Abajo en el sótano, en el lado oriental de la mesa de ping-pong, Alfred estaba abriendo una caja de whisky Maker’s Mark llena de luces de Navidad. Ya estaban encima de la mesa las medicinas que tenía que tomar y los artilugios para el enema. Tenía una galleta de azúcar que acababa de prepararle Enid y que parecía un terrier, pero que tendría que haber parecido un reno. Tenía una caja de jarabe Log Cabin y dentro de ella las luces grandes de colores con que antes adornaba los tejos del jardín. Tenía una escopeta de corredera en su estuche de lona, y una caja de cartuchos del veinte. Tenía una rara lucidez y estaba dispuesto a utilizarla mientras durase.
La luz umbría de última hora de la tarde permanecía cautiva en los huecos de las ventanas. La caldera se ponía en marcha a cada rato, la casa dejaba escapar calor. El jersey rojo de Alfred le colgaba encima, haciendo pliegues y bultos agudos, como en una percha o en una silla. Sus pantalones de lana gris padecían manchas que a Alfred no le quedaba más remedio que tolerar, porque la única opción era renunciar a sus sentidos, y aún no estaba dispuesto a tanto.
Nada más abrir la caja de Maker’s Mark apareció una larga ristra de luces blancas de Navidad, enrollada sin mucho miramiento en un rectángulo de cartón. Olía a moho —por haber estado en el trastero de debajo del porche— y en cuanto la conectó a un enchufe se dio cuenta de que algo no marchaba bien. Casi todas las bombillas lucían correctamente, pero hacia el centro de la maraña había una zona de bombillas apagadas, una substantia nigra situada a mucha profundidad. Desenrolló la bobina con manos vacilantes, extendiendo el cable sobre la mesa de ping-pong. Al final del todo había un impresentable tramo de bombillas muertas.
Se le hizo evidente lo que esperaba de él la modernidad. La modernidad esperaba que se metiese en el coche y que fuese a una gran superficie y que comprase una ristra nueva. Pero las grandes superficies estaban atiborradas de gente, en esta época del año: tendría que hacer colas de veinte minutos. No era que le molestara esperar, pero Enid no le permitiría coger el coche, ahora, y a Enid sí que le molestaba esperar. Estaba arriba, flagelándose con la adaptación de la casa a los festejos navideños.
Era mejor mantenerse lejos de su vista, pensó Alfred, en el sótano, y trabajar con lo que buenamente tenía. Ofendía su sentido de la proporción y del ahorro tirar a la basura una ristra de luces que estaba bien en un noventa por ciento. Ofendía su sentido de su propia persona, porque Alfred era un individuo de una época de individuos, y una ristra de luces también era, como él, algo individual. Lo de menos era cuánto hubiesen pagado por las luces, poco o mucho: tirarlas era negar su valor y, por ende, en general, el valor de los individuos; incluir voluntariamente en la calificación de basura un objeto que no es basura, y a uno le consta que no lo es.
La modernidad esperaba esa designación, pero Alfred se resistía.
Pero, desgraciadamente, no se le ocurría cómo arreglar las luces. No veía razón para que dejara de funcionar un tramo de quince bombillas. Examinó la transición de luz a oscuridad y no percibió ningún cambio en la cableado entre la última bombilla que se encendía y la primera que no se encendía. Podía seguir los vericuetos y trenzados de los tres cables. Era un circuito semiparalelo, de una complejidad cuyo motivo no alcanzaba a discernir.
En los viejos tiempos, las luces de Navidad venían en ristras cortas que luego se conectaban en serie. Bastaba con que una sola bombilla se fundiera, o se aflojara, para que saltase el circuito entero y todo el conjunto se apagara. Uno de los rituales navideños de Gary y Chip consistía en ir apretando uno por uno cada pequeño bulbo con casquillo de cobre, cuando una ristra no funcionaba, hasta localizar al culpable del apagón. (¡Qué alegría se llevaban los chicos cada vez que resucitaba una ristra!). Cuando Denise fue lo bastante mayor como para echar una mano en la tarea, la tecnología ya había evolucionado. Los cables iban en paralelo, y las bombillas llevaban bases de plástico en las que encajaban a presión. El hecho de que una bombilla fallase no afectaba al resto de la comunidad, y además el fallo se localizaba instantáneamente, permitiendo una rápida sustitución.
Las manos de Alfred rotaban en las muñecas como las aspas gemelas de una batidora de huevos. Apañándoselas del mejor modo posible, fue recorriendo el cable con los dedos, apretando y retorciendo los hilos según avanzaba… ¡Y el tramo apagado se encendió! El conjunto quedaba completo.
¿Qué había hecho?
Alisó la ristra contra la mesa de ping-pong. Casi inmediatamente, el tramo defectuoso volvió a apagarse. Intentó resucitarlo como antes, a base de presionar y de aplicar golpecitos por aquí y por allá, pero esta vez no tuvo suerte.
(Te metes el cañón de la escopeta en la boca y le das al interruptor).
Repasó el trenzado de aquellos cables de insípido color oliváceo. Incluso ahora, en lo más extremado de su aflicción, se sentía capaz de sentarse a la mesa, con lápiz y papel, y volver a inventar los principios básicos del circuito eléctrico. Por el momento, estaba seguro de su capacidad para conseguirlo; pero la tarea de descifrar un circuito paralelo era mucho más desalentadora que, pongamos por caso, la tarea de coger el coche, ir a una gran superficie y ponerse a la cola. La tarea mental requería el redescubrimiento inductivo de preceptos básicos; requería el recableado de su propio circuito cerebral. Ya era maravilloso que semejante cosa pudiera concebirse —que un anciano desmemoriado, solo en el sótano de su casa, con su escopeta y su galleta de azúcar y su sillón azul de buen tamaño, pudiera espontáneamente regenerar un circuito orgánico lo bastante complejo como para comprender la electricidad—, pero la energía que semejante inversión de entropía podía costarle rebasaba con mucha amplitud la energía a que le era dable acceder comiéndose la galleta de azúcar. Quizá comiéndose una caja entera de galletas de azúcar, de golpe, lograra recuperar su conocimiento de los circuitos paralelos y, así, comprender el extraño cableado triple de aquellas lucecitas infernales. Pero, Dios mío, lo que puede uno cansarse.
Sacudió los cables y las luces apagadas recuperaron la lozanía. Volvió a sacudirlos y volvió a sacudirlos, sin que se apagaran las luces. Pero, cuando acabó de enrollar otra vez la ristra en su improvisado carrete, lo más profundo estaba oscuro de nuevo. Doscientas bombillitas resplandecían, y la modernidad se empeñaba en que las tirase a la basura.
Le vino la sospecha de que aquella técnica, en algo, en alguna de sus partes, era una estupidez, o un truco de perezosos. Un ingeniero joven había eliminado algún paso intermedio, sin pensar en las consecuencias que él, ahora, estaba padeciendo. Pero, como no comprendía la técnica, tampoco podía averiguar la naturaleza del fallo, ni tomar las medidas necesarias para subsanarlo.
O sea que las puñeteras lucecitas lo tenían convertido en una víctima, y no había puñetera cosa que él pudiera hacer para solucionarlo, excepto echarse a la calle y gastar dinero.
Viene uno provisto, desde pequeño, de una voluntad de arreglar las cosas por uno mismo y de un respeto hacia los objetos físicos individuales, pero, al final, hay algo en la maquinaria interna (incluida la maquinaria mental, como esa voluntad y ese respeto) que se queda obsoleto, y, en consecuencia, por mucho que a uno le queden aún ciertas partes que siguen funcionando bien, no sería descabellado defender la opción de arrojar la máquina humana entera a la basura.
Lo cual era otro modo de decir que estaba cansado.
Se colocó la galleta en la boca. La masticó cuidadosamente y se la tragó. Era un infierno envejecer.
Afortunadamente, había varios cientos de lucecitas más en la caja de Maker’s Mark. Alfred, metódicamente, fue probando cada juego en el enchufe. Encontró tres ristras cortas que funcionaban a la perfección, pero todas las demás estaban inexplicablemente muertas o eran tan viejas que lucían en tono apagado y amarillento; y tres ristras cortas no alcanzaban a cubrir el árbol entero.
En el fondo de la caja aparecieron varios paquetes de bombillas de repuesto, todos ellos minuciosamente rotulados. Encontró ristras que él había empalmado tras seccionarles el trozo defectuoso. Encontró viejas ristras seriales cuyas tomas rotas había recompuesto con unas gotitas de soldadura. Le sorprendía, retrospectivamente, haber tenido tiempo de efectuar todas esas reparaciones, con lo ocupado que estuvo siempre.
¡Los mitos, el optimismo infantil del arreglo! La esperanza de que un objeto nunca llegara a pasarse. La boba fe en que siempre habría un futuro en el que él, Alfred, no sólo seguiría vivo, sino también con fuerzas para hacer reparaciones. La callada convicción de que la frugalidad y la pasión por conservar las cosas acabarían teniendo sentido alguna vez, más adelante: de que algún día se iba a despertar convertido en una persona completamente distinta, poseedor de infinitas fuerzas y no menos infinito tiempo libre para prestar la debida atención a todos los objetos que había salvado, para mantenerlos en funcionamiento, para que siguieran todos juntos.
—Lo que tendría que hacer es tirarlo todo de una puñetera vez —dijo en voz alta.
Las manos asintieron con sus movimientos. Las manos siempre asentían.
Llevó la escopeta al taller y la apoyó contra el banco del laboratorio.
El problema era insoluble. Había estado en agua salada extremadamente fría, con los pulmones medio inundados y con calambres en las pesadas piernas y con un hombro inútil, colgando de la articulación, y lo único que tendría que haber hecho era no hacer nada. Dejarse ir y ahogarse. Pero movió las piernas, fue un reflejo. No le gustaban las profundidades y, por consiguiente, movió las piernas, y luego, desde arriba, llovieron artilugios flotadores de color naranja, en uno de cuyos agujeros metió el brazo hábil que le quedaba, al mismo tiempo que una combinación verdaderamente grave de ola y resaca —la estela del Gunnar Myrdal— lo sometía a un centrifugado gigantesco. Todo lo que habría tenido que hacer, en aquel momento, era dejarse ir. Y, sin embargo, allí, mientras se ahogaba, en pleno Atlántico Norte, también tenía muy claro que en el otro sitio no iba a haber objetos de ninguna clase; que aquel miserable artefacto flotador de color naranja por cuyo agujereo había metido el brazo, ese trozo de espuma recubierto, fundamentalmente inescrutable y falto de generosidad, sería un DIOS en el mundo sin objetos, en el mundo de muerte hacia el cual se encaminaba, sería el SUPREMO-YO-SOY-EL-QUE-SOY en aquel universo de no ser. Durante unos minutos, el artefacto flotador de color naranja fue el único objeto que poseía. Era su último objeto y, por ende, instintivamente, lo amaba, y hacia sí lo atraía.
Luego lo izaron del agua y lo secaron y lo envolvieron. Lo trataron como a un niño, mientras él reconsideraba lo pertinente de haber sobrevivido. No le había pasado nada, salvo la ceguera de un ojo y el no funcionamiento del hombro y otras cosas de menor consideración, pero le hablaban como si hubiera sido un idiota, o un muchachito, o un loco. En esa fingida solicitud, ese desprecio apenas disimulado, vio el futuro por el que había optado estando en el agua. Era un futuro de clínica geriátrica, y lo hizo llorar. Más le habría valido haberse ahogado.
Cerró con llave la puerta del laboratorio, porque, en el fondo, todo se reducía a la intimidad, ¿o no? Sin la intimidad, no tenía sentido ser individuo. Y poca intimidad iban a consentirle en una clínica geriátrica. Serían todos como los del helicóptero, y no lo dejarían en paz.
Se desabrochó los pantalones, se sacó el andrajo que guardaba en los calzoncillos, plisadito, y orinó en una lata de café Yuban.
Había comprado la escopeta un año antes de retirarse. Imaginó que el retiro le aportaría una radical transformación. Se imaginó cazando y pescando, se imaginó de vuelta en Kansas y Nebraska, en un pequeño bote, al amanecer; imaginó una vida ridícula e improbable, una especie de recreación de sí mismo.
La escopeta poseía un mecanismo aterciopelado, que invitaba a la acción, pero, cuando ya la había comprado, un estornino se rompió el cuello contra la ventana de la cocina, mientras en casa estaban almorzando. No pudo terminar de comer, pero tampoco pudo utilizar la escopeta.
La especie humana dominaba la tierra y aprovechaba este dominio para exterminar otras especies y calentar la atmósfera y, en general, estropearlo todo, modificándolo a semejanza del hombre; pero también pagaba su precio por tales privilegios: que el cuerpo animal de su especie, finito y concreto, contuviera un cerebro capaz de concebir lo infinito, y ansioso de serlo.
Llegó un momento, sin embargo, en que la muerte dejaba de ser quien imponía la finitud para trocarse en la última oportunidad de transformación radical, el único portal practicable que conducía al infinito.
Pero ser visto como armazón finito en un mar de sangre y astillas de huesos y materia gris —infligir esta versión de uno mismo a los demás— era una violación de la intimidad: tan profunda, que parecía capaz de sobrevivirle.
También le asustaba que doliese.
Y había una pregunta importante cuya respuesta aún necesitaba oír. Iban a venir sus hijos, Gary y Denise, quizá incluso Chip, el intelectual. Era posible que Chip, si venía, supiese contestar la pregunta importante.
Y la pregunta era:
… la pregunta era:
Enid no se avergonzó en absoluto, ni siquiera un poquito, mientras sonaban las bocinas de aviso y el Gunnar Myrdal se estremecía con la inversión de sus propulsores y Sylvia Roth la llevaba por entre la multitud que atestaba el salón Pippi Calzaslargas, gritando: «¡Es la mujer, es la mujer! ¡Déjennos pasar!». Tampoco se sintió a disgusto viendo de nuevo al doctor Hibbard, cómo se ponía de rodillas en la pista de shuffleboard e iba cortando la ropa húmeda de su marido con unas finas tijeras quirúrgicas. Ni siquiera cuando el director adjunto del crucero la estaba ayudando a hacer las maletas de Alfred y encontró un pañal amarillo en un cubo para hielo; ni siquiera cuando Alfred se puso a insultar a las enfermeras y los camilleros —ya en tierra firme—; ni siquiera cuando el rostro de Khellye Withers, en la tele, en la habitación del hospital, la hizo pensar que era el día antes de la ejecución de Withers y ella no le había expresado una palabra de consuelo a Sylvia.
Volvió a St. Jude de tan buen talante, que fue capaz de llamar a Gary y confesarle que no había enviado por correo a la Axon Corporation la certificación notarial de cesión de licencia firmada por Alfred, que la había escondido en el lavadero. Cuando Gary le dio la decepcionante noticia de que, a fin de cuentas, cinco mil dólares no estaban mal, como pago por la licencia, bajó al sótano a buscar la certificación notarial de cesión y no la encontró donde la había escondido. Con rara desenvoltura, llamó a Schwenksville y pidió a los de Axon que le enviaran un duplicado de los contratos. Alfred quedó sorprendido cuando se los puso delante para que los firmara, pero ella se limitó a mover las manos como diciendo que, bueno, ya se sabe, hay cosas que se pierden en el correo. Dave Schumpert volvió a hacer de notario, y Enid siguió tan campante hasta que se le terminó el Aslan y creyó morirse de vergüenza.
