Qué fácil es recordar a Carmen en la quietud dulce y silente de la noche. Durante el día es un recuerdo de angustias, un recuerdo de presencias continuas porque en cada mujer la revive a ella, hay demasiadas mujeres que se parecen de espaldas; pero en la noche sólo dibuja su cara en la imaginación, su cuerpo en las sombras. A estas horas no hay ruidos que hieran los trazos ni perfiles cambiantes que distorsionen su imagen real. Ahora Andrea ha llegado al paseo de Gracia; de nuevo puede oír en la lejanía motores de coche cruzando la madrugada, y, de tarde en tarde, se queda contemplando un hombre que camina apresurado, buscando su casa o consumando la huida. Es la población del domingo antes del alba, los nómadas del desierto, náufragos pintados con crispación, como esperpentos de la serie negra de Goya, o esas figuras rojas, amarillas, negras y vencidas de los pinceles ágiles de José Lucas. De repente, le viene a la memoria que Carmen le dijo una tarde que quería ofrecerle algo más que un adulterio. Carmen sabía decir las cosas; tal vez por eso no pudo dejar de estar cada día más atrapada por ella.
Atrapada. Esa era la palabra. Andrea comprende que no despierta ningún sentimiento, ni de admiración ni de odio, si de simpatía ni de antipatía. Es una mujer anodina, siempre lo fue y ya es tarde para procurar aparentar ser algo distinto. No despierta sentimientos en nadie, es transparente, bastante suerte tuvo al ser elegida por Carmen para rellenar una laguna afectiva, qué menos que dejarse atrapar por ella en expresión de total reconocimiento y agradecimiento. Andrea se sabe una chica vulgar que puede entrar y salir mil veces de una fiesta de inauguración de una exposición pictórica y nadie se habrá dado cuenta al final si ha asistido o no al suceso. La quiso Marta, la quiso Joan, la quisieron sus padres mientras fue pequeña y ahora la quieren Montse y Laura, al menos cree estar segura de ello, pero Carmen no la amó, sólo la utilizó. ¿Y qué? ¿No era más que suficiente? Podía haber utilizado a otra, hay millones de mujeres en el mundo, casi todas mucho mejores que ella, por ejemplo Laura, que es más joven, o Montse, que es más coherente, más sensata, o… ¿O quién? ¡Mierda! ¿Es que acaso ella no tiene un cuerpo caliente, unos ojos que miran azul y lloran lágrimas con sabor a herrumbre y unos labios diestros para comer y extraerle el placer a una talla de madera si fuese necesario? Carmen no se portó bien con ella. ¡Asquerosa, imbécil! Puede que Andrea sea una mujer apagada como un candil al mediodía, un insecto invisible en el halo rojo de la luna grande del atardecer, una hembra vulgar como las que hacen guardia a las diez de la noche a la puerta de los puticlubs de la trasera del Paralelo, pero sabe de amores y de placer, sabe de necesidades físicas, a veces le pica el coño, joder, como a todo el mundo, aunque nadie lo sepa. Más puta era Carmen, que compró carne y ella se la vendió al precio de una docena de caricias y cuarto y mitad de palabras bonitas. ¡Puta! La había atrapado y le estaba bien empleado, por haberse dejado apresar e inmovilizar. ¡Guarra, más que guarra! ¡Cómo la odiaba a veces! ¡Cómo la idolatraba!
Ni con Carmen ni en el estudio tuvo Andrea problemas serios a causa de lo que todos entendieron, confundiéndose, que había sido un intento de suicidio. Supo que Juanjo y Damià pensaron por un momento que lo mejor sería disolver la sociedad, y notó que tanto ellos como Elena y Mercè, las secretarias, la miraron durante días con desconfianza, como si estuviesen expuestos a los trastornos de una asesina que en cualquier momento podía saltar de improviso sobre cualquiera de ellos. Ahora no recuerda si fue verdad o sólo lo imaginó, pero le parece que quienes peor se portaron fueron Mercè y Elena, acaso indignadas porque no pudieron enterarse de la verdadera razón de su proceder; y curiosamente fue Damià quien mejor la trató, dadas las circunstancias: la mantuvo al corriente de los susurros que se extendían sobre su futuro en la empresa y de la decisión final de Juanjo de no prescindir de ella, al menos mientras no se repitieran los hechos y siguiera rindiendo como siempre sin que se le pudiese acusar de un grave problema de actitud. Damià se comportó bien con ella hasta que unos días más tarde lo estropeó, cuando la llamó a un rincón de los lavabos y le dijo que él sabía lo que necesitaba, un hombre, que por qué no pasaba la noche con él.
