Desde entonces Carmen empezó a comportarse de una manera extraña; estaba herida pero no lo decía. Finalmente no se fue a vivir con Andrea, pero cada vez pasaba menos tiempo en su casa, jamás hablaba de Joan, su marido, y sólo parecía importarle que los niños supiesen que tenían madre. Joan, unos días después, telefoneó enfurecido a Andrea para decírselo a voces e insultarla por lo que había conseguido hacer de su mujer, convertirla en una puta lesbiana, así lo dijo, arrebatársela a él y a sus hijos con sus malas artes de bruja asquerosa, aseguró. Ella lo dejó hablar sin prestar demasiada atención porque se dio cuenta de que necesitaba vomitar toda la rabia que Carmen le estaba obligando a tragar, y no le costó ningún esfuerzo mantener descolgado el teléfono mientras continuaba proyectando sobre el papel un diseño de oficina de atención al público que tenía que entregar a unos clientes por la mañana, a primera hora. Al fin se cortó la comunicación y se le renovaron las dudas de si Carmen seguía a su lado porque la amaba o porque odiaba a Joan.

Dudar es morir poco a poco.

Las horas que pasaban juntas no eran tiempos muertos, pero se limitaban a hablar de lo que hacían o de lo que iban a hacer, no de lo que sentían. Era como si algo se hubiese roto y les diera miedo ir a ver qué era, como si hablar fuese peligroso y mirarse una impertinencia. El sexo como proceso que culmina en la catarata del orgasmo fue perdiendo importancia para Andrea, en realidad nunca había ocupado un lugar sobresaliente porque ella entendía como sexo todo lo que hacía con Carmen, pero ahora más que nunca la ternura, las caricias y las miradas de perfil fueron sustituyendo al orgasmo para crear atmósferas íntimas de cotidianidad, de costumbre, de una costumbre en la que Carmen no parecía sentirse tan feliz como ella. La normalidad, para Andrea, era un atardecer con las luces apagadas, las manos entrelazadas y los ojos entornados, en reposo; o largas conversaciones con Carmen en las que ella ponía el discurso y Andrea la atención, y a veces palabras sueltas, como copos de nieve antes de la nevada del silencio. Con la mirada absorta, inmóvil, Andrea quería descubrir en la rebotica de sus ojos las verdaderas intenciones que anidaban en la manera que tenía Carmen de tratarla, cariñosa pero distante, cada vez más distante. Carmen nunca interpuso cristales en el ansia de la mirada de Andrea, pero tampoco dio pie para que se atreviese a volcarse sobre ella y comérsela a besos, que era lo que estaba deseando. En realidad, nunca lo había hecho, pero desde que había dicho que no, queriendo decir ojalá, Andrea se refugió de forma aún más explícita en la timidez y en el retraimiento que le impedían mostrarse tan natural como estaba anhelando desde el abismo del pozo de los deseos.

Carmen le propuso que empezaran a salir de manera regular, no permanecer encerradas porque ya no le importaba que Joan supiese que se divertía como y con quien quería, que no le necesitaba para nada, como hasta entonces había tenido que fingir. Y propuso también que Andrea le presentara a sus amigas, salir con ellas, verlas de vez en cuando y abrir el círculo: «Salir del armario», dijo, y se rió, sin estar segura de que ésa fuese la expresión correcta. Aquello fue el principio de la granizada, el primer relámpago que daba vía libre al aguacero. Apartarse de las sombras del armario era correr un riesgo sin límites: quien mejor lo sabía, además de las cucarachas, era Andrea. Pero abrieron las puertas porque ella lo quiso y porque Andrea nunca supo negarse a cualquier cosa que le pidiera.

Nunca supo negarse, en efecto. Un día le preguntó qué sentía cuando se masturbaba y Andrea contestó que no lo sabía. Entonces le dijo que se tendiese en el sofá, que se masturbara y se lo fuese contando. No tenía más intimidad; se la pidió y Andrea también se la dio. Quería que lo supiera todo de ella.

