Se acercaban las vacaciones de Semana Santa y al igual que todos los años Carmen iría con su marido y sus hijos a un lugar en el que Andrea no podría estar. A ella sólo le quedaba esperar en Barcelona, tachando los días con ansiedad según se fueran descontando hasta que llegase el momento del reencuentro. Aquella relación estaba terminando por convertirse en un continuo reencontrarse, pero nunca como aquella Semana Santa se produjo una pausa tan larga entre un abrazo y el siguiente. La ciudad siempre le había gustado, pero en esos días comprendió que únicamente era útil cuando estaba sola, que la gente sólo era necesaria en la soledad. Con Carmen jamás necesitó la ciudad; sin ella, era la única manera de sobrevivir. Como hace ahora, esta noche y todas las noches.

Se acercaba la fecha del viaje y Carmen no hacía otra cosa que quitarle importancia: creía que exageraba, que Andrea se obsesionaba, que tampoco iba a pasar nada porque estuviesen unos días sin verse, y además llamaría por teléfono siempre que le fuera posible. Quizá fuese cierto. Andrea nunca llegó a controlar del todo sus sentimientos cuando se trataba de Carmen, pero en aquellas vísperas empezó a notar el mismo vacío que sintió luego, en su ausencia. Y, no obstante, recuerda que la tarde anterior a su marcha estuvieron hablando de ellas y Carmen le dijo que era muy hermosa, que le gustaban sus ojos, sus manos, sus labios y sus entrañas, que comerla era saborear dulce de membrillo, que amaba sus rodillas y sus tobillos, que le encantaría tener su pelo. A cada cosa que decía, Andrea respondía que no lo creía, pero en realidad estaba diciendo ojalá. Siempre fue así: Andrea decía «no» y quería decir «ojalá». Aceptar que a Carmen le podía gustar algo de ella era tan presuntuoso que le avergonzaba pensarlo. Pero aquella tarde de víspera de vacaciones Carmen dijo tantas cosas, habló de tal manera y hurgó tanto en su timidez, que Andrea pasó los diez días de su ausencia recreando esos momentos, reviviendo sus palabras para soñarlas, para imaginar que eran ciertas y que acaso fuese verdad que la amaba, aunque no fuera nada más que la sombra de lo que la amaba ella.

Aquella noche durmió como si fuera sobre el cuerpo desnudo de Carmen en un coche-cama. Por la tarde había conocido a una chica amable, adorable, dulce, cariñosa, divertida, graciosa, interesante, respetuosa, cuidadosa y atractiva. Sobre todo atractiva. Se había enamorado otra vez como nunca imaginó que se podía enamorar. Carmen no podía saber lo maravillosa que era porque, a veces, a Andrea se le nublaban los ojos y no podía reflejarlo para que Carmen lo viese en ellos y se contemplara en toda su hermosura. Creía que la conocía pero no era así. Descubrió que estaba enamorada de dos mujeres, de ella y de la que, cuando quería, Carmen llegaba a ser.

Tampoco era la primera vez que se quedaba eufórica cuando Carmen se había ido. No era la primera vez que oía música, bailaba, leía, recitaba o planchaba en el mismo estado adolescente de los quince o dieciséis años, cuando se enfrentaba al espejo de cuerpo entero que había en su habitación. Jugaba entonces a vestirse con la malla azul o negra de manga larga que tenía para la clase de gimnasia. No se acuerda de si llevaba medias y zapatillas o permanecía descalza, pero sí recuerda los besos que se daba en el espejo, y que le gustaba, o mejor dicho, que le gustaba imaginar lo que sentiría cuando supiese que agradaba a otras, que las seducía. Eran momentos en los que aún no había besado ninguna boca, ni saboreado ninguna lengua, ni jugado con ningún paladar, y el espejo frío, frío y liso, no le excitaba. Pero la imagen que veía, aunque no le terminaba de resultar fascinante, tampoco le impedía imaginar que un día la amarían, la harían disfrutar.