Fue el mismo día que llevó la camisa anudada sobre el ombligo, sin sostén, cumpliendo instrucciones de Carmen. Comprende que iba un poco exagerada, es cierto, pero sigue pensando que eso no le daba derecho a Damià a ponerse cachondo, a calentarse como un quinceañero ojeando un Playboy; como tampoco autorizaba a las secretarias a interceder en favor de él cuando la oyeron gritar insultos que no recuerda pero que sirvieron para pararle los pies. Se pusieron de su parte sin saber cuál era la causa de su actitud y opinaron que si no quería problemas no se vistiera de ese modo, que iba pidiendo a gritos que la violasen.
Montse y Laura, sus amigas, en aquellos confusos días de convalecencia, estuvieron a su lado sin hacer preguntas. Montse miraba a Andrea con ojos de pena, con esa mirada de madre que no comprende una reacción extraña de su hija adolescente pero que permanece a su lado, sin reservas, y le dijo que no había sido justa intentando hacerles la faena de morirse. Andrea estaba cansada de negar y cerró los ojos, convencida de que es posible lavar un estómago pero que no hay detergente contra las apariencias. Laura, exagerando sus atenciones, tal vez para que supiese que no estaba sola o para que comprobase hasta dónde llegaba su cariño, deslizó los dedos bajo la sábana de su cama aprovechando una ausencia de Montse y la masturbó, aunque Andrea le rogó que no lo hiciese, que no estaba con ánimos. Laura insistió, y fue pensando en Carmen como Andrea obtuvo el placer que le regaló con la sabiduría de sus manos tiernas, aunque Laura sonrió satisfecha creyendo que Andrea aún sentía algo por ella. Andrea sabe que nunca se equivocó con ninguna de las dos: el hecho de saber que estaban ahí, aunque pasara mucho tiempo sin verlas, bastaba para sentirse segura en los peores momentos; sabía que podía descolgar el teléfono y sus voces aparecerían al otro lado cuando se quedara sin sal, sin luz o sin fuerzas. Porque a veces necesitaba también mucha fuerza para volver a la vida, o para permanecer junto a Carmen, y también para aguardar su regreso.
Carmen. Era un regalo renovado día a día. Una sorpresa siempre favorable. Ver parpadear el contestador era esperar su voz, y que estuviese, un milagro. Quería creer que la única razón de que la llamara era porque sabía la ilusión que le hacía encontrarla entre las paredes del teléfono.
Después de insistir, como un niño con un capricho, un día pudo ir a verla donde trabajaba, la redacción de los servicios informativos de TV-13. Le permitió hacerlo. No podía creer que aquello fuese verdad y que no hubiese que dar nada a cambio, que ni siquiera le pidiera que dejase afuera los sentimientos, escondidos; que la permitiera mirarla e incluso rozarla, sentir su respiración, oírla hablando, notarla, verla donde sólo la había imaginado. Y que le hubiera consentido en ir a visitarla. Fue un placer imposible de describir, como haberse introducido en su intimidad, en su privacidad, en un lugar que era sólo suyo. Como si le abriese la puerta a su verdad, o un primer beso. A menudo hacía cosas como aquella y por eso a veces sentía que se perdía, que dejaba de tener voluntad y que, por gusto, se hubiese quedado así para siempre. Nunca, en ningún otro sitio, había sentido con tanta intensidad que formara parte de ese mundo, que era su mundo. Deseó que no le hiciera caso sólo para que no estuviera sola. Porque desde que la había conocido no se sintió sola. Siempre se sentía con ella.
