Andrea cometió dos equivocaciones: desnudarse en los brazos de un hombre y permitir que él le presentara a su mujer. Dos errores sobre los que ahora medita mientras camina a buen paso, con la cara alta, rasgando la brisa, la nariz fría y los ojos húmedos, cruzando la noche desierta del domingo por los claroscuros de las calles de Barcelona. La noche es azul, como la soledad, como la penumbra, de un azul oscuro sin brillo contra el que las farolas recortadas falsean las sensaciones y engañan, quieren hacer de la noche día, iluminándolo todo, pero sólo son lunas de metal y hielo, mantos de luz fría, ceniza, capas de polvo que no cubren todas las esquinas porque respetan el escondrijo de los seres ciegos, los más necesitados. La noche es un armario ropero lleno de secretos difíciles de descubrir. Para Andrea, cruzar la noche desierta es abrir un grifo y dejar correr los pensamientos cobardes que se deslumbran al sol, es como olvidarse de quitar la leche del fuego: no puede evitar que se desborden las confesiones que nunca le hizo a Carmen.

Aún soporta un leve dolor que se empieza a alejar, pero del que ha de seguir sacándose las astillas, una a una, con las pinzas de depilar, como si se hubiese tumbado sobre las púas de un cardo, como si se hubiese tendido a la sombra de sus pensamientos. El pasado puede romperse, se puede hacer trizas, pero lo verdaderamente difícil es olvidarlo. El pasado duele hasta que ennegrece y se hace tizones en la chimenea, lo consume el fuego y el viento esparce las cenizas más allá del tiempo y de la ausencia. A Andrea le duele el pasado, le quema tanto en los pulmones y en los recuerdos que intenta hacer con él un pacto de no agresión, un acuerdo difícil que aún no ha logrado firmar aunque cada amanecer desenfunda la pluma y tacha una cruz en el aire.

Empieza a hacer frío. Siente el frío en las manos, sobre todo en los dedos de las manos, y los esconde como si fuesen animalillos a los que debiera proteger en los bolsillos de los pantalones vaqueros azules que se sustituyen uno a otro como si su vestuario fuese un uniforme. El verano ha quedado atrás y cada vez son más nítidos los bordes de la luna. Pasaron ya las lluvias de septiembre en las playas del mediterráneo y el cielo vuelve a estar despejado: no hay nubes blancas, sólo la luna, una luna llena, o en cuarto creciente, de perfiles afilados porque la atmósfera está limpia y deja ver las cuchillas del frío del aire, como también las ve y las olisquea el perro vagabundo y flaco que después la mira a ella un instante y huye a esconderse con el rabo entre las piernas, los ojos temerosos, el costillar a la vista, impúdico de hambres y desconcierto. Andrea también puede ver el frío en el dorso de sus manos, que se han teñido de rojo. Pero a pesar de ello son los mejores momentos del día: Andrea sale todas las noches a pasear, excepto los viernes y los sábados porque no quiere ver a nadie ni que nadie la vea; no le importan la lluvia, el viento o la soledad; camina ocho o diez kilómetros entre grandes avenidas o calles pequeñas en penumbra que se cortan unas a otras formando un laberinto del que no siempre sabe si sabrá salir. En realidad, Andrea ignora todavía la salida de muchos de los laberintos en que se ha convertido su vida.

Mientras camina, piensa que sin duda fue un error abrir las puertas a un desconocido que no sabía encender la luz, hacer fuego ni golpear con suavidad la aldaba que dibujaba erizos en su piel; pero en seguida se da cuenta de que no es de él de quien se acuerda, lo cierto es que está pensando otra vez en ella, en Carmen, otra vez, y que el error más grave fue dejarse cegar por el resplandor de su mirada de necesidad y azabache. Ahora ya sabe que se equivocó dos veces, pero no se arrepiente. Lo único que siente es no haber sido mayor para haber controlado mejor sus sentimientos y darse cuenta de que se estaba derrumbando el mundo a su alrededor, sin comprenderlo, para haber estado preparada y no encontrarse ahora en esta situación. Sabe que se equivocó y le duele, pero también sabe que amó, y se consuela pensando que eso lo compensa todo.

Es domingo, ha pasado la medianoche y no hay coches que crucen la ciudad ni ruidos que le recuerden que hubo días en los que podía oír su respiración cuando reposaba la cabeza en su pecho agitado, aunque afuera tronasen los alborotos del tráfico. Ahora todo el mundo piensa que fue idiota, pero lo peor de todo es que ella misma, cuando se mira desde fuera, se ve encabezando esa gran manifestación que lleva una pancarta en la que puede leerse: «Andrea es idiota». Quizá hubiese debido ser más fuerte, piensa sin levantar los ojos del suelo, pero a continuación alza la cabeza, respira profundamente y deja que las excusas salgan en su defensa diciéndose para sí, en voz baja, que las aves tampoco son culpables por saber volar. ¿Quién puede condenar al mar por su oleaje, al viento por barrer furioso las calles al atardecer y a la nieve por posarse sobre el alar de los tejados más débiles de la aldea? Nunca fueron culpables los sentimientos, se dice; la naturaleza no lo fue, ni amar fue pecado, aunque muchas veces los hombres y las mujeres hayan sido condenados por ello. Sólo se lamenta porque, si existiese Dios, o aquel día hubiera estado más atento a la partida de ajedrez que ella jugaba con la vida, nada hubiese sido como fue.

Andrea tiene cara de niña. A pesar de lo que ha pasado estos últimos meses, y de que en ellos se ha echado arrugas y años encima, a razón de uno por pena, sigue conservando ese rostro aniñado de ángel rubio de piel de cristal, pelo corto y ondulado, ojos claros que enrojecen antes de verter la primera lágrima. Sus papeles dicen que tiene veintiséis años, pero siente que mil siglos de incomprensión y fatiga pesan en su memoria como yunques de acero, y eso le hace comprender que era lógico que llegara un momento en el que ya no lo pudiera soportar más. Luchó hasta donde le fue posible para no sentirse sucia, pero entonces llegó Carmen y le enseñó que el secreto de la libertad era fundirse sin miedo en un alma prestada.

Hasta aquel día, su vida había sido una farsa interpretada en el rincón más oscuro de la madriguera: en el colegio sólo las veía a ellas, nunca se fijó en ninguno de sus compañeros de clase; tampoco guarda de la universidad recuerdo de chicos, sólo perfiles ausentes de mujer en los pupitres, recortados por la luz que entraba como un manantial a través de las ventanas. Por eso, cuando le dijeron que mirarlas, desearlas y tocarlas era pecado, quiso morir antes que volver a mojar la medianoche con el recuerdo de sus cuerpos desnudos e intentó que esa suciedad, que no sabía lavar, no le impidiera ser como las demás ni le obligara a ponerse de luto y acarrear los fardos de la incomprensión y del arrinconamiento como si se tratase de una enfermedad, o con el silencio como si hubiese sufrido una condena sin sentencia. Pero al fin llegó el día del descubrimiento, el día en que la conoció, y supo que mientras fuera capaz de amar sería libre y que el amor, aunque no fuese eterno, al menos era un tiempo prestado para unir cuerpos y almas en la complicidad del susurro y de una mirada escondida.

Antes, quiso que le dejasen de gustar las mujeres porque no supo soportar la presión. Andrea pensó, con alma de niña e ingenuidad de cuento, que bastaba querer algo para que los deseos se cumpliesen. Pero no era verdad. Quiso que le dejasen de gustar las mujeres porque fueron demasiadas las nubes que la seguían por los pasadizos de su vida: oyó hablar de amores enfermos, podridos como manzanas olvidadas en los sotabancos del granero, pasada la época de la maduración; le bisbisearon casos de desviaciones genéticas, error tras error, naturaleza rota, mentiras; y le advirtieron, cruz en alto, como espada de fuego señalando la puerta de salida del Paraíso, contra los vicios, el pecado, la maldad y el escándalo que hería a los inocentes, que eran todos salvo ella misma. Durante muchos años la hicieron sentir sucia, o mutilada; nunca comió fruta fresca, sólo le dejaban mojarse los dedos y la barbilla con el almizcle de peras secas y uvas pasas, sólo le permitían probar los melocotones golpeados: si amaba, pecaba, y si no lo hacía, sentía que le faltaba el aire. Entonces fue cuando quiso que ellas le dejasen de gustar y lo intentó con ellos, qué tristeza. Lo intentó muchas veces con la fe y el ímpetu del marinero que busca faros en los espasmos furiosos de la noche para llegar salvo a tierra; incluso hizo de su vientre un metal maleable en manos de un puñado de donjuanes de discoteca que jugaron con él como moneda de cambio o abalorio añadido a sus adornos, las llaves de BMW o el tiro de oro para esnifar. Pero cuanto más lo intentó, más agrio se le hizo el vómito y más permanente la náusea. Lo intentó mientras pudo, mientras le quedaron fuerzas para caminar y restos de duda en la memoria. Hasta que conoció a Carmen y por fin sintió que era libre, de nuevo se hizo mayor de edad y pudo lavar sin miedo los restos de pintura que quedaban en el rodapié de su vida.

Ahora sabe que el amor tiene una única regla, amar. Y que enamorarse es mucho más fácil de lo que la mayoría de la gente cree.

Andrea intentó ser diferente a lo que era porque el mundo se estaba volviendo contra ella y no encontraba la manera de contrarrestar las furias que se habían desencadenado, como una ristra de malas noticias o una cadena de eslabones de hierro al rojo. Marta, su pareja, de repente había roto el compromiso firmado con besos y había escogido otra vida haciendo un quiebro a su bisexualidad para optar por la única posibilidad en la que ella quedaba al margen: un joven ejecutivo alto como un ciprés recién salido de una casa bien de la Bonanova, la suya; después de tres años de complicidad, a Andrea no le quedó más remedio que darle a elegir entre ella y el ejecutivo, comiéndose las lágrimas; y ganó él, como siempre.

En casa, su padre se había negado a hablarle desde que conoció su manera de ser y, aunque su madre estuvo de su parte, sobre todo después de las dos visitas que hicieron juntas al psicólogo, su comprensión no sirvió para compensar el peso que la opinión de su padre había tenido desde pequeña sobre ella. Las hijas, con frecuencia, ven en su padre un ser mucho más grande y fornido de lo que es en realidad, y contra esa visión son incapaces de luchar hasta que muere, cuando dejan de venerar aquella grandeza figurada para empezar a quererlo en la nostalgia de la pérdida, a reconocer lo que era, un ser humano lleno de imperfecciones, virtudes y defectos, y lo estiman de verdad, como sólo saben querer las hijas. Andrea no le dio importancia a la ventaja de que su madre la aceptase tal como era; sólo se asfixiaba cuando su padre dejaba caer muertos los ojos sobre ella y, sin palabras, la juzgaba y la condenaba.