Cuando le dijo que era como un monólogo roto por su propia respiración, quiso conocer más detalles. Le dijo que sentía el corazón a punto de romperse en el hilo que va del disfrute a la ansiedad, y que al final todo se quedaba en la ansiedad. Era como un tiovivo, dijo, o como una montaña rusa… Al principio podía controlarlo todo; se mojaba y afloraban espumas blancas, pero entonces llegaba un momento en el que se perdía y ya no podía controlar nada, ni siquiera lo que decía, porque decía cosas que no se atrevía a decir cuando hacían el amor. Tocarse empezaba a veces de un modo casual, un roce, una caricia que bajaba; pero casi siempre era un acto premeditado, recordando otras veces, mirando su foto, haciéndose a la idea de que estaba con ella. Y le gustaba tomárselo como una exhibición para ella. Trataba de ir despacio hasta que, fuera de sí, iba demasiado deprisa y todo se acababa. Carmen le preguntó: ¿Y qué más? Y ella la miró descorazonada: no tenía nada más para darle.

Miraba a otras chicas por la calle. Después, Andrea también las miraba para descubrir qué veía en ellas, pero no hacía comentarios. También miraba a los chicos, pero cada vez menos. «Es guapo, pero seguro que sólo es otra polla tiesa», comentaba con un desprecio infinito, casi con rabia. Miraba a otras chicas y Andrea comprendió que buscaba algo más de lo que ella podía ofrecerle. Por eso telefoneó a Montse y Laura, quiso presentárselas y que las llevaran a algún lugar de ambiente que fuese discreto pero en el que pudiera conocer a alguien para regalar a Carmen.

Montse aceptó a regañadientes, es muy posesiva y defiende su pareja como hubiese deseado sentir Andrea que Carmen defendía la suya. Pero Laura se mostró tan entusiasmada con la idea que Montse fijó una cita sólo por complacerla. Y al día siguiente, a las nueve de la noche, llegaron a casa de Andrea, de donde salieron para cenar y tomar después unas copas.

Montse no se arregló de manera especial: se había puesto una camisa negra, unos pantalones vaqueros y llevaba el pelo corto, engominado, a lo garçon. En cambio, Laura se había cuidado tanto el peinado que con su media melena, brillo de castaños con reflejos cobrizos, parecía un anuncio publicitario de champú con suavizante. También llevaba pantalones vaqueros, y una chaqueta muy ceñida de cuadros minúsculos blancos y negros, entallada y escotada, sin hombreras. Laura estaba muy hermosa aquel día. Hermosa porque parecía radiante: sus ojos reflejaban esquirlas de sol en el agua. Le ilusionaba conocer a gente nueva y salir otra vez de bares, lo que no hacía desde hacía mucho tiempo porque Montse ya se había apoltronado.

Carmen las recibió como si estuviese en su casa, con una soltura natural de rutina, una espontaneidad que no se aprende: se tiene o no se tiene. Sonrió lo justo, supo el momento preciso de ofrecer las copas y dónde tenía que sentar a cada una. También dijo con exactitud lo que cada cual quería oír: a Montse lo inteligente que le parecía, a Laura lo bien que le sentaba la chaqueta y a Andrea lo afortunada que era por tener unas amigas así. Montse rompió el silencio que siguió preguntándole a Andrea si había leído el artículo sobre Las habitaciones del multiculturalismo, de Ángela Molina, y Carmen no la dejó responder porque se apresuró a intervenir diciendo que le había encantado un reportaje que había visto en la televisión, en Metrópolis, sobre la homosexualidad en Gran Bretaña. Después salieron a cenar a El Rebost de María, Gran Vía arriba, y comieron pan con tomate, pescado del día y tarta de queso. Carmen se empeñó en pagar y no hubo manera de convencerla de que la costumbre era repartir la minuta entre todas.