Habían fijado unas pocas reglas de supervivencia porque conocían que vivir en el riesgo era una limitación y necesitaban poner colchones a los impactos, viniesen de donde viniesen. Nunca se besarían en público, no irían a locales de ambiente, Andrea no le telefonearía a casa, y llamaría al trabajo lo menos posible. Ella, para mantener en secreto la relación, fingiría no reconocerla si alguna vez se encontraban por la calle yendo con Joan, su marido, o con sus hijos, y cuando viajasen por razones de trabajo nunca se traerían un recuerdo que pudiera delatarlas. Los regalos, por supuesto, estaban prohibidos, incluso aquellos de los que pudiesen justificar su procedencia, aunque esta regla se la saltaron tantas veces que Joan llegó a recriminar a Carmen los excesos en algunas compras que suponía que había realizado saltándose el presupuesto doméstico y que naturalmente eran regalos de Andrea.
Pudieron viajar juntas una sola vez, un día de plan falso que inventaron cada una en su trabajo. Fueron a un parador de Huesca, cerca de Bielsa, y allí fue cuando Andrea le pidió que le dejara ser el valium de su vida, su viernes por la noche, esa parte lúdica de la existencia que todo el mundo necesita. Y Carmen aceptó. Volvió mucho más enamorada de lo que estaba: desde aquel día su vida sólo tuvo un objetivo y Andrea piensa ahora que lo mejor de todo fue que ella no se lo había pedido, que se lo permitía, solamente.
Se lo dijo muchas veces: «Tú decides».
Y con eso quería decir todo.
Cuando estaba en casa, hiciera lo que hiciera, Andrea miraba el teléfono para ver si estaba puesto el contestador, para ver si funcionaba, para ver si ella llamaba. Y nunca le dijo a Carmen que desde que se quedaba sola hasta que la volvía a ver, la imaginaba. La imaginaba en la cocina desayunando, gateando por el suelo del salón jugando con los niños, desnuda sobre la cama, durmiendo… El día que Andrea le dijo que no merecía su amor, Carmen la miró sonriendo y la abrazó de una manera tan tierna que aún puede sentir el fuego con que tatuó su nombre sobre su piel. Respondió en un susurro: «No se trata de lo que uno merece, niña, sino lo que uno quiere…».
Ahora sabe que las dos sabían lo que querían…
Fue un tiempo en el que Andrea no veía a nadie. Y si hablaba con alguien, la desconocían quienes mejor creían conocerla. Andrea hablaba de fidelidad, con la de saltos de gacela que había ejecutado en otros tiempos; alababa la delicia de quedarse en casa leyendo o mirando la televisión, cuando nunca se la vio permanecer cómoda en la rutina. No entendía por qué se escribían novelas de lesbianas en las que mataban a las protagonistas, pensó si acaso se imponía otra vez el imperio de la vieja moral protestante según la cual ningún pecado puede quedar sin castigo, si sus autores, atados al subconsciente, identificaban lesbianismo y pecado y así resolvían la trama, sin mayores complicaciones. Por eso ya no leía novelas de amor, sólo releía a Esther Tusquets de vez en cuando. Andrea se convirtió en la mujer más aburrida de Barcelona a los ojos de todos. Y ella insistía en que lo mejor de la vida era la tranquilidad, seguir pequeñas costumbres, dejarse llevar… Y era precisamente lo que hacía: iba de casa al trabajo y del trabajo a casa, algunas noches hablaba por teléfono con Toni y Rosa, deseando colgar cuanto antes por si Carmen llamaba, y algún fin de semana iba a comer a casa de Montse y Laura, hasta que a Carmen dejó de parecerle bien. No es que se lo prohibiese, no hizo ningún comentario que significara reprobación por ir a verlas, pero Andrea creía percibir un mohín de desagrado cuando le decía lo que había hecho y con quién, y si además empezaba a hablar de un nuevo perfume de Cacharel, de un pantalón crema de pinzas que había visto en Versace o de los biquinis de lunares de precio imposible de Chanel, no había duda de que estaba escondiendo su enfado bajo los pliegues de su blusa para evitar que lo descubriese. Andrea sabía que Carmen evitaba aparentar que estaba celosa para que ella no lo confundiese con debilidad, pero llegó a la conclusión de que no le agradaban aquellas visitas a una casa habitada por dos mujeres que la podían rozar, acariciar, besar y robar pensamientos de ella, aunque fuese durante unos instantes. Ahora cree que no supo transmitirle que la quería más de lo que percibía y mucho más de lo que era capaz de expresarle, que todos sus pensamientos estaban posados en ella, hiciese lo que hiciese, y en esa creencia se amarga hasta que se da cuenta de que tiene que orinar porque le va a estallar la vejiga.