Además, en el trabajo tenía que esconderse para ser tratada con naturalidad, con la normalidad que cualquiera tiene derecho a serlo en la rutina de la convivencia. Ella nunca pudo relajarse ni permitir que se le viesen las puntillas de las enaguas porque, para sus compañeros, bastante extraña y difícil de explicar era, de por sí, su aparente soledad afectiva. Incluso, en una ocasión, tuvo que detener ríos de lava cuando murmullos sarcásticos de alguien hablaron de que había sido vista en donde no debía estar y con quien no era fácil justificar. Cuando asistió a una conversación entre secretarias en la que Mercè comentó con Elena que una conocida de ambas se había enrollado con otra mujer, añadiendo «¡qué asco, por favor!», y poco después, a propósito del mismo suceso, oyó en un despacho contiguo que sus socios, Juanjo y Damià, celebraban con estruendo el morbo de presenciar cómo se lo hacían dos mujeres pero, a la pregunta de Juanjo de si le gustaría tirarse a una lesbiana, Damià había respondido que antes a una puta, que por lo menos era una mujer («¿Con una lesbiana?, ¡no jodas!», había gritado Damià), aquel día Andrea supo que de ninguna manera podía dejarse descubrir, que tenía que esconderse para no ser arrastrada por un alud que sería incapaz de contener.

Tal vez por eso la aparición casual de Joan le pareció el cabo con que sueña el náufrago en medio de la tormenta.

Andrea pasea sola las noches azules y desiertas de Barcelona y revive recuerdos que le acarician el alma o le arañan la cara. Ahora le gustan más estos paseos porque hace frío. Durante el verano hacía demasiado calor. Y, además, salir sola le permite adentrarse y explorar un cuadro que le parece imposible haber pintado ella sola, como uno de esos cuadros miniaturistas del Bosco, como El jardín de las delicias, que, por muchas veces que se mire, siempre queda algo por descubrir. Pasea sola recreando momentos y sensaciones vividos al lado de Carmen para no sucumbir a la urgencia de volver a buscarla por toda la ciudad, para convencer a su memoria de que ya no existe, de que buscarla es absurdo y encontrarla sería inútil. El pasado está bien como está, ocupando su sitio: intentar convertirlo en presente, o aún peor, en futuro, sería un error. Lo ha aprendido a fuerza de remover la arena de la playa en la que se ha ido dejando las uñas estos últimos meses.

Tenía diecisiete años cuando su madre rezaba en voz alta para que se le pasasen pronto «esas rarezas» y saltó de recomendarle que tuviese mucho cuidado para no quedarse embarazada a meterle por los ojos a todos los chicos con los que se cruzaba por la calle, a los que siempre encontraba alguna virtud, y a proponerle que se echara novio para que comprobara cómo le gustaba acostarse con él. Su padre, en cambio, dejó de mirarla a la cara porque se avergonzaba de ella. Y Andrea, que cuando Marta la intercambió por una boda de conveniencias no tuvo fuerzas para seguir sobreviviendo a un oleaje que se iba haciendo cada vez más encrespado y feroz, creyó ver en el perfil de la costa el faro de un hombre llamado Joan, el cabo al que se aferra el náufrago en mitad de la tormenta, y a él se dirigió sin pensar si sería o no una equivocación de la que alguna vez se arrepentiría. «El estado naciente del amor no es nunca un llegar, es un entrever. Como en el caso de Moisés, el mayor de los profetas, a quien fue concedido ver sólo de lejos la tierra prometida, no alcanzarla», escribió Alberoni. Joan fue la tierra prometida de Andrea durante un mes y trece días.

Lo había intentado antes con otros hombres y ahora lo iba a intentar de nuevo, por última vez. Sabía lo que quería, lo que sentía, pero la llegada había sido tan oportuna que no le importó arriesgarse para ver qué frutos caían si agitaba las ramas del árbol de un hombre que apareció por casualidad como se aparece el faro, la suerte o el amor de una mujer. Joan fue una equivocación, lo supo después, pero cuando se hizo visible creyó que era uno de los tres deseos que le concedía el genio de la lámpara de Aladino. Era un hombre tierno, un hombre diferente. La trató como si no fuese una mujer, y eso le agradó. Por primera vez había conocido a un tipo que no tenía prisa por meterse en su cama, que no sentía angustia por no poder hacerlo ni tampoco se empeñaba en aparentar que era estupendo para intentar impresionarla. Eran dos, ella y él, y sin necesidad de promesas forzadas ni exageraciones de poeta convivieron la tarde con pausa, deshilacharon la noche sin desesperación y desvistieron sus cuerpos sin pudor y sin rubor. A él no le importó que Andrea viese que no era perfecto, y a ella no le avergonzó que supiera que usaba hombreras ni que tenía estrías en los muslos. Era un hombre, pero no lo parecía.

Ella era una mujer pero había demasiada gente a la que le costaba admitir que lo fuese. Y esa duda fue un reto que se sintió obligada a aceptar: estaba demasiado cansada para hacer como que no oía caer la lluvia. Si podía volver a enamorarse, tal vez podría ser de él. Joan fue la apuesta que se jugó consigo misma y con cuantos la rodeaban, el desafío a superar; pero pronto supo que, lo que parecía una buena idea, se marchitó como nomeolvides en enero y apenas fue un ruido seco, una excepción: también una equivocación. Pero le presentó sin previo aviso a Carmen, su mujer, y entonces el cielo se volcó sobre ella dejando resbalar una lluvia de estrellas que empapó lo único que le quedaba, la decisión de no volver a amar a nadie, a ningún hombre ni a ninguna mujer. Comenzó a morir la vida que había elegido el mismo instante en que empezó a crecer renovado, en ella, el deseo que durante tanto tiempo había querido ahogar en vano. La resignación es silenciosa hasta que descubre que tiene razón, porque entonces se hace ruidosa como un suspiro en la noche, o como una mirada encadenada.

Conoció a Joan en la oficina de Sergi Cosí Pimental, preparando la campaña de Bristel & Comp. para la televisión. Él había creado una historia de veinte segundos de los que dieciséis se realizarían en ordenador y los otros cuatro en un estudio sin elementos de atrezo, un espacio blanco y luminoso por el que una bailarina con faldellín haría media docena de piruetas relevé y un cuadro final. Su trabajo como diseñadora consistiría en preparar el plató, el trabajo más simple que le habían encargado nunca, lo podía haber hecho cualquiera con los ojos cerrados, pero la insistencia de Joan para que lo hiciese ella, y las miradas que se le perdieron en su nuca, a contraluz, le agradaron. La suya era una mirada cálida que no dejaba rasguños, una mirada suave, acobardada, como el beso de una virgen. Sergi Cosí Pimental acertó dejándoles solos ultimando detalles de luminosidad, resplandor y nieve, y cuando Joan le rozó la mano al tomar un lápiz que se le había quedado enredado entre los dedos, vinieron a su memoria imágenes de otra primera vez. Un recuerdo que no la dejó dormir esa noche con la serenidad de otras noches y que reconstruyó en su mente la idea vaga de que aún era posible salvarse. Salvarse. Pero ¿salvarse de quién?, se pregunta ahora. Sólo acierta a contestarse que de sí misma, y se le rebelan los humores dentro del pecho.

Fue su primera equivocación. Pensó que, tal vez, con ese hombre podría sentir lo que únicamente sentía con otras caricias, roces de mujer, y deseó comprobarlo. Otras muchas veces se había abandonado a los hombres y, al final, siempre le había quedado una sensación brutal de salvajismo que, por lo que fuese, no había podido evitar. Andrea pensó que quizá con Joan no fuese igual, y además hizo sumas y a la curiosidad añadió la fatiga, y la vejez, y el sentimiento de marginación y de soledad del que tantas veces había querido huir. Nunca le dejaron explicar lo difícil que es soportar el peso de la mirada cuando la gente descubre que alguien es distinto de los demás.

Supo que era casado desde el primer momento y que el mando a distancia de la televisión lo tenía ella, aunque no estuviese mirando el televisor. Cenaron dos o tres veces. Él habló de lo que buscaba en la creatividad publicitaria y en el diario de Kierkegaard; habló de los canales helados de Amsterdam en invierno y de los azules del mar en Calvià; y ella, de las novelas de Jeanette Winterson, de la fidelidad y de una pequeña tienda en Piccadilly con Berkeley St. que no era Fortnum & Mason, pero en la que también se podían robar besos en los probadores. Después bailaron en un bar amarillo cercano a la Plaça de Lesseps que tal vez se llamara Velvet.

Fue ella quien le invitó a su apartamento de la calle Balmes una tarde de pausa y lluvia, y él se desnudó tan despacio que por un momento Andrea pensó que no le apetecía hacerlo. Tardaron mucho en empezar: primero apoyó la cabeza en su hombro y a punto estuvo de quedarse dormido susurrando unos versos rotos de Gil de Biedma que no conocía pero que tampoco le parecieron hermosos. Nunca le emocionó Gil de Biedma ni los otros poetas de su generación de cristal y disimulo, como tampoco le gustaban las canciones de María del Mar Bonet: sólo le gustaba ella; y Ana Belén, y Ariadna Gil, y Sharon Stone, qué morbo, por Dios, qué escalofríos. Y luego, como si temiera tocarla, como si le quemase su piel, Joan la acarició tan lenta y parsimoniosamente que consiguió agitar su respiración sin que aún supiese si iba a enredarse entre sus pasiones. Ahora le da rabia recordarlo mientras va descontando minutos a la noche, como un preso tacha los días que faltan para volver a ser libre, pero tiene que reconocer que la respiración se le hizo potro, el corazón seísmo y la mirada nube. No le gusta recordarlo; desde entonces han pasado demasiadas cosas. Le enrabieta pensar en ello, pero el pasado no sólo es difícil de olvidar, sobre todo es terco porque cuenta con la ventaja de que es cierto. El pasado puede engañar, como el presente o el futuro, pero no miente. La única verdad es la que ya ha existido.

Y el caso es que fue un acto tierno, tan delicado y rubio como el sexo femenino. Tal vez por eso le gustó. Andrea no tuvo un orgasmo con él, no lo necesitó, pero ahora está segura de que si hubiese querido lo habría podido tener. Fue después, mientras se duchaba, cuando recordando la nuca, la espalda y las nalgas de Marta apenas tuvo que acariciarse para tenerlo sin necesidad de rebuscarse el alma. Joan aún no era una equivocación, todavía era una esperanza que no era preciso alimentar, un efecto óptico, un espejismo, una fantasmagoría. Por eso estuvo un mes y trece días con él.

