonio, cuando, durante sus primeros años como emigrados, Matija se deprimía cada vez más y perdió todo su interés por joder con ella, estaba tan desolada que fue ver a un médico de Toronto, donde vivieron algún tiempo tras huir de Yugoslavia, y le preguntó cuántas veces debía hacer el amor una pareja.

El médico le preguntó a su vez cuál creía ella que era una expectativa razonable. Sin pararse siquiera a pensar, la joven esposa respondió: «Pues unas cuatro veces al día». El médico le preguntó cómo una pareja de trabajadores iba a encontrar el tiempo necesario para hacer el amor tan a menudo, salvo quizá los fines de semana. Ella se puso a calcular con los dedos y le explicó:

«Lo haces una vez a las tres de la madrugada, y a veces ni siquiera te enteras de que lo estás haciendo. Lo haces a las siete, cuando te despiertas. Lo haces cuando vuelves del trabajo y antes de dormir. Incluso puedes hacerlo dos veces antes de dormirte».

Mientras bajaba con cautela por la oscura pendiente del cementerio, aferrando todavía el ramo de flores humedecidas, recordó esta anécdota por asociación con aquel viernes triunfal, sólo setenta y dos horas después del discurso de Matija a los miembros del club Rotary, en que ella finalizó la jornada, no la semana, sino la jornada, inundada por el esperma de cuatro hombres. «Nadie puede acusarte, Drenka, de turbación ante tus fantasías», dijo Sabbath para sus adentros. «Cuatro, nada menos. Bueno, sería un honor contarme entre ellos si llegara a haber una próxima vez». Cuando escuchó esta anécdota, no sólo se inflamó su deseo sino también su veneración: tenía un aura de grandeza, de heroicidad. Aquella mujer de estatura más bien baja y un poco llenita, una belleza morena pero con una nariz que parecía curiosamente estropeada, aquella refugiada que apenas sabía nada del mundo más allá de la Split de sus años escolares (población: 99 462 habitantes) y el pintoresco pueblo de Nueva Inglaterra llamado Madamaska Falls (población: 1109 habitantes), le parecía a Sabbath una mujer de suma importancia.

—Fue cuando viajé a Boston para ver a mi dermatólogo —le había contado ella—. Eso fue muy excitante. Te sientas en el consultorio del médico, sabes que eres su amante y que él está cachondo, te enseña la gran erección que tiene, se la saca y te folla allí mismo, en el consultorio, durante la cita. Hace años iba a visitarle los sábados, para joder con él, y me lo hacía de maravilla. En fin, desde allí fui a ver al magnate de las tarjetas de crédito, ese tal Lewis, y era excitante que otro hombre estuviera esperando, que yo pudiera poner cachondo a otro. Es posible que eso me diera fuerzas, la capacidad de seducir a más de un hombre. Lewis me folló y se corrió dentro de mí. Qué bien me sentía. Sólo yo lo sé. Soy una mujer que va por ahí con el esperma de dos hombres. El tercero fue el decano de la universidad, el que se alojaba en el hostal con su mujer. Ella estaba en Europa, así que cenamos juntos. No le conocía… aquélla era la primera vez. ¿Quieres que te hable con toda franqueza del asunto? Descubrí que tenía la regla. Lo había conocido cuando dimos el cóctel para los invitados. Estaba a mi lado y me rozaba los pezones con sus brazos. Me dijo que tenía una gran erección, y yo casi podía verla. Un decano de la universidad… Así hablábamos en el cóctel. Esa clase de ambiente es el que me pone cachonda, cuando lo haces en público, pero secretamente. Pues bien, él había preparado aquella esmerada cena. Los dos éramos muy apasionados, pero muy tímidos al mismo tiempo, o la situación nos ponía nervioso. Cenamos en su comedor y yo respondía a sus preguntas sobre mi infancia bajo el comunismo, y por fin subimos al dormitorio. Era un hombre fuerte y, al abrazar me, casi me aplastó las costillas. Tenía unos modales increíbles, tal vez por su timidez y lo asustado que estaba. Me dijo: «Mira, no es necesario que hagamos nada si no quieres». Yo titubeé un poco, porque tenía la regla, pero quería tirármelo, de modo que fui al baño y me quité el tampón. Empezamos a desnudarnos y todo fue muy ardiente y excitante. Era un hombre alto y muy fuerte, y no dejaba de decirme cosas bonitas. Yo estaba muy excitada y quería conocer el tamaño de su polla, así que, cuando por fin nos desnudamos del todo, me decepcioné al ver que parecía tener una picha muy pequeña. No sé si yo le asustaba y por eso no se le empinaba del todo. Entonces le dije: «Mira, tengo la regla», y él respondió: «Eso no importa». «Déjame que vaya a buscar una toalla», le dije. Así que pusimos una toalla sobre la cama y empezamos a hacerlo en serio. Me lo hacía todo, pero no conseguía una buena erección. Y es que yo le asustaba, el hecho de que tuviera tanta libertad. Eso era lo que yo percibía, que el hombre estaba un poco abrumado, aunque acabamos haciéndolo tres veces.

—Sin empalmar y, además, abrumado —observó Sabbath—. Es toda una hazaña.

—Era una erección pequeña —le explicó ella.

—¿Cómo se corrió?

¿Se la chupaste?

No, no, la verdad es que se corrió dentro. Y hasta me lamió, aunque yo no paraba de sangrar. Hicimos un gran estropicio, con tanta jodienda y tanta sangre. La presencia de la sangre… eso añadía un elemento dramático.

Mucho jugo y pringue… no es pringue, ¿cómo diría? Es un líquido espeso, una mezcla de fluidos corporales. Y cuando has terminado y nos levantamos… te levantas y ¿qué haces? No conoces a esa persona y no puedes deshacerte de la toalla.

—Dime cómo era la toalla.

—Tenía el tamaño de una toalla de baño, era blanca y no estaba completamente enrojecida, pero las manchas eran enormes. Al escurrirla salía la sangre. Era como un jugo, un líquido jugoso. Pero no es que toda la toalla estuviera roja, ni mucho menos. Tenía unas manchas enormes y pesaba mucho. Desde luego era… no, no una coartada. ¿Cómo se dice en inglés? Lo contrario de eso.

—¿Una prueba?

—Sí, era una prueba del delito. Discutimos el asunto y él me preguntó qué podría hacer con la toalla. Allí estaba aquel hombre alto y fuerte, con la toalla en las manos, como un crío. Sin duda se sentía un poco desconcertado, pero no quería que se lo notara. Y yo no quería dar la impresión de que habíamos hecho algo malo, no quería fingir y decirle que teníamos un problema. Para mí, hacer aquello era natural. «No puedo permitir que la criada la lave, ni puedo echarla al cesto. Supongo que tendré que tirarla fuera, pero ¿dónde?». Entonces le dije que me la llevaría, y él pareció enormemente aliviado. La metí en una bolsa de plástico y me la llevé, aquel bulto húmedo en una bolsa de compras. Él se quedó muy satisfecho, y entonces regresé a casa y la lavé. Al día siguiente me llamó, por supuesto, y me habló de lo espectacular que había sido nuestro encuentro. Le dije que la toalla estaba limpia y le pregunté si quería que se la devolviera, y me respondió que no, gracias. No quiso que le devolviera la toalla, y supongo que su mujer no se enteró del uso que él le había dado.

—Bueno, ¿quién era el cuarto tío que te tiraste aquel día?

—Verás, vuelvo a casa, bajo al sótano, meto la toalla en la lavadora y, cuando subo, Matija quiere que cumpla con mi deber conyugal a medianoche. Me ve desnuda en la ducha y se excita. Eso es algo que debo hacer, así que lo hago. Gracias a Dios, no sucede a menudo.

—¿Y qué se siente después de haberlo hecho con cuatro hombres?

—Matija se durmió y, si quieres que te sea sincera, supongo que me sentía muy caótica. Creo que ese ritmo es agotador. En varias ocasiones lo había hecho con tres hombres en el mismo día, pero nunca con cuatro.

Desde el punto de vista sexual fue muy… fue un desafío y, de alguna manera, excitante, aunque el cuarto fuese Maté, y tal vez ligeramente perverso. Por un lado, disfruté muchísimo, pero en el aspecto sentimental… no pude dormir, Mickey, me sentía desequilibrada, inquieta, con la sensación de no saber a quién pertenecía. No dejaba de pensar en ti, y eso era una ayuda, pero toda esa confusión era un alto precio a pagar por lo que había hecho. Si pudiera dejar de lado la confusión, ¿cómo decís vosotros… extrapolarla?, y reducirla tan sólo a lo sexual, creo que es excitante.

—¿Lo más excitante que has hecho jamás, doña Juana?

—Dios mío —replicó ella, riéndose a más no poder—. No sé qué decirte. Déjame pensar.

—Eso es, piénsalo. Il catalogo.

—Veamos, en el pasado, quizás hace treinta años, puede que más, viajaba en tren, por ejemplo, a través de Europa, y lo hacía con el revisor del tren. En aquel entonces no existía el sida, claro. Sí, el revisor del tren italiano.

—¿Dónde lo haces con un revisor de tren?

Ella se encogió de hombros.

—Buscas un compartimiento vacío.

—¿Me estás diciendo la verdad?

—Sí, créeme —dijo ella, riendo de nuevo.

—¿Estabas casada?

—No, no, eso ocurrió cuando pasé un año trabajando en Zagreb.

Supongo que él entró en el vagón, un italiano bajito y guapo que habla esa lengua y, ya sabes, son atractivos, y es posible que mis amigos estuvieran de fiesta o algo por el estilo… no recuerdo quién empezó… No, fui yo, le vendí cigarrillos. Viajar por Italia era caro y tenías que llevar algo para vender. En Yugoslavia lo comprabas barato. El tabaco estaba tirado y los italianos lo compraban. Aquellos cigarrillos yugoslavos tenían nombres de ríos, Drina, Morava, Ibar. Sí, entonces todas las marcas eran nombres de ríos.

Conseguías el doble, a veces incluso el triple de lo que habías pagado, de modo que le vendí cigarrillos. Así fue como empezó. Aquel año, al terminar la escuela secundaria, cuando trabajaba en Zagreb, me encantaba follar.

Tener el coño lleno de esperma, de leche, era una sensación deliciosa, magnífica, tal vez incluso poderosa. Fuera quien fuese el chico, al día siguiente ibas al trabajo sabiendo que te habían follado bien y estabas toda mojada, tenías las bragas empapadas e ibas de un lado a otro mojada… cómo me gustaba eso. Y recuerdo a un hombre mayor… era un ginecólogo jubilado y, no sé cómo, hablábamos de esto y me dijo que, en su opinión, mantener la leche en el coño después de haber follado era muy saludable, y estuve de acuerdo con él. Eso le puso cachondo, pero no sirvió de nada, porque era demasiado viejo. Sentía curiosidad por hacerlo con un hombre muy viejo, pero aquel ya tenía setenta años y era un caso cerrado y encerrado.

Cuando Sabbath llegó a su coche, siguió andando unos diez metros por el sendero que penetraba en el bosque y arrojó el ramo hacia la masa oscura de los árboles. Entonces hizo algo extraño, extraño incluso para un hombre extraño como él, convencido de estar acostumbrado a las ilimitadas contradicciones que nos amortajan en vida. Mucha gente no lo tragaba debido a ese carácter tan extraño. Imaginad que alguien hubiera tropezado con él aquella noche en el bosque, a cuatrocientos metros del cementerio, lamiéndose los dedos impregnados por el esperma de Lewis y, bajo la luna llena, entonando a voz en cuello: «¡Soy Drenka! ¡Soy Drenka!».

Algo horrible le está sucediendo a Sabbath.

Pero continuamente suceden cosas horribles, y a la mañana siguiente Sabbath se enteró de que Lincoln Gelman se había suicidado. Linc fue el productor del Teatro Indecente de Sabbath (y del grupo Actores del Sótano de la Bowery) durante los breves años, en la década de los cincuenta y los primeros sesenta, en los que Sabbath consiguió reunir un pequeño público en el bajo East Side de Nueva York. Tras la desaparición de Nikki, los Gelman le albergaron durante una semana en su gran casa de Bronxville.

Norman Cowan, el socio de Linc, le telefoneó para darle la noticia.

Norman era el miembro discreto del dúo, si no la punta de lanza imaginativa del negocio, por lo menos el sensato guardián contra las extralimitaciones de Linc, su contrapeso. En cualquier discusión, incluso sobre la ubicación del lavabo de caballeros en el pasillo, era capaz de ir al grano más o menos en la vigésima parte del tiempo que a Linc le gustaba tomarse para explicar las cosas a sus oyentes. Norman, hijo instruido de un venal distribuidor de tocadiscos automáticos que vivía en Jersey City, había llegado a ser un hombre de negocios preciso y sagaz, y tenía ese aura de serena fortaleza que a menudo parecen poseer los hombres altos, delgados y prematuramente calvos, sobre todo cuando se presentan vestidos, como lo hacía Norman, con un impecable traje gris a rayas.

—Su muerte ha sido un alivio para mucha gente —le confesó Norman—. La mayoría de las personas que estamos reuniendo para que hablen en el funeral no lo habían visto en los últimos cinco años.

Sabbath no lo había visto en los últimos treinta.

—Todos éstos son socios comerciales de ahora y amigos íntimos de Manhattan, pero no querían ni verlo. Estar al lado de Linc era insoportable… estaba deprimido, obseso, tembloroso, asustado.

—¿Desde cuándo le ocurría eso?

—Hace siete años sufrió una depresión, y desde entonces no vivió un solo día, ni una sola hora, sin sufrimiento. Durante cinco años lo aguantamos en la oficina. Iba de un lado a otro con los contratos en la mano, diciendo: «¿Estamos seguros de que esto es correcto? ¿Seguro que no es ilegal?». Ha pasado los dos últimos años en casa. Hace año y medio, Enid no pudo soportarlo más, así que buscaron un piso para Linc cerca de la casa, lo amueblaron y él se mudó allí. Todos los días se presentaba una asistenta para darle de comer y ocupar se de la limpieza. Yo intentaba visitarle una vez a la semana, pero tenía que hacer un gran esfuerzo. Era terrible. Se quedaba sentado, escuchándote, y entonces sacudía la cabeza y decía: «No sabes, no sabes…». Eso es lo único que le oí decir durante años.

—¿A qué se refería?

—Al temor y a la angustia incesantes. Ningún medicamento le ayudaba. Su dormitorio parecía una farmacia, pero ni una sola de las medicinas le servía de nada. Todas le enfermaban. Prozac y Wellbutrin le provocaban alucinaciones. Entonces empezaron a darle anfetaminas…

Dexedrina. Durante un par de días parecieron surtir algún efecto, pero entonces empezó a vomitar. Lo único que obtuvo fueron los efectos secundarios. Tampoco la hospitalización le servía de nada. Se pasó tres meses en el hospital, y cuando le dieron de alta dijeron que ya no tenía impulsos suicidas.

Su empuje, su vigor, su dinamismo, su rapidez, su eficacia, su diligencia, la locuacidad con que bromeaba… Sabbath le recordaba como un hombre plenamente identificado con su tiempo y con el lugar que ocupaba en el mundo, un neoyorquino adaptado en grado sumo, hecho a la medida de esa realidad frenética y rebosante de la pasión de vivir, de tener éxito, de divertirse. Sus sentimientos hacían que las lágrimas le asomasen a los ojos con demasiada facilidad para el gusto de Sabbath, hablaba rápidamente, con un torr ente verbal revelador de lo intensos que eran los apremios que alimentaban su hiperdinamismo, pero su vida había sido un logro consistente, llena de objetivos, de finalidades y del placer de infundir energía a los demás. Y entonces la vida dio un giro y jamás volvió a enderezarse. Sus cualidades se desvanecieron. La irracionalidad lo trastornó todo.

—¿Pero hubo alguna causa concreta? —preguntó Sabbath.

—La gente se desmorona… y envejecer no es precisamente una ayuda. Conozco a varios hombres de nuestra edad aquí mismo, en Manhattan, clientes y amigos que han pasado por crisis similar es. Alguna conmoción los trastorna alrededor de los sesenta… las placas tectónicas se mueven, la tierra se echa a temblar y todos los cuadros se caen de las paredes.

A mí me sucedió el verano pasado.

—¿A ti? Me cuesta creerlo.

—Aún estoy tomando Prozac. Sufrí todo eso pero, por suerte, fue en versión abreviada. Si me preguntaras por los motivos, no sabría decírtelos.

Sencillamente, en algún momento dejé de conciliar el sueño y, al cabo de un par de semanas, me entró la depresión: el miedo, los temblores, las ideas de suicidio. Iba a comprarme un arma y saltarme la tapa de los sesos. Al cabo de un mes y medio el Prozac empezó a surtir efecto. Por otro lado, parece ser que ese fármaco no es un amigo de la polla, por lo menos para mí. Hace ocho meses que lo tomo, y ya no recuerdo la sensación de tenerla empalmada.

Claro que, a mi edad, eso tiene sus altibajos. He salido con vida, pero Linc no. Su estado fue empeorando sin remedio.

—¿No podría haber sido algo más que una simple depresión?

—Una simple depresión es suficiente.

Pero la experiencia de Sabbath le decía otra cosa. Su madre nunca había intentado quitarse la vida, claro que, durante cincuenta años, tras la pérdida de Morty, nunca tuvo una vida que quitarse. Cuando en 1946, a los diecisiete años de edad, en vez de esperar un año a que le llamaran a filas, Sabbath se hizo a la mar sólo unas semanas después de su graduación en la escuela, lo hizo motivado no sólo por la necesidad de librarse de la tiránica tristeza de su madre (y el patético decaimiento de su padre), sino también por un anhelo insatisfecho que había ido adquiriendo fuerza en su interior desde que la masturbación se había puesto prácticamente al frente de su vida, un sueño que se des bordaba en tramas de perversidad y de excesos, pero que ahora, enfundado en su uniforme de marinero, encontraría muslo a muslo, boca a boca, cara a cara: el mundo planetario del puterío, las decenas de millares de putas que trabajaban en los muelles y los bares portuarios dondequiera que anclaran barcos, carne de todas las pigmentaciones para procurar todos los placeres imaginables, putas que, en su portugués, francés y español vulgares, hablaban la lengua vernácula y escatológica del arroyo.

—Querían darle a Linc un tratamiento de electroshock, pero le asustaba demasiado y se negó. Eso podría haberle ayudado, pero cada vez que se lo sugerían, iba a acurrucarse en un rincón y se echaba a llorar. Y cada vez que veía a Enid perdía el dominio de sí mismo y la llamaba: «Mami, mami, mami». Claro que Linc fue uno de esos judíos sumamente llorones… tocan el himno nacional en Shea y llora, ve el monumento a Lincoln y llora, llevamos a los chicos a Cooperstown y, cuando ve el guante de béisbol de Babe Ruth, se echa a llorar. Pero aquello era diferente, no se trataba de lloro, sino de un estallido, algo que estallaba bajo la presión de un dolor indecible. Y en ese estallido no había nada del hombre que tú y yo conocíamos. Cuando murió, el Linc que habíamos conocido llevaba siete años muerto.

—¿Y el funeral?

—Será mañana en la capilla de Riverside, a las dos de la tarde. Está en la esquina de Amsterdam y la calle Setenta y seis. Verás algunas caras.

—No veré la de Linc.

—Si quieres, puedes verle. Según las leyes de Nueva York, alguien tiene que identificar el cadáver antes de la incineración. Yo lo haré. Vente conmigo cuando abran el ataúd, y así verás lo que le ha ocurrido a nuestro amigo. Parecía tener cien años, con el pelo totalmente blanco y la cara pequeña y aterrada. Como uno de esos cráneos que los salvajes reducen de tamaño.

—No sé si podré ir mañana —replicó Sabbath.

Si no puedes, no pasa nada, pero pensé que debía informarte antes de que te enterases por los periódicos. La prensa dirá que ha muerto de un ataque al corazón… ésa es la causa que la familia prefiere. Enid no quería oír hablar de la autopsia. Linc llevaba muerto trece o catorce horas cuando lo encontraron. Dicen que murió en la cama, pero lo que cuenta la asistenta es diferente. Creo que a estas alturas Enid ha llegado a creer se su propia historia. Desde el comienzo esperaba sinceramente que su marido mejorase.

Estuvo segura de que sería así hasta el final, a pesar de que él ya se había cortado las venas de las muñecas hace diez meses.

—Oye, gracias por acordarte de mí… y por llamarme.

—La gente te recuerda, Mickey. Mucha gente te recuerda con gran admiración. Una de las personas por las que Linc lloriqueaba eras tú. Me refiero a la época en que aún estaba entero. Nunca le pareció una buena idea que, con un talento como el tuyo, te marcharas al quinto pino. Tu teatro le encantaba, pensaba que eras un mago. «¿Por qué ha hecho eso Mickey?». Creía que nunca deberías haberte ido a vivir ahí. Hablaba de ello a menudo.

—Bueno, de eso hace ya mucho tiempo.

—Debes saber que Linc no te achacó jamás la menor responsabilidad por la desaparición de Nikki. Tampoco yo lo creí entonces… y sigo sin creerlo.

Esos jodidos envenenadores de pozos…

—Mira, los envenenadores de pozos tenían razón y vosotros estabais equivocados.

—La perversidad habitual de Sabbath… No es posible que creas tal cosa. Nikki estaba condenada. Era una chica tremendamente dotada y muy bonita, pero tan frágil, tan necesitada, tan neurótica y fracasada. No tenía ninguna posibilidad de superar su situación, ninguna.

—Lo siento, pero mañana no podré ir —le dijo Sabbath, y colgó.

En los últimos tiempos el uniforme de Roseanna era una chaqueta Levi’s y unos tejanos descoloridos tan estrechos como sus piernas parecidas a patas de grulla, y recientemente su peluquero Hal, de Athena, le había cortado el cabello tan corto que aquella mañana, durante el desayuno, Sabbath imaginaba de un modo recurrente a su esposa vestida de dril como uno de los jóvenes y guapos amigos universitarios y homosexuales de Hal.

Claro que incluso cuando la melena le llegaba a los hombros, Roseanna emanaba un aura de marimacho. La conservaba desde su adolescencia: alta, de pecho liso, andaba a grandes zancadas y tenía una manera de erguir el mentón cuando hablaba que atrajo a Sabbath mucho antes de la desaparición de su frágil Ofelia. Roseanna parecía pertenecer a un grupo totalmente distinto de heroínas shakespearianas, al círculo sensato y realista de muchachas coquetas como Miranda y Rosalind, y su maquillaje era similar al que ésta llevaba, vestida con atuendo masculino en el bosque de Arden, es decir, inexistente. El cabello conservaba su atractivo color castaño con reflejos dorados e, incluso llevándolo tan corto, tenía un lustre suave y satinado que invitaba a tocarlo. El óvalo de la cara era ancho, y su naricilla respingona, y la boca ancha, llena, nada viril y seductora, tenían una configuración de talla, como trabajadas con el martillo y el cincel, un aspecto que, cuando era más joven, creaba la ilusión, propia de un cuento de hadas, de una marioneta a la que hubieran infundido vida. Ahora que había dejado por completo la bebida, Sabbath veía en el modelado del rostro de Roseanna atisbos de la niña encantadora que debió de ser antes de que su madre la abandonara y el padre prácticamente la destruyera. No sólo estaba mucho más delgada que su marido, sino que la cabeza de éste le llegaba al hombro y, gracias al footing diario y la terapia hormonal de sustitución, en las poco frecuentes ocasiones en las que los dos estaban juntos, no parecía tanto una esposa de cincuenta y seis años como una hija anoréxica.

¿Qué era lo que Roseanna detestaba más de Sabbath? ¿Y qué detestaba éste de ella en mayor grado? Digamos que las provocaciones variaron con el transcurso de los años. Durante largo tiempo ella le odió porque él se negaba incluso a considerar la posibilidad de tener un hijo, mientras que él la odiaba por la machacona insistencia con la que hablaba por teléfono con su hermana, Ella, acerca de su «reloj biológico». Llegó a arrebatarle el teléfono para comunicarle personalmente a Ella hasta qué punto le ofendía su conversación: «¡Sin duda Yahvé no se tomó la molestia de concederme esta gran polla para mitigar una preocupación tan trivial como la de tu hermana!», le espetó. Una vez que sus años de fertilidad quedaron atrás, Roseanna estuvo más capacitada para determinar con precisión los motivos de su odio y despreciarle por la sencilla razón de que existía, más o menos de la misma manera en que él la despreciaba por existir. A ello se sumaba el predecible problema doméstico: ella le odiaba por la desconsideración con que arrojaba las migas al suelo tras haber despejado la mesa de la cocina, y él odiaba aquel sentido del humor, propio de una mujer gentil, que no tenía nada de gracioso. Ella detestaba el conglomerado de prendas excedentes del ejército y la marina con que Sabbath se había vestido desde que terminó la enseñanza secundaria, y a él le fastidiaba que jamás, desde el inicio de su relación, ni siquiera durante la fase adúltera de delicioso abandono, ella hubiera tenido la amabilidad de tragarse su semen. Ella detestaba que no la hubiera tocado en la cama desde hacía diez años, mientras que a él le resultaba cargante la imperturbable monotonía con que Roseanna hablaba por teléfono con sus amigos de la localidad, y también le fastidiaban los amigos en cuestión, unos bienhechores candorosos y entrometidos, chiflados por la ecología, o exborrachos integrados en Alcohólicos Anónimos. Cada invierno el servicio municipal de mantenimiento de la red viaria se dedicaba a talar arces de ciento cincuenta años que flanqueaban los caminos de tierra, y cada año los habitantes de Madamaska Falls amantes de los arces entregaban una protesta al Ayuntamiento, pero al año siguiente los del servicio de mantenimiento decían que los arces estaban muertos o enfermos, eliminaban los árboles antiguos que se alzaban a los lados de otro sendero forestal y, gracias a la venta de los troncos para leña, conseguían suficiente dinero para proveerse de tabaco, vídeos pornográficos y alcohol. Ella despreciaba la inagotable amargura que sentía Sabbath con respecto a su trayectoria profesional, de la misma manera que él despreciaba la adicción de su esposa al alcohol, que estuviera bebida y discutiera en lugares públicos y que, tanto en casa como fuera de ella, hablara alzando la voz de una manera agresiva e insultante. Y ahora que era abstemia, él odiaba sus eslóganes de Alcohólicos Anónimos y la manera de hablar que había adquirido en las reuniones de AA o a través del grupo de mujeres maltratadas al que pertenecía y en el que la pobre Roseanna era la única mujer que jamás había sido golpeada por su marido.

A veces, cuando discutían y se sentía abrumada, Roseanna afirmaba que Sabbath la maltrataba «verbalmente», pero eso no contaba gran cosa para aquel grupo de mujeres rurales, incultas en su mayoría, las cuales habían perdido los dientes a causa de los golpes recibidos, habían soportado los impactos de sillas que se rompían en sus cráneos y sus nalgas y senos habían sido sometidos a la tortura de quemaduras con cigarrillos. ¡Y el lenguaje que empleaba! «Y luego hubo un debate y hablamos de esa etapa en particular…».

«Aún no he compartido eso muchas veces…». «Muchos compartieron anoche…». Lo que Sabbath detestaba del mismo modo que las personas decentes detestan la palabra joder era el término compartir. No poseía un arma, ni siquiera allí, en la colina solitaria donde vivían, porque no quería tener un arma en la casa donde su esposa hablaba a diario de «compartir».

Ella detestaba que Sabbath se largara siempre sin una explicación, que desapareciera a cualquier hora del día o de la noche, y él detestaba aquella risa artificial de ella que, al mismo tiempo, ocultaba tanto y tan poco, aquella risa que unas veces era un rebuzno, otras un ladrido, en ocasiones un cacareo, pero que nunca tenía el timbre del placer auténtico. Ella detestaba su ensimismamiento y los arranques por causa de las articulaciones artríticas que habían dado al traste con su carrera y, naturalmente, le detestaba por el escándalo de Kathy Goolsbee, aunque de no haber sido por la crisis nerviosa motivada por aquel descrédito, nunca la habrían hospitalizado ni habría iniciado su recuperación. Y también detestaba que, debido a la artritis, debido al escándalo, debido a que era un fracasado desdeñoso e insufrible, no ganaba un centavo y ella sola era el sostén del matrimonio, pero eso también lo detestaba Sabbath… era una de las pocas cosas en las que estaban de acuerdo.

A cada uno le repelía tener incluso un atisbo del otro desnudo: ella detestaba la gordura creciente de Sabbath, su escroto colgante, sus hombros peludos como los de un mono, su estúpida y bíblica barba blanca, y él detestaba la delgadez de la corredora de pecho liso… costillas, pelvis, esternón, todo lo que en Drenka estaba tan muellemente tapizado, en ella se reducía a una flacura esquelética, como una víctima de la hambruna. Habían permanecido juntos bajo el mismo techo durante tantos años porque ella estaba tan ocupada bebiendo que no sabía lo que pasaba y porque él había encontrado a Drenka. Estas circunstancias habían posibilitado una unión muy sólida.

Cuando regresaba a casa en coche, tras finalizar su trabajo en la escuela secundaria, Roseanna no pensaba más que en el primer vaso de chardonnay que se tomaría cuando entrara en la cocina, el segundo y el tercero mientras preparaba la cena, el cuarto con Sabbath cuando éste regresara del estudio, el quinto con la cena, el sexto cuando él regresara a su estudio con el postre, y luego, durante el resto de la velada, otra botella para ella sola. Muchas veces se despertaba por la mañana igual que solía hacerlo su padre, todavía vestida y en la sala de estar, donde la noche anterior se había tendido en el sofá, vaso en mano, la botella a su lado en el suelo, para contemplar las llamas de la chimenea. Por las mañanas, con una resaca terrible, sintiéndose abotargada, sudorosa, avergonzada y llena de odio hacia sí misma, nunca intercambiaba una sola palabra con él, y pocas veces tomaban juntos el café. Él se llevaba el suyo al estudio, y no volvían a verse de nuevo hasta la hora de cenar, cuando comenzaba de nuevo el ritual. Pero por la noche los dos eran felices, Roseanna con su chardonnay y Sabbath en el coche, en alguna parte, montando a Drenka.

Desde que ella inició su recuperación todo había cambiado. Ahora, siete noches a la semana, inmediatamente después de cenar, cogía el coche e iba a una reunión de Alcohólicos Anónimos, de la que volvía hacia las diez con la ropa apestando a humo de tabaco y un estado de ánimo resueltamente sereno. Los lunes por la noche había grupo de debate en Athena. Los martes por la noche tenía lugar una reunión para hablar de las etapas del proceso, en Cumberland, su grupo local, donde ella había celebrado recientemente el cuarto aniversario de su abandono de la bebida. Los miércoles había una reunión similar en Blackwall. Esta última no le hacía mucha gracia, pues la mayoría de los asistentes eran obreros de aspecto rudo y ayudantes del hospital psiquiátrico de Blackwall tan agresivos, coléricos y obscenos que ponían a Roseanna, quien hasta los trece años de edad había vivido en la académica Cambridge, sumamente nerviosa; pero a pesar de aquellos tipos airados que intercambiaban gritos, asistía a esa reunión porque era la única reunión que había los miércoles en un radio de ochenta kilómetros desde Madamaska Falls. Los jueves iba a una reunión a puerta cerrada en Cumberland en la que hablaba un disertante, los viernes a otra reunión sobre las etapas, esta vez en Mount Kendall. Los sábados y domingos había reuniones por la tarde, en Athena, y por la noche, en Cumberland, y ella asistía a las cuatro. Generalmente un alcohólico, hombre o mujer, contaba su caso y entonces elegían un tema de comentario como «sinceridad», «humildad» o «sobriedad». «En buena parte, el principio de recuperación», le decía tanto si él deseaba escucharla como si no, «consiste en que intentes sincerarte contigo mismo. Esta noche hemos hablado mucho de ello. Descubrir en tu interior aquello con lo que te sientes cómodo». Él tampoco tenía en casa una pistola debido a la palabra cómodo.

—¿No te resulta tedioso sentirte tan «cómoda»? ¿No echas de menos todas las incomodidades del hogar?

—Todavía no —replicó ella—. Es cierto que durante ciertas charlas te duermes, per o lo que sucede con la explicación de casos particulares —siguió diciendo, ajena no sólo al sarcasmo de su marido sino a la expresión de los ojos de éste, la de quien ha tomado demasiadas píldoras sedantes— es la posibilidad de identificarse. «Puedo identificarme con eso». Puedo identificarme con la mujer que no bebía en los bares per o lo hacía de noche, secretamente, en su casa, que ha sufrido de una manera similar a la mía, y ésa es una sensación muy consoladora para mí. Mi caso no es único, y otras personas pueden comprender mis antecedentes. Son sobrias desde hace largo tiempo, tienen ese aura de paz interior y de espiritualidad, y eso las hace atrayentes. El mero hecho de sentarme entre ellas es importante.

Parecen estar en paz con la vida, y eso es algo que te inspira, algo que te da esperanza.