Ahora había pasado mucho tiempo, pero se veía otra vez al otro lado de otro espejo, no delante del que se acarició tantas veces, ese estaba descolocado en el pasillo de la casa de sus padres, sino frente al que ahora se miraba y se peinaba para nadie. Se veía y trataba de ver lo que Carmen veía en ella. Porque estaba ante el espejo, desnuda, y no le dolía la ansiedad sino que estaba tranquila, mirándose poco a poco, repasando lo que Carmen veía en ella para disfrutar por ella si era verdad que disfrutaba mirándola, para que por sus ojos viese Carmen lo que decía que le gustaba ver, para servirle de algo incluso cuando no estaba. Se acarició pensando que era ella quien disfrutaba tocándola, hasta que descubrió que estaba haciendo trampas, que en realidad se estaba sirviendo de ella para sentir el húmedo mar de interior en sus muslos. También en la adolescencia Andrea ponía la almohada vertical y se la metía entre las piernas. En esos días de vacaciones de Semana Santa lo hizo un par de veces, pero lo que más hacía era ponérsela encima para fabular que dormía junto a Carmen. Aunque en realidad no quería una almohada, lo que quería era tener cerca su piel, su cuerpo y su carne, el calor de su respiración y el aroma a hierbabuena de su risa. En la adolescencia no tenía recuerdos, no podía añorar a Carmen, pero ahora no podía hacer otra cosa. Y además se recuperaba a sí misma, se veía bailando tranquila, lentamente, o dibujando un proyecto de decoración tirada sobre la cama, o cerrando las páginas de un libro. Carmen la había cambiado sin saber la falta que le estaba haciendo.

Antes, todo lo hacía como deberes; con ella, Andrea aprendió que se podía hacer todo sin dejar de ser como era. Pensaba que lo que más le habría gustado hubiese sido estar con ella cuando era pequeña y que sus manos hubieran guiado las suyas, que hubiese sido su amiga mayor, su amiga del alma. Que hubiera guiado sus dedos en aquellos lejanos días cuando ella se tocaba la tripa y sentía escalofríos, pero no iba más allá, o crecía poco a poco. Pero ella sola. Los chicos no le gustaban; y entre las chicas no se atrevían a gustarse ni mucho menos a decir que se gustaban. Podían haber estado juntas entonces. Lo deseó tanto… ¿Se puede echar de menos hacia el pasado?, piensa ahora Andrea, andando deprisa, para volver a casa. También lo pensó mucho durante aquellos días.

Andrea no salió de Barcelona. Se acostaba pensando en Carmen, rememorando la paz que le dejaba cuando había estado a su lado. Apenas eran las diez de la noche y se iba a dormir, agarrada su mano a un pañuelo rojo de seda que le había regalado ella. Se hubiese llevado a la cama miles de fragmentos suyos, palabras, pañuelos, pulseras y perfumes, pero habría dado igual: sabría que no estaba. Pero se agarraba a su pañuelo porque era como dormir dándole la mano. Había noches en las que, aunque sabía que estaba tan lejos, pensaba que podía aparecer de repente en casa: creía que la falta de realismo era esencial para vivir en el paraíso de las ilusiones. Por eso no podía entregarse al sueño todavía; se quedaba levantada y despierta un poco más, sólo un poco más, remirando los rincones de su casa y preguntándose si a Carmen le agradaría cómo la tenía puesta. En las paredes, pintadas con el color del melocotón, había un cartel de Thelma y Louise, una serigrafía de Miquel Barceló (uno de aquellos estudios sobre moscas en los que había trabajado el artista a principios de los años noventa) y una serie de cuatro fotografías de desnudos femeninos recortadas de revistas y enmarcadas en cristal. Sobre la cómoda había una escultura anónima de un premio de diseño que le habían concedido no recuerda cuándo, y en las estanterías se salpicaban bloques de libros, máscaras de carnaval y cintas de vídeo. El sofá era blanco, los cojines de colores, el puf de piel negra y la mesita de metacrilato. La mesa de comer era una camilla cubierta de faldones verdes, rodeada de cuatro sillas, de mimbre. El estor de la ventana nunca estaba bajado. Y sobre las guías, en el suelo, permanecía mudo el aparato del teléfono. Un teléfono del que siempre estaba pendiente: tal vez ella pudiese llamar. La felicidad era pensar que era posible que llamase, oír su voz, hablar de nuevo con ella. También lo era imaginarla disfrutando de sus vacaciones, aunque prefería oírselo decir por teléfono. Por el tono de su voz sabría si se lo estaba pasando bien o no.