No puede evitarlo. Mira a un lado y a otro y no hay nada abierto. Un establecimiento de teléfonos móviles, la sucursal de un banco, una panadería, un zapatero remendón, una tienda de ordenadores, una bocatería. Y, entre la bocatería y la tienda de ordenadores, un portal resguardado que se esconde en sombras. Una oferta de urinario. Una buena oferta, además. Lo piensa mientras vuelve a mirar el fondo de la calle, arriba y abajo. Lo siente por la portera, o quien quiera que sea la persona encargada de la limpieza, que al amanecer blasfemará, pero no puede aguantar más. Lo siente de veras mientras se pierde en las sombras. Un minuto y vuelve a salir. Ya no tiene frío.
Nadie la ha visto. Nunca la ven. Continuar siendo transparente para todos. Hasta Carmen, muchas veces, parecía no verla. Camina con más agilidad pensando que no entendió bien el juego que propuso Carmen para la relación, porque unas veces parecía que la quería sólo para ella y otras que no le importaba nada: tenía un carácter frío, distante, pero al mismo tiempo un sentido de la posesión desmesurado; no hacía nada para demostrar que la amaba pero dejaba bien a las claras que lo suyo era suyo y que no iba a permitir que nadie fuera a arrebatárselo. Sus palabras parecían claras pero sus sentimientos eran muchas veces confusos, pero Andrea aprendió también que no era quien para entenderla ni para pedirle explicaciones, para exigir que le aclarase lo que sentía. Por eso comprendió que lo único que debía hacer era callar y aceptar, saber que todo lo que hiciera, dijese o sintiese estaba bien: Andrea terminó por no salir con nadie ni ver a ninguna de sus amigas, todo lo que no fuera estar a su lado le producía una inmensa pereza. Montse y Laura le telefonearon muchas veces para ir al cine, salir a cenar o invitarla a casa, pero dejó de hacerlo con excusas cada vez más endebles. Damià también la llamó algún fin de semana con una excusa laboral y una intención dirigida a verse, pero sus respuestas fueron tan secas y duras como guijarros de pedernal. Y hasta tuvo que hacerse experta en el arte del disimulo, en la farsa: se compró un bolso que llevaba de vez en cuando por la calle.
Disimular para vivir. Mentir para sobrevivir.
Nunca discutían. A Andrea le aterraba discutir, no le compensaba. Si Carmen opinaba que el sexo era frustrante cuando no acababa en orgasmo, no se lo negaba, aunque algunas veces a Andrea le bastase el placer de la caricia, el calor del beso, la ternura interminable. Y si Carmen no se dejaba siquiera besar cuando estaba con la regla, porque no quería «darse un calentón para terminar en nada», decía, tampoco le llevaba la contraria: ¿Cómo iba a explicarle que las horas se podían convertir en segundos con sólo tener sus manos entre las suyas, con que sus dedos fuesen plumas de ángel haciéndole cosquillas en el alma? O que el placer no era los orgasmos que le daba, sino su presencia, su aliento cercano. Nunca discutió con ella; todo lo que pensase tendría una razón y Andrea lo respetaba, pero sabía que estar tan vendida era algo que a la larga no podía ser bueno para ninguna de las dos. Hacían el amor cuando Carmen quería; dejaban de hacerlo cuando Carmen se cansaba. Y sus miradas eran señales que aprendió muy pronto para no infringir las normas inscritas en el código de la circulación que regían el tráfico por las autopistas de su cuerpo.
Solían dormir la siesta juntas. Se veían dos o tres veces a la semana, en días que habían madrugado y a ambas les faltaban horas de sueño, y en los encuentros de primera hora de la tarde se tendían una junto a la otra, y a veces Carmen dormía. Andrea sólo entornaba los ojos, rara vez llegaba a dormir, casi siempre la miraba y permanecía así, sin hacer ruido.