El resto de la noche dependía de la decisión de Montse, que dudaba adónde podían ir porque hacía mucho tiempo que no salía. «Ya no sé cómo estará Daniel’s; tal vez los amigos sigan yendo al Café de la Calle, dijo dirigiéndose a Laura; pero ella se encogió de hombros y continuó mirando a Carmen, sobre todo miraba a Carmen. Lo más seguro ser Imagine, insinuó Andrea, o Cheeck to Cheeck, “que lo acaban de abrir y está lleno de chicas guapas”, y Montse les preguntó sin rodeos que qué era lo que querían, exactamente. “Tomar una copa en un sitio agradable, donde nadie me mire si me apetece dar un beso a Andrea”, contestó Carmen con naturalidad. Y después, tras guardar unos segundos de silencio en los que todas dejaron caer sus ojos sobre ella, movió la comisura de los labios en una mueca casi inapreciable de sonrisa burlona y añadió: “O a Laura”. “¡Ni se te ocurra”!», cortó Montse la broma con dureza de pedernal, pero Laura se echó a reír abiertamente, tomándolo como un cumplido. Aunque Andrea y Montse sabían que no lo era. Los celos son perros que muerden su presa y no la sueltan, están entrenados para ello desde antes de nacer; lo llevan en los genes. A Andrea se los presentó la mirada de Carmen aquella noche y sintió el dolor como una quemadura imposible de cauterizar.

Montse decidió que empezaran la noche por los alrededores de la calle Aribau, en cualquiera de los locales de ambiente. Era pronto y todavía no había demasiada gente, sólo algunas parejas de homosexuales que se hablaban al oído y unas chicas entremezcladas con ellos. Unos jugaban al billar americano sin saber, otras a los futbolines, sabiendo. Y nadie las miró, ni siquiera a Carmen. Andrea no hacía otra cosa. Laura también la miró muchas veces; la seducción de la mirada la notó Montse y torció el gesto pero no tuvo más remedio que soportarlo, pestañeando poco, en silencio. Laura observaba a Carmen y Carmen se dejaba admirar porque se dio cuenta de que Laura estaba vendida, de que ya era tierra conquistada. Por eso, poco después, cuando propuso jugar una partida de billar en Woman y se decidieron las parejas, Laura y ella, naturalmente, por un lado, Montse y Andrea por el otro, no paró de hablar: les preguntó que si habían estado alguna vez en una orgía, que qué opinión tenían de los hombres, que si nunca echaban de menos un pene y que si sabían dónde podía comprar unos tiros. Montse intentó ser amable, pero cuando, después de introducir una bola morada lisa por su sitio, Carmen saltó de alegría, dejó caer el taco, se abrazó a Laura y la besó en los labios sin el menor disimulo, no pudo aguantarse más y tiró la tiza sobre la mesa. Andrea no recuerda lo que dijo, pero sí que aquellas palabras bastaron para amedrentar a Laura, que no volvió a dejarse abrazar por Carmen el resto de la noche. Sólo se acuerda de que Montse grito: «¿Qué es lo que pretendes, hacerte un anuncio de Anaïs, Anaïs con ella?». Carmen no quiso darse por aludida: contó la gracia masculina de que en las orgías se llega a tal punto de degradación que uno termina follando con su propia mujer y se rió sola, como cuando dijo que los hombres eran como los retretes de las estaciones de tren: o eran una mierda o estaban ocupados. Nadie celebró el chiste, Laura se escondió en la mirada de Montse y Andrea no supo abrir el paraguas para proteger a Carmen, que estaba bebiendo demasiado.

Montse y Laura abandonaron Woman sin hablar. Tanto ellas como Andrea se sentían avergonzadas por la discusión y aceptaron ir a Imagine porque Carmen se empeñó y Laura se lo suplicó a Montse, con la mirada. Pidieron las copas en la barra, al entrar, y luego se fueron al fondo, a una penumbra donde Andrea miraba los perfiles azules de Carmen, que bailaba sola, y las sombras añiles de Laura y Montse, que se decían al oído algo que a ambas les permitía sonreír. Todo era azulado, como la libertad, como la suavidad de los besos que Andrea soñó con Carmen en aquel rincón disimulado y que ella no le dio. Como la soledad.