El sábado por la tarde tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para ir a ver a sus padres, pero regresó de l’Hospitalet esa misma noche: no quiso quedarse a dormir aunque su madre insistió para que lo hiciese. Les llevó una bandeja de pasteles que no abrieron. Su padre la miró durante toda la tarde como si tuviese la lepra, o el sida, con los ojos vueltos, sintiendo una pena que no disimuló ni siquiera para no ofenderla. Su padre era un moribundo que llevaba nueve años muriéndose pero que, aunque lo intentaba, todavía no había conseguido convencerla de que se moría por su culpa. Su madre le había dicho que era como era, y que qué se le iba a hacer: «En la vida no todo sale como se planea», y aunque Andrea le dijo que por qué se lo había tenido que decir, que su vida era suya y no tenía derecho a andar pregonando por ahí si su hija era de una forma o de otra, ella puso esa cara de indefensión y de ignorancia que dibuja cuando no quiere saber de qué le están hablando, pero lo sabe a la perfección, y ya no hubo más conversación. Su padre se dejó besar por Andrea cuando se fue, pero no se levantó del sillón ni la besó. En el vestíbulo, mientras se despedía de su madre, que la besó dos veces en la misma mejilla, oyó que desde la salita de estar repitió tres veces la palabra zorra. Su madre dijo que no le hiciese caso, y volvió a decir que podía quedarse a dormir.

El viaje de regreso a casa, en autobús, fue una lucha ciega contra sus ojos para que no se rompiesen en lágrimas. Una batalla que perdió antes de entrar en el casco urbano de Barcelona. Al llegar a casa, parpadeaba el ojo del contestador y corrió a oír el mensaje, por si era de Carmen. Pero era la voz de su madre que decía: «Andrea, hija, te has dejado los pasteles. Ya sabes que tu padre y yo no los podemos comer. Si quieres, ven por ellos y, de paso, te quedas a dormir». Esa noche Andrea se bebió todo el alcohol que tenía en casa, se bañó en restos de colonias y perfumes y estuvo oyendo en el lector del CD canciones de Sting, de Rosana, de Mercedes Ferrer, de Camarón, de Los Rodríguez y de otros muchos, sobre todo flamenco, hasta que se olvidó de que estaba viva.