Era lógico que Carmen estuviese cansada, piensa Andrea. Antes de llegar a la televisión había preparado los desayunos de los niños, los había vestido y lavado y había dejado instrucciones precisas para la comida y la cena. Después, trabajaba hasta las tres e iba a verla. Casi nunca podían comer juntas porque ella necesitaba mostrarse con normalidad entre los compañeros de trabajo, incluso ante su marido, a quien acompañaba de vez en cuando durante la hora de la comida. Cuando al fin llegaba a la casa, estaba rendida. Necesitaba descanso y Andrea se lo proporcionaba, aunque al hacerlo se estuviese perdiendo aquellos maravillosos momentos de las caricias.
Carmen no comprendía que Andrea precisara vivir en la clandestinidad. Aseguraba que su caso era distinto: a fin de cuentas estaba casada y lo suyo era un acto de infidelidad; pero en lo que se refería a ella era lesbiana y no comprendía que lo ocultara. Qué difícil le resultaba a Andrea explicarle que la sociedad rechazaba la homosexualidad, sobre todo en las mujeres; la permitía más fácilmente entre hombres sólo por razones de poder. «La sociedad es machista», le explicaba, «y si conoce que un hombre es homosexual, lo acepta porque al fin y al cabo es un rival menos a la hora de poseer y ejercer su poder sobre las mujeres, lo que a la mayoría les parece estupendo. Pero si una mujer llega a una situación en que puede sustituir al hombre en la intimidad y en los afectos con otra mujer, como instrumento capaz de proporcionar el mismo placer, u otro mayor, nadie lo admite. El poder, todo es a causa del poder». Carmen la miraba sin comprenderlo, se reía a carcajadas y decía que era una exagerada, una mitinera incendiaria, su pequeña Pasionaria la llamaba, y añadía que no temiese porque si alguien intentaba hacerle daño, ella le ajustaría las cuentas. «¿O es que acaso no sabes cómo soy?», preguntaba.
Carmen no entendía lo que Andrea le decía, nunca la entendió, pero no importaba porque no sabía la tranquilidad que le daba tener sus piernas encima, oírle respirar y verla dormida, tan dormida como para no atreverse a apoyar las manos en su cuerpo por si la despertaba. Le hubiese gustado hacerle todo placentero, también su sueño, pero no podía saber lo que deseaba, lo que sentía. Lo único que quería era notarla a su lado, con esa normalidad imposible que le hacía abrir los ojos para comprobar que era ella, que era verdad, que estaba ahí, durmiendo, aunque sólo fuese la siesta. Carmen, así, era como una niña a la que se podía mirar sin fatiga toda una vida. Dormida sonreía a veces, y a Andrea le gustaba creer que estaba soñando con ella. Entonces sonreía también, sentía que eran dos mujeres sonriendo sin que una de ellas supiera que la otra la amaba en esos momentos de una manera que no podía explicar. Cómo iba a explicarle Andrea que desde que habían hecho del día su tiempo ya no le gustaba la noche, no le gustaba.
Recuerda que lo que más temía era que alguna vez llegase la indiferencia. Jugar a verdad o mentira con Carmen no lo hubiera soportado. Le suplicó que si le llegaba a resultar indiferente, se lo dijera. Y si se resistía a creerlo, se lo escribiera en la piel, a fuego, hasta que lo comprendiera. No quería ser para ella como cualquier otra persona. No hubiese podido…
A veces Andrea se ponía triste y trataba de convencerse de que en cualquier momento miraría hacia ella y Carmen ya no la vería. Trataba incluso de hacerse a la idea de que ya era así, pero cuando se desbordaba en ella, cuando estaban juntas y dejaba de pensar que no la quería, que se había hartado de ella, entonces, cuando todo su cuerpo y su cabeza querían poseerla y abusar de su piel, no podía más que disfrutar, chorrear y babear. También se le caían las lágrimas, pero no le gustaba que Carmen lo viera, que la viera en esos instantes en que no pensaba en ella, en los que se abandonaba para estar metida en sí misma y sólo sentir su lengua dentro y sólo eso; cuando oía su voz decir exactamente lo que más deseaba. Era cuando la provocaba para atreverse con ella, para ser más animal aún. Por eso no quería que la viera, porque no era un acto de amor delicado sino un deseo de quererla apretar, chupar, tragar y fundirse en ella, en su carne.