Era una vergüenza paralizadora y atroz. Ahora le parecía muy grave lo que una semana antes no se lo parecía: que mil pasajeros felices del Gunnar Myrdal hubieran podido ver con sus propios ojos lo raros que eran ella y Alfred. En el barco, todo el mundo comprendió que la escala en la histórica Gasté se había retrasado, y que habían tenido que cancelar la visita a la pintoresca isla de Bonaventure porque el tullido del impermeable espantoso se había metido donde no debía, mientras su mujer se lo pasaba de rechupete en una conferencia sobre inversiones, porque acababa de tomarse una pastilla tan mala que ningún médico norteamericano estaba autorizado a recetarla, porque no creía en Dios y no respetaba las leyes, porque era horrible e indeciblemente distinta de los demás.
Se pasaba las noches sin dormir, aguantando la vergüenza y viendo en su imaginación las tabletas doradas. La abochornaban sus ansias por las tabletas, pero también estaba convencida de que sólo ellas podrían aportarle confortación.
A principios de noviembre llevó a Alfred al Corporate Woods Medical Complex, para la revisión neurológica bimestral. Denise, que había apuntado a Alfred en la experimentación de Fase II del Corecktall, le preguntaba con frecuencia a Enid si su padre daba la impresión de estar «demente». Enid le pasó la pregunta al doctor Hedgpeth durante una entrevista privada y Hedgpeth le contestó que la confusión periódica de Alfred hacía pensar en un Alzheimer incipiente o en la demencia de Lewy Body, momento en que Enid lo interrumpió para preguntarle si la causa de las alucinaciones podía estar en los reforzadores de dopamina. Hedgpeth no negó que fuera posible. Dijo que el único modo de descartar la demencia con toda seguridad era ingresar a Alfred en el hospital para una pausa de diez días en la medicación.
Enid, en su vergüenza, no le mencionó a Hedgpeth que la idea de meter a Alfred en un hospital le causaba cierto recelo. No mencionó la rabieta ni las cosas que volaron por los aires ni las maldiciones del hospital canadiense, ni tampoco el vuelco de las jarras de agua de poliestireno o los gota a gota con ruedas, hasta que sedaron a Alfred. Tampoco mencionó lo que Alfred le había pedido: que le pegase un tiro antes de volverlo a internar en un sitio así.
Tampoco quiso mencionar, cuando Hedgpeth le preguntó que qué tal le iba a ella, su problemilla con el Aslan. Temiendo que Hedgpeth la pusiera en la lista de personas sin voluntad, que van por ahí con los ojos fuera de las órbitas, deseando pillar algún fármaco, ni siquiera le preguntó si podía recetarle alguna «ayuda para dormir» que no fuese el Aslan. Pero sí mencionó que dormía mal. De hecho, lo subrayó bastante: duermo muy mal. Pero Hedgpeth se limitó a sugerirle que cambiara de cama. Y que tomara Tylenol PM.
Injusto le parecía a Enid, ahí acostada, a oscuras, con los ojos de par en par y su marido roncando al lado, que un fármaco de venta legal en tantos países no pudiera ella comprarlo en Estados Unidos. Injusto le parecía que tantas amigas suyas dispusieran de una «ayuda para dormir» de las que Hedgpeth no se había tomado la molestia de ofrecerle. ¡Qué cruel era Hedgpeth, con sus escrúpulos! Podría haber ido a otro médico, claro, y pedirle una «ayuda para dormir», pero ese otro facultativo, seguramente, habría querido saber por qué no se la recetaban sus propios médicos.
Así estaban las cosas cuando los Meisner, Bea y Chuck, se fueron a pasárselo bien a Austria, seis semanas de vacaciones familiares. El día anterior a la marcha de los Meisner, Enid almorzó con Bea en Deepmire y le pidió que le hiciese un favor en Viena. Le puso en la mano a Bea un papelito en que había copiado los datos de un envase de muestra vacío: —Aslan «Crucero» (citrato de radamantina 88% cloruro de 3-metilradamantina 12%)— con la anotación: Temporalmente no disponible en los Estados Unidos. Necesito reservas para seis meses.
—Oye, pero déjalo, si te supone algún inconveniente —le dijo a Bea—. Lo que pasa es que si Klaus te hace una receta, siempre será mucho más fácil que importarla desde aquí, por mediación de mi médico. Pero, vamos, lo que verdaderamente deseo es que os lo paséis muy bien en mi país favorito.
Enid no podría haberle pedido tan bochornoso favor a nadie más que a Bea. Y sólo se atrevió a pedírselo porque (a) Bea era un poco tontita, y (b) el marido de Bea, en cierta ocasión, había utilizado información reservada para efectuar una vergonzosa compra de acciones de Erie Belt, y (c) Enid estaba en la impresión de que Chuck nunca le había agradecido suficientemente a Alfred, ni compensado, aquella confidencia desde dentro.
Y, sin embargo, apenas se habían marchado los Meisner cuando la vergüenza de Enid experimentó un misterioso alivio. Como si algún mal de ojo hubiera cesado en sus efectos, empezó a dormir mejor y a pensar menos en el fármaco. Puso en juego sus facultades de desmemoria selectiva para sobrellevar el favor que le había pedido a Bea. Empezó otra vez a sentirse la misma de siempre, es decir: optimista.
Compró dos billetes de avión a Filadelfia para el 15 de enero. Les contó a sus amigas que la Axon Corporation estaba poniendo a prueba una nueva terapia cerebral, interesantísima, que se llamaba Corecktall, y que Alfred iba a tomar parte en las pruebas, por haberle vendido la patente a la Axon. Dijo que Denise se estaba portando como una reina y que los iba a tener a los dos, a Alfred y ella, en su casa de Filadelfia, mientras duraran las pruebas. Dijo que no, que Corecktall no era un laxante, sino un nuevo y revolucionario tratamiento del mal de Parkinson. Dijo que sí, que el nombre se prestaba a confusión, pero que no era un laxante.
—Diles a los de la Axon —le comunicó a Denise— que papá tiene síntomas leves de alucinación, pero que su médico los considera probablemente relacionados con los fármacos. Así que, mira, si el Corecktall le sienta bien, lo que hacemos es quitarle la medicación, y se le pasarán las alucinaciones.
Les contó no sólo a sus amigas, sino a todos sus conocidos de St. Jude, incluido el carnicero, el broker y el cartero, que su nieto Jonah pasaría las vacaciones de Navidad con ellos. Ni que decir tiene que le disgustaba la idea de que Jonah y Gary sólo fueran a estar tres días y de que se marcharan a media mañana del mismo día de Navidad, pero había un montón de cosas muy divertidas que bien podían caber, apretadas, en esos tres días. Tenía entradas para el espectáculo de luz de Christmasland y para El cascanueces; también estaban en programa el arreglo del árbol, el trineo, los villancicos y los servicios de Nochebuena en la iglesia. Desenterró recetas de dulces que llevaba veinte años sin utilizar. Se proveyó de ponche de huevo.
El domingo antes de Navidad se despertó a las 3:05 de la madrugada y pensó: Treinta y seis horas. Cuatro horas más tarde se despertó pensando: Treinta y dos horas. Luego llevó a Alfred a la fiesta de Navidad de la asociación de vecinos de su calle, que se celebraba en casa de los Driblett, Dale y Honey, le encontró un sitio seguro junto a Kirby Root, y procedió a recordar al vecindario que su nieto preferido, que llevaba todo el año soñando con pasar las Navidades en St. Jude, llegaba mañana por la tarde. Localizó a Alfred en el servicio que tenían los Driblett en la planta baja y tuvo una inesperada discusión con él a propósito de su supuesto estreñimiento. Se lo llevó a casa y lo metió en la cama, borró la discusión de su memoria y tomó asiento en el comedor, con intención de despachar otra docenita de tarjetas de Navidad.
La cesta de mimbre con las felicitaciones recibidas ya contenía un rimero de tarjetas de más de cuatro dedos de alto, enviadas por viejas amigas como Norma Greene o nuevas amigas como Sylvia Roth. Cada vez había más gente que hacía fotocopias o que utilizaba el procesador de textos del ordenador para confeccionar sus felicitaciones de Navidad, pero no iba a ser ella quien hiciera semejante cosa, desde luego. Aun a costa de retrasarse en los envíos, se había impuesto la tarea de escribir a mano el texto de las cien tarjetas y la dirección de los doscientos sobres. Además de su texto normal, de Dos Párrafos, y del texto completo, de Cuatro Párrafos, tenía una especie de Nota de Prensa, muy corta:
Nos encantó el crucero por ver los colores del otoño, por Nueva Inglaterra y aguas territoriales de Canadá. Al se dio un «baño» fuera de programa en el Golfo de San Lorenzo, pero ya está en plena forma otra vez. El restaurante de Denise, un establecimiento de superlujo, en Filadelfia, ha salido dos veces en el NY Times. Chip siguió con su despacho legal de NY, invirtiendo también en el este de Europa. Fue una gran alegría recibir la visita de Gary y de nuestro «precoz» nieto pequeño, Jonah. Esperamos que la familia entera se reúna en St. Jude estas Navidades. ¡Un maravilloso regalo para mí! Os quiere a todos…
Eran las diez de la noche y estaba estirando la mano de escribir, acalambrada, cuando Gary llamó desde Filadelfia:
—¡Aquí estoy, esperando a que pasen las diecisiete horas que faltan para que lleguéis! —canturreó Enid al teléfono.
—Aquí tenemos malas noticias —dijo Gary—. Jonah está con vómitos y tiene fiebre. No creo que pueda meterlo en el avión.
Aquel camello de decepción pasó por el ojo de la aguja gracias a la voluntad que puso Enid en enhebrarlo.
—A ver si está mejor mañana por la mañana —dijo—. A esa edad, todo se pasa en veinticuatro horas. Seguro que se recupera. Puede descansar en el avión, si hace falta. Puede acostarse temprano y levantarse tarde el martes.
—Madre.
—Si de veras está enfermo, no te preocupes, Gary, lo comprendo perfectamente. Pero si se le pasa la fiebre…
—Todos lo sentimos muchísimo, créeme. Y especialmente Jonah.
—Bueno, tampoco hay que tomar la decisión ahora. Mañana será otro día.
—Lo más seguro es que vaya yo solo, te lo advierto.
—Sí, Gary, pero las cosas pueden cambiar de la noche a la mañana. No tomes ninguna decisión por el momento, y luego sorpréndeme. ¡Seguro que todo sale bien!
Era la estación del gozo y los milagros, y Enid se fue a la cama henchida de esperanza.
A primera hora de la mañana se despertó —gratificada— por el timbre del teléfono, la voz de Chip, la noticia de que regresaba de Lituania en veinticuatro horas y la familia estaría completa en Nochebuena. Bajó las escaleras canturreando y pinchó otro adorno en el calendario de Adviento que colgaba de la puerta principal.
El grupo de Señoras de los Martes llevaba desde tiempo inmemorial recaudando dinero para la iglesia mediante la manufactura y venta de calendarios de Adviento. No eran éstos, como Enid solía apresurarse a aclarar, las baratijas de cartón con ventanitas que venden en las tiendas, por cinco dólares, envueltas en papel de celofán. Eran calendarios primorosamente cosidos a mano y reutilizables. Un árbol de Navidad de fieltro verde iba cosido a un rectángulo de lona decolorada, con una fila de doce bolsillitos numerados en la parte de arriba y otra en la parte de abajo. Cada mañana de Adviento, los niños cogían un adorno de un bolsillo —un diminuto caballo de balancín, de fieltro y lentejuelas, o una tórtola de fieltro amarillo, o un soldadito cubierto de lentejuelas— y lo pinchaban en el árbol. Todavía ahora, con sus hijos ya bien creciditos, Enid, todos los 30 de noviembre, seguía mezclando los adornos y distribuyéndolos por los bolsillos del calendario. El único adorno que no cambiaba nunca era el del vigésimo cuarto bolsillo: un Niño Jesús muy pequeñito, de plástico, adherido a un soporte de madera de nogal pintado de purpurina. No era que la fe cristiana de Enid fuese muy allá, pero de ese Niño Jesús sí que era devota. Para ella, no era solamente un icono del Señor, sino también de sus tres hijos y de todos los bebés que había en el Universo, oliendo a bebé. Llevaba treinta años llenando el vigésimo cuarto bolsillito, sabía muy bien lo que contenía, y aún la dejaba sin aliento la emoción cuando estaba a punto de abrirlo.
—Qué estupendo lo de Chip, ¿verdad? —le comentó a Alfred durante el desayuno.
Alfred estaba haciendo una bolita de hámster con sus cereales All-Bran y bebiendo su leche caliente con agua de todas las mañanas. Su expresión era como una regresión perspectiva hacia el punto de fuga de la desgracia.
—Chip estará aquí mañana —repitió Enid—. ¿No es maravilloso? ¿No estás contento?
Alfred evacuó consultas con los pegotes de All-Bran que había en su cuchara errática.
—Bueno —dijo—. Si viene.
—Ha dicho que estará aquí mañana por la tarde —dijo Enid—. A lo mejor, si no está muy cansado, se puede venir con todos a El cascanueces. Sigo teniendo seis entradas.
—Lo dudo —dijo Alfred.
Que sus comentarios verdaderamente correspondieran a las preguntas de ella —que, a pesar de la infinitud de sus ojos, estuviera tomando parte en una conversación finita— compensaba la amargura de su rostro.
Enid había pinchado sus esperanzas —como un Niño Jesús en soporte de nogal— en el Corecktall. Si el estado de confusión de Alfred le impedía participar en las pruebas, no sabría qué hacer. Su vida, por consiguiente, tenía cierto parecido con las vidas de esos amigos suyos, sobre todo Chuck Meisner y Joe Person, que eran adictos al seguimiento permanente de sus inversiones. Según contaba Bea, Chuck, de puro ansioso, tenía que comprobar las cotizaciones, en el ordenador, dos o tres veces por hora, y la última ocasión en que Alfred y Enid salieron con los Person, Joe la había sacado de sus casillas llamando a tres brokers diferentes desde el propio restaurante, con el móvil. Pero a ella le ocurría lo mismo con Alfred: estaba en dolorosa y permanente sintonía con todas las incidencias, temerosa de que ocurriese alguna desgracia.
Su hora de mayor libertad a lo largo de la jornada se producía después del desayuno. Alfred, todas las mañanas, en cuanto terminaba de beberse la taza de agua caliente lechosa, bajaba al sótano y se concentraba en la evacuación. Ningún intento de conversación por parte de Enid era aceptado de buen grado durante la hora punta de la ansiedad de Alfred, pero tampoco había inconveniente en dejarlo solo. Sus preocupaciones colónicas eran una locura, pero no la clase de locura que podía descalificarlo para el Corecktall.
En la ventana de la cocina, los copos de nieve de un cielo siniestramente azul nuboso revoloteaban por entre las desmedradas ramas del cornejo plantado por Chuck Meisner (con lo cual quedaba dicho lo antiguo que era). Enid mezcló y refrigeró un jamón cocido de molde, para hornearlo luego, y juntó una ensalada de plátanos, uvas, rodajas de piña en lata, malvavisco y gelatina de limón. Estos platos, junto con las patatas recochas, eran los favoritos oficiales de Jonah en St. Jude, y ambos estaban en el menú de la cena.
Llevaba meses esperando que Jonah pinchara el Niño Jesús en el calendario de Adviento, en la mañana del 24.