Carmen regresó el martes de Pascua a los estudios de televisión de TV-13 y a la rutina de sus brazos. Estaba de una hermosura de cuento, bronceada y radiante como un sol de medianoche, con los ojos más límpidos y vivos que nunca. No hubo palabras en el reencuentro, no las necesitaron. Hubo caricias, ternura, silencios y una lágrima de una de las dos que, resbalando entre las mejillas pegadas, no tuvo dueña. Fueron dos horas pero faltó tiempo para hablar, para contarse qué habían hecho y, sobre todo, qué habían sentido. En la despedida apresurada sólo dijo que al día siguiente iría a comer y luego pasarían la tarde juntas. Después, cuando se fue, Andrea salió a llenarse de aire por el barrio gótico, se perdió en sus meandros de moho y piedras grises y lloró sin lágrimas la dicha del reencuentro. Volver a pasear el barrio gótico con su presencia en la ciudad fue conocerlo de nuevo. Era muy placentera la libertad de sentirse suya. Aunque sólo lo supiera Andrea. De todas formas, pensó que podían haberlo gritado al mundo sin temor. ¿A quién le importaba los secretos de dos mujeres en un mundo que se estaba despedazando? Con Carmen sentía que se deshacía, que se perdía, que no tenía control sobre su cuerpo, que era sólo un vientre y allí estaba ella, desencadenándola. Lo había oído decir: «El corazón es una vagina voraz con la que copulan nuestras emociones». En los momentos de consciencia Andrea pensaba que pertenecía a Carmen, que era la única que tenía la llave del placer, que sabía dónde estaba ese lugar que no veía pero notaba húmedo, blando, jugoso. Cuando Carmen la tocaba, fuese la parte del cuerpo que fuese, siempre sentía la descarga sensual en la vagina, y más si lo que le tocaba era un pezón. Entonces quería compartir su paladar, reconocer sus encías, morder sus dedos y lamer su ombligo. Y se dejaba hacer. «Excávame con tus manos, soy de arena…», le había leído. Nunca disfrutó así con nadie, nunca llegó, como con Carmen, a ese paraíso en el que el placer ya no dependía de ellas mismas sino de sus cuerpos, que se corrían, que se amaban. Andrea hubiese hecho lo que le hubiese pedido Carmen, cortarse las uñas, el pelo o las venas. Fue suya aunque ella no se lo pidiese nunca. Es más, ahora, cuando lo piensa, cree que Carmen llegó a quererla de verdad, a su modo, un modo contenido y aparentemente frío, pero a quererla. Carmen la tuvo que querer porque no era posible que mintiese su mirada, ni engañaran sus dedos ni sus palabras, ni fuese incierta la ternura de su mano en su cara al llamarla niña. Está segura: llegó a quererla porque ella se lo dijo, ella que no gastaba palabras de amor por timidez, o por vergüenza, o por inseguridad. Cuando un día hablaron de lo que eran, de lo que pensarían los demás si lo supieran y de lo que ellas mismas podían hablar sin escandalizarse, Carmen fue tan valiente que sólo el amor, cree Andrea, pudo darle fuerzas para arriesgar lo que más apreciaba, su condición pequeñoburguesa de catalanidad reciente. La publicidad de ese amor sería una sentencia que le arrebataría la estabilidad con Joan, la compañía de sus hijos y tal vez la cotidianidad de un puesto de trabajo en almoneda, como todos en esos tiempos, pero Carmen insistió en que se quedaría a solas con su amor, con ella, eso dijo, y aunque Andrea le advirtió que ella no era nada comparada con las cosas y los seres entrañables que la rodeaban, nada en comparación con su luminosidad y su hermosura, Carmen la hizo callar a besos. La amó, ahora está segura de que la amó, y si no fue tanto como ella la quiso, ni en el modo en que lo hizo, porque en Andrea fue un vaciamiento de entrañas absoluto, completo y definitivo, al menos la quiso de la manera en que había aprendido, era imposible pedirle más.

Abril fue un mes de viajes y proyectos, un viaje de Carmen, otro de Andrea y un proyecto de viaje común que al final no pudo ser. Ella tuvo que ir a Sarajevo con un equipo de los servicios informativos para cubrir el inicio de la campaña de las elecciones municipales que se iban a celebrar en septiembre, y regresó cuatro días después contando tantas cosas que no terminó de hablar durante semana y media; y Andrea tuvo que viajar a Madrid para realizar un nuevo proyecto de decoración de una tienda de Gucci en el barrio de Salamanca. Cuatro días ausente estuvo Carmen y dos Andrea en Madrid, demasiado tiempo para estar separadas.

Por eso decidieron escapar a París, un par de días nada más, pero un par de días que serían enteros para ellas. Carmen inventaría en su casa un nuevo desplazamiento por exigencias de trabajo y Andrea no tendría inconvenientes en el estudio, París siempre era una excusa perfecta.

