Andrea no fuma, no bebe alcohol, casi no come, su sexo se ha dormido y cuando mira se hace tantas preguntas que no le compensa repetir la mirada. En realidad, sólo le satisface recrear el pasado, nada del presente le resulta apreciado, íntimo, cercano; recuerda cuando Carmen dormía junto a ella: a veces tragaba saliva y luego parecía que masticaba, como si su boca, reseca, se bañase en restos inexistentes de baba; y también se acuerda de sus palabras cortas, cortantes, excitantes: «Entra», «Sigue», «Ahí, ahí, por ahí…». En cambio no recuerda su mirada, parece mentira, cinco meses adorándola como si fuese un ídolo antiguo, una piedra altiva puesta por la naturaleza en mitad del páramo, resistente al sol, a la lluvia y a los embates del viento, y no puede recordar con exactitud el color de sus ojos. Eran negros, de eso está segura, pero no puede recrear el matiz, el brillo, el tornasol preciso de su mirada. A Andrea se le han olvidado demasiadas cosas en estos tres últimos meses, la irisación de su pupila, la sensación de sentirse enamorada, el número del teléfono de Carmen, los horarios de autobús a l’Hospitalet, el tono de voz que puso la última vez que le dijo que jamás se separase de su lado. La memoria es mentirosa: nos recuerda en el presente que nunca olvidaremos esto o lo de más allá y cuando la citamos a nuestra presencia para que nos aporte el dato que buscamos, se encoge de hombros y, sin excusas, dice que ya no se acuerda. ¿Qué era aquello que le disgustaba de Carmen? Porque algo habría… Andrea mira dentro de sí y no le gusta lo que ve. Pero está viva, siente, de hecho ahora siente mucho frío y está muy cansada, está buscando un banco en la calle para descansar un rato y no lo encuentra. Tampoco hay bares abiertos, tiene ganas de orinar. No sabe dónde está. En realidad, hace demasiado tiempo que no sabe dónde está porque ni siquiera le conviene preguntárselo: un día le dijo que paseara sus labios por su espalda, por el interior de sus muslos y por los alrededores de su sexo y Carmen inició un camino que la llevó lejos, innecesariamente. Desde entonces, nunca sabe adónde ir. Debió matarla. Si la hubiese matado, por lo menos ahora se sentiría mejor. Pero no. ¿Cómo iba a matarla si ella era su vida, la razón para vivir, su única esperanza? Andrea piensa siempre en Carmen, y cuando se para en mitad de la acera para recordarla con nitidez, como nítidos son los bordes de esa luna que empieza a caer detrás del edificio acristalado y neutro del otro lado de la calle, justo enfrente, la rememora entre el odio y la pasión, cree que se entregó a ella porque necesitaba salir del presidio de la soledad, que se entregó a Carmen como se podía haber entregado a una vocación religiosa, a la pesca submarina o a un frasco lleno de cápsulas verdiblancas de prozak. Era la manera de disfrazar su soledad, de engañarse. Y vivir en el engaño ha sido su modo de sobrevivir. Qué vida más jodida.
Estas calles por las que pasa ahora no le recuerdan nada. Debe de ser la primera vez que se aleja tanto, o tal vez sea que cuando ha pasado por ellas no se ha fijado. Cierra los puños dentro de los bolsillos de su chaqueta oscura de cuadros porque sigue teniendo frío en las manos y los dedos, animalillos, no pueden permanecer quietos. Lleva zapatos de sierra de piel marrón con grandes suelas y calcetines de lana también marrones; gracias a eso no se le han quedado congelados los pies, pero le duelen. Ha caminado demasiado. Por fin, al doblar la esquina, encuentra lo que buscaba, se sienta en un banco de piedra blanco, pulido, inesperado. Los pantalones vaqueros no son lo suficientemente gruesos para impedirle sentir el glacial contacto de su cuerpo con el sillar de granito. Nota que lleva algo en el bolsillo de atrás del pantalón que le molesta: saca el papel, lo reconoce. Es una carta que ha recibido de Carmen Moreno, una amiga de Cádiz, poeta de luna y miedos. Una carta llena de poemas en los que habla de afecto, de comprensión.
Desdoblaron los cipreses del mar
y junto al lecho, como besos por encargo,
las letanías se hacían más viejas y morían.