A Montse se le pasó pronto el enfado con Laura, es sabia en asuntos de amores y celos, piensa ahora Andrea; y aceptó ir a conocer Cheeck to Cheeck, del que tanto se venía hablando desde que lo habían inaugurado, en diciembre. Era un pub normal, bien puesto y sin apariencia de nada: tal vez ése era su atractivo. Chicos de pelo corto y patillas y mujeres bellas como trazos apresurados de Modigliani permanecían de pie o estaban sentados en sillas bajas alrededor de mesas pequeñas, oyendo música de los 60, los 70 y los 80 o susurrándose planes apoyados en la tela ocre de las paredes. A Andrea le recordaba al viejo Boccaccio, con muchos ángeles como elementos accesorios de decoración. Olía a tabaco rubio y a Eau Sauvage, a whisky escocés y al cuero de las faldas negras, de los pantalones ceñidos y de las intenciones largas. Ellas llegaron pasada la una y, unos minutos después, empezó sobre el escenario improvisado de la planta de abajo la actuación del grupo Dibi Dibop, dos chicas de color que cantaron a capella con la voz de Whitney Houston en registros que se complementaban; una se llamaba Africa, Andrea no recuerda el nombre de la otra. De lo que sí se acuerda es de que, al llegar, las cantantes besaron a muchas chicas en los labios y de que durante la actuación dedicaron una canción a una de ellas, Susana, porque cumplía años, y otro tema musical a otra que se llamaba Teresa, que desde el público alzó la voz para gritar que las quería. Las parejas dejaron de intercambiarse caricias en la cara, de hacerse círculos con el dedo en la palma de la mano y de pasarse unas a otras la mano por el pelo; sólo aplaudieron y pidieron dos o tres veces un bis. A Carmen no le llamaron la atención los arrumacos y caricias de quienes se abrazaban sino que, desde el principio, se sintió libre para actuar tal y como le apetecía y besó a Andrea con estruendo, sin ganas, sólo para demostrar su integración en un mundo que le fascinaba porque le resultaba ajeno, desconocido.

Y pasadas las dos y media de la madrugada fueron a La Rosa, donde bailaron al llegar: Carmen y Andrea cara a cara, Montse y Laura sin soltarse la mano. Apenas hablaron entre ellas: Montse todavía estaba irritada con Carmen y Laura un poco asustada por el recuerdo de sus miradas de hierro. Sólo Carmen se alejó varias veces del grupo para ir a la barra para pedir «vasos de agua con dos dedos de whisky» y para sonreír a una camarera de pelo de seda, camiseta de algodón, sin sostén, y pechos altos y encabritados que atrapaban miradas sin permitirlas huir, y que muy pronto se puso también a disposición de sus labios. Por eso Carmen habló muchas veces esa noche con Lola, la camarera, pero Andrea no sabe qué palabras posaron cada una en el oído de la otra. Sólo sabe que el resto de la noche fueron bandadas de miradas que emigraron de unos ojos a otros, y que Carmen no disimuló el gozo que le proporcionó saber que Lola se había ofrecido también a entrar en su vida por la puerta de atrás, sin necesitar el conocimiento, ni mucho menos el permiso, de Andrea.

La Rosa estaba abarrotada de gente y entreverada de cortinas de humo entre las que se abrían paso carreras cortas de niñas jóvenes que bailaban y de algunas parejas que iban a terminar allí la noche. Montse, a pesar del ambiente veteado y espeso, agradeció que tuviese sillones cómodos, y a Andrea le gustó que hubiese mucha luz y espacios abiertos: todo eran facilidades para observar la migración repetida de Carmen en viajes de ida y vuelta a la barra en donde siempre se quedaba un rato con Lola, que vendía sonrisas, vasos de agua con whisky y besos rápidos, disimulados. De los azules del Imagine a los bronces de La Rosa, Andrea estaba conociendo esa noche todos los colores de Carmen, y no sabía cuál le gustaba más. Colores inquietos, imposibles de retener, como el pez que gira y gira burlándose y esquivándose a sí mismo. En la noche todo parecía quieto menos ella, todo conservaba la armonía en los movimientos menos sus idas y venidas a contracorriente, el fuego de sus miradas ansiosas, la búsqueda de lo inaprensible para no perderse detalle de cuanto existía y ella estaba descubriendo. Carmen quería verlo todo, tocarlo todo, beberse y fumarse la vida en unos instantes, con avaricia. Miraba, sonreía, tocaba y besaba a todas las chicas que Lola le presentaba, y para todas tenía una mano que posar en la cadera, como si al hacerlo ganase una pieza más del ajedrez que estaba jugando con lo desconocido. A su lado todo parecía en reposo, sólo ella era el huracán que alteraba la brisa calma de la noche amarilla de hogueras y susurros. Un huracán que pasaba desapercibido para todas menos para Andrea, que se sujetaba fuerte al asiento para que el viento no la arrancase de allí ni sus ojos se saliesen de las órbitas, del dolor.

Hasta que de repente algo rompió la normalidad; fue una música, bastaron los primeros sones de una melodía y, como una llamada a la guerra, como el grito revolucionario del París de 1789 o el puño alzado de Lenin iniciando los acordes de La Internacional, todo el mundo se miró sonriendo y se puso a bailar y a cantar lo que era sin duda el mejor himno, el estribillo de la canción de Carlos Berlanga para el grupo Alaska y Dinarama: «¿A quién le importa lo que yo haga?,/ ¿a quién le importa lo que yo diga? / Yo soy así, y así seguiré,/ nunca cambiaré…». Unidas por una canción, por unos versos, por una declaración de intenciones, como un dogma de fe; reunidas en una sola voz gentes que viajaban treinta, cincuenta o cien kilómetros de distancia para pasar una noche porque en su ciudad no les era posible mostrarse como son; esponjado su corazón de mujeres clandestinas que en su calle eran estudiantes o trabajadoras sin novio, y que en la noche liberada se desplazaban a la ciudad para poder cantar que eran así, y así seguirían, que nunca cambiarían; agavilladas para no estar solas, para no sentirse solas, todas cantaron a una sola voz el estribillo, como si los tambores de guerra mostraran el camino y hubiesen dado la señal de que la revuelta había comenzado, como el 25 de abril pudo oírse Grandola, vila morena en Portugal. A Andrea, ahora, se le eriza la piel rememorando aquel orgullo de ser diferentes, le gusta haber compartido tantas cosas con tanta gente. Y haberlo vivido junto a Carmen, aunque ella no supiese por qué se cantaba aquello con tanta vehemencia ni tampoco se sumara al coro general.

Cuando terminó el himno y todo el mundo siguió al ritmo de nuevas músicas, Laura propuso ir a Hey-day, una discoteca afterhours donde se reunían gais, lesbianas y drac queens, pero Montse miró afligida a Andrea, se intercambiaron un gesto de agotamiento señalándose el reloj con disimulo y no hubo más palabras. La noche acabó cuando, después de beber más de lo que pudo soportar, Carmen vomitó con la puerta abierta en los servicios de La Rosa y Montse decidió que ya era hora de volver a casa. Cada pareja paró un taxi distinto.

Andrea no sabía qué hacer. Llevarla a casa en aquel estado era imposible, pero si la escondía en la suya Joan podía extrañar la tardanza e ir a buscarla, y no estaba dispuesta a asistir al escándalo que sin duda provocaría. Por fortuna, poco a poco, con la ventanilla del taxi abierta, el aire que azotaba su cara fue desprendiendo las escamas de la borrachera y limpiándola de la mayor parte de sus efectos. Carmen hablaba sin parar, la embriaguez le había soltado la lengua y no le importó trabucarse al decir que iba a ser más juerguista que los Borbones, que «ni la camarera ni nada, la que está buena de verdad es Ornella Muti, a sus cuarenta y cuatro años, la tía, abuela y todo, pero buenísima, oye», y que «tú dirás lo que quieras, pero Margaret Thatcher tiene un punto. No te digo Hillary Clinton, esa no, que tiene cara de pastel de cumpleaños, pero la Thatcher…». A fuerza de hablar y de sacudirse al aire fresco, como una sábana en la azotea, terminó de recuperar la consciencia y al final le pidió a Andrea que la llevase a casa. Antes del amanecer, pasadas las cinco y media de la madrugada, tal vez las seis, Carmen se quedó en el portal forcejeando con la llave hasta que logró abrir la verja y encajarla después con un estruendo de lamentos y maullidos, latón contra latón, mujer contra mujer. Y Andrea se marchó arrastrando cadenas de tristeza, convencida de que la estaba perdiendo y de que lo más probable fuera que nunca la hubiese tenido, que nunca hubiera sido suya, que sus brazos hubieran sido tan sólo un refugio para ahuyentar la disconformidad que mantenía con su propia vida.