Decidieron viajar un lunes y un martes, días neutros, y pasaron varias semanas preparándolo de tal manera y con tanto realismo que tan apasionantes fueron los planes como la promesa de libertad que se estaban regalando. Ningún detalle quedó al azar; sería un viaje que no dejaría rastro, que no dejaría huellas en nadie, sólo en ellas. El plan era viajar en el primer vuelo del lunes 14 de abril y regresar en el último del martes 15, con billetes separados, comprados en agencias distintas con una hora de diferencia, de modo que Carmen sacaría el suyo y Andrea podría después pedir en su agencia el asiento contiguo, o en su defecto uno cercano. Carmen pagaría el importe de la ida y de la vuelta en metálico, con dinero que Andrea le prestaría. Andrea pagaría con plástico. En cuanto al hospedaje, finalmente consensuaron L’Hòtel, en el 13 de la rue des Beaux-Arts. A Andrea no le gustaba la decoración, a medio camino entre el romanticismo tardío de principios de siglo y lo hortera de la tapicería en rosa palo y oro, pero a Carmen le parecía muy excitante que allí hubiese vivido sus últimos días el cínico Oscar Wilde, y que incluso tuvieran la suerte de que les dieran la misma habitación. No era barato, demasiado caro para París, le dijo, pero le ilusionaba tanto que Andrea fue incapaz de oponerse. En realidad, lo único que le importaba era estar con ella, el sitio, la ciudad y el tiempo daban igual. La cuenta del hotel era cosa de Andrea, ya harían números a la vuelta y verían la forma en que Carmen daría su parte poco a poco, inventándose gastos en la casa o sacándolo de la cuenta corriente que compartía con Joan.

La única noche que pasarían en París cenarían en Le Télégraphe, sin duda el único sitio donde las mirarían, a qué si no iba todo el mundo allí. Una especie de venganza en frío, la revancha contra el mundo. De la clandestinidad de Barcelona al exhibicionismo de Le Télégraphe, se dijeron; de eso se trataba. Antes, dedicarían la mañana a ver escaparates en el boulevard Saint Germain, Shuemura, Sybilla, Ventilo, Montana, Gaultier, Khenzo, Versace y Laurent Mercadal, hasta Adolfo Domínguez si daba tiempo, y por la noche, si no estaban agotadas, tomarían algo en el Café de Flore para recordar otras visitas y por no salir del barrio.

El martes madrugarían para desayunar cruasanes recién hechos y subir escaleras de cristal en el Pompidou, Carmen quería verlo. También irían al museo Picasso, antes de comer, y al Louvre después, sólo estaba a un paso yendo por Rivoli. Comerían deprisa en cualquier cafetería del boulevard Sébastopol… Ese era el plan, pero pronto descartaron el Louvre. A Andrea le daba lo mismo, con verla pasear a su lado se conformaba, pero ella dijo que era absurdo perder dos horas en un museo, que había estado quince veces en París y nunca se le había ocurrido ir, por qué tenían que hacerlo ahora. Tenía razón, Andrea lo sabía desde el principio, pero la programación inicial del viaje parecía hecha desde un laboratorio de turismo hortera de fin de semana y a ella no le importaba. Lo que Carmen dijese estaba bien. Ella sabía que, planearan lo que planearan, Carmen terminaría de compras en el Porte de Montreuil, aunque quizá la ropa de segunda mano le diera aprensión y finalmente cambiaría de idea y compraría algo de Esprit, aunque para eso, la verdad, no hacía falta ir a París, dijo en un momento de lucidez en medio de la pasión de unos planes que les ilusionaban.

Irían hasta el aeropuerto en taxis distintos y no se hablarían si no estaban seguras de que no volaba nadie que pudiera reconocerlas, y al regreso se despedirían en el avión, al aterrizar en el Prat. Todo decidido.