Muchos amigos y amigas han sabido por Montse y por Laura la historia de Andrea, y el final que no pudo evitar, los días de llanto y la recuperación de la soledad. Lo han sabido Eduardo y Mónica en Valencia, Noelia en Salamanca, Alfons en Sitches, Rocío en Santiago, Ana en Madrid, Carmen Moreno en Cádiz… La poeta se apresuró a escribir una carta llena de poemas para recordarle que era su amiga, que también podía contar con ella en los malos momentos.
Te querré como a un ídolo blasfemo,
anunciar, tu resurrección de entre los vivos,
nada impedirá que tu santuario cobije
el desaire suicida de unos brazos que te miran.
Andrea piensa en la extrema bondad de su amiga y a sus ojos se asoma una película de gelatina por el frío y la emoción de saberse arropada. Cuidada por otras, no por Carmen, se lamenta. Carmen nunca la cuidó, Carmen sólo pensaba en sí misma, terminó siendo el peso más insoportable del mundo, un peso al que Andrea tenía que amarrarse para no levitar y perderse en la inmensidad del infinito. Carmen la mantuvo con los pies en la tierra, a pesar de todo. En cuanto soltó amarras, su mente voló sola y se perdió. Andrea tiene una pátina de dolor en los ojos que le impide llorar y no le deja recuperar el sosiego. Respira hondo para poner orden en la rutina de sus pulmones y llega a la conclusión de que Carmen era mucho mejor que ella porque siempre fue la misma, mantuvo la coherencia, mientras ella, ¿qué hacía? Pasaba del desamor de Marta a la promiscuidad más absurda, nada más alejado de su manera de ser, y de Joan, un hombre, otra vez a la promiscuidad, para después volver a morirse por oír la respiración de una mujer en su regazo. ¿Dónde estaba la coherencia?, ¿qué merece un personaje así, más teatrero que una plañidera en un velatorio, de ojos de perra abandonada pero más egoísta que nadie? Carmen dijo desde el principio lo que quería, lo que buscaba, divertirse y nada más, sentirse querida en la laguna de afectos que se había hecho hueco en su vida, pero ¿y ella? Andrea exigía amor, encima exigía amor de quien no podía amarla más allá de la propia satisfacción sensual. Qué estúpida. Andrea no puede seguir leyendo. Se vuelve a poner de pie, dobla la carta, se la guarda en el bolsillo del pantalón y echa a andar, recordando las eternas preguntas de Montse que nunca supo contestar: «Pero ¿por qué la quieres?», «¿Y qué te hace pensar que te quiere, que te lo dice? Mema.». «Pero ¿qué os une, en realidad?». «¿Qué tenéis en común Carmen y tú?».
Nada. Andrea siempre supo por qué la quería: porque estaba enamorada de ella. Pero no sabía qué les unía, ni qué tenían en común. Montse, con esa mirada de provisionalidad, como atenta a otras cosas, nunca a lo que estaba diciendo, no quería meterse en la vida de nadie, pero hacía preguntas fáciles de imposible respuesta. Andrea vuelve a pensar en Carmen y cree que Montse tiene razón, que en realidad no les unía nada; en todo caso, el poder de seducción de ella, y la facilidad de Andrea para dejarse seducir. Eso era todo. Carmen decía palabras con embrujo desde su frialdad (una vez le dijo: «Sáciate de mí», y otra la invitó a que uniesen sus islas para formar un archipiélago al que llamarían Eclipse, donde ondearía una única bandera). Carmen era una seductora que se ganaba el placer fabricando palabras que vendía a precio de lujo después de pensarlas durante muchos segundos de silencio. Andrea, en cambio, era una mendiga que podía esperar el tiempo que fuese necesario hasta que llegase a su estómago la frase que necesitaba oír para engañar su hambre. Durante muchos días se amaron sin saber por qué lo hacían, sin preguntarse qué les unía, qué tenían en común. No era preciso saberlo, saborearse era suficiente; se saboreaban y recordaban el olor del mar, del agua que tragaban en la infancia cuando jugaban a bucear entre las olas de la playa. Se besaban, se acariciaban, se masturbaban, nada más. Por eso, cuando Montse le preguntaba por qué estaban juntas, Andrea no contestaba: «¿Qué otras respuestas existen además de las que se encuentran escritas en los laberintos de la piel de una amante?».