En el amor, la inseguridad es la maroma que impide hacerse a los embates del mar para suavizar el deseo. Aquella noche, amarrada a su recuerdo con la firmeza de un bolardo a la acera, se arrastró por la madrugada de Barcelona, como está haciendo ahora, en un paseo sin rumbo porque no quería volver a casa y porque necesitaba estar a solas y desnuda, ni siquiera arropada por los muebles y los objetos conocidos, familiares; necesitaba pensar en cómo volver a seducirla, cómo tenerla o hacerle saber que la tenía sólo para ella, rogarle que le permitiera seguir siendo su viernes por la noche. Andrea sabe que Carmen era una mujer de fuego con apariencia de hielo que, cuando empezó a sentirse libre, porque se liberó de las ligaduras de Joan, quiso descubrir otro mundo del que adueñarse, como se apropiaba de todo lo que le rodeaba. Ya era su dueña, aquella noche se había apoderado de Laura y, animada por la bebida, creyó que podía quedarse también con cuantas mujeres desease. Sentirse depositaria del poder y dueña de los sentimientos y de las vidas de todas ellas fueron los pilares sobre los que alzó el altar de su tiranía.

Amanecía con infinita pereza sobre Barcelona, con la pereza de la lluvia de noviembre al caer, y Carmen dormía sabiendo que ya había ascendido a los cielos. Amanecía y los más madrugadores deambulaban somnolientos incapaces de fijar el rumbo, se dejaban llevar por la costumbre diaria seguros de llegar a un cubículo donde les aguardaba el jornal del día. A esa hora, mientras Carmen dormía sabiendo que el mundo se había rendido a sus pies y Joan dudaba si salir de la casa o esperar las vacaciones de los niños para cerrar el trato de la separación, Andrea cruzaba una calle tras otra buscando refugio en su piedad, confiando en que Carmen volviera sus ojos a ella y se apenase de la soledad que se empezaba a acomodar en un alma que llenaba todo su cuerpo. Se saciaron las calles de gente y Andrea decidió volver a casa, ducharse y vestirse para acudir al estudio, con Carmen incrustada en sus huesos, con Carmen tatuada en su piel arrasada, con Carmen impidiéndole respirar. La duda hizo de su amor un empeño obsesivo y la inseguridad una quemazón que estranguló su estómago, doliéndole. Por primera vez fue consciente, durante apenas unos instantes, de que así no podía seguir, de que así no sabía seguir.

Desde hacía varias noches estaba durmiendo mal. Alguna, como aquella, no había dormido, y en el trabajo tenían que terminar por notarlo. Andrea pensó que un valium no le vendría mal y que ir unos minutos a la iglesia a rezar, para hablar con su ángel de la guarda, sería un alivio. Fue una conversación breve, un monólogo porque no oyó respuestas cuando más le urgían, pero, aún así, salió de la iglesia reconfortada y con una sensación de serenidad que le hizo sentirse bien. Cuando a las ocho y media llegó al estudio, se encontraba mejor, pero todos notaron que de su rostro había desaparecido el resplandor. Los ojos no mienten, la piel aún menos. Las secretarias le advirtieron que con tantas noches de juerga echaría a perder su cutis y Elena apuntó en un papel el nombre de una crema regeneradora hidratante que debía ponerse antes de ir a dormir. Mercè coincidió en que era buenísima, pero muy cara, añadiendo que, en todo caso, a grandes males, grandes remedios, y que su rostro estaba pidiendo a gritos un mínimo de cuidados. Se rieron sin que Andrea supiese de qué y ella se guardó el papel que le ofreció la secretaria porque no hacerlo hubiese podido interpretarse como un desprecio.

A las diez llevaron un enorme ramo de rosas con una tarjeta de Carmen sin firmar, en la que sólo estaban escritas dos palabras: «perdón» y «gracias». Andrea se estaba volviendo loca: cuanto más cerca estaba de creer perderla, más retorcía sus sensaciones para permitirle ver de nuevo el jardín rebosante de los deseos. Hasta que Carmen telefoneó, a mediodía, fue incapaz de hacer otra cosa que mirar por la ventana y descubrir que aquel era el día más hermoso que había nacido nunca en Barcelona. Y después, cuando se citaron a las seis en una terraza sin sombrillas de la Plaça Reial, por un empeño de Carmen que Andrea no comprendió, fue cuando se tranquilizó y terminó el diseño que a primera hora de la tarde tenía que enseñar a los clientes que venían a aceptarlo o rechazarlo.

Damià le propuso salir a almorzar juntos, pero sólo tenían media hora y prefirieron encargar unos bocadillos de jamón a la cafetería que solía subir el café de media mañana. A Juanjo no le terminaba de gustar el diseño que Andrea había proyectado, decía que le parecía superficial, falto de personalidad y demasiado plano; pero Damià coincidía con ella en que había logrado armonizar simplicidad y funcionalidad, con unos minúsculos toques modernos de diseño vanguardista que lo diferenciaban. Y en ese intercambio de opiniones consumieron los bocadillos a la espera de que los clientes diesen su opinión definitiva, la que importaba de verdad. El resto del tiempo, mientras terminaban el café y Andrea optaba por encerrarse en su despacho para no mandar a la mierda a sus compañeros, volvió a ser lo de siempre, ese acoso inevitable y según ellos, en absoluto malintencionado, pero que empezaba con la tradicional pregunta de si tenía novio y acababa en una agresión a su intimidad que se negaban a reconocer.

Siempre era igual: ellos nunca se preguntaban por sus relaciones afectivas; se lo contaban, eso sí, sobre todo sus alardes y aventuras de machos irresistibles, pero con ella parecían tener derecho a preguntar lo que les apeteciera, y además a voz en grito y con una sonrisa de malicia en los labios, como si desnudar su intimidad fuese una potestad a su alcance. No eran iguales, Andrea nunca fue igual a ellos, no lo consintieron: ellos podían ausentarse del trabajo con el pretexto de ir a recoger el coche al taller, o a cortarse el pelo, con toda naturalidad, sin que a nadie le extrañase ni se produjese un debate al respecto, pero, si Andrea lo hacía, era distinto: parecía que estaba robando a la empresa, que malgastaba horario laboral, que lo suyo era un capricho femenino mientras lo de ellos una necesidad biológica. Y lo mismo ocurría cuando hablaba por teléfono; podían interrumpir a su antojo porque daban por sentado que Andrea estaba hablando con su madre, con una hermana o con alguna amiga, una pérdida de tiempo a fin de cuentas, mientras que si ellos hablaban por teléfono era porque estaban trabajando, por supuesto, algo muy importante por tanto. Dentro del trabajo jamás la consideraron igual; era un esquema repetido que no podía soportar; como la manía de tocarla: no sabían hablar si no era poniéndole la mano encima, en la cintura, en los hombros, en el brazo… Así empezó aquella charla de sobremesa, mientras tomaban café, ella echándoles en cara que se comportaban de ese modo tal vez sin pretenderlo, pero de una manera que debían entender que era puro machismo, y ellos riéndose de sus opiniones. Les dijo que no recordaba que nunca se hubiesen dirigido a ella para ofrecerse a echarle una mano en el trabajo, sólo para ver si comía con ellos o salía a tomar un café, en el que, por supuesto, no hablarían de ellos sino sólo de la vida privada de Andrea. Y cuando Damià comentó que si se trataba de echar una mano le avisase, ella se fue a su despacho para no abofetearlo. Siempre fue igual: preguntaba si podía coger el periódico y Damià contestaba que podía cogerle lo que quisiera; quería saber si se iba a meter su minuta de honorarios en el estadillo de cuentas de ese mes, y sonreía al decir que a ella le metía lo que quisiese. Una broma fácil tras otra, que ni siquiera Juanjo detenía, era la relación que mantenía en un trabajo que hacían entre los tres pero que parecía sólo de ellos.

El cliente aceptó con satisfacción el proyecto de Andrea, pero sus socios no le dieron la enhorabuena. Y a las seis de la tarde, en punto, estaba sentada en una silla de la Plaça Reial esperando a Carmen para decirle que sólo le importaba ella, que lo demás era un tiempo que ocupaba con mil cosas absurdas para no morirse en la espera hasta que la pudiese volver a ver.