Una varicela leve de Juanito, el pequeño de Carmen, rompió los planes con el estruendo de una vajilla que se resbala, con los billetes comprados y confirmada la reserva del hotel, y el viaje pospuesto para mayo, un tiempo demasiado lejano para que Andrea pensara que alguna vez llegaría. Se consolaron mutuamente por teléfono cuando Carmen le dio la noticia el sábado 12, y aun siendo verdad, en algún momento a Andrea se le pasó por la cabeza la idea de que el niño no estaba enfermo, aunque también le pareció recordar que una vez dijo que una madre no ponía jamás la salud de su hijo como excusa cuando no quería hacer algo. Tal vez fuese una advertencia, o una pirueta en la que poder ampararse algún día, pero lo cierto fue que la levedad de su mal fue tanta que el miércoles volvió al colegio. Andrea nunca supo la verdad ni se interesó por conocerla. Lo que ella hiciese, y lo que decidiese, estaba bien, fuese lo que fuese.

También recuerda que, cuando viajó a Madrid, tuvo muchas horas para pensar y no sabía qué había cambiado y qué no había cambiado en ella desde que había conocido a Carmen. Estaba sentada en la cafetería del aeropuerto sin nervios, sin desesperación, con un pie fuera del zapato, con el cansancio justo y a la espera de oír la llamada para su vuelo. Era pronto, había llegado con demasiado tiempo de antelación porque creía que, llegando antes, saldría antes y llegaría antes a verla. En otra época, en su adolescencia, estaría perdiéndose o intentando perderse por bares y callejas de Madrid, o confundiéndose y confundiendo las intenciones de otras en La Bohemia, en Medea, en Truco o en Ambient, antes se llamaba No Te Prives, pero entonces estaba allí, como quería, sola, sin nadie a quien no quería.

Sólo existía un parón en el reloj, otra pausa más hasta volverla a ver.

Descubrió que, sin darse cuenta, con Carmen había aprendido a estar tranquila en todos los momentos, y que no le interesaba ni tenía por qué interesarle pasear, ni mirar a la gente, y no era porque no concibiese hacer esas cosas: las había hecho antes de conocerla con el deseo de empaparse de la humedad del ambiente, de caminar por las calles o junto al mar, de descubrir algo. Pero ya no quería más, sólo quería que ella supiera dónde estaba, qué hacía, para que la conociera aún mejor. Supo que su parte frívola, sus autotraiciones, sus falsedades, habían desaparecido cuando la conoció. Y que lo único que hacía eran cosas intrascendentes hasta que llegase el momento de volver a verla.

Quizá pudiese sentir con otras, amar y gozar con otras, pero no podía pensar que hubiera alguien más que no fuese Carmen. Tampoco se acordaba del tiempo anterior cuando aún no la había conocido: no recordaba otra vida, ni otras sensaciones. Tendría que acudir al Registro Civil para solicitar que rectificaran su partida de nacimiento y quedase constancia de que había nacido el mes de enero de 1997 a la edad de veintiséis años en Barcelona, el día que la conoció en un aeropuerto y cruzó con ella una mirada de necesidad que por una vez supo interpretar.

En la distancia es como mejor se aprende a valorar lo que se tiene. Aquella tarde, esperando la voz metálica que anunciara su vuelo de regreso, supo que toda ella era de Carmen porque cerró un instante los ojos y se preguntó quién había en la cafetería, intentó recordar a una persona, sólo una persona, y no se acordó de nadie. Ni de hombres ni de mujeres, ni siquiera del camarero que la había atendido. Cuando comprendió que su mundo se reducía a Carmen, tembló. Porque si ella escapase de su lado no se quedaría huérfana, simplemente ya no existiría. Pensar en ello multiplicó la valoración de lo que tenía, agrandó su imagen, su recuerdo, como esa manta de nubes que va adueñándose del cielo al atardecer antes de la tormenta en verano, como esa sombra del edificio que crece en la acera de la calle a primera hora de la tarde.

No quería estar lúcida y decidió no estarlo nunca más. Sólo cuando soñaba creía ser amada. Esa fue la consigna: no dejar nunca de soñar.