En aquellos días ocupados en el diseño y preparación del anuncio de televisión, se miraron tanto que sus ojos se desgastaron por el roce. Andrea no podía creerlo. Pensaba en ello luego, por la noche, cuando todo era azul, como la soledad, como la penumbra, y no conseguía entender qué le estaba pasando. Joan no era capaz de levantar vuelos de pájaro en su vida, pero Andrea se estaba comportando con él como si fuese una chica, como si lo fuese él o como si lo fuese ella, no lo sabía: por muchas vueltas que le daba no alcanzaba a comprenderlo. En las paredes azul marino del dormitorio repasaba la figura de Joan, dibujada por su imaginación, y le horrorizaba aquella piel blanca y seca, los millones de pelos enmarañados por todo su cuerpo como maleza de selva virgen, el áspid altivo de su entrepierna incapaz de estarse quieto. El áspid es una serpiente venenosa muy curiosa: tiene la particularidad de que si se le aprieta la nuca se queda rígida como un palo, lo que utilizan los embaucadores para sorprender a su público. Es como si permaneciesen mucho tiempo en erección. Todo aquello le recordaba a Joan, y por eso no le gustaba; pero después lo veía y no podía apartar los ojos de él, su sonrisa era un imán más poderoso que la cintura de una brasileña cuando baila y parece que se derrite en miel, papaya y pasión. En casi mes y medio hicieron el amor cinco veces; pero desde la segunda supo que nunca podría ofrecerle la llave de sus deseos, que no obtendría con él las rosas que se abrían con otras amantes con toda facilidad. Y una noche apresurada en la que él tenía que regresar pronto a casa y ni siquiera subió a la suya, dentro del coche, parados ante el portal, entre los cristales empañados y salpicados de lágrimas de lluvia, en la penumbra de las farolas borrosas de la acera de enfrente, Andrea le espetó sin rodeos, silabeando las palabras, disfrutando su sonido y manteniendo la mirada fija, sin pestañear, que le gustaban las mujeres. Y él sonrió. Su sonrisa no fue de burla, ni de conmiseración, ni siquiera de incomprensión. Joan se limitó a decir que le recordaba a Simone de Beauvoir y que la seguiría amando por encima de sus preferencias sexuales. Y añadió que, si le dejaba ser su Gegé nunca se apartaría de su lado.

Joan era un hombre, pero durante aquellos días no lo pareció. Cuando acabaron el montaje final del spot para la Bristel & Comp., se besaron los labios delante de todo el equipo, tacharon de las agendas sus números de teléfono y juraron no volver a verse. No habría más roces de miradas, nunca más volverían a sentir el tacto de sus dedos con la excusa de prestarse el lápiz o al teclear a la vez F-10 en el ordenador. Al llegar a su apartamento, el conserje le entregó un ramo exagerado de lilas que acababan de traer con una tarjeta en la que él había escrito: «Te prometo que en mi próxima reencarnación seré mujer. Espérame. Joan».

Lilas de invernadero, amores falsos.

Las rupturas son como esas nubes pequeñas de niebla que se forman en la boca de los niños la víspera de reyes mientras asisten embelesados al paso de la Cabalgata por la Vía Layetana. En el crujido de la separación, el ambiente es gélido; la gente pasa apresurada por un lado sin fijarse en esa lágrima que está a punto de caer sola, desbordándose de los ojos para ahogar la mejilla, y nadie ama ni odia a nadie; y es de noche. Pero dentro de un abrigo, con los guantes enfundados y el pelo dormido sobre la hélice de las orejas, se siente que se está bien así, que en el fondo del estómago crece un calorcillo grato porque es un alivio recuperar la libertad que había robado algo que nunca llegó a ser amor. En todo caso, la ruptura es lo mejor del amor cuando ya no hay amor. Y se está bien sintiendo que los deseos se dejan hundir lentamente en los recuerdos.

Andrea necesita sentirse querida, pero nunca encontró quien le extendiese la mano sin reservas. No puede despertar sentimientos porque está obligada a ocultar que los tiene, pero necesita saberse querida y saber que despierta algún tipo de sentimiento en los demás. En su transparencia, no provoca nada, ni siquiera misterio en torno al personaje que se ha visto obligada a crear para sobrevivir en un mundo que le es adverso. ¿A quién puede rogar que la quiera? ¿A quién puede suplicar unas migajas de amor, si su padre le hace creer en la orfandad y su madre en la caridad, en la lástima? Cuando alguna noche se despierta porque nota que tiene mojada la cara, y descubre que está llorando, enciende la luz y se levanta para no pensar en lo sola que está. Necesita ser querida, sea por quien sea, por alguien. Se compraría un perro si no estuviera segura de que ese papel, en su vida, ya lo representa ella.

Ahora recuerda aquellos momentos y piensa que hizo bien dedicando los días siguientes a recuperar los acordes de las músicas abandonadas que jamás debió olvidar. Fue en la barra azul de Imagine donde conoció a Nuria, una adolescente de dieciocho años que llenó su apartamento de risas y de pastillas de éxtasis hasta que dos días después fue a buscarla una profesora de inglés que cambió con ella dos palabras y dos lágrimas y se la llevó de su lado. Nuria tenía el pelo largo, negro y liso, cerrado sobre la cara como cortinas apenas corridas, y unos labios finos y suaves que no dejaban nunca de sonreír. No permitía terminar una relación sexual sin haber sentido un orgasmo ni tenía edad para comprender la fidelidad, sólo sabía de música post-siniestro y de rollos del alma, como ella decía. Quería ser cantante porque creía que cantaba bien, componía canciones en inglés y aseguraba, mientras se miraba las grandes botas, que los mejores orgasmos los había tenido mientras oía temas de grupos cuyos nombres Andrea desconocía. Se fue sin palabras con su aspecto de nieta de Joan Baez; sólo cruzó con ella, en la puerta, una mirada y una sonrisa honda, como todas las suyas, y una promesa sin palabras de que, un día de los que no figuran en el calendario, amanecería otra vez en sus brazos.

Luego le presentaron a Silvia en un rincón oscuro de la parte de abajo de Cheeck to Cheeck y durmió con ella tres o cuatro noches, hasta que se cansó de su pasividad y de sus continuos caprichos, de su tiranía: la obligaba a cocinar, a darle masajes en los pies y en la espalda, a levantarse a encender el televisor y a buscar el mechero. Y ella se limitaba a gozar con el concierto de los dedos de Andrea. «Me gusta dejarme hacer», decía; «sólo eso me gusta». Silvia tenía veinticuatro años, su pelo era también largo y liso, como el de Nuria, pero al contrario que ella no sonreía nunca: se limitaba a mirar con ojos de desconfianza, como escrutando todos los movimientos del mago para intentar descubrir dónde está el truco. Había pasado los tres últimos años soldada a una niña que había compartido con ella los quince, los dieciséis y los diecisiete y había desarrollado un instinto de defensa para ahuyentar aves carroñeras que ahora empleaba sin motivo con cualquiera que conocía. A Silvia se le había olvidado besar y amar porque había besado y amado demasiado, eso decía; por eso se dejaba hacer. Pero aquellos días eran de fiesta para Andrea y ni sus ojos desconfiados ni su cuerpo de pasarela la pudieron embrujar pasadas tres o cuatro noches de dormir juntas y de robarle fatigas a las que no quería corresponder por mucho que se lo pidiera. La despedida no fue amable por ninguna de las dos partes: un adiós forzado y un beso en la mejilla que no supo a nada.

Y la última semana de enero volvió a salir con Toni y Rosa, viejos amigos que la introdujeron en los más afilados rincones de la noche barcelonesa. Ahora los recuerda con infinito cariño: fueron sus guías de selva y despertares en otro tiempo, maestros de adolescencia, y aquellos días la llevaron a repasar la obra última de Tapies en su Fundació, a hablar de Toulouse-Lautrec, Céline y Bertolucci mientras recorrían la Galería Maeght y a emborracharse con ginebra y besos en el Yabba Dabba Club. Rosa propuso que se metieran en la cama los tres, como tantas otras veces, pero por fortuna era demasiado tarde y a la mañana siguiente Andrea tenía que volar a Madrid en el primer puente aéreo en que encontrase plaza. Quizá fuese una excusa, pero a ella le sonó bien al pronunciarla mientras deslizaba despacio las palabras por sus labios. Lo había decidido: no quería más noches rozadas con piel de hombre.

Juanjo Ros, Damià Puig y Andrea Ferré Oca se habían asociado después de licenciarse en Bellas Artes por la Universidad de Bellaterra para crear una empresa de Diseño y Decoración, una inversión que tardaron dos años en amortizar pero que ahora les proporcionaba un salario suficiente para vivir, un trabajo en el que podían desarrollar su creatividad sin más presiones que las impuestas por los clientes y un reparto de beneficios anuales que les permitía ausentarse dos meses de vacaciones al año y financiarse un plan de pensiones para cuando llegase el momento de la jubilación. Juanjo se había especializado en la captación de clientela porque tenía un don especial para las relaciones públicas, se teñía el pelo de negro por cuatro canas que le habían crecido sobre las orejas y se compraba la ropa de diseño en almacenes baratos de las afueras de Barcelona. Se casó a los veinticinco años y ahora, a los veintiocho, tenía dos hijas y una afición enfermiza por el senderismo. Alto, sólido y sin titubeos, de palabra convincente, era un líder nato y como tal lo aceptaron Damiá y ella; les convenía. Hablaba poco y en voz baja, pero cuando iba a hacerlo se producía el silencio a su alrededor; era una voz respetada como la de un lama, o un viejo profesor, o el gurú de una secta. Tampoco miraba de firme a los ojos: prefería mirarse las manos grandes y fuertes mientras se las frotaba, más bien se las exprimía, como si de ellas extrajese las palabras, las frases y las opiniones que iba desgranando precisas, poco a poco, lentamente, hasta completar un discurso que siempre concluía de igual manera, preguntando a los demás si no estaban de acuerdo, como si no supiera que ya lo estaban o que no se atreverían a decir que no, aunque Andrea alguna vez lo hacía, sólo cuando estaba segura de que tenía razón. Juanjo era el líder sin que nadie lo hubiese decidido, sólo porque era el mejor, el más rápido a la hora de disparar palabras o construir argumentos y el más hábil para crear luces y sombras sobre las evidencias que quería mostrar u ocultar, según conviniese.

Damià Puig era un tipo pelirrojo de cara puntiaguda llena de pecas y nariz aguileña, curvada como el garfio de un pirata tuerto de película coloreada. De ojos pequeños, transparentes, azules, casi blancos, vivos y húmedos, sonreía siempre aunque no hubiese motivos para la risa, lo que a Andrea le irritaba de un modo que no sabía explicar. Presumido y prepotente, aseguraba que sus diseños eran los mejores que se hacían en el estudio, sus clientes los más difíciles de complacer y también los que quedaban más satisfechos, y sus fines de semana un rosario de conquistas a las que se veía obligado a desengañar para que no se hiciesen ilusiones con vistas al fin de semana siguiente. En el fondo era un crío, piensa ahora Andrea; pero tan arrogante y brutal que lo mejor era impedir que se tomase cualquier tipo de confianzas porque al momento podía convertirlas en derecho adquirido. Con todo, lo que nunca soportó fue que la convirtiese en el blanco de todas sus bromas y groserías, porque entonces la convivencia resultaba imposible. Algo que por fortuna sólo pasaba por épocas, pero recuerda que entonces coincidió con una de las peores y el aire terminó volviéndose irrespirable para ella.