Con la euforia de la segunda taza de café, subió a la planta superior y se puso de rodillas junto al viejo aparador de madera de cerezo —de Gary, en tiempos— donde guardaba los regalos y los detallitos. Hacía semanas que había dado por concluidas las compras de Navidad, pero a Chip sólo le había comprado una bata de lana de Pendleton, marrón y roja, a precio de oferta. Chip había malbaratado sus buenas intenciones hacía varias Navidades, cuando le envió un libro con toda la pinta de ser de segunda mano, La cocina de Marruecos, envuelto en papel de aluminio y decorado a base de pegatinas de perchas tachadas con un trazo rojo. Pero ahora que regresaba de Lituania, Enid quería otorgarle una recompensa, dentro de los límites de su presupuesto para regalos. Que era:
Alfred: sin límite establecido
Chip, Denise: 100 dólares cada uno, más pomelos
Gary, Caroline: 60 dólares cada uno, como máximo, más pomelos
Aaron, Caleb: 30 dólares cada uno, como máximo
Jonah (sólo por este año): sin límite establecido.
Teniendo en cuenta que la bata le había costado 55 dólares, le faltaban 45 dólares de regalos adicionales para Chip. Revolvió los cajones del aparador. Descartó los floreros de Honk Kong estropeados en tienda, las muchas barajas de bridge con libretitas de tanteo a juego, los muchos servilleteros temáticos de cóctel, los muy bonitos y muy inútiles estuches de pluma y bolígrafo, los muchos despertadores de viaje que se plegaban o que sonaban de modos insólitos, el calzador de asa telescópica, los cuchillos coreanos, inexplicablemente sosos, los posavasos de bronce con base de corcho y con locomotoras grabadas en el haz, el marco de cerámica 13x18 con la palabra «Recuerdos» en letra esmaltada de color lavanda, las tortuguitas mexicanas de ónice y la ingeniosa caja de cinta y papel de envolver llamada El Arte de Regalar. Sopesó la pertinencia de las despabiladeras de peltre y del salero de metacrilato con molino de pimienta. Recordando lo muy escaso del ajuar de Chip, llegó a la conclusión de que las despabiladeras y el salero/molino serían lo más adecuado.
En plena estación del gozo y los milagros, envolviendo sus regalos, se olvidó del laboratorio, de su olor a orines y de sus muy nocivos grillos. Logró incluso no inmutarse ante el hecho de que Alfred hubiera colocado el árbol de Navidad con una inclinación de veinte grados. Y llegó al convencimiento de que Jonah, aquella mañana, tenía que encontrarse tan bien de salud como se encontraba ella.
Cuando terminó de envolver, la luz, en el cielo color pluma de gaviota, caía en un ángulo de medio día e intensidad. Bajó al sótano y se encontró la mesa de ping-pong enterrada en verdes ristras de lucecitas, como un chasis devorado por la vegetación, y a Alfred sentado en el suelo, con cinta aislante, alicates y alargadores.
—¡Malditas luces! —dijo.
—¿Qué haces en el suelo, Al?
—¡Estas malditas luces modernas de cuatro perras!
—No te preocupes por ellas. Déjalas. Que lo hagan entre Gary y Jonah. Vente arriba a comer.
El vuelo de Filadelfia tenía que llegar a la una y media. Gary, que pensaba alquilar un coche, llegaría a casa a las tres, y Enid tenía la intención de dejar dormir a Alfred mientras tanto, porque esa noche iba a tener refuerzos. Esta noche, si se levantaba y se iba por ahí, no sería ella la única de guardia.
La tranquilidad de la casa, después de comer, era tan densa que casi alcanzaba a parar los relojes. Esas horas de espera final tendrían que haber sido perfectas para escribir unas cuantas tarjetas de Navidad, una ocasión de esas que no tienen desperdicio, porque, una de dos, o los minutos se le pasaban volando, o conseguía sacar adelante un montón de trabajo; pero con el tiempo no cabían esas trampas. Nada más empezar una Nota de Prensa, fue como escribir con melaza, en vez de tinta. Perdió la noción de lo que escribía, puso «Al se dio un “baño” fuera de “baño”», y tuvo que desperdiciar la tarjeta. Se levantó a mirar el reloj de la cocina y resultó que habían pasado cinco minutos desde la última vez. Dispuso un surtido de galletas en una fuente de madera lacada. Colocó un cuchillo y una pera enorme en una tabla de tajar. Agitó un tetrabrik de ponche. Cargó la cafetera, por si Gary quería café. Se sentó a escribir una Nota de Prensa y vio en la blanca palidez de la tarjeta un reflejo de su propia mente. Fue a la ventana y miró el césped espeso, virado al amarillo. El cartero, bregando con un verdadero cargamento festivo, llegó por la acera arriba y metió en el buzón un enorme fajo de correo, en tres veces. Enid miró las cartas, separando las churras de las merinas, pero estaba demasiado distraída como para abrir las felicitaciones. Bajó al sillón azul del sótano.
—¡Al —gritó—, me parece que ya tienes que levantarte!
Él se enderezó en el asiento, con el pelo revuelto y la mirada vacía.
—¿Ya han llegado?
—Están al caer. Más vale que te refresques un poco.
—¿Quién viene?
—Gary y Jonah, salvo que Jonah se encuentre demasiado mal.
—Gary —dijo Alfred—. Y Jonah.
—¿Por qué no te das una ducha?
Él dijo que no con la cabeza.
—Ni hablar de duchas.
—Si lo que quieres es estar encajado en la bañera cuando lleguen…
—Creo que tengo derecho a un buen baño, con todo lo que he trabajado.
Había una ducha estupenda en el cuarto de baño de la planta baja, pero a Alfred nunca le había gustado lavarse de pie. Y como ahora Enid se negaba a ayudarlo a salir de la bañera del piso de arriba, allí se quedaba, a veces, durante una hora, con el agua en las ancas, fría y gris de jabón, hasta que conseguía desencajarse, y todo por lo cabezota que era.
Tenía abierta la bañera del piso de arriba cuando por fin se produjo el tan esperado toc-toc.
Enid corrió a la puerta y la abrió a la perspectiva de su apuesto hijo, solo en la entrada. Llevaba su chaquetón de piel de becerro y traía una maleta con ruedas y una bolsa de papel como las que dan en las tiendas. La luz del sol, baja y polarizada, se había abierto paso entre las nubes, como solía ocurrir al terminar el día, en invierno. Inundaba la calle una luz dorada, absurda, como la que utilizaría cualquier pintor de tres al cuarto para iluminar el paso del mar Rojo. Los ladrillos de la casa de los Person, las nubes hibernales, cárdenas y azules, los arbustos resinosos, de color verde oscuro, eran cosas tan falsamente vivas que ni siquiera llegaban a bonitas, que se quedaban en ajenas y de mal presagio.
—¿Dónde está Jonah? —gritó Enid.
Gary entró y dejó los bultos en el suelo.
—Sigue con fiebre.
Enid aceptó un beso. Necesitaba un momento para recuperar la compostura, de modo que le dijo a Gary que metiera la otra maleta, ya que estaba.
—Sólo traigo una —le dijo con voz de estar declarando en juicio.
Ella miró la pequeña pieza de equipaje.
—¿Eso es todo lo que traes?
—Mira, ya sé que te has llevado una decepción con lo de Jonah…
—¿Qué fiebre tenía?
—Treinta y siete ocho, esta mañana.
—Treinta y siete ocho no es mucha fiebre.
Gary lanzó un suspiro y miró en otra dirección, ladeando la cabeza para alinearla con el eje de árbol de Navidad.
—Mira —dijo—. Jonah se ha llevado una desilusión. Yo me he llevado una desilusión. Tú te has llevado una desilusión. Vamos a dejarlo así. Todos nos hemos llevado una desilusión.
—Pero es que se lo tenía todo preparado —dijo Enid—. Le he preparado sus platos preferidos…
—Te advertí muy claramente…
—¡Tengo entradas para ir al parque Waindell esta noche! Gary sacudió la cabeza y echó a andar hacia la cocina.
—Muy bien, pues iremos al parque —dijo—. Y mañana llega Denise.
—¡Y Chip también!
Gary se echó a reír.
—¿Desde Lituania?
—Llamó esta mañana.
—Lo creeré cuando lo vea —dijo.
El mundo, en las ventanas, parecía menos real de lo que a Enid le habría gustado. El foco de sol que asomaba bajo el techo de nubes era la iluminación soñada para ninguna hora en especial. Comprendió que la familia que se había empeñado en reunir ya no era la familia que ella recordaba, que estas Navidades no se parecerían nada a las Navidades de antaño. Pero estaba haciendo lo posible por ajustarse a la nueva realidad. De pronto le entró una emoción tremenda porque venía Chip. Y, dado que los regalos de Jonah se irían con Gary a Filadelfia, dentro de sus correspondientes paquetes, ahora tenía que ponerse a envolver despertadores y estuches de pluma y bolígrafo para Caleb y Aaron, en un intento de aminorar el contraste. Así podría entretenerse mientras llegaban Denise y Chip.
—Tengo tantas galletas —le dijo a Gary, que se lavaba las manos en el fregadero de la cocina, con mucha minucia—. Tengo una pera que puedo partir en rebanadas y hay café negro, como os gusta a vosotros.
Gary olió el trapo de cocina antes de secarse las manos con él.
Alfred empezó a pronunciar el nombre de su mujer a alaridos, en el piso de arriba.
—Ay, Gary —dijo ella—. Ya ha vuelto a quedarse encajado en la bañera. Ve a echarle una mano. Yo no pienso hacerlo ni una vez más.
Gary se secó las manos con sumo cuidado.
—Pero ¿qué pasa? ¿No está utilizando la ducha, como habíamos quedado?
—Dice que a él le gusta sentarse.
—Bueno, pues mala suerte —dijo Gary—. Él mismo te está relevando de toda responsabilidad.
Alfred volvió a pronunciar su nombre en un alarido.
—Ve a echarle una mano, Gary —dijo ella.
Gary, con una calma nada tranquilizadora, alisó el trapo de cocina, lo plegó y lo puso en su estantería.
—Vamos a ver. Éstas son las reglas básicas, madre —dijo con su voz de declarar en juicio—. ¿Me estás escuchando? Éstas son las reglas básicas. Durante los tres próximos días, haré todo lo que quieras que haga, menos ocuparme de papá cuando se encuentre en situaciones en que no debería encontrarse. Si quiere subirse a una escalera y caerse, lo dejaré ahí tendido. Si se desangra, que se desangre. Si no puede salir de la bañera sin mi ayuda, que pase las Navidades en la bañera. ¿Me he expresado con suficiente claridad? Aparte de eso, haré todo lo que quieras que haga. Y luego, el día de Navidad, por la mañana, vamos a sentarnos los tres, a charlar un rato…
—ENID —la voz de Alfred llegaba a un asombroso volumen—. HAY ALGUIEN EN LA PUERTA.
Enid suspiró pesadamente y se situó al pie de la escalera.
—¡Es Gary, Al!
—¿Puedes ayudarme? —insistió el grito.
—Ve a ver qué es lo que quiere, Gary.
Gary estaba plantado en el comedor, con los brazos cruzados.
—¿No he dejado suficientemente claras las reglas básicas?
Enid estaba recordando cosas de su hijo mayor que prefería no recordar en su ausencia. Subió las escaleras lentamente, tratando de deshacer un nudo de dolor que se le formaba en la cadera.
—Yo no puedo ayudarte a salir de la bañera, Al —dijo, al tiempo que entraba en el cuarto de baño—. Tendrás que arreglártelas solo.
Estaba en un palmo de agua, con los brazos extendidos y moviendo los dedos.
—Dame eso —dijo.
—¿El qué?
—El frasco.
Se le había caído al suelo, por detrás, el frasco de Snowy Mane, blanqueador de cabello. Enid se arrodilló cuidadosamente en la alfombrilla, colocando bien la cadera, y le puso el frasco en las manos. Él le dio vueltas en las manos, vagamente, como si estuviera considerando la posibilidad de comprárselo, o haciendo un esfuerzo por recordar cómo se abría. No tenía pelos en las piernas y las manos se le habían llenado de manchas, pero sus hombros seguían fuertes.
—Que me aspen —dijo, sonriéndole a la botella.
El calor que en principio hubiera podido haber en el agua ya se había disipado por completo en el decembrino frío del cuarto de baño. Olía a jabón Dial y, más levemente, a vejez. Enid se había arrodillado miles de veces en ese mismo sitio, exactamente, para lavarles la cabeza a los chicos y enjuagársela con agua caliente de un cazo de litro y medio que a tal efecto se subía desde la cocina. Observó a su marido mientras le daba vueltas al frasco entre las manos.
—Ay, Al —dijo—. No sé qué vamos a hacer.
—Ayúdame a ponerme esto.
—Vale, te ayudo.
Sonó el timbre de la puerta.
—Otra vez.
—Gary —llamó Enid—, ve a ver quién es.
Se vertió champú en la palma de la mano.
—Vas a tener que pasarte a la ducha.
—Las piernas no me sostienen bien.
—Anda, mójate el pelo.
Removió una mano en el agua tibia, para indicarle a Alfred lo que tenía que hacer. Él se mojó un poco la cabeza. Le llegaba la voz de Gary hablando con una de sus amigas, una mujer, charlatana y sanjudeana, Esther Root, probablemente.
—Podemos poner un asiento en la ducha —dijo, enjabonando el pelo de Alfred—. Y hacer lo que nos dijo el doctor Hedgpeth, poner una barra para que puedas agarrarte. A ver si se ocupa de ello Gary, mañana.
La voz de Alfred resonó en su cráneo y subió por los dedos de Enid.
—¿Han llegado bien Gary y Jonah?
—No, sólo ha venido Gary —dijo Enid—. Jonah está con muchísima fiebre y con una vomitona tremenda. El pobre chico no estaba en condiciones de volar.
Alfred hizo una mueca de comprensión.
—Inclina la cabeza hacia adelante, que te voy a enjuagar el pelo.
En caso de que Alfred estuviera intentando obedecer, sólo se le notaba en el temblor de las piernas, no en ningún cambio de postura.
—Tienes que hacer mucho más estiramiento —le dijo Enid—. ¿Has mirado siquiera el papel que te dio el doctor Hedgpeth?
Alfred negó con la cabeza.
—No sirve para nada.
—A ver si Denise puede enseñarte a hacer esos ejercicios. Lo mismo te gustan.
Cogió el vaso de agua que tenía detrás, en el lavabo. Lo volvió y lo volvió a llenar del grifo de la bañera, vertiendo el agua sobre la cabeza de su marido. Él, con los ojos muy apretados, parecía un niño pequeño.
—Ahora tendrás que salir tú solo —dijo Enid—, porque yo no voy a ayudarte.
—Tengo mi propio método —dijo él.
Abajo, en el salón, Gary estaba de rodillas, tratando de enderezar el árbol torcido.
—¿Quién era? —le preguntó Enid.
—Bea Meisner —dijo él, sin levantar la cabeza—. Hay un regalo en la repisa de la chimenea.
—¿Bea Meisner? —un rescoldo de vergüenza alumbró en el interior de Enid—. Creí que se iban a quedar en Austria hasta el final de las fiestas.
—No. Van a estar aquí un día, y mañana se marchan a La Jolla.
—Ahí viven Katie y Stew. ¿Ha traído algo?
—Está en la repisa de la chimenea —dijo.
Era una botella de algo presumiblemente austríaco, envuelta en papel de regalo.
—¿Nada más? —preguntó Enid.
Gary, sacudiéndose alhumajos de pino de las manos, la miró de un modo raro.
—¿Esperabas alguna otra cosa?
—No, no —dijo ella—. Le pedí que me trajese una tonteriíta de Viena, pero debe de habérsele olvidado.
A Gary se le estrecharon los ojos.
—¿Qué tonteriíta?
—Nada, nada.