Pero, ahora que Andrea lo piensa, reconoce que no les unía nada. No les gustaban las mismas cosas, no tenían las mismas aficiones, no coincidían en la manera de amar. Eran tan diferentes que sólo era posible el amor entre ellas si no se hacían preguntas. Andrea recordaba la vieja canción de Rosana: «Si tú no estás, me sobra el aire; si tú no estás aquí, la gente se hace nadie». Era la única respuesta que podía dar. Andrea echa a andar de nuevo pensando que Carmen y ella eran dos ríos hasta que se quemó la casa donde vivían. Aún cree entrever las pocas ruinas que quedan en pie, los ladrillos de la chimenea, vestigios entre los sauces, donde los ríos se encuentran. Dos ríos hasta que llegó el día.
Porque llegó. Al fin llegó el día que tanto temió Andrea desde el principio y, cuando lo hizo, vio hacerse de noche el mediodía, como alguna vez había leído en los cuentos coloreados de hadas yertas y brujas perversas. Carmen dijo que los niños crecían y cada vez la necesitaban más, y que en su trabajo se estaban empezando a mover las cosas, amenazaban los ceses y se anunciaban dimisiones. Y que creía que seguía queriendo a Joan, su marido. No le hizo falta oír nada más. Cuando Carmen añadió que llamaban por otra línea y que si le era posible volvería a hablar con ella más tarde, en el teléfono se quedó pegada su boca derramando un hilo de saliva boba que resbalaba, sin que lo notase.
Es imposible describir la soledad; para conocer su peso hay que entrar en ella como se adentra un niño en la casa del terror del parque de atracciones. Es grande, es negra, es alta, es honda. Y no deja que mires afuera porque no hay nada detrás. Cuanto más se avanza por las tortuosas callejuelas de la soledad, más artrítico es el laberinto que queda por recorrer. Y ni el miedo es un sentimiento más poderoso. La soledad desnuda de sensaciones la mente; en su ambición sólo encuentra sitio para ella.
Mientras se siente la soledad es indiferente que los árboles agiten sus hojas, que los niños tropiecen y se raspen las rodillas o que el cielo se nuble por un momento. Las madres que lloran en los abismos de África por sus hijos muertos de hambre son sólo un paisaje. La soledad arrastra en su vuelo torpe a los buitres del egoísmo, de la indiferencia y del deseo de morir. Sólo la rabia del desamor es más fuerte que la soledad, como sólo el destierro es más doloroso que el silencio.
Andrea sintió lo que creía que era la pérdida de Carmen como una mutilación, o más aún, como una ejecución injusta, un error judicial, un chasquido que quebró el orden lógico del razonamiento. No lo dijo, Carmen aseguró después que no lo dijo, pero al oír el tono helado de su voz Andrea pensó que no se volverían a ver. Y también que, sin ella, no le quedaba nada para ponerse, que se había incendiado su armario. En la repisa de cristal del cuarto de baño estaba mediado el frasco olvidado de tranquilizantes de diazepam que alguna vez tomaba con whisky cuando le era imposible conciliar el sueño y decidió que lo mejor era tomar un par de cápsulas para relajarse y brindar a la salud de lo que a Carmen le quedaba por vivir. Al otro lado de la ventana la mañana de marzo estaba nublada, un niño lloraba abajo, en mitad de la acera, porque se acababa de caer y le sangraban las rodillas, y los árboles de la calle agitaban sus hojas para saludar la brisa húmeda de marzo. Y del grifo salía fresca el agua que empujaría las pastillas por su garganta, como troncos indefensos en caída libre por la mayor catarata del Iguazú. No lo pensó; tampoco había nada que pensar: la soledad borra los ojos y sólo deja pasar sombras de sirenas violadas, de ondinas moribundas, de náyades putrefactas, de ninfas muertas. Bebió un gran sorbo del agua con barquitos, miró una vez más por la ventana y aplicó el oído a los rumores lejanos, por si podía oír el motor del ascensor. Y en el silencio que la hería mortalmente escribió el principio de una carta que nunca dejó leer a nadie.