Desde principios de ese mismo año tuvieron trabajo y beneficios suficientes para, después de impuestos, poderse permitir contratar dos personas que colaborasen con ellos en el estudio. Primero emplearon a Mercè, un ama de casa reciente que necesitaba colocarse y que atendía bien el teléfono y la correspondencia, una cuarentona de interminables uñas curvas pintadas de rosa, permanente en el pelo y gafas de concha con brillantes de bisutería incrustados en los extremos. Y luego a Elena, una recién licenciada en paro de piel pálida y granulosa, ojos ribeteados de lapislázuli y labios pintarrajeados de carmín rojo que les ahorró el asesor fiscal y el gestor porque dominaba la técnica de las declaraciones de impuestos de sociedades y la confección de nóminas, balances y minutas de honorarios. Juanjo fue el encargado de contratarlas porque era el responsable de coordinar la empresa y de dar la cara ante Hacienda si alguna vez revisaban las cuentas y tocaba pasar inspección, y Andrea y Damià no tuvieron nada que opinar, aunque seguramente tampoco hubiese servido de nada porque otra de las habilidades de Juanjo era presentar los hechos siempre en pasado, como si realmente ya hubieran sucedido y ni él pudiera remediarlos.

Entre las paredes del estudio, aquellos días pasaron con la naturalidad de otros tiempos, la rutina habitual que permitía seguir adelante en el proyecto común y en cada uno de los diseños individuales; pero, por su especial estado de ánimo, Andrea asistió a ellos con la sensación nauseabunda de que estaba sufriendo una de las peores y más despreciables crisis de machos salidos e insinuaciones sin ingenio, pura zafiedad, provocaciones sucias. No disfrutaba trabajando y la culpa no era de lo que hacía sino de los que la rodeaban al hacerlo. Andrea nunca pudo entender por qué los hombres se sentían en la obligación de mostrar los colores de su cresta cuando oían acercarse ecos de mujer; por qué creían tener derecho a no pasar desapercibidos y trataban de demostrar que su mano era de roca y estaba disponible para cuando la debilidad femenina necesitase de ella. No se atrevieron nunca a decirlo, la verdad es que nunca se lo dijeron, pero estaba segura de que Juanjo y Damià no terminaban de comprender que tuviese en la empresa igual responsabilidad y el mismo salario que ellos, idéntica capacidad para opinar. Ahora cree que por eso Damià se vengaba con Mercè y Elena, las secretarias, que tenían que sonreírle las bromas y acosos, algunas veces intercambiando con ella miradas de resignación que se volvían más apesadumbradas en Andrea que en ellas mismas.

Fueron días de trabajo en soledad y noches largas de cortar flores nuevas con cada mirada, de intentar robar rosas y fidelidades. Recolectó igual número de amores que de odios, la amaron quienes besó y la odiaron a quienes arrebató besos acostumbrados. Lo peor de las chicas era que siempre estaban acompañadas y para hacerlas suyas tenían que dejar de ser de otras, aunque aquellos eran juegos compartidos de reglas conocidas por todas, un universo de fugas y reconciliaciones en el que los celos se abrían y cerraban varias veces cada noche, sobre todo entre las mayores, tan cansadas para pleitear nuevas miradas, y entre las más jóvenes, seguras de una fidelidad aprendida en el romanticismo de los cuentos para adolescentes que leyeron de pequeñas. Días de trabajo y noches de no dormir en las que intentó reconocerse y sentir que en la soledad estaba la libertad que durante tantos meses había perdido por la idea de desear huir de lo que era, la idea estúpida de pretender huir de sí misma, algo tan absurdo que ni siquiera entonces pudo comprender.

La segunda equivocación fue permitir que Joan le presentara a su mujer en el aeropuerto, aquella mañana de puente aéreo en la que ella volaba a Madrid. También ellos tenían que tomar un avión, a Milán, un poco más tarde. Los vio de lejos y dudó si debía acercarse o no, para saludarlo, pero después de pensar que su presencia podía comprometerlo decidió encaminarse hacia la puerta de embarque; pero él ya la había visto y estaba haciendo tantas señas y aspavientos con los brazos sobre la cabeza que no haber atendido su llamada hubiese sido mucho peor que una descortesía; sin duda él lo habría interpretado como un desprecio inexplicable. Se acercó y lo besó en las mejillas, le preguntó qué tal estaba y él, sin contestar, le mostró a su mujer, pronunciando su nombre como se vocaliza una marca japonesa de automóviles de lujo: Carmen.

Se dieron un beso en la mejilla, sólo uno, y eso, a Andrea, la desconcertó. Lo natural en el uso social es darse dos besos; dar sólo uno tiene un significado especial para ella: quiere decir que existen otras intenciones, que ya soplan ráfagas de ternura o que se desean avivar hogueras de seducción. Por eso Andrea la miró sin pudor y por eso se fijó en ella como si no hubiese nadie más en el aeropuerto aquella mañana.

Carmen era una mujer morena, de ojos despiertos y sonrisa de pericia. Mantuvo la mirada sin esfuerzo y cuando Andrea le dijo lo guapa que era, sonrió como si ya lo supiera. Acababa de cumplir treinta y ocho años y por eso iban a Milán a celebrarlo, pero insistió en que a la vuelta tendrían que telefonearse y verse. Fue una invitación de amiga recién conocida, pero en el fondo de su mirada se abrieron abismos de necesidad, un deseo sincero y no disimulado de volverse a ver. Un poco más alta que ella, con un olvidado acento andaluz que sólo se asomó dos veces a la punta de su lengua, una al pronunciar «móvil» y otra al decir «adiós» con tacañería de letras, le dio dos números de teléfono, el de su casa y el de su trabajo, y después encargó a Joan que no olvidara de que tenía que darle el suyo. «No lo tengo», se encogió de hombros, y entonces Andrea lo recitó titubeando, con temor, mirando a Joan, mientras Carmen lo escribía a toda prisa en la palma de la mano con una pluma que sacó del interior de la chaqueta de su marido. Cuando Andrea se alejó de ellos, con el tiempo justo para no perder el avión, aún cruzaron una nueva mirada en la lejanía. Una mirada que la excitó.

Joan le dijo a Carmen durante el vuelo que prefería que no se llamasen, que sería mejor que no se vieran, sin responder a la intriga de Carmen que le preguntó por qué, haciéndose la ingenua. Y como no podía haber nada mejor que la prohibición infundada para crear los hilos de curiosidad que tejen los deseos, aquel veto fue tan efectivo como la luz prometedora que nació de la mirada interesada de Andrea.

Y el lunes, a media mañana, telefoneó.

Quedaron para ir al cine Verdi a ver Al cruzar el límite porque Carmen dijo que le gustaba Hugh Grant. Llevaba el pelo suelto y brillante, una minifalda negra, pantys también negros y un jersey de cuello vuelto gris, o verde otoño, u ocre, Andrea ya no se acuerda. Pero recuerda que el pelo le olía a champú para niños, el cuerpo al perfume dulzón de Jean Paul Gaultier y la sonrisa a trastada infantil o a bosque cuando empieza a amanecer. Todavía podía oler el aroma de un jabón amaderado con el que se acababa de lavar las manos. Andrea no pudo ver la película; sólo tuvo tiempo para respirarla durante hora y media. Y a la salida se probaron faldas largas, sombreros de fieltro y pantalones de cuero en el Bulevard Rosa; se miraron sin prisa, hicieron aspavientos mostrándose trozos de escaparate que carecían de interés y gesticularon con las manos y con los ojos sin motivo, pero hubo pocas palabras, ninguna en realidad que se asomara descarada a los balcones de sus labios. Tampoco compraron nada de lo que se probaron. Lo único que compró Andrea fue una muñeca de porcelana vestida de colegiala que le regaló a Carmen y ella, mientras le daba las gracias, esbozó una sonrisa en la que Andrea no creyó ver ninguna intención; pero luego la regañó porque no tenía que haber gastado tanto dinero. Cuando Andrea le repitió que era muy guapa, poniéndole la mano en la cadera para que la sintiera cálida, cercana y suya, la seriedad se asomó a la cara de Carmen, una seriedad llena de significados. Se acercó a Andrea, la besó en la mejilla con suavidad y le susurró al oído que hacía mucho tiempo que nadie le decía algo así y que le gustaba que ella lo hiciera. Pudo haber sido un beso rápido, de agradecimiento, pero fue más lento, como repetido, reafirmado después de la primera levedad del roce, reiterado porque antes de separar los labios volvió a posarlos, presionando otra vez, más despacio. Aquello no era sólo un beso y Andrea se hizo de nieve frente al sol, los temblores le empezaron por los muslos y se quedaron a vivir el resto de la tarde en su pecho, justo al lado del corazón.

Fue en el coche de Carmen, camino de casa, cuando Andrea se atrevió por primera vez a acariciarle la parte interior del muslo, con suavidad, para no espantar el pajarillo que acaso podía desconfiar en su mente. Fue un atrevimiento excesivo por su parte, ahora lo comprende, un riesgo demasiado alto porque podía haberla rechazado preguntándole de qué iba o haberle dado una bofetada, sin más; pero ahora no sabe lo que pasó, debió de ser su mente, que se nubló, o el deseo, que venda los ojos. El temblor de su pecho. El caso es que Carmen hizo como que no se daba cuenta y se dejó hacer, sin parar de hablar de Sean Connery y del modelo de Armani, de Nacho Duato y de Richard Gere, de ellos, siempre de ellos. Parecía tener necesidad, o urgencia, de demostrar que le gustaban los hombres, sólo los hombres, o tal vez lo que intentaba era que el juego de espejos huidizo de su apariencia no reflejase su entusiasmo; pero la realidad fue que todo su discurso se hizo de humo cuando, llegando al portal, antes de bajarse, Andrea tapó sus labios con los suyos y la besó despacio, con el mimo de una sábana al caer. De nuevo se dejó acariciar, tampoco hizo ningún comentario sobre el beso que se dieron, porque ella también la besó con ansia, y, sonriendo otra vez, miró el reloj, fingió escandalizarse por lo tardísimo que era y afirmó que tenía que ir a preparar la cena de los niños. Un beso, había sido sólo un beso corto, apresurado, deseado, al ritmo de la prisa y del ansia, un beso buscado por Andrea y deseado y ocultado a la vez por Carmen, pero atrevido, exageradamente atrevido para una primera cita, todavía Andrea se asombra de que aún así fuese posible, pero lo fue.

También a veces se producen los milagros.

Quedaron en volver a verse. Carmen llamaría.

La noche está en calma como un estanque bajo el sol en el que los peces de colores contienen la respiración y asoman sus cabezas sin temor a la captura. Se afila el frío, se agudiza el silencio —ya se puede oír—, se acortan cada vez más los ecos de sus pasos. Barcelona está dormida, se han acabado los prodigios, y Andrea camina cada vez más deprisa para no sentir la pereza en los pies ni las ganas prematuras de volver a casa. El tubo de escape de una moto de quinientos centímetros cúbicos la obliga a volver la cabeza, sin sorpresa, como si en el Zoo hubiese oído el rugido de un león al fondo de una jaula inmensa. Le resultan familiares las calles por las que ahora se está adentrando: San Miguel, Séneca… Pasa por delante de Member’s, y revive recuerdos de suciedad, de bar de camioneras disfrazadas de señoritas que se convierten en compañía de parejas heterosexuales que van a seducirlas por una noche… Sin mirar la puerta cerrada, cambia de acera y se detiene ante la puerta entreabierta de Bahía, entrañable, minúsculo, de paredes rojas y luces de bar de carretera, los botelleros adornados con lucecitas de árbol de navidad, el techo entrecruzado por hileras de bombillas de colores como de fiesta de pueblo, o de barriada popular. Sigue el mismo camarero cariñoso, la dueña llena de bondad, la gente sin pretensiones ni miedos que bebe cerveza y habla en voz baja, y allá al fondo, siempre al fondo, la imagen inolvidable de Montse y Laura de la mano, besándose, besándose con prisa, ¿para qué hay que respirar mientras se besa?

Un segundo: entrar y salir. Andrea continúa el paseo. Tal vez debería quedarse a saludar a los viejos amigos, a tomar una coca-cola y a recordar a Elisa para intentar olvidar unos momentos a Carmen; pero no lo hace. Elisa Sentís. Elisa era anarquista, vitalista, depresiva y diez o doce cosas más, cada una de ellas tan contradictoria con las demás que hasta ella se reía a veces. Como feminista trataba a todas horas de implantar un nuevo matriarcado en el mundo, un matriarcado en el que Andrea no tenía cabida, decía, porque era demasiado sensible para ejercer el mando, cualquier tipo de mando; pero como anarquista sentía el deber de respetar al individuo, fuese del sexo que fuese. Se deprimía si a su alrededor alguien hablaba de paz; decía que ese era un concepto pequeñoburgués inventado por la clase dominante para continuar la opresión de los débiles sin nada que temer. Lo que a ella le gustaba de verdad era la violencia, aunque no hubiera sangre por medio, y se negaba a ir a París, una ciudad tomada, aseguraba. «Pero ¿tomada por quién?», le preguntaba Andrea. Y entonces Elisa se encogía de hombros y le pedía opinión sobre algo que le daba vueltas por la cabeza: si poniendo una buena bomba en la plaza de Sant Jaume se podrían destruir a la vez los edificios del Ayuntamiento y del Palau de la Generalitat. Salvo el amor y las bombas, todo lo demás era, para ella, realidad virtual. Fue una de las mejores amantes del mundo hasta que se fue a vivir fuera, a París, naturalmente, con una argentina rubia con lentillas, desde donde envió una postal de la torre Eiffel, el símbolo fálico más conocido del mundo. Andrea le contestó con otra postal de la torre de Pisa en la que escribió al dorso que no temiese, que como se podía ver los falos se estaban desplomando solos, incluso alguno ya se inclinaba, rindiéndose.

Cuando recuerda a Elisa, a Andrea se le dibuja una sonrisa en los labios. Ahora también le ocurre, pero de repente se le congela porque de nuevo Carmen lo invade todo, no hay manera de esquivar su recuerdo. Carmen era periodista, trabajaba en los servicios informativos de TV-13 y tenía que desplazarse a los estudios de Sant Just Desvern sólo por las mañanas, salvo los sábados, porque hacía jornada de mañana y tarde. Y por la naturaleza de su trabajo podía ausentarse de la redacción siempre que lo desease, sin dar excusas, algo sobre lo que bromearon muchas veces.

Se vieron dos veces más para tomar un café apresurado en Gracia, y en ambas ocasiones sólo habló Carmen, de Loewe, del atardecer naranja de Lisboa, de la bisutería de lujo que le gustaba ponerse, del frío de Milán cuando estuvo allí con Joan, de ponerse pantalones vaqueros bajo el abrigo de visón y de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo. Andrea la veía llegar con los ojos llenos de risa y la miraba irse con desesperación, y Carmen se marchaba erguida porque lo sabía. Carmen nunca volvía la cara al irse porque notaba que Andrea la estaba mirando y le gustaba. Lo tenía que notar.

El miércoles volvieron a quedar para ir al cine y Andrea le dijo que antes se pasara por casa, que quería enseñársela e invitarla a tomar una copa. No dijo que no, pero tampoco lo aseguró: «Depende de cómo vayamos de tiempo», dijo Carmen; la sesión de la sala 2 del cine Casablanca era a las siete y media y no sabía de cuánto tiempo dispondría. Pero a las seis ya había llegado y antes de las ocho habían hecho el amor.

Seducirla fue, para Andrea, un aprendizaje sencillo. Los sentimientos son universales, pero cada persona tiene una manera única de reaccionar a los estímulos externos. Andrea se dio cuenta de que decirle lo guapa que era dibujaba sonrisas en sus labios y relajaba las defensas instintivas que ni ella quería interponer, y también comprobó que carecía de pudor. Cuando le preguntó si tomaba el sol desnuda, le contestó que sí, y al pedirle que le enseñase su cuerpo bronceado dijo que ya estaba blanca, cómo iba a estar en febrero, pero se abrió sin dudas la blusa y se bajó el sujetador mientras se miraba para recordarse. No rechazó sus caricias, sólo rió nerviosa con una timidez falsa cuando Andrea le pidió que se quitase el sostén mientras, sin esperar a que lo hiciese ella, se lo quitaba y posaba los labios sobre su pecho, con cuidado, para no espantarla. Todo lo que dijo Carmen fue que no fuese tan lista y que se desnudase ella también, que quería verla. Lo demás fueron jadeos impúdicos por su parte y besos sin límite por parte de Andrea.

«Espera. No vayas tan deprisa», tuvo que decirle en un momento, cuando las manos atropelladas de Carmen quisieron abarcarlo todo sin reposo, pretendiendo estar a la altura de los dedos de Andrea, seguros, precisos, experimentados. Le besó los muslos mientras la quitaba los zapatos, arrodillada ante Carmen, que la acariciaba el pelo y reía y suspiraba, echando la cabeza hacia atrás y apretando la de Andrea, entregada a una excitación exagerada desde el principio. Los besos fueron lo mejor, pronto se acostumbraron a marcar el paso y a coincidir en la intensidad y en el cruce de sable de lenguas; aunque siempre los terminaba Carmen. Y las palabras sólo las pronunció Andrea, «deja, ahora déjate hacer, cierra los ojos, no pienses en nada, sólo en sentir, déjate, cierra los ojos y deja abiertos los labios, los muslos, así, así, despacio, despacio… Espera…». Andrea se desnudó cuando los muslos de Carmen ya estaban mojados, y Carmen, aunque se sintió obligada a mostrarse también cortés, no tardó en hacerle caso y en dejarse hacer, para seguir disfrutando. Hasta que se quedó rígida. Se sacudió en dos o tres espasmos contenidos, invocó a Dios en un grito y se quedó sin fuerzas sobre la piel de Andrea, rebuscándole el alma cada vez con menos intensidad.

Andrea cree ahora que aquella primera vez disfrutó más que ella. En cambio no recuerda si iba maquillada. Cuando la conoció acostumbraba a pintarse, luego ya no se maquilló casi nunca.

Se quedaron en la cama, sin mirarse, acariciándose, con los ojos cerrados, caminando sus cuerpos con la yema de los dedos como escribiéndose mensajes cifrados en la piel, intercambiándose códigos genéticos para conocerse en lo más insondable. Hasta que Carmen se incorporó, salió de la cama y se fue al cuarto de baño sin decir nada. Tardó en vestirse, después de ducharse, mientras Andrea la esperaba desnuda sobre la cama. Salió con el pelo recogido en lo alto con una pinza de carey, hablando sin parar de sus hijos, que empezaban a hacer gracias infantiles que le parecía necesario relatar. Su cuerpo olía a vapor y a gel de baño de Orlane. No se negó a repetir besos y caricias, esta vez sin deseos de hacer el amor, sólo de intercambiar retales de ternura, y siguió hablando de ella, de los niños y de Joan. Y repitió que le gustaban los hombres, sin necesidad.

Cuando Carmen se fue, la noche se quedó cerrada y húmeda. Suspiros de viento se hicieron juegos y arrumacos más allá del ventanal del dormitorio, aún perfumado por las huellas de su presencia. Un viento que sólo se oía a veces, como una respiración incompleta pero profunda. Eran los ruidos de siempre, repetidos desde que era niña, el rumor del mar, recuerdos de infancia, no de lluvia ni de árboles como era lo natural. Desde aquel día, cuando Andrea oía el motor del ascensor, fuera al piso que fuese, siempre pensaba que era ella quien venía. No le daba tiempo a razonar, sólo la veía, la oía, viniendo. Eran segundos, siempre esos segundos que le hacían soñar que venía, como si viniese de verdad. Andrea piensa ahora que le hubiese gustado tener una mirilla en cualquier lado, por ejemplo en la palma de la mano, para haber podido mirar por ella y abismarse a su mundo. Aunque lo más apasionante hubiera sido deslizarse en su cabeza durante una milésima de segundo para saber qué pensaba de ella; una milésima de segundo como ésa en que la oía venir, y la veía, pese a que fuese sólo una falsa ilusión, como todas las ilusiones.

Cuando la conoció, los días se sucedieron sin angustia, sólo enmarañados en el placer de las caricias, construyendo un amor que se iba haciendo de roca en ella y en Carmen de indiferencia, de hielo; al menos así lo imaginaba Andrea en el duermevela de cada noche. Y sin embargo aquel hielo no se deshacía. ¿Qué estaba sucediendo?, se preguntaba desconcertada. ¿Por qué le hacía creer que la amaba, que se sentía bien a su lado? Carmen sólo decía, de vez en cuando, entre besos y saliva, que no fuera a creerlo, que ella no era así, que lo que le gustaba era los hombres. ¿Tan grande era la vergüenza sentida que le obligaba a mentir incluso en los precipicios del espasmo? Porque Andrea sólo quería transmitirle la apacible sensación de la naturalidad, pero ahora cree que nunca lo consiguió.

Tampoco le importó saber que jamás fuesen a vivir juntas: con tener una parte de ella, con saber que Carmen estaría a su lado unas horas al día, dos o tres veces a la semana, le bastaba. Se lo dijo entre lágrimas de placer, abrazadas frente al incendio de la chimenea de su habitación en aquel parador de Huesca, viviendo nieves y fugas. «Déjame ser el valium de tu vida», le dijo Andrea, y desde entonces sólo vivió para ser su viernes por la noche. A sus pies, mirándola, admirándola, Andrea encontró su sitio. Sólo quería que la dejase estar siempre así, mejor si ni siquiera se daba cuenta de que estaba. Después copió el párrafo de un libro y clavó el papel con una tachuela en su corcho: La persona amada nos parece infinitamente cercana y, a la vez, infinitamente distante. Entre todas las personas nos es la más querida. Sin embargo, la vemos como una meta incognoscible e inalcanzable. Si nos ama, no es porque lo merezcamos, sino por una especie de milagro. Su amor es una gracia. Esta misma persona es portadora de una potencia extraordinaria que nos maravilla, que nos parece increíble. Como un sueño que podría desvanecerse.

Vinieron otros días, otras citas y otras películas que no vieron porque se quedaron a revolver las sábanas de la cama. Carmen evitó tardes de trabajo y Andrea se escapó tantas veces para verla que algunas llegó a temer por el suyo. Dos amores diferentes: uno disimulado, el de Carmen; el otro apasionado, el de Andrea. Carmen se reía y se escandalizaba cuando Andrea le decía que no las habían enseñado que el verdadero amor era sentir pisoteados el orgullo y la dignidad si con ello podían conseguir que su pareja fuera feliz, y luego cerraba los ojos de placer para decir que no era nada en comparación con ella, que tenía que agradecer que le permitiera estar enamorada. Y entonces, Carmen cerraba también los ojos, la acariciaba y le besaba la frente, y la barbilla, y la línea de los hombros, mientras le decía que iba a perfilar su ombligo con su lengua, que iba a dibujarle con saliva la columna vertebral, que iba a devorar su sexo y hacerle sentir un terremoto en el vientre. Qué diferentes eran de esas personas que creen que si no las respetan las ofenden, piensa ahora Andrea, que sólo conciben la pareja en la posesión, que hacen de su vida un presidio en el que los celos son perros de lo que una vez fue llamado amor y después no es nada más que costumbre. «Nuestro amor no tenía carceleros», se repite casi en voz alta, y el eco le devuelve un susurro en el silencio de la noche: «… ella sabía que yo no me iba a escapar jamás, que esperaría cuanto fuese necesario hasta que viniera, o hasta que me llamase por teléfono, o hasta que recibiera una carta en la que me dijese que siguiera esperando hasta que viniera o hasta que me llamase por teléfono».

Andrea vivía entregada a Carmen mientras en el estudio crecían y se amontonaban mil diseños de escaparates y decoración de locales nocturnos de copas y de terrazas de verano. Febrero era un mes de espera primaveral y florecían los almendros, el ansia renovadora y el acné, fatiga de un invierno que se hacía viejo pero no acababa de morir. Se apretó el horario de un modo asfixiante, pero Andrea, como un apóstol en apuros, hizo todos los milagros necesarios para poder liberar cada una de las tardes que Carmen quiso apilar para pasarlas juntas. Sólo Damià ironizaba sobre el exceso de ausencias y decía que iba a reivindicar su horario, sin motivo, porque la verdad era que a lo largo de la semana Andrea trabajaba por lo menos diez o quince horas más que él, y todo el mundo lo sabía en el estudio. Pero Damià aprovechaba aquellas fugas de sobremesa, cuando recibía una llamada de Carmen, para ponerla en evidencia, lo que Andrea tuvo que cortar de raíz una tarde de rabia que no quiso contener, enfrentándose a sus ojos guiñados y comparando en la reunión de fin de mes los objetivos, horarios y productividad de ambos para que se callase de una vez. Avergonzado sin admitirlo, intentó una gracia como escudo de humo, invitándola esa noche a cenar con la condición de que se pusiera minifalda, algo que Juanjo no le recriminó aunque sintiera arañazos en los ojos por la forma en que Andrea lo miró.

Para huir de aquellas miradas de Damià, Andrea estaba obligada a usar pantalones, cualquier falda podía ser interpretada como una provocación a su bragueta, y en las reuniones de empresa tampoco podía desabrocharse el primer botón de la camisa, ni mucho menos prescindir del sostén. Era asqueroso sorprenderle rebuscando ángulos y esperando descuidos para no ver nada en las ranuras del escote, sólo para encontrar una bocanada agria de asco en los pliegues más profundos de su garganta; Andrea no podía creer que aún quedase alguien así. Nunca se ponía falda porque se cansó de oír comentarios cada vez que se la ponía, y además porque la falda era algo así como una frivolidad. Si de por sí era difícil que en un ambiente laboral cerrado, tiranizado por la idea de la masculinidad, la tratasen en serio y la respetaran, cuanto más se diferenciara de sus cánones menos posibilidades tenía de que la viesen como a un compañero, como a una profesional. Los pantalones eran la única salida para no sentirse presa de un millón de confusiones malditas.

En febrero se amontonó trabajo sobre trabajo, pero estuvo siempre dispuesta cuando sonó el teléfono. Fue Carmen quien tuvo mayores problemas con las escapadas: los niños cayeron enfermos de gripe uno después del otro, y no hubo modo de aliviar el terror de que, con tanta desinformación en los medios de comunicación, pudiese tratarse de una meningitis, porque la epidemia de miedo se extendió sustituyendo a la que no existió de la enfermedad; ni tampoco hubo manera de convencer a Joan de que se quedara en casa, cuidándolos. En febrero se vieron poco pero tan intensamente que Andrea terminó por convertir en verdad la idea de que nunca encontraría a nadie como ella, que estaba tan pegada a su piel que ya no podría desprenderse jamás. A su lado, cada día era Navidad.

Montse y Laura. ¿Por qué, de repente, se asoman a su memoria el rostro severo de Montse junto al de Laura, siempre sonriente? Quizá porque a Montse nunca le gustó Carmen, aunque por respeto, o porque su carácter fuera así, no se lo dijese. Ellas eran las únicas amigas con quienes se podía desahogar cuando se rebelaba en el estudio y sus tripas pedían venganza retorciéndose en hidras de rabia. Un día Andrea les preguntó cómo conseguían vivir sin sentirse agredidas, cómo hacían para poder pasear de la mano sin que los ojos de la gente les hiriera, y ellas se miraron y sonrieron burlonas. Cuatro años de vivir unidas desafiando al mundo les había dado la serenidad necesaria para contemplar la puesta de sol sin temor a las tinieblas, ni la lejanía de la luna sintiendo soledad. Eran fieles a sí mismas y no se culpabilizaban por ello; en realidad, se eran fieles también entre ellas porque, cuando en otro tiempo se acostaron con Andrea, cada una por su lado sin decírselo a la otra, lo tomaron por una infidelidad menuda en la fidelidad eterna que se prometieron sin palabras, el ensanche de un círculo que apenas se había abierto, una sombra más en el armario de sus vidas. Andrea les preguntó qué hacían para ser libres y sonrieron, mirándose con complicidad: «Ellos creen que somos amigas, ¿acaso no es normal que dos amigas vivan juntas, o vayan de la mano? Así se desentienden». Y le dijeron: «El miedo lo tienes tú, porque crees que piensan lo mismo que tú estás pensando».

Montse y Laura parecían entenderse muy bien. A Andrea se lo pareció siempre cuando las veía en su casa, aparentando no atenderse, ni mirarse, ni cuidarse, pero con las orejas disparadas, como lebreles, si al aire se escapaba una frase ambigua o equívoca, o una mirada comprometedora, o un gesto sin definición. Protegían su territorio con naturalidad, pero sin descuidos. Y se entendían porque se sentían seguras, porque sabían que el mañana no amanecería entre sorpresas para ninguna de las dos mientras tuvieran la forma de decirse lo mejor y lo peor de lo que les pesaba en la vida.

Tan distintas, tan poco libres, Carmen y Andrea seguían viéndose en la oscuridad, en el secreto, a la sombra de cuantos las conocían. Ella explicó, sin necesidad, que ocultaba a sus hijos y a Joan el amor que había encontrado, robándoles un tiempo que repartía con ella; y Andrea, que con nadie tenía que dividir las horas, ocultó a todos que se deshacía en vida porque a su alrededor no hubiesen comprendido esa clase de amor. Carmen dejaba pasar cada vez más tiempo sin decir que le gustaban los hombres y, aunque tampoco reconocía que le gustaban las mujeres, también, cada vez con mayor frecuencia, le decía que sus labios eran suaves, que jamás había disfrutado con nadie como disfrutaba con ella y que estaba segura de que la quería. Decía que la quería, y la noche que lo hacía, a Andrea se le olvidaba dormir.

Pronunciaba su nombre, Carmen, con miedo y ella pronunciaba el suyo, Andrea, con frialdad. Casi siempre la llamaba «niña»: cuando se dirigía a ella por su nombre era porque ese día no se iban a ver. No es que a Andrea le escandalizaran sus noches cuando la imaginaba entre los brazos de Joan; lo que le aterraba era no verla. Comprendía que Carmen tenía otra vida, un universo formado por una familia, un trabajo y una casa en la que ordenar la ropa y embellecer las luces de los dormitorios, pero si no oía su voz diciéndole que ese día no se verían se le cerraba el estómago y creía perder el control. Llegó a darle miedo aquella locura; pensó que lo mejor para las dos era dejarlo, pero sólo pensarlo la ponía enferma. Sin ella no sabría vivir. Y seguir a su lado era injusto, era pedirle demasiado.

Pasaron dos meses hasta que Andrea creyó tener domada la mayoría de sus sentimientos. Hasta entonces había llenado la casa de fetiches, dormía con una fotografía de Carmen sobre la almohada, en el lado que se recostaba ella, y le mandaba flores a su trabajo, con notas sin firmar en las que escribía pequeñas cosas: Es la mañana de otro día y sigo teniendo la vaga idea de que esto no puede ser así. Que obedece a un plan que alguien como tú ha trazado para que yo crea que el mundo es la fantasía que uno quiere. Esa idea del mundo que tenía cuando era niña, sólo la tengo contigo. O le hacía llegar, envuelta en papel de periódico, una de sus camisas de seda azul, que alguna vez había comentado que le gustaba, con una tarjeta escrita a mano: Hoy tampoco me apetece levantarme, vestirme, salir. Preferiría estar aquí, quedarme a esperarte. Sólo se entiende que me cueste tanto levantarme por ti. Tengo que pensar que vamos a poder vernos o que me vas a llamar. Si no, no me levanto. Gracias por telefonear anoche. Fue como dormir contigo. O escribía en los bordes de una tarjeta postal que fotografiaba un lugar de Barcelona por el que habían pasado juntas, o en el que habían estado: Cuánto me cuesta abrir los ojos y caminar mientras pienso aún en lo que estaba soñando. Te quiero. En los sueños y en el silencio también.