—Lo siento —musitó Sabbath, confiando en asestar un golpe mortal a la sobria locuacidad de Roseanna—, no puedo identificarme.

Eso ya lo sabemos —dijo ella, impertérrita, y siguió hablando con franqueza ahora que ya no era la borracha de Sabbath—. En las reuniones oyes decir continuamente a la gente que su familia es la que lo agrava todo. En Alcohólicos Anónimos tienes una familia más neutral que, paradójicamente, es más afectuosa, más comprensiva, menos crítica que tu propia familia. Y no nos interrumpimos unos a otros, lo cual también es distinto a lo que sucede en casa. Llamamos a eso interferencia, y no lo hacemos, como tampoco nos desentendemos de lo que dicen los demás. Una persona habla y todos los demás escuchan hasta que ha terminado. No sólo tenemos que aprender acerca de nuestros problemas, sino también a escuchar y estar atentos.

—¿Y la única manera de librarte del alcohol es aprender a hablar como un escolar de primaria?

—Como alcohólica activa corrí un tremendo peligro al ocultar el alcohol, la enfermedad, mi conducta. Sí, tienes que empezar de nuevo, y si parezco una escolar de primaria, tanto me da. Una está tan enferma como enfermizos son sus secretos.

No era la primera vez que él le oía decir esa máxima inútil, superficial, idiota.

—Estás equivocada —replicó, como si realmente le importara lo que dijese ella o cualquiera, como si con lo que decían se acercaran por lo menos al umbral de la verdad—, uno es tan aventurero como lo son sus secretos, tan abominable como sus secretos, tan solitario como sus secretos, tan atrayente como sus secretos, tan valeroso como sus secretos, tan vacuo como sus secretos, tan perdido como sus secretos, uno es tan humano como…

—No, eres tan poco humano, tan inhumano, y estás enfermo —le interrumpió ella—. Los secretos te impiden entenderte bien con tu yo interno. No puedes tener secretos y lograr la paz interior —concluyó con firmeza.

—En fin, puesto que la fabricación de secretos es la industria principal de la humanidad, ya me dirás qué espacio queda para la paz interior.

Ya no tan serena como le habría gustado estar, Roseanna dirigió una mirada furibunda, cargada de odio antiguo y absorbente, a su bestia doméstica y salió de la estancia para enfrascarse en uno de sus folletos de Alcohólicos Anónimos, mientras él regresaba a su estudio para leer otro libro sobre la muerte. Eso era todo lo que hacía ahora, leer un libro tras otro sobre la muerte, tumbas, incineración, funerales, arquitectura fúnebre, inscripciones funerarias, actitudes hacia la muerte en el transcurso de los siglos y manuales que se remontaban a la época de Marco Aurelio sobre el arte de morir. Aquella noche leyó acerca de la mort de toi, algo con lo que él ya tenía cierta familiaridad y con lo que estaba destinado a tener más. «Hasta ahora», leyó, «hemos ilustrado dos actitudes hacia la muerte. La primera, la más antigua, la que se ha mantenido durante más tiempo y la más común, es la resignación familiar al destino colectivo de la especie y puede resumirse en la expresión et moriemur, “y todos moriremos”. La segunda, que apareció en el siglo mi, revela la importancia que, durante todo el periodo moderno, se concedió al yo, a la propia existencia, y puede expresarse con otra expresión, la mort de soi, la propia muerte. El hombre de las sociedades occidentales, desde el siglo XVIII, tendió a dar a la muerte un nuevo significado, exaltándola, dramatizándola y considerándola inquietante y voraz. Pero ya le preocupaba menos su propia muerte que la mort de toi, la muerte del otro…».

En las raras ocasiones en que pasaban juntos un fin de semana y recorrían los ochocientos metros de Town Street, Roseanna saludaba a casi todas las personas con las que se cruzaban o que circulaban en coche por su lado, ancianas, repartidores, campesinos, todo el mundo. Un día incluso saludó nada menos que a Christa, la cual estaba en el escaparate de la tienda para gourmets, tomando una taza de café. ¡Drenka y su Christa! Lo mismo sucedía cuando iban al médico o al dentista que tenían sus consultorios abajo, en el valle. Allí Roseanna también conocía a todo el mundo, gracias a las reuniones de Alcohólicos Anónimos.

—¿Es que todo el condado estaba borracho? —le preguntó Sabbath.

—Más bien el país entero —replicó ella.

Un día que estaban en Cumberland ella le confesó que el anciano que acababa de saludarle con una inclinación de cabeza al pasar por su lado fue subsecretario de estado durante la presidencia de Reagan, y siempre llegaba temprano a las reuniones para hacer el café y preparar las galletas del refrigerio. Y cada vez que iba a Cambridge para visitar a Ella y pernoctar en su casa (aquéllos eran unos días espléndidos para Sabbath y Drenka), ella regresaba extasiada de la reunión que tenía lugar allí, una reunión femenina.

—Me fascinan. Estoy sorprendida de lo competentes que parecen ser, tan hábiles y seguras de sí mismas, de su buen aspecto y lo bien adaptadas que están. Son una verdadera inspiración. Entro ahí sin conocer a nadie y ellas preguntan: «¿Hay alguien de afuera?». Levanto la mano y digo:

«Me llamo Roseanna y vengo de Madamaska Falls». Todas aplauden y entonces, si tengo ocasión de hablar, hablo sobre lo que me pasa por la cabeza. Les cuento mi infancia en Cambridge, les hablo de mis padres y lo que les sucedió, y ellas escuchan, esas mujeres magníficas me escuchan. La sensación de cariño que experimento, la sensación de que comprenden mi sufrimiento, la sensación de una gran solidaridad y empatía… Y de aceptación.

—Pero yo también comprendo tu sufrimiento, soy capaz de cariño y de empatía, estoy dispuesto a aceptar.

—Sí, claro, a veces me preguntas qué tal me ha ido en la reunión, eso es cierto. Pero no puedo hablar contigo, Mickey. No me comprenderías, no podrías hacerlo. No puedes ni empezar a entenderlo de una manera innata, y por eso llega a ser aburrido y estúpido para ti. Algo más que satirizar.

—Mi sátira es mi enfermedad.

—Creo que te gustaba más cuando era una bebedora activa —replicó ella—. Disfrutabas de la superioridad que eso te daba. Como si no fueras lo bastante superior, también podías despreciarme por eso. Me hacías responsable de todas tus decepciones. Esta puñetera y repugnante borracha ha arruinado tu vida. La otra noche un hombre hablaba de hasta qué punto le degradó el alcoholismo. Entonces vivía en Troy, Nueva York, en las calles. Los otros borrachos le metieron en un contenedor de basura y no podía salir. Estuvo allí metido durante horas, y a los transeúntes que pasaban por su lado no les importaba que aquel ser humano estuviera encogido allí dentro y no pudiera salir. Y eso es lo que yo era para ti cuando bebía. Estaba metida en un contenedor de basura.

—Con eso sí que puedo identificarme —le dijo Sabbath.

Ahora que llevaba cuatro años fuera del cubo de basura, ¿por qué seguía con él? A Sabbath le sorprendía el largo tiempo que necesitaba Barbara, la terapeuta del valle, para lograr que Roseanna hiciera acopio de fuerzas y se independizara como las mujeres de Cambridge, competentes, hábiles y seguras de sí mismas, que mostraban tanta comprensión hacia su sufrimiento. Claro que su problema con Sabbath, la «esclavización», se debía, según Barbara, al desastre de su vida con una madre emocionalmente irresponsable y un padre alcohólico y violento, y de los que Sabbath era un doble sádico, tanto del padre como de la madre. Su padre, Cavanaugh, profesor de geología en Harvard, crió a Roseanna y Ella después de que la madre no pudiera seguir tolerando su alcoholismo y su tiranía y, aterrorizada por él, abandonara a la familia para huir a París con un profesor visitante de lenguas románicas, al que estuvo desdichadamente unida durante cinco años antes de regresar sola a Boston, su lugar de nacimiento, cuando Roseanna tenía trece años y Ella once. Quería que las niñas fuesen a vivir con ella a Bay State Road, y poco después de que tomaran la decisión de abandonar a su padre (por el que también se sentían aterradas) y a su segunda esposa, que no podía soportar a Roseanna, el hombre se ahorcó en el desván de su casa de Cambridge. Y así se explicaba Roseanna lo que había estado haciendo durante todos aquellos años con Sabbath, a cuyo «narcisismo dominante» ella había sido tan adicta como al alcohol.

Estas conexiones entre la madre, el padre y él estaban mucho más claras para Barbara que para Sabbath. Si existía, como a él le gustaba decir, una «pauta» en todo aquello, la pauta en cuestión se le escapaba.

—¿Y la pauta de tu vida también se te escapa? —le preguntó Roseanna airadamente—. Niega hasta que te salgan los colores en la cara, pero ahí está, es un hecho innegable.

Niégalo. El verbo es transitivo, o lo era antes de que la elocuencia de los zopencos se desatara sobre el país. En cuanto a la «pauta» que rige una vida, dile a Barbara que normalmente se llama caos.

—Nikki era una muchacha indefensa a la que podías dominar y yo era una borracha que buscaba un salvador, que florecía en la degradación. ¿No es eso una pauta?

—Una pauta es lo que está estampado en una tela. Nosotros no somos telas. —Pero estaba buscando un salvador y florecía en la degradación, de veras. Pensaba que me encaminaba hacia una catástrofe. Todo en mi vida era frenesí, ruido y desorden. Tres chicas de Bennington que vivían juntas en Nueva York, con prendas interiores negras tendidas a secar en todas partes.

Los novios que nos llamaban a todas horas, los hombres, los viejos. Un poeta casado desnudo en la habitación de alguien. El piso hecho un estropicio. Allí no se comía nunca. Una telenovela perpetua de amantes coléricos y padres escandalizados. Y entonces, un día, vi en la calle tu descabellado espectáculo con los dedos, nos conocimos y me invitaste a tu taller, a tomar un trago, creía yo. En la esquina de la Avenida B y la calle Novena, al lado del parque. Cinco tramos de escalera y aquella habitación pequeña, silenciosa y blanca, con ventanas de gablete y todo en su sitio. Tuve la sensación de que me encontraba en Europa. Todos los títeres en hilera. Tu banco de trabajo… cada herramienta colgada en su lugar, todo pulcro, limpio, ordenado. Tu archivador. No podía creerlo. Tan sereno, racional y aparentemente estable, y no obstante, en la calle, cuando actuabas, podría haber sido un loco el que estaba detrás de aquel biombo. Tu sobriedad. Ni siquiera me ofreciste un trago.

—Los judíos nunca lo hacen.

—No lo sabía. Lo único que sabía era que tenías tu arte extravagante y lo único que te importaba en el mundo era ese arte, y si yo había ido a Nueva York era por mi arte, para tratar de pintar y esculpir, y en lugar de eso estaba llevando una vida absurda. Tú estabas tan centrado, eras tan vehemente. Tus ojos verdes… eras muy guapo.

—En la treintena todo el mundo es guapo. ¿Qué estás haciendo conmigo ahora, Roseanna?

¿Por qué seguiste conmigo cuando era una borracha? ¿Había llegado el momento de revelarle su relación con Drenka? Lo cierto era que había llegado cierto momento, un momento que se había ido aproximando a lo largo de varios meses, desde la mañana en que se enteró de que Drenka había muerto. Durante años había ido a la deriva sin la menor sensación de que nada fuese inminente, y ahora el momento no sólo galopaba hacia él, sino que él se precipitaba hacia el momento y se alejaba de todo lo que había experimentado.

—¿Por qué? —repitió Roseanna.

Acababan de cenar y ella se disponía a salir hacia una de sus reuniones.

En cuanto se marchara, él iría al cementerio. Roseanna se había puesto la chaqueta de dril, pero como ya no temía las «confrontaciones» de las que antes se evadía por medio del chardonnay, no iba a salir de casa hasta que le hubiera obligado, por una sola vez, a tomarse en serio la desdichada historia de su matrimonio.

—Estoy harta de tu chistosa superioridad, harta del sarcasmo y la broma perpetua. Respóndeme. ¿Por qué seguiste conmigo?

—Por tu paga —respondió él—. Me quedé para que me mantuvieras.

Ella parecía a punto de llorar y, en vez de intentar decir algo, se mordió el labio.

—No me vengas con eso, Rosie. Barbara no te ha dado precisamente hoy esa noticia.

—Me resulta difícil de creer.

—¿Dudas de Barbara? La próxima vez dudarás de Dios sin darte cuenta. ¿Cuántas personas quedan en el mundo, y no digamos en Madamaska Falls, con un conocimiento cabal de lo que ocurre? Siempre he sostenido la premisa de que no quedan tales personas y yo soy su líder. Pero encontrar a alguien como Barbara, con una plena comprensión de lo que sucede, descubrir, en medio del campo, a una persona con una idea bastante completa de todo, un ser humano en el sentido más amplio de la palabra, cuyo juicio se basa en el conocimiento de la vida que adquirió en la universidad estudiando psicología… ¿En qué otro misterio te ha ayudado Barbara a profundizar?

—Oh, no es tan misterioso.

—Dímelo de todos modos. Que observar cómo me destruía puede haber sido un verdadero placer para ti, del mismo modo que contemplaste a Nikki cuando se destruía a sí misma. Ésa podría haber sido otra inducción par a quedarte.

—Dos esposas cuya destrucción he tenido el placer de contemplar.

¡La pauta! ¿Pero no es cierto que la pauta me pide ahora que goce de tu desaparición tanto como gocé de la de Nikki? ¿No te pide ahora la pauta que desaparezcas también?

—Sí, me lo pide, mejor dicho, me lo pedía. Ahí es precisamente adonde me encaminaba hace cuatro años. Estuve tan cerca de la muerte como era posible. No podía esperar al invierno. Sólo quería estar bajo el hielo del estanque. Confiabas en que Kathy Goolsbee me pondría ahí, pero lo cierto es que me salvó. Tu pendón estudiantil masoquista me salvó la vida.

—¿Y por qué gozo tanto con los padecimientos de mis mujeres?

Apuesto a que es porque las odio.

—Odias a todas las mujeres.

—Vaya, no puedo ocultarle nada a Barbara.

—Tu madre, Mickey, tu madre.

—¿Ella es la culpable? ¿Mi madrecita, que cuando murió estaba medio loca?

—No es que sea «la culpable». Era como era. Fue la primera en desaparecer. Cuando murió tu hermano, ella desapareció de tu vida. Te abandonó.

—Y por eso, según la lógica de Barbara, ¿por eso te encuentro tan puñeteramente aburrida?

—Más tarde o más temprano cualquier mujer te parecerá aburrida.

Drenka no, Drenka jamás.

—Bueno, ¿cuándo planea Barbara pedirte que me eches?

La confrontación había ido más allá de lo que Roseanna se proponía alcanzar por el momento. Él lo supo porque su mujer presentaba de repente el mismo aspecto que tuvo el día de los Patriotas, en el mes de abril anterior, cuando llevó a cabo su primer intento en la maratón de Boston y, tras cruzar la línea de meta, cayó al suelo desvanecida. Sí, el tema de su liberación de Sabbath no debía plantearse hasta que ella estuviera un poco mejor preparada para vivir sola.

—Vamos, dime, ¿cuál es la fecha para echarme de casa? Sabbath observó cómo Roseanna tomaba la decisión de abandonar el programa previsto y decirle: «Ahora».

La situación exigía que tomara asiento y se cubriera la cara con las manos, las llaves del coche colgando todavía de un dedo. Cuando alzó de nuevo la vista, las lágrimas le corrían por las mejillas… y aquella misma mañana él había acertado a oír lo que le decía a alguien por teléfono, tal vez a Barbara: «Quiero vivir. Haré todo lo que haga falta para ponerme bien, lo que sea. Me siento fuerte y capaz de volcarme en mi trabajo. Mi ocupación es lo que más me gusta. Trabajando disfruto de veras». Y ahora lloraba.

—No quería que sucediera así —le dijo.

—¿Cuándo planea Barbara pedirte que me eches?

—Por favor, te lo ruego. ¡Estás hablando de treinta y dos años de mi vida! Esto no es nada fácil.

—Supón que te facilito las cosas —replicó Sabbath—. Échame esta noche. A ver si tienes la serenidad necesaria para hacerlo. Échame, Roseanna. Dime que me vaya y no vuelva nunca más.

—No es justo que me trates así —dijo ella, dando rienda suelta a un lloro histérico como él no le había visto en varios años—. Después de lo de mi padre, después de todo eso, por favor, no me digas «échame». No lo soporto.

—Dime que si no me marcho llamarás a la policía. Probablemente todos son amigos de Alcohólicos Anónimos. Llama al policía estatal, el chico del hostelero, el joven Balich, y dile que tienes una familia en AA, que es más afectuosa, más comprensiva, menos crítica que tu marido, a quien quieres fuera de tu casa. ¿Quién escribió las Doce Etapas? ¿Thomas Jefferson? Pues bien, llámale, comparte tus problemas con él, ¡dile que tu marido odia a las mujeres y hay que echarle de casaaa! Llama a Barbara, mi Barbara. No, yo la llamaré. Quiero preguntarle durante cuánto tiempo dos mujeres intachables han estado planeando mi desahucio. ¿Estás tan enferma como enfermizos son tus secretos? Bueno, ¿desde cuándo deshacerte de Morris ha sido tu secretito, querida?

¡Esto es intolerable! ¡No lo merezco! No te importa lo más mínimo la posibilidad de una recaída… ¡tú vives en una recaída permanente… pero a mí sí que me importa! Con un gran esfuerzo y un sufrimiento enorme me he reformado, Mickey, me he recuperado de una enfermedad tremendamente devastadora y letal en potencia. ¡Y no pongas esa cara! Si no te contara mis dificultades, nunca las conocerías. Te lo digo sin pizca de compasión hacia mí misma ni sentimentalismo. Ponerme bien ha requerido toda mi energía y mi capacidad de compromiso. Pero todavía me encuentro en un gran estado de cambio. Todavía es con frecuencia doloroso y espantoso. Y no puedo soportar estos gritos. ¡No los aguantaré! ¡Basta! ¡Me estás gritando como mi padre!

—¡Y una mierda te estoy gritando como ése! ¡Te estoy gritando como yo mismo!

—¡Gritar es irracional! —exclamó ella, desesperada—. ¡Si gritas no puedes pensar correctamente! ¡Ni yo tampoco!

—¡Falso! ¡Sólo cuando grito empiezo a pensar correctamente! ¡Es mi racionalidad lo que me hace gritar! ¡Los judíos pensamos las cosas a fondo gritando!

—¿Qué tienen que ver con esto los judíos? ¡Dices a propósito la palabra «judíos» para intimidarme!

—¡Lo digo todo a propósito para intimidarte, Rosie!

—¿Pero adónde vas a ir si te marchas? Lo dices sin pensar. ¿Cómo puedes vivir? Tienes sesenta y cuatro años y ni un centavo. ¡No puedes marcharte, te morirás! —concluyó ella en tono quejumbroso.

A él no le dolió en absoluto decirle:

—No, eso no podrías soportarlo, ¿verdad?

Y así es como sucedió. Cinco meses después de la muerte de Drenka, eso fue todo lo que él necesitó para desaparecer, abandonar a Roseanna, ponerse por fin en pie y marcharse de su hogar sin más, subir al coche y dirigirse a Nueva York para ver qué aspecto tenía Linc Gelman.

Sabbath eligió el camino más largo para ir al cruce de la avenida Amsterdam y la calle Setenta y seis. Disponía de dieciocho horas para hacer un viaje que duraba tres y media, por lo que, en vez de recorrer veinte kilómetros en dirección este para tomar la autopista, decidió cruzar Battle Mountain hasta la ruta 92 y luego seguir por carreteras secundarias y entrar en la autopista a unos sesenta y cinco kilómetros al sur. De ese modo podría hacerle una última visita a Drenka. No tenía la menor idea de dónde iba ni lo que estaba haciendo, como tampoco sabía si volvería a visitar aquel cementerio en el futuro.

¿Y qué diablos estaba haciendo? «Deja de fastidiarla acerca de Alcohólicos Anónimos, pregúntale por los chicos de la escuela, dale un abrazo, llévala de viaje, cómele el coño. No es nada difícil y podría solucionar las cosas. Cuando ella era una larguirucha y esbelta aspirante a artista, recién salida de la universidad, que vivía en aquel piso lleno de chicas locas por el sexo, lo hacías continuamente, nunca te cansabas de aquellos largos huesos suyos que te rodeaban las orejas». Fogosa, franca, independiente, una mujer a la que él no habría creído necesitada de protección las veinticuatro horas del día, la maravillosa nueva antítesis de Nikki… Durante años fue su asociada en el espectáculo de títeres. Cuando se conocieron ella se había dedicado durante seis meses a esculpir desnudos, había pintado cuadros abstractos durante otros seis meses, entonces empezó a hacer cerámica y collares y, aunque gustaban a la gente y se los compraban, al cabo de un año perdió interés por los collares y empezó a practicar la fotografía. Gracias a Sabbath descubrió los títeres y un uso para el conjunto de sus habilidades, el dibujo, la escultura, la pintura, los remiendos, e incluso la colección de fragmentos, el almacenamiento de toda clase de objetos, algo que siempre había hecho aunque sin una finalidad determinada. Su primer títere fue un pájaro con plumas y lentejuelas, y no correspondía en absoluto a la idea que Sabbath tenía de los títeres. Él le explicó que los títeres no eran para los niños, no decían «soy inocente y bueno», sino todo lo contrario. Decían «jugaré contigo como me plazca». Ella toleró la corrección, pero eso no significaba que, como confeccionadora de títeres, dejara en realidad de buscar la felicidad que conoció a los siete años, cuando todavía tenía a sus padres y una infancia. Pronto se dedicó a esculpir cabezas de títeres para Sabbath, en madera, como las antiguas marionetas europeas. Las esculpía, las lijaba, las pintaba con bellos colores al óleo, aprendió a hacer que los ojos parpadearan y las bocas se movieran, les esculpía las manos. Al principio, entusiasmada, decía ingenuamente a la gente: «Empiezo con una cosa y se convierte en algo distinto. Un buen títere se hace a sí mismo. Yo me limito a acompañarlo».

Entonces se compró una máquina de coser, la Singer más barata, leyó las instrucciones y empezó a diseñar y coser los trajes. Su madre había cosido mucho, pero Roseanna nunca tuvo el menor interés por esa actividad.

Ahora se pasaba ante la máquina la mitad de la jornada. Roseanna coleccionaba todo aquello que los demás tiraban. «Cualquier cosa que no quieras, me la das», decía siempre a sus amigos. Ropa vieja, objetos encontrados en las calles, la cosecha de cosas inservibles recogida al hacer la limpieza de los armarios, era sorprendente cómo lo usaba todo… Roseanna, la recicladora del mundo. Diseñaba los decorados en un bloc de gran tamaño, los confeccionaba y pintaba, unos decorados que se enrollaban, otros que se volvían como las páginas de un libro… y siempre minuciosamente, durante diez y hasta doce horas al día, era la trabajadora más minuciosa. Para ella un títere era una pequeña obra de arte, pero incluso en mayor grado era un amuleto, algo mágico, porque podía lograr que la gente se le entregara, incluso en el teatro de Sabbath, cuya atmósfera era antimoral de una manera insinuante, amenazadora de un modo vago y, al mismo tiempo, pícaramente divertida. Roseanna decía que las manos de Sabbath daban vida a los títeres que ella confeccionaba. «Tu mano está exactamente donde se encuentra el corazón del títere. Yo soy el carpintero y tú eres el alma». Aunque mostraba una delicadeza romántica respecto al «arte», ampulosa y un poco superficial, mientras que él era despiadadamente malévolo, de todos modos formaban un equipo y, aunque nunca resplandeciera de felicidad y unidad, era un equipo que funcionó durante largo tiempo. Ella, que era una hija sin padre, encontró a su hombre muy pronto, en una época en la que aún no estaba expuesta del todo a las espinas del mundo, tan pronto que nunca tuvo que contender con su propia mente, y durante años y años no supo qué pensar sin que Sabbath se lo dijera. Que él hubiera vivido con tal intensidad cuando todavía era tan joven —y ello incluía la pérdida de Nikki— le parecía exótico. Si a veces era víctima de su presencia, que la empequeñecía, estaba demasiado enamorada de aquella presencia empequeñecedora para atreverse a ser una mujer joven al margen de ella. Sabbath había sido un temprano y ávido discípulo de las duras lecciones, y ella vio inocentemente, tanto en sus años de navegación como en su inteligencia y cinismo, un curso intensivo de supervivencia. Era cierto que siempre corría peligro a su lado, ansiosa, temerosa de la sátira, pero era todavía peor cuando no estaba a su lado. Cuando finalmente, cumplidos los cincuenta, cayó en un estupor vomitivo y acudió a Alcohólicos Anónimos, descubrió allí, en el lenguaje que hablaba aquella gente, en las palabras que ella aceptaba sin una sombra de ironía y crítica o incluso, tal vez, con plena comprensión, una sabiduría propia que no era el escepticismo y el ingenio sardónico de Sabbath.

Drenka… La vida impulsa a uno a la bebida mientras impulsa al otro hacia Drenka. Claro que, desde los diecisiete años de edad, él no había podido resistirse a una puta seductora. Debería haberse casado con aquella de Yucatán, cuando tenía dieciocho. En vez de ser un artista de los títeres debería haberse convertido en un proxeneta. Éstos por lo menos tienen un público, se ganan la vida y no han de enfurecerse cada vez que encienden el televisor y ven las puñeteras bocas de los Teleñecos. Nadie considera a las putas como una diversión para los críos. Al igual que el verdadero teatro de títeres, el cometido de las putas es deleitar a los adultos.

Las putas deliciosas. Cuando Sabbath y su mejor amigo, Ron Metzner, fueron a Nueva York haciendo autostop, un mes antes de graduarse en la escuela secundaria, y alguien de aquella ciudad les dijo que podían salir del país sin pasaporte y que bastaba con ir al Centro de Marinos Noruegos de Brooklyn, el joven Sabbath no tenía la menor idea de que en el otro extremo había tal cantidad de coños. Hasta entonces, su experiencia sexual se limitaba a la palpación de las chicas italianas de Asbury y a masturbarse siempre que podía. Tal como lo recordaba ahora, cuando el barco se aproximaba al puerto latinoamericano, le llegaba a uno aquel olor increíble a perfume barato, café y coño. Tanto si se trataba de Río como de Santos o Bahía o cualquier otro de los puertos suramericanos, se notaba aquel olor delicioso.

El motivo, para empezar, no era otro que el de huir por mar. Todas las mañanas de su vida había contemplado el Atlántico, diciéndose: «Un día, un día…». Era una sensación muy insistente, y entonces no la achacaba al deseo de escapar de la melancolía materna. Había contemplado el mar, había pescado y nadado en él toda su vida. Aunque sus desolados padres, tan sólo un año y siete meses después de la muerte de Morty, eran de otra opinión, a él le parecía lo más natural hacerse a la mar a fin de formarse en serio, ahora que la educación obligatoria le había enseñado a leer y escribir. Nada más subir a bordo del carguero noruego con destino a La Habana se enteró de lo del coño, puesto que todo el mundo hablaba de lo mismo. Para los veteranos de a bordo, el hecho de que cuando bajabas del barco ibas derecho en busca de las putas no tenía nada de extraordinario, más para Sabbath, a los diecisiete años… en fin, ya podéis imaginarlo.

Como si no fuese lo bastante emocionante deslizarse por el puerto de La Habana, ante el castillo del Morro, bajo la luz lunar, una entrada a puerto tan memorable como la que más en el mundo entero, una vez que atracaron, desembarcó y fue directamente a hacer algo que no había hecho hasta entonces. Aquélla era la Cuba de Batista, un gran burdel y casino de juego norteamericano. Trece años después, Castro bajaría de las colinas y pondría fin a toda la diversión, pero el marinero ordinario Sabbath tuvo la suerte de poder correrse sus juergas a última hora.

Cuando consiguió sus documentos de marino mercante y se afilió al sindicato pudo elegir embarcación. Haraganeaba en el vestíbulo del sindicato y, como había probado el sabor del paraíso, esperaba la ocasión de apuntarse a la «singladura romántica»: Santos, Río, Montevideo y Buenos Aires. Había tipos que se pasaban la vida entera haciendo la singladura romántica, y el motivo, tanto para ellos como para Sabbath, eran las putas. Putas, burdeles y toda clase de sexo al alcance del hombre.

Mientras conducía lentamente hacia el cementerio, calculó que tenía diecisiete dólares en el bolsillo y trescientos en la cuenta corriente indistinta. Lo primero que debía hacer por la mañana era extender un cheque y cobrarlo en un banco de Nueva York, conseguir la pasta antes de que lo hiciera Rosie. Tenía que hacerlo. Ella recibía un cheque salarial dos veces al mes, y pasaría un año antes de que él pudiera recibir las prestaciones de la Seguridad Social y la asistencia médica para mayores de sesenta y cinco años.

Su única habilidad era aquel talento idiota con las manos, y sus manos ya no servían para nada. ¿Dónde viviría, cómo se alimentaría, qué iba a hacer si caía enfermo…? Si Rosie se divorciaba de él por abandono, ¿cómo se las arreglaría para pagar el seguro médico, de dónde sacaría el dinero para las píldoras antiinflamatorias y las que impedían que éstas le quemaran el estómago? Y si no podía costearse las píldoras, si las manos le dolían continuamente, si en lo sucesivo no iba a tener jamás ningún alivio…

Esta preocupación le había causado palpitaciones. Dejó el coche en su escondrijo habitual, a cuatrocientos metros de la tumba de Drenka. Todo lo que tenía que hacer era calmarse, retroceder y dirigirse a casa. No sería necesario que diera explicaciones, algo que nunca hacía. Podría dormir en el sofá y, al día siguiente, recrearse de nuevo en su acostumbrada vida anodina.

Roseanna no le echaría de casa. El suicidio de su padre no permitiría tal cosa, al margen de las recompensas que Barbara le prometiera, concretadas en paz interior y comodidad. En cuanto a él, por muy odiosa que fuese aquella vida, era odiosa en un hogar y no en el arroyo. Muchos norteamericanos detestaban sus hogares. El número de gentes sin hogar en Estados Unidos no era comparable al número de norteamericanos que tenían un hogar y una familia a los que odiaban. «Cómele el coño», se dijo. «Por la noche, cuando regrese de su reunión. Eso la sorprenderá. Tú te convertirás en la puta. No será tan bueno como haberte casado con una, pero te quedan seis años para los setenta, así que hazlo… Cómeselo por dinero».

Para entonces Sabbath había bajado del coche y avanzaba con la linterna por el camino que conducía al cementerio. Tenía que averiguar si había alguien más.

No vio ninguna limusina. Aquella noche había una camioneta de caja abierta. Temía cruzar para echar un vistazo a la matrícula, por si había alguien al volante. Podría tratarse de los jóvenes del pueblo que se masturbaban en círculo a la luz de la luna en la colina, o que se sentaban entre las lápidas y fumaban hierba. Se los había encontrado sobre todo en Cumberland, en la cola ante la caja del supermercado, cada uno con dos o tres criaturas y una esposa menuda y demasiado joven (ya con aspecto de creer que la vida ha pasado por su lado), con mal color de piel y preñada, empujando un carro lleno de palomitas de maíz, canutillos de queso, bocadillos de salchicha, comida para perros, patatas fritas, pañuelos para bebés y pizzas de treinta centímetros con pepperoni amontonadas como dinero en un sueño. Podía saber que se trataba de ellos por las calcomanías de sus parachoques. Algunas decían «Nuestro Dios reina», otras «Si no te gusta mi manera de conducir, marca el 1-800-COME-MIERDA». Algunos parachoques lucían ambas clases de calcomanías. Un psiquiatra del hospital estatal de Blackwall que pasaba consulta privada un par de días a la semana le había respondido a Sabbath cuando éste le preguntó de qué trataba a la gente allá en las montañas: «Incesto, palizas a la mujer y borrachera, por este orden». Y era allí donde Sabbath había vivido durante treinta años. Linc tenía razón al opinar que no debería haberse marchado tras la desaparición de Nikki. Norman Cowan también estaba en lo cierto: nadie podría culparle de su desaparición. ¿Quién la recordaba, aparte de él? Tal vez se dirigía a Nueva York para confirmar, después de tanto tiempo, que no había destruido a Nikki de la misma manera que no fue él quien mató a Morty.

Nikki… todo talento, un talento encantador, y absolutamente nada más. Era incapaz de distinguir la izquierda de la derecha, y no digamos de utilizar las reglas aritméticas. No discernía el norte del sur y el este del oeste, ni siquiera en Nueva York, donde había pasado gran parte de su vida. No soportaba ver a personas feas, viejas o incapacitadas, temía a los insectos, le asustaba estar sola en la oscuridad. Si algo la ponía nerviosa, una avispa con pintas amarillas, una víctima del Parkinson, una criatura babeante en una silla de ruedas, se tomaba una píldora de Miltown, un medicamento que reducía la angustia y que le daba el aspecto de una loca, con los ojos muy abiertos, la mirada vacua y las manos temblorosas. Se sobresaltaba y gritaba cada vez que un coche petardeaba o alguien daba un portazo cerca de ella. Era experta en ceder. Cuando intentaba plantar cara, a los pocos minutos las lágrimas le corrían por la cara y decía: «Haré cualquier cosa que desees… ¡pero no me ataques así!». No sabía lo que era la razón. O bien mostraba una obstinación infantil o bien era infantilmente sumisa. Sorprendía a Sabbath al cubrirse con una toalla cuando salía de la ducha y, si tropezaba con él, pasaba a toda prisa por su lado hacia el dormitorio.

—¿Por qué haces eso?

—¿A qué te refieres?

—Lo que acabas de hacer… ocultarme tu cuerpo. —No he hecho semejante cosa.

—Que sí, bajo la toalla.

—Me mantenía caliente.

—¿Por qué corrías, como si no quisieras que te viese? —Estás loco, Mickey, te estás inventando esto. ¿Por qué tienes que atacarme así continuamente?

—¿Por qué actúas como si tu cuerpo fuese repulsivo?

—Mi cuerpo no me gusta. ¡Lo detesto! ¡Odio mis senos! ¡Las mujeres no deberían tener senos!

Sin embargo, no podía pasar ante cualquier superficie reflectante sin echar un vistazo rápido para ver si tenía tan buen color y estaba tan encantadora como en las fotos exhibidas a la entrada del teatro. Y cuando salía al escenario, las innumerables fobias se desvanecían y todas las peculiaridades dejaban de existir. En una representación teatral podía fingir, sin la menor dificultad, que hacía frente a las mismas cosas que más la asustaban en la vida real. No sabía qué era más fuerte, si el amor o el odio que sentía por Sabbath, y de lo único que estaba segura era de que no podría haber sobrevivido sin su protección. Él era su armadura, su cota de mallas.

A sus veintipocos años, Nikki era ya una actriz tan maleable como podía desear un director con la obstinación de Sabbath. En el escenario, incluso durante los ensayos, incluso cuando estaba sin hacer nada en espera de que le pasaran las notas, no evidenciaba un ápice de su nerviosismo, no jugueteaba con el anillo, no deslizaba los dedos alrededor del cuello de la camisa, no golpeaba la mesa con cualquier cosa que tuviera a mano. Permanecía serena, atenta, incansable, sin quejarse, con la mente despejada, inteligente. Cualquier cosa que Sabbath le pidiera, por pedante que fuese o por mucho que se pasara de la raya, ella podía reproducirla sobre la marcha, exactamente tal como él lo había imaginado. Era paciente con los malos actores, mientras que los buenos la estimulaban. En el trabajo nunca era descortés con nadie, mientras que en unos grandes almacenes Sabbath le había visto exhibir tal superioridad presuntuosa hacia la dependienta que sintió deseos de abofetearla.

—¿Quién te crees que eres? —le preguntó cuando salieron a la calle.

—¿Por qué me atacas ahora?

—¿Por qué has tratado a esa chica como si fuese un trapo sucio?

—Mira, en el fondo no es más que una vagabunda.

—¿Y tú quién coño eres? Tu padre tenía un almacén de madera en Cleveland. El mío iba por ahí en una camioneta vendiendo mantequilla y huevos.

—¿Por qué mencionas a mi padre? Le odiaba. ¿Cómo te atreves a hablarme de mi padre?

Otra de las mujeres en la vida de Sabbath que consideraba a su padre un fracasado. El de Drenka fue un estúpido miembro del partido a quien ella despreciaba por su crédula fidelidad. «Comprendo que seas un oportunista, pero un creyente…». El de Rosie fue un suicida alcohólico que la aterraba, y el de Nikki un hombre de negocios pendenciero y vulgar par a quien los naipes, las tabernas y las chicas tenían bastante más importancia que sus responsabilidades de marido y padre. El hombre conoció a su mujer cuando fue a Grecia, donde vivían sus padres, para asistir al funeral de su abuela, y luego se quedó una temporada en el país y lo recorrió, sobre todo con la intención de ver qué tal eran los coños autóctonos. Allí cortejó a la que sería su esposa, una chica burguesa de Salónica, y al cabo de unos meses la llevó a Cleveland, donde su padre, un hombre de negocios todavía más pendenciero y vulgar que él, poseía el almacén de madera. La familia del viejo era gente del campo, y cuando hablaba en griego lo hacía en un terrible dialecto pueblerino. ¡Y cómo renegaba por teléfono! «Gamóto! Gamó ti mána sou! Gamó ti panaghía sou»! «Joder! ¡Que jodan a tu madre! ¡Que jodan a tu santa madre!»… ¡Y le pellizcaba el trasero, a su propia nuera! La madre de Nikki se las daba de joven poética, y su marido que era un tenorio, los vulgares parientes políticos, la provinciana Cleveland, la música bouzouki que encantaba a aquella gente, todo esto la volvía loca. No podría haber cometido un error más grande que el de casarse con Kantarakis y su horrible familia, pero, claro, a los diecinueve años huía de un padre dominante y anticuado al que odiaba, y el alegre norteamericano que la hacía ruborizarse tan fácilmente (y, por primera vez en su vida, correrse con tanta facilidad) le pareció entonces un hombre destinado a hacer gr andes cosas.

Su salvación fue la pequeña y bonita Nikoleta, a la que idolatraba y llevaba a todas partes. Eran inseparables. Nikki tenía una gran sensibilidad musical y su madre le enseña cantar en griego y en inglés. Le leía en voz alta y le enseñaba a recitar. Pero la madre seguía llorando todas las noches, y finalmente se trasladó con Nikki a Nueva York. Para mantenerse, trabajó en una lavandería, luego en la sala de clasificación del correo de una estafeta y por último en Saks, al principio como vendedora de sombreros y, unos años más tarde, como jefa del departamento de sombrerería femenina. Nikki fue a la Escuela Media de Arte Dramático. Ella y su madre se enfrentaron al mundo hasta que, en 1959, una rara enfermedad de la sangre puso fin bruscamente a la lucha de su madre…

Sabbath avanzó junto al largo muro de piedra del cementerio, agachándose y moviéndose tan silenciosamente como podía por la tierra blanda del margen del camino. Había alguien en el cementerio. ¡En la tumba de Drenka! Un hombre con tejanos, larguirucho, los pies torcidos hacia adentro, el cabello recogido en una cola de caballo… Allí estaba la camioneta del electricista. Era Barrett, con quien a ella le había gustado follar en la bañera y enjabonarle en la ducha.

Empiezas por la cara, sigues por el pecho y el vientre, llegas a la polla y se pone tiesa, o ya lo está.

Sí, era la noche en que Barrett presentaba sus respetos a la muerta y, en efecto, ya la tenía tiesa. A veces me alza las piernas y me lleva así a la ducha.

Una vez más, Sabbath buscó una piedra. Como estaba unos cinco metros más lejos de Barrett de lo que estuvo la vez anterior con respecto a Lewis, buscó una piedra ligera a la que pudiera hacer llegar lo más cerca posible del blanco. Tardó algún tiempo en localizar en la oscuridad una piedra del tamaño y el peso apropiados, y entretanto Barrett permaneció al pie de la tumba meneándosela en silencio.

Si pudiera darle en pleno capullo cuando empezaba a correrse… Trataba de calcular el momento del orgasmo por la velocidad con que Barrett movía la mano, cuando vio una segunda figura en el cementerio, un hombre que subía despacio la cuesta. Vestía uniforme. ¿El sepulturero? El hombre uniformado se movió sigilosamente, sin ser visto ni oído, hasta que estuvo más o menos a un metro detrás de Barrett, el cual ahora estaba ajeno a todo excepto a la oleada inminente.

Pausadamente, casi con languidez, el hombre uniformado alzó el brazo derecho, poco a poco. Su mano sostenía un objeto alargado con un bulto en el extremo. Una linterna. Barrett emitió un sonido sordo, un ruido monótono y continuo que de repente finalizó en una fanfarria de balbuceos incoherentes.

Sabbath no lanzó su proyectil, pero el momento de éxtasis resultó ser también la señal para el hombre de la linterna, el cual la descargó como un hacha contra el cráneo de Barrett. Se oyó un ruido apagado cuando Barrett cayó al suelo, y luego otros dos ruidos apagados y rápidos cuando el joven electricista… eres algo, eres algo distinto de veras… recibió dos patadas en los testículos.

Sólo cuando el atacante subió a su vehículo, que había dejado silenciosamente detrás de la camioneta, y puso en marcha el motor, Sabbath se dio cuenta de quién era. Ya fuese en una actitud de desafío abierto y arrogante, ya con un furor inextinguible, el policía estatal partió en su coche patrulla, con todas las luces destellando.

Aquella noche, durante el trayecto hacia Nueva York para asistir al funeral de Linc, Sabbath sólo pensó en Nikki. De lo único que podía hablar con su madre, que se deslizaba de un lado a otro en el interior del coche, arrastrada a la deriva y cabeceante, como escombros en la marea, era de lo que condujo a la desaparición de Nikki. Durante los cuatro años del matrimonio de Sabbath con ella, su madre sólo había visto a Nikki en cinco o seis ocasiones, en las que le había dicho poco o nada, apenas pudo comprender quién era Nikki o qué hacía allí, por muy seriamente que la muchacha, con la ingenuidad acongojada de una niña despierta y amable, intentara trabar conversación con ella. Con el terror que le inspiraban los ancianos, los deformes y los enfermos, Nikki no estaba ciertamente preparada para la penosa experiencia de reunirse con la madre sufriente de Sabbath, y de manera invariable sentía calambres en el estómago cuando se dirigían a Bradley. Cierta vez en que la señora Sabbath tenía un aspecto especialmente demacrado y descuidado, cuando dormitaba en una silla de la cocina con la dentadura postiza a su lado sobre el hule de la mesa, Nikki no pudo contener se y salió corriendo por la puerta trasera. A partir de entonces, Sabbath fue a visitarla solo. La llevaba a comer a una marisquería de Belmar que servía uno de los platos favoritos de la anciana, y al regresar a Bradley él insistía en cogerla del brazo y caminar durante diez minutos por el paseo de tablas. Entonces la llevaba a casa, con gran alivio de la mujer.

No la presionaba para que dijese nada, y había visitas en las que él se limitaba a decir: «¿Cómo estás, mamá?» y «hasta la vista, mamá». Eso y dos besos, uno a la llegada y otro al despedirse. En ocasiones le había llevado una caja de cerezas recubiertas de chocolate, y a la siguiente vez seguía allí sin abrir, exactamente donde la mujer la había dejado después de recibirla. A él nunca se le ocurrió pasar la noche en la habitación que compartiera con Morty.

Pero ahora que ella revoloteaba invisible en el oscuro interior del coche, desprovista de aflicción, vacía de dolor, ahora que su pequeña madre era puro espíritu, pura mente, un ser imperecedero, él suponía que sería capaz de soportar la historia completa de la catástrofe en la que había perecido su primer matrimonio. Sin duda la mujer había estado presente con anterioridad para observar el final del segundo matrimonio. ¿Y no estaba allí cada vez que él se despertaba a las cuatro de la madrugada y no podía volver a dormirse? ¿No le había preguntado aquella misma mañana en el baño, cuando se arreglaba la barba, si no era aquella una réplica de la larga barba que usó su abuelo materno, el rabino que se llamaba como él y con quien tenía, al parecer, una gran semejanza desde el mismo momento en que nació? ¿No estaba ella con regularidad a su lado, en su boca, resonando en su cráneo, recordándole que debía acabar con su absurda vida?

Nada más que muerte, la muerte y los muertos, durante tres horas y media, nada más que Nikki, su irresponsabilidad, su extrañeza, su aspecto, el cabello y los ojos de una negrura primordial, la piel etérea, virginal, de un blanco angélico, quebradizo… Nikki y su talento para encarnar todo cuanto anida en el alma que es contradictorio e insondable, incluso la monstruosidad que la paralizaba de temor.

Cuando la Real Academia de Arte Dramático de Londres le concedió una beca, Nikki se trasladó allí con su madre. Al principio confiaron en la generosidad de una prima carnal de la madre que estaba casada con un médico inglés y vivía cómodamente en Kensington. Su madre encontró trabajo en una sombrerería de lujo en la calle South Audley, y los benevolentes propietarios, Bill y Ned, prendados de la elocuente delicadeza de la tímida Nikki, les alquilaron las dos pequeñas habitaciones encima de la tienda por una suma simbólica. Incluso les proporcionaron mobiliario de su casa de campo, incluida una pequeña cama que instalaron en la minúscula habitación «supletoria» donde Nikki dormía y un sofá en el «salón» donde la madre insomne, con la ayuda de una novela, se pasaba las noches fumando un pitillo tras otro. El lavabo estaba abajo, en la parte trasera de la tienda. La vivienda era tan pequeña que Nikki bien podría haber sido un canguro en la bolsa de su madre. No le habría importado que fuese todavía más pequeña, pero con una sola cama para las dos. Tras graduarse en la escuela de arte dramático, Nikki regresó a Nueva York, pero su madre, que nunca había podido superar sus recuerdos de Cleveland y consideraba a los norteamericanos, en su conjunto, ruidosos y bárbaros, desde luego comparados con sus clientes de la sombrerería de lujo, que eran tan amables y considerados como podían con la viuda (tal era para los demás su estado civil) sombrerera (de aristocrático linaje cretense, según Bill y Ned), su madre se quedó en Londres. Había llegado el momento de que Nikki se las arreglara por sí sola mientras su madre permanecía con seguridad entre los muchos buenos amigos que había hecho a través de los «chicos», como todo el mundo llamaba a sus jefes. Ella y Nikki recibían con frecuencia invitaciones para pasar un fin de semana en alguna casa de campo, y no pocas acaudaladas clientas tomaban a la señora Kantarakis por confidente. Y luego estaba la seguridad proporcionada por la prima Rena y el doctor, los cuales habían sido extraordinariamente generosos, sobre todo con Nikki. Todo el mundo era generoso con Nikki, una joven encantadora aunque, cuando partió hacia Estados Unidos, aún no había tenido ninguna experiencia sexual con hombres. Y a ese respecto, desde que huyó de la casa de su padre en brazos de su madre a los siete años de edad, apenas había tenido ninguna familiaridad con hombres que no fuesen homosexuales. Estaba por ver hasta qué punto sería capaz de encantarlos.

—Su madre murió una mañana temprano —le dijo Sabbath a su propia madre—. Nikki había viajado a Londres para estar con ella durante las últimas etapas de la enfermedad. Bill y Ned le habían pagado el pasaje de avión. No podían hacer nada más por ella en el hospital, por lo que la madre regresó a las habitaciones encima de la tienda par a morir. Cuando el fin se aproximaba, Nikki se sentó al lado de su madre y se pasó casi cuatro días cogiéndole la mano y procurando que estuviera cómoda. Entonces, el cuarto día, bajó a la parte trasera de la tienda para usar el lavabo y cuando volvió a subir su madre había dejado de respirar. «Mi madre acaba de morir», me dijo por teléfono, «y yo no estaba a su lado. ¡No estaba a su lado, Mickey! ¡Se ha muerto sola!». Por cortesía de Bill y Ned, volé a Londres en el avión de la noche. Llegué alrededor de la hora del desayuno, al día siguiente, y fui directamente a la calle South Audley. Encontré a Nikki, al parecer serena e imperturbable, sentada en una silla al lado de su madre. Ya había pasado un día y el cadáver seguía en camisa de dormir… y allí. Y seguiría allí durante otras setenta y dos horas. Cuando no pude seguir soportando aquel espectáculo, le grité a Nikki: «¡No eres una campesina siciliana! ¡Ya es suficiente! ¡Es hora de que tu madre se vaya!». Ella replicó: «¡No, no, nooo!», y cuando empezó a golpearme con los puños, retrocedí, bajé las escaleras y vagué por Londres durante horas. Quería decirle que aquel velatorio del cadáver excedía no sólo lo que me parecía correcto sino lo que consideraba juicioso. Intentaba decirle que su intimidad exagerada con el cadáver de su madre, el locuaz monólogo con que entretenía a la muerta cuando se sentaba a su lado un día tras otro, reanudando la labor de punto interrumpida por su madre y recibiendo a los amigos de los «chicos», el manoseo de las manos del cadáver, los besos en su cara, las caricias al cabello, esta abstracción del puro hecho físico, la estaban convirtiendo en tabú para mí.

¿Seguía la madre de Sabbath este relato? De alguna manera, él percibía que el interés de la difunta estaba en otra parte. Ya había penetrado en Connecticut y conducía a lo largo de un hermoso y escalofriante tramo de río. Pensó en que su madre podría estar pensando: «No sería difícil en ese río». Pero no antes de ver a Linc, mamá… Necesitaba ver el aspecto que tenía su viejo amigo antes de que él también lo hiciera.

Por primera vez comprendía o admitía que debía hacerlo. El problema estribaba en que su vida jamás se resolvería. No era la clase de vida con objetivos y medios claros, en la que es posible decir: «Esto es esencial y eso no lo es, no haré esto porque no podría soportarlo, pero haré eso otro porque lo aguantaré». No era posible desenmarañar una existencia cuya indocilidad constituía su única autoridad y le proporcionaba su principal di versión.

Quería que su madre comprendiera que no echaba la culpa de la futilidad a la muerte de Morty ni a la postración que sufrió ella ni a la desaparición de Nikki ni a su estúpida profesión o a sus manos artríticas, sino que sencillamente le contaba lo que ocurrió antes de tales sucesos. Eso era todo lo que uno podría saber, aunque si lo que creía que sucedió resultaba que no siempre coincidía con lo que otra persona creía que sucedió, ¿cómo podría afirmar que sabía siquiera eso? Todo el mundo lo entendía todo mal. Lo que le estaba diciendo a su madre era erróneo. Si fuese Nikki quien le escuchaba en lugar de su madre, le gritaría: «¡No fue así! ¡Yo no era de esa manera! ¡Lo entiendes mal! ¡Siempre lo has entendido mal! ¡Siempre me atacas sin ningún motivo!».

Sin hogar, sin esposa, sin querida, sin un centavo… Salta a la fría corriente y ahógate. Sube a los bosques, duérmete y a la mañana siguiente, si es que te despiertas, sigue subiendo hasta que te pierdas. Alójate en un motel, pídele prestada la navaja de afeitar al portero nocturno y ábrete la garganta de oreja a oreja. Podía hacerse. Lincoln Gelman lo hizo, el padre de Roseanna también. Probablemente la misma Nikki lo hizo, y con una navaja de afeitar, una navaja muy parecida a aquella con la que salía cada noche para matarse en La señorita Julia. Más o menos una semana después de su desaparición, a Sabbath se le ocurrió ir al cuarto de los accesorios y buscar la navaja que el criado, Jean, le entrega a Julia después de que ésta se acueste con él, se sienta manchada por él y, finalmente, le pregunte: «¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?». «Ve, ahora que todavía hay luz, ve al granero…», replica Jean, y le tiende su navaja de afeitar. «No hay otra manera de terminar… ¡Ve!». La última palabra de la obra es «¡ve!». Julia coge la navaja y sale, y la acosada Nikki la sigue ineluctablemente. La navaja apareció en su cajón, en el cuarto de los accesorios, donde tenía que estar, pelo de todos modos había ocasiones en las que Sabbath aún podía creer que el horror era autohipnosis, que la catástrofe de su matrimonio se debió a la simpatía con que Nikki, de un modo casi criminal, abrazó los sufrimientos de lo irreal. Entregó ansiosa su gran imaginación no a la abrumadora brutalidad de la imaginación de Sabbath, sino a la abrumadora brutalidad de la de Strindberg. Éste lo había hecho en su lugar. ¿Quién mejor?

—Recuerdo que el tercer día me dije: «Si esto sigue un momento más, no volveré a follar con esta mujer. No podría acostarme con ella en la misma cama». No era porque aquellos ritos que estaba fraguando me parecieran extraños y en pugna con los rituales que estaba acostumbrado a ver entre los judíos. De haber sido católica, hindú, musulmana, guiada por las prácticas de duelo de tal o cual religión, de haber sido egipcia bajo el reinado del gran Amenhotep, observadora de hasta el último detalle del galimatías ceremonial decretado por Osiris, el dios de la muerte, creo que me habría limitado a contemplarla en respetuoso silencio. Mi desazón se debía a que Nikki hacía aquello por cuenta propia, eran ella y su madre contra el mundo, separadas del mundo, solas, juntas y apartadas del mundo, sin ninguna iglesia, ningún clan que la ayudara en aquel trance, ni una sola formalidad popular alrededor de la cual pudiera adherirse misericordiosamente su reacción a la muerte de un ser querido. Cuando el velatorio se prolongaba dos días, vimos casualmente a un sacerdote que caminaba por la calle South Audley. «Ésos son los auténticos demonios necrófagos», dijo Nikki. «Los odio a todos. ¡Sacerdotes, rabinos, clérigos con su estúpido cuento de hadas!». Sentí deseos de decirle: «Pues entonces coge una pala y hazlo tú misma. Tampoco yo soy un admirador del clero. Coge una pala y entiérrala en el jardín de Ned».

«Su madre estaba tendida en el sofá, bajo un edredón. Antes de que se presentara el embalsamador y, en palabras de Nikki, la “adobara”, parecía como si solamente durmiera en nuestra presencia, con el mentón, tal como lo tenía en vida, ligeramente ladeado. Al otro lado de la ventana lucía una fresca mañana primaveral. Los gorriones que ella alimentaba a diario revoloteaban entre los árboles en flor y se bañaban en la grava encima del cobertizo de jardinería del patio, y a través de las ventanas de atrás, abiertas, se veían los brillantes tulipanes. Junto a la puerta había un cuenco de alimento canino a medio comer, pero el perrito faldero de su madre ya no estaba allí, pues se lo había llevado Rena. Ésta me informó más tarde de lo que sucedió la mañana del óbito. Nikki me había dicho que el médico que acudió a examinar el cadáver y extender el certificado de defunción había llamado a una ambulancia, pero que ella decidió que su madre siguiera en casa hasta el funeral y despidió a la ambulancia. Rena, que se había presentado a toda prisa para acompañar a Nikki en aquellos momentos, me dijo que la ambulancia encargada por el médico no había sido “despedida”. Cuando el conductor cruzó la puerta y empezó a subir la estrecha escalera, Nikki le gritó: “¡No, no!”. El hombre insistió en que él se limitaba a hacer su trabajo, y entonces Nikki le golpeó en la cara tan fuerte que él echó a correr y a ella le dolió la muñeca durante varios días. Yo había visto que se restregaba la muñeca de vez en cuando durante el velatorio, pero ignoraba por qué lo hacía hasta que Rena me lo dijo».

¿Con quién creía que estaba hablando? Una alucinación inducida por sí mismo, un engaño a la razón, algo con que magnificar la insignificancia de un lío sin sentido, eso era su madre, otro de sus títeres, su último títere, una marioneta invisible que volaba de un lado a otro suspendida de cordeles, cuyo papel no era el de ángel de la guarda sino el de espíritu de difunto que se preparaba para conducirle a su próxima morada. Un tosco instinto teatral prestaba un toque chillón y patético de drama de última hora a una vida que se había quedado en nada.

El viaje era interminable. O se le había pasado un giro por alto o aquélla era ya la próxima morada: un ataúd que conduces sin cesar a través de la oscuridad por un espacio sin identificar, mientras cuentas una y otra vez los acontecimientos incontrolables que te indujeron a convertirte en un hombre imprevisto. ¡Y tan rápido! ¡Con tal celeridad! Todo queda velozmente atrás, empezando por la persona que eres, y en algún punto indefinible llegas a comprender a medias que el despiadado adversario eres tú mismo.

Por entonces su madre le había envuelto con su espíritu, le había absorbido dentro de sí misma, asegurándole así que existía realmente, libre e independientemente de la imaginación de Sabbath.

—Le pregunté a Nikki cuándo sería el funeral, pero ella no me respondió. «Es totalmente inaceptable», me dijo, «es inaceptablemente triste».

Estaba sentada en el borde del sofá donde yacía su madre. Yo le sostenía una de las manos, y ella extendió la otra y tocó el rostro de su madre.

«Manoúlamou, manoulítsamou,» decía. Diminutivos griegos que significan «mi querida madrecita». «Es insoportable, es terrible», dijo Nikki. «Voy a quedarme con ella. Dormiré aquí. No quiero que se quede sola». Y como yo no quería que Nikki estuviera sola, me senté con ella y su madre hasta que, por la tarde, llegó el director de una gran funeraria londinense con la que se había puesto en contacto el marido de Rena, para hablar del funeral. Yo era un judío acostumbrado a que los muertos se enterraran a ser posible dentro de las veinticuatro horas, pero Nikki no era nada, no era más que la hija de su madre, y cuando, mientras esperábamos al director de la funeraria, le recordé cuál era la costumbre judía, replicó: «¿Enterrarlos al día siguiente? ¡Qué crueles sois los judíos!». «Bueno, ésa es una manera de ver las cosas». «Lo es», dijo ella, «¡es cruel! ¡Es horrible!». No le dije nada más. Me había confirmado que jamás querría un funeral.

«Alrededor de las cuatro llegó el director de la funeraria, con chaqué y pantalones a rayas. Se mostró cortés y deferente en extremo, y nos explicó que había venido a toda prisa después de su tercer funeral del día y no había tenido ocasión de cambiarse. Nikki anunció que a su madre no iban a moverla y que se quedaría donde estaba. Él respondió con un alto grado de eufemismo, que mantuvo, con una sola salvedad, durante toda la consulta.

»Adoptó un acento de clase alta. “Como usted desee, señorita Kantarakis. Sin embargo, no debemos molestar a los demás. Si su madre ha de quedarse con usted, entonces tendrá que venir uno de nuestros expertos y ponerle una inyección”. Supuse que se refería a que sería preciso limpiar y embalsamar a la muerta. “No se preocupen”, nos dijo en tono resuelto, “nuestro hombre es el mejor de Inglaterra”. Sonrió orgulloso. “Se encarga de la familia real. La verdad es que se trata de un caballero muy ingenioso. Tendrían que estar ustedes en este negocio. Nuestra profesión no tiene nada de mórbido”.

»Entretanto una mosca se había posado en la cara del cadáver, y yo confiaba en que Nikki no la viera y el insecto se marchara por sí solo. Pero ella la vio y se levantó de un salto, y por primer a vez desde mi llegada tuvo un arranque histérico. “Déjela”, me dijo el director de la funeraria. También yo me había levantado para ahuyentar a la mosca. “Deje que se desahogue”, me pidió juiciosamente.

»Después de que se hubiera calmado, Nikki colocó un pañuelo de papel sobre el rostro de su madre para impedir que la mosca volviera. Más tarde, a petición suya, salí a comprar repelente de insectos y al volver rocié la habitación, procurando no hacerlo en la dirección del cadáver, y Nikki cogió el pañuelo de papel y se lo guardó en el bolsillo del suéter. A sabiendas o no, cuando oscurecía usó el pañuelo para sonarse la nariz… y eso me pareció totalmente demencial. “Perdone la indelicadeza”, dijo el director de la funeraria, “pero ¿cuánto medía su madre? Mis asociados me lo preguntarán cuando les llame”.

»Al cabo de unos minutos telefoneó a su oficina y preguntó si el crematorio estaría disponible el martes. Aún estábamos a viernes y, dado el estado de Nikki, el martes parecía muy lejano. Pero como ella preferiría no celebrar funeral y tener a su madre allí para siempre, me dije que el martes era mejor que nunca.

»El director de la funeraria aguardó mientras comprobaban el programa del crematorio. Entonces alzó la vista del teléfono y me dijo: “Mis asociados dicen que hay un espacio disponible a la una”. “Oh, no”, gimió Nikki, pero yo hice un gesto de asentimiento. “Vale, es nuestro”, dijo por teléfono, y reveló por fin que era capaz de hablar como si el mundo fuese un lugar real y nosotros personas reales. “¿Y el servicio?”, preguntó a Nikki después de colgar. “No me importa quién lo haga”, dijo ella vagamente, “mientras no se pongan a hablar de Dios”. “Sin credo religioso”, dijo el hombre, y lo apuntó en su cuaderno, junto con la altura de la madre y el tipo de ataúd que Nikki había elegido para que lo incineraran con ella. Entonces nos describió con delicadeza el procedimiento de la cremación y expuso las opciones disponibles. “Pueden marcharse antes de que el ataúd desaparezca o pueden esperar hasta que lo haga”. Esa idea aturdió demasiado a Nikki para que pudiera responder, de modo que dije: “Bueno, esperaremos”. “¿Y las cenizas?”, nos preguntó. “En su testamento sólo pedía que fuesen esparcidas”, respondí. Nikki, con la mirada fija en el pañuelo inmóvil sobre las fosas nasales y la boca de su madre, dijo sin dirigirse a nadie en particular: “Supongo que nos las llevaremos a Nueva York. Ella odiaba Estados Unidos, pero creo que deberíamos llevárnoslas”. “Pueden hacerlo”, respondió el director de la funeraria. “Claro que pueden llevárselas, señorita Kantarakis. Según la ley de 1902, puede usted hacer lo que desee con las cenizas”.

»El embalsamador no llegó hasta las siete y media. El director de la funeraria me lo había descrito, con una pizca de deleite dickensiano como no sería probable percibir en un director de funeraria de cualquier otro lugar que no fuesen las islas Británicas, como un hombre “alto, con gafas de gruesos cristales y muy ingenioso”. Pero el hombre que llamó a la puerta cuando ya había oscurecido no era simplemente alto, era enorme, un hércules circense, con gafas de gruesos cristales y calvo del todo, excepto por dos mechones de cabello negro pegados a los lados de su inmensa cabeza. Vestía de negro y sostenía dos cajas negras, cada una lo bastante grande para contener una criatura. “¿Es usted el señor Cummins?”, le pregunté. “Vengo de Ridgely’s, señor”. Lo mismo podría haberme dicho que venía del infierno.

Le habría creído, con acento cockney y todo. No me pareció ingenioso.

»Le acompañé a donde estaba el cadáver bajo el edredón. Él se quitó el sombrero y saludó a Nikki con una ligera inclinación de cabeza, tan respetuoso como lo sería si fuésemos miembros de la realeza. “Vamos a dejarle solo”, le dije. “Daremos un paseo y volveremos dentro de una hora”.

»“Que sea hora y media, señor”. “Muy bien”. “¿Puedo hacerle unas preguntas, señor?”.

»Como Nikki ya estaba muy pasmada por su corpulencia, que se añadía a todo lo demás, pensé que no tenía necesidad de oír sus preguntas, que sólo podían ser de carácter macabro. De momento no podía apartar la mirada de las grandes cajas negras, que él había dejado en el suelo. “Sal un momento”, le dije. “Ve abajo y toma un poco el aire mientras termino con este señor”. Ella me obedeció en silencio. Abandonaba a su madre por primera vez desde que fue al lavabo el día anterior y al regresar la encontró muerta.

Pero cualquier cosa era preferible a estar con aquel hombre y sus cajas.

»Cuando nos quedamos solos, el embalsamador me preguntó cómo debería vestir el cadáver. Yo no lo sabía, pero en vez de salir corriendo para preguntárselo a Nikki, le dije que la dejara con la camisa de dormir. Entonces comprendí que si la preparaba para el funeral y la cremación, habría que quitarle las joyas. Le pregunté si podría hacerlo por nosotros. “Veamos lo que lleva puesto, señor”, me dijo, al tiempo que me hacía una seña para que examinara el cuerpo con él.

»No había esperado que hiciera tal cosa, pero, al parecer, la ética profesional le exigía que hubiera un testigo presente mientras retiraba los objetos valiosos, de modo que permanecí a su lado y él levantó el edredón para revelar los dedos azulados y rígidos del cadáver y, donde la camisa de dormir se había alzado, las piernas delgadas como tuberías. Le quitó el anillo, me lo dio y entonces le levantó la cabeza para desenroscar los pendientes.

»Pero no podía hacerlo él solo, y sostuve la cabeza de la muerta mientras él le extraía los pendientes. “Las perlas también”, le dije, y él las deslizó alrededor del cuello de modo que el cierre quedase en la parte delantera, pero no había manera de abrirlo. Forcejeó en vano con sus enormes dedos de hércules circense mientras yo seguía sosteniendo la cabeza con una mano. Ella y yo nunca nos habíamos sentido físicamente cómodos cuando estábamos juntos, y aquélla era con mucho la mayor intimidad que habíamos tenido jamás. La cabeza muerta parecía pesar mucho. “Está tan muerta”, me dije, “y esto se está haciendo insoportable”. Al final intenté abrir el cierre y, tras unos minutos de forcejeo, como tampoco lo lograba, desistimos y sacamos el collar de perlas, que estaba muy ceñido, por encima de la cabeza y el cabello, lo mejor que pudimos.

»Procuré no tropezar mientras retrocedía entre las cajas negras.

»“Bueno, ya está”, le dije. “Volveré dentro de hora y media”. “Será mejor que telefonee antes, señor”. “¿Y la dejará exactamente como está ahora?”. “Sí, señor”. Pero entonces miró las ventanas que daban al jardín de Ned y las ventanas traseras de las casas al otro lado de la calle y preguntó: “¿Pueden vernos desde ahí, señor?”. De repente me alarmó dejar a aquella atractiva mujer de cuarenta y cinco años a solas con él, por muy muerta que estuviera.

»Pero me dije que lo que estaba pensando era impensable, y le respondí: “Será mejor que corra las cortinas para mayor seguridad”. Las cortinas eran nuevas, un regalo de cumpleaños de Nikki que le había comprado el año anterior y que no colgó hasta la última semana de la enfermedad de su madre. La mujer había insistido en que no necesitaba unas cortinas nuevas, incluso se había negado a desenvolverlas, y sólo las había aceptado cuando Nikki, al lado del sofá en el que yacía la moribunda, le mintió diciendo que le habían costado menos de diez libras.

»En casa de Rena, donde nos alojábamos, Rena y yo intentamos que Nikki se bañara y comiera. No quería hacer ninguna de las dos cosas. Ni siquiera quiso lavarse las manos cuando le pedí que lo hiciera, tras haberse pasado el día entero manoseando a su madre muerta. Esperó silenciosa en una silla hasta que llegó el momento de regresar. Al cabo de una hora telefoneé para comprobar qué tal iba el embalsamamiento».

«He terminado, señor», me dijo el hombre. «¿Está todo como estaba?».

«Sí, señor, con flores a su lado, sobre la almohada». No las había cuando salimos. Debía de haber utilizado las flores que Ned recogió por la mañana en el jardín. «He tenido que enderezarle la cabeza. Es mejor para el ataúd». «De acuerdo. Cuando salga, cierre la puerta principal. En seguida volveremos». «¿Dejará una lámpara encendida?». «Ya lo he hecho, señor. La lamparita al lado de su cabeza». El hombre había dejado preparada toda una escena.

»Lo primero que vi… Era a él a quien había querido partirle la crisma. ¡Naturalmente!

¡Había salido para sorprender a Sabbath profanando la tumba de su madre!

Durante semanas, tal vez incluso durante meses, Matthew debía de haberle observado desde el coche patrulla, cuando estaba de servicio nocturno. Desde la monstruosa explotación de Kathy Goolsbee por parte de Sabbath, Matthew, como tantos otros miembros de la comunidad ultrajada, había perdido su respeto por Sabbath, cosa que dejaba clara cada vez que le adelantaba en la carretera y no daba la menor señal de reconocer al conductor.

Cuando iba al volante, a Matthew de ordinario le gustaba saludar a las personas que conocía desde su infancia en Madamaska Falls, y aún tenía fama en el pueblo de que era indulgente con las infracciones que cometían sus habitantes. Cierta vez fue simpáticamente indulgente con el mismo Sabbath, cuando hacía unos pocos meses que había salido de la academia, aún no era muy taimado y conducía un coche de la brigada de tráfico. Había ido en pos de Sabbath, el cual conducía bastante por encima del límite máximo de velocidad permitido tras una alegre tarde en la Gruta, y le obligó con la sirena a detenerse a un lado de la carretera. Pero cuando Matthew se acercó a la ventanilla del conductor y vio de quién se trataba, se sonrojó y dijo: «Vaya». Él y Roseanna se habían hecho amigos durante su último año en la escuela secundaria, y más de una vez (cuando estaba borracha ella lo decía todo más de una vez). Roseanna había observado que Matthew Balich era uno de los chicos más sensibles que había tenido jamás en sus clases de Cumberland. «¿Qué he hecho, oficial Balich?», le preguntó Sabbath, seriamente, como todo ciudadano tiene derecho a hacer. «Por Dios, usted sabe que volaba, señor».

«No me diga», replicó Sabbath. «Bueno, no se preocupe», le dijo Matthew, «cuando se trata de personas a las que conozco, no soy el típico policía estricto. No vaya diciéndolo por ahí, pero no me sale de dentro ser riguroso con mis conocidos. También yo conducía rápido antes de ser agente. No voy a ser un hipócrita». «Pues es usted muy amable. ¿Qué debo hacer?». «Bueno…», dijo Matthew, con una ancha sonrisa en el rostro desnarigado (exactamente como la de su madre aquella misma tarde, cuando se corría por tercer a o cuarta vez), «para empezar podría ir más despacio. Y luego podría irse de aquí. ¡Váyase! ¡Hasta la vista, señor Sabbath! ¡Saludos a Roseanna!».

De modo que aquél había sido el final del asunto. No se atrevería nunca más a visitar la tumba de Drenka. Jamás regresaría a Madamaska Falls. No huía sólo del hogar y el matrimonio, sino también de la ley en su aspecto más ilegal.

—Lo primero que vi cuando regresamos fue que había sacado la aspiradora del armario y estaba en un rincón de la habitación más grande.

¿La había usado el hombre para limpiar? ¿Para limpiar qué? Entonces noté un olor atroz a sustancias químicas.

»La mujer bajo el edredón ya no era aquella con la que habíamos estado todo el día. “No es ella”, dijo Nikki, y se echó a llorar. “¡Se parece a mí! ¡Soy yo!”.

»Comprendí lo que quería decir, por demenciales que sonaran sus palabras al principio. Nikki tenía una variante severa y espectacular de la belleza refinada de su madre, y por ello la semejanza que existía antes del embalsamamiento era ahora incluso más estremecedoramente intensa. “La ha enderezado”, le dije. “Pero ella siempre tenía la cabeza ladeada”. “Pues ya no la tiene”. “Oh, pareces terriblemente severa, manoulítsa,” le dijo Nikki al cadáver.

»Severa, esculpida, como una estatua, muy muerta de un modo muy oficial. Pero, de todos modos, Nikki volvió a sentarse en la silla y reanudó el velatorio del cadáver. Las cortinas estaban corridas, sólo brillaba la lucecilla y las flores estaban sobre la almohada al lado de la cabeza embalsamada. Tuve que reprimir el impulso de cogerlas, arrojarlas a la papelera y poner fin al asunto. Pensé que todo su ser fluido había desaparecido, succionado y contenido en aquellas cajas negras. Y entonces… ¿qué? ¿Desapareció en el inodoro de la parte trasera de la tienda? Imaginaba al gigante vestido de negro manipulando el cuerpo desnudo cuando se quedaron a solas en la habitación con las cortinas corridas y ya no había ninguna necesidad de ser tan remilgado como con la extracción de las joyas. Evacuación de los intestinos, vaciado de la vejiga, extracción de la sangre, inyección de formaldehído, si era eso lo que producía aquel olor.

»Me dije que no debería haberlo permitido. Teníamos que haberla enterrado en el jardín con nuestras propias manos. Yo estaba en lo cierto, para empezar. “¿Qué vas a hacer?”, le pregunté. “Me quedaré aquí esta noche”, me respondió. “No puedes quedarte”. “No quiero que esté sola”. “Y yo no quiero que estés sola. No es posible, y no pienso dormir aquí. Vas a irte a casa de Rena. Ya volverás por la mañana”. “No puedo abandonarla”. “Tienes que venir conmigo, Nikki”. “¿Cuándo?”. “Ahora. Despídete de ella y vámonos”. Ella se levantó de la silla y se arrodilló al lado del sofá. Tocó las mejillas de su madre, el cabello, los labios, y le dijo: “Te quiero, manoulítsa. Oh, manoulítsamou”.

»Abrí una ventana para que la habitación se airease. Me puse a limpiar el refrigerador en el extremo de la sala donde estaba la cocina. Vertí en la fregadera la leche de un envase de cartón abierto. Busqué una bolsa de papel y metí en ella el contenido del refrigerador. Pero cuando volví al lado de Nikki seguía hablando con su madre. “Es hora de irnos”, le dije.

»Sin oponer resistencia, Nikki se levantó del suelo cuando le ofrecí ayuda. Pero, ya en el descansillo, se volvió para mirar a su madre: “¿Por qué no puede quedarse así?”, me preguntó.

»La acompañó escaleras abajo hasta la puerta lateral, y salí con la bolsa de basura. Pero Nikki se volvió de nuevo y la seguí hasta la sala sin soltar la bolsa. Se acercó una vez más al cadáver para tocarlo. Esperé, mamá, esperé y esperé, mientras me decía que debía ayudarla a superar aquello, pero no sabía qué hacer para ayudarla, si decirle que se quedara u obligarla a marcharse de allí. Señaló el cadáver. “Ésta es mi madre”, dijo.

»“Tienes que venir conmigo”, insistí. Finalmente, al cabo de no sé cuánto tiempo, me obedeció.

»Pero el día siguiente fue peor… Nikki había mejorado. Por la mañana estaba deseosa de volver al lado de su madre, de modo que la dejé allí y, al cabo de una hora, la llamé por teléfono. “¿Qué tal va?”. “Esto es muy apacible”, me respondió. “Estoy aquí sentada, tejiendo. Y hemos tenido una pequeña charla”. Y así la encontré al final de la tarde, cuando acudí para llevarla a casa de Rena. “Hemos tenido una charla muy agradable”, me dijo. “Le estaba diciendo a mamá…”.

»El domingo por la mañana, ¡por fin!, bajo una fuerte tormenta, fui a abrir la puerta porque el coche fúnebre había venido para llevársela. “Son otras veinticinco libras porque el personal ha de trabajar en domingo, señor”, me advirtió el director de la funeraria. “Las exequias ya son caras en condiciones normales”. Pero le respondí: “Usted tráigalos”. Si Rena no pagaba, yo lo haría, y entonces, igual que ahora, no me sobraba un solo dólar. No quería que Nikki viniera conmigo, y sólo cuando insistió en que debía hacerlo, alcé la voz y le dije: “Oye, es hora de que empieces a pensar”.

»Llueve a cántaros, hace un tiempo de perros. No te va a gustar nada cuando saquen a tu madre de esa habitación en una caja bajo esta tormenta». «Pero tengo que verla esta tarde». «La verás, claro que sí. Estoy seguro de que la verás». «¡Tienes que preguntarles si puedo venir esta tarde!». «Cuando la tengan preparada, sin duda podrás entrar ahí. Pero es mejor que te saltes la escena de esta mañana. ¿Quieres verla cuando abandone la calle South Audley?». «Quizá tengas razón», me dijo y, naturalmente, yo me preguntaba si, en efecto, tenía razón y si ver a su madre cuando abandonaba la calle South Audley podría ser justamente lo que necesitaba para que empezara a volver a la realidad. Pero ¿y si mantener la realidad a raya era lo único que le impedía desmoronarse por completo? No lo sabía, nadie lo sabe. Por eso las religiones tienen los rituales que Nikki detestaba.

»Pero a las tres volvía a estar con su madre en la funeraria, la cual no se encontraba lejos del piso de un amigo inglés con quien había convenido una visita. Le había dado la dirección y el número de teléfono, y pedido que fuese a aquella casa cuando hubiera terminado. En vez de obedecerme, telefoneó para decirme que se quedaría allí hasta el final de mi visita y que entonces fuese a recogerla a la funeraria. Eso no era lo que yo me había propuesto. Pensé que estaba obsesionada y no podía librarla de su obsesión.

»Aún tenía la esperanza de que se presentara en casa de mi amigo, pero cuando dieron las cinco de la tarde, fui allí y pedí al encargado de turno, que parecía estar solo en domingo, que la llamara. El hombre me dijo que Nikki había dejado el mensaje de que me llevaran adonde ella estaba “visitando” a su madre. El encargado me precedió por los pasillos, bajamos una larga escalera y recorrimos otro pasillo con puertas a los lados, las cuales, supuse, daban acceso a los cubículos donde estaban los cadáveres para que los vieran sus parientes. Nikki estaba con su madre en una de aquellas minúsculas habitaciones, sentada en una silla al lado del ataúd abierto y trabajando de nuevo en la labor de punto que su madre dejara interrumpida.

Al verme soltó una risita y me dijo: «Hemos tenido una charla estupenda. Nos hemos reído de la habitación. Tiene más o menos el tamaño de la de Cleveland cuando huimos». «Mira», añadió, «mira sus manos pequeñas y bonitas». Apartó el cobertor de encaje para mostrarme los dedos entrelazados de su madre. «Manoulítsamou,» le dijo, y se los besó una y otra vez.

»Creo que incluso el encargado de turno, que había per manecido en el marco de la puerta abierta para acompañarnos arriba, se estremeció por lo que acababa de ver. “Tenemos que ir nos”, le dije en tono tajante, y ella se echó a llorar. “Sólo unos minutos más”. “Llevas aquí más de dos horas”. “La quiero, la quiero, la quiero…”. “Lo sé, pero ahora tenemos que irnos”. Ella se levantó y empezó a besar y acariciar la frente de su madre, repitiendo: “La quiero, la quiero, la quiero…”. Muy lentamente, pude hacer que saliera de la habitación.

»En la puerta dio las gracias al encargado. “Todos han sido muy amables”, le dijo, un poco aturdida, y entonces, ya en la calle, me preguntó si me importaría que a la mañana siguiente volviera a la funeraria con unas flores frescas para la habitación de su madre. Se trata de la muerte, me dije, ¡al diablo con las flores!, pero no salí de mis casillas hasta que regresamos a la habitación en casa de Rena. Caminamos en silencio por Holland Park en un hermoso domingo de mayo, pasamos ante los pavos reales y los jardines de estilo francés, luego cruzamos Kensington Gardens, con los castaños en flor, y por fin llegamos a casa de Rena.

»“Mira”, le dije mientras cerraba la puerta de nuestra habitación, “no puedo seguir siendo un espectador pasivo. No vives con los muertos, sino con los vivos. Es así de sencillo. Estás viva y tu madre ha muerto a los cuarenta y cinco años, algo muy lamentable, per o todo esto ya es demasiado para mí. Tu madre no es una muñeca con la que puedes jugar. No se ríe contigo acerca de nada. Está muerta. Nadie se ríe. Esto tiene que terminar”.

»Pero ella aún no parecía comprender, y replicó: “La he visto pasar por cada etapa”. “No hay ninguna etapa. Está muerta, y eso es lo único que hay, ¿me oyes? No hay más etapa que ésa, no hay ningún otro escenario, y tú no estás en el escenario. Esto no es ninguna interpretación. Tu modo de comportarte está resultando muy ofensivo”. Por un momento pareció confusa, y entonces abrió la bolsa y sacó un frasco de medicina. “No debí haberlas tomado”. “¿Qué son?”. “Píldoras. Se las pedí al médico. Cuando vino a ver a mamá le pedí algo que me ayudara a soportar el funeral”. “¿Cuántas te has tomado?”. “Tenía que hacerlo”, se limitó a responder. Y entonces se pasó la noche llorando y vomitó las píldoras en el lavabo.

»A la mañana siguiente, cuando salió del baño, donde se había cepillado los dientes, me miró (vi en sus ojos que volvía a ser dueña de sí misma) y me dijo: “Ha terminado. Mi madre ya no está aquí”, y no volvió a la funeraria ni besó de nuevo el rostro de su madre ni se rió con ella ni le compró cortinas ni nada más. Y desde entonces la añoró a diario, la echaba en falta, lloraba por ella, le hablaba, hasta que desapareció. Y fue entonces cuando yo me encargué de la tarea e inicié una vida con los muertos que, a estas alturas, supera con mucho a esas bufonadas de Nikki. Cuando pienso en cómo me repelía… como si fuese Nikki y no la muerte quien había rebasado los límites».

En 1953, casi diez años antes de la década notoriamente histriónica en la que malabaristas, magos, músicos, cantantes de música folklórica, violinistas, trapecistas, compañas de actores dedicados a la agitación y la propaganda y jóvenes de curiosos atuendos con poca cosa para seguir adelante, aparte de aquello con lo que se intoxicaban, empezaron a exhibirse en todo Manhattan, Sabbath, con veinticuatro años y recién llegado de Roma, donde había estudiado, montó su mampara en el lado este de Broadway y de la calle 116, ante las puertas de la Universidad de Columbia, y se convirtió en un artista callejero. En aquel entonces, su especialidad en la calle, su marca de fábrica, consistía en actuar con los dedos. Al fin y al cabo, los dedos están hechos para moverse, y aunque su esfera de acción no sea enorme, cuando cada uno se mueve con un objetivo y tiene una voz característica, su poder para presentar su propia realidad puede sorprender a la gente. A veces, con sólo introducir la mano en una media femenina, era capaz de crear toda clase de ilusiones lascivas. En otras ocasiones abría un orificio en una pelota de tenis, o en varias, y proporcionaba a uno o más dedos una cabeza provista de cerebro, el cual, a su vez, estaba provisto de ardides, manías, fobias, todo lo imaginable. A veces un dedo invitaba a un espectador cercano a la mampara a abrir el pequeño orificio y luego ayudar un poco más colocando la pelota inteligente sobre la uña. En uno de sus primeros programas, a Sabbath le gustaba finalizar el espectáculo sometiendo a juicio al dedo corazón de su mano izquierda. Cuando el tribunal había juzgado y declarado culpable (de obscenidad) al dedo, aparecía una pequeña picadora de carne y la policía (la mano derecha) tiraba de él hasta que introducía a la fuerza la punta en la boca oval que estaba en la parte superior de la picadora.

La policía hacía girar la manivela y el dedo corazón (gritando apasionadamente que era inocente de todos los cargos, pues sólo había hecho lo que hace con naturalidad un dedo corazón) desaparecía en la picadora y unos fideos de carne de hamburguesa cruda empezaban a surgir por el caño inferior del aparato.

En los dedos al descubierto, o incluso ataviados de una manera sugestiva, hay siempre una referencia al pene, y en algunas parodias que Sabbath desarrolló en sus primeros años en la calle la referencia no era tan velada.

En una parodia sus manos aparecían enfundadas en unos guantes de cabritilla negra muy ceñidos, cada uno con un cierre en la muñeca. Tardaba diez minutos en quitarse los guantes, dedo a dedo, un tiempo muy largo, y cuando por fin todos los dedos habían sido descubiertos, cada uno de ellos por los otros, y algunos no precisamente de buen grado, a más de uno o dos jóvenes entre el público se les podría haber sorprendido en estado tumescente. El efecto en las mujeres jóvenes era más difícil de discernir, pero se quedaban, miraban, no les azoraba, ni siquiera en 1953, echar unas monedas a la gorra italiana picuda de Sabbath cuando él salía desde detrás de la mampara al finalizar su espectáculo de veinticinco minutos, sonriendo maliciosamente, con su bien recortada perilla negra, como un bucanero menudo y feroz, de ojos verdes y con el pecho tan macizo como un bisonte, gracias a los años pasados en el mar. Tenía uno de esos pechos con los que uno no quiere toparse, y era achaparrado, con una robusta planta física, una sexualidad muy evidente, un hombre anárquico a quien le importaba un bledo lo que pensaran los demás. Aparecía rápidamente, charlando por los codos en burbujeante italiano y mostrando su gratitud con amplios gestos, sin dar ninguna señal de que mantener las manos alzadas sin interrupción durante veinticinco minutos es un trabajo duro que requiere aguante y a menudo resulta doloroso, incluso para una persona tan fuerte como lo era él a los veintitantos años. Por supuesto, todos los personajes del espectáculo habían hablado en inglés, y Sabbath sólo lo hacía en italiano después por mera diversión, idéntico motivo por el que estableció el Teatro Indecente de Manhattan, el mismo motivo por el que se inscribió seis veces en la «singladura romántica», el mismo motivo por el que lo había hecho todo desde que abandonó su hogar siete años antes. Quería hacer lo que le apetecía.

Tal era su causa, y le condujo a su detención, juicio y condena, precisamente por el mismo delito que había previsto en la parodia con la picadora de carne.

Incluso detrás de la mampara, Sabbath podía tener un atisbo del público desde ciertos ángulos, y cada vez que veía una muchacha atractiva entre la veintena aproximada de estudiantes que se habían detenido a mirar interrumpía el espectáculo o lo finalizaba con rapidez, y los dedos se ponían a susurrar entre ellos. Entonces el dedo más audaz, un dedo corazón, avanzaba poco a poco, con aplomo, se asomaba graciosamente por encima de la pantalla y hacía una seña a la muchacha para que se acercara. Y ellas lo hacían, unas riendo o sonriendo como buenas chicas, otras serias, impasibles, como si ya estuvieran ligeramente hipnotizadas. Tras un intercambio de cháchara cortés, el dedo iniciaba un interrogatorio serio, le preguntaba a la joven si había salido alguna vez con un dedo, si su familia aprobaba a los dedos, si a ella misma un dedo le parecía deseable, si imaginaba la posibilidad de vivir feliz sólo con un dedo… y entretanto la otra mano empezaba sigilosamente a desabrocharle la prenda exterior o bajarle la cremallera. En general, la mano no iba más allá. Sabbath tenía el buen criterio de no importunar y el interludio terminaba como una farsa inocua. Pero a veces, cuando Sabbath juzgaba por las respuestas de la muchacha que era más juguetona que las demás, o que su fascinación era excepcional, el interrogatorio se volvía bruscamente licencioso y los dedos procedían a desabrocharle la blusa. Sólo en dos ocasiones los dedos retiraron el cierre de unos sostenes y sólo una vez trataron de acariciar los pezones al descubierto. Y fue entonces cuando detuvieron a Sabbath.

Era inevitable que cada uno no pudiera resistirse al otro. Nikki acababa de regresar de la Real Academia de Arte Dramático y acudía a sesiones de prueba. Vivía en una habitación cerca del campus de Columbia y, durante varios días seguidos, había sido una de las jóvenes bonitas a las que aquel dedo corazón astuto y lascivo hacía señas para que se acercaran a la mampara. Por primera vez en su vida estaba lejos de su madre y, por tanto, se paralizaba en el metro y se asustaba en la calle, era ardiente partidaria de la soledad en su habitación, pero se le encogía el ombligo cuando tenía que salir a la calle. También empezaba a desesperarse porque una sesión de prueba tras otra no la conducían a ninguna parte, y probablemente le faltaba menos de una semana para volver a cruzar el Atlántico hacia la protección de la bolsa del canguro, cuando aquel dedo corazón le hizo una seña para que participara en la diversión. El dedo no podía haber hecho otra cosa. Él medía un metro sesenta y cinco y ella pasaba de un metro ochenta, su cabello era negro como ala de cuervo y su piel tenía una blancura láctea. Su sonrisa jamás era gratuita, era la sonrisa de una actriz que despertaba, incluso en las personas juiciosas, el deseo de adorarla, una sonrisa cuyo mensaje, curiosamente, jamás era melancólico, sino que decía: «Niego rotundamente que haya dificultades en la vida», y, sin embargo, no se movía ni un centímetro de donde estaba, inmovilizada en el extremo del grupo de espectadores. Pero después del espectáculo, cuando Sabbath apareció de súbito con aquella barba y aquellos ojos, enhebrando frases italianas, Nikki no se marchó ni tampoco dio la impresión de que se disponía a hacerlo.

Cuando él se le acercó, rogándole: «Bella signorina, per favore, io non sono niente, non sono nessuno, un modest’ uomo che vive solo d’aria… i soldi servono al miei sei piccini affamati e alla mia moglie tisica…,» ella depositó en el gorro el billete de un dólar que tenía en la mano, y que representaba el uno por ciento de la suma mensual con la que se mantenía. De esta manera se conoció la pareja, y así Nikki se convirtió en la primera actriz del grupo teatral Actores del Sótano de la Bowery y Sabbath tuvo su oportunidad, no sólo de actuar con los dedos y los títeres, sino también de manipular a seres vivos.

No tenía experiencia como director teatral, pero nada le atemorizaba, ni siquiera, mejor dicho, especialmente, cuando fue declarado culpable en el juicio por obscenidad y quedó en libertad condicional tras pagar una multa. Norman Cowan y Lincoln Gelman costearon la producción en el teatro de noventa butacas situado en la avenida C, entonces una calle muy humilde en la parte inferior de Manhattan. Los espectáculos de dedos y títeres del Teatro Indecente se presentaban de seis a siete, tres tardes a la semana, y luego, a las ocho, seguía el repertorio del Sótano de la Bowery, con una compaña de actores más o menos de la edad de Sabbath, o incluso más jóvenes, que trabajaban prácticamente por nada.

Nadie por encima de veintiocho o veintinueve años estuvo jamás en el escenario, ni siquiera en su desastroso Rey Lear, con Nikki en el papel de Cordelia y ni más ni menos que el bisoño director como Lear. Desastroso, pero ¿qué más daba? Lo principal es hacer lo que uno quiere. Su engreimiento, su jactancioso egoísmo, el encanto amenazante de un artista potencialmente malvado resultaban insoportables para muchos y se creaba enemigos con facilidad, entre ellos una serie de profesionales del teatro para quienes su talento era indecente, brillante pero repugnante, y aún tenía que descubrir un medio adecuadamente decoroso de expresión «disciplinada».

Sabbath el Adversario, detenido por obscenidad ya en 1956. Sabbath el Oculto… ¿qué había sido de él? Su vida era una larga huida, pero ¿de qué?

Poco después de las doce y media de la noche, Sabbath llegó a Nueva York y encontró un lugar par a aparcar el coche a unas pocas manzanas del piso de Norman Cowan al oeste de Central Park. Habían pasado casi treinta años desde la última vez que estuvo en la ciudad, pero la zona superior de Broadway, en plena noche, no era muy diferente de tal como la recordaba en los tiempos en que instalaba su mampara ante la boca del metro de la calle Setenta y dos y presentaba un espectáculo de dedos a una hora punta.

Le parecía que las calles laterales no habían cambiado, con excepción de los cuerpos cubiertos de harapos, envueltos en mantas, bajo cajas de cartón, cuerpos enfundados en ropas desgarradas e informes, tendidos contra la mampostería de los edificios de pisos y a lo largo de las barandillas de las casas de color rojizo. Corría el mes de abril y, sin embargo, dormían al aire libre. Sabbath sabía de ellos solamente lo que había oído decir a Roseanna cuando hablaba con sus amigos «benefactor es», pues llevaba años sin leer los periódicos ni escuchar las noticias si podía evitarlo.

Las noticias servían para que la gente hablara de ellas, y Sabbath, indiferente a la serie no transgresora de actividades normales, no deseaba hablar con la gente. No le importaba quién estaba en guerra con quién ni dónde se había estrellado un avión ni cuál había sido la suerte de Bangladesh. Ni siquiera quería saber quién era el presidente de Estados Unidos. Prefería follar con Drenka, prefería follar con cualquiera, antes que ver el programa televisivo de Tom Brokaw. Su gama de placeres era corta y nunca se extendía hasta las noticias de la noche. Sabbath se había reducido de la misma manera que se reduce una salsa, cocida por el fuego del fogón, a fin de concentrar mejor su esencia y plantar el desafío de ser él mismo.

Pero el motivo principal de que no siguiera las noticias era Nikki. No podía hojear un periódico, no importaba cuál fuese ni en qué lugar, sin buscar todavía alguna información sobre Nikki. Transcurrieron años antes de que respondiera al teléfono sin pensar que se trataría de Nikki o de alguien que la conocía. Las llamadas de chiflados eran las peores. Cuando Roseanna cogía el teléfono y se trataba de un comunicante obsceno o alguien que se limitaba a suspirar, él se preguntaba si habría sido alguien que conocía a su mujer, alguien que trataba de decirle algo. ¿Podría haber sido la misma Nikki aquella persona que suspiraba? ¿Pero sabía Nikki adónde se había trasladado, había oído mencionar siquiera una sola vez el nombre de Madamaska Falls? ¿Sabía que se había casado con Roseanna? ¿Había huido aquella noche, sin dejar el menor indicio del motivo de su marcha o del lugar adonde iba, porque aquella misma tarde le había visto con Roseanna, cuando los dos cruzaban el parque de Tompkins Square y se dirigían a su taller?

Cuando estaba en Nueva York sólo podía pensar en la desaparición de Nikki, que cuando deambulaba por las calles era una obsesión interminable, y por eso no había regresado en tanto tiempo. En la época en que él vivía aún en su piso de St. Marks Place, cada vez que salía pensaba que la encontraría en la calle, y así empezó a mirar a todas las mujeres y seguir a algunas. Si una mujer era alta y tenía un cabello similar (aunque Nikki podría haberse teñido el suyo o usar peluca), la seguía hasta llegar a su lado, se medía con ella y, si la talla era adecuada, la adelantaba y se daba la vuelta para verle la cara… ¡Veamos si ésta es Nikki! Nunca lo era, aunque de todos modos así conoció a algunas de aquellas mujeres, las invitó a café o a dar un paseo, intentó tirárselas y la mitad de las veces lo consiguió. Pero no encontró a Nikki, como tampoco lo lograron la policía ni el FBI ni el famoso detective al que contrató con la ayuda de Norman y Linc.

En aquellos tiempos, los años cuarenta, cincuenta, los primeros sesenta, la gente no desaparecía como sucede hoy. Ahora, cuando alguien desaparece, puedes estar bastante seguro de lo que ha pasado, lo sabes de inmediato: le han asesinado, está muerto. Pero en 1964 nadie pensaba de entrada en el juego sucio. Si no había certificado de defunción, tenías que creer que estaba vivo. A la gente no se la tragaba la tierra con la frecuencia con que ocurre ahora, y por eso Sabbath tenía que creer que Nikki seguía viva en algún lugar. Si no había un cuerpo que enterrar físicamente, él no podía enterrarla en su mente. Aunque desde su traslado a Madamaska Falls no había hablado con nadie, ni siquiera con Drenka, sobre la esposa desaparecida, lo cierto era que Nikki no moriría hasta que él lo hiciera. Se había trasladado a Madamaska Falls cuando sintió que empezaba a enloquecer por culpa de ella en las calles de Nueva York. En aquellos días una persona aún podía caminar por las calles, y eso es lo que él hacía: caminaba por todas partes, buscaba por doquier y no encontraba nada. La policía había distribuido circulares a las comisarías de todo el país y a las del Canadá. El mismo Sabbath había enviado centenares de circulares a universidades, conventos, hospitales, reporteros, columnistas, restaurantes griegos en los barrios griegos de las grandes ciudades americanas. La circular de «desaparecida» había sido compuesta e impresa por la policía, y contenía la foto de Nikki y los datos de su edad, altura, peso, color del cabello e incluso la ropa que llevaba puesta cuando desapareció. Sabían cuáles eran las prendas porque Sabbath se había pasado un fin de semana registrando el tocador y el armario hasta que pudo recordar las piezas que faltaban. Al parecer, se había marchado sólo con lo que llevaba puesto. ¿Y cuánto dinero podía tener? ¿Diez dólares? ¿Veinte? No había sacado nada de su pequeña cuenta bancaria y ni siquiera había tocado el montoncito de calderilla sobre la mesa de la cocina.

Una descripción de cómo iba vestida y su foto fue todo lo que Sabbath pudo ofrecer al detective. Nikki no dejó ninguna nota y, según el detective, en la mayoría de los casos la había. Dijo que las llamaban «desapariciones voluntarias». El detective tomó del estante que estaba detrás de su mesa varios cuadernos de hojas sueltas (hasta diez de ellos), con fotos y descripciones de personas que habían desaparecido y seguían sin ser localizadas. «Normalmente dejan algo», le dijo, «una nota, un anillo…».

Sabbath le explicó que Nikki estaba obsesionada por su madre muerta, a la que había amado, y el padre vivo al que odiaba. Tal vez había obedecido a un impulso (bien sabía Dios que era una criatura impulsiva) y había volado a Cleveland para perdonar al hombre rudo y vulgar a quien no veía desde los siete arios… o para asesinarle. O tal vez, a pesar de que su pasaporte seguía en un cajón, en el piso, de alguna manera se las había ingeniado para volver a Londres y a aquel lugar al lado de la Serpentina, en los jardines de Kensington, donde una mañana de domingo, cuando los niños hacían navegar sus barquitos y remontaban en el aire sus cometas, la contempló mientras ella esparcía en el agua las cenizas de su madre.

Pero podía encontrarse en cualquier parte. ¿Por dónde iba a comenzar el detective? No, éste no quiso aceptar el caso, y por ello Sabbath siguió enviando circulares, siempre con una carta manuscrita que decía: «Ésta es mi esposa. Ha desaparecido. ¿Conoce usted o ha visto a esta persona?».

Enviaba las circulares a dondequiera que le sugiriese su imaginación. Incluso pensó en los burdeles. Nikki era hermosa, sumisa y, ciertamente, llamaba la atención en Estados Unidos, con su cuerpo tan largo, su larga nariz, su belleza griega en blanco y negro. Tal vez había acabado en un burdel como la chica universitaria en Santuario. Recordaba que una vez, aunque tan sólo una, tropezó con una joven de gran refinamiento en un burdel de Buenos Aires.

Dos cosas, la norteamericana normal y corriente, la chica de al lado (ésa era Roseanna) y la exótica (Nikki, la aventura de la vida portuaria, la vida de lupanar), se fusionaron para él en Nueva York cuando empezó a recorrer los burdeles en busca de su esposa. Había lugares en la parte superior de la Tercera Avenida donde te encontrabas, en efecto, con la chica de al lado.

Subías las escaleras hasta una especie de salón al que, a veces, trataban de darle el aspecto de un salón anticuado salido de un cuadro de Lautrec o una versión falsa del mismo. Había mujeres jóvenes que estaban allí sin hacer nada, y uno podía encontrar a la chica de al lado per o nunca, jamás, a Nikki.

Llegó a ser cliente de tres o cuatro de tales lugares, a cuyas madames enseñaba la foto de Nikki y les preguntaba si la habían visto alguna vez por allí. Todas las madames respondían lo mismo: «Ojalá la hubiera visto».

Entonces llegaron al teatro unas cincuenta cartas dirigidas a él y enviadas por personas que habían visto actuar a Nikki y querían expresarle su solidaridad. Él había guardado las cartas para cuando ella regresara en un cajón del tocador, junto con las joyas que heredó de su madre, entre ellas las piezas que él y el embalsamador extrajeron del cadáver y que Nikki tampoco se había llevado. Si pudiera enviarle esas cartas… no, mejor todavía, si pudiera enviar a los corresponsales, transportarlos a dondequiera que ella se ocultara y sentarla en una silla en medio de la habitación, pedirle que guardara silencio y dejar que pasaran ante ella, uno tras otro, y que cada uno se tomara todo el tiempo que quisiera para decirle cuánto había significado para él en sus interpretaciones de Strindberg, Chéjov, Shakespeare… Mucho antes de que todos le hubieran rendido sus emotivos homenajes, ella estaría llorando desconsoladamente, ahora no por su madre sino por sí misma y por el don que había abandonado. Y sólo después de que su último admirador hubiera hablado, Sabbath entraría en la habitación. Entonces ella se levantaría y se pondría su chaqueta, la chaqueta negra ceñida que faltaba en el armario, la que habían comprado juntos en Altman’s, y, sin la menor resistencia, le permitiría que la acompañara de nuevo adonde ella podría sentirse coherente, entera y fuerte, donde podría pensar de sí misma que dominaba los acontecimientos, aunque sólo fuese por dos horas, de regreso al escenario, el único lugar del mundo donde no actuaba y sus demonios dejaban de existir. Estar en el escenario era lo que le daba cohesión, lo que cohesionaba a los dos. ¡Cómo lo realzaba todo cuando se ponía bajo los focos!

El duelo interminable por su madre había hecho que Sabbath no pudiera soportarla. Era a la actriz a quien tenía que salvar.

Como les sucede a millones de parejas, al principio hubo la excitación sexual. Por desconcertante que fuese la mezcla, el narcisismo de Nikki, puro como el surtidor de un géiser, y su prodigioso talento para mostrar abnegación parecían impecablemente unidos en ella cuando yacía desnuda en la cama y alzaba los ojos con expresión implorante para ver qué le haría él primero. Y el sentimentalismo estaba allí, siempre presente, su lado romántico y etéreo, su protesta ineficaz contra todo lo ofensivo. La tensa concavidad que era su vientre, la manzana de alabastro que era su trasero hendido, los pálidos y virginales pezones de una muchacha de quince años, los senos tan pequeños que podías abarcarlos con la mano como sostienes a una mariquita para que no eche a volar, la impenetrabilidad de los ojos que te absorbían y no te decían nada, pero no te decían nada de una manera tan elocuente… ¡la excitación de la entrega de toda esa fragilidad! Le bastaba con mirarla allí tendida para tener la sensación de que su verga estaba a punto de reventar.

—Cuando estás ahí, en pie, pareces un buitre —le decía ella.

—¿Y eso te horroriza?

—Sí —replicaba ella.

A ambos les sorprendió lo que estaban haciendo la primera vez que él le azotó en la espalda con su cinturón. Nikki, que había sido tiranizada por casi todo el mundo, no se mostró realmente atemorizada por el hecho de que la azotara un poco.

—No demasiado fuerte.

Pero el cuero que la rozaba, al principio ligeramente, luego con menos ligereza, mientras ella yacía obediente boca abajo, la colocaba en un estado de exaltación.

—Es, es…

—¡Dímelo!

—¡Es ternura que se vuelve salvaje!

Era imposible saber quién imponía su voluntad a quién. ¿Se limitaba Nikki a someterse una vez más o era aquél el alimento de su deseo?

También había un lado disparatado, por supuesto, y más de una vez, desligado del drama por su dimensión cómica, Sabbath saltaba a la cama para representarlo.

—Oh, no te lo tomes a pecho —le decía Nikki, riendo—. Otras cosas duelen más que eso.

—¿Por ejemplo?

—Levantarme por la mañana.

—Me gustan mucho tus cualidades bajas, Nikoleta.

—Ojalá tuviera más para ti.

—Las tendrás.

Sonriente y frunciendo el ceño al mismo tiempo, ella le dijo entristecida:

—No lo creo.

—Ya lo verás —replicó el triunfante titiritero, en pie como una estatua por encima de ella, el pene erecto en una mano y la cinta de seda para atarla a la armadura de la cama en la otra.

Fue Nikki quien resultó tener razón. Con el tiempo desaparecieron de la mesita de noche un objeto tras otro: el cinturón, la cinta, la mordaza, la venda para los ojos, la crema para bebé calentada un poco en una cacerola sobre el fogón. Llegó el momento en que él disfrutaba jodiendo sólo cuando se fumaban un porro, y entonces no habría sido necesario que fuese Nikki quien estuviera presente, ni tampoco cualquier otro ser humano.

Incluso los orgasmos que tanto le encantaban empezaron a aburrirle al cabo de cierto tiempo. Parecía como si el punto culminante la alcanzara desde el exterior, rompiendo sobre ella como un capricho, una granizada que cayera extrañamente en un día de agosto. Todo lo que había ocurrido antes del orgasmo era para ella una especie de ataque que no hacía nada por repeler pero que, por arduo que fuese, podía absorber ilimitadamente sin que le resultase difícil sobrevivir. No obstante, el frenesí de su clímax, la agitación, los gemidos, los fuertes quejidos, los ojos opacos que miraban fijamente hacia arriba, las uñas que se clavaban en el cuero cabelludo de Sabbath, todo ello parecía una experiencia apenas tolerable de la que tal vez jamás se recuperaría.

El orgasmo de Nikki era como una convulsión, como si el cuerpo huyera bruscamente de su piel.

El orgasmo de Roseanna, en cambio, tenía que ser perseguido al galope, como el zorro en la cacería, y ella adoptaba el papel de cazadora de zorros sedienta de sangre. El orgasmo de Roseanna requería un gran esfuerzo por su parte, una incitación a ir adelante cuya contemplación le dejaba a uno pasmado (hasta que él se cansó de contemplar eso). Roseanna tenía que luchar contra algo que se le resistía y estaba entregado por entero a otra causa. El orgasmo no era un hecho natural sino una rareza tan infrecuente que era preciso tirar de él trabajosamente para sacarlo a la luz. Su logro del clímax tenía una dimensión llena de suspense, heroica. Nunca sabías hasta el último momento si iba a conseguirlo o no, o si podrías resistir con firmeza sin sufrir un infarto. Empezó a preguntarse si el esfuerzo de Roseanna no tendría un lado exagerado y falso, como lo hay cuando un adulto juega a las damas con un niño y finge que cada jugada del niño le presenta un obstáculo infranqueable. Algo iba mal, muy mal. Pero entonces, cuando uno estaba a punto de perder la esperanza, ella lo lograba, se abatía sobre la presa, cabalgando encima de él, todo su ser comprimido en el coño. Al final él llegaba a pensar que su presencia no había sido necesaria, que podría haber sido una de esas marionetas antiguas con una larga polla de madera. No había tenido necesidad de estar allí… de modo que no estaba.

Con Drenka era como arrojar un guijarro a un estanque. La penetrabas y las ondulaciones se desovillaban sinuosamente desde el punto central hacia afuera, hasta que todo el estanque ondulaba con una luminosidad estremecida. Cada vez que, de día o de noche, tenían que poner fin a la sesión, era porque Sabbath no sólo se encontraba en el límite de su resistencia, sino que, grueso y con más de cincuenta años, lo había rebasado peligrosamente.

—En tu caso, correrte es una industria —le decía—, eres una fábrica de orgasmos.

—Carroza —replicaba Drenka, una palabra que él le había enseñado, mientras Sabbath trataba de recobrar el aliento—, ¿sabes lo que quiero la próxima vez que se te empine?

—No sé en qué mes será eso. Si me lo dices ahora, cuando llegue el momento no me acordaré.

—Es igual, quiero que me la metas hasta el fondo. —¿Y entonces qué?

—Entonces me pones del revés encima de tu polla, como si te quitaras un guante.

Transcurrido el primer año, empezó a temer que se volvería loco buscando a Nikki, y abandonar la ciudad no le había servido de nada. Fuera de Nueva York, buscaba su nombre en el listín telefónico local. Podría habérselo cambiado, por supuesto, o haberlo abreviado, igual que los norteamericanos de origen griego suelen acortar sus apellidos de manera conveniente. La versión abreviada de Kantarakis solía ser Katris, y en un momento determinado Nikki había pensado en adoptar Katris como apellido escénico, o por lo menos tal fue la razón que ella adujo, sin que quizá ni ella misma comprendiera que un apellido nuevo no disminuiría lo más mínimo el odio hacia su padre, que había impedido a su madre llevar una vida razonable.

Un día de invierno, Sabbath regresaba por vía aérea tras una representación en un festival de marionetas en Atlanta, cuando el tiempo en Nueva York se volvió tormentoso y desviaron su avión a Baltimore. En la sala de espera fue a una cabina telefónica y consultó el listín telefónico, en busca de Kantarakis y, además, Katris. Allí estaba: N. Katris. Marcó el número pero no obtuvo respuesta, de modo que salió corriendo del aeropuerto y tomó un taxi que le llevó a aquella dirección. La casa era un bungalow de madera parda, no mucho más amplio que una choza gr ande, en una calle flanqueada por pequeños bungalow de madera. En medio del descuidado jardín, delante de la casa, había un letrero que decía «Cuidado con el perro».

Sabbath subió los escalones rotos y llamó a la puerta. Rodeó la casa, intentando mirar a través de las ventanas, y llegó incluso a subir casi hasta lo alto de la valla de tela metálica que medía unos dos metros de altura y rodeaba el jardín. Algún vecino debió de llamar a la policía, porque se presentaron dos agentes que detuvieron a Sabbath. Una vez en la comisaría, cuando pudo telefonear a Linc para contarle lo ocurrido, y después de que su amigo hablara con la policía y explicase que la esposa del señor Sabbath realmente había desaparecido un año atrás, retiraron los cargos contra él. Al salir, y a pesar de la advertencia que le habían hecho de que no volviera a merodear, tomó otro taxi y regresó a la choza perteneciente a N. Katris. Ya era de noche, pero no había ninguna luz encendida. Esta vez respondieron a sus llamadas unos ladridos que parecían de un perro muy grande.

—¡Nikki, soy yo! —gritó Sabbath—. Soy Mickey. ¡Estás ahí dentro, Nikki! ¡Sé que estás! ¡Nikki, Nikki, abre la puerta, por favor!

La única respuesta era la del perro. Nikki no abría la puerta, ya fuese porque no quería volver a ver a aquel hijo de puta, ya porque no se encontraba allí o porque estaba muerta, se había suicidado o la habían violado, asesinado, cortado en pedazos y arrojado por la borda dentro de un saco con lastre a un par de millas de la costa en la bahía de Sheepshead.

Para huir de la ira creciente del perro corrió al bungalow vecino y llamó a la puerta.

—¿Quién es? —inquirió una voz de mujer negra.

—Busco a su vecina… ¡Nikki!

—¿Para qué?

—Estoy buscando a mi esposa, Nikki Katris.

—No —se limitó a decir la mujer.

—La casa de al lado, el número 583, su vecina, N. Katris… Por favor, tengo que encontrar a mi mujer. ¡Ha desaparecido!

Abrió la puerta una anciana negra de delgadez y arrugas alarmantes, que se apoyaba muy erguida en un bastón y llevaba gafas oscuras. Había en su voz un leve matiz de regocijo.

—Usted le pega y ahora quiere que vuelva para volver a pegarle.

—No le pegaba.

¿Y cómo es que desapareció? Usted zurró a la mujer, y a ella se le nublaron los sesos y huyó.

—Dígame, por favor, ¿quién vive al lado? ¡Respóndame! —Su mujer, que ya tiene otro novio. ¿Y sabe una cosa? Ése también va a zurrarle.

Algunas mujeres son así.

Tras hacer esta observación, la anciana cerró bruscamente la puerta.

Aquella noche, a última hora, abordó un avión con destino a Nueva York. ¡Había sido necesaria aquella negra ciega para que comprendiera que Nikki le había plantado, descartado, abandonado! Le había desdeñado, abandonándole un año atrás con otro, ¡y él seguía afligido y se preguntaba dónde estaba! ¡No era el hecho de que se tirase a Roseanna lo que había motivado la huida de su mujer! ¡Era que Nikki jodía con otro!

Cuando llegó a casa empezó a desmoronarse por primera vez desde que ella desapareció y, en la habitación que ocupaba en el domicilio de los Gelman, en Bronxville, lloró todas las noches durante dos semanas. Ahora Roseanna vivía con él en el piso, volvía a hacer sus collares de cerámica y los vendía a una tienda del Village, por lo que disponían de algún dinero para sobrevivir. La compañía teatral de Sabbath prácticamente se había disuelto y el público le había abandonado, sobre todo porque no había nadie en la compaña, tal vez nadie de su edad en Nueva York, con un ápice siquiera de la magia que tenía Nikki. En el transcurso de los meses la representación había ido empeorando debido a la falta de atención de Sabbath, el cual estaba presente en los ensayos sin ver absolutamente nada. Y pocas veces salía a la calle para llevar a cabo su espectáculo con los dedos, porque en cuanto ponía los pies en la calle empezaba a buscar a Nikki. Miraba a las mujeres y las seguía. A veces se tiraba a alguna. ¿Por qué no iba a hacerlo?

Aquella noche, cuando llegó a casa, Roseanna se puso histérica.

—¿Por qué no me telefoneaste? ¿Dónde estabas? ¡El avión aterrizó sin ti!

¿Qué iba a pensar? ¿Qué crees que pensé?

Sabbath se arrodilló en las baldosas del baño y se dijo a sí mismo:

«No puedes seguir haciendo esto o te volverás loco. Roseanna se volverá loca. Seréis unos dementes durante el resto de vuestras vidas. No puedo llorar más por su desaparición. ¡Dios mío, no me permitas que vuelva a hacer esto!».

Pensó, y no por primera vez, en su madre sentada en el paseo entablado, esperando que Morty regresara de la guerra. Tampoco ella creyó nunca que hubiera muerto. Lo único que no puedes pensar cuando desaparece un ser querido es que ha muerto. Tiene otra vida, te entregas a toda clase de razones que explican por qué no ha vuelto a casa, y das crédito a los rumores. Alguien juraba que había visto a Nikki actuar bajo otro nombre en un teatro de Virginia en la temporada veraniega. La policía informaba que había localizado cerca de la frontera canadiense a una mujer loca que parecía responder a su descripción. Sólo Linc, cuando estaban a solas, tenía el valor de decirle: «Pero Mick, ¿de veras no sabes que está muerta?». Y la respuesta era siempre la misma: «¿Dónde está el cuerpo?». No, la herida nunca se cierra, la herida se mantiene fresca, como le sucedió a su madre hasta el mismo fin. La muerte de Morty la paralizó, le impidió seguir adelante, y la lógica desapareció por completo de su vida. Al igual que todo el mundo, quería que la vida fuese lógica y lineal, tan ordenada como ella hacía que lo estuviera la casa, la cocina y los cajones del escritorio de los chicos. Había hecho un gran esfuerzo para dominar el destino de una familia. Durante toda su vida aguardó no sólo a Morty sino la explicación por parte de Morty: ¿por qué? El interrogante obsesionaba a Sabbath. ¿Por qué? ¿Por qué? Si alguien nos explicara por qué, tal vez podríamos aceptarlo. ¿Por qué has muerto? ¿Adónde has ido? Por mucho que pudieras odiarme, ¿por qué no regresas de modo que podamos continuar con nuestra vida lineal y lógica como todas las demás parejas que se detestan mutuamente?

Aquella noche Nikki tenía que actuar en una representación de La señorita Julia, Nikki, quien ni una sola vez había dejado de presentarse al trabajo, ni siquiera cuando le aturdía la fiebre. Como de costumbre, Sabbath estaba pasando la velada con Roseanna, por lo que no descubrió lo sucedido hasta que regresó a casa treinta minutos antes de la hora en que Nikki debería volver del teatro. Eso era lo maravilloso de estar casado con una actriz: siempre conocías su paradero nocturno y cuánto tiempo estaría ausente. Al principio pensó que tal vez había ido en su busca. Tal vez a causa de sus sospechas, había seguido una ruta indirecta hacia el teatro a fin de tropezar con Sabbath cuando cruzara el parque con la mano en el culo de Roseanna.

Era muy posible que les hubiera visto salir de la casa, en cuyo último piso, en la parte trasera, él tenía su pequeño taller. Nikki era explosiva, con una emotividad desequilibrada, capaz de decir las cosas más extravagantes y luego no recordarlas, o recordarlas pero sin ver por qué eran extravagantes.

Aquella noche Sabbath se había quejado a Roseanna de la incapacidad que mostraba su esposa de separar la fantasía de la realidad o comprender la relación entre causa y efecto. En su infancia, o bien ella o bien su madre, o la conspiración de ambas, habían convertido a Nikki en una víctima intachable y, por consiguiente, ella nunca veía clara su responsabilidad ante nada. Sólo en el escenario se despojaba de su inocencia patológica y asumía el mando, determinaba por sí misma cómo iban a salir las cosas y, con un tacto exquisito, convertía en real algo imaginado. Sabbath le contó a Roseanna la anécdota de Londres, cuando Nikki abofeteó al conductor de la ambulancia y luego se pasó tres días hablando con el cadáver de su madre, le contó que, incluso pocos días antes de su desaparición, Nikki repetía lo contenta que estaba porque se había «despedido de mamá» de aquella manera y lo satisfactorio que eso seguía siendo. Incluso bromeó, como lo hacía cada vez que recordaba los tres días de manoseo del cuerpo, sobre la crueldad de los judíos que «se deshacían» de sus muertos en cuanto podían, una observación por la que Sabbath decidió una vez más no censurarla. ¿Por qué corregir esa idiotez en vez de todas las demás idioteces? En La señorita Julia, Nikki era todo cuanto no podía ser fuera de su papel de señorita Julia: astuta, maliciosa, radiante, imperiosa… todo excepto acobardada ante la realidad. La realidad de la obra. Era sólo la realidad de la realidad por la que estaba paralizada. Las aversiones de Nikki, sus temores, su histeria… él tenía innumerables motivos de queja, le dijo a Roseanna, era un marido absolutamente saturado de tales motivos, ignoraba lo que sería capaz de encajar todavía.

Y jodió con Roseanna, ella se marchó y él fue a St. Marks Place, donde Norman y Linc estaban sentados en los escalones del edificio. Sabbath había regresado a toda prisa para ducharse y eliminar el olor de Rosie antes de que llegar a Nikki. Una noche, cuando Nikki creía que él estaba dormido, se puso a husmear bajo las mantas y entonces él se dio cuenta de que había olvidado la visita a Rosie a la hora de comer y sólo se había lavado la cara antes de acostarse. Y eso fue sólo una semana antes.

Norman le contó lo que había ocurrido, mientras Linc permanecía allí sentado con la cabeza entre las manos. Nikki no tenía suplente y por ello, aunque las localidades estaban vendidas, como sucedía desde el estreno, era preciso cancelar la función, devolver el dinero y enviar a todo el mundo a casa. Y nadie podía encontrar a Sabbath par a decírselo. Sus productor es le habían estado esperando en la escalera durante más de una hora. Linc, desolado por la situación, preguntó a Sabbath en tono suplicante si sabía dónde estaba Nikki. Sabbath le aseguró que, tan pronto como se hubiera calmado y empezado a superar lo que la había trastornado, les llamaría por teléfono y regresaría. Él no estaba preocupado. Nikki era capaz de portarse de una manera extraña, muy extraña. Sus asociados no sabían hasta qué punto podía ser rara.

—Ésta es una de sus rarezas —les dijo Sabbath.

Pero arriba, en el piso, sus dos jóvenes productores le obligaron a llamar a la policía.

Llevaba menos de cinco minutos en Nueva York cuando empezó a acuciarle de nuevo el «¿por qué?». Tuvo que refrenarse y no emplear las punteras de sus viejas botas enfangadas (enfangadas debido a sus excursiones al cementerio) para despertar, uno tras otro, a los cuerpos enterrados bajo sus harapos, para ver si tal vez se encontraba entre ellos una mujer blanca que había sido su esposa. Nikki era introvertida, bien criada, nerviosa, tímida, misteriosa, caprichosa, fascinante, una personalidad difícil, siempre imposible de entender, que había dejado en él una marca indeleble, con más confianza para imitar a alguien que para ser alguien, que se aferraba a su virginidad emocional hasta el día en que desapareció, cuyos temores, incluso sin el peligro inminente de la desgracia, la recorrían constantemente, con quien él se había casado por la pura fascinación que le producían sus dones, con sólo veintidós años, por la transformación de sí misma sin el menor artificio, por su manera de duplicar realidades de las que prácticamente no sabía nada, que infaliblemente impartía a todo cuanto oía decir un significado interno, idiosincrático, insultante, que nunca se encontraba realmente a sus anchas fuera del cuento de hadas, una joven cuya especialidad teatral eran los papeles más naturales… ¿en qué la había convertido una existencia libre de él? ¿Qué había sido de ella? ¿Y por qué?

En aquella fecha, 12 de abril de 1994, aún no había ninguna certificación de su muerte, y por fuerte que sea la necesidad que tenemos de enterrar a nuestros muertos, primero hemos de estar seguros de que la persona está, en efecto, muer ta. ¿Había regresado a Cleveland? ¿A Londres?

¿A Salónica para fingir allí que era su madre? Pero no tenía ni pasaporte ni dinero. ¿Había huido de él o de todo, o acaso era una huida de su condición de actriz precisamente cuando resultaba del todo evidente que no podía evitar una carrera extraordinaria? Eso ya había comenzado a aterrar la, las exigencias de esa clase de éxito. En mayo cumpliría cincuenta y siete años. Él nunca dejaba de recordar su cumpleaños y la fecha de su desaparición. ¿Qué aspecto tendría Nikki ahora? ¿Como su madre antes del formaldehído o después? Ya había durado doce años más de los que llegó a vivir su madre… si seguía viva desde el 7 de noviembre de 1964.

¿Qué aspecto tendría ahora Morty si hubiera podido salir por su propio pie del avión abatido en 1944? ¿Qué aspecto tendría ahora Drenka?

Si la desenterraran, ¿aún se podría distinguir que había sido una mujer, la más femenina de las mujeres? ¿Podría habérsela tirado después de muerta?

¿Por qué no?

Sí, aquella noche, en su huida hacia Nueva York, estaba convencido de que corría a ver el cadáver de Linc, pero no podía dejar de pensar en el cuerpo de su primera mujer, en su cuerpo vivo, al que por fin le conducirían.

Poco importaba que la idea no tuviera sentido. Hacía mucho tiempo que los sesenta y cuatro años de vida de Sabbath le habían liberado de la falsedad del sentido, y sería lógico pensar que así podría enfrentarse mejor que hasta entonces al sentimiento de pérdida, lo cual sólo demuestra lo que todo el mundo aprende más tarde o más temprano sobre la pérdida: la ausencia de una presencia es capaz de abrumar al más fuerte.

—¿Pero por qué he de pensar en eso? —le dijo gruñendo a su madre—. ¿Por qué tanta Nikki, Nikki, Nikki cuando yo mismo estoy cerca de la muerte?

Y ella por fin le habló claro, su madrecita, le dijo una verdad como un templo en la esquina de Central Park Oeste y la calle Setenta y cuatro Oeste, como no se había atrevido a hacerlo desde que él tenía doce años y ya era musculoso y agresivamente adulto.

Eso es lo que conoces mejor —le dijo—, aquello en lo que más has pensado… y no tienes ni idea.

—Qué extraño —dijo Norman, mientras reflexionaba en las tribulaciones de Sabbath.

Sabbath esperó a que la conmiseración embargara un poco más a su amigo antes de corregirle en voz baja.

—Sumamente —le dijo.

—Sí —replicó Norman—, creo que es sumamente extraño.

Estaban sentados a la mesa de la cocina, una hermosa mesa, con grandes azulejos italianos vitrificados, de color marfil, bordeados por brillantes azulejos con verduras y frutas pintadas a mano. Michelle, la esposa de Norman, dormía en su habitación, y los dos amigos, sentados uno frente al otro, hablaban en tono bajo de la noche en que Nikki no se presentó en el teatro y nadie sabía dónde estaba. Norman no se sentía tan cómodo con Sabbath como lo había estado la noche anterior cuando hablaron por teléfono. El alcance de la transfiguración de Sabbath parecía asombrarle, en parte tal vez debido a su propio tesoro descomunal de sueños satisfechos, evidentes dondequiera que Sabbath posara la mirada, incluidos los ojos castaños, brillantes y benevolentes de Norman. Bronceado tras haber pasado unos días de vacaciones jugando al tenis bajo el sol, y tan delgado y atléticamente flexible como lo había sido de joven, no mostraba ninguna señal perceptible de su reciente depresión. Como ya era calvo cuando terminó los estudios universitarios, nada en él parecía haber cambiado.

Norman no era ningún necio, había leído y viajado ampliamente, pero comprender en persona a un fracasado como Sabbath parecía resultarle tan difícil como aceptar el suicidio de Linc, tal vez incluso más difícil. Un año tras otro había observado el empeoramiento del estado de Linc, mientras que el Sabbath que abandonó Nueva York en 1965 no tenía prácticamente ninguna afinidad con el hombre que, con un bocadillo en la mano, suspiraba ante la mesa de la cocina aquel día de 1994. Sabbath se había lavado las manos, la cara y la barba en el baño, pero se daba cuenta de que aún así desconcertaba a Norman como si fuese un vagabundo al que, en un momento de necedad, hubiera invitado a pernoctar en su casa. Tal vez en el transcurso de los años Norman había exagerado la partida de Sabbath, dotándola de un alto grado de dramatismo, una búsqueda de independencia en la naturaleza, de pureza espiritual y meditación serena. Si Norman no le había olvidado, como era una persona espontáneamente bondadosa, habría intentado recordar lo que admiraba en él. ¿Y por qué razón eso molestaba a Sabbath? No le irritaba tanto la cocina y la sala de estar perfectas, la perfección omnipresente en todas las habitaciones que se abrían al pasillo cuyas paredes estaban forradas de libros, como la caridad. Que él, Sabbath, pudiera inspirar tales sentimientos le hacía gracia, desde luego. Naturalmente, era divertido verse a sí mismo a través de los ojos de Norman. Pero también era espantoso.

Norman preguntaba a su amigo si había tenido algún atisbo del paradero de Nikki después de su desaparición.

—Me marché de Nueva York para no seguir intentándolo —replicó Sabbath—. A veces me inquietaba al darme cuenta de que ella desconocía mi dirección. ¿Y si quería encontrarme? Pero si lo hacía, también encontraría a Roseanna. Una vez en las montañas, nunca me permití el placer de conservar a Nikki en mi vida. No me la imaginaba con un marido e hijos.

Iba a encontrarla, aparecería… puse fin a todo eso. La única manera que tenía de entenderlo era no pensar en ello. Tienes que dejar de lado ese hecho tan extraño para seguir adelante. ¿De qué servía pensar en ello?

—¿Y eso es lo que representa la montaña? ¿Un sitio donde no pensar en Nikki?

Norman procuraba plantearle solamente preguntas inteligentes, y lo eran, en efecto, y erraban por completo el motivo del declive de Sabbath.

Siguieron intercambiando frases que tanto podían ser ciertas como no.

A Sabbath le era indiferente.

—Mi vida cambió. Ya no podía avanzar con aquella rapidez, no podía seguir adelante. Me sentía incapaz de controlar, de dominar nada. —Sonrió con una expresión triste, o por lo menos confiaba en que lo fuera—. Lo ocurrido con Nikki me dejó en una posición un tanto embarazosa.

—No me extraña.

Y Sabbath pensó: «Si me hubiera presentado en la entrada sin haber llamado desde la calle, si hubiera pasado por delante del portero sin que éste me viera, hubiera tomado el ascensor hasta el piso dieciocho y llamado a la puerta de los Cowan, Norman no me habría reconocido, ese hombre en el vestíbulo habría sido un completo desconocido para él. Con la cazadora demasiado grande sobre la aldeana camisa de franela y calzado con estas botas embarradas, parezco un visitante de Dogpatch[2], ya sea un personaje barbudo de una tira cómica, ya sea alguien de 1900 que se presenta a tu puerta, un tío manir roto excluido de la buena sociedad rusa y que dormirá en el sótano, al lado de la carbonera, durante el resto de su vida americana». A través de la lente del desprevenido Norman, Sabbath veía cuál era su aspecto, qué había llegado a parecer, lo que no le importaba parecer, lo que parecía ex profeso… y le gustaba. Nunca había perdido el sencillo placer, que se remontaba a mucho tiempo atrás, de hacer que el prójimo se sintiera incómodo, sobre todo las personas que vivían cómodamente.

No obstante, ver a Norman no dejaba de ser emocionante. Sabbath se sentía en gran medida como los padres pobres que visitan a sus hijos triunfadores que viven en los barrios residenciales… insignificantes, desconcertados, fuera de su elemento, pero orgullosos. Estaba orgulloso de Norman. Éste se había pasado la vida entera en el ambiente de mierda del teatro sin convertirse él mismo en una mierda estúpida. ¿Podía ser tan considerado en el trabajo, tan bondadoso, decente y reflexivo? Lo descuartizarían.

Y, sin embargo, Sabbath tenía la sensación de que la benevolencia de Norman no había hecho más que aumentar con la edad y el éxito. Se desvivía por lograr que Sabbath se sintiera a sus anchas. Tal vez no fuese repulsión lo que sentía, sino algo parecido al temor reverencial ante aquel Sabbath de barba cana llegado de las montañas como un santón que ha renunciado a la ambición y las posesiones mundanas. «¿Es posible que haya algo de carácter religioso en mi persona? ¿Acaso lo que he hecho, es decir, lo que he dejado de hacer, ha sido santo? Tendré que telefonear a Rosie y decírselo».

Al margen de lo que hubiera detrás de su actitud, Norman no podría haberse mostrado más solícito. Claro que él y Linc, hijos de padres prósperos y amigos de Jersey City desde la infancia, no podrían haber sido más amables desde el momento en que se asociaron, recién salidos de Columbia, y pagaron las costas del juicio de Sabbath por obscenidad.

Hicieron extensivo a Sabbath ese respeto ribeteado de veneración que, a su modo de ver, se relacionaba no tanto con la forma de tratar a un cómico (lo máximo que él había sido… Nikki era la artista) como con la manera de abordar a un religioso entrado en años. Haber «descubierto a Mick Sabbath», como ellos decían, resultaba en cierto modo emocionante para aquellos dos muchachos judíos privilegiados. Saber que Sabbath era hijo de un pobre vendedor de mantequilla y huevos en un pueblecito obrero de la costa de Jersey, que en vez de asistir a la universidad se había enrolado como marino mercante a los diecisiete años, que vivió dos años en Roma gracias a una beca para veteranos tras licenciarse del Ejército, que cuando sólo llevaba un año casado ya andaba al acecho, que la joven esposa de etérea belleza a la que dominaba tanto en el escenario como fuera de éste (ella misma una excéntrica, pero sin duda de una clase muy superior a la de él y, probablemente, como actriz, también un genio) no podía sobrevivir media hora sin él… todo esto alimentaba su idealismo juvenil. También resultaba estimulante la manera en que Sabbath insultaba a la gente con la mayor naturalidad. No era sólo un recién llegado con un talento teatral potencialmente enorme, sino también un joven aventurero que se daba de narices con la vida, que a los veinte años ya sabía lo que era la vida real y tenía un temperamento más elemental que el de ellos y que le impulsaba a cometer excesos. En los años cincuenta, aquel «Mick» era un hombre fuera de lo común y apasionante.

Ahora, fuera de peligro en la cocina del piso de Manhattan, tomando la última cerveza que le había servido Norman, Sabbath no dudaba de quién era el poseedor de la cabeza que el agente Balich se había propuesto descalabrar. O bien había aparecido algo incriminador entre las pertenencias de Drenka o bien Sabbath había sido observado en el cementerio por la noche. Sin esposa, sin querida, sin dinero, sin vocación, sin hogar… y ahora, para colmo, huido. Si no fuese demasiado viejo para hacerse de nuevo a la mar, si no tuviera los dedos impedidos, si Morty viviera y Nikki no hubiera estado loca, o no lo hubiera estado él… si no existiera la guerra, la demencia, la perversidad, la enfermedad, la imbecilidad, el suicidio y la muerte, era muy posible que él se encontrara en mejor forma. Había pagado un precio muy alto por el arte, sólo que no lo había producido en absoluto. Había sido víctima de todos los anticuados sufrimientos artísticos, el aislamiento, la pobreza, la desesperación, la obstrucción mental y física, y nadie lo sabía ni le importaba.