«Siempre creí que nuestra relación se disolvería en cuanto te hartases de este cuerpo que no tiene nada que ofrecer, salvo quizá el débil embrujo de la novedad. Un cuerpo redondo, sin exageraciones, de piel fría y pezones demasiado oscuros para la palidez de mi cara azul surcada por estas venillas que tú llamas hilos de berenjena. Sólo tú tienes la sangre ardiente de la princesa que quise ser en la adolescencia. Además, siempre repetías que te gustaban los hombres y yo tengo el pelo corto, los ojos rotos y los labios hambrientos, pero no soy un hombre. En este momento me gustaría, por primera vez, haberlo sido para haberte podido conservar. Pensé que te hartarías de mí después de unos días, acaso un mes, y por eso, desde que te conocí, he vivido esta relación de un modo provisional, convencida de que un día u otro iba a terminar. Pero estaba equivocada, no estaba preparada para el final. Sé que nunca podré volver a querer de esta manera. Por eso, el final es el final, de verdad. Prefiero pensar que no llegué a entender que no estabas conmigo por lo que era sino por lo que te podía dar, por el placer que te hacía sentir. Yo, que hubiese dedicado mi vida sólo a eso, a amarte, a hacerte gozar aunque tú no me correspondieses… Perdona, estoy demasiado cansada… Estoy…».
Andrea se lo explicó después: «El cielo es blanco, Carmen, no dejes que te engañen. Es blanco como el plató que un día construí con Joan, tu marido, y todo es muy luminoso, resplandeciente. Dicen que tenemos un ángel que cuida de nosotros y es verdad. Nunca fui muy religiosa, lo sabes, pero ahora creo que existe algo parecido a Dios y que un ángel nos acompaña siempre y nos dice lo que tenemos que hacer. A veces no nos lo dice porque quiere que podamos decidir y prefiere ver cuáles son nuestras decisiones para después consolarnos si no son las adecuadas, pero hay un ángel que nos enseña a aprender de todo cuanto nos sucede, porque de todo podemos aprender. El mío es mujer, tiene los cabellos muy negros, los labios gruesos, la piel morena y se llama Fátima. Una hermosa melena rizada de azabache baila acariciando su cara aunque no haga aire. Y sus ojos son brillantes, preciosos, oscuros y sonrientes. El ángel que ha cuidado siempre de mí es mujer, no podía ser de otra manera. De su mano he volado entre el firmamento y la tierra, y he oído su voz que decía que si me dolía algo la abrazase. Pero no me dolía nada en el cuerpo, sólo muy dentro me dolías tú porque no podías estar allí para mostrarte que el cielo es blanco, para que vieras que tengo un ángel que se llama Fátima y supieras que hemos de encontrar el tuyo para que te acompañe si alguna vez te sientes sola.
»El vuelo es tan corto que puede esconderse entre dos latidos seguidos del corazón. Enseguida se oyen voces; ráfagas verdes se cruzan sin que las veas; hay ruidos de motor allá afuera y ulula una sirena, seguramente la sirena del barco que sigue la ruta del cielo. Y después te sientes muy cansada, y oyes que te llaman por tu nombre pero no tienes ganas de responder, estás muy bien como estás y no te explicas por qué no te dejan en paz. Es que pasan lista a la entrada del cielo, piensas, pero reconoces una voz dos veces seguidas y empiezas a comprender que no estás muerta y el terror se apodera de ti. Temes que no se den cuenta de que aún vives y te entierren, te den por muerta. Quieres hablar y no puedes, quieres hacer una señal pero no te responden los brazos, ni las manos, ni siquiera los dedos. Y poco a poco lo que era blanco se empieza a oscurecer, y entre una tela de araña que se empieza a abrir al fondo ves las batas de los médicos y de las enfermeras, verdes, como ráfagas, que van y vienen. Y por fin sientes una mano que aprieta la tuya y comprendes que es la única mano que a la que querías aferrarte, tu mano, Carmen, tu mano».
Una mano que no quiso soltar nunca y que confundió por miedo, o porque el amor es mucho más frágil de lo que cantaron los poetas. Andrea malinterpretó sus palabras y no supo pedir perdón. Carmen explicó que sólo había querido decir que estaba cansada, que no se podrían ver esa tarde, que Joan empezaba a sospechar y que iba a procurar fingir que seguía queriéndolo para no empeorar las cosas. Y que le perdonase por sus ausencias, que no eran deseadas, que eran obligatorias para asegurar presencias futuras. Andrea malinterpretó sus palabras por el terror que le inspiraba la posibilidad de su pérdida y reaccionó como una desahuciada, como una loca. Y eso que creía haber aprendido a controlar sus sentimientos… Juró que no había querido matarse, que sólo se trataba de un accidente, que tal vez fueron más de dos o tres pastillas, no lo recordaba. Pero no la creyeron. Con todo, después de una convalecencia de tres días en el hospital y de un lunes nublado de llantos hondos, nunca más volvieron a hablar de ello ninguna de las dos. Hay poetas que creen en la fortaleza del amor y amores que no creen en la ciencia de los poetas; incluso hubo un amor único, el de Andrea, que vivió su inquietud desconociendo la existencia de los poetas que aseguraban la fortaleza del amor. Insistió en que no lo había hecho adrede, por favor, tenían que creerla, y añadió que si de ella dependiese, no existirían los poetas.