Fue tanto el amor que sintió, tanta la dependencia de la droga de su presencia, que para Andrea no era un deber sino un placer obedecerla. En lo más pequeño o en lo que menos le podía importar a Carmen. Ahora recuerda que con un carmín de labios escribió una frase absurda en el espejo del cuarto de baño: He dormido bien, como tú mandaste. Después la borró antes de que pudiese leerla.

Andrea estaba segura de que Carmen la quería, pero no se atrevía a pensar en ello porque la posibilidad de que no fuese así levantaba oleajes de ansiedad en su estómago y la obligaba a mirar a hurtadillas la fotografía de Marta, en la que había refugiado sus temores durante tanto tiempo, pero que no había vuelto a mirar desde que la había conocido. Quería creer que Carmen la quería, pero en lo más profundo de su ser se revolvían preguntas razonables para las que no tenía respuesta. Además, las preguntas, una vez que se han asomado a la cabeza, ya no se desvanecen, no desaparecen. Son tercas, se quedan a vivir ahí para siempre, se instalan en el cerebro con una máquina taladradora para ponerla en marcha si otras preguntas menos importantes pretenden ocupar su sitio. Andrea se vio invadida por la gran pregunta y ya no pudo desalojarla de su isla: Carmen tenía dos hijos de corta edad, a los que algunos días apenas veía para poder estar con ella, y también a Joan, su marido, que alguna vez le había parecido un hombre tierno. Con tantos afectos en casa, no era fácil comprender qué podía aportarle que no tuviese ya. Los pequeños, ahora cree recordar que tienen cinco y seis años, o cuatro y cinco, necesitaban una madre que los despertase entre gritos, los vistiera y les ayudase después con los deberes de la escuela, esa ayuda que consiste en dejar que muestren sus dibujos y se les diga que están muy bien para que vayan forjando una personalidad firme en la seguridad; y llevarlos a comprar ropa 0-12 a Benetton y juguetes de los que se anuncian en televisión, a ver El jorobado de Nôtre-Dame y a visitar al médico para que los pese y los mida o les pinche cuando se cumplen las fechas de las vacunas obligatorias. Carmen trabajaba por las mañanas, de noche tenía que bañar y acostar a sus hijos, además de estar en casa a la hora de cenar por si a Joan se le ocurría llegar a tiempo para ver el noticiario de las nueve si no estaba reunido con alguien de la misma forma en que lo estuvo con Andrea durante un mes y trece días. Con esa manera de llenar una vida, con tantas obligaciones, Andrea se preguntaba si no era un verdadero milagro que dispusiera de dos tardes a la semana para verla, y un portento aún mayor que le apeteciese robar horas a lo que ya tenía para malgastarlas con alguien como ella, que, a su entender, bien poco podía ofrecerle.

Pero Andrea no estaba preparada para responder esas preguntas cuando revoloteaban como ideas de plomo y prefería no atender su presencia aunque persistieran en repetirse una y otra vez. Todo iba tan bien entre ellas, era tanto el placer compartido en el hecho de permanecer juntas, en el silencio o en la caricia, en la lejanía del mundo real, que ni ella hacía preguntas ni pedía a Carmen que diera respuestas. A Andrea le bastaba con amarla y con creer que ella la amaba también, aunque fuese a su forma, un modo que ahora piensa que tenía mucho más que ver con la satisfacción de su necesidad sexual que con una pasión que nunca debió emparentar con el amor que sentía por los suyos, entre los que ella no estuvo nunca. Y se conformaba con oírle hablar de sus cosas, del precio del besugo en Navidad, de una boda famosa fotografiada en el ¡Hola!, de un perfume de once mil pesetas el frasco más pequeño o de lo cursi que era esta o aquella amiga suya con la que, a pesar de lo cual, cenaba en L’Oliana todos los sábados en compañía de otros matrimonios, compartiendo hipocresías estudiadas y besos al aire en los saludos y en las despedidas.

Carmen era una mujer hermosa, excitante, reposada y quieta, pero ahora se da cuenta de que nunca le hizo sentir de verdad que alguien le importase más que ella misma. No malgastaba palabras mientras sentía y jamás hablaba de sexo; de hecho procuraba desviar la conversación cuando Andrea empezaba a hablar de pasiones y de goces sensuales. Tampoco hablaba de Joan, su marido, pero sus hijos era algo a lo que volvía siempre que le parecía que Andrea iba a hablar de cosas de las que no quería opinar. En la cama prefería que Andrea le hiciese disfrutar a esforzarse por satisfacerla, repitiendo que ella no sabía y que alguna vez tendría que enseñarla, pero no era pudorosa a la hora de exagerar gemidos ni palabras cuando estaba gozando como Andrea sabía hacerla gozar. Por la noche, en la soledad de su dormitorio, a Andrea se le multiplicaban las dudas: no sabía si lo estaba haciendo bien o no, no sabía nada de nada, quería creer que acertaba pero no podía estar segura; la confusión se hizo un hueco en ella y desde entonces nunca la zozobra echó a volar para irse del todo, aunque también fueron muchos los momentos en los que creyó estar segura o, al menos, quiso creer que lo estaba.

Y tantos fueron los pensamientos que se enquistaron en su mente que dos meses después de haberla conocido, antes de terminar marzo, se topó de lleno con la realidad y el golpe no le dolió, sólo le hizo descubrir que hasta entonces era extrañamente feliz porque sus estremecimientos eran sólo suyos, que no era generosa porque parecía incapaz de compartirlos, como desde pequeña había tenido dificultad para hacer públicos sus sentimientos y sus temores, para compartir la necesidad de ser amada también, y, en compensación, se entregaba de un modo absoluto, total. Andrea también tenía que amar a Carmen poco a poco, serenamente, sin turbulencias, como Carmen aseguraba que la amaba. Y aunque le costase, tenía que compartirla con el trabajo, con esa vida anterior que en los últimos meses no había vivido porque se había encerrado en la fragilidad de una ilusión nueva y en la duda irresoluble de una mirada curiosa.

Porque, con tantas preguntas y dudas, de repente descubrió que tampoco sabía nada de ella. Carmen decía que la quería, lo repetían sus miradas y sus palabras pequeñas, pero no había razón para pensar que fuese verdad: era posible que estuviese jugando con fichas de monopoli mientras Andrea se arrancaba las suyas cada amanecer de las venas, secándose día a día. Llevaba demasiado tiempo encerrada, había echado el pestillo por dentro porque así creía conservar a alguien que, al fin, la quería, pero ese descubrimiento le decidió dar un nuevo giro a sus sentimientos para que fuesen más maduros, más adultos, menos primarios. Pensó en proponerle que a partir de entonces se vieran también en la calle, que quedaran a tomar café en el puerto y salieran a ver los escaparates de las tiendas, como dos amigas, como Montse y Laura, como dos amigas del alma que era lo que debían ser. No podían seguir volando a ciegas en las noches sin luna; en realidad, no tenían nada que ocultar. Al menos, eso fue lo que pensó entonces y lo que se repite ahora esperando que el semáforo se ponga en verde aunque no se vea ningún vehículo en la ciudad.

Se lo dijo y Carmen la miró con extrañeza, como si le hubiese propuesto subir en bicicleta Les Arcs o hacer un viaje a la India en autobús. Estaban tendidas en el sofá, mirando sin ver la televisión, con el mando en su mano, la de Andrea en la suya, y pareció no entender lo que le estaba diciendo. Preguntó por qué tenían que salir, con lo a gusto que estaban allí, y Andrea explicó que harían siempre lo que ella quisiera pero que creía que a su lado se aburría y que, si le apetecía, podían ir a algún sitio, al cine, o a ver escaparates, o a tomar algo en el Café de la Ópera. Entonces Carmen dijo que si lo que sucedía era que se aburría, lo dijese con claridad y no intentara confundirla, y volvió a mirar la televisión. Sin saber qué decirle, disgustada con ella misma por no haber sabido expresar lo que quería, por ella, calló, se acurrucó entre sus piernas y cerró los ojos, como mejor estaba.

Tampoco se atrevió a decirle que dormía abrazada a la almohada, a esa almohada donde su cabeza había reposado tantas veces. Que conservaba su olor, y aunque no hubiese sido así, lo habría inventado. Que dormía abrazada a esa almohada donde ella había dormido alguna siesta, nunca por la noche porque nunca había podido pasar una noche con ella, pero no le importaba. Bueno, no era eso, no es que no le importase, ojalá lo hubiese podido hacer, pero sabía que no podía y se conformaba. Le hubiera dicho que la amaba porque se conformaba, pero tampoco se atrevió. Por nada del mundo quería que tuviese problemas. No se sentiría bien sabiendo que por estar con ella se anudarían en su casa, con sogas anchas de marinero, preocupaciones a preocupaciones. La amaba tanto que podía renunciar a ella cada día, le bastaba con que supiese que alguna vez, cuando ella quisiera, sería una ráfaga de brisa en la tormenta de sus pensamientos, una vaga idea de mujer que había nacido para ser suya.

Ahora recuerda a Carmen, en la noche, cuando ya ha ido tan lejos que inicia el camino de regreso a casa, y no puede evitar que un escalofrío le sacuda la espalda. Tiene ganas de orinar pero no sabe dónde puede hacerlo. No hay bares abiertos, no hay adónde ir. Las luces de los escaparates están apagadas, son tiendas de zapatos, de sanitarios, un concesionario de coches, una ferretería, un cierre metálico que esconde un taller mecánico, grasiento y sucio, hasta el trozo de la acera está marcado por huellas de neumáticos y de grasa, una tienda de muebles de cocina, otra de zapatos, una mercería. Y en la acera de enfrente igual, tiendas y escaparates, apagados, dormidos. No hay ninguna luz, hasta la farmacia de allá abajo tiene fundida la lamparilla que ilumina el cuadro donde informan de las farmacias de guardia ese fin de semana. Debe de ser más de la una de la madrugada, hace mucho más frío aunque puede que no sea verdad, que sólo se lo parezca porque tiene ganas de orinar y cuando las tiene lo siente más intensamente. Procura olvidarse de su vejiga, acelera el paso, y cada manzana le parece más corta que la anterior; está yendo demasiado deprisa y la respiración empieza a ser agitada. Como cuando estaba pegada a Carmen, enredada a ella como una hiedra. Su aliento siempre era limpio, su aire fresco, su olor un perfume con el que se embriagaba en la noche, cuando se aferraba a la almohada, para no sentirse sola. Carmen era una mujer entera, de ojos de sal y cuerpo de calefacción, seria como un torero en la plaza, pero tan viva que en su piel los poros no respiraban, eran géiseres de sexualidad. Con cara de andaluza guapa, morena de pelo y perezosa de mirada y de manos, se estrechaba contra la espalda de Andrea como si fuese su última esperanza, o como si la quisiese de verdad. Pronunciaba su nombre y Andrea le contestaba con una pregunta: «¿Qué?»; y entonces Carmen no decía nada. Le volvía a preguntar qué quería y entonces decía que nada, que se le había olvidado. Mirarla era como asistir a un eclipse.

«¿A dónde quieres ir?», le preguntó Carmen al cabo de un rato, como si hubiese necesitado el paso de una eternidad para descifrar lo que Andrea le había propuesto. «No me parece que deba andar exhibiéndome por ahí contigo», dijo en un tono que la hirió, como si un cuchillo hubiese sajado lo más pulcro de sus intenciones. Añadió que parecía mentira que no comprendiese que ella no era libre, que era una mujer casada y que no podía dar motivos para las murmuraciones. Entonces, Andrea le preguntó, ahora cree que de un modo impertinente, si acaso pensaba que llevaban en la frente un cartel anunciando que eran amantes, y ella se desentendió. «Deja, deja…», alejó el aire con una mano. «Parece mentira que no sepas que la gente es muy mal pensada».

Pero fueron al Café de la Ópera la tarde siguiente. Y juntas leyeron revistas de moda, comentaron estilos de decoración y repasaron, sin atención, media docena de noticias políticas. Discreparon en todo, pero no se lo dijeron: cuando se miraban a los ojos sólo eran dos mujeres que no podían explicar a nadie que se amaban, cómplices de un secreto imposible de revelar.

A veces Carmen se quedaba mirando al infinito; algo revoloteaba los adentros de su cabeza, y hasta saber qué era guardaba silencio y componía el puzzle pieza a pieza, esperando visualizar el dibujo de la pregunta completa. Entonces miraba a Andrea fijamente, permanecía callada un par de segundos, como dos siglos, e interrogaba después con el dedo índice por delante. Aquel día preguntó: «¿Cómo supiste que eras así, …lesbiana?». A Andrea le sorprendió tanto lo estúpido de la pregunta que no supo qué responder; sólo dijo que su madre la había llevado dos veces al psicólogo. «¿Dos veces para descubrir que eras lesbiana?», rió Carmen. «No. Dos veces para que lo descubriese ella», respondió Andrea. Y luego, llevándose la taza a los labios, respiró hondo y le tomó la mano: «Mi madre me llevó a dos psicólogos cuando se enteró: tenía diecisiete años. Uno de ellos, un gigante barbudo que usaba gemelos en los puños de la camisa, sin hacer preguntas se limitó a diagnosticar que se trataba de una confusión de adolescencia. Aseguró que se me pasaría pronto porque era un trastorno del crecimiento que se corregiría solo en cuanto conociese un chico». Carmen se alejó de las caricias de Andrea y miró a un lado y otro: se tranquilizó al comprobar que nadie las estaba observando ni las podía oír. Después volvió a mirarla. «El otro, un buen tipo porque al menos hizo como que se interesaba por lo que decía, intentó explicar a mi madre que tenía que respetarme y permitirme optar con libertad por la manera en que iba a vivir. Le dijo que si así era feliz, cada cual tenía derecho a buscar la felicidad a su manera y además le preguntó que qué prefería: que fuese feliz o que me convirtiese en una desgraciada por no ser aceptada tal como era». Carmen la miró de un modo que a Andrea no le gustó. Sólo dijo: «Me estoy poniendo en el lugar de tu madre…». Andrea mantuvo la mirada esperando que siguiera. Por la pared, a su espalda, se movía lentamente la espada del último rayo de sol de la tarde que de un momento a otro iba a cegarla; por eso se incorporó y acercó su cara. «Si mi hija me dice a los diecisiete años que es lesbiana, la mato», afirmó Carmen. Andrea se quedó inmóvil, confirmó con los ojos que las palabras que acababa de oír eran ciertas y se dejó caer en el respaldo de la silla. La espada de sol ya se había enfundado en el atardecer. El Café de la Ópera se había quedado en silencio, inexplicablemente. Desde un cartel de cine enmarcado en la pared, Roger Moore-007 la miraba burlón mientras soplaba la bocana del cañón de la pistola que acababa de disparar.

No pudo soportar tanto silencio. Andrea necesitaba oír algo y habló y habló, sin importarle si Carmen escuchaba o no. «Cuando nos quedamos a solas, aquel tipo me hizo cinco preguntas y a todas respondí con tanta seguridad que dedujo que no había necesidad de que volviese a verle: preguntó si me había masturbado alguna vez, y dije que sí. Luego me preguntó si, al masturbarme, pensaba en chicos o en chicas, y respondí que en ellas. Quiso saber si mis sueños eróticos eran con hombres o con mujeres: respondí que con mujeres y me preguntó si me daba miedo el pene, si le tenía algún temor, y, como respondí negando, quiso saber si me gustaba el cuerpo del hombre. Dije que desde el punto de vista estético no me desagradaba, pero que me parecía mucho más bello el de la mujer. Cuando, terminada la consulta, entró mi madre en la sala e insistió en que yo tenía un problema porque decía que me gustaban las chicas, “ya lo habrá oído usted, doctor, dice que le gustan las chicas, esta niña tiene un problema”, Andrea imitó una voz aflautada, como si fuese la de su madre, el psicólogo se echó hacia delante, la miró a los ojos y le dijo con gravedad: “No, señora. La niña no tiene ningún problema. La única que tiene un problema es usted”. Mi madre no entendió nada, en realidad no entendió a ninguno de los dos psicólogos, y se conformó a pesar de las miradas de mi padre que no aceptaba volver a pagar seis mil pesetas por una consulta cuando, a su entender, la manera de resolver estas cosas era sólo una: darme una buena paliza».

No hablaron más. Andrea estaba irritada, rabiosa, y por primera vez no pudo evitar un odio ácido y contundente, un rencor contra Carmen por lo que había dicho que no podía soportar ni disimular. La miró con dureza, se levantó y salió del Café, sin esperarla. Carmen, desconcertada, pagó las consumiciones y salió del café tras ella, justo cuando empezaba a anochecer. Ya en la calle, Carmen la llamó por su nombre pero Andrea no se volvió: no hubo miradas, sólo ruido de tráfico y la desolada visión de las obras del Liceo en reconstrucción, como la fotografía de una ciudad después de una guerra. Se levantó una brisa con olor a mar, con olor a sexo, al sexo de Carmen, y al fondo quedaron huérfanos los chirridos de pájaros enjaulados en los puestos del bulevar. Al atardecer todo parece de oro viejo, de bronce y de cobre; Barcelona se viste de limón y semillas, los colores que al volverse azules enloquecieron a Van Gogh.

Carmen la siguió a paso vivo hasta la Plaza de Catalunya, donde la alcanzó y logró que se volviese a mirarla para que le explicase por qué se había enfadado, qué le había hecho, qué le había dicho. Andrea estaba sofocada, con las mejillas rojas, los ojos húmedos, las manos temblorosas. Carmen le acarició la cara, sonriendo e invitándola a sonreír, y Andrea hizo un esfuerzo, una mueca, como si se hubiese rendido o supiera que Carmen sabía que estaba vencida, para qué fingir. Subiendo por la Rambla de Catalunya camino de la Diagonal, Andrea susurró si podía hacerle una pregunta personal y Carmen afirmó con la cabeza. Quería saber si había tenido alguna relación con una mujer antes que con ella. Carmen miró nerviosa a su alrededor, por si alguien había podido oír la pregunta, y fue cuando dijo, por primera vez, que a ella no le gustaban las mujeres. Hasta entonces su frase repetida había sido que le gustaban los hombres, pero ahora iba más allá y se atrevía a decir que no le gustaban las mujeres. «Te gustan los hombres, ¿no?», dijo despectiva Andrea, con una ironía que fue incapaz de contener, y ella se volvió a mirarla con el ceño rizado, como si no hubiese comprendido el sarcasmo. Eran las ocho y cuarto de la tarde y se despidieron sin promesa de nueva cita, apresuradamente, en la esquina de Balmes con París.

Pero antes de desaparecer entre la gente, Carmen se paró en medio de la acera, se volvió y, en voz alta, sin el menor pudor ni importarle las miradas de hierro que se hicieron cadena en la calle, gritó: «No, no has sido la primera, niña, pero siempre serás la única». Y se marchó.

Andrea no supo dónde guardar tanta emoción. No le cabía. Su pecho iba a estallar de un momento a otro y lo pondría todo perdido de restos de sangre, pasión y plumas de ángel. Era para volverse loca.

Su madre conoció a su padre en agosto y en marzo del año siguiente se casó con él: le convenía. Tenía un empleo seguro de aparejador en una empresa sin riesgos, estaba terminando de pagar las letras de un coche pequeño de dos puertas que se abrían al revés y había dado la entrada de un piso en l’Hospitalet, en la tercera planta de un edificio de ventanas cuadradas iguales que simbolizaban el mismo desarrollo en el Moscú de los años cuarenta que en la Barcelona de los sesenta, qué paradoja. Se casó con él y todavía viven juntos; dicen que se quieren pero apenas hablan. Ella lo cuida cuando enferma, con gestos de hartazgo y modos de recriminación, como si tuviese la culpa de ponerse malo; le pregunta cómo ha quedado su equipo de fútbol en el partido del domingo, como si le importara; y le esconde el recibo de la tarjeta de crédito cuando llega el día cinco de cada mes. Asegura que lo quiere, pero cada noche hace planes para cuando se quede viuda. Andrea lo sabe.

Lo que no sabe es por qué se acuerda ahora de ellos. Estaba recreando a Carmen y de repente se han presentado como siempre, interfiriendo, pretendiendo romper el hechizo. Mala noche para recordarlos: empieza a sentirse cansada y los dedos de las manos no le entran en calor. Y se siente demasiado sola. Seguramente como lleva sintiéndose su padre desde el año siguiente a casarse. Su padre no se ha jubilado todavía, pero tiene el rostro tan pálido y enfermizo que parece buscar en cada esquina un jergón donde tenderse para no volver a levantarse por sí mismo. Cuando supo que su hija había decidido irse a vivir sola, la miró sin comprender. Después, su madre le mintió diciéndole que un hombre se le había introducido bajo la piel como una garrapata y que al demonio del amor no había forma de desalojarlo de la vida de una mujer joven. Su padre dijo que las garrapatas producen la enfermedad de la tristeza y se quedó después en silencio, pero su madre aseguró que la niña no estaba enferma y él no lo comprendió tampoco. Andrea sabe que hace muchos años que se ha quedado sin fuerzas para discutir. Su madre tampoco ha conocido nunca el amor, por mucho que afirme lo contrario; por eso, en cuanto miró sus ojos se dio cuenta de que la envidiaba. Y eso que la vio de la mano de aquella chica pelirroja con aspecto de chica mala, Andrea no recuerda ahora su nombre, a la que le habían crecido seis pendientes en el lóbulo de la oreja.