La había citado allí sin ninguna razón especial, sólo porque le parecía un lugar encantado al atardecer, el último rincón mágico de la ciudad. Le preguntó que por qué le mandaba flores y Carmen se encogió de hombros. Luego puso su mano sobre la de Andrea, volvió a pedirle perdón por haberse comportado de un modo tan estúpido la noche anterior y quiso saber si eran amigas de verdad. Andrea opinó que sí, y ella insistió en la pregunta. «¿Amigas, amigas?». Claro, repitió Andrea, y preguntó que por qué lo decía. Entonces fue cuando Carmen tomó aire, le pidió comprensión y le habló de lo difícil que había sido para ella aceptar que le gustaban las mujeres, que antes no le cabía en la cabeza que pudiese ser así, y mucho menos que le pudiese suceder a ella, pero que tenía razón, que no había sido sincera con ella porque habría tenido que reconocerlo mucho antes, cuando tantas veces se lo había preguntado, y que sí, que era cierto que prefería el cuerpo de la mujer al del hombre, que ahora se estremecía con la suavidad y la ternura femenina, tan diferente de la tosquedad del hombre, por muy tierno que intentase ser. Se extendió en dar explicaciones que Andrea no le pidió ni con la mirada, diciendo que a Joan, su marido, le había enseñado a ser tierno, pero aún así no se le podía comparar con ella, que Andrea era una bañera de espuma, lomo de ángel, puro aceite. Y que ahora podía decir sin rubor que era cierto, que le gustaban las mujeres y que esa nueva sensación quería disfrutarla con ella hasta el límite, en el caso de que hubiese límites.
Luego, repitió la pregunta para asegurarse de que eran amigas de verdad, tan amigas como para poder hablar con toda confianza de algo que quería decirle; si podía, en definitiva, abrirse el alma con Andrea. Y Andrea se empezó a derrumbar porque comenzó a temer lo que Carmen iba a decir, pero dejó que hablara y hablara sobre la amistad y sus virtudes, la necesidad que tenía de confiar en alguien y lo comprensiva y generosa que era, hasta que al fin se quedó en silencio mirándola con expectación. Andrea le garantizó que podía hablar con tanta confianza como quisiese, que si acaso no le había dado hasta entonces pruebas suficientes de que era suya y que si deseaba algo que pudiese hacer, ya estaba hecho. Y entonces fue cuando le dijo que tenía que ayudarla, que quería probar con otras chicas y que tal vez con Laura sería fácil empezar. Bueno, en realidad no dio el nombre, fue mucho más avispada porque dijo exactamente «esa chica con la que estuvimos anoche, la morenita de la chaqueta de cuadros, no me acuerdo de cómo se llama», y luego hizo cien o doscientas preguntas con cara de ingenua, primer puesto en las pruebas de acceso a la Escuela Superior de Arte Dramático: que si le parecía mal, que si estaba bien que se acostase con ella, que si sería posible que se acostaran las tres juntas, que si le dejaría su casa, que si, si, si…
Andrea empezó a morirse de celos porque todas sus preguntas iban mucho más lejos en su cabeza que en la boca de Carmen. Le dijo que sí a todo, cuando quería decir no, pero, como siempre, con Carmen las respuestas le salían distintas de como las pensaba. Contestó «sí» porque quería decir «no» y ella sólo sonrió, le besó la mejilla y dijo que por qué no iban a casa, que tenía ganas de estar a solas con ella.
Hicieron el amor tres veces: primero sobre la cama, con prisa, como si les faltase el aire o se estuviese acabando el mundo; después en la bañera, bajo el agua tibia de la ducha que no se acababa nunca, una eternidad como la que Andrea deseaba para tenerla cerca; y por tercera vez en el sofá del salón, después de que Andrea telefonease a Laura y le dijese que Carmen quería verla y que tenía que inventar una excusa para ir a su casa al día siguiente a la hora de la siesta sin que Montse se enterara, que ya sabían todas cómo era y ninguna de las tres quería que se disgustase. Laura no aseguró nada pero, por la voz de cristal que viajó por los hilos del teléfono en la despedida, Andrea supo que acudiría a la cita. Y que así se encontraría con Carmen en su propia casa.