Al regresar de Madrid, fue Damià, en la reunión mensual de gestión y proyectos, quien antes de acabar hizo un par de insinuaciones sin gracia sobre ella y terminó planteando, con gravedad fingida, que los socios tenían derecho a conocer su situación sentimental, y que, vamos, «que desembuchara», que tenía la obligación de informarles si tenía pareja. Tal vez porque se pusiera nerviosa, o se quedara desconcertada, o lo que fuese, el caso es que Andrea se ruborizó y dijo que no, que no había nadie en su vida, tras lo cual Juanjo y él se echaron a reír entre grandes carcajadas que congestionaron a Damià hasta hacerle toser. En cambio, Juanjo pidió disculpas pero ninguno de los dos pudo imaginar cuánto los odió en aquellos momentos. Juanjo volvió a disculparse mientras ella se levantaba, recogía sus papeles apresuradamente y abandonaba la sala de juntas. No supo mandarlos a la mierda. Le habían perdido el respeto por completo, nunca pensó que llegase a ser así, pero ocurrió. Su propia empresa se había convertido en un campo de batalla con bandos que se odiaban, y ella estaba en el perdedor. También allí era perdedora.

La vida fuera de casa estaba convirtiéndose en un infierno. Sólo con Carmen se encontraba segura; con ella no necesitaba fingir. Por eso valoraba cada vez más su presencia. Su carácter apacible, sosegado, sin estridencias ni altibajos podía hacer pensar a primera vista que no amaba, que se dejaba amar sin ofrecer nada a cambio. Tal vez fuera así, nunca lo supo con seguridad, pero Andrea estaba tan a gusto a su lado, Carmen permitía que la vida transcurriese con tanta placidez a su alrededor, que era como vivir entre nubes blancas de verano, refrescantes y cálidas a la vez. Carmen era una mujer muy madura a los treinta y ocho años, con la cabeza siempre fría y el cuerpo siempre dispuesto a entregarse al juego. Repitió hasta el final que a ella no le gustaban las mujeres y cuando, en un sarcasmo innecesario, atrevido, Andrea le preguntó qué era ella entonces, dijo con todo el cinismo del mundo que ella no era una mujer, que era su amante. Y cambió de conversación como si la contradicción no hubiese salido de sus labios o ni siquiera la hubiese dicho.

No le gustaban las mujeres pero le gustaba Andrea, decía; quizá porque le daba placer. Su pelo era corto, despeinado y cortado a capas, pero Andrea no cree que eso le hiciese figurarse durante el orgasmo que no era una mujer. Tenía más pecho que ella, apenas tenía vello púbico y podía ver su sexo al besárselo, no podía confundirlo, no había lugar a la duda ni en los momentos de mayor abstracción. Le gustaba Andrea, eso decía, y cuando la acariciaba sabía que acariciaba a una mujer; cuando la besaba, besaba a una mujer y cuando introducía los dedos o la lengua donde la aventura se convertía en lluvia, sabía explorar paisajes ocultos con el mayor de los desparpajos, sin confusiones. No le gustaban las mujeres, tenía que decirlo tal vez para estar conforme consigo misma, pero le gustaba Andrea. Menos mal, piensa ahora.

Porque Andrea estaba enamorada de ella de una manera irracional, salvaje, primitiva y abismal, sin resquicios a la duda. Enamorada hasta el vértigo, hasta el naufragio. Una indicación, un gesto, y era suya la sombra de la luna en una noche nublada si había la más remota posibilidad de alcanzarla. Nunca empleó con ella la palabra esclava pero Andrea se la repitió una y mil veces, incluso cuando le sonaba bien.

Fue un amor compartido, sin reproches. Hasta sus ángeles de la guarda se hicieron amantes durante ese tiempo. Carmen miraba sus pies antes de besarlos y Andrea hacía zumos de pomelo y uva para que los bebiera y su sabor le recordase mañana que hubo un ayer con ella. Se quisieron de una manera que no les dejó pensar en lo que les estaba sucediendo, de una manera dulce, como si fuesen mucho más que dos mujeres enamoradas. Se idealizaron como si fuesen recuerdos.