Y aunque el hecho de que nadie lo supiera ni le importara fuese otra forma de sufrimiento artístico, en su caso no tenía ningún significado artístico. No era más que un hombre que se había vuelto feo, viejo y amargado, uno más entre miles de millones.

Obedeciendo a las leyes de la decepción, el desobediente Sabbath empezó a llorar, y ni siquiera él sabía si su llanto era una actuación o la medida de su desgracia. Entonces su madre le habló por segunda vez aquella noche, ahora en la cocina, tratando de consolar a su único hijo vivo:

«Así es la vida humana. Hay un gran dolor que todo el mundo tiene que soportar».

Sabbath, a quien le gustaba creer que desconfiar de la sinceridad de todo el mundo le armaba un poco contra la traición generalizada, se dijo:

«Incluso he engañado a un fantasma». Pero mientras así pensaba, con la cabeza sobre la mesa como un abultado y sollozante saco de arena, también pensó: «¡Y, sin embargo, cómo ansío llorar!».

¿Ansiar? Por favor… No, no se creía una sola de las palabras que decía, y era así desde hacía años. Cuanto más precisaba en su intento de describir cómo había llegado a convertirse en el fracaso que era, en vez de otro, tanto más lejos parecía de la verdad. Las vidas verdaderas pertenecían a los demás, o así lo creían los demás.

Norman había extendido las manos por encima de la mesa para coger una de las de Sabbath.

Estupendo. Por lo menos le permitirían quedarse allí una semana.

—Tú… —le dijo a Norman—, tú comprendes lo que importa.

—Sí, soy un maestro en el arte de vivir. Por eso tomo Prozac desde hace ocho meses.

—Todo lo que sé hacer es provocar hostilidad.

—Bueno, eso y algunas cosas más.

—Una vida trivial sin remedio, una mierda de vida.

—Las cervezas se te han subido a la cabeza. Cuando uno está agotado y deprimido como tú, lo exagera todo. El suicidio de Linc tiene mucho que ver con ello. Todos hemos pasado por eso.

—Soy repugnante para todo el mundo.

—Vamos, hombre —replicó Norman, apretando más la mano de Sabbath…

¿Pero cuándo iba a decirle «creo que será mejor que te quedes con nosotros?». Porque Sabbath no podía volver atrás. Roseanna no le querría en casa, y Matthew Balich le había descubierto y estaba lo bastante furioso como para matarle. No tenía ningún lugar adonde ir ni nada que hacer. A menos que Norman le invitara a quedarse en su casa, estaba acabado.

De repente, Sabbath alzó la cabeza de la mesa y dijo:

—Mi madre padeció una depresión catatónica desde que yo tenía quince años.

—Nunca me hablaste de eso.

—A mi hermano lo mataron en la guerra.

—Tampoco lo sabía.

—Éramos una de esas familias con una estrella dorada en la ventana, y no sólo significaba que mi hermano había muerto, sino que mi madre también estaba muerta. Durante todo el día, en la escuela, pensaba: «Si él estuviera allí cuando vuelva a casa, si estuviera allí cuando la guerra haya terminado…». Ver aquella estrella dorada cuando regresaba a casa desde la escuela era aterrador. Algunos días lograba olvidarme de él, pero entonces iba a casa y veía la estrella dorada. Tal vez por eso me embarqué, para alejarme de una puñetera vez de la estrella dorada, una estrella que decía:

«A los habitantes de esta casa les ha ocurrido algo terrible». La casa que tenía una estrella dorada era una casa desgraciada.

—Entonces te casas y tu mujer desaparece.

—Sí, pero eso me abrió más los ojos. Ya no pude volver a pensar en el futuro. ¿Qué me reservaba el futuro? Ya no tengo expectativas, no pienso en ellas. Lo único que espero es saber encajar las malas noticias.

El intento de hablar juiciosa y razonablemente sobre su vida le parecía incluso más falso que las lágrimas. Cada palabra, incluso cada sílaba, era otra polilla que abría un orificio en la verdad.

—¿Y todavía te desconcierta pensar en Nikki?

—No, en absoluto —respondió Sabbath—. Al cabo de treinta años lo único que pienso es: «¿Qué coño fue aquello?». A medida que envejezco se vuelve más irreal, porque las cosas que me decía cuando era joven… quizá ha ido allí, tal vez ha ido allá… esas cosas ya son imposibles. Siempre bregaba por algo que sólo su madre parecía capaz de darle… a lo mejor anda por ahí buscándolo todavía. Eso es lo que pensaba entonces. Ahora, al cabo de todo este tiempo, me limito a preguntarme si todo aquello sucedió de veras.

—¿Y las ramificaciones? —le preguntó Norman. Le aliviaba ver que Sabbath volvía a dominarse, pero de todos modos seguía cogiéndole la mano, y Sabbath se lo permitía, por muy irritante que le resultara—. Su efecto sobre ti. ¿Cómo te lastimó?

Sabbath se tomó tiempo para pensar, y he aquí, más o menos, lo que pensaba: «Es vano responder a estas preguntas. Detrás de la respuesta hay otra respuesta, y otra más detrás de ésa, y así indefinidamente». Y lo único que hacía, para satisfacer a Norman, era fingir que no comprendía tal cosa.

—¿Es que parezco lastimado?

Los dos se rieron, y sólo entonces Norman le soltó la mano. Otro judío sentimental. Podríais freír a los judíos sentimentales en su propia grasa.

Siempre había algo que los conmovía. Lo cierto era que Sabbath no podía soportar a ninguno de aquellos hombres de éxito, moralmente serios y mimados en exceso, tanto Cowan como Gelman.

—Eso es lo mismo que preguntarme cuánto me ha lastimado el hecho de haber nacido. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Qué puedo saber de ello? Lo único que puedo decirte es que he desechado por completo la idea de controlar las cosas. Y así he decidido avanzar por la vida.

—Dolor, dolor, cuánto dolor… —dijo Norman—. ¿Cómo es posible que las cosas dejen de importarte?

—¿De qué serviría que me importaran? Eso no cambiaría nada. ¿Me importa algo? Nunca se me ocurre pensarlo. De acuerdo, me vuelvo demasiado emotivo. ¿Pero importarme…? ¿Para qué? ¿De qué sirve tratar de encontrar la razón o el sentido de cualquiera de estas cosas? A los veinticinco años ya sabía que no los encontraría.

—¿Y no hay ninguna razón ni sentido alguno?

—Pregúntaselo a Linc mañana, cuando abran el ataúd. Él te lo dirá. Era un payaso divertido y lleno de energía. Recuerdo muy bien a Lincoln. No quería saber nada desagradable, quería que todo fuese bonito. Amaba a sus padres. Recuerdo cuando su padre se presentaba en el camerino. Un fabricante de bebidas carbónicas. Un magnate del agua de seltz si mal no recuerdo.

—No. Apague la sed con Quench.

—Cierto, así se llamaba. Quench.

—El zumo de cerezas silvestres Quench envió a Linc a Taft. Linc lo llamaba Kvetch.[3]

Un hombre menudo, resistente, bronceado, de pelo gris acero. Empezó con la porquería que embotellaba y una camioneta que conducía él mismo, en camiseta. Inculto, no sabía hablar bien, y por su aspecto físico parecía una mercancía embalada. Linc estaba sentado en una silla en el camerino de Nikki, y cogió a su padre, lo sentó en su regazo y lo tuvo allí mientras todos charlábamos después de la función, y a nadie le pareció extraño que hiciera aquello. Adoraba a su padre, adoraba a su mujer, adoraba a sus hijos… por lo menos era así cuando le conocí.

—Siempre lo fue.

—Bueno, dime, ¿cuál es el significado?

—Tengo algunas ideas.

—No sabes nada, Norman… no sabes nada acerca de nadie. ¿Crees que yo conocía a Nikki? Nikki tenía otra vida. Todo el mundo tiene otra vida. Sé que era una excéntrica, pero yo también lo era. Comprendía que no estaba viviendo con Doris Day. Era un poco irracional, anticuada, con una tendencia a los arranques de chifladura, ¿pero tan irracional y loca para que sucediera lo que sucedió? ¿Conocía a mi madre? Pues claro. Se pasaba el día entero silbando. Nada le preocupaba gran cosa. Mira lo que fue de ella.

¿Conocía a mi hermano? El disco, el equipo de natación, el clarinete.

Muerto a los veinte años.

—Desaparecer. Incluso la palabra es extraña.

—Más extraña es la palabra «reaparecer».

—¿Cómo está Roseanna?

Sabbath contempló su reloj, un reloj redondo de acero inoxidable que aquel año cumpliría medio siglo. Esfera negra, cifras y manecillas blancas y luminosas. El Benrus militar de Morty, con números para doce y veinticuatro horas y un segundero que podías detener tirando de la corona.

Para la sincronización cuando volabas en una misión. Para lo que le sirvió la sincronización a Morty… Una vez al año Sabbath enviaba el reloj a un lugar de Boston donde lo limpiaban, lubricaban y reemplazaban las piezas desgastadas. Había dado cuerda al reloj todas las mañanas desde que lo recibió en 1945. Sus abuelos se habían puesto las filacterias cada mañana y pensado en Dios. Él daba cuerda al reloj de Morty cada mañana y pensaba en su hermano. El reloj había sido devuelto por el gobierno junto con las demás pertenencias de Morty en 1945. El cadáver llegó dos años después.

—Pues Roseanna… —dijo Sabbath—. Hace sólo siete horas que Roseanna y yo hemos terminado. Ahora es ella la que ha desaparecido. A eso se reduce la cuestión, Mort: la gente desaparece a izquierda y derecha.

—¿Dónde está? ¿Lo sabes?

—Ah, está en casa.

—Entonces eres tú el que ha desaparecido.

—Lo intento —dijo Sabbath.

Y de repente volvió a sobrevenirle un gran acceso de llanto, una angustia tan absorbente que al principio ya no pudo preguntarse siquiera si ese segundo derrumbe de la noche había sido manufacturado más o menos honestamente que el primero. Se había purgado de escepticismo, cinismo, sarcasmo, amargura, escarnio, burla de sí mismo, así como de la lucidez, coherencia y objetividad que poseía… se había desprendido de todo cuanto le caracterizaba como Sabbath, excepto la desesperación, que tenía a raudales. Había llamado Mort a Norman, y ahora lloraba como llora cualquiera que ha llegado al límite. Había pasión en su llanto, terror, una profunda tristeza y derrota.

¿De veras había todo eso? A pesar de la artritis que desfiguraba sus dedos, en el fondo seguía siendo el titiritero, amante y maestro del engaño, el artificio y la irrealidad. Eso aún no se lo habían arrebatado. Cuando ocurriera tal cosa, estaría muerto.

Norman había rodeado la mesa para poner las manos sobre los hombros de Sabbath.

—¿Estás bien, Mick? ¿Es cierto que has abandonado a tu mujer?

Sabbath alzó los brazos para cubrir con sus manos las de Norman.

—De repente sufro amnesia sobre las circunstancias, pero… sí, eso parece. Ya no está esclavizada por el alcohol ni por mí. Ambos demonios han sido expulsados por Alcohólicos Anónimos. Probablemente todo se reduce a que quiere quedarse su paga para ella sola.

—Te mantenía.

—Tenía que vivir.

¿Adónde irás después del funeral?

Miró a Norman, con una ancha sonrisa.

—¿Por qué no me voy con Linc?

—¿Qué me estás diciendo? ¿Vas a suicidarte? Quiero saber si eso es lo que estás pensando. ¿Piensas en el suicidio?

—No, no, seguiré adelante hasta el final.

—¿Lo dices de veras?

—Tiendo a creer que sí. Soy un suicida como soy todo lo demás: un seudosuicida.

—Escucha, se trata de un asunto serio —le dijo Norman—. Ahora estamos juntos en esto.

—Hacía un siglo que no te veía, Norman. No estamos juntos en nada.

—¡Estamos juntos en esto! Si vas a matarte, lo harás delante de mí.

Cuando estés preparado, esperarás a que llegue a tu lado y entonces lo harás delante de mí.

Sabbath no replicó.

—Tiene que verte un médico —le dijo Norman—. Tienes que ir al médico mañana. ¿Necesitas dinero?

De su billetero, que estaba lleno de notas ilegibles y números de teléfono garabateados en trozos de papel y cubiertas de libritos de fósforos, abultado con toda clase de documentos excepto tarjetas de crédito y billetes de banco, Sabbath sacó un cheque en blanco de la cuenta indistinta que tenía con Roseanna. Lo extendió por trescientos dólares. Al reparar en que Norman, quien le observaba mientras él escribía, veía impresos en el cheque los nombres del marido y la esposa, le explicó:

—La dejo sin blanca. Si ella se me ha adelantado y lo devuelven por falta de fondos, te enviaré el metálico.

—Olvídalo. ¿Qué vas a hacer con trescientos dólares? Estás en un aprieto, muchacho.

—No tengo expectativas.

—Ya me lo has dicho antes. ¿Por qué no duermes aquí también mañana por la noche? Quédate con nosotros todo el tiempo que necesites. Los chicos se han ido. La pequeña, Deborah, está en Brown. La casa está vacía. No puedes irte en seguida después del funeral sin saber adónde vas y sintiéndote de esa manera. Tienes que ver a un médico. —No —replicó Sabbath—, no. No puedo quedarme aquí.

—Entonces será necesario hospitalizarte.

Y esto provocó el tercer acceso de llanto de Sabbath. Sólo había llorado de aquella manera en otra ocasión, cuando desapareció Nikki. Y cuando Morty murió, había visto a su madre llorar mucho más.

Hospitalizarle… Hasta que oyó esa palabra, había creído que todo aquel llanto podía ser fácilmente falso, y por ello se llevó una decepción considerable al descubrir que no parecía capaz de detenerlo.

Mientras Norman le persuadía para que se levantara de la silla en la cocina y le acompañaba a través del comedor, la sala de estar y el pasillo al dormitorio de Deborah y, una vez allí, le conducía a la cama, desataba los cordones con barro incrustado de sus botas de Dogpatch y le descalzaba, Sabbath era presa de temblores. Si no se estaba desmoronando sino que sólo lo simulaba, entonces aquélla era la mejor representación de su vida. A pesar del castañeteo de dientes, a pesar del temblor de sus carrillos bajo la ridícula barba, Sabbath se dijo: «Bueno, esto es nuevo». Y habría más, y tal vez achacable en menor medida a la superchería que al hecho de que la razón interna de su ser (cualquier a que la muy endiablada pudiera ser, tal vez la misma superchería) había dejado de existir.

Logró pronunciar unas pocas palabras inteligibles para Norman.

—¿Dónde está todo el mundo?

—Están aquí —le dijo Norman, para calmarle—. Todos están aquí.

—No —replicó Sabbath, cuando se quedó a solas—. Todos han huido.

Mientras Sabbath llenaba la bañera del bonito y femenino cuarto de baño, rosa y blanco, frente a la habitación de Deborah, se interesó por el contenido, un auténtico revoltijo, de los dos cajones bajo la pila del lavabo: las lociones, los ungüentos, las píldoras, los polvos, los tarros de crema Body Shop, el limpiador de las lentillas de contacto, los tampones, el esmalte para las uñas, el quitaesmalte… Revolvió el amasijo en el fondo de cada cajón, pero no encontró una sola fotografía, y mucho menos un fajo de ellas, como las que Drenka extrajera de entre las pertenencias de Silvija durante el penúltimo verano de su vida. El único artículo seductor, aparte de los tampones, era un tubo de crema lubricante vaginal retorcido hacia atrás sobre sí mismo y casi vacío. Sabbath desenroscó el tapón para exprimir un poco de grasa ambarina sobre la palma de su mano y restregarla entre el pulgar y el dedo corazón, entregado a sus recuerdos mientras esparcía la sustancia por las yemas de los dedos, recordando toda clase de cosas acerca de Drenka. Enroscó de nuevo el tapón y dejó el tubo sobre el mostrador de azulejos, para posterior experimentación.

Tras desvestirse en la habitación de Deborah, había examinado todas las fotografías enmarcadas en plástico transparente sobre la cómoda y el escritorio. A su debido tiempo revisaría los cajones y los armarios. Er a una chica de cabello oscuro con una sonrisa tímida y agradable, una sonrisa que revelaba inteligencia. No podía ver mucho más de ella porque la ocultaban otros jóvenes en las fotos. No obstante, entre todas las caras sólo la suya tenía por lo menos un toque enigmático. A pesar de la inocencia juvenil que con tal abundancia ofrecía a la cámara, parecía espabilada, incluso ingeniosa, y el grosor de sus labios era su mayor tesoro, una boca ávida, seductora, en el rostro menos depravado que cabía imaginar. O así lo interpretó Sabbath cerca de las dos de la madrugada. Había confiado en que la chica fuese más tentadora, pero la boca y la juventud deberían bastar.

Antes de meterse en la bañera, fue al dormitorio, balanceándose en su desnudez, y cogió del escritorio la foto más grande de todas, una foto en la que Deborah se acurrucaba contra el hombro musculoso de un fornido pelirrojo más o menos de su edad. El joven aparecía prácticamente en todas las fotografías. El novio implacable.

Todo lo que Sabbath hizo de momento fue sumergirse en el agua deliciosamente cálida del baño y escrutar la foto, como si su mirada tuviera el poder de transportar a Deborah hasta la bañera. Extendió un brazo y pudo alzar la tapa de la rosada taza del inodoro de Deborah. Pasó la mano una y otra vez por el redondo y satinado asiento, y se le estaba empezando a endurecer el miembro cuando oyó unos ligeros golpecitos en la puerta del baño.

—¿Estás bien? —le preguntó Norman, y abrió la puerta para asegurarse de que su amigo no se estaba ahogando.

—Estupendo —respondió Sabbath. Había tenido tiempo de retirar la mano del inodoro, pero tenía la fotografía en la otra mano y sobre el mostrador estaba el tubo de crema vaginal. Alzó la foto para que Norman pudiera ver cuál era—. Deborah —le dijo.

—Sí, ésa es Deborah.

—Muy mona —comentó Sabbath.

—¿Por qué te has traído la fotografía a la bañera?

—Para mirarla.

El silencio era indescifrable, y Sabbath no podía imaginar lo que significaba o presagiaba. Lo único que sabía con seguridad era que Norman estaba más asustado de él que él de Norman. La desnudez también parecía darle una ventaja, ante una conciencia tan desarrollada como la de Norman, la ventaja de la aparente indefensión. Norman no podría nunca igualar el talento de Sabbath para aquella clase de escena, el talento de un hombre convertido en una ruina para hacer gala de temeridad, el de un saboteador para la subversión, incluso el talento de un lunático (o un lunático simulado) para dejar pasmadas y horrorizar a las personas normales y corrientes.

Sabbath tenía el poder, y lo sabía, de que no era nadie y no tenía mucho que perder.

Norman no parecía haber reparado en el tubo de crema vaginal.

Sabbath se preguntó cuál de los dos era el más solitario en aquel momento y qué estaría pensando su amigo. «Aquí está nuestro terrorista. Debería ahogarlo». Pero Norman necesitaba admiración en aspectos de los que Sabbath nunca había tenido necesidad, y era más que probable que no hiciera lo que podía estar pensando.

—Sería una lástima que se mojara —dijo finalmente Norman.

Sabbath no creía tener el miembro en erección, pero una ambigüedad en las palabras de Norman le hizo pensar en esa posibilidad. No bajó la vista para comprobarlo y formuló una pregunta de lo más inocente.

—¿Quién es el chico afortunado?

—Era su novio, un universitario de primer curso. Se llama Robert. —Norman habló con la mano extendida hacia la fotografía—. Recientemente le ha sustituido Will.

Sabbath se inclinó adelante en la bañera y entregó la fotografía, observando al moverse, ¡ay!, que su polla formaba un ángulo hacia arriba en el agua.

—Vuelves a ser el de siempre —le dijo Norman, mirándole a los ojos.

—Sí, gracias. Estoy mucho mejor.

—Nunca ha sido fácil saber qué eres realmente, Mickey.

—Bastará con que digas que soy un fracasado. —¿Pero en qué?

—Fracasado en fracasar, por ejemplo.

—Siempre has luchado como un ser humano, desde el mismo comienzo.

—Al contrario —replicó Sabbath—. Precisamente para ser humano siempre he dicho: «Que sea lo que sea».

Entonces Norman cogió el tubo de crema vaginal del mostrador de azulejos, abrió el cajón inferior debajo de la pila y lo echó dentro. Pareció sorprenderse a sí mismo más que a Sabbath por la fuerza con que cerró el cajón.

—He dejado un vaso de leche en la mesilla de noche —le dijo Norman—. Podrías necesitarlo. A veces la leche caliente me ayuda a calmarme.

—Estupendo —dijo Sabbath—. Buenas noches. Que duermas bien.

Cuando Norman estaba a punto de salir, echó un vistazo a la taza del inodoro. Nunca habría adivinado por qué estaba levantada la tapa. Y, sin embargo, la última mirada que dirigió a Sabbath sugería lo contrario.

Después de que Norman se hubiera ido, Sabbath salió de la bañera y, goteando al moverse, fue al escritorio de Deborah, donde Norman había dejado la foto.

De nuevo en la bañera, abrió el cajón, sacó la crema vaginal y se llevó el tubo a los labios. Exprimió sobre la lengua un burujo del tamaño de un guisante y lo extendió por el paladar y contra los dientes. Le dejó un vago regusto a vaselina y nada más. ¿Pero qué esperaba? ¿El sabor de la misma Deborah?

Metido en la bañera y con la fotografía en la mano, reanudó su actividad en el punto en que había sido interrumpido.

No se levantó ni una sola vez para ir al lavabo, algo que le sucedía por primera vez en varios años. La leche del padre que apaciguaba la próstata.

¿O habría sido la cama de la hija? Primero había extraído la funda limpia y husmeado, rastreando, el olor del cabello de la chica adherido a la almohada. Luego, mediante un procedimiento de prueba y error, había detectado un surco apenas perceptible en la mitad del colchón y a la derecha en sentido vertical, una hendidura minúscula producida por la forma de su cuerpo, y había dormido entre las sábanas de la muchacha, sobre su almohada sin funda, el cuerpo amoldado a aquella hendidura. En la habitación a lo Laura Ashley, rosa y amarillo, con un ordenador comatoso sobre el escritorio, una calcomanía de la escuela Dalton que decoraba el espejo, ositos de peluche amontonados en un cesto de mimbre, posters del Museo Metropolitano en las paredes, K. Chopin, T. Morrison, A. Tan, V. Woolf en la estantería, junto con cuentos favoritos de su infancia La res primal, los Cuentos de Andersen, y sobre el escritorio abundantes fotografías de la pandilla, en bañador, equipo de esquiar, prendas formales… en aquella habitación con el papel de la pared a rayas como una barra de caramelo y con una cenefa floral, donde ella había descubierto por primera vez lo que tenía derecho a conseguir de su clítoris, Sabbath volvía a tener diecisiete años, a bordo de un carguero lleno de noruegos borrachos que atracaba en uno de los gr andes puertos brasileños, Bahía, en la entrada de la bahía de Todos os Santos, con el Amazonas, el gran Amazonas, que fluía no lejos de allí. Notaba aquel olor, increíble, el olor a perfume barato, café y coño. Con la cabeza completamente envuelta por la almohada de Deborah, el cuerpo en el surco de su colchón, recordaba Bahía, donde había una iglesia y una casa de putas para cada día del año. Así lo afirmaban los marineros noruegos y, a los diecisiete años, él no tenía motivo alguno para no creerlos. Sería grato regresar y comprobarlo. Si fuera suya, enviaría allí a Deborah para que estudiara su último curso universitario. Libre juego para la imaginación en Bahía. Sólo con los marineros americanos se lo pasaría en grande: hispanos, negros, incluso finlandeses, americanos de origen finlandés, toda clase de patanes blancos, viejos, jóvenes… Si se pasara un mes en Bahía aprendería más escritura creativa que durante cuatro años en Brown. Déjale hacer algo irrazonable, Norman. Mira lo que Bahía hizo por mí.

«Las putas jugaron un papel principal en mi vida. Siempre me sentía a mis anchas con las putas, les tenía un afecto particular. El olor a estofado de aquellas partes cebollosas. ¿Ha existido alguna vez algo más importante para mí? Entonces ésas eran verdaderas razones de la existencia». Pero ahora, ridículamente, la erección matinal había desaparecido. Las cosas que uno tiene que soportar en la vida… La erección matinal, como una palanca en tu mano, como la excrecencia de un ogro. ¿Se despiertan los machos de otras especies con una erección matinal? ¿Las ballenas? ¿Los murciélagos?

Es el recordatorio cotidiano de la evolución para el macho del Homo sapiens, por si, de la noche a la mañana, se olvidara de por qué está aquí. Si una mujer no supiera de qué se trata, podría llevarse un susto de muerte.

Uno no podía mear en la taza a causa de ese fenómeno, tenía que forzarse el miembro hacia abajo con la mano, tenía que entrenarlo como se entrena a un perro con la traílla, de modo que el chorro cayera en el agua y no en el asiento alzado. Cuando te sentabas para cagar, allí estaba, con la cabeza alzada, mirando lealmente a su dueño y señor. Te esperaba ansiosamente mientras te cepillabas los dientes… «¿Qué vamos a hacer hoy?». Nada más fiel en toda la vida que los sensacionales anhelos de la erección matinal. No escondía ningún engaño, ninguna simulación, ninguna insinceridad. ¡Salud a esa fuerza impulsora! ¡La vida humana con una uve mayúscula! Hace falta una vida entera para determinar lo que importa, y cuando lo has conseguido ya no está ahí. En fin, uno tiene que aprender a adaptarse. El único problema es cómo hacerlo.

Intentó encontrar un motivo para levantarse, y no digamos para seguir viviendo. ¿La tapa del inodoro de Deborah? ¿Un atisbo del cadáver de Linc?

Las cosas de la chica… y al recordar la exploración de sus cosas, se levantó de la cama y fue al tocador, al lado de la cadena musical Bang & Olufsen.

¡Desbordante! ¡El hallazgo de un tesoro! Brillantes tonalidades de seda y satén. Bragas de algodón infantiles con franjas circenses. Bikinis de cordones con el trasero de satén. Bikinis extensibles con tirillas de satén…

Podrías hurgarte entre los dientes con aquellas tirillas. Ligueros violeta, negro y blanco. ¡La paleta de Renoir! Rosa fuerte y pálido, azul marino, blanco, violeta, dorado, rojo, melocotón. Sostenes negros bordados y reforzados con aros. Sostenes con blonda, lacitos y refuerzos para mantener los senos erguidos. Sostenes de media copa, festoneados y de satén, copas de talla C, un avispero de medias pantalón multicolores, en blanco, negro y marrón achocolatado, medias pantalón de seda pura con encaje, como las que Drenka había usado para volverle loco. Una deliciosa camisola de seda color caramelo, bragas estampadas con manchas de leopardo y sostenes a juego. Tres juegos de bodies con blondas, los tres negros. Una pieza negra sin tirantes con copas acolchadas para realzar, bordeadas de encaje, y con tirantes y ganchos. Tirantes… tirantes de sostén, tirantes de liguero, tirantes de corsé victoriano. ¿Quién en su sano juicio no adora los tirantes, todo el abracadabra destinado a sujetar y alzar? ¿Y qué decir de la falta de tirantes?

Un sostén sin tirantes. Cielo santo, todo sirve. Esa cosa a la que llaman un teddy (¿Roosevelt? ¿Kennedy? ¿Herzl?), formado por una camisa y, debajo, unas bragas holgadas con orificios por los que pasas las piernas sin quitar nada. Bragas de bikini de seda con estampación floral. Enaguas, las encantadoras enaguas pasadas de moda. Una mujer con enaguas y sostén en pie y planchando una falda mientras, con semblante serio, se fuma un pitillo.

El viejo y sentimental Sabbath… Olisqueó las medias pantalón en busca de un par que no hubiera sido lavado y, cuando lo encontró, se lo llevó al baño. Se sentó para orinar como lo hacía D., en el asiento de D., con las medias pantalón de D. Pero la erección matinal era cosa del pasado… ¡Drenka! ¡Contigo era una palanca!

¡Cincuenta y dos años de edad, una fuente de vida para cien hombres, y muerta! ¡No es justo! ¡El impulso, el impulso! Lo has visto una y otra vez, lo has hecho innumerables veces, y al cabo de cinco minutos te fascina de nuevo. Lo que todo hombre sabe: el impulso de volver a hacerlo. Sabbath pensó que nunca debería haberlo abandonado… «la vida de un puerto sensual como Bahía, incluso de los puertecillos de mierda alrededor del Amazonas, literalmente puertos de la jungla, donde podías mezclarte con las tripulaciones de toda clase de barcos, con marineros de tantos colores como las prendas interiores de Debby, procedentes de todos los países y todos los cuales se dirigían al mismo sitio, todos acababan en la casa de putas. Por doquier, como en un vívido sueño, marinos y mujeres, mujeres y marinos, y yo aprendía mi oficio. La guardia de ocho a doce, y luego todo el día trabajando en cubierta, piqueteando el óxido y pintando, piqueteando y pintando, y después la guardia, la guardia marina en la proa del barco. Y a veces era estupendo. Había leído a O’Neill, estaba leyendo a Conrad. Un tipo de a bordo me había dado los libros. Leía todo aquello y me masturbaba. Dostoievski… todo el mundo anda por ahí con quejas y una furia inmensa, un frenesí como si todo se interpretara musicalmente, un frenesí como si se tratara de perder cien kilos. Y aquel bribón de Raskolnikov[4] quien yo creía que Dostoievski estaba enamorado. Sí, aquellas noches estrelladas en el mar tropical permanecía en la proa y me prometía que sería constante, pasaría por toda la mierda y llegaría a ser oficial de marina. Me obligaría a hacer todos aquellos exámenes, sería oficial y viviría así durante el resto de mi vida. Tenía diecisiete años, era un chico fuerte… y, como un chico, no lo hice».

Al descorrer las cortinas vio que la habitación de Deborah estaba en un ángulo de la casa y sus ventanas daban a Central Park y a los edificios de pisos del East Side. Los narcisos trompeteros y las hojas de los árboles no aparecerían en Madamaska Falls hasta dentro de otras tres semanas, pero Central Park podría haber sido Savannah. Debbie había visto aquel panorama mientras echaba los dientes, pero de todos modos él aún se haría a la mar el día menos pensado. ¿Qué había estado haciendo en un bosque en lo alto de una montaña? Cuando huyó de la desaparición de Nikki, él y Roseanna tenían que haberse ido a Jersey y vivir al lado del mar. Se habría convertido en un pescador comercial. Habría abandonado a Roseanna y vuelto de veras al mar. Marionetas… Entre todas las puñeteras vocaciones, precisamente ésa. Entre las marionetas y las putas, elige las primeras. Tan sólo por eso se merecía morir.

Entonces reparó en las diversas prendas interiores de Deborah esparcidas al pie de la cómoda, como si la muchacha se acabara de desnudar apresuradamente, o como si hubiera salido corriendo desnuda de la habitación. Era agradable imaginarlo. Sólo podía suponer que él había revuelto las prendas interiores durante la noche, pues no lo recordaba en absoluto. Debía de haberse levantado en sueños, examinado las prendas de la chica y esparcido algunas por el suelo. Ahora estaba metido hasta el cuello en la caricatura de sí mismo. No había caído en la cuenta de lo que constituía semejante amenaza. Aquello era grave. Senilidad precoz.

Senilitia, dementia, erotomanía que le conducía a toda máquina hacia el desastre.

¿Y qué importaba? Era un acontecimiento humano natural. La palabra apropiada era «rejuvenecimiento». Drenka ha muerto pero Deborah vive y en la factoría del sexo los hornos arden durante las veinticuatro horas del día.

Mientras se vestía con las ropas que llevaba a todas partes, un día sí y otro también (camisa de franela raída sobre una vieja camiseta de color caqui y unos holgados pantalones de pana), aguzó el oído para comprobar si había alguien en casa. Sólo eran las ocho y cuarto, pero ya se habían ido. Al principio, ante todo lo que estaba esparcido por el suelo, no podía decidirse entre un sostén negro con aros metálicos de refuerzo y unas braguitas de seda con flores estampadas, pero se dijo que el sostén, debido al alambre, podría ser voluminoso y llamar la atención, y recogió las braguitas, se las guardó en un bolsillo del pantalón y metió el resto en el cajón atestado. Por la noche lo revolvería de nuevo, así como los demás cajones y el armario.

Entonces se fijó en dos bolsas perfumadas que estaban en aquel cajón superior, una de terciopelo malva con aroma a lavanda y otra de zaraza roja que emitía el olor vigorizante de las agujas de pino. Ninguno de los dos era el olor que buscaba. Era curioso… una chica moderna, graduada por Dalton, ya conocedora de los Manets y Cézannes del Metropolitan, y sin embargo no parecía tener la menor idea de que aquello por lo que los hombres pagan buen dinero por olisquearlo no son las agujas de pino. En fin, la señorita Cowan lo descubrirá, de una manera u otra, cuando empiece a llevar esa ropa interior para algo más que para tener clase. Como era un marinero de gran experiencia hizo perfectamente su cama. Su cama… Dos simples palabras, unas sílabas tan viejas como el mismo idioma, pero que ejercían un poder tiránico sobre Sabbath. ¡Con qué tenacidad se aferra a la vida! ¡A la juventud! ¡Al placer! ¡A las erecciones! ¡A las prendas interiores de Deborah! Y no obstante, mientras hacía la cama no dejaba de mirar abajo, a la mancha verde del parque, desde la ventana del piso dieciocho, pensando que había llegado el momento de saltar al vacío. Mishima, Rothko, Hemingway, Berryman, Koestler, Pavese, Kosinski, Arshile Gorki, Primo Levi, Hart Crane, Walter Benjamin… una cuadrilla incomparable. No sería nada deshonroso incluirse en la nómina. El mismo Faulkner… era como si se hubiera suicidado con el alcohol, lo mismo que (decía Roseanna, ahora una autoridad sobre los muertos distinguidos que podrían estar vivos si hubieran «compartido» sus experiencias en Alcohólicos Anónimos). Ava Gardner. La bendita Ava. Pocas cosas de los hombres podían sorprender a Ava.

Elegancia y suciedad, inmaculadamente entrelazadas. Muerta a los sesenta y dos, dos años más joven que él. Ava, Yvonne de Carlo… ¡sos eran los modelos! A la mierda con las ideologías loables. ¡Superficial, sí, superficial!

Basta de leer y releer Una habitación propia… hazte con las obras completas de Ava Gardner. Una pellizcona y manoseadora virgen lesbiana, V. Woolf, una vida erótica consistente en una parte de sensualidad y nueve partes de temor, una parodia inglesa de un borzoi demasiado educado, superior sin esfuerzo, como sólo pueden serlo los ingleses, hacia todos sus inferiores, y que jamás se quitó la ropa en toda su vida. Pero una suicida, Sabbath no debía olvidarlo. La lista era más alentadora cada año. Él sería el primer titiritero.

La ley de la vida: la fluctuación. Por cada pensamiento, un pensamiento contrario; por cada impulso, un impulso contrario. No era de extrañar que uno se volviera loco o se muriese o decidiera desaparecer. Demasiados impulsos, y ésa no es siquiera la décima parte de la historia. Sin querida, sin esposa, sin vocación, sin hogar, sin blanca, roba las braguitas de una muchacha de diecinueve años y, recorrido por una oleada de adrenalina, se las guarda a buen recaudo en el bolsillo. Esas braguitas son todo lo que necesita. ¿No funciona de esa manera el cerebro de todo el mundo? No lo cree, se dice que eso es vejez pura y simple, la hilaridad autodestructora de la última montaña rusa. Sabbath se encuentra con su rival: la vida. «La marioneta eres tú, el bufón grotesco eres tú. ¡Tú eres el polichinela, idiota, el títere que juega con los tabúes!».

En la amplia cocina con suelo de terracota, una cocina brillantemente iluminada por la luz del sol que se reflejaba en los recipientes de cobre, con tantas plantas en macetas que parecía un invernadero, Sabbath encontró un lugar en la mesa dispuesto para él, frente al panorama. Alrededor de los platos y cubiertos había cajas de cuatro marcas de cereales, tres panes de formas y colores diferentes y aspecto sabroso, un envase de margarina, un plato con mantequilla y ocho tarros de confitura que formaban entre todos ellos, más o menos, la gama de colores que se obtiene al hacer pasar la luz a través de un prisma: Cereza negra, Fresa, Pequeña Escarlata… y así hasta llegar a la Ciruela Claudia y la Mermelada de Limón, de un amarillo espectral. Había medio melón dulce y medio pomelo (segmentado) bajo una tensa hoja de celofán, un cestillo de naranjas que tenían una especie de pezón, de una variedad sugestiva que Sabbath no había visto hasta entonces, y un surtido de bolsitas de té en un plato, al lado de su cubierto. La vajilla era de ese pesado material amarillo francés, decorado con dibujos infantiles de campesinos y molinos de viento. Loza de Quimper. Sin comparación.

«¿Pero por qué soy el único en Estados Unidos a quien esto le parece una mierda? ¿Por qué no quise vivir así?». Desde luego, es típico que los productores vivan como pachás en comparación con los titiriteros transgresores, pero hay que reconocer que es encantador levantarte por la mañana y encontrarte con esto. El bolsillo lleno de bragas y un tarro tras otro de Confituras Tiptree. En la tapa del tarro de Pequeña Escarlata estaba fijada una etiqueta con el precio: ocho dólares con noventa y cinco centavos.

«¿Qué he logrado yo que merezca un desayuno en loza de Quimper? Es difícil no estar disgustado contigo mismo cuando ves semejante banquete. Hay tanto y yo tengo tan poco…».

Volvió a ver el parque, a través de la ventana de la cocina, y, al sur, el espectáculo de los espectáculos metropolitanos, el centro de Manhattan.

Durante su ausencia, mientras allá arriba, en una montaña septentrional, Sabbath malgastaba el tiempo con los títeres y su polla, Norman se había enriquecido y seguía siendo una persona ejemplar, Linc se había vuelto loco y Nikki, de la que no sabía nada, quizá era una vagabunda que cagaba en el suelo de una estación de metro de la calle Cuarenta y dos, con cincuenta y siete años, chalada, obesa… «¿Por qué?», le preguntaría él con lágrimas en los ojos. «¿Por qué?». Y ella ni siquiera le reconocería. Claro que también podría vivir en un piso de Manhattan tan grande y lujoso como el de Norman, con un Norman propio. Tal vez había desaparecido por una razón tan vulgar y corriente como ésa… «Es la conmoción de ver que Nueva York sigue aquí lo que me recuerda a Nikki. No pensaré en ello, no puedo. Ésta es la bomba de relojería perenne».

Y siguió diciéndose que resultaba extraño. «En lo único que nunca piensas es en que está muerta. Ni siquiera piensas en los muertos. Aquí estoy, disfrutando de la luz y el calor y, por muy jodido que esté, con los cinco sentidos, una mente y ocho clases de confitura… y los muertos en el hoyo. La realidad inmediata está al otro lado de la ventana, y es tan grande, tan inabarcable, cada cosa enmarañada con todas las demás…». ¿Qué gran pensamiento se esforzaba Sabbath por expresar? ¿Se preguntaba qué le había ocurrido a su vida verdadera? ¿Acaso se desarrollaba en otra parte?

Pero entonces, ¿cómo era posible que el hecho de mirar a través de aquella ventana fuese tan gigantescamente real? «No llegamos a vivir en la verdad. Por eso huyó Nikki. Era una idealista, una inocente, una ilusionista conmovedora, de talento, que quería vivir en la verdad. Bueno, chiquilla, si la has encontrado, eres la primera. Según mi experiencia, la dirección que toma la vida es hacia la incoherencia… precisamente algo a lo que jamás hiciste frente. Tal vez ésa fue la única cosa coherente que se te ocurrió hacer: morir para negar la incoherencia».

—¿No es cierto, mamá? Tú tenías incoherencia a espuertas. La muerte de Morty todavía es increíble. Hiciste bien al callar desde entonces.

—Piensas como un fracasado —replicó la madre de Sabbath.

—Soy un fracasado. Anoche se lo decía a Norm. Me encuentro en el mismo pináculo del fracaso. ¿De qué otra manera podría pensar?

—Nunca quisiste más que burdeles y putas. Tienes la ideología de un macarra. Deberías haberlo sido.

Ideología, nada menos. Qué instruida se había vuelto en la otra vida.

Debían de darles cursos.

—Es demasiado tarde, mamá. Los negros han copado el mercado. Vuelve a intentarlo.

—Tenías que haber llevado una vida normal y productiva, haber tenido una familia, una profesión. No deberías haber huido de la vida.

¡Marionetas…!

—En su momento me pareció una buena idea, mamá. Incluso estudié en Italia.

—En Italia estudiaste a las putas. Te instalaste a propósito en el lado erróneo de la existencia. Deberías haber tenido mis preocupaciones.

—Pero si las tengo, las tengo… —replicó él, llorando de nuevo—. Tengo exactamente tus preocupaciones.

—¿Entonces por qué vas por ahí con esa barba de viejo excéntrico, vestido con la ropa para jugar en el parque…? ¡Y con putas!

—Métete si quieres con la ropa y las putas, pero la barba es esencial si no quiero mirarme la cara.

—Pareces una bestia.

—¿Y qué debería parecer? ¿Un Norman?

—Norman fue siempre un chico encantador.

—¿Y yo?

—Tú siempre conseguiste tus estímulos de otras maneras. Siempre. Incluso de chiquitín eras un poco extraño en casa.

—¿De veras? No lo sabía. Era muy feliz.

—Pero siempre un poco extraño, lo convertías todo en una farsa.

—¿Todo?

—¿Tú? Pues claro. Mira ahora. Conviertes en una farsa a la misma muerte. ¿Existe algo más serio que morirse? No, pero tú quieres convertirlo en una farsa. Ni siquiera te suicidarás con dignidad.

—Eso es pedir demasiado. No creo que nadie que se suicida lo haga «con dignidad». Eso no me parece posible.

—Entonces sé tú el primero. Haz que estemos orgullosos de ti.

—¿Pero cómo, mamá?

Al lado del cubierto había una nota bastante larga que empezaba con BUENOS DÍAS en mayúsculas. Era de Norman y estaba confeccionada con ordenador.

BUENOS DÍAS

Nos vamos a trabajar. El funeral de Linc empieza a las dos. Riverside a la altura de la calle Setenta y seis. Nos veremos allí, te guardaremos sitio. La mujer de la limpieza (Rosa) viene a las nueve. Si quieres que te lave o planche algo, sólo tienes que pedírselo. Cualquier cosa que te haga falta, pídesela a Rosa. Estoy en el despacho toda la mañana (994-6932). Confío en que el sueño te haya repuesto un poco. Sufres un estrés tremendo. Me gustaría que hablaras con un psiquiatra mientras estés aquí. El mío no es ningún genio, pero es bastante inteligente. Doctor Eugene Graves (un apellido desafortunado[5], pero hace un buen trabajo). Le he telefoneado, par a decirle que le llamarás si lo deseas (562-1186). Esta tarde, a última hora, tiene una cancelación. Por favor, considéralo seriamente. Me sacó del aprieto en que estuve este verano. Una medicación podría ayudarte… y hablar con él. Estás en mala forma y necesitas ayuda. ACÉPTALA. Llama a Gene, por favor. Michelle te envía recuerdos. Asistirá al funeral. Esperamos que hoy cenes con nosotros. Una cena tranquila, solos los tres. También esperamos que te quedes hasta que vuelvas a estar en condiciones. La cama es tuya. La casa es tuya. Tú y yo somos viejos amigos. No quedan muchos.

Norman

Sujeto con un clip a la nota había un sobre blanco. Contenía varios billetes de cincuenta dólares, y no sólo los seis que habrían cubierto el cheque de la cuenta indistinta que Sabbath había extendido a Norman la noche anterior, sino cuatro más. Mickey Sabbath poseía quinientos dólares, suficiente para pagarle a Drenka por participar en un trío si ella… En fin, Drenka no existía, y como era probable que Norman no tuviera intención de cobrar el cheque de Sabbath (seguramente ya lo habría roto para asegurar que Roseanna no se viera despojada de su parte de la pasta), Sabbath sólo tenía que darse prisa, buscar uno de esos sitios para cobro de cheques que se quedan un diez por ciento de comisión y extender un nuevo cheque por trescientos dólares de la cuenta indistinta. Así dispondría en total de setecientos setenta dólares. De improviso tenía entre el treinta y el cincuenta por ciento menos de razones para morir.

—Primero haces una farsa del suicidio y ahora vuelves a hacer una farsa de la vida.

—No conozco otra manera de hacerlo, madre. Déjame en paz, cállate. No existes. Los fantasmas no existen.

—Te equivocas. No hay más que fantasmas.

Entonces Sabbath procedió a dar cuenta de un copioso desayuno. No había comido con tanto placer desde antes de que Drenka enfermara. Estaba tan satisfecho que se sentía magnánimo, y decidió dejarle a Roseanna los trescientos dólares. El hueco de Deborah en la cama era ahora su hueco.

Michelle, Norman y el doctor Féretro iban a devolverle los ánimos.

El doctor Graves.

Después de atiborrarse como si fuera una maleta tan llena de ropa que no se puede cerrar recorrió el piso balanceándose con sus andares de viejo marinero, inspeccionó todas las habitaciones, los baños, la biblioteca y la sauna; abrió todos los armarios y examinó los sombreros, los abrigos, las botas, los zapatos, los rimeros de sábanas, los montones de suaves toallas de colores diferentes; avanzó por el corredor con las paredes cubiertas por estanterías de caoba que sólo contenían los mejores libros del mundo; admiró las alfombras en los suelos y las acuarelas que colgaban de las paredes; examinó con detenimiento todos los objetos de serena elegancia que poseían los Cowan, lámparas, apliques, pomos de las puertas… incluso los limpiadores del inodoro parecían haber sido diseñados por Brancusi, y entretanto devoraba el duro pico de pan negro de centeno con semillas de alcaravea sobre el que había extendido una gruesa capa de Pequeña Escarlata a ocho dólares noventa y cinco centavos el tarro e imaginaba que la casa era suya.

Ah, si las cosas hubieran sido diferentes, todo habría salido de otra manera.

Con los dedos pegajosos de mermelada, Sabbath volvió a la habitación de Deborah y se puso a revolver los cajones de su escritorio. Incluso Silvija las tenía. Todas las tenían. Sólo se trataba de encontrar el sitio en que las guardaban. Ni siquiera Yahvé, Jesús y Alá han sido capaces de erradicar la diversión que puedes tener con una Polaroid. La misma Gloria Steinem[6] no puede hacerlo.

En el debate entre Yahvé, Jesús, Alá y Gloria, por una parte, y la comezón más íntima que proporciona a la vida su cosquilleante estímulo, por la otra, Sabbath os daría a los tres chicos más Gloria y dieciocho puntos.

«Vamos, Deborah, ¿dónde las has escondido? ¿Frío o caliente?». El escritorio era un gran mueble antiguo de roble con tiradores de latón bruñido, quizá procedente del bufete de un abogado del siglo XIX. Algo fuera de lo corriente. A la mayoría de los jóvenes les gusta la basura de plástico. ¿O era aquello un ejemplo de la llamada cultura camp? Empezó a sacar el contenido del largo cajón superior. Dos grandes álbumes de recortes encuadernados en piel con hojas y flores secas prensadas entre cada par de páginas. Botánicamente seductor, realizado con delicadeza… pero la chica no engañaba a nadie. Tijeras, clips, goma, una regla, pequeños cuadernos de direcciones con decoración floral en las tapas y todavía ninguna dirección anotada. Dos cajas grises de unos quince por dieciocho centímetros.

¡Eureka! Pero sólo contenían papel y sobres de cartas personalizados, de color malva, como la bolsa con aroma a lavanda. En una caja, unas hojas manuscritas dobladas por la mitad que por un momento parecieron prometedoras, pero eran sólo los borradores de un poema sobre el amor no correspondido. «Abrí los brazos pero nadie vio… abrí la boca y nadie oyó…».

«No has leído a Aya Gardner, querida», pensó Sabbath, y pasó al siguiente cajón. Anuarios de Dalton desde 1989 a 1992, más osos de peluche, seis, además de los ocho en el cesto de mimbre. Camuflaje. Muy inteligente.

¿Qué más? ¡Diarios! ¡El premio gordo! Un rimero de ellos, encuadernados en cartón, con diseños florales de vivos colores muy parecidos a los de las bragas que guardaba en el bolsillo. Los sacó para compararlos. Sí, los diseños de bragas, diarios y cuadernos de direcciones a juego. La chica lo tenía todo, excepto… ¡Excepto! «¿Dónde están las fotos escondidas, Debby?». «Querido diario: Me siento cada vez más atraída hacia él e intento determinar mis sentimientos. ¿Por qué, dime, por qué las relaciones son tan difíciles?». ¿Por qué no escribía sobre la experiencia de follar con él? ¿Es que en Brown no le habían enseñado para qué sirve escribir? Página tras página de basura indigna de ella, hasta que llegó a una anotación que comenzaba como las demás, «Querido diario», pero dividida por una línea trazada a bolígrafo con una regla en dos columnas, una titulada MIS VIRTUDES y la otra MIS DEBILIDADES. ¿Habría algo ahí? A estas alturas, Sabbath se conformaría con cualquier cosa.

MIS VIRTUDES MIS DEBILIDADES

Autodisciplina Baja Autoestima

Mi revés Mi servicio

Mi esperanza Enamoramientos

Amy Madre

Sarah L. Baja Autoestima

Robert (¿). Robert!!!!!!

No fumo Demasiado emotiva

No bebo Impaciencia con mamá

Desconsideración con mamá

Mis piernas

Entrometerme

No siempre escucho

Comer

Vaya, allí había trabajo. Un delgado cuaderno de notas de tres anillas con una pegatina de la universidad en la tapa y debajo una etiqueta blanca con unas palabras y cifras mecanografiadas: «Yeats, Eliot, Pound. Mar. Jue. 10.30. Solomon 002. Prof. Kransdorf». El cuaderno de notas contenía sus notas de clase, junto con fotocopias de poemas que Kransdorf debía de haber distribuido en la clase. El primero era de Yeats y se titulaba «Meru».

Sabbath lo leyó lentamente… el primer poema de Yeats que leía, y uno de los últimos que había leído de cualquier poeta desde que abandonó la vida de marino.

La civilización está sujeta, sometida a un dominio bajo la apariencia de la paz por múltiples ilusiones; pero la vida humana es pensamiento y el hombre, a pesar de su terror, no cesa en sus delirios a través de los siglos, delira, monta en cólera y desentraña para llegar a la desolación de la realidad: ¡Adiós, Egipto y Grecia, y adiós, Roma! Los ermitaños del monte Meru o el Everest, que pernoctan en cavernas bajo la nieve acumulada o donde esa nieve y el terrible viento invernal azotan sus cuerpos desnudos, saben que el día trae a la noche, que antes del amanecer su gloria y sus monumentos habrán desaparecido.

Las notas de Debby estaban escritas en la hoja, directamente debajo de la fecha de composición del poema.

Meru. Montaña del Tíbet. En 1934, WBY (poeta irlandés) escribió la introducción a la traducción que hizo un amigo hindú del relato de la ascensión de un hombre santo que renunció al mundo.

K: «Yeats estaba en el límite más allá del cual todo arte es vano».

El tema del poema es que el hombre nunca está satisfecho a menos que destruya todo lo que ha creado, por ejemplo las civilizaciones de Egipto y Roma.

K: «El poema hace hincapié en la obligación que tiene el hombre de prescindir de toda ilusión a pesar del terror de la nada con el que se quedará».

Yeats comenta en una carta a un amigo: «Nos liberamos de la obsesión de que podamos ser nada. Damos el último beso al vacío».

hombre = humano

La clase criticó el poema por su falta de una perspectiva femenina.

Obsérvese el privilegio inconsciente del género: el terror (de él), la gloria (de él), los monumentos (fálicos) (de él).

Sabbath registró a fondo los restantes cajones. Cartas dirigidas a Deborah Cowan, que se remontaban a la escuela elemental. Un lugar perfecto para esconder instantáneas Polaroid. Examinó pacientemente los sobres sin encontrar nada. Un puñado de bellotas, postales con el reverso en blanco y reproducciones en el anverso: el Prado, la National Gallery, los Uffizi… Una caja de grapas, la cual abrió impulsado por la curiosidad de ver si aquella chica de diecinueve años, que fingía amar a las flores y los ositos de peluche por encima de todo, podía usar la caja de grapas para ocultar media docena de porros. Pero la caja no contenía más que grapas. ¿Qué le pasaba a aquella criatura?

Abrió el cajón inferior. Dos cajas de madera con tallas ornamentales. No, nada, chucherías, brazaletes y collares de cuentas minúsculas, trenzas postizas, cintas para el cabello, un pasador con un lazo de terciopelo negro.

Ni rastro de olor a pelo. Aroma a lavanda. Aquella chica era una pervertida, pero al revés.

Los armarios estaban llenos a rebosar. Faldas plisadas con estampación de flores, pantalones holgados de seda, chaquetas de terciopelo negro, chándales, montones de pañuelos de color es y dibujos vistosos en el estante superior. Grandes prendas abombadas que parecían vestidos maternales, vestidos de lino cortos (¿con sus piernas?), talla diez. ¿Cuál era la talla de Drenka? ¡Ya no se acordaba! Un enorme surtido de pantalones, de pana, tejanos en abundancia. ¿Pero por qué se deja en casa toda la ropa interior y las prendas de vestir, tejanos incluidos, cuando va a la universidad? ¿Es que tiene allí más ropa, es una familia tan ostentosamente rica? ¿O es eso lo que hacen las chicas privilegiadas, lo dejan todo tras de sí, a la manera en que ciertos animales, a fin de delimitar su territorio, dejan detrás un reguero de orines?

Registró los bolsillos de todas las chaquetas y los pantalones. Buscó entre los montones de pañuelos. Por entonces se estaba enfadando de veras.

«¿Dónde coño están, Deborah?».

Los cajones. No debía perder la calma. Todavía le quedaban tres cajones por registrar. Puesto que ya había examinado el superior, el cajón de la ropa interior, más de una vez y empezaba a notar el apremio del tiempo (tenía intención de ir al centro antes del funeral para visitar el lugar de su primer y único teatro), pasó al segundo cajón. Resultaba difícil abrirlo, tan lleno estaba de camisetas, sudaderas, gorras de béisbol y calcetines de todas las variedades, algunos con ranuras de diferentes colores para cada uno de los dedos. Qué monada. Buscó directamente en el fondo sin encontrar nada.

Movió las manos entre las camisetas: nada. Abrió el cajón de debajo. Trajes de baño de todas clases, una delicia al tacto, pero tendría que examinarlos luego más exhaustivamente. También había pijamas de franela con bonitos dibujos, como corazones, estampados por todas partes, y camisas de dormir, rosa y blanco, con volantes en el dobladillo y blondas. También tendría que volver más tarde a ellas. El tiempo se le echaba encima… y no sólo había camisetas sobre la alfombra al lado del tocador, sino faldas y pantalones en el suelo del armario, pañuelos que cubrían toda la cama, el escritorio revuelto, con todos los cajones abiertos y los diarios esparcidos encima.

Tenía que guardar de nuevo todo aquello con unos dedos que ahora le estaban matando.

El cajón más inferior era su última oportunidad. Equipo de acampada.

Gafas de sol Vuarnet, tres pares sin estuches. La chica tenía tres, seis, diez de todo. ¡Excepto!… ¡Excepto! Y allí estaba.

Allí estaba. El oro. Su oro. Y en el fondo del último cajón, por donde él debería haber empezado en primer lugar, entre un revoltijo de libros de texto y más ositos de peluche, una simple caja de pañuelos de papel con diseño de flores blancas, lilas y verde claro sobre un fondo blanco alimonado. «Cada caja de Scotties le ofrece la suavidad y la resistencia que usted desea para su familia…». No tienes un pelo de tonta, D. Una etiqueta manuscrita sobre la caja decía «Recetas». «Astuta muchacha… Te quiero. Recetas. ¡Voy a meterte ositos de peluche por donde ya sabes!».

Dentro de la caja de Scotties estaban las recetas: «Pastel esponjoso de Deborah», «Bizcochos de chocolate y nueces de Deborah», «Galletas con trozos de chocolate de Deborah», «Pastel al limón divino de Deborah», todo pulcramente escrito a mano con tinta azul. Una estilográfica. La última muchacha de Estados Unidos que escribía con estilográfica. No duraría ni cinco minutos en Bahía.

Una mujer baja y muy robusta estaba en el umbral del dormitorio de Deborah, y gritaba. Sólo era capaz de mover la boca; el resto de su cuerpo parecía paralizado de terror. Llevaba unos pantalones elásticos de color canela, estirados al máximo, y una sudadera gris con el nombre y el logotipo de la universidad de Deborah. En el rostro grande y ancho, excavado por marcas de viruela agrupadas en extensiones irregulares, sólo los labios eran prominentes, alargados y tallados de una manera incisiva, los labios de los indígenas, como Sabbath sabía, del sur de la frontera con México. Sus ojos eran los de Yvonne de Carlo. Casi todo el mundo tiene por lo menos un buen rasgo, y en los mamíferos suelen ser los ojos. Los de Sabbath eran, según Nikki, la más atractiva de sus facciones. Los tenían en gran consideración en los tiempos en que él pesaba treinta y cinco kilos menos. Verdes como los de Merlín, le decía Nikki cuando todo era todavía juego, cuando ella era Nikita y él ágape mou, Mihalákimou, Mihalió.

—No dispare. No me dispare. Cuatro hijos. Uno aquí. —Se señaló el vientre, un vientre tan perforable como un globo pequeño—. No dispare.

Dinero. Encuentro dinero. Aquí no dinero. Le enseño dinero. No me dispare, señor. Mujer de la limpieza.

—No quiero dispararle —dijo él, desde la alfombra, donde estaba sentado con las recetas en el regazo—. No grite, no llore. Tranquila.

Con gestos espasmódicos, histéricos, hacia él, hacia ella misma, la mujer le dijo:

—Le enseño dinero. Usted coge. Me quedo. Usted marcha. No policía. Todo el dinero para usted.

Entonces le hizo una seña para que la siguiera fuera del profanado dormitorio de Deborah y a lo lar go del corredor forrado de libros. En el dormitorio del matrimonio, la gran cama estaba todavía sin hacer, había libros y prendas de dormir abandonados a ambos lados, libros esparcidos sobre la cama como bloques alfabéticos en un cuarto de juegos infantil.

Sabbath se detuvo a examinar las sobrecubiertas de los libros. ¿Qué lee estos días el judío educado para conciliar el sueño? ¿Todavía a Eldridge Cleaver? John Kennedy: perfil del poder. Lo que tenemos que decir: los primeros cien años de las hermanas Delany. Los Warburg

Sabbath se preguntó por qué él no vivía así. Las sábanas no estaban desgastadas ni eran de un blanco antiséptico como las que él y Roseanna usaban para dormir cada uno en su borde de la cama, sino que emitían un cálido brillo, tenían un diseño dorado pálido que le recordaba el esplendor del día de octubre allá en la Gruta, cuando Drenka no tuvo miramientos con su propio récord y se corrió trece veces. «Más», le rogaba, «más». Pero al final él contrajo un terrible dolor de cabeza y le dijo que no podía seguir arriesgando su vida. Se sentó pesadamente, pálido, sudoroso, sin aliento, mientras Drenka seguía adelante por su cuenta. Él no había visto jamás algo semejante, y pensó: «Es como si esta mujer luchara con el destino o Dios o la muerte, es como si, en caso de que consiga otro, nada ni nadie pudiera volver a detenerla jamás». Parecía hallarse en un estado de transición entre mujer y diosa, y él tenía la extraña sensación de estar contemplando a alguien que abandonaba este mundo. Estaba a punto de ascender, de subir más y más, eternamente estremecida en la definitiva y delirante emoción, pero algo la detuvo y un año después se murió.

¿Por qué una mujer te ama locamente cuando se lo traga y otra te aborrece ante la mera sugerencia de que lo intente? ¿Por qué la mujer que se lo traga con voracidad es la amante muerta mientras que quien te aparta a un lado, de manera que sueltes tu chorro al aire, es la esposa viva? ¿Era sólo suya aquella suerte o de todo el mundo? ¿Era de Kennedy? ¿De los Warburg? ¿De las hermanas Delany? En su experimentación con las mujeres, realizada a lo largo de cuarenta y siete años, y que a partir de ese momento declaraba oficialmente concluida… Y, no obstante, el globo colosal que era el trasero de Rosa excitaba su curiosidad no menos que su vientre de embarazada. Cuando se agachó para abrir uno de los cajones de la cómoda en el dormitorio matrimonial, Sabbath recordó su iniciación en La Habana, en el clásico viejo hotel con un salón donde las chicas desfilaban para los clientes. Las mujeres jóvenes salían de dondequiera que estuvieran haraganeando, vestidas con ropas en nada parecidas a aquellas prendas holgadas que contenía el armario de Deborah, sino con vestidos pegados a la piel. Lo sorprendente era que, mientras él elegía a Yvonne de Carlo, su amigo Ron (nunca se olvidó de ese detalle) escogía a una embarazada.

Sabbath no podía imaginar por qué motivo. Luego, cuando ganó en experiencia, la oportunidad, curiosamente, nunca se le había presentado.

Hasta ahora.

«Cree que tengo un arma. Veamos adónde nos conduce esto». La última vez que se divirtió tanto fue cuando contempló cómo Matthew le partía el cráneo a Barrett en vez del suyo.

—Aquí —dijo la mujer en tono suplicante—. Tome, váyase, no me dispare. Marido, cuatro hijos.

Había abierto un cajón hondo con ropa interior depositada hasta unos treinta centímetros de altura, no las prendas excitantes que la chica había encargado seguramente a través de un catálogo de venta por correo, sino suaves, brillantes y perfectamente ordenadas. Artículos de coleccionista. Y Sabbath era un coleccionista, lo había sido durante toda su vida. No sabía distinguir un pensamiento de una caléndula, pero ¿ropa interior femenina?

Si él era incapaz de identificarla, nadie podía hacerlo.

Rosa alzó cuidadosamente un montón de camisas de dormir y las depositó al pie de la cama. Las camisas de dormir habían ocultado dos sobres de papel Manila de veintidós por treinta centímetros. La mujer le tendió uno y él lo abrió. Contenía un centenar de billetes de cien dólares, en fajos de diez billetes sujetos con una tira de papel.

—¿De quién esto? ¿Este dinero pertenece a…? —señalaba la cama, primero un lado y luego el otro.

La señora[7]. Dinero secreto.

Rosa se miraba el vientre, las manos, regordetas y asombrosamente pequeñas, cruzadas allí como las manos de un niño que recibe una reprimenda.

—¿Siempre esta cantidad? ¿Siempre diez mil?

Prácticamente había olvidado todo su español de burdel, pero todavía se acordaba de los números, los precios, la sobretasa impuesta, del hecho de que podías salir y comprarlo como si fuera una papaya o una granada o un reloj o un libro, como cualquier cosa que desearas lo suficiente para desprenderte de tu pasta duramente ganada. «¿Cuánto? ¿Cuántos pesos? ¿Para qué cosa?». Etcétera.

Rosa hizo un gesto con la mano para indicar que unas veces era más y otras menos. Si él pudiera sosegarla durante el tiempo suficiente para abrirse paso hasta los instintos básicos…

—¿De dónde saca el dinero? —le preguntó.

No comprendo.

—¿Gana este dinero con su trabajo? Lavoro, en italiano.

No comprendo.

¡Trabajo! Santo Dios, lo estaba recordando. El trabajo. ¡Cómo le había gustado a él su trabajo! Pintar y piquetear, pintar y piquetear, y luego a joder en tierra hasta quedarse lelo. Era tan natural como desembarcar e ir a un bar a tomar algo. No tenía nada de extraordinario. Sin embargo, para él y Ron era lo más extraordinario del mundo. Bajabas del barco e ibas directamente a hacer la única cosa que jamás habías hecho hasta entonces. Y nunca querrías dejar de volver a hacerlo.

—¿Cómo se gana la vida la señora? ¿Qué trabajo? Odontología. Es dentista.

—¿Dentista? ¿La señora? —Con una uña se dio unos golpecitos en un diente incisivo.

.

Los hombres entran y salen del consultorio durante toda la jornada. Ella les da gas, ese óxido nitroso.

—El otro sobre —le dijo—. El otro, el otro, por favor.

—No dinero —replicó ella rotundamente. Ahora mostraba resistencia. De repente se parecía un poco al general Noriega—. No dinero. En el otro sobre no hay nada.

—¿Nada de nada? ¿Un sobre vacío escondido bajo quince camisas de dormir en el fondo del último cajón? A otro con ese cuento, Rosa.

La mujer se sorprendió cuando él terminó diciendo «Rosa», pero no parecía saber si debía sentirse más asustada o menos por el intruso. Sabbath lo había dicho sin darse cuenta, y el nombre resultó ser precisamente lo que hacía falta para reavivar la incertidumbre de la mujer sobre la clase de loco con quien se las veía.

¡Absolutamente nada! —dijo con valentía—. ¡Está vacío, señor! ¡Vacío!

Entonces perdió el dominio de sí misma y se echó a llorar.

—No voy a pegarle un tiro, ya se lo he dicho. Usted lo sabe. ¿De qué tiene miedo? No hay peligro. —Esto último era lo que las putas solían decirle cuando él les preguntaba por su estado de salud.

—¡Está vacío! —afirmó Rosa, llorando como una niña, con el brazo doblado en la cara—. ¡Es verdad!

Sabbath no sabía si seguir su inclinación y tenderle una mano para consolarla o darle la impresión de que era más despiadado, llevándose la mano al bolsillo, donde ella creía que guardaba la pistola. Lo principal era evitar que la mujer volviera a gritar y saliese corriendo en busca de ayuda.

No podía explicarse cómo lograba permanecer exteriormente tan sereno mientras se hallaba en ese estado de agitación tremenda… tal vez no lo pareciera, era posible que nunca lo hubiera parecido, pero ciertamente era una persona muy impresionable, con sentimientos delicados. Mostrarse tan insensible no era propio de su naturaleza (excepto con una borrachera perpetua). Y cuando actuaba de una forma deshonesta nunca lo hacía hasta el extremo de dejar completamente de lado su carácter afable. En este aspecto, por lo menos, era como muchos otros.

¿O acaso Rosa le estaba embaucando? Apostaría a que Rosa no era tan impresionable como él. Cuatro hijos. Mujer de la limpieza. No hablaba inglés. Nunca tenía suficiente dinero. De rodillas, santiguándose, rezando… todo ello una representación para demostrar… ¿qué? ¿Por qué involucrar a Jesús, el cual ya tiene sus propios problemas? Un clavo a través de cada palma hacen que te sientas solidario cuando padeces osteoartritis en ambas manos. Recientemente se había desternillado de risa (por primera vez desde la muerte de Drenka) cuando Gus le contó mientras le llenaba el depósito de gasolina que su cuñado y su hermana habían estado en Japón por Navidad y, cuando fueron a comprar a los grandes almacenes más importantes de alguna ciudad de gran tamaño, en la entrada había un gigantesco Papá Noel colgado de una cruz. «Los japoneses no lo entienden», comentó Gus. ¿Por qué habrían de entenderlo? ¿Quién lo entiende? Pero en Madamaska Falls Sabbath se calló esta réplica. Ya le había resultado bastante difícil explicar a una profesora, una de las colegas de Roseanna, que no podía interesarse por su especialidad, la literatura autóctona norteamericana, porque los norteamericanos autóctonos comían treyf[8]). La mujer tuvo que consultar a una amiga judía norteamericana qué significaba esa palabra, pero cuando lo supo le puso verde. Sabbath los odiaba a todos, excepto a Gus.

Contempló a Rosa arrodillada. Eso era lo que siempre hacía que sacara a relucir al judío que llevaba dentro: un católico en el suelo. Siempre le ocurría. ¿Has terminado? ¡Quítate de encima! Las putas pueden engañarte.

Las mujeres de la limpieza pueden engañarte. Tu madre puede engañarte.

¡Oh, cómo quería vivir Sabbath! Aquello le reverdecía. ¿Por qué había de morir? ¿Había salido su padre al alba para vender mantequilla y huevos, a fin de que sus dos hijos muriesen antes de su hora? ¿Sus empobrecidos abuelos europeos habían cruzado el océano en tercera clase para que uno de sus nietos, que se había librado de las desgracias judías, desperdiciara un solo momento lleno de regocijo de la vida americana? ¿Por qué morir cuando existen mujeres que esconden tales sobres bajo su lencería del Bergdorf? Ésa era por sí sola una razón para vivir hasta los cien años.

Aún tenía los diez mil pavos en las manos. ¿Por qué Michelle Cowan ocultaba aquel dinero? ¿De quién era? ¿Cómo lo conseguía? Con el dinero que él tuvo que pagarle a Drenka por aquella primera vez con Christa ella le compró a Matthew las herramientas eléctricas; con los cientos de dólares que Lewis, el magnate de las tarjetas de crédito, deslizaba en su monedero, compraba chucherías para la casa, bandejas ornamentales, servilleteros tallados, candelabros de plata antiguos. A Barrett, el electricista, le daba dinero, le gustaba meterle un billete de veinte dólares bajo los tejanos mientras él le pellizcaba los pezones durante su último abrazo. Sabbath confiaba en que Barrett hubiera ahorrado ese dinero, pues podría pasarse algún tiempo sin reparar cortocircuitos.

Sabbath ya no recordaba a la primera esposa de Norman, Betty de nombre y su novia en la escuela superior. El aspecto actual de Michelle lo descubrió entre el contenido del segundo sobre. Había vuelto a pedirle a Rosa que lo sacara del cajón y, cuando él empezó a mover la mano hacia el bolsillo donde no había ninguna arma, ella se apresuró a obedecerle.

Había buscado fotos en la habitación donde no estaban. Alguien había sacado unas fotografías de Michelle que eran prácticamente réplicas de las que él le sacara a Drenka. ¿Quién? ¿Norman? Al cabo de treinta años y tres hijos, era improbable. Además, si Norman las había hecho, ¿por qué ocultarlas? ¿Para que no las viese Deborah? Enseñárselas a Deborah le haría un gran bien a la chica.

Michelle era una mujer de extremada esbeltez, los hombros estrechos, los brazos descarnados y las piernas rectas, como palos. Unas piernas bastante largas, como las de Nikki, como las de Roseanna, como las piernas que, antes de conocer a Drenka, más le gustaban para trepar por ellas. Los senos eran una grata sorpresa en una mujer tan delgada, pesados, de buen tamaño, coronados por unos pezones que eran de color añil en la foto Polaroid. Tal vez se los había pintado, ella o el fotógrafo. Llevaba el cabello negro muy estirado hacia atrás, como una bailaor a de flamenco. Ella sí que había leído a Ava Gardner. Incluso se parecía a las cubanas blancas de las que Sabbath solía decir a Ron que tenían un aire judío. ¿Cirugía estética en la nariz? Vete a saber. La nariz no era el centro de la inquisitiva curiosidad del fotógrafo.

La imagen que a Sabbath más le gustaba era la menos detallada anatómicamente. En ella Michelle sólo llevaba unas botas de suave piel de cabritilla marrón, con un ancho doblez en la parte superior del muslo. Elegancia y obscenidad, lo que para él era su pan de cada día. Las demás fotos eran más o menos corrientes, nada que la humanidad no supiera desde que el Vesubio preservara a Pompeya.

El borde de una silla en la que se sentaba en una foto, el trecho de alfombra sobre la que estaba tendida en otra, las cortinas de una ventana con las que hacía el amor en una tercera… Sabbath notaba el olor a desinfectante Lysol incluso desde allí. Pero, como sabía por su observación de Drenka en el Bo-Peep, un motel de mala muerte también podía ser estimulante, un estímulo similar al de tomar el dinero del amante como si éste fuese un simple macarra.

Metió las fotografías en el sobre, ayudó a Rosa a levantar se del suelo y le dio el sobre para que lo devolviera al cajón. Hizo lo mismo con el dinero, contando los diez fajos de billetes para demostrar le que no se había metido ninguno en la manga. Entonces recogió las camisas de dormir de la cama y, tras retenerlas un momento en sus manos sin descubrir, sorprendentemente, en su textura suficiente motivo para seguir viviendo, indicó a la mujer que las colocara encima de los sobres y cerrase el cajón.

De modo que ya estaba. Eso era todo. Terminado, como decían del modo más sucinto las putas que te apartaban de ellas una fracción de segundo después de que te hubieras corrido.

Entonces examinó el conjunto de la habitación. Qué inocente era aquel lujo que él menospreciaba. Sí, un fracaso en todos los aspectos. Unos pocos años de cuento de hadas y el resto una privación total. Se ahorcaría. En el mar, con sus diestros dedos, había sido un as haciendo nudos. ¿En aquella habitación o en la de Deborah? Se puso a buscar el mejor sitio donde fijar la soga.

Gruesa alfombra de lana azul grisáceo. Papel pintado de tonalidad tenue, a cuadros. El techo a cinco metros de altura, decorativo. Bonito escritorio de pino. Austero armario antiguo. Cómoda tumbona a cuadros más oscuros, un tono más suave que el de los cuadros grises de la cabecera tapizada de la cama de matrimonio. Otomana. Cojines bordados. Flores en floreros de cristal. Enorme espejo con marco de pino veteado en la pared detrás de la cama. Un ventilador de techo de cinco aspas, pendiente de un largo pedúnculo sobre los pies de la cama. Eso es. Te pones de pie en la cama, atas la soga al motor… Primero le verían en el espejo, su cadáver oscilante enmarcado en Manhattan al sur de la calle Setenta y una. Como un cuadro de El Greco. Figura atormentada en primer plano, Toledo y sus iglesias al fondo, y en el ángulo superior derecho se ve su alma ascendiendo hacia Cristo. Rosa le recogería.

Se puso las manos ante los ojos. Había unos nódulos abultados detrás de cada cutícula, apenas podía mover los dedos anular y meñique de ambas manos en una mañana como aquélla, y hacía mucho tiempo que sus pulgares habían adquirido forma de cuchara. Imaginaba que, a una mente sencilla como la de Rosa, sus manos debían de parecerle las de alguien a quien habían echado un maleficio. Y hasta era posible que tuviera razón… nadie comprende realmente la artritis.

¿Dolorido? —le preguntó ella, en tono compasivo, evaluando atentamente la deformidad de cada dedo.

Sí, muy dolorido. Repugnante.

No, señor, no, no —replicó ella, mientras seguía examinándole como si fuese una criatura en una exhibición secundaria de circo.

Es usted muy simpática —le dijo él.

Entonces recordó que él y Ron se habían tirado a Yvonne y la chica preñada en el segundo burdel que visitaron aquella primera noche en La Habana. Lo que sucedió cuando desembarcaron fue lo que sucedía entonces en la mayor parte de los lugares. Alcahuetes o mensajeros de una u otra clase estaban allí para incitarte a ir a las casas donde querían llevarte. Tal vez se fijaron en ellos porque eran tan jóvenes. Los demás marineros los mandaron a hacer puñetas. Así que los llevaron, a él y a Ron, a una casa vieja, sucia y destartalada, con las paredes y el suelo de azulejos, les hicieron pasar a un salón casi desprovisto de mobiliario, en el que apareció un grupo de mujeres viejas y gordas. Eso es lo que Rosa le recordaba, las putas de aquel antro. Parece increíble que, sólo dos meses después de haber salido de la escuela secundaria de Asbury, tuviera suficiente presencia de ánimo para decir: «No, no, gracias», pero lo hizo. Y dijo en inglés: «Las queremos jóvenes». Así que el tipo los llevó al otro sitio, donde encontraron a Yvonne de Carlo y a la chica preñada, mujeres jóvenes que pasaban por guapas en el mercado cubano. ¿Has terminado? ¡Quítate de encima!

Vámonos —le dijo, y Rosa le siguió obediente por el pasillo hasta el dormitorio de Deborah, el cual tenía todo el aspecto de haber sido saqueado por un ladrón.

A Sabbath no le habría sorprendido encontrar un montículo de heces calientes sobre el escritorio. Los salvajes excesos allí cometidos asombraban incluso a su perpetrador.

Sobre la cama de Deborah.

Se sentó en el borde de la cama mientras Rosa permanecía al lado del armario revuelto.

—No diré lo que has hecho, Rosa. No lo diré.

—¿No?

Absolutamente no. Prometo. —Con un gesto tan doloroso que casi le provocaba náuseas, le indicó que la cosa quedaba entre ellos dos—. Nostro secreto.

Secreto —dijo ella.

Sí, secreto.

¿Me lo promete?

.

Sacó de su cartera uno de los billetes de cincuenta dólares que le había dado Norman e hizo una seña a Rosa para que se acercara y lo cogiera.

—No —dijo Rosa.

—No digo nada y usted tampoco. No digo que me ha enseñado el dinero de la señora, el dinero del doctor, y usted no dice que me ha enseñado las fotografías. Sus fotos, ¿comprende? Lo olvidamos todo. ¿Cómo se dice «olvidar» en español? «Olvidar». Trató de indicar con una mano algo que salía volando de su cabeza. ¡Oh, oh! ¡Voltaren! Volare! ¡La Via Véneto! Las putas de la Via Véneto, tan sabrosas como los melocotones que compraba en el Trastevere, media docena por un puñado de liras que equivalían a diez centavos.

¿Olvidar?

¡Olvidar! ¡Olvidar todos!

Ella se acercó y Sabbath se sintió encantado al ver que aceptaba el dinero. Le aferró la mano con sus dedos deformes mientras, con la otra mano, sacaba otro billete de cincuenta.

No, no, señor.

Donación —dijo él en tono humilde, sin soltarla.

Recordaba muy bien la palabra donación. En los tiempos de la «singladura romántica», cada vez visitabas las mismas casas de putas y llevabas medias de nylon a tus chicas favoritas. Los tipos decían: «¿Te gusta? Hazle una pequeña donación. Cómprale algo, y cuando vuelvas se lo das. Que se acuerde de ti o no es otra cuestión. En cualquier caso, aceptará gustosa las medias». ¿Los nombres de aquellas chicas? En los innumerables burdeles de los innumerables lugares debía de haber una Rosa en alguna parte.

—Rosa —murmuró quedamente, intentando atraerla de modo que se deslizara entre sus piernas—, para usted de mi parte. —No, gracias.

Por favor.

No.

De mí para ti.

Una mirada iracunda que era todo negrura pero que, de todos modos, parecía la señal de permiso para seguir adelante… tú ganas, yo pierdo, hazlo y terminemos con ello. Sobre la cama de Deborah.

—Ven —le dijo él y logró introducir la masa del torso inferior de la mujer entre sus piernas abiertas. Empuña el estoque, mira al toro. El momento de la verdad—. Tómalo.

Rosa hizo lo que él le pedía sin decir palabra.

Se preguntó si debería asegurarse con un tercer billete. ¿O habían llegado a un acuerdo? ¿Cuánto? ¿Para qué? ¡Estar allí de nuevo, tener diecisiete años en La Habana y meterla!

Vente y no te pavonees.

Aquella bruja, aquella vieja zorra, siempre asomando la cabeza en su habitación e intentando apresurarle. Dura mirada de encargada de prostíbulo, muy maquillada, la perorata despectiva del capataz de esclavos.

«¡Vente y no te pavonees!.» 1946. ¡Ven conmigo y no presumas!

—Mira —le dijo entristecido—. La habitación. Un caos. Ella volvió la cabeza.

—Sí, un caos.

La mujer aspiró hondo… ¿con resignación, disgustada? Si él le daba el tercer billete, ¿se arrodillaría con tanta facilidad como cuando rezaba? Sería interesante si rezaba y se la chupaba al mismo tiempo. Eso sucede muchas veces en los países latinoamericanos.

—Soy el causante de este caos —le dijo Sabbath, y cuando restregó con la yema de un pulgar en forma de cuchara las mejillas marcadas por la viruela, ella no puso ninguna objeción—. Yo.

¿Por qué? Porque había perdido algo. No encontraba una cosa que había perdido. ¿Comprende?

—Comprendo.

—Había perdido mi ojo de vidrio. Ojo artificial. Éste. —La atrajo un poco más y señaló su ojo derecho. Empezó a olerla, primero los sobacos y luego el resto. Era algo familiar. No se trataba de lavanda, no. ¡Bahía!—. Este ojo no es de verdad. Es un ojo de vidrio.

¿Vidrio?

¡Sí, sí! Este ojo… ojo de vidrio. —Y añadió la equivalencia inglesa.

—Ojo de vidrio —repitió ella también en inglés.

—Eso es, ojo de vidrio. Lo había perdido. Anoche me lo saqué para dormir, como hago normalmente, pero como no estaba en casa, en mi casa, no lo dejé en el lugar de costumbre. ¿Me sigues hasta aquí? Soy un invitado, amigo de Norman Cowan. Estoy aquí para el funeral del señor Gelman.

¡No!

¿El señor Gelman ha muerto?

—Me temo que sí.

—Ohhhhh.

—Lo sé, pero por eso estoy aquí. Si él no hubiese muerto, nosotros dos nunca nos habríamos conocido. En fin, me saqué el ojo de vidrio para dormir y cuando me desperté no recordaba dónde lo había puesto. Tenía que ir al funeral, pero ¿cómo podía ir a un funeral sin un ojo? ¿Me comprendes? Trataba de encontrar mi ojo y por eso abrí todos los cajones, el escritorio, el armario… —señaló febrilmente a uno y otro lado de la habitación, mientras Rosa no dejaba de asentir. Su boca ya no tenía una expresión sombría, sino que estaba entreabierta de una manera bastante inocente—… ¡para encontrar el jodido ojo! ¿Adónde había ido a parar? Lo busqué por todas partes, volviéndome loco. ¡Loco! ¡Demente!

Ahora Rosa empezaba a reírse de la escena que él estaba representando de un modo tan chocarrero.

No —dijo ella, y le dio unas palmadas desaprobadoras en el muslo—. No está loco.

¡Sí! ¿Y a que no sabes dónde estaba, Rosa? A ver si lo adivinas.

¿Dónde estaba el ojo?

Con la seguridad de que iba a soltar un chiste, ella empezó a menear la cabeza de un lado a otro.

No sé.

Entonces Sabbath se levantó enérgicamente de la cama y, mientras ella se sentaba en la misma cama para mirarle, se puso a representar una pantomima. Le mostró con sus gestos que antes de acostarse se había quitado el ojo de la cara y, tras buscar en vano un lugar apropiado para dejarlo, y temeroso de que alguien entrara y, al verlo sobre el escritorio de Deborah, se horrorizara (esto también lo remedó para Rosa, haciéndole soltar una seductora risa juvenil), se limitó a guardárselo en el bolsillo del pantalón. Entonces se cepilló los dientes (le mostró cómo lo hacía), se lavó la cara (efectuó los movimientos), regresó al dormitorio y estúpidamente («¡Estúpido, estúpido!,» gritó golpeándose con los puños doloridos los costados de la cabeza, sin detenerse siquiera a confirmar el dolor), colgó los pantalones de una percha en el armario de Deborah. Le indicó a Rosa una percha de la que pendían unos anchos pantalones de seda azul de Deborah. Entonces le enseñó cómo había vuelto del revés sus pantalones para colgarlos en el armario y cómo, naturalmente, el ojo había caído del bolsillo y entrado en uno de los zapatos de marcha de Deborah que estaban en el suelo.

—¿Tú te lo explicas? ¡En el zapato de la chica! ¡Mi ojo!

Rosa se reía tanto que debía apretarse con los brazos como para evitar que le reventara el abdomen. Sabbath se dijo: «Si vas a follártela, súbete a la cama y tíratela ahora, hombre. En la cama de Deborah, la mujer más gorda que te habrás follado jamás. Una última mujer enorme, y entonces podrás ahorcarte con la conciencia limpia. La vida no habrá sido inútil».

—Ven —le dijo y, cogiéndole una mano, la atrajo hacia su ojo derecho—. ¿Habías tocado alguna vez un ojo de vidrio? Adelante. Hazlo con suavidad, Rosa, pero adelante, pálpalo. Es posible que no vuelvas a tener otra oportunidad como ésta. La mayoría de los hombres se avergüenzan de sus defectos. Yo no, me encantan, hacen que me sienta vivo. Tócalo.

Ella se encogió de hombros, insegura.

—¿Sí?

—No temas. Todo forma parte del trato. Tócalo, tócalo suavemente.

Ella aspiró hondo mientras depositaba ligeramente la yema de un rollizo dedo meñique en la superficie de su ojo derecho.

—Vidrio —le dijo Sabbath—. Totalmente de vidrio.

—Parece auténtico —dijo ella e, indicando que no era tan espantoso como al principio había temido, pareció deseosa de tocar otra vez el ojo.

Contrariamente a las apariencias, no era una aprendiza lenta, y se mostraba animosa. Todas lo son si te tomas el tiempo necesario, usas la cabeza… y no tienes sesenta y cuatro años. ¡Las muchachas! ¡Todas las muchachas! Pensar en ellas era irresistible.

—Claro que parece real —replicó—. Porque es un buen ojo, el mejor. Mucho dinero.

El último polvo de su vida, con una mujer que trabajaba desde los nueve años, que no había ido a la escuela, que había vivido en una casa sin instalación sanitaria, sin dinero, una mexicana analfabeta y preñada, salida de un barrio pobre en alguna parte o de la pobreza campesina, y que pesaba más o menos lo mismo que él. Su historial no podía haber terminado de otra manera, lo cual era una prueba definitiva de la perfección de la vida. La vida sabe en todo momento adónde se encamina. No, la vida humana no debe ser extinguida. Nadie podría inventarse otra vez una cosa igual.

—Rosa, ¿verdad que serás buena y arreglarás la habitación? Eres una buena persona. No has intentado engañarme cuando rezabas a Jesús. Sólo le pedías que te perdonara por hacerme caer en la tentación. Te has limitado a girar en la dirección que te han enseñado, y te admiro por eso. No me importaría tener a alguien como Jesús hacia quien volverme. A lo mejor podría conseguirme unas píldoras de Voltaren sin receta. ¿No es ésa una de sus especialidades?

No sabía con precisión qué estaba diciendo, porque la sangre había empezado a bajarle a las botas.

No comprendo —dijo ella, pero no estaba asustada, pues Sabbath, mientras le sonreía, hablaba apenas en un susurro y había vuelto a sentarse achacosamente en la cama.

—Ordena todo esto, Rosa, que haya regularidad.

—Bueno —dijo ella, y empezó a recoger briosamente las cosas de Deborah esparcidas por el suelo, para no tener que hacer lo que aquel loco de barba blanca, dedos deformes y el ojo de vidrio (y más que probablemente una pistola cargada) esperaba de ella por dos puñeteros billetes de cincuenta dólares.

—Gracias, querida —le dijo Sabbath en un tono confuso—. Me has salvado la vida.

Y entonces, mientras que por suerte estaba bien seguro en el borde de la cama, el vértigo le agarró por las orejas, notó el sabor de la bilis en la boca y se sintió como en su infancia, cuando montaba en la cresta de las olas y, al coger una grande demasiado tarde, rompía sobre él como la araña de luces en el suntuoso Mayfair de Asbury, la gran araña de luces que, en sueños, poseía desde hacía medio siglo, desde que Morty murió en la guerra, y que se estaba soltando de sus anclajes y caía sobre su hermano y él sentados allí inocentemente, uno al lado del otro, contemplando El mago de Oz.

Se moría, esforzarse al máximo para divertir a Rosa le había provocado un ataque cardiaco. Había sido la última representación, no habría prórroga.

El maestro titiritero y su polla ponen fin a su carrera.

Ahora Rosa estaba arrodillada al lado de la cama, acariciándole el cuero cabelludo con una de sus cálidas manitas.

—¿Enfermo? —le preguntó.

—Bajo amor propio.

—¿Quiere doctor aquí?

—No, señora. Me duelen las manos, eso es todo.

¡Si le dolían…! Al principio supuso que el dolor de los dedos era el causante de su temblor. Entonces los dientes empezaron a castañetearle como le había ocurrido la noche anterior y, de improviso, se vio obligado a concentrar toda su voluntad para retener el vómito.

—¿Madre? —inquirió, y no obtuvo respuesta. De nuevo la silenciosa actuación materna. ¿O acaso no estaba allí?—. ¡Mamá!

¿Su madre?

¿Dónde, señor?

Muerta.

¿Hoy?

. Esta mañana. Questo auroro. ¿Aurora?

Había vuelto al italiano. ¡Otra vez Italia, la Vía Véneto, los melocotones, las muchachas!

Ah, señor, no, no.

Rosa, compasiva, aplicó sus manos a las peludas mejillas de Sabbath y, cuando le atrajo hacia sus senos imponentes, él la dejó hacer. Si hubiera llevado una pistola en el bolsillo, le habría permitido que se la quitara y le pegase un tiro entre los ojos. La mujer podría alegar que lo había hecho en defensa propia. Intento de violación. Él ya tenía un larguísimo historial de abusos sexuales. Le colgarían boca abajo, atado por los pies, delante de la Organización Nacional Femenina. Roseanna se encargaría de que le hicieran lo mismo que a Mussolini. Y que le cortaran la polla, por añadidura, como aquella mujer de Virginia que usó un cuchillo de cocina de treinta centímetros de longitud para rebanarle la verga a su marido mientras dormía, un exmarine y un cabrón violento, porque le daba por el culo. «Tú no me harías eso, ¿verdad, cariño?». «Lo haría», respondió R. amablemente, «si tuvieras algo que cortar». Ella y sus amigas progresistas del valle no hablaban más que de aquel caso. A Roseanna no parecía irritarle tanto como le irritaba la circuncisión. «Barbarie judía», le dijo tras asistir a la ceremonia de la circuncisión, del nieto de un amigo en Boston.

«Indefendible, repugnante. Quería irme de allí». Sin embargo, a juzgar por el entusiasmo con que Roseanna hablaba de ella, la mujer que le cortó la polla a su marido parecía haberse convertido en una heroína. «Pero sin duda podría haber manifestado su protesta de otra manera», sugirió Sabbath.

«¿Cómo? ¿Llamando al 911? Inténtalo y verás adónde te conduce eso».

«No, el 911 no. Eso no es justicia. No, podría haberle metido algo desagradable en el culo. Una de sus pipas, por ejemplo, si era fumador. Tal vez incluso una pipa encendida. Y si no era fumador, podría haberle metido una sartén en el culo. Recto por recto. Éxodo, 21:24. Pero cortarle la polla… mira, Rosie, la vida no es sólo una serie de travesuras. Ya no somos colegialas. La vida no consiste sólo en soltar risitas y pasarnos notas. Ahora somos mujeres. Es un asunto serio. ¿Recuerdas cómo lo hace Nora en Casa de muñecas? No le corta la picha a Torvald, sino que cruza la jodida puerta. No creo que tengas que ser necesariamente una noruega del siglo XIX para cruzar una puerta. Las puertas siguen existiendo. Incluso en Estados Unidos siguen siendo más abundantes que los cuchillos. Sólo que hace falta tener redaños para cruzar una puerta. Dime, ¿has deseado alguna vez cortarme la polla en plena noche como una manera divertida de ajustar me las cuentas?».

«Sí, a menudo». «¿Pero por qué? ¿Qué he hecho, o dejado de hacer, para que se te ocurra semejante idea? No creo que haya penetrado una sola vez en tu ano sin una receta del médico y una autorización escrita por tu parte».

«Olvídalo», dijo ella. «No sé si es una buena idea olvidarlo ahora que estoy en ello. Ya has pensado en coger un cuchillo…». «Unas tijeras». «Unas tijeras, y cortarme la polla». «Estaba bebida y enfadada». «Ah, eso eran los efectos adversos del chardonnay en los malos tiempos. ¿Y ahora qué? ¿Qué te gustaría cortarme ahora que vives “en la sobriedad”? ¿Qué te sugiere Bill W.? Te ofrezco las manos. De todas maneras, ya no me sirven para nada. Te ofrezco la garganta. ¿Cuál es el irresistible simbolismo del pene para vosotras? Si seguís así, haréis que Freud parezca bueno. No os entiendo, a ti y a tus amigas. Hacéis una sentada en medio de Town Street cada vez que el equipo de mantenimiento de las carreteras se acerca a las ramas de un arce sagrado, os tendéis delante de cada ramita, pero cuando ocurre este desgraciado incidente, todas os volvéis agresivas. Si la mujer hubiera salido y aserrado el olmo favorito del marido para vengarse, ese hombre podría haber tenido una oportunidad con todas vosotras. Lástima que no fuese un árbol, una de esas secoyas insustituibles. Los miembros del Sierra Club habrían acudido en gran número. Joan Baez le habría entregado su cabeza. ¿Una secoya? ¿Has mutilado una secoya? ¡Eres tan mala como Spiro Agnew! Todas sois tan misericordiosas y tiernas, estáis contra la pena de muerte incluso para los asesinos de masas, actuáis como jueces en los concursos de poesía para caníbales degenerados en las prisiones de máxima seguridad. ¿Cómo os podía horrorizar tanto que achicharrasen con napalm al enemigo comunista en el sureste asiático y, por otro lado, os alegra tanto que a ese exmarine le hayan cortado la polla aquí mismo en Estados Unidos? Córtame la mía, Roseanna Cavanaugh, y te apuesto diez contra uno, cien contra uno, a que mañana vuelves a empinar el codo. Cortar una polla no es tan fácil como crees. No es sólo tras, tras, tras, como cuando zurces un calcetín. No es sólo chas, chas, chas, como cuando picas una cebolla. No es una cebolla, es una polla humana, está llena de sangre. ¿Te acuerdas de Lady Macbeth? En Escocia no tenían Alcohólicos Anónimos, así que la pobre mujer perdió la chaveta». «¿Quién habría pensado que el viejo tenía tanta sangre?». «Aquí está todavía el olor de la sangre. Todos los perfumes de Arabia no harán que huela bien esta manita». Se vuelve loca… «¡Lady Enérgica Macbeth! Así que dime, ¿qué te ocurrirá a ti? Esa mujer de Virginia es una heroína… así como un ser humano despreciable. Pero tú no tienes redaños, querida. No eres más que una maestra de escuela que vive en las nubes. Estamos hablando del mal, Rosie. Lo peor que pudiste hacer en la vida fue convertirte en una borrachina. ¿Y qué coño es un borracho? Los hay a patadas. Cualquier bebedor puede convertirse en un borracho, pero no todo el mundo es capaz de cortar una polla. No dudo de que esa espléndida mujer haya estimulado a docenas de otras espléndidas mujeres en todo el país, pero, personalmente, no creo que tengas nada de lo que hace falta para ponerte manos a la obra y hacer eso. Si tuvieras que tragarte mi leche, vomitarías. Me lo dijiste hace mucho tiempo. Bueno, ¿cómo crees que te sentaría hacerle una operación quirúrgica a tu amante marido sin anestesia?».

«¿Por qué no esperas a verlo?», replicó Roseanna con una sonrisa. «No, no. No esperemos. No voy a vivir eternamente. Pasado mañana tendré setenta años. Y entonces te habrás perdido tu gran oportunidad de demostrar lo valiente que eres. Córtamela, Roseanna. Elige una noche, cualquier noche. Córtamela. Te desafío a que lo hagas».

¿Y no era de eso de lo que había huido y el motivo por el que estaba allí?

Había unas tijeras gigantescas en la alacena de la cocina. El costurero contenía unas tijeras mucho más pequeñas en forma de garza, y en el cajón del medio de su escritorio, Roseanna guardaba unas tijeras de tamaño corriente con mango de plástico naranja. En el cobertizo de las macetas tenía una podadora de setos. Durante semanas, desde que aquel caso empezara a obsesionarla, Sabbath había pensado en arrojar todas aquellas tijeras en la espesura de Battle Mountain, cuando fuese de noche a visitar la tumba de Drenka. Entonces recordó que sus clases de arte estaban llenas de tijeras. Cada alumno tenía un par, para recortar y pegar. Y entonces el jurado de Virginia declara inocente a aquella mujer, sobre la base de una locura pasajera. Se volvió loca durante dos minutos, más o menos lo mismo que Louis tardó en noquear a Schmeling en aquel segundo combate. Apenas el tiempo suficiente para cortársela y tirarla, pero ella lo logró, lo hizo… el ataque de locura más breve en la historia del mundo. Todo un récord. El viejo uno, dos y listos. Roseanna y las pacifistas se pasaron toda la mañana al teléfono. Creían que había sido una gran decisión. Ésa fue suficiente advertencia para Sabbath. Un gran día para la liberación femenina pero una jornada negra para el cuerpo de Infantería de Marina y Sabbath. Ya nunca volvería a dormir en aquella casa llena de tijeras.

¿Y quién era ahora su consoladora? Le mecía la cabeza como si se propusiera darle de mamar.

Pobre hombre —musitaba—. Pobre niño, pobre madre

Sabbath lloraba y, para sorpresa de Rosa, lo hacía con ambos ojos. De todos modos siguió mitigando sus pesares, hablándole suavemente en español y acariciándole el cuero cabelludo donde el pelo negro azabache, que hacía resaltar de un modo llamativo las agujas de un verde intenso que eran sus ojos, creciera en profusión cuando tenía diecisiete años, llevaba un gorro de marino y todo en la vida conducía al coño.

—¿Cómo tiene un ojo? —le preguntó Rosa, meciéndole suavemente de un lado a otro—. ¿Por qué?

La guerra —gimió él.

—¿Y llora, ojo de vidrio?

—Ya te he dicho que no me salió barato.

Y bajo el hechizo de su carnosidad, apretado contra aquel cuerpo que emitía tenues efluvios acres, hundiendo su nariz cada vez más, Sabbath tuvo la sensación de que era poroso, como si lo que quedaba de la mixtura que había sido un yo se escurriera ahora gota a gota. No tendría necesidad de anudar una soga. Moriría goteando, hasta que quedara seco y desapareciera.

Así pues, aquélla había sido su existencia. ¿Qué conclusión podía extraer? ¿Alguna? Quien había salido a la superficie de su ser era inexorablemente él mismo, nadie más. Tenía que tomarlo o dejarlo.

—Rosa —gimió—. Rosa. Mamá. Drenka. Nikki. Roseanna. Yvonne.

Chisss, pobrecito, chisss.

—Señoras, si he dado a mi vida un uso inapropiado…

No comprendo, pobrecito —dijo ella, y Sabbath se calló, porque tampoco él lo comprendía.

Estaba bastante seguro de que fingía a medias su desplome. El Teatro Indecente de Sabbath.