La corrección, cuando finalmente llegó, no fue el estallido súbito de una burbuja, sino un irse desinflando, muy suavemente; un escape, durante todo un año, en el valor de los mercados financieros clave; una contracción demasiado gradual como para generar titulares en los periódicos y demasiado predecible como para dañar seriamente a nadie más que a los tontos y a los trabajadores pobres.
Le parecía a Enid que los hechos cotidianos, en general, eran más apagados o insípidos de lo que fueron en su juventud. Recordaba los años treinta, había visto con sus propios ojos lo que puede ocurrirle a un país cuando la economía mundial se quita los guantes: recordaba haber ayudado a su madre en la distribución de sobras a los desamparados, en el callejón de detrás del hostal. Pero desastres de esa magnitud ya no parecían acontecer en los Estados Unidos. Habían instalado elementos de seguridad, como los cuadrados de goma con que se pavimentan los modernos patios de recreo, para suavizar los impactos.
El mercado, no obstante, sí que se desmoronó, y Enid, a quien jamás se le había pasado por la cabeza que llegaría a alegrarse de que Alfred hubiera encerrado sus activos en rentas vitalicias y en bonos del Tesoro, capeó el temporal con menos apuros que sus amigos más dados a los altos vuelos. La Orfic Midland cumplió su amenaza y, en efecto, le rescindió el seguro médico tradicional y forzó su paso a un centro de salud, pero su antiguo vecino, Dean Driblett, de un plumazo —bendito él—, los ascendió a ella y a Alfred al plan Selecto Plus de DeeDeeCare, que le permitía conservar sus médicos preferidos. Aún quedaban por cubrir muy considerables gastos clínicos mensuales, no reembolsables, pero, ahorrando de aquí y de allá, la pensión de Alfred y el Retiro Ferroviario le bastaban para cubrirlos; y, mientras tanto, su casa, que era ya del todo suya, seguía apreciándose. La verdad, pura y simple: aunque no era rica, tampoco era pobre. Por alguna razón, esta verdad se le había escapado durante los años de ansiedad e incertidumbre por Alfred, pero tan pronto como él estuvo fuera de la casa y ella recuperó el sueño, la percibió con claridad.
Ahora lo veía todo con más claridad, en especial a sus hijos. Cuando Gary volvió a St. Jude, con Jonah, unos meses después de aquellas catastróficas Navidades, entre él y ella no hubo más que buenos momentos. Gary seguía insistiendo en que vendiera la casa, pero ya no podía alegar que Alfred iba a caerse por las escaleras y matarse, y para aquel entonces Chip se había ocupado de muchas cosas (pintar con vetas, sellar, limpiar los desagües, parchear las grietas) que, mientras estuvieron descuidadas, también sirvieron de buen argumento a Gary para vender la casa. Enid y él discutieron un poco por cuestiones de dinero, pero fue más bien por pasar el rato. Gary le reclamaba insistentemente los 4,96 dólares que aún le «debía» por los pernos de quince centímetros, y ella contraatacaba preguntándole: «¿Es nuevo ese reloj?». Él reconocía que sí, que Caroline le había regalado un Rolex en Navidades, pero el caso era que acababa de llevarse un palo por culpa de una OPI biotecnológica cuyas acciones no podía vender antes del 15 de junio, y además era una cuestión de principio, mamá, una cuestión de principio. Pero Enid, por principio, se negaba a darle los 4,96 dólares. Disfrutaba pensando que se iría a la tumba sin haberle pagado los seis pernos aquellos. Le preguntó a Gary que con qué acciones biotecnológicas, exactamente, se había llevado el palo. Gary le contestó que lo dejara estar.
Después de las Navidades, Denise se fue a vivir a Brooklyn y empezó a trabajar en un restaurante nuevo, y en abril le regaló a Enid, por su cumpleaños, un billete de avión. Enid le dio las gracias y le dijo que no podía ir, que no podía dejar solo a Alfred, que no habría estado bien. Luego sí fue, y pasó cuatro maravillosos días en Nueva York. Denise parecía muchísimo más contenta que en Navidades, de modo que a Enid no le importó que aún no hubiera un hombre en su vida, ni se le viesen ganas de conseguirlo.
Ya en St. Jude, estaba Enid jugando al bridge en casa de Mary Beth Schumpert, una tarde, cuando Bea Meisner se puso a airear su cristiano rechazo de una famosa actriz «lesbiana».
—Es un pésimo modelo de conducta para la gente joven —dijo Bea—. Creo yo que si eliges mal en la vida, lo menos que puedes hacer es no presumir de ello. Sobre todo habiendo todos esos programas que tanto pueden ayudar a la gente así.
Enid, que jugaba aquella manga de compañera de Bea y ya estaba molesta porque no le había seguido una declaración de dos bazas, contestó suavemente que, en su opinión, los «gays» no podían evitar ser «gays».
—Claro que sí. Es claramente una elección por su parte —dijo Bea—. Es una debilidad y empieza en la adolescencia. No cabe la menor duda. Todos los expertos están de acuerdo.
—A mí me gustó el thriller que hizo su novia con Harrison Ford —dijo Mary Beth Schumpert—. ¿Cómo se llamaba?
—Yo no creo que sea elección —porfió Enid, muy tranquila—. Chip me dijo una vez una cosa muy interesante. Me dijo: con el odio que les tiene la gente y el rechazo que provocan, ¿por qué va nadie a preferir ser «gay», pudiendo evitarlo? Me pareció un punto de vista interesante.
—Pues no, es porque piden una legislación especial —dijo Bea—, porque quieren «orgullo gay». Por eso le caen mal a tanta gente, dejando aparte la inmoralidad de lo que hacen. No se contentan con haber hecho una mala elección. Encima tienen que presumir de ello.
—Ni me acuerdo ya de cuando fue la última vez que vi una película buena —dijo Mary Beth.
Enid no era precisamente una defensora a ultranza de los modos de vida «alternativos», y las cosas que no le gustaban de Bea Meisner llevaban cuarenta años sin gustarle. No habría sabido explicar la razón de que aquella charla de bridge, en concreto, la llevara a decidir que ya no le hacía ninguna falta seguir siendo amiga de Bea Meisner. Tampoco habría sabido explicar la razón de que el materialismo de Gary y los fracasos de Chip y la falta de hijos de Denise, que a lo largo de los años le habían costado incontables horas nocturnas de preocupación y juicios desaprobatorios, la desazonaran muchísimo menos ahora que Alfred no estaba en casa.
Tenía su importancia, desde luego, que ahora los tres hijos estuvieran echando una mano. La transformación de Chip, en concreto, era casi un milagro. Después de las Navidades, se quedó seis semanas con Enid, visitando a Alfred todos los días, antes de volverse a Nueva York. Un mes más tarde regresó a St. Jude sin aquellos espantosos pendientes. Propuso extender su visita en unos términos que tuvieron tan asombrada como encantada a Enid, al menos hasta que salió a relucir que estaba liado con la jefa de los residentes de neurología del hospital de St. Luke.
La neuróloga, Alison Schulman, era una chica judía, de Chicago, con el pelo muy rizadito y no especialmente guapa. A Enid le gustaba bastante, pero también la dejaba perpleja que una médica joven y bien colocada quisiera tener algo que ver con su medioempleado hijo. El misterio se hizo más hondo en junio, cuando Chip anunció que se iba a vivir a Chicago y empezar una cohabitación inmoral con Alison, que acababa de incorporarse a un consultorio privado de Skokie. Chip ni confirmó ni dejó de confirmar que no tenía nada parecido a un verdadero trabajo y que tampoco pensaba contribuir a los gastos de la casa. Dijo estar trabajando en un guión cinematográfico. Dijo que a «su» productora de Nueva York le había «encantado» la «nueva» versión y le había pedido que lo reelaborara. No obstante, su único empleo lucrativo, en lo que a Enid se le alcanzaba, consistía en dar clases, haciendo sustituciones. Enid le agradecía que se viniera en coche desde Chicago a St. Jude una vez al mes y que pasara varios largos días acompañando a Alfred; le encantaba tener de nuevo un hijo en el Medio Oeste. Pero cuando Chip le comunicó que iba a tener gemelos de una mujer con quien ni siquiera estaba casado, y cuando luego invitó a Enid a una boda cuya novia estaba embarazada de siete meses y cuyo novio tenía por única «ocupación» actual la cuarta o quinta reelaboración de un guión cinematográfico y cuyos invitados, en su gran mayoría, no sólo eran extremadamente judíos sino que parecían encantados con la feliz pareja, no fue precisamente material lo que le faltó a Enid para encontrarlo todo mal y dictar sentencia condenatoria. Y no la hizo sentirse orgullosa de sí misma, no la hizo sentirse a gusto con sus casi cincuenta años de matrimonio, pensar que si Alfred hubiera estado en la boda, ella lo habría encontrado todo mal y habría dictado sentencia condenatoria. Si Alfred hubiera ocupado el asiento contiguo al de ella, quienes hubieran puesto los ojos en Enid le habrían notado la amargura en el rostro y se habrían apartado de ella, y seguramente no la habrían levantado del suelo con silla y todo para pasearla por toda la sala mientras sonaba la música klezmer, y seguramente a ella no le habría podido encantar.
Lo triste era, al parecer, que la vida sin Alfred en casa resultaba mejor para todo el mundo menos para Alfred.
Hedgpeth y los demás médicos, incluida Alison Schulman, mantuvieron al anciano en St. Luke durante todo el mes de enero y parte de febrero, asestando codiciosas facturas al seguro médico de la Orfic Midland, que pronto dejaría de ser tal, y explorando todos los tratamientos posibles, desde la terapia electroconvulsiva a las inyecciones de Haldol. Al final, Alfred fue dado de alta con un diagnóstico de parkinsonismo, demencia, depresión y neuropatía de los miembros inferiores y del tracto urinario. Enid se sintió en la obligación moral de brindarse a cuidarlo en casa, pero sus hijos, gracias a Dios, no quisieron ni oír hablar del asunto. Alfred fue instalado en el Hogar Deepmire, un servicio para enfermos de larga duración que estaba justo al lado del club de campo, y Enid se impuso la obligación de visitarlo todos los días, mantenerlo bien vestido y llevarle cosas hechas en casa.
La alegraba el hecho de que al menos le hubiesen devuelto el cuerpo de Alfred. Siempre le había encantado su tamaño, su forma, su olor, y ahora lo tenía mucho más a su disposición, limitado a una silla geriátrica e incapaz de poner reparos coherentes a ser tocado. Se dejaba besar, sin ponerse esquivo cuando los labios de Enid se demoraban un poco; y no retrocedía cuando le acariciaba el pelo.
El cuerpo de Alfred era lo que Enid siempre había querido. Lo demás era el problema. Se sentía desdichada antes de ir a verlo, desdichada mientras permanecía a su lado y desdichada varias horas después. Alfred había entrado en una fase de profunda aleatoriedad. Al llegar, Enid lo mismo podía encontrárselo profundamente sumido en el estupor, con la barbilla en el pecho y una mancha de baba, tamaño galleta, en la pernera del pantalón, que charlando animadamente con un paciente que acababa de sufrir un ataque al corazón, o con una maceta. Podía pasarse horas pelando la fruta invisible que le ocupaba la atención. Podía estar dormido. Pero, fuese lo que fuese lo que estuviera haciendo, nunca era nada que tuviese ningún sentido.
De algún modo, Chip y Denise reunían la paciencia necesaria para sentarse a su lado y hablar con él de cualquier escenario demencial que estuviese habitando, descarrilamiento o cárcel o crucero de lujo; pero Enid no le toleraba el más leve error. Si la confundía con su madre, inmediatamente lo corregía, muy enfadada: «Soy yo, Al, Enid, tu mujer desde hace cuarenta y ocho años». Si la confundía con Denise, utilizaba exactamente las mismas palabras. Había vivido la vida entera en la sensación de hacerlo todo Mal, y ahora le llegaba la oportunidad de decirle a él lo Mal que lo hacía. Mientras se iba ablandando y haciendo menos crítica en otras áreas de la vida, en el Hogar Deepmire mantenía la más estricta de las vigilancias. Tenía que decirle a Alfred que hacía mal manchándose de helado los pantalones limpios y recién planchados. Que hacía mal no reconociendo a Joe Person cuando Joe Person tenía el detalle de hacerle una visita. Hacía mal en no mirar las fotos de Aaron y Caleb y Jonah. Hacía mal en no alegrarse mucho de que Alison hubiera dado a luz dos niñas algo faltas de peso, pero en buen estado de salud. Hacía mal en no sentirse feliz, ni mostrar agradecimiento, ni estar siquiera remotamente lúcido, cuando su mujer y su hija se tomaban la enorme molestia de llevarlo a casa para la cena de Acción de Gracias. Hacía mal diciendo lo que dijo, al regresar a Deepmire, tras la cena: «Más vale no salir de aquí, si tengo que volver». Hacía mal, si estaba lo suficientemente lúcido como para expresar una frase así, en no estar igual de lúcido en otros momentos. Hacía mal en tratar de ahorcarse con las sábanas durante la noche. Hacía mal en lanzarse contra una ventana. Hacía mal en tratar de cortarse las venas con un tenedor. En conjunto, eran tantas las cosas en que hacía mal, que ella, quitados los cuatro días de Nueva York y las dos Navidades en Filadelfia y las tres semanas que tardó en recuperarse de la operación de cadera, nunca dejó de visitarlo. Tenía que decirle, mientras aún estaba a tiempo, lo mal que lo había hecho él y lo bien que lo había hecho ella. Lo mal que había hecho no queriéndola más, lo mal que había hecho no tratándola con cariño y no aprovechando todas las oportunidades para tener relaciones sexuales con ella, lo mal que había hecho no confiando en su instinto financiero, lo mal que había hecho pasando tanto tiempo en el trabajo y tan poco con sus hijos, lo mal que había hecho siendo tan negativo, lo mal que había hecho siendo tan melancólico, lo mal que había hecho escapando de la vida, lo mal que había hecho diciendo una y otra vez que no, en lugar de sí: tenía que decirle todo eso, todos los días, sin faltar uno. Aunque no la escuchara, tenía que decírselo.
Llevaba dos años en el Hogar Deepmire cuando dejó de aceptar comida. Chip restó tiempo a sus deberes paternos y su nuevo trabajo de profesor en un instituto privado y su octava revisión del guión cinematográfico, para venir desde Chicago a decirle adiós. Después de ello, Alfred aguantó más de lo que nadie había esperado. Fue un verdadero león hasta el final. Apenas si podía apreciársele tensión sanguínea cuando vinieron Denise y Gary, y todavía duró una semana. Permanecía acurrucado en la cama, respirando apenas. No se movía por nada ni respondía a nada, salvo en una ocasión, para rechazar rotundamente, con un movimiento de cabeza, el intento de Enid de ponerle un trozo de hielo en la boca. Rechazar fue lo único que nunca olvidó. De nada había servido que ella lo corrigiera tanto. Seguía tan testarudo como el día en que se conocieron. Y, sin embargo, cuando estaba muerto, cuando le apoyó los labios en la frente y salió con Denise y Gary a la cálida noche de primavera, tuvo la sensación de que nada, ahora, podría matar su esperanza. Tenía setenta y cinco años e iba a introducir unos cuantos cambios en su vida.