Nunca entendió el amor como posesión; pero permitir o facilitar que Carmen se entregase a otra mujer era una nueva manera de dejarse poseer, o de poseerla, no estaba segura. Además, si de todas formas iba a hacerlo, lo mejor era saberlo y, a ser posible, que lo hiciese en su casa, de ese modo también estaría cerca de ella, en su territorio, dentro del universo menudo de sus cosas. Sentir celos era inevitable, pero lo que la consumió en aquel momento fue algo más que la duda; dudar hubiese sido no saber decidir si Carmen la quería o no: lo que sentía era una ignorancia oscura y absoluta acerca de lo que Carmen podía sentir, y esa ignorancia era un ejército de termitas hambrientas que devoraban sus entrañas, retorciendo su endeblez y deshaciendo la escasa entereza que por entonces aún le quedaba.
No se atrevió a pedírselo, pero se desató su lengua sin pedir permiso cuando estaba al borde del éxtasis, en el sofá. «¡Déjame verlo!», le suplicó, y ella contestó que no, que no iba a ser posible porque Laura no lo aceptaría. «Entonces cuéntamelo después con detalles», le rogó, y Carmen sonrió mientras le preguntaba que por qué era tan diablo, y que qué ganaba escuchándolo, sólo le haría sufrir. Andrea dijo que no, que le haría sentirse su cómplice y con ello su amiga, y que de todas maneras necesitaba saberlo, no sabía por qué, pero lo necesitaba. Finalmente Carmen aceptó y, entre risas de satisfacción (¡Dios mío, qué hermosa estaba!, recuerda Andrea detenida en la acera, reviviendo aquella conversación que nunca podrá olvidar), de nuevo hicieron el amor, esta tercera vez en el sofá.
Y por la noche, sola en su habitación, Andrea no pudo evitar derretirse pensando en ellas juntas, imaginándolas.
La noche es el armario donde se guardan todos los sueños. Andrea vuelve a caminar deprisa y, no sabe por qué, dibuja a Laura en su cabeza. Comprende que Carmen se encaprichara con ella: Laura es una chica de piernas largas, ojos grises de miope y belleza antigua, griega: si tuviese que buscarle un parecido diría que en ella se inspiró la factoría Disney para crear el dibujo animado de Pocahontas. Tan sólo se diferencia de la india en que tiene el pelo castaño con reflejos cobrizos de peluquería y en que es muy delgada; además no le importa saber que tiene poco pecho, a veces incluso presume de ello. Mira de una forma extraña y curiosa, como precisando percibir dos veces cada imagen para retenerla, lo que hace pensar que se interesa por todo lo que mira, sea persona o cosa, algo que le ha dado más de un disgusto con los hombres y ha ocasionado muchos malentendidos entre las chicas. Tiene veinticuatro años, estudia quinto curso de Sociología en la Universidad de Bellaterra y está con Montse desde los veinte, cuando se conocieron en un estudio de música en el que compartían clases de voz y respiraciones. Le gusta dejarse besar, es lo que más le gusta y lo que siempre pide, que la besen en el cuello y por la espalda, y a cambio ofrece sus labios finos que son como una ventosa que cuando se aplican a succionar pueden estar horas enteras sin soltar la presa, como un mecanismo sin fin, la cinta de Moebius. Montse le pidió que se rasurase el vello púbico y lo llevaba pequeño y casi transparente, como un corazón de girasol, y aunque respeta a su pareja y procura no llevarle la contraria, su juventud y alegría le permiten algunas aventuras esporádicas en las sombras ciegas de Montse, una infidelidad consciente que asegura no poder evitar y que disimula ante ella porque la quiere de verdad.
Montse es mayor. Nunca ha confesado su edad, lo mismo puede tener treinta y siete que cuarenta y tres años, porque al perfil de su mirada se le muda el aspecto según el color de la tarde, la felicidad del momento o el temblor de la sonrisa casi adolescente de Laura, a la que protege como una amante, una hermana mayor o una madre, como a un polluelo rescatado de la intemperie. Es bióloga y trabaja en un laboratorio farmacéutico centrifugando virus nuevos y plasmando sus reacciones en un aburrido programa de ordenador, pero sus pensamientos están tan cerca de las escapadas universitarias de su novia como de los resultados de los proyectos de investigación que se realizan en su empresa que, como dice Patarroyo, son pérdidas de tiempo: lo único cierto es que podrían encontrar una vacuna contra el sida, pero no lo hacen para seguir disfrutando del negocio de los fármacos que retrasan el desarrollo de la enfermedad. Y ya no quiere salir: por las noches prefiere quedarse en casa leyendo a Simenon, oyendo música clásica o viendo películas en la televisión mientras a sus pies, como una niña, Laura repasa los apuntes de estadística para los exámenes finales. Montse se ha hecho mayor al lado de Laura y le aterra la idea de reiniciar una vida sin ella, aunque por edad esté aún en condiciones de empezar una y otra vez. Pero ya se ha hecho un hueco en la rutina, por fin ha encontrado un rincón cómodo en el que quedarse para siempre con Laura y, aunque no concibe que ella piense en huir, prefiere estar segura de sus andanzas, disimulando las infidelidades que le descubre fácilmente, porque la culpa se defiende sin necesidad, y permitirle vuelos cortos e inocentes a presionarla hasta el punto de que Laura dude si afuera el mundo sería más tierno con ella y opte por salir más allá de la sombra de su amiga mayor.
Montse decía estar abatida por la crisis de los cuarenta, de la que también se habían apropiado los hombres, como de casi todo. Andrea le dijo que no dijese tonterías y que para superarla leyera la última novela de Rosa Montero, que ya vería cómo se le pasaba, pero a Montse no le gusta que nadie le solucione sus cosas. Y es que es hosca y terca, ha hecho de piedra sus convicciones y dice no estar segura de que en los últimos quince años hayan pasado muchas cosas en la sociedad española, aunque Laura insista en que entonces España era Cenicienta, en harapos, y ahora es una princesa a la que le sienta bien el zapato de cristal de la modernidad. Viste casi siempre de negro, no le interesan las ventajas de exhibir la femineidad y desprecia los maquillajes y los peinados cuidados, aunque le parezca bien que Laura aún vea en el retoque femenino un arma de seducción para los demás. En realidad, a ella también le seduce su imagen después de dos horas lavándose la cabeza y secándose el pelo con ayuda del moldeador, y le gusta acompañarla de compras porque verla vestirse y desvestirse en los probadores no es sólo cuidar de ella, como quiere, sino porque sobre todo son muy excitantes su juventud y la novedad eterna de su piel. Montse sufre cuando en sueños se le escapa Laura, sufre mucho más en los sueños que en la realidad, porque sus aventuras son de ida y vuelta en la vida, pero en los sueños son muertes irremediables. Y por la forma en que oyó hablar a Laura por teléfono, supo que otra la había citado e iba a acudir a la cita. Y también que la llamada era de Carmen. No hacía falta ser muy perspicaz para traducir el juego de la noche anterior y saber que iban a acostarse más tarde o más temprano.
Lo que Montse tenía que impedir era que entre ellas naciese algo más que un deseo fugaz como un relámpago, y para eso ya tenía un plan. Si era preciso, se convertiría en Marilyn tocando el ouka-lele en Con faldas y a lo loco.
Andrea supo que la cita se haría realidad y le dejó a Carmen las llaves de su casa, disculpándose además porque tenía que haber dispuesto de ellas mucho antes. Le dio una copia y le dijo que estaría en el estudio trabajando hasta que le telefonease para decirle cuándo podía regresar, que por ella no se apresurara, que tenía muchas cosas que hacer, mintió. Después, en la despedida, Carmen sonrió para dar las gracias y para decir que le daba mucha libertad, y Andrea le contestó que la libertad era sólo suya, que ella no podía dársela, sólo podía intentar quitársela, pero que estuviese tranquila: nunca le quitaría nada. Carmen volvió a sonreír, la besó en los labios y su beso supo a disculpa, seguramente el sabor que ella le había dado.
«¿Por qué tuvo que disculparse?», se pregunta ahora Andrea, y no conoce la respuesta. Carmen iba a hacer lo que deseaba, y ello hubiese debido bastar para hacerlas felices a ambas. Y no obstante no fue así: los celos se sirven de la rabia para arañar, de la inseguridad para tambalear, del miedo para derrotar. Durante la tarde en que Carmen y Laura jadearon a sus espaldas, se dijeron mentiras al oído y descubrieron nuevas rutas de la seda en los pliegues de su piel, Andrea no pudo hacer otra cosa que abrirse toda entera, soñar que era ella quien estaba en esos momentos en casa y pensar en otras horas al lado de Carmen para no marearse y vomitar. Estaba terriblemente celosa, pero sin encontrar una razón que lo explicara. Deseaba lo mejor para Carmen y lo que estaba sucediendo era lo mejor, al menos era lo que ella le había pedido, lo que quería, y debía sentirse encantada por habérselo podido facilitar, pero una cosa era lo que pensaba y otra lo que sentía; y lo que sentía era que entre Carmen y Laura le estaban arrancando tiras de piel nueva que arrastraba carne, sangre, músculos y fibras de un alma en la que sólo cabía la idea de una mujer de nombre Carmen que se había incrustado en todo su ser con la fuerza de una religión, una ideología o una manera de llorar. Carmen era su integrismo fundamentalista, su fanatismo.
Aquella tarde permaneció mirando el ordenador abierto en el que no había nada escrito, viendo un fondo de azul en el que no ocurría nada porque todo estaba sucediendo en su cabeza, enmarañada de imágenes confusas que deseaba hacer propias, un modo de entrometerse sin molestar, una manera de compartir el placer que le había regalado porque la amaba, maldita generosidad, porque no sabía si se arrepentía o sentía la felicidad del desprendimiento. Aquel derroche no era una cualidad del amor, se dice ahora Andrea, sino del egoísmo, porque la compartía para conservarla, respetaba la decisión de su libertad para que se sintiera cómoda a su lado y no la dejase nunca si sabía que junto a ella podía ser libre, y así ella podría seguir siendo el valium de su vida, su viernes por la noche, el refugio en el que le gustaba pensar que podía quedarse para siempre.
Nunca terminaron de pasar las horas de aquella tarde: jamás un reloj fue tan perezoso para empujar al sol hacia el oeste. Minuto a minuto, como siglos tallados en piedra con cinceles de espinos, miraba el teléfono y, en su mutismo, Andrea veía un castigo que no merecía, una mudez que parecía una punición injusta por una generosidad que nadie comprendería, pero que en realidad era un tiempo que se consumía vertiginoso entre los sudores cálidos de Carmen y Laura y que, en buena lógica, se compensaba contra ella transcurriendo con la lentitud desesperante de la ansiedad de la espera. Las cuatro, las cinco, las seis y las siete de la tarde sonaron cada ochenta o cien años, y otra vez volvió a sentir la vejez en el vientre, el envejecimiento tortuoso de un vientre hambriento de noticias que se humedecía y se agitaba para sobrevivir, como se retuerce un pez fuera del agua, entre coletazos de rabia, inseguridad, miedo e instinto. Una necesidad que no le ayudaba a vivir, sólo a esperar, y a que en la dilación no se le parase el corazón, que bombeaba a mucha más velocidad de la que podía soportar.
Cuando al acabar la jornada de trabajo se fueron Mercè y Elena, las secretarias, la preguntaron si necesitaba algo. La verdad es que estaban intrigadas por la abstracción de Andrea, pero no podían imaginar hasta qué punto ni ellas ni otros dos millones de mujeres como ellas podían darle la décima parte de lo que necesitaba. Se fue también Juanjo, recomendándole entre bromas que no trabajase tanto, que empezaba a humear su cabeza y se le terminarían por fundir los plomos, y a las siete y veinte pasadas entró Damià en su despacho y se sorprendió de que aún estuviese allí. Andrea disimuló su rubor con una explicación inconsistente sobre un proyecto de decoración al que le estaba dando vueltas, pero no quiso atenderla y le propuso que lo siguieran mareando juntos en el cine, «en la última fila, que es donde mejor se piensa», dijo riendo, y ante su mirada de asco se disculpó y aseguró que con él lo pasaría bien, preguntándole por qué era tan dura si sólo le estaba ofreciendo un buen rato juntos. «¡Si fueras más cariñosa…!», suspiró, y Andrea, que estaba a mitad de camino entre la histeria y la desesperación, se enfrentó a sus ojos y le preguntó que qué pasaría si fuese más cariñosa, «¿Eh?, díme, ¿qué pasaría?», o acaso por serlo repartirían mejor los beneficios, o tal vez le adjudicarían mejores proyectos en el reparto, «¿Eh, eh?…», o los buenos viajes no les corresponderían siempre a ellos; si acaso llevaría ella la representación del estudio si fuese más cariñosa. Tanta fue la agresividad y la rabia de Andrea que Damià no supo qué contestar, se limitó a esbozar una mueca forzada que quiso ser una sonrisa abierta, se acercó a ella e intentó acariciarla con su mano grande, sudorosa y torpe. Andrea no pudo evitarlo: le esquivó retrocediendo, se levantó con la agilidad de un puma y le lanzó una patada a la entrepierna que lo dobló. Los insultos de Damià fueron sordos, como la congestión de su rostro enrojecido y la explosión de las venas de su cuello, y después Andrea no recuerda más. Debió de ser el puñetazo en la mandíbula que le duele todavía, debió de ser eso, porque cuando se despertó estaba en un sillón del estudio, dolorida, ante los ojos aterrados de Damià que la velaba, suplicando que lo perdonase y rogándole que no se lo dijese a nadie, que se le había ido la cabeza, que era un cabrón y que le perdonara, por lo que más quisiera.
Cuando recuperó por completo la consciencia, sólo quiso saber si había llamado alguien preguntando por ella. Eran más de las siete y media y Carmen no había telefoneado. Nada podía hacer contra Damià. Nada. Sólo quería que ella llamase. No era tanto pedir.
Damià se aseguró por su mirada de que no lo iba a denunciar y se apartó de ella, preguntando una y mil veces si ya estaba bien y repitiendo que le perdonase, por favor. Qué iba a hacer, si Carmen no telefoneaba… Le ordenó salir de allí y lo hizo, mirándola de una manera que descubrió cuanto de maldad y cobardía había en él. En esos momentos, la agresión física de aquella bestia le importaba menos que la agresión del teléfono, con su silencio insufrible, y aunque debió ser más exigente con su dignidad y haber puesto fin a su brutalidad injusta para que después no se hincharan sus pretensiones, hacerlo hubiese significado ir a la policía y renunciar a oír la llamada de Carmen cuando se produjera. De todas formas, no eran Damià ni su comportamiento la guía de sus pensamientos airados aquella tarde, que estaban absorbidos por la mudez del teléfono y la imagen de ella, desnuda, jadeando en brazos de Laura, en un intercambio de besos y caricias del que ella estaba ausente.
No pudo soportarlo más y se fue. Ya no oiría el teléfono cuando sonase, pero tenía que salir de allí. Estaba dolorida y mareada, con la mejilla enrojecida y la barbilla frágil y decidió ir al ambulatorio de la Seguridad Social para que le diagnosticaran si tenía alguna fractura y le recetaran un calmante contra el dolor. Y a las ocho y media se sentó en una mesa de la cafetería desde la que podía ver el portal de su casa y esperó a que Laura saliese para ir al reencuentro con Carmen.
Desde aquel día, sólo por ella podía oír un ruido que la despertaba a las siete de la mañana e imaginar que Carmen yacía derrengada de placer con una sonrisa inevitable por lo que había vivido. Le daba miedo alcanzar su intimidad y saber que la tenía y la cultivaba. Le daba miedo, pero desde entonces las noches fueron buenas; sólo se interrumpieron con imágenes suyas, como no podía ser de otro modo, y disfrutaba de las interrupciones casi tanto como de su presencia. Empezó a verla sonreír con mayor frecuencia, y le hacía feliz saber que al fin estaba viva. ¿Qué era todo eso sino la felicidad del riesgo? Estaba más entregada aún.
En cierto modo, le gustaba que Laura, otra mujer, viviera lo que ella había vivido y que disfrutase como ella había disfrutado con Carmen. También soñaba con que, después, Carmen le dijese dónde había sido para poderlo imaginar de distintas formas, pensar en el momento del saludo, al encontrarse, en la intensa sensación de ir desvistiéndose a zarpazos o a pinceladas, en la humedad de dos vientres agitados… En Carmen disfrutando con los dedos de Laura y dejándose hacer por labios ávidos de sensualidad…
Había sido Laura aquella vez, pero Andrea sabía que sólo sería la primera, que después vendría otra y otra más, aunque no le importaba si entre medias se lo podía contar y le dejaba recrearlo en su piel para renovar el disfrute. «Excávame, excava un poco más hondo…», repetiría Carmen, y a Andrea todavía se le hacen de lluvia los pensamientos cuando lo recuerda. A las nueve de la noche Laura salió y un minuto después Andrea llamó por el telefonillo del portero automático y pidió permiso para subir. Carmen dijo que se apresurase, que tenía noticias para ella.
Había convencido a Laura para que hicieran el amor las tres juntas. Le preguntó si le apetecía. Por estar con ella hubiese hecho cualquier cosa, por supuesto también compartirla, así se lo dijo. Y todo quedó para un próximo día, tal vez para el jueves siguiente, cuando Laura tenía una excusa perfecta en forma de reunión de seminario de demoscopia al que no asistiría para poder verlas y estar junto a ellas.
Carmen estaba tan entusiasmada que ni siquiera recordaba que tenía marido e hijos; tampoco se dio cuenta del hinchazón amoratado de la cara de Andrea. Empezó a hablar y hablar, haciendo planes sin cuento, asegurando que desde entonces saldrían todos los viernes y todos los sábados por la noche, que tenían que aprovechar que Laura quería disfrutar para divertirse con ella, que alguna vez tenían que ir a Madrid para pasárselo bien… «Y, ¿sabes lo que te digo?», dijo finalmente, con toda gravedad: «Que me separo de Joan, estoy decidida. Me voy a venir a vivir aquí, contigo. Y, por cierto, ¿se puede saber qué te ha pasado?», preguntó revisando su cara por un lado y por otro. «Hija, qué aspecto más horrible. Ni que alguien te hubiese dado un puñetazo…».