A pesar de que ambas eran inocentes, Andrea le hizo jurar a Carmen que no había vuelto a su lado por lástima, y ella lloró tanto entre sus brazos, de tal modo llenó su cara y su pecho de besos y lágrimas que Andrea no pudo dudarlo. Por eso no volvieron a hablar de ello y empezaron a reír como adolescentes cuando se propusieron el juego de decidir cada día cómo se tenía que vestir la otra y qué prendas se intercambiarían sin que nadie lo supiese. De esta manera, pasaron pronto los días de angustia y confusión y ninguna de las dos quiso volver a recordarlos nunca.
El juego comenzó cambiándose la ropa interior, aunque acordaron que, si la talla del sostén no les servía, podían llevarlo desabrochado, o rellenarlo con algodones, o no llevarlo, simplemente. La talla de Andrea era una noventa y cinco y a Carmen una noventa le iba grande. Carmen tenía los pechos más bonitos del mundo, pero tan pequeños que le cabían en la palma de la mano a Andrea. Y los de Andrea, aun siendo más delgada, eran más grandes: Carmen decía que le encantaba meter la cabeza entre ellos y sentirse como entre almohadones. Andrea cree ahora que Carmen la empezó a querer cuando le empezó a pedir que no la dejase nunca, y que lo supo porque no volvió a repetir lo mucho que le gustaban los hombres, aunque insistiese en que le gustaban sus penes, un error imperdonable de la naturaleza dejar en manos tan toscas instrumento tan perfecto, decía, mientras reía.
El pene fue un debate recurrente al que volvieron de vez en cuando, tendidas sobre la cama. Discutieron si les habría gustado tenerlo o no. Andrea dijo que una vez, sólo una vez, había deseado ser hombre, pero que tener pene era una fantasía con la que incluso había soñado, para poder dar más placer a su pareja. También que su pareja lo tenía, una mujer con pene era la fantasía más hermosa. Carmen nunca había pensado en ello y, ahora que lo pensaba, reconocía sus ventajas en la satisfacción sexual pero no creía que fuese imprescindible. De hecho, decía, «desde que te conozco, me gusta más hacer el amor contigo que con Joan, porque él tendrá un pene que le sirve para pensar, pero tú tienes cinco dedos como cinco ideas geniales. O como cinco llaves maestras». Carmen le hacía reír diciendo esas cosas, era agradable estar con ella cuando Andrea podía olvidarse de que era la única que debía decir cosas agradables. «Desde que gozo a tu lado», concluyó Carmen, «he decidido que nunca más volveré a intentarlo con ningún hombre».
La primera noche que Andrea se quedó sola después del incidente escribió una nota que ahora ha recuperado del fondo de un cajón, una de esas pequeñas cosas que a veces le hacen recordar que hubo días en los que levantarse cada mañana tenía sentido. «Para qué buscar las palabras si las frases ya están escritas: “Cuanto más nos acercamos al término de nuestra ambición, más distante parece el objeto deseado, porque no está en lo porvenir, sino en lo pasado; lo que vemos delante es un espejo que refleja el cuadro soñado que se queda atrás, en el lejano día del sueño…”. Te quiero con tanta ternura que a veces me he descubierto de noche hablándote. En los sueños mezclo el juego con la fantasía. Y me agobia no verte. Por eso, al despertar, siempre creo que estoy contigo y digo un par de palabras. Te suelo preguntar cómo estás. Pero ¿por qué escribo todo esto, si habría de ser el más indescifrable secreto de amor?».
Carmen hizo trampa el día que le tocó ponerse una falda tableada de cuadros escoceses que Andrea no usaba desde que se licenció en la Universidad. No se la puso; lo supo Andrea porque dejó mal abrochadas las hebillas y se la devolvió igual. Cuando le dijo que la estaba engañando, intentó negarlo, pero al demostrar cómo lo había sabido pidió perdón y, para que no se enfadara, le narró la historia más triste que pudo inventar: que si el uniforme de su colegio era igual y «había sufrido un trauma con una monja que había intentado besarla los pechos en los lavabos de la segunda planta»; que si desde entonces asociaba los cuadros escoceses a la violencia; que se sentía observada por todos los hombres de su sección y eso la sacaba de quicio, que no hubiese podido soportar la prueba y que, en justo castigo, por qué no la besaba, lo estaba deseando, dijo entre risas, revolcándose sobre Andrea en el sofá, mientras deshacía sus gestos de desaprobación, de broma también, con besos de refilón como picotazos de petirrojo. Andrea siempre fue fiel a Carmen, como un petirrojo, la criatura más devota de la naturaleza porque se aparea con la misma pareja año tras año. Fidelidad que no quiso saber nunca si era correspondida.
Andrea jamás hizo trampa con las prendas que le obligó Carmen a usar y un día tuvo que ir al estudio con una camisa que no tenía ni un solo botón y que anudó sobre el ombligo como pudo, escandalizando de una manera que después hizo reír a Carmen con ganas, mientras se lo contaba. Y tampoco se negó a obedecerla la tarde que le hizo salir a comprar chocolatinas con una camiseta de licra negra transparente, sin nada debajo, para rubor del tendero de la tienda de ultramarinos, que tardó en acertar con el cambio. Nunca se negó a hacer lo que pedía: nunca se hubiese negado. Si le hubiese pedido la vida, no hubiese dudado en dársela. Era suya; todo lo que tenía Andrea era suyo, su respiración, los latidos del corazón, las lágrimas, las risas, la voluntad. Todo.
Con ella estaba muy bien, y se lo debía. No se lo podía decir cuando estaba a su lado porque para darse cuenta de que era así tenía que distanciarse. Estar bien era que le apeteciera descansar, que pudiese imaginarla y que el deseo no la perturbase. Le gustaba esa paz que era tan endeble como para que una llamada de teléfono de cualquier otra persona hiciera que se planteara saltarse todas las normas que se habían impuesto y telefonearle. Pero no lo hacía, no se atrevía.
Andrea lo pasaba bien a su lado y también lo pasaba bien si no estaba pero sabía exactamente cómo estaba, con quién, dónde, qué estaba haciendo. Un día, mientras Carmen dormía la siesta entre sus brazos, la hubiese despertado para decirle que era su seguridad y que la tenía en aquel puño cerrado que dejaba reposar sobre su pecho. Andrea se fue a otros años de infancia y recordó que ni siquiera entonces se había sentido tan segura, tan tranquila, tan completa, tan acompañada. Dejaba todo tan impregnado de ella que era imposible sentir el vacío, incluso cuando no estaba, cuando ya se había ido.
Sólo un hada podía ser capaz de hacerle perder el sentido de la realidad y hacerle pensar que estaba donde no estaba. Y sólo se asustaba cuando Carmen se ponía seria y le hacía creer que no le agradaba que viviese para ella. Pero entonces Andrea prefería pensar que estaba equivocada y se limitaba a guardar silencio y a mirar de reojo los perfiles de su rostro posado sobre el colchón, los ojos cerrados, respirando. ¿Qué podía darle?, se preguntaba sin conocer la respuesta. ¿Qué podía darle…?
Carmen dominaba los secretos de la magia. Andrea nunca comprendió cómo lo hacía, le parecía imposible que siempre dijese lo que más deseaba oír. Un día de sol cobarde y roto que dibujaba pirámides en las esquinas del dormitorio donde enterrar faraones y enigmas, estaban tumbadas en la cama, en silencio, y de repente Carmen dijo lo que Andrea estaba deseando que dijera, sus manos hicieron lo que ella soñaba y sus labios se adentraron en la pirueta del riesgo a rebuscarle el alma. «Te voy a acariciar los muslos hasta que te ahogues…, te voy a beber el sexo…, me voy a acercar a tu espalda para que sientas cómo me restriego contra ti…». Y lo más curioso era que, en ese momento, Andrea estaba pensando en que sería feliz si dijese e hiciese justamente lo que dijo e hizo. Le parecía irreal, increíble; la sorprendía a cada instante y aunque intentaba volver a la realidad y pensar que nada era como lo vivía, que no debía dejarse atrapar por lo que sin duda eran simples sueños, le resultaba imposible no pensar que era tanta su suerte que Carmen nunca lo podría comprender. Carmen. Era todo lo que nunca antes se había atrevido a desear.