Le dijo otra vez que no porque quería decir ojalá y dos mil años después se volvieron a rasgar los velos del templo de Jerusalén. En realidad no dijo «no»; sólo preguntó que qué pensaba hacer con sus hijos, si no le apenaría no verlos a diario, porque, desde luego, ningún juez le daría la guarda y custodia si pesaba sobre ella el abandono del hogar y la cohabitación con una lesbiana; y ella se puso como una loca, fuera de sí, gritando que para tratarla de ese modo no se explicaba por qué le había hecho creer que la quería, que era la segunda vez que hacía lo imposible para que no viviesen juntas y que para malos rollos ya tenía ella bastantes; que no la necesitaba para nada y que volvería con su marido y con sus hijos, que se buscaría alguien que la quisiera, y que por ella podía pudrirse. «Vete a la mierda», le dijo antes de cerrar dando un portazo, dejando en los oídos de Andrea un ruido sordo como el eco de un ataúd al cerrarse de golpe y en su cabeza los velos del templo de Jerusalén, rasgándose de nuevo. Se nubló su cabeza y la convicción de que Carmen tenía razón se trenzó con la seguridad insoportable de que la había perdido, y esta vez para siempre.

Aquella noche, la soledad fue un aquelarre de gatos ciegos siguiendo el curso de las estrellas desde los tejados de un mundo arrasado por la furia del desamor. Fue soledad y desvalimiento, miedo a no volver a oír su voz, a no repetir caricias, a no verla nunca más tendida a su lado, dormida o despierta, seria o divertida, preguntando o preguntándose por qué amar era fingir cordura en la locura, disimular deseos, cercenar la libertad para sentirse libre en los brazos de quien liberando esclaviza y esclavizando libera. El miedo a no volver a verla fue mayor aún que la soledad, a fin de cuentas la soledad podía remediarse con la muerte mientras ni muriendo podría volverla a ver, y el vértigo de pensarlo le nubló la cabeza dejándola sin fuerzas ni decisión para correr junto a ella, o marcar su número para arrastrarse a través del hilo telefónico suplicando su perdón, o salir a la calle y hacer guardia ante su casa o su trabajo hasta que apareciera y le permitiese hablarle, decirle que la amaba por encima y por debajo de ella misma y que sus hijos y su marido le daban igual, que lo había dicho porque pensaba que era lo que esperaba que dijera y que lo único que quería era que tuviese lo mejor. Pero en la noche se le aparecieron a Andrea todos los fantasmas de la soledad, del miedo y de la orfandad y sólo pudo meterse en la cama, taparse la cabeza con las sábanas y contener la respiración para que la vida no la encontrase porque ya había decidido no vivir, al menos hasta que Carmen ordenase lo contrario.

Le fue imposible dormir y también despertar del aturdimiento. Su cabeza viajó en un vuelo distinto del resto de su cuerpo y aunque fumó, bebió y tomó un valium no pudo recuperar el mínimo de vida para abandonar la cama y correr a su lado. Las horas negras pasaron tan despacio que hasta tres veces creyó oír las cuatro de la madrugada en las señales horarias de la radio, y las cinco nunca pudo oírlas. A las cinco y media estaba bajo la ducha y a las seis en la calle buscando alguien que la asesinara. No encontró un coche lo suficientemente grande y veloz para arrojarse a sus pies.

El primer sol le dijo que la tortura del amor sólo se alivia con una pócima hecha a base de locura, autoestima y venganza en forma de emplasto aplicado con brutalidad sobre la herida, que está sobre la nuca, no en el corazón como todo el mundo cree. Se lo dijeron los primeros rayos del sol de aquel viernes de finales de mayo y a continuación le enseñaron el remedio, le mostraron el camino: desayunó como si no fuese a volver a alimentarse en los tres días siguientes, pasó por el ambulatorio de la Seguridad Social para que le hiciesen una nueva cura en el mentón, que se había teñido de vino, y se fue al estudio a esperar la llegada de Damià pensando sólo en él, en el puñetazo que le había dado la tarde anterior y en la pócima de la que le habían hablado los primeros rayos del sol.

Cuando poco después de las ocho abrió la puerta de la oficina y dio los buenos días, ignorando cómo iban a ser realmente, Andrea se acercó a él y dibujó en el aire con el teclado del ordenador un arco tan perfecto que cuando se estrelló contra su cabeza se pudieron oír dos aullidos, el suyo y el de Andrea: el suyo dolorido, que le arrebató la consciencia y lo dejó tendido en medio de un charco de sangre, en el vestíbulo; y el de Andrea rabioso, al intentar romperle el teclado en la cabeza. Se quedó contemplando su obra y sintió la satisfacción íntima de saber que ese cerdo no volvería a ponerle la mano encima, que por lo menos se lo pensaría antes de volver a hacerlo. Y después, sin esperar a que llegasen Mercè y Elena, salió de allí.

El dolor es una sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior, y también un sentimiento de pena y congoja. Si era cierta la definición, Andrea sufría el doble dolor, el exterior del cuerpo y el interior de la congoja del alma. Le dolía la cara de un modo agudo, pero su intensidad no era nada en comparación con el dolor que le sacudía latigazos continuos por la pérdida de Carmen; uno era una punzada abierta como una herida de navaja, y el otro un suplicio sordo como un dolor de muelas. No sabía qué hacer: era imposible volver al estudio y tampoco se atrevió a ir a donde trabajaba ella. No sabría cómo mirarla.

Andrea pasó la mañana en el puerto, yendo de acá para allá, paseando por la orilla del mar y entrando y saliendo de bares que a esas horas estaban desiertos. Por la cabeza no le pasaron ideas, sólo sentimientos, y todos la declaraban culpable. Incapaz de pensar, notó que las piernas se movían solas llevándola sin instrucciones, y jugó a las máquinas sólo para ver las bolas metálicas mientras bajaban entre un tintineo de luces y sonidos como parpadeos y guiños, con la intención de crear a su alrededor algo vivo en continuo movimiento que contrastara con la muerte interior que crecía en sus pulmones, en su estómago y en su vientre encogiéndole las entrañas y doblándole el espinazo, empequeñeciéndola, debilitándola, resquebrajando la solidez que alguna vez debió de tener pero cuya materia desconocía ahora. Fue una mañana de soledad y disminución: a cada hora que pasaba se sentía más pequeña y débil, a cada minuto más cobarde y cada segundo estaba más angustiada. Si había logrado pasar días enteros sin ver a Carmen sabiendo que estaba a su lado era porque la esperanza la alimentaba; pero ¿cómo iba a sobrevivir siquiera una noche sabiendo que nunca más volvería junto a ella? No podía pensar, pero sabía que se estaba muriendo y que nada le importaba hacerlo si ella no acudía a rescatarla. No podía pensar, sólo sentir, y cuanto más tiempo pasaba menos pensamientos podía encadenar y más fuerte era la angustia que sentía. De seguir así, para la hora de comer ya habría desfallecido. No lo pensaba, lo veía, y lo curioso era que esa visión no le producía ningún temor.

A los catorce o quince años, Andrea quedó atrapada en un ascensor cuando se fue la luz y tardó media hora en volver. En la cabina estaba sola, suspendida entre los pisos quinto y sexto, y no quiso llamar a nadie ni tampoco pulsar el timbre de alarma porque pensó que estando allí, fuera del mundo, no tenía nada que temer, nadie podía hacerle daño ni preguntas difíciles de contestar. Y deseó que el apagón durase mucho, cuanto más mejor, así podría disfrutar de la soledad, estar a solas consigo misma, no necesitaría fingir, ni aparentar, ni disimular, ni hablar o guardar silencio según unas normas que desconocía porque nadie se las había enseñado. Fue la primera vez que se sintió libre y también la primera que se masturbó. Y la primera que vio su imagen reflejada en un espejo borroso que devolvía una silueta abstracta de mujer y le pareció que el cuerpo femenino era hermoso, que deseaba encontrar un cuerpo bello de mujer para acariciarlo y entregarse a él. A los catorce o quince años descubrió el cuerpo de la mujer y la excitó imaginarlo desnudo en la cabina atorada de un ascensor. Ahora, antes de doblar aquella edad, se encontraba atrapada en la luminosidad del puerto, mirando el mar y viendo la imagen de Carmen perderse entre las brumas invisibles de un horizonte que escondía la estrella que cada cual tiene en el firmamento y que, a ella, le habían robado el día anterior.

Permaneció sentada en la arena de la playa hasta que el sol le quemó los brazos y la obligó a volver a casa. No quería regresar, tenía demasiado miedo a la soledad y a los recuerdos, pero si hubiese sabido que Carmen estaba allí esperándola, asustada, sin saber dónde estaba, habría volado a su encuentro, ni siquiera se hubiese ido de casa. La estaba esperando, fumando compulsivamente, con los ojos rojos y la sangre formando aguas turbulentas en su pecho y en su sien, y nada más verla se enfrentó a su mirada de sorpresa, le dio una bofetada que a Andrea le encantó y se echó en sus brazos sin poder evitar un llanto hondo y rendido que les dolió a las dos. Carmen clavó sus dedos en los antebrazos de Andrea, como garfios de hierro, mientras repetía que dónde había estado, dónde, por Dios, dónde. Ya sabía lo que le había hecho a su compañero de trabajo y dijo que nadie se lo explicaba en el estudio pero que todavía no la iban a denunciar porque primero querían oír su versión y, además, Damià se negaba a acudir a la policía porque todos temían, ella también, que se hubiese vuelto loca. Entre lágrimas, abrazada, Carmen aseguró que esa misma tarde le iba a comprar un teléfono móvil porque no quería volver a pasar ni un segundo sin saber dónde estaba, e insistió en preguntarla si se encontraba bien porque necesitaba saber que lo estaba para estarlo ella también. Andrea se dejó abrazar y lloró también en sus brazos; juntas rodaron sobre el sofá y se quedaron allí, en silencio, oyendo sólo el lejano ronroneo del motor de la nevera con la sensación extraña pero incomparable de que se necesitaban vivas, de que se querían.

Andrea le preguntó que por qué era tan buena y Carmen no respondió, sólo permaneció en silencio acariciándole los brazos, la espalda y las piernas, aferrada a ella como si fuese su peluche, su hija perdida y hallada en el templo. Estaban echados los estores y por las rendijas pasaban láminas del sol de media tarde. Carmen no había comido, Andrea no tenía apetito, y mientras le pelaba dos peras le contó lo que había sucedido con Damià, el puñetazo de la tarde anterior y la agresión de aquella mañana. Carmen le aseguró que había hecho bien y opinó que debía ir a la comisaría a presentar una denuncia contra él, ella la acompañaría. Pero Andrea prefería no alterar la felicidad de estar a su lado por esa tontería; le prometió que más tarde llamaría a Juanjo para explicárselo todo y que si Damià decidía denunciarla, entonces ella también lo haría: en el ambulatorio de la Seguridad Social conservaban la ficha de urgencias y podían declarar lo que pasó y las consecuencias de lo que le hizo; pero ahora prefería estar así, escuchando en silencio su respiración.

Entre ellas parecía haber una ternura infinita que había vuelto a unirlas, como la primera vez: era lo que las diferenciaba de cualquier otra clase de amor. Carmen se tranquilizó poco a poco, Andrea también lo hizo y le rogó que nunca más se fuese de su lado, que nunca más la asustara porque no sabía si podría soportar otra vez su marcha. Y Carmen sonrió, sonrió por primera vez desde que se había abrazado a Andrea y le hizo prometer que nunca se dejarían, pasase lo que pasase.

Y añadió que tenían que llamar a Laura porque con ella lo pasarían bien y olvidarían las penas.

Andrea telefoneó esa misma tarde al estudio, le dijo a Juanjo que se tomaba un mes de vacaciones y, aunque él quiso que le contase lo que había pasado en realidad, quedó en volver a llamar dos semanas después, cuando se encontrase mejor. Juanjo le dijo que Damià no iba a presentar ninguna denuncia y Andrea se comprometió con él a no presentarla tampoco hasta que se viesen y hablaran. Quedaron en eso y a Juanjo le pareció bien que no fuese por el estudio en ese tiempo, pero le pidió que, si podía, continuase trabajando en casa sobre los proyectos de decoración que tenía pendientes para el otoño.

Las vacaciones, en junio, fueron para Andrea las más relajadas que pudo imaginar. Días de playa ancha sin demasiado calor, unos nublados y otros cálidos pero que se dejaron pasear hasta tarde, y trasnoches suaves y aliviados, como fiestas íntimas. Y la serenidad de saber que se empezaban a abrir las puertas de un verano que despejaría la ciudad de prisas y malos humores entre atardeceres tardíos y exhibiciones impúdicas. Aquellas vacaciones fueron un tiempo plácido de mañanas de dormir sola y de noches de salir con Carmen, después de muchas horas de siesta en las que lo que les apeteció fueron rosarios de ternura entre ellas, caricias de pluma de ángel, besos parsimoniosos y leves, palabras de seda y roces de algodón. Carmen y Laura utilizaron varias veces la habitación de Andrea a la caída de la tarde, mientras ella salía a llenar la nevera o a destilarse en la oscuridad de los aseos de la cafetería de enfrente, imaginándose lo que estaba sucediendo entre sus sábanas; y una tarde, porque Carmen insistió, se tendió entre ellas y repartieron los besos entre las tres como mejor supieron, Laura con desmesura, Carmen con tacañería y Andrea con la sensación de que estorbaba, que aquel no era su sitio y que estaba robándoles una intimidad que deseaban para ellas pero que, por bondad, le dejaban que usurpara. Les preguntó que por qué querían que estuviese allí y Laura calló, sin duda no había sido idea suya, y Carmen dijo que porque al abrir los ojos quería verla. No era cierto, pero a Andrea le gustó oírselo decir delante de su amante. Luego, las tres pensaron en Montse y se apenaron por ella. Aquella noche salieron las cuatro a cenar y Laura estuvo tan pendiente de ella, y le prodigó tantas caricias, que Andrea temió que se diera cuenta de que la estaban engañando entre las tres.

Fueron muchas las horas pasadas junto a Carmen, pero también empezó a comprender que todo el tiempo que Carmen estaba con ella, no estaba, en realidad, a su lado. Sentía que cada vez eran menos los momentos que pensaba en ella, aunque hablase de historias pasadas y de proyectos de futuro para las dos. Carmen no le terminó de perdonar que le impidiese abandonar su casa y recuperar una libertad que sólo probaba estando juntas, o cuando salían por la noche con sus amigas a sus bares preferidos. Se acostumbró a vestir pantalones vaqueros y camisas amplias, se habituó a dejar dormidos a los niños antes de salir de casa, se amoldó a verse con Andrea sólo dos tardes a la semana y otras dos noches, los viernes y los sábados, y a dormir en la misma casa que Joan, su marido, hasta que encontrase un sitio para vivir, lo que les repetía a él y a ella con insistencia.

Joan había aceptado el hecho inevitable de la separación, aunque había convencido a Carmen de que lo mejor, por los niños, era esperar a que se fueran de vacaciones; a la vuelta comenzarían un nuevo curso y una nueva vida con sus padres separados. Así se acordó. Y Carmen se acostumbró a todo, menos a quererla tanto como Andrea la quiso, pero tampoco le importaba: Andrea deseaba que fuera feliz a su lado y le proporcionaba todo lo que pedía: le prestaba la casa para sus aventuras con Laura y le presentaba a sus amigas de otros tiempos por si alguna le gustaba y quería conquistarla. Carmen descubrió tarde el sexo, pero recuperó el tiempo perdido con intensidad, hizo suyos los rincones oscuros de los locales de ambiente y, muchas noches, Andrea esperó horas en el portal a que acabase de gozar cuando encontraba alguien que estremecía sus entrañas. Junio fue el tiempo de vacaciones de Andrea, y también el del despertar de Carmen, cuando descubrió un mundo de libertad en el que Andrea no estaba y obtuvo en él carta de naturaleza, se nacionalizó promiscua.

En los entreactos le aseguró que seguía queriéndola como siempre. «Pero ¿cómo no voy a quererte si contigo he aprendido a disfrutar?», decía; pero Andrea sabía que Carmen gozaba sólo por lo que recibía, que tal vez la quería pero no la amaba, Andrea era su rutina como Montse era la rutina de Laura. Y no obstante repetía que si no estuviese bien a su lado se habría ido, y parecía sincera. Carmen a veces la notaba quejumbrosa sin Andrea quererlo, apesadumbrada sin estarlo, triste porque se detenía a mirarla sin hablar y pasaba mucho tiempo con los ojos posados en su perfil hermoso, lejano. Andrea aseguraba que no se sentía desgraciada, pero Carmen no lo creía e insistía en que no había motivo para quejarse, repetía que no sentía nada por las otras, que sólo las utilizaba para el placer, la quería a ella, a nadie más. Y añadía que con ella había amor y con las demás sexo, que era un juego, pero ¿por qué mentía si las dos sabíamos que apenas quedaban rescoldos de amor en su alma mientras la mía se consumía en llamas que lo incendiaban todo?, se preguntaba entonces Andrea y se lo repite ahora. Ella cada vez la amaba más y Carmen cada vez estaba más acostumbrada a Andrea: no era exactamente lo mismo. No, no lo era; y las dos lo sabían.

Andrea terminó temiendo que sus creencias se hiciesen de roca. Y en junio no se hinchaba el sol lo suficiente como para derretir sus presentimientos.

En uno de aquellos días empezarían las vacaciones escolares y Carmen tendría que pensar en salir de Barcelona con los niños. Andrea lo esperaba y se extrañaba de que todavía no hubiese hecho ninguna referencia a lo que se avecinaba. No se acordaba de cuál era el calendario escolar, pero creía recordar que a finales de junio se realizaban los exámenes para los mayores y que los pequeños acababan la segunda o la tercera semana, un viernes, el 13 ó el 20, seguramente el 20. Se acercaba la fecha y, como ella no decía nada, Andrea se lo preguntó una tarde: quería estar preparada para una ausencia que se produciría pronto. «El 20 termina el curso», dijo Carmen sin darle importancia, como si después no fuese a ocurrir nada. Andrea le preguntó si acaso no iba a irse con ellos y Carmen contestó que no, que los niños se irían a un campamento hasta mediados de julio, luego los llevaría a casa de sus padres, a Córdoba, y después ya se vería, todavía no lo había hablado con Joan. También dependía de cómo decidieran tramitar su separación.

Laura, de improviso, volvió a encerrarse en los brazos de Montse sin dar explicaciones, y a Carmen le sorprendió mucho que no quisiese más citas a solas. Era la primera vez que una mujer la dejaba y Carmen no podía explicárselo. Fue cuando le preguntó a Andrea por esa cosa tan extraña que era la fidelidad, por el inexplicable comportamiento de Laura que, «siendo lesbiana, y manteniendo una relación anormal, con otra mujer, aún así sea fiel». Carmen nunca pudo entenderlo; a veces ponía cara de ingenua y pretendía que Andrea le confirmase que estaba en lo cierto: que «una relación entre mujeres era algo circunstancial por definición, algo pasajero, una etapa, un capricho hasta volver a tener una relación seria, una relación con un hombre, vamos»; a eso se refería. Y al decirle que no estaba en lo cierto, e intentar explicarle que también era posible, Carmen sonreía diciendo que bromeaba, que no podía hablar en serio, que «el sexo entre chicas es fantástico si se trata sólo de disfrutar, pero, para tener un hijo, para salir a cenar con otros matrimonios y para todo, niña, para todo, a ver de qué sirve una pareja homosexual», dijo. «Puro snobismo», concluyó, «como esas noticias de que en Holanda o en Hawai los jueces aceptan matrimonios entre personas del mismo sexo. Puro snobismo», decía, con aire de desprecio infinito, de desdén.

Sus palabras la entristecieron. Andrea le preguntó que en ese caso para qué insistía en irse a vivir con ella, si sólo se trataba de divertirse. «Porque ya tendré tiempo de aburrirme cuando me vuelva la sensatez», respondió riendo y echándose sobre ella, besándola. «Tú eres un amour fou», dijo entre carcajadas que arañaron a Andrea porque eran sinceras, nacidas de muy dentro, «mi único amour fou, uno de esos amores locos que duran toda la vida», añadió. Pero las dos sabían que era mentira.

No lo quería reconocer, pero en el fondo Carmen se sentía humillada por Laura. No podía creer que prefiriera a Montse, siendo ella mucho más atractiva. Decía que hubiese entendido que la dejara de ver por un hombre, pero no por otra mujer, y menos cuando no le había pedido que abandonase a Montse, sólo verse de vez en cuando. Estaba desconcertada porque tampoco podía imaginar a Laura haciéndose vieja junto a Montse, tan antipática y seca, un sieso, decía. Estaba segura de que un día Laura se cansaría de ella y buscaría un hombre para formar una familia, «¿Lo normal, no?, lo mismo que harás tú…», así lo afirmaba, «en cuanto te des cuenta de que entre nosotras podrá haber siempre una relación de amistad, incluso amorosa, pero en todo caso una relación distinta a la que un día iniciarás con un chico de tu edad y yo con un hombre mayor, a ver quién me va a querer si no, con los años que tengo», decía. Cuando hablaba de esa manera, Andrea la odiaba, pero guardaba silencio porque la respetaba y pensaba que si decía aquello por algo sería; ella no era quién para llevarle la contraria. Pero le irritaba la seguridad con que veía el futuro de las dos, era como el anuncio de una sentencia de separación sin plazo fijo, pero de separación al fin y al cabo. Llevaban cuatro meses juntas y no había conseguido hacerle comprender lo que significaba para ella ni lo que deseaba significar para Carmen; no había conseguido que viese en ella una pareja para siempre, aunque fuese un siempre que durase cinco minutos.

Carmen insistió varias veces a Laura, sin resultado; incluso obligó a Andrea a telefonearle, para convencerla, pero tampoco tuvo éxito. Y como estaba indignada por lo que entendía un desprecio, sin reconocerlo, Andrea se ofreció a presentarle otras chicas, pero no quiso. Junio se nubló aquel día porque los ojos de Carmen se volvieron tristes. Y ya no volvieron a sonreír. «Me gustaría verte con la sonrisa que pusiste el miércoles», suplicaba Andrea, pero Carmen ya no la oía.

Montse había jugado muy bien sus cartas. Era mayor, tenía la experiencia necesaria para velar en las almenas de su castillo cuantas noches fuese necesario, hubiese o no luna en el cielo, y después de tantos años queriéndola no iba a consentir que las escapadas de Laura para verse con Carmen significasen algo más que media docena de fugas sin llevarse las maletas. Cuando descubrió que a Laura se le habían despertado las hormigas que acarrean tozudas las virutas demasiado pesadas de la novedad; cuando creyó leer en sus ojos que le agradaba la infidelidad por lo que tenía de libertad, y sus travesuras consistían en construir nuevas baldas para hacerse un armario con Carmen, puso su plan en marcha y, como no podía ser de otra forma, funcionó a la perfección: en primer lugar no le prohibió verla porque sabía que una prohibición produciría el efecto contrario al que perseguía, pero se aseguró de que se diese cuenta de que estaba al tanto de los encuentros, de que no la estaba engañando. Después le hizo conocer hasta qué punto podía ser tierna con ella, una y mil veces, noche a noche, luna a luna, y cuáles eran las ventajas de la estabilidad frente a la intranquilidad de los amores breves e inseguros, de satisfacción inmediata pero desasosiego inevitable. Y, por último, como advertencia suave pero inequívoca, le hizo saber que cuando encontrase otra chica y no tuviese sólo una aventura con ella, sino que reincidiera porque en la repetición hallase placer, no tendría más remedio que optar, tendría que elegir porque ella no acostumbraba a compartir y tampoco ahora lo iba a hacer. Laura pesó en la balanza de sus sentimientos la diversión con Carmen y la serenidad con Montse; midió la comodidad de vivir en un hogar plácido y la inseguridad de volver a la intemperie, a enfrentar libertad con búsqueda; comparó el amor sincero de Montse y los antojos de una mujer como Carmen, voluble, caprichosa y frívola, y el resultado de la suma fue tan apabullante que en su cuaderno de bitácora anotó el descubrimiento definitivo. Le pidió perdón a Montse con la mirada, sin que ella se lo exigiese, y juró con sus besos no volver a ver a Carmen. Le convenía. Y, al amanecer, el ayer era sólo un recuerdo y Carmen una película desgastada en el vídeo de su vida.