Enid examinó la botella para ver si traía algún añadido. Había sobrevivido a su pasión por Aslan, había hecho lo necesario por olvidarlo, y ni siquiera estaba muy segura de que le apeteciera volver a ver al León. Pero el León aún poseía cierto poder sobre ella. Le vino una sensación de tiempos remotos, la placentera aprensión ante el retorno del amado. La hizo echar de menos el modo en que antes echaba de menos a Alfred.
Optó por regañar a Gary:
—¿Por qué no le has dicho que pasara?
—Chuck la estaba esperando en el Jaguar —dijo Gary—. Supongo que estarían haciendo la ronda.
—Ya —dijo Enid, mientras desenvolvía la botella para asegurarse de que no venía ningún otro paquete oculto. Era un champán austríaco, Halb-Trocken, semiseco.
—Vaya pinta de azucarado que tiene ese vino —dijo Gary.
Enid le pidió que encendiera la chimenea y se quedó mirando, maravillada, mientras su muy competente y canoso hijo mayor caminaba firmemente hacia el montón de leña, volvía con un cargamento de troncos en un brazo, los distribuía hábilmente en el hogar y encendía una cerilla al primer intento. Fue cosa de cinco minutos. Lo único que estaba haciendo Gary era funcionar como se supone que ha de funcionar un hombre; y, sin embargo, comparado con el hombre con quien vivía Enid, parecía poseer la capacidad de un dios. Su más pequeño gesto resultaba maravilloso de observar.
Junto con el alivio de tenerlo en casa le llegó la noción de lo pronto que se marcharía.
Alfred, en chaqueta sport, hizo un alto en el salón, para saludar a Gary, antes de retirarse a su madriguera para una sesión de noticiero local a todo decibelio. La edad y el encorvamiento le habían quitado cinco o seis centímetros de estatura, que hasta no hacía mucho había sido igual que la de Gary.
Mientras Gary, con su exquisito control de movimientos, colgaba las luces en el árbol, Enid, sentada junto al fuego, sacaba los regalos de los cartones de bebidas alcohólicas donde los guardaba. Nunca había estado en ningún sitio sin gastarse en adornos una gran parte de su dinero de bolsillo. Mentalmente, mientras Gary los colgaba, viajó por una Suecia poblada de renos de paja y caballitos rojos, por una Noruega cuyos ciudadanos utilizaban auténticas botas laponas de piel de reno, por una Venecia donde todos los animales eran de cristal, por una Alemania de casita de muñecas para Santa Claus y ángeles de madera esmaltada, por una Austria de soldados de madera e iglesias diminutas. En Bélgica, las palomas de la paz eran de chocolate e iban envueltas en papel metálico decorado, y en Francia los muñecos de gendarmes y de artistas iban impecablemente vestidos, y en Suiza las campanas de bronce repicaban sobre mini portales de Belén declaradamente religiosos. Andalucía era una ebullición de pájaros de colores chillones; México, una discordancia de figuritas de estaño pintadas a mano. En las mesetas chinas, el galope insonoro de una manada de caballos de seda. En Japón, el silencio zen de sus abstracciones laqueadas.
Gary fue colgando los adornos donde Enid le decía. Su madre lo encontraba diferente: más tranquilo, más maduro, más resuelto. Hasta que se le ocurrió pedirle que al día siguiente le hiciera un pequeño favor.
—Instalar una barra en la ducha no es un «pequeño favor» —contestó él—. Habría estado bien hace un año, pero no ahora. Papá puede utilizar la bañera unos cuantos días más, hasta que nos ocupemos de esta casa.
—Faltan cuatro semanas para que nos vayamos a Filadelfia —dijo Enid—. Quiero que se acostumbre a usar la ducha. Lo que quiero es que nos compres un asiento y que coloques una barra, y así queda hecho.
Gary suspiró.
—¿De veras piensas que papá y tú podéis seguir en esta casa?
—Si el Corecktall le va bien…
—Madre, lo van a examinar buscando síntomas de demencia. ¿Verdaderamente crees…?
—De demencia no relacionada con los fármacos.
—Mira, no quiero reventarte la burbuja, pero…
—Denise lo ha organizado todo. Tenemos que intentarlo.
—Vale, y luego ¿qué? —dijo Gary—. Se cura milagrosamente y vivís felices para siempre, ¿no?
La luz de las ventanas había muerto del todo. Enid no lograba entender la razón de que aquel hijo suyo, el primogénito, tan cariñoso, tan responsable, a quien siempre se había sentido tan unida, desde la infancia, se enfadara tantísimo ahora, cuando acudía a él en busca de ayuda. Desenvolvió una pelota de poliestireno que el propio Gary, a los nueve o diez años, había adornado con tela y lentejuelas.
—¿Te acuerdas de esto?
Gary cogió la pelota.
—Estas cosas las hacíamos en clase de la señora Ostriker.
—Me lo trajiste de regalo.
—¿Sí?
—Antes dijiste que harías todo lo que te pidiese —dijo Enid—. Y eso es lo que te pido.
—¡Está bien, está bien! —Gary alzó las manos al aire—. ¡Compraré el asiento! ¡Instalaré la barra!
Después de cenar, sacó el Oldsmobile del garaje y fueron los tres a Christmasland.
Sentada detrás, Enid veía los bajos de las nubes que absorbían la luz urbana; los parches de cielo despejado eran más oscuros, los acribillaban las estrellas. Gary pilotó el automóvil por estrechos caminos de las afueras de la ciudad, hasta detenerlo frente a la entrada de piedra caliza del Waindell Park, donde una cáfila de coches, camiones y furgonetas hacía cola para entrar.
—Cuántos coches —dijo Alfred, sin un resto siquiera de su antigua impaciencia.
El condado contribuía a sufragar los costes de aquella fantasía anual, Christmasland, mediante el procedimiento de cobrar la entrada. Un guarda del parque recogió los tiques de los Lambert y le indicó a Gary que no dejara encendidas más que las luces de posición. El Oldsmobile se colocó sigilosamente en una cola de vehículos oscurecidos, que nunca habían tenido un aspecto más animal que ahora, colectivamente, en su humilde procesión a través del parque.
Waindell era, durante casi todo el año, un sitio muy poco boyante, de hierba quemada, estanques de color ocre y pabellones de piedra caliza sin pretensión alguna. En diciembre, durante el día, alcanzaba sus peores momentos. Cables brillantes y líneas de alta tensión se entrecruzaban sobre las praderas. Armazones y andamios quedaban expuestos en toda su endeblez, su provisionalidad, con los metálicos nudos de sus junturas. Cientos de árboles y arbustos se mostraban recogidos en manojos mediante ligeras ataduras, con los miembros combados, como bajo una lluvia de cristal y plástico.
De noche, el parque se convertía en Christmasland, el país de las Navidades. Enid ponía admiración en su modo de expulsar el aire mientras el Oldsmobile trepaba por una montaña de luz, para luego atravesar un paisaje alumbrado. Si es verdad que los animales adquieren el don del habla en la víspera de Navidad, también el orden natural de los alrededores de la ciudad aparecía aquí alterado: las tierras circundantes, por lo general oscuras, bullían de luz, y la carretera, siempre animada, se convertía en una oscura y lenta caravana.
Las suaves pendientes de Waindell y la íntima relación entre sus contornos y el cielo eran típicas del Medio Oeste. También lo eran, al entender de Enid, el silencio y la paciencia de los conductores; también el aislamiento fronterizo y entrelazado de los robles y los arces. Había pasado las ocho últimas Navidades exiliada en el ajeno este, y ahora, por fin, se encontraba en casa. Imaginó que la enterraban en aquel paisaje. Le gustaba mucho la idea de que sus restos descansaran en estas laderas.
Luego vinieron resplandecientes pabellones, renos luminosos, colgantes y lazos de fotones en reunión, rostros de Santa Claus electropuntillistas, un manojo de barras de caramelo, como torreones resplandecientes.
—Hay muchas horas de trabajo en todo esto —comentó Alfred.
—Es una pena que Jonah no haya podido venir —dijo Gary, como si hasta ahora no lo hubiera lamentado.
El espectáculo no era más que luces en la oscuridad, pero Enid estaba sin palabras. Es mucha la frecuencia con que se nos exige credulidad, y pocas las veces en que podemos entregarla por completo; pero aquí, en el parque Waindell, Enid se sentía capaz de creérselo todo. Alguien se había propuesto fascinar a los visitantes, y fascinada se sentía Enid. Y mañana llegaban Denise y Chip, y mañana era El cascanueces, y el miércoles sacarían al Niño Jesús de su bolsillito y lo colocarían en el árbol. Iban a pasarle tantas cosas buenas.
A la mañana siguiente, Gary fue en coche a la Ciudad Hospital, una zona cerrada donde estaban concentrados todos los grandes centros médicos de St. Jude, y pasó conteniendo el aliento entre hombrecillos de cuarenta kilos en sillas de ruedas y mujeres de doscientos cincuenta kilos vestidas con tiendas de campaña que obstruían los pasillos del Economato Central de Suministros Sanitarios. Gary odiaba a su madre por haberlo enviado a semejante sitio, pero también tenía consciencia de lo afortunado que era en comparación con ella, de lo libre y aventajada que su situación parecía, y, por tanto, apretó los dientes y se mantuvo a distancia máxima de los cuerpos de todos aquellos lugareños haciendo acopio de jeringuillas y guantes de goma, de caramelos de azúcar morena y mantequilla, jarabe de maíz y agua para la mesilla de noche, de pañales de todas las tallas y formas imaginables, de enormes paquetes de 144 unidades de tarjetas con votos de recuperación y de cedés de música de flauta y de vídeos con ejercicios de visualización y de fundas de plástico desechables y de bolsas para conectar a placas de plástico duro cosidas a la carne viva.
El problema de Gary ante la enfermedad no era sólo el hecho de que suponía grandes cantidades de cuerpos humanos y que a él no le gustaban los cuerpos humanos en grandes cantidades, era sobre todo que le parecía cosa de las clases inferiores. Los pobres fumaban, los pobres comían carretadas de rosquillas Krispy Kreme. Las pobres se dejaban preñar por familiares próximos. Los pobres tenían pobres hábitos higiénicos y vivían en barrios tóxicos. Los pobres, con sus achaques y dolencias, integraban una subespecie de la humanidad que, gracias a Dios, se mantenía aislada en los hospitales y en sitios como este Economato Central, lejos de la vista de Gary. Eran una grey de gente triste, gorda, estúpida, resignada al sufrimiento. Una clase inferior y enferma de la que Gary se complacía en mantenerse alejado.
No obstante, había llegado a St. Jude sintiéndose culpable por varias circunstancias que había ocultado a Enid, y se había prometido ser un buen hijo durante tres días, y, por tanto, a pesar de su disgusto, se adentró en la multitud de cojos y tullidos, entró en el muy vasto salón de mobiliario auxiliar del Economato y se puso a buscar un asiento que permitiera a su padre ducharse sentado.
Por los altavoces ocultos del salón chorreaba una versión sinfónica de la canción de Navidad más aburrida jamás escrita, es decir El tamborilero. Más allá del cristal laminado de los ventanales del salón, la mañana era fría, ventosa, resplandeciente. Una hoja de papel de periódico envolvía un parquímetro con erótica desesperación. Los toldos crujían y los faldones antisalpicaduras de los automóviles se estremecían.
El amplio surtido de asientos médicos y la variedad de aflicciones de que daban muestra podrían haber enojado mucho a Gary, si no hubiera sido capaz de aplicar juicios estéticos.
Así, por ejemplo, se preguntó que por qué beige. El plástico para uso clínico era, por lo común, de color beige o, como mucho, de un gris más bien repugnante. ¿Por qué no rojo? ¿Por qué no negro? ¿Por qué no verdegay?
Puede que el color beige se utilizase para excluir que aquellos enseres tuvieran otras aplicaciones, además de las médicas. Puede que el fabricante temiese, si los hacía demasiado bonitos, que la gente se los comprara para fines no médicos.
Menudo problema, desde luego: evitar que haya demasiada gente con ganas de comprar nuestros productos.
Gary sacudió la cabeza. Lo idiota que puede ser un fabricante.
Escogió un taburete muy sólido, rechoncho, de aluminio, con un amplio asiento de color beige. Eligió para la ducha una barra de sujeción muy fuerte y muy beige. Atónito ante los precios, tipo atraco, agarró ambos objetos y los llevó a la caja de salida, donde una chica típica del Medio Oeste, muy amable, evangélica seguramente (llevaba un jersey de brocado, con el flequillo tallado en corte pluma) le mostró el código de barras al lector láser y le comentó a Gary, con deje del interior del estado, que esos asientos de aluminio eran verdaderamente súper.
—Ligerísimos. Prácticamente indestructibles —dijo—. ¿Es para su papá o su mamá?
Gary acusó la invasión de su territorio privado y no le dio a la chica el gusto de responderle con palabras. Dijo que sí con la cabeza, sin embargo.
—Llega un momento en que nuestros ancianos se vuelven un poco temblones, en la ducha. Ya nos llegará el turno a todos, al final.
La joven filósofa pasó la American Express de Gary por un surco.
—Está usted echando una manita en casa durante las vacaciones, ¿no?
—¿Sabe usted para qué serían verdaderamente útiles estos taburetes? —le preguntó Gary—. Para colgarse del cuello. ¿No le parece?
Se le quedó sin vida la sonrisa, a la pobre muchacha.
—Eso no lo sé.
—Ligero, agradable. Fácil de apartar con un solo pie.
—Firme aquí, por favor.
Tuvo que luchar con el viento para abrir la puerta de Salida. Venía con dientes, hoy, el viento: le mordió a través del chaquetón de piel de becerro. Era un viento que llegaba directamente del Ártico a St. Jude, sin accidente topográfico de importancia que se le opusiera.
Mientras iba en el coche, hacia el norte, hacia la zona del aeropuerto, con el sol misericordiosamente situado a sus espaldas, se preguntó si no habría sido demasiado cruel con la muchacha. Seguramente sí. Pero se hallaba bajo estrés, y le parecía a él que una persona que se halla bajo estrés tiene todo el derecho del mundo a ser muy estricto en la demarcación de fronteras: muy estricto en su contabilidad moral, muy estricto en lo que hace o no hace, muy estricto en cómo es y cómo no es, muy estricto en la elección de sus interlocutores. Si una chiquita de la tierra, pizpireta y evangélica, se empeñaba en hablar con él, Gary tenía todo el derecho del mundo a elegir el tema.
Era consciente, no obstante, de que si la muchacha hubiera sido algo más atractiva, él habría aplicado algo menos la crueldad.
No había nada, en St. Jude, que no hiciera todo lo posible por dejarlo mal. Pero en los meses transcurridos desde el día en que se sometió a Caroline (y la mano se había curado bien, gracias, sin apenas cicatriz) había tenido tiempo de hacerse a la idea de ser el villano de St. Jude. Cuando sabes de antemano que tu madre va a considerarte el villano de la función, hagas lo que hagas, se te quitan las ganas de respetar sus reglas del juego. Estableces tus propias reglas. Haces todo lo que haga falta para protegerte. Incluso pretendes, si hace falta, que un hijo tuyo, en perfecto estado de salud, se encuentra muy enfermo.
En cuanto a Jonah, la verdad era que el propio chico había decidido no venir a St. Jude. Lo cual estaba en perfecta sintonía con los términos de la rendición de Gary ante Caroline, ocurrida el pasado mes de octubre. Con cinco billetes de avión en la mano —ida y vuelta a St. Jude, no reembolsables—, Gary comunicó a la familia su deseo de que todos ellos viajaran con él en Navidades, pero advirtiendo que nadie debía sentirse obligado. Caroline y Caleb y Aaron dijeron al instante, en voz alta y clara, que no, que muchas gracias; Jonah, todavía bajo el embrujo del entusiasmo de su abuela, declaró que iría «con mucho gusto». Gary nunca llegó a prometerle a Enid que Jonah vendría, pero tampoco la avisó nunca de que podía no venir.
En noviembre, Caroline compró cuatro entradas para la función del mago Alain Gregarius del 22 de diciembre, y otras cuatro para ir a ver El rey León el 23 de diciembre.
—Así puede venir Jonah, si está aquí —explicó—. Si no, ya se traerán Caleb y Aaron algún amigo.
A Gary se le ocurrió preguntar que por qué no había comprado las entradas para la semana de después de las Navidades, evitando así que Jonah se encontrara en un aprieto. Pero, desde la rendición de octubre, Caroline y él estaban disfrutando de una especie de segunda luna de miel, y, aun habiendo quedado claro que Gary, como un buen hijo, pasaría tres días en St. Jude, la verdad era que una sombra caía sobre la felicidad doméstica cada vez que el tema salía a colación. Cuantos más días pasaban sin mención de Enid ni de las Navidades, más cariñosa se manifestaba Caroline, más lo incluía en sus chistes privados con Aaron y Caleb, y menos deprimido se sentía él. De hecho, el tema de su depresión no había vuelto a surgir desde la mañana en que Alfred se cayó al mar. La omisión del tema Navidades era un pequeño precio a pagar por tantísima armonía familiar.
Y, durante cierto tiempo, los regalos y atenciones que Enid le había prometido a Jonah cuando fuera a St. Jude bastaron para contrarrestar los atractivos de Alain Gregarius y El rey León. Jonah hablaba en la mesa del Christmasland y del Calendario de Adviento que tanto le alababa Enid, pasando por alto, quizá sin verlos, los guiños y sonrisitas que Aaron y Caleb intercambiaban al respecto. Pero Caroline fomentaba cada vez más descaradamente el hecho de que sus dos hijos mayores se mofaran de sus abuelos y de que contaran toda clase de anécdotas sobre el despiste total de Alfred («¡lo llama “Intendo”!») y el puritanismo de Enid («preguntó si le peli era tolerada») y la parsimonia de Enid («quedaban dos judías verdes y las envolvió en papel de plata»), y Gary, desde su rendición, había empezado a unirse a las carcajadas («qué rara es la abuela, ¿verdad?»), y Jonah, al final, no tuvo más remedio que poner sus planes en duda. Cayó, a la edad de ocho años, bajo la tiranía de lo que mola y lo que no mola. Primero, dejó de mencionar las Navidades en la mesa; luego, cuando Caleb, con su retranca marca de la casa, le preguntó si estaba deseando que llegase el día del Christmasland, Jonah le contestó, con una vocecilla forzadamente malvada: «Tiene que ser una completa estupidez».
—Un montón de gordos dentro de unos coches enooormes, dando vueltas a oscuras —dijo Aaron.
—Diciéndose unos a otros oh qué maravilloso —dijo Caroline, imitando el acento de St. Jude.
—Maravilloso, maravilloso —dijo Caleb.
—No está bien que os burléis de la abuela —dijo Gary.
—No es de la abuela de quien se están burlando —dijo Caroline.
—Pues no —dijo Caleb—. Nos estamos burlando de lo raros que son los de St. Jude. ¿A que sí, Jonah?
—Son muy grandes, sí —dijo Jonah.
El sábado por la noche, cuando faltaban tres días para la marcha, Jonah devolvió después de cenar y se fue a la cama con un poco de fiebre. El sábado por la noche ya estaba bien, había recuperado el color y el apetito, y Caroline puso en juego su último triunfo. A principios de mes, para el cumpleaños de Aaron, había comprado un juego de ordenador muy caro, el God Project II, en el que los jugadores primero proyectaban unos organismos y luego controlaban su funcionamiento dentro del ecosistema donde habían de competir por la supervivencia. Caroline no había permitido que Caleb y Aaron pusieran en marcha el juego antes de que acabaran las clases, y ahora, cuando por fin lo empezaron, insistió en que dejaran a Jonah ser los Microbios, porque los Microbios son quienes mejor se lo pasan y quienes nunca pierden, en cualquier ecosistema.
A la hora de irse a la cama, el domingo, Jonah estaba enquillotrado en su equipo de bacterias asesinas, deseando hacerlas entrar en batalla al día siguiente. Cuando Gary lo despertó, el lunes por la mañana para preguntarle si se venía con él a St. Jude, Jonah contestó que prefería quedarse.
—La elección es tuya —dijo Gary—. Pero ten en cuenta que para tu abuela es muy importante que vengas.
—¿Y si no me divierto?
—Nunca hay garantía de divertirse, en ninguna parte —dijo Gary—. Pero harás feliz a la abuela. Eso sí que te lo garantizo.
Se ensombreció el rostro de Jonah.
—¿Me das una hora para pensármelo?
—Una hora, vale. Pero luego hay que hacer el equipaje y salir pitando.
Se cumplió la hora con Jonah profundamente inmerso en God Project II. Una cepa de sus bacterias había dejado ciegos a ocho de cada diez pequeños mamíferos con pezuñas gestionados por Aaron.
—Está bien si no vas —le aseguró Caroline—. Aquí lo que cuenta es que decidas tú. Son tus vacaciones.
Nadie debe sentirse obligado a ir.
—Voy a recordártelo otra vez —dijo Gary—. Tu abuela está muriéndose de ganas de verte.
Surgió en el rostro de Caroline una desolación, un gemebundo estado, que hacía pensar en los problemas de septiembre. Se puso en pie sin decir una palabra y salió del cuarto de jugar.
La respuesta de Jonah llegó en un tono de voz no muy por encima del susurro:
—Creo que voy a quedarme.
Si esto hubiera ocurrido en septiembre, Gary habría visto en la decisión de Jonah una parábola de la crisis del sentido del deber moral en la cultura orientada por las elecciones de consumo. Y ello podría haberlo deprimido mucho. Pero ese camino ya lo tenía recorrido, a estas alturas, y sabía muy bien que no lo conducía a ninguna parte.
Hizo el equipaje y le dio un beso a Caroline.
—No estaré contenta hasta que no vuelvas —dijo ella.
Gary sabía que no había hecho nada malo contra ningún principio moral, ni siquiera el más estricto. Nunca le había prometido a Enid que Jonah iría. La mentira de la fiebre era sólo una legítima excusa para evitar discusiones.
También, para no herir a Enid, había omitido mencionarle que en los seis días laborables transcurridos desde la OPI, sus cinco mil acciones de la Axon Corporation, que le habían costado 60.000 dólares, habían subido hasta alcanzar un valor de 118.000. Tampoco había obrado mal a este respecto, desde luego, pero, dado el pequeño pellizco que se llevaba Alfred por la cesión de su patente a Axon, lo más prudente, sin duda, era callarse.
Tres cuartos de lo mismo cabía decir del paquetito que Gary se había guardado en el bolsillo interior del chaquetón, cerrando luego la cremallera.
Se deslizaban los reactores por el cielo resplandeciente, felices en sus pellejos metálicos, mientras él maniobraba por el atasco de tráfico que confluía hacia el aeropuerto. Los días inmediatamente anteriores a la Navidad eran el mejor momento del aeropuerto de St. Jude, como quien dice su razón de ser. Todos los aparcamientos estaban ocupados y los aviones se sucedían sin pausa en las pistas de despegue.
Denise, sin embargo, llegó puntualmente. Los mismísimos aviones la protegían del disgusto de llegar tarde y que la recibiera un hermano harto de esperar. Esperaba, como era costumbre en la familia, frente a una puerta poco utilizada de la planta de salidas. Llevaba un abrigo demencial, color granate, de lana, con vuelta de terciopelo rosa, y Gary percibió algo diferente en ella —más maquillaje de lo habitual, tal vez; más pintura de labios—. Durante el pasado año, cada vez que veía a Denise (en Acción de Gracias, la más reciente) la encontraba más rotundamente distinta de la persona que él había imaginado que llegaría a ser.
Cuando se besaron, notó que olía a tabaco.
—Has empezado a fumar —le dijo, mientras hacía sitio en el maletero del coche para su maleta y su bolsa de compras.
Denise sonrió.
—Quita el seguro de la puerta, que me estoy helando.
Gary desplegó sus gafas de sol. Iban hacia el sur, con la luz en los ojos, de modo que estuvo a punto de chocar lateralmente al incorporarse al tráfico principal. La agresión viaria rebasaba todos los límites en St. Jude. Ya no era como antes, cuando un conductor del este se divertía haciendo eslalon por el lentísimo tráfico.
—Mamá estará feliz con Jonah en casa —dijo Denise.
—Pues no, porque Jonah no ha venido.
Ella volvió la cabeza bruscamente.
—¿No lo has traído?
—Se puso malo.
—No me lo puedo creer. ¡No lo has traído!
No dio la impresión de considerar, ni por un momento, la posibilidad de que fuera cierto lo que Gary le decía.
—Hay cinco personas en mi casa —dijo él—. En la tuya, que yo sepa, hay una sola. Las cosas son más complicadas cuando se multiplican las responsabilidades.
—Lo que siento es que hayas engreído a mamá dejándola creer que venía.
—No es culpa mía que ella prefiera vivir en el futuro.
—Tienes razón —dijo Denise—. No es culpa tuya. Pero ojalá no hubiera ocurrido.
—Hablando de mamá —dijo Gary—. Tengo que contarte una cosa muy rara. Pero prométeme que no vas a decírselo.
—¿Qué cosa rara?
—Promete que no vas a decírselo.
Denise lo prometió, y Gary abrió la cremallera del bolsillo interior de su chaquetón y le enseñó el paquete que Bea Meisner le había dado el día antes. Había sido un momento muy pintoresco: el Jaguar de Chuck Meisner junto a la acera, en punto muerto, entre cetáceos resoplidos de tubo de escape en invierno; Bea Meisner en la entrada, pisando el felpudo, mostrando los bordados de su loden verde, mientras extraía de las profundidades de su bolso un paquetito muy manoseado y muy cutre; Gary depositando la botella de champán envuelta para regalo y aceptando la entrega del contrabando.
—Esto es para tu madre —dijo Bea—. Pero dile que Klaus dice que se ande con mucho ojo. Al principio no quería dármelo. Dice que es muy, muy adictivo. Por eso no le traigo más que un poquito. Ella lo quería para seis meses, pero Klaus sólo me dio para uno. Así que dile que tenga cuidado, que hable con su médico. Quizá fuera mejor, incluso, que no se lo dieras hasta que no lo haga, Gary, hasta que no hable con el médico. Bueno, pues ¡Que paséis una Navidades maravillosas! —en ese momento sonó la bocina del Jaguar—. Dale un abrazo a todo el mundo.
Gary le contaba todo esto a Denise mientras ella abría el paquetito. Bea lo había envuelto en una hoja de periódico alemán y lo había sellado con celo. En un lado de la página había una vaca alemana con gafas promocionando leche ultra pasterizada. Dentro había treinta tabletas doradas.
—¡Cielo santo! —rio Denise—. Es Mexican A.
—Nunca lo he oído nombrar —dijo Gary.
—Una droga de discoteca. Para gente muy joven.
—Y Bea Meisner se la trae a mamá y la entrega a domicilio.
—¿Sabe mamá que se la has cogido?
—Todavía no. Todavía no sé qué es lo que hace esa cosa.
Denise alargó los nicotinosos dedos y le acercó una tableta a la boca.
—Prueba una.
Gary apartó la cabeza bruscamente. Daba la impresión de que también su hermana estaba enganchada a alguna droga, no precisamente la nicotina. Estaba enormemente feliz, o enormemente infeliz, o una peligrosa combinación de ambas posibilidades. Llevaba anillos de plata en tres dedos y en el pulgar.
—¿Es una droga que tú hayas probado? —le preguntó.
—No, yo del alcohol no paso.
Volvió a envolver las tabletas y Gary recuperó el control del paquete.
—Quiero estar seguro de que me respaldas en esto —dijo—. ¿Estás de acuerdo en que mamá no debería recibir sustancias adictivas de Bea Meisner?
—No —dijo Denise—. No estoy de acuerdo. Es una persona adulta y puede hacer lo que le apetezca. No creo que sea justo quitarle las tabletas sin decírselo. Si no se lo dices tú, se lo diré yo.
—Perdona, pero estaba en la idea de que habías prometido no decir nada —dijo Gary.
Denise se lo pensó. Por la ventanilla pasaban a toda prisa unos terraplenes salpicados de sal.
—Vale, quizá lo haya prometido —dijo—. Pero ¿a qué viene que pretendas controlarle la vida?
—Ya verás, supongo —dijo él—, que las cosas aquí andan bastante desmadradas. Y también verás, supongo, que alguien tiene que dar un paso al frente y controlarle la vida.
Denise no discutió con él. Se puso las gafas de sol y miró las torres de la Ciudad Hospital, contra el brutal horizonte sur. Gary había esperado más cooperación por parte de ella. Ya tenía un hermano «alternativo», y maldita la falta que le hacía una hermana igual. Lo frustraba mucho que la gente se desgajara tan alegremente del mundo de las expectativas convencionales; le echaba a perder el placer que obtenía de su casa y de su trabajo y de su familia; era como si le volvieran a redactar las normas de la vida, dejándolo en desventaja. Y lo encocoraba especialmente el hecho de que el último tránsfuga que se pasaba a lo «alternativo» no fuera algún desarrapado «Tercero» de una familia de «Terceros», o de una clase de «Terceros», sino su propia hermana, con todo su estilo y todo su talento, que acababa de destacar, allá por septiembre, sin ir más lejos, en una actividad convencional sobre la que sus amigos podían informarse en el New York Times. Ahora había dejado su trabajo y llevaba cuatro anillos y un abrigo flamígero y apestaba a tabaco…
Con el taburete de aluminio a cuestas, la siguió hasta el interior de la casa. Comparó la acogida que le brindaba Enid con la acogida que el día antes le había brindado a él. Tomó nota de la duración del abrazo, la ausencia de crítica instantánea, las sonrisas a tutiplén.
Enid gritó:
—Pensé que a lo mejor os encontrabais con Chip en el aeropuerto y veníais los tres juntos.
—Era un guión altamente improbable, por ocho motivos diferentes —dijo Gary.
—¿Te dijo que llegaba hoy? —le preguntó Denise.
—Después de comer —dijo Enid—. Mañana, como muy tarde.
—Hoy, mañana, el mes de abril —dijo Gary—. Cualquier cosa.
—Me comentó que las cosas andaban revueltas en Lituania —dijo Enid.
Mientras Denise iba a saludar a Alfred, Gary fue a la madriguera a coger el Chronicle de la mañana. En un recuadro de noticias internacionales, puesto en bocadillo entre artículos más extensos («Los tratamientos especiales hacen que las mascotas se vuelvan feroces» y «¿Son demasiado caros los oftalmólogos? Los médicos dicen que no, los ópticos dicen que sí»), localizó un párrafo sobre Lituania: Inquietud ciudadana tras los discutidos comicios parlamentarios y el intento de asesinato del presidente Vitkunas… el treinta y cuatro por ciento del país sin electricidad… enfrentamientos entre grupos paramilitares rivales en las calles de Vilnius… y el aeropuerto…
—El aeropuerto está cerrado —leyó en voz alta, muy satisfecho—. ¿Me oyes, mamá?
—Ya estaba en el aeropuerto ayer —dijo Enid—. Seguro que salió.
—¿Por qué no ha llamado, entonces?
—Habrá tenido que correr mucho para coger el vuelo.
La capacidad de Enid para la fantasía alcanzaba un grado que a Gary le resultaba físicamente doloroso. Abrió la cartera y le presentó la factura del asiento para ducha y la barra de sujeción.
—Luego te hago un cheque —dijo ella.
—Mejor ahora, que luego se te olvida.
Mascullando y rezongando, Enid se avino a sus exigencias.
Gary examinó el talón.
—¿Por qué le has puesto fecha de veintiséis de diciembre?
—Porque eso es lo más pronto que puedes ingresarlo en tu cuenta de Filadelfia.
La escaramuza se prolongó al almuerzo. Gary se bebió poco a poco una cerveza y se bebió poco a poco otra cerveza, deleitándose en el disgusto que le causaba a Enid, según la iba obligando a decirle una vez, y luego otra, y luego otra, que ya iba siendo hora de que la emprendiese con los arreglos en la ducha. Cuando por fin se levantó de la mesa, se le ocurrió que su afán de controlarle la vida a Enid era una respuesta lógica al afán de ella de controlársela a él.
La barra de seguridad era un tubo esmaltado de cuarenta centímetros, color beige, acodado en ambos extremos. Venía con unos tornillos retacos que podrían haber bastado para fijar la barra a una pared de madera, pero que de nada servían en el alicatado del cuarto de baño. Para asegurar la barra iba a tener que perforar la pared con pernos de quince centímetros, llegando hasta el pequeño armario adosado a la pared de la ducha.
Abajo, en el taller de Alfred, pudo encontrar brocas de albañilería para la taladradora eléctrica, pero las cajas de puros que él recordaba como auténticas cornucopias de material útil ahora sólo parecían contener tornillos huérfanos y corroídos, cerraderos de cerradura y sujeciones para la cisterna del váter. Ningún perno de quince centímetros, desde luego.
Cuando salía hacia la ferretería, con su sonrisa de qué gilipollas soy, vio a Enid junto a las ventanas del comedor, espiando la calle a través de una cortina transparente.
—Madre —dijo Gary—, sería muy de desear que no siguieras haciéndote ilusiones con respecto a Chip.
—Me pareció oír un coche.
Vale, no te prives, pensó Gary, saliendo de la casa: concéntrate en quien no está y hazles la vida imposible a quienes sí están.
En el camino de delante se topó con Denise, que volvía del supermercado con cosas de comer.
—Espero que todo eso se lo cobres a mamá —dijo Gary.
Su hermana se le rio en la cara.
—¿Y a ti qué más de te da?
—Siempre se escaquea a la hora de pagar. Me pone de los nervios.
—Pues redobla la vigilancia —dijo Denise, echando a andar hacia la casa.
¿Por qué, exactamente, estaba sintiéndose culpable? Él nunca había prometido que traería a Jonah, y aunque el valor de su inversión en la Axon ya superaba en 58.000 dólares lo que había pagado, era él quien se había esforzado en hacerse con las acciones y él quien había corrido el riesgo, y la propia Bea Meisner le había recomendado que no le diese la droga a Enid. O sea que ¿de qué se sentía culpable?
Yendo en el coche, imaginó la aguja de su medidor de presión craneal avanzando lentamente en el sentido de las agujas del reloj. Se arrepentía de haberle ofrecido sus servicios a Enid. Dada la brevedad de su visita, era una estupidez desperdiciar una tarde entera en un trabajo que su madre muy bien podía haber encargado a cualquier operario.
En la ferretería, le tocó hacer cola en la caja, detrás de las personas más gordas y más lentas de todo el gajo de los estados centrales. Habían venido a comprar Santa Claus de malvavisco, una caja de hilo de cobre, persianas graduables, secadores de pelo de ocho dólares y agarradores de tema navideño. Con dedos como salchichas, hurgaban en sus diminutos monederos, buscando el importe exacto. Gary echaba humo por las orejas, como en los dibujos animados. Todas las cosas divertidas que podía estar haciendo, en lugar de perder media hora en comprar pernos de quince centímetros, adquirieron formas encantadoras en su imaginación. Podía estar en la Sala del Coleccionista de la tienda de regalos del Museo del Transporte, o clasificando los viejos bocetos de puentes y vías férreas que dibujó su padre cuando estaba empezando en la Midland Pacific, o registrando el trastero de debajo del porche, a ver si encontraba su tren eléctrico de cuando era pequeño. Tras el levantamiento de su «depresión» había contraído un nuevo interés, intenso, como de hobby, en coleccionar y enmarcar objetos relativos al ferrocarril, y la verdad era que se podía haber pasado el día entero —por no decir la semana entera— buscándolos.
A la vuelta, mientras subía por el camino de entrada, vio separarse las cortinas: su madre, espiando otra vez. Dentro, llenaba el aire, adensándolo, el olor de las viandas que Denise horneaba, hervía a fuego lento y doraba en la cocina. Gary le presentó a Enid la factura de los pernos, y ella se quedó mirándola como lo que era, es decir, una muestra de hostilidad.
—¿No puedes pagar tú cuatro dólares y noventa y seis centavos?
—Madre —dijo él—, estoy haciendo el trabajo, como te prometí. Pero el cuarto de baño no es mío. Ni la barra de sujeción.
—Luego te doy el dinero.
—Se te olvidará.
—Gary, luego te daré el dinero.
Denise, con el delantal puesto, siguió este diálogo desde la puerta de la cocina, riéndose con los ojos.
En su segundo descenso al sótano, Gary se encontró a Alfred roncando en el sillón azul. Entró en el taller y en seguida frenó en seco, ante el nuevo descubrimiento. Dentro de su funda, y apoyada en el banco de trabajo, había una escopeta. No recordaba haberla visto antes. Quizá le hubiera pasado inadvertida. Normalmente, la escopeta se guardaba en el trastero de debajo del porche. Lamentó de veras el traslado.
¿Lo dejo que se pegue un tiro?
La pregunta resonó con tanta claridad en su mente, que a punto estuvo de pronunciarla en voz alta. Y se lo pensó. Era muy distinto intervenirle la droga a Enid, por su propio bien, porque en ella había mucha vida y esperanza y placer que preservar. El viejo, en cambio, estaba kaputt.
Por otra parte, tampoco le apetecía nada oír un tiro y bajar y ponerse a chapotear en la sangre.
Y, sin embargo, por horrible que resultara todo, después vendría una enorme ganancia en la calidad de vida de su madre.
Abrió la caja de cartuchos que había encima del banco y comprobó que no faltaba ninguno. Ojalá no le hubiera tocado a él, sino a algún otro, haber parado mientes en el traslado de la escopeta. Pero la decisión, cuando le sobrevino, resonó con tanta claridad en su mente, que esta vez sí que la expresó en voz alta. En el silencio polvoriento, úrico, sin eco, del laboratorio, dijo:
—Si eso es lo que quieres, allá tú. No seré yo quien te detenga.
Antes de abrir los agujeros en la ducha tuvo que vaciar las estanterías del armarito del cuarto de baño. Ello, en sí, ya suponía un trabajo considerable. Enid guardaba, en una caja de zapatos, todas las bolitas de algodón que a lo largo de los años había ido sacando de los botes de aspirina y otros medicamentos. Había quinientas, o quizá mil bolitas. Había tubos de pomada a medio estrujar, petrificados. Había recipientes de plástico y utensilios (de colores aún más feos que el beige, si tal cosa fuera posible) de los períodos que Enid pasó en el hospital para sendas operaciones del pie, de la rodilla y de flebitis. Había unas botellitas monísimas de mercurio cromo y Ambesol que llevaban secas desde los años sesenta. Había una bolsa de papel que Gary, por salvaguardar su compostura, se apresuró a empujar hacia el fondo de la estantería más alta, porque daban la impresión de contener vetustos cinturones y compresas menstruales.
Caía la tarde cuando terminó de vaciar el armarito y tuvo todo dispuesto para hacer seis agujeros. Entonces descubrió que las viejas brocas de albañilería tenían menos punta que un remache. Se apoyó en la taladradora con todo su peso, la punta de la broca se ponía entre azul y negra y perdía el temple, y la vieja máquina empezó a echar humo. Le chorreaba el sudor por la cara y el pecho.
Alfred fue a elegir precisamente ese momento para entrar en el cuarto de baño.
—Vaya, mira esto —dijo.
—Menudas brocas tienes aquí, todas sin punta —dijo Gary, acezante—. Tendría que haberlas comprado nuevas cuando estuve en la ferretería.
—Déjame ver —dijo Alfred.
No había tenido intención Gary de atraer al viejo y, con él, a los dos animales gemelos y dactilados y agitados que integraban su vanguardia. Lo echaban para atrás la incapacidad y la ansiosa apertura de aquellas manos, pero los ojos de Alfred estaban ahora clavados en la taladradora, y le resplandecía el rostro ante la posibilidad de resolver un problema. Gary hizo dejación de la taladradora. Le habría gustado saber cómo hacía su padre para ver lo que se traía entre manos, dadas las violentas sacudidas a que sometía la máquina. Los dedos del anciano reptaron por la pulida superficie, al tiento, como gusanos ciegos.
—Lo tienes en Atrás —dijo.
Con la amarillenta uña del dedo pulgar, Alfred empujó el interruptor de polaridad para ponerlo en Adelante y le devolvió la taladradora a Gary, y por primera vez desde la llegada de éste, los ojos de ambos hombres se encontraron. El escalofrío que recorrió a Gary sólo en parte se debió al enfriamiento del sudor. Al viejo, pensó, todavía se le enciende alguna lucecita en la mollera. Alfred, de hecho, parecía descaradamente feliz: de haber arreglado algo y, se malició Gary, más aún de haber demostrado que era más listo que su hijo, en esta pequeña oportunidad.
—Ya ves por qué no me metí a ingeniero —dijo Gary.
—¿Qué intentas hacer?
—Quiero colocar esta barra de sujeción. ¿Utilizarás la ducha si ponemos un asiento y una barra de sujeción?
—No sé qué estarán planeando —dijo Alfred, mientras salía.
Ha sido tu regalo de Navidad, se dijo Gary, sin palabras. Accionar ese interruptor ha sido tu regalo de Navidad.
Una hora más tarde había vuelto a poner orden en el cuarto de baño y, de paso, había recuperado su máximo nivel de mal humor. Enid había criticado la colocación de la barra, y Alfred, cuando Gary le propuso que probara el nuevo taburete, puso en general conocimiento que prefería bañarse.
—Yo ya he cumplido, y se terminó —dijo Gary en la cocina, sirviéndose alcohol—. Mañana hay varias cosas que yo quiero hacer.
—Es una maravillosa mejora del cuarto de baño —dijo Enid.
Gary siguió sirviéndose. Más y más.
—Ah, Gary, podríamos abrir el champán que nos trajo Bea —dijo Enid.
—Mejor no —dijo Denise, que había hecho un stollen, una tarta de café y dos hogazas de pan de queso, y que ahora estaba preparando, si Gary no se equivocaba, conejo frito y cocido luego a fuego lento, con polenta. Ni que decir tiene que era la primera vez que esa cocina había visto un conejo.
Enid regresó a su puesto de observación en la ventana del comedor.
—Me preocupa que no llame —dijo.
Gary se situó junto a ella, con la primera y dulce lubricación del alcohol zumbándole en las células gliales. Le preguntó a su madre si había oído hablar de la navaja de Occam.
—El principio de la navaja de Occam —dijo, en un tono sentencioso muy adecuado para un cóctel— nos aconseja que entre dos posibles explicaciones de un fenómeno siempre optemos por la más sencilla.
—Bueno, eso es lo que a ti te parece —dijo Enid.
—Lo que a mí me parece —dijo él— es que Chip puede no haberte llamado por algún complicadísimo motivo del que nada sabemos. Pero también puede haber sido por algo muy sencillo y que todos conocemos bien, es decir: su increíble carencia de sentido de la responsabilidad.
—Dijo que vendría y dijo que llamaría —contestó Enid, categóricamente—. Dijo vuelvo a casa.
—Muy bien. Estupendo. Quédate en la ventana. Tú decides.
Era Gary quien tenía que llevarlos a todos en coche a ver El cascanueces, y ello le impidió beber todo lo que le habría gustado beber antes de la cena. De modo que se despachó a gusto en cuanto volvieron del ballet y Alfred se precipitó escaleras arriba, como quien dice, y Enid se acostó en la madriguera, con intención de dejar que sus hijos se ocuparan de todo eventual problema nocturno. Gary bebió más whisky y llamó a Caroline. Bebió más whisky y buscó a Denise por la casa, sin encontrar rastro de ella. Fue a su cuarto a buscar los regalos de Navidad y los colocó al pie del árbol. Traía el mismo regalo para todo el mundo: un ejemplar encuadernado del álbum de los Mejores Doscientos Momentos de los Lambert. Había tenido que insistir mucho para que la imprenta le tuviera a tiempo los ejemplares, y ahora que había completado el álbum, su intención era desmantelar el cuarto oscuro e invertir una parte de sus ganancias de la Axon en montar un tren eléctrico en el segundo piso del garaje. Era un hobby que había elegido por propia iniciativa, sin que nadie se lo impusiera, y ahora, mientras apoyaba la whiskífora cabeza en la fría almohada y apagaba la luz de su viejo cuarto sanjudeano, lo asaltó una emoción que venía de muy atrás en el tiempo, ante la idea de hacer rodar los trenes por montes de cartón piedra, por puentecillos hechos con palos de polo…
Soñó diez Navidades en la casa. Soñó habitaciones y personas, habitaciones y personas. Soñó que Denise no era su hermana y que iba a matarlo. Su única esperanza de salvación era la escopeta del sótano. Examinaba la escopeta, para convencerse de que estaba cargada, cuando sintió una maligna presencia, a sus espaldas, en el taller. Se dio media vuelta y no reconoció a Denise. La mujer a quien vio era otra mujer, y tenía que matarla, para evitar que ella lo matase a él. Y el gatillo de la escopeta no ofreció resistencia alguna: colgaba inerte y fútil. El arma estaba en Atrás, y mientras conseguía ponerla Adelante, la mujer se aproximaba a él para darle muerte…
Se despertó con ganas de orinar.
La oscuridad del cuarto sólo encontraba alivio en la esfera del radiodespertador digital, que no miró, porque no quería enterarse de lo temprano que era aún. En la penumbra, alcanzaba a distinguir el bulto de la antigua cama de Chip, en la pared de enfrente. El silencio de la casa se percibía como algo momentáneo y no pacífico. De creación reciente.
Rindiendo pleitesía al silencio, Gary salió de la cama y avanzó muy lentamente hacia la puerta. Fue entonces cuando el terror hizo presa en él.
Temía abrir la puerta.
Aguzó el oído para captar lo que estuviera ocurriendo fuera. Creyó oír vagos cambios de posición y traslados sigilosos, voces distantes.
Temía ir al cuarto de baño, porque ignoraba qué podía encontrarse allí. Temía salir del cuarto, porque al volver podía encontrarse en la cama con alguien que de ningún modo debía ocuparla, quizá su madre, quizá su hermana o su padre.
Llegó al convencimiento de que en el vestíbulo había alguien yendo de acá para allá. En su vigilia imperfecta y nubosa, estableció una conexión entre la Denise que había desaparecido antes de meterse él en la cama y el espectro de Denise que pretendía matarlo en su sueño.
La posibilidad de que ese espectro asesino se mantuviese ahora al acecho, en el vestíbulo, sólo le pareció fantástica en un noventa por ciento.
En general, era más seguro quedarse en la habitación, pensó, y mear en una de las grandes jarras austríacas de cerveza que había en su cómoda.
Pero ¿y si el ruidito llamaba la atención de quien merodeaba junto a su puerta?
Andando de puntillas, se metió con una jarra en la mano dentro del armario que Chip y él habían compartido desde el día en que a Denise la instalaron en el dormitorio pequeño y a ellos dos los pusieron juntos en el mismo cuarto. Cerró la puerta tras él, se apretó contra las prendas colgadas en sus fundas de tintorería y contra las rebosantes bolsas Nordstrom de plástico con objetos diversos que Enid había adquirido la costumbre de guardar allí, e hizo aguas menores en la jarra de cerveza. Situó un dedo en el borde, haciendo gancho, para así notar la subida del líquido, no fuera a rebosar. Justo cuando el calor de la orina creciente empezaba a llegarle a la punta del dedo, se le acabó de vaciar la vejiga, por fin. Depositó la jarra en el suelo del armario, sacó un sobre de una bolsa Nordstrom y tapó el receptáculo con él.
Silenciosa, muy silenciosamente, salió a continuación del armario y volvió a la cama. Cuando apartaba las piernas del suelo para subirlas, oyó la voz de Denise. Le llegaba tan clara, tan de mera conversación, que bien podría haberse encontrado allí, en el cuarto, con él. Dijo:
—¿Gary?
Trató de no moverse, pero crujieron los muelles del somier.
—¿Gary? Perdona que te moleste. ¿Estás despierto?
No le quedaba más elección, ahora, que levantarse y abrir la puerta. Denise estaba pegada a ella, con un pijama de franela y dentro de un rectángulo de luz procedente de su cuarto.
—Perdona —dijo—. Papá está llamándote.
—¡Gary! —llegó la voz de Alfred, desde el cuarto de baño contiguo al dormitorio de Denise.
Gary, con el corazón saliéndosele por la boca, preguntó qué hora era.
—Ni idea —dijo ella—. Me despertó llamando a Chip a gritos. Luego empezó a llamarte a ti. No a mí. Supongo que se encontrará más cómodo contigo.
El aliento le olía a tabaco, otra vez.
—¡Gary! ¡Gary! —llegaban los gritos del cuarto de baño.
—Joder —dijo Gary.
—Puede ser por las medicinas.
—Y una mierda.
Desde el cuarto de baño:
—¡Gary!
—Sí, papá, ya te he oído, voy.
La voz sin cuerpo de Enid llegó flotando desde el pie de la escalera.
—Gary, ayuda a tu padre.
—Sí, mamá, yo me ocupo. Vuelve a la cama.
—¿Qué quiere? —preguntó Enid.
—Tú vuélvete a la cama.
Una vez en el pasillo, le llegó el olor del árbol de Navidad y de la chimenea. Llamó a la puerta del cuarto de baño y entró sin esperar respuesta. Su padre estaba de pie en la bañera, desnudo de cintura para abajo, y lo único que tenía en la cara era psicosis. Hasta ese momento, Gary sólo había visto expresiones así en las paradas de autobús y en los servicios del Burger King del centro de Filadelfia.
—Gary —dijo Alfred—, están por todas partes.
El anciano señaló el suelo con un dedo tembloroso.
—¿Lo ves?
—Estás alucinando, papá.
—¡Cógelo, cógelo!
—Estás alucinando, y ya es hora de que salgas de la bañera y te vuelvas a la cama.
—¿No los ves?
—Estás alucinando. Vuelve a la cama.
En esas siguieron, durante diez o quince minutos, hasta que Gary logró sacar a Alfred del cuarto de baño. Había una luz encendida en el dormitorio de matrimonio, y varios pañales sin usar desparramados por el suelo. Le pareció a Gary que su padre soñaba, despierto, un sueño quizá tan real como el suyo con Denise, y que despabilarse le estaba costando media hora, en lugar de un instante, como le había costado a él.
—¿Qué es «alucinar»? —preguntó Alfred, finalmente.
—Es como soñar, pero estando despierto.
Alfred amusgó los ojos.
—Me preocupa el asunto.
—Sí, y con razón.
—Ayúdame a ponerme el pañal.
—Sí, de acuerdo —dijo Gary.
—Me preocupa que algo no me esté funcionando bien en la cabeza.
—Ay, papá.
—Los pensamientos se me desconciertan.
—Ya lo sé. Ya lo sé.
Pero el propio Gary se había contagiado, allí, en plena noche, de la enfermedad de su padre. Mientras ambos colaboraban en la resolución del problema que suponía el pañal (su padre parecía considerarlo más bien un motivo de conversación enloquecida que una prenda interior), también Gary tuvo la sensación de que las cosas se le disolvían en torno, de que toda la noche se había trocado en cambios de posición y traslados sigilosos y metamorfosis. Estaba persuadido de que había más, muchas más de dos personas en la casa, al otro lado de la puerta del dormitorio. Sentía la presencia de un nutrido censo de fantasmas, y sólo tenuemente los veía.
A Alfred le cayó sobre la cara el pelo polar, al tenderse. Gary le subió la manta hasta los hombros. Era difícil creer que hasta hacía tres meses escasos hubiera estado luchando contra ese hombre, tomándoselo en serio como rival.
El radiodespertador señalaba las 2:55 cuando volvió a su cuarto. La casa volvía a estar en calma; la puerta de Denise, cerrada; lo único que se oía era el ruido de un camión de ocho ejes, a menos de un kilómetro, en la autopista. Gary se preguntó que por qué olería a tabaco su cuarto, levemente, como el aliento de una persona.
Pero quizá no fuera ningún aliento de tabaco. Quizá fuera la jarra austríaca, llena de orines en vez de cerveza, que había dejado en el suelo del armario.
Mañana es para mí, pensó. Mañana es el día del Recreo de Gary. Y luego, el jueves por la mañana, vamos a poner esta casa patas para arriba. Hay que terminar de una vez con esta pantomima.
Tras su despido por Brian Callahan, Denise primero se destazó y luego puso los trozos encima de la mesa. Se contó a sí misma el cuento de una hija que nació en una familia con muchísima hambre de hija y que tuvo que salir huyendo para que no se la comieran viva. Se contó a sí misma el cuento de una hija que, en su desesperación por escapar, se iba refugiando en el primer escondite temporal que encontraba: hacerse cocinera, casarse con Emile Berger, vivir como una viejecita en Filadelfia, liarse con Robin Passafaro. Ni que decir tiene, sin embargo, que, a la larga, tales refugios, escogidos a toda prisa, resultaron impracticables. En su empeño por protegerse del hambre de su familia, la hija consiguió exactamente lo contrario. Puso todo de su parte para que el apogeo del hambre de su familia coincidiera con el momento en que la vida se le vino abajo, dejándola sin pareja, sin hijos, sin trabajo, sin responsabilidades, sin ninguna clase de defensa. Fue como si se hubiera pasado el tiempo conspirando para estar disponible cuando sus padres necesitaran sus cuidados.
Sus hermanos, mientras, habían conspirado para no estar disponibles. Chip se había largado al este de Europa, y Gary había puesto el cuello bajo el pie de Caroline. Cierto que Gary sí que se hacía «responsable» de sus padres, sólo que para él hacerse responsable consistía en coaccionarlos y darles órdenes. La carga de escuchar a Enid y a Alfred y de ser paciente y comprensivo caía exclusivamente sobre los hombros de la hija. Ya estaba claro que Denise sería la única de los tres hermanos que estaría en casa para la cena del día de Navidad, y que a ella le tocaría estar de guardia, sola, durante las semanas y meses y años venideros. Sus padres no eran tan maleducados como para pedirle que se viniera a vivir con ellos, pero estaba claro que eso era lo que querían. Tan pronto como Denise inscribió a su padre en las pruebas de la Fase II de Corecktall, ofreciéndole además su casa, Enid decretó el cese unilateral de las hostilidades con su hija. Nunca más volvió a mencionar el adulterio de su amiga Norma Greene. Nunca le preguntó a Denise por qué había «dejado» su trabajo de El Generador. Enid estaba en apuros, su hija le ofrecía ayuda, de manera que no podía permitirse el lujo de seguir levantándole defectos a cada rato. Y ahora, según el cuento que Denise sobre sí misma se contaba, había llegado el momento de que la jefa de cocina se destazara sobre la mesa y calmara el hambre de sus padres arrojándoles pedazos de su propia carne.
A falta de un cuento mejor, estuvo a punto de quedarse con éste. El único problema era que no lograba reconocerse en la protagonista.
Cuando se ponía una blusa blanca y un vestido gris de los de toda la vida, y se pintaba los labios y se colocaba un sombrerito negro con velo negro, sí se reconocía. Cuando se ponía una camiseta blanca, sin mangas y unos vaqueros de chico y se recogía el pelo hacia atrás, tan tirante que le dolía la cabeza, sí se reconocía. Cuando se ponía joyas de plata y sombra de ojos color turquesa, y se daba un esmalte de uñas color labio de cadáver, y vestía un jersey amarillo virulento, con zapatillas naranja, sí se reconocía como persona viviente y sí se quedaba sin respiración por la pura dicha de estar viva.
Fue a Nueva York para salir en el Canal Gastronómico y para visitar un club para personas como ella, que estaban Empezando a Entender y necesitaban práctica. Se alojó en el estupendo piso que Julia Vrais tenía en la Hudson Street. Julia le hizo saber que durante la instrucción del proceso de divorcio había podido averiguar que Gitanas Misevičius había comprado el piso con dinero defraudado al gobierno de Lituania.
—El abogado de Gitanas dice que fue un «descuido» —le dijo Julia a Denise—, pero se me hace muy difícil creerlo.
—¿Significa eso que vas a quedarte sin el piso?
—Pues no —dijo Julia—. De hecho, la cosa hace más probable que me lo pueda quedar sin pagar nada. Pero, la verdad, me da una vergüenza horrible. ¡El legítimo dueño de este piso es el pueblo de Lituania!
En el cuarto de huéspedes había una temperatura de más de treinta grados, pero Julia le dio a Denise un cobertor de un palmo de grueso y le preguntó si quería una manta.
—No, gracias, con esto es más que suficiente —dijo Denise.
Julia le dio sábanas de franela y cuatro almohadas con funda de lo mismo. Le preguntó a Denise que qué tal le iba a Chip en Vilnius.
—Parece que Gitanas y él se han hecho íntimos.
—Miedo me da pensar lo que dirán de mí cuando se junten —exclamó Julia, muy contenta.
Denise dijo que no sería cosa de sorprenderse si Gitanas y Chip evitaban el tema Julia en sus conversaciones.
Julia frunció el entrecejo.
—¿Y por qué no van a hablar de mí?
—Pues porque los dejaste dolorosamente colgados a los dos.
—Ya, por eso: pueden hablar de lo muchísimo que me odian.
—No creo que nadie pueda odiarte.
—Pues la verdad es que pensé que me odiarías tú, cuando rompí con Chip.
—No, nunca me interesé para nada en vuestro asunto.
Claramente aliviada al oír esto último, Julia le confió a Denise que ahora salía con un abogado que estaba muy bien, un poco calvo, que se lo había puesto a tiro Eden Procuro.
—Me siento muy segura con él —dijo—. Es de un desenvuelto, en los restaurantes… Y tiene carretadas de trabajo, así que no anda todo el día detrás de mí pidiéndome, bueno, eso: favores.
—La verdad —dijo Denise—, cuanto menos me cuentes de tus relaciones con Chip, mejor para todos.
Cuando, a continuación, Julia le preguntó si salía con alguien, no tendría que haber sido tan difícil contar lo de Robin Passafaro, pero fue dificilísimo. Denise no quería que su amiga se sintiera incómoda, no quería que se le empequeñeciera y la voz y se le pusiera blanda, de tan comprensiva. Quería disfrutar de la compañía de Julia en su familiar inocencia. De modo que dijo:
—No, no salgo con nadie.
Nadie, excepto, la noche anterior, en una fastuosa reserva sáfica a doscientos pasos de casa de Julia, una chica de diecisiete años recién bajada del autobús de Plattsburgh, Nueva York, con un drástico corte de pelo y dos 800/1000 en su reciente SAT, prueba normalizada de aptitud (llevaba encima una copia impresa del ETS oficial —servicio de evaluación del nivel educativo individual—, como si hubiera sido un certificado de buen juicio, o quizá de locura); y luego, la noche siguiente, una estudiante de la rama de estudios religiosos de la universidad de Columbia, cuyo padre (decía ella) gestionaba el mayor banco de esperma de California del Sur.
Habiendo así cumplido, Denise acudió a un estudio del centro a grabar su participación en Cocina popular y gente nueva, preparando raviolis de cordero y otros platos representativos del Mare Scuro. Se entrevistó con alguno de los neoyorquinos que habían intentado quitársela a Brian: una pareja de trillonarios de Central Park West, que buscaban establecer una especie de relación feudal con ella, un banquero de Munich que la tomaba por la mesías de las salchichas Weißwurst, capaz de devolver su prístino esplendor manhattanita a la cocina alemana, y un joven restaurador, Nick Razza, que la impresionó detallándole y desmenuzándole todos y cada uno de los platos que había probado en el Mare Scuro y en El Generador. Razza procedía de una familia de proveedores de Nueva Jersey y ya era dueño de una marisquería de tipo medio en el Upper East End. Ahora quería dar el salto al escenario gastronómico de la Smith Street de Brooklyn, con un restaurante cuya estrella fuese, si llegaban a un acuerdo, Denise Lambert. Le pidió una semana para pensárselo.
En una soleada tarde de domingo otoñal, tomó el metro a Brooklyn. El barrio le pareció una Filadelfia redimida por la proximidad con Manhattan. En media hora vio más mujeres guapas e interesantes que en medio año paseando por el sur de Filadelfia. Vio sus casas de arenisca y las botas tan monísimas que llevaban.
En un tren de Amtrak, camino a casa, lamentó haberse escondido durante tanto tiempo en Filadelfia. La pequeña estación de metro del ayuntamiento estaba tan vacía y tan reverberante como un acorazado entre bolas de naftalina, con todos los suelos y paredes y estructuras y verjas pintados de gris. Desconsolador el pequeño tren que por fin hizo su entrada, tras quince minutos de espera, poblado de viajeros que, por su paciencia y su aislamiento más parecían suplicantes de sala de espera que simples viajeros de cercanías. Denise emergió a la superficie en la estación de la Federal Street, entre hojas de sicomoro y envoltorios de hamburguesa que corrían en oleadas por las aceras de la Broad Street, arremolinándose ante las meadas paredes de las casas y las ventanas enrejadas, y desperdigándose entre los parachoques, reparados con Bondo, de los coches aparcados. El vacío urbano de Filadelfia, lo hegemónico, aquí, de los vientos y los cielos, se le antojó cosa de encantamiento. Algo propio de Narnia. Amaba Filadelfia como amaba a Robin Passafaro. Tenía la cabeza en plenitud y los sentidos extremados, pero el corazón estaba a punto de estallarle en el vacío de su soledad.
Franqueó la puerta de su penitenciaría de ladrillo y recogió el correo del suelo. Entre las veinte personas que le habían dejado mensajes en el contestador estaba Robin Passafaro, que rompía su silencio para preguntarle si le apetecía «charlar un rato», y también Emile Berger, poniendo en su conocimiento, con mucha amabilidad, que acababa de aceptar la oferta de Brian Callahan para incorporarse a El Generador en calidad de jefe de cocina ejecutivo y que, por consiguiente, regresaba a Filadelfia.
Tras haber escuchado el mensaje de Emile, Denise la emprendió a patadas contra la pared sur de su cocina, hasta que le entró miedo de romperse un dedo del pie. Dijo:
—¡Tengo que salir de aquí!
Pero no era tan fácil. Robin había tenido un mes para que se le pasara el cabreo y para llegar a la conclusión de que si acostarse con Brian era pecado, en la misma culpa había incurrido ella. Brian había alquilado un ático en la parte vieja de la ciudad, y Robin, como Denise imaginó en su momento, estaba totalmente decidida a conservar la custodia de Sinéad y Erin. Para reforzar su posición jurídica, seguía instalada en la casa grande de Panamá Street, consagrada otra vez a sus tareas de madre. Pero estaba libre durante las horas de colegio y también los sábados, cuando Brian se llevaba a las niñas, y, tras madura reflexión, había decidido que la mejor manera de ocupar esas horas libres era pasarlas en la cama de Denise.
Denise aún no era capaz de decir no a la droga Robin. Seguía deseando las manos de Robin por su cuerpo y para su cuerpo y en su cuerpo, en una especie de smörgasbord o buffet libre en que no faltara una sola preposición. Pero había algo en Robin, seguramente su propensión a considerarse culpable, ella, de los males que otras personas le infligían, que invitaba a la traición y al engaño. Denise, ahora, ponía especial interés en fumar en la cama, sólo porque a Robin le molestaba el humo en los ojos. Se vestía de punta en blanco cuando quedaba a comer con Robin, se esmeraba en que resaltase el mal gusto de Robin, y le sostenía la mirada a todo el que se volviera a mirarla, hombre o mujer. Ponía cara de rechazo ante el volumen de voz que gastaba Robin. Se comportaba como una adolescente con su madre, salvo en el detalle de que a una adolescente le sale de modo espontáneo lo de elevar los ojos al cielo, mientras que el desprecio de Denise era una forma de crueldad llena de intención y cálculo. Le chistaba para que se callase cuando, en la cama, Robin se ponía a ulular tímidamente. Le decía: «Baja la voz, por favor. Por favor». Excitada por su propia crueldad, se quedaba mirando fijamente el Gore-Tex de Robin para la lluvia, hasta que la otra le preguntaba por qué. Y Denise le decía: «Me estoy preguntando si alguna vez no te entrarán ganas de ir un poco menos desgalichada». Robin le contestaba que nunca se vestiría a la última y que prefería ir cómoda. Denise dejaba a continuación que el labio superior se le arrugase un poco.
Robin estaba deseando que su amante reanudara el contacto con Sinéad y Erin, pero Denise, por razones que ni ella misma terminaba de averiguar, se negaba a ver a las niñas. No se imaginaba mirándolas a los ojos; la mera idea de una convivencia tetrafemenina la ponía enferma.
—Las niñas te adoran —dijo Robin.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque no. No me apetece. Ésa es la razón.
—Vale. Lo que sea.
—¿Hasta cuándo vas a seguir diciendo «lo que sea»? ¿Vas a dejarlo alguna vez? ¿O es de por vida?
—Denise, las niñas te adoran —chillaba Robin—. Te echan de menos. Y a ti te gustaba estar con ellas.
—Bueno, pues ahora no tengo ganas de niñas. Y, francamente, no sé si alguna vez volveré a tenerlas. Así que deja de pedírmelo.
A estas alturas, casi todo el mundo habría acusado recibo del mensaje; casi todo el mundo se habría largado para no volver. Pero resultó que a Robin le gustaba que la tratasen con crueldad. Solía decir, y Denise la creía, que nunca se habría separado de Brian, si él no la hubiese abandonado. Le encantaba que la lamiesen y frotasen hasta una miera del orgasmo y que luego la abandonaran, y verse obligada a implorar. Y a Denise le encantaba hacerle eso. A Denise le encantaba levantarse de la cama y vestirse e irse a la planta baja mientras Robin esperaba su alivio sexual, porque además sabía que era incapaz de hacer trampas, que no se tocaría. Denise se sentaba en la cocina y se ponía a leer un libro y a fumar hasta que Robin, trémula y humillada, bajaba a implorarle. El desprecio de Denise era entonces tan puro y tan fuerte, que casi lo prefería al sexo.
Y así sucesivamente. Cuanto más aceptaba Robin los malos tratos, más disfrutaba Denise maltratándola. Ignoró los mensajes de Nick Razza. Se quedaba en la cama hasta las dos de la tarde. Su hábito de fumar pasó de meramente social a necesidad ansiosa. Se concedió la pereza acumulada de quince años: vivía de sus ahorros. Todos los días repasaba mentalmente el esfuerzo que iba a tener que hacer para acondicionar la casa antes de que vinieran sus padres —poner una barra en la ducha y alfombra en las escaleras, comprar muebles para el salón, buscar una mesa de cocina algo mejor, bajar su cama del tercer piso e instalarla en el cuarto de huéspedes—, y todos los días llegaba a la conclusión de que le faltaban las fuerzas. Su vida consistía en esperar que cayera el hacha. Sus padres iban a pasar seis meses en su casa, de modo que no tenía el menor sentido empezar con algo nuevo. No le quedaba más remedio que gastar ahora toda su capacidad de gandulería.
Qué pensaba su padre, exactamente, de Corecktall, era algo difícil de averiguar. Le preguntó una vez por teléfono, directamente, y no le contestó.
—¿Al? —terció Enid—. Denise te pregunta que QUÉ TE PARECE LO DE CORECKTALL.
Alfred habló con amargura:
—Ya podían haberle puesto otro nombrecito.
—Pero no se escribe igual que el laxante —dijo Enid—. Denise quiere saber si tienes MUCHAS GANAS DE EMPEZAR CON EL TRATAMIENTO.
Silencio.
—Al, cuéntale las ganas que tienes.
—Soy consciente de que mi enfermedad va un poco peor cada semana que pasa. No creo que otra medicina más vaya a servir de mucho.
—No es otra medicina, Al. Es una terapia radicalmente nueva, que utiliza tu patente, además.
—He aprendido a soportar cierta dosis de optimismo. De modo que nos atendremos a lo planeado.
—Denise —dijo Enid—, yo puedo ser de muchísima ayuda. Yo me ocuparé de la cocina y de la ropa. ¡Va a ser una gran aventura! Es un detalle tuyo tan maravilloso, que nos hayas ofrecido tu casa.
Denise no lograba concebir seis meses con sus padres en una casa y en una ciudad de las que ya no quería saber nada, seis meses de invisibilidad en el papel de hija acomodaticia y responsable que a duras penas lograría interpretar. Pero lo había prometido; y tenía que descargar su rabia en Robin.
El sábado antes de las Navidades estaba en su cocina, por la noche, echándole el humo en la cara a Robin, que la sacaba de quicio con sus intentos de animarla.
—Es un regalo enorme el que les haces —dijo Robin—, alojándolos en tu casa.
—Sería un regalo si yo no fuera un desastre —dijo Denise—. No se debe ofrecer lo que no es uno capaz de dar.
—Sí puedes darlo —dijo Robin—. Yo te ayudaré. Puedo pasar alguna mañana con tu padre, echarle una mano a tu madre, y tú mientras puede irte por ahí y hacer lo que quieras. Con tres o cuatro mañanas a la semana que venga yo…
Para Denise, la oferta de Robin convertía aquellas mañanas en algo sofocante y desolador.
—Pero ¿es que no lo comprendes? —dijo—. Odio esta casa. Odio esta ciudad. Odio vivir aquí. Odio la familia. Odio el hogar. Estoy deseando marcharme. No soy una buena persona. Y, si pretendo serlo, sólo consigo empeorar las cosas.
—Yo creo que sí eres una buena persona —dijo Robin.
—¡Te estoy tratando como si fueras una mierda pisada! ¿Es que no te das cuenta?
—Pero eso es por lo desgraciada que te sientes.
Robin rodeó la mesa, acercándosele, y trató de tocarla; Denise la apartó con el codo. Robin volvió a intentarlo, y, esta vez, Denise le dio de lleno en el pómulo con los nudillos de su mano abierta.
Denise retrocedió, roja como la grana, como sangrando por dentro.
—Me has pegado —dijo.
—Ya lo sé.
—Me has pegado fuerte. ¿Por qué lo has hecho?
—Porque no te quiero aquí. No quiero ser parte de tu vida. No quiero ser parte de la vida de nadie. Estoy harta de ver la crueldad con que te trato.
Girándulas de orgullo y de amor rotaban en el fondo de los ojos de Robin. Pasó un tiempo antes de que hablara:
—Vale, muy bien —dijo—. Voy a dejarte en paz.
Denise no hizo nada por impedir que se marchase, pero al oír que la puerta se cerraba comprendió que acababa de perder a la única persona que podría haberla ayudado cuando vinieran sus padres. Se había quedado sin la compañía de Robin, sin su consuelo. Quería que le devolviesen todo lo que un minuto antes desdeñaba.
Voló a St. Jude.
En su primer día de estancia, como en todos los primeros días de todas sus visitas anteriores, se dejó caldear el ánimo por el calor de sus padres e hizo todo lo que su madre le pidió. No aceptó que Enid le pagara los comestibles. Se abstuvo de todo comentario sobre el hecho de que en la cocina no hubiese más prueba viva de la existencia del aceite que una botella de pegamento rancio y amarillo. Se puso el sweater lavanda de cuello vuelto, de fibra sintética, y el collar de matrona, de plata dorada, que su madre le había regalado recientemente. Estuvo muy efusiva, sin necesidad de forzarse, al hablar de las bailarinas adolescentes de El cascanueces, agarró de la mano enguantada a su padre mientras cruzaban el aparcamiento del teatro regional, amó a sus padres como nunca antes había amado; y, en cuanto los tuvo a ambos acostados, se cambió de ropa y salió corriendo de la casa.
Se detuvo, ya en la calle, con un cigarrillo entre los labios y una caja de cerillas (Dean & Trish ♦ 13 de junio de 1987) temblándole en los dedos. Fue andando hasta el campito de detrás de la escuela primaria donde Don Armour y ella se sentaron una vez, oliendo a menta de gato y a verbena. Golpeó el suelo con los pies, se frotó las manos, miró las nubes ocultar las constelaciones y respiró de sí misma a grandes bocanadas vigorizantes.
Más tarde, aquella misma noche, llevó a cabo una operación clandestina por cuenta de su madre: entró en el dormitorio de Gary mientras él se ocupaba de Alfred, descorrió la cremallera del bolsillo interior de su chaquetón, cambió el Mexican A por un puñadito de tabletas de Advil y puso a buen recaudo la droga de Enid, antes de caer en brazos de Morfeo como una niña buena.
En la mañana de su segundo día de estancia en St. Jude, como en todas las mañanas del segundo día de sus visitas anteriores, amaneció cabreada. El cabreo, como tal, era un hecho neuroquímico autónomo; imposible cortarlo. Durante el desayuno padeció tortura por todas y cada una de las palabras que su madre pronunció. La cabreó tener que dorar las costillas y remojar el chucrut según la costumbre ancestral, en lugar de hacerlo a su moderna manera, igual que en El Generador. (Tantísima grasa, tamaño sacrificio de la textura). La cabreó la languidez bradicinética de la cocina eléctrica de Enid, que el día antes no le había molestado nada. La llenaron de rabia los mil y un imanes de la nevera, con su iconografía de cachorritos amorosos, dotados, además, de tan escaso agarre, que era imposible abrir la puerta sin que fueran a parar al suelo, cayendo en picado una foto de Jonah o una postal de Viena. Bajó al sótano a buscar la ancestral olla holandesa de diez litros, y la puso furiosa el desorden que encontró en los armarios del lavadero. Se trajo a rastras, desde el garaje, un cubo de basura y empezó a vaciarle dentro todas las porquerías de su madre. Era una actividad que bien podía considerarse de ayuda a Enid, así que la llevó a cabo con verdadero entusiasmo. Tiró las queascobuesas coreanas; los cincuenta tiestos de plástico más evidentemente inútiles; todo el surtido de trozos de dólares de arena, como llaman a los erizos de mar de aspecto redondeado; y el manojo de dólares de plata, lunaria annua, al que se le habían desprendido todos los dólares. Tiró un tesoro entero de piñas pintadas de purpurina que alguien se había dedicado a desmenuzar. Tiró la «pasta» de calabaza al brandy que se había puesto de color moco, entre verde y gris. Tiró las neolíticas latas de corazones de palmitos y de gambas arroceras y de mazorquitas chinas, y la túrbida botella de litro de vino rumano con el corcho podrido, y la botella de mezcla Mai Tai de tiempos de Nixon, con un collarín de costra churretosa en el gañote, la colección de garrafas de chablís Paul Passon, con trozos de araña y alas de polilla en el fondo, el bastidor profundamente corroído de lo que en tiempos fue una campana tubular. Tiró la botella de cuarto de Vess Diet Cola que se había puesto de color plasma, la jarra ornamental de naranjas de la china al brandy trocada en fantasía de dulce pétreo y porquería amorfa de color marrón, el termo apestoso cuyo interior hecho añicos tintineó al sacudirlo ella, el mohoso embalaje repleto de yogures malolientes, el farol de intemperie pegajoso de óxido y rebosante de alas de mariposas nocturnas, los imperios perdidos de barro de florista y de cinta de florista que colgaban en compañía, cayéndose a pedazos y oxidándose…
Muy al fondo del armario, entre las telarañas de detrás de la balda más baja, encontró un grueso sobre que no parecía antiguo, sin franquear. Iba dirigido a la Axon Corporation, 24 East Industrial Serpentine, Schwenksville, Pennsylvania. El remitente era Alfred Lambert. También se leía, en el envés, la palabra CERTIFICADO.
Corría agua en el pequeño servicio del laboratorio de su padre, se estaba llenando la cisterna del váter, había leves olores de azufre en el aire. La puerta del laboratorio estaba entreabierta, y Denise se asomó.
—Sí —dijo Alfred.
Estaba de pie junto a la estantería de metales «exóticos», el galio y el bismuto, abrochándose el cinturón. Denise le enseñó el sobre y le dijo dónde lo había encontrado.
Alfred le dio vueltas en las temblonas manos, como esperando que de pronto, por arte de birlibirloque, fuera a ocurrírsele una explicación.
—Es un misterio —dijo.
—¿Puedo abrirlo?
—Puedes hacer lo que quieras.
El sobre contenía el original y dos copias de un acuerdo de licencia fechado el 13 de septiembre, firmado por Alfred y elevado a documento notarial por David Schumpert.
—¿Qué estaba haciendo esto en el armario del lavadero? —preguntó Denise.
Alfred negó con la cabeza.
—Que te lo diga tu madre.
Denise se acercó al hueco de la escalera y llamó:
—¡Mamá! ¿Puedes bajar un segundo?
Apareció Enid en lo alto de las escaleras, secándose las manos en una toalla de cocina.
—¿Qué pasa? ¿No encuentras la olla?
Alfred, en el laboratorio, seguía con los documentos en la mano, sin agarrarlos con fuerza y sin leerlos. Apareció Enid en la entrada, con cara de culpable.
—¿Qué?
—Papá pregunta que qué hacía este sobre en el armario del lavadero.
—Dame eso —dijo Enid. Le arrebató los papeles a Alfred e hizo una bola con ellos—. Es un asunto resuelto. Papá firmó otras copias del acuerdo, y en seguida recibimos el cheque. No hay de qué preocuparse.
Denise amusgó los ojos.
—¿No me dijiste que los habías enviado? Cuando nos vimos en Nueva York, a principios de octubre. Me dijiste que los habías enviado.
—Sí, eso creía yo. Pero se perderían en el correo.
—¿En el correo?
Enid agitó las manos vagamente.
—Bueno, en el correo pensaba yo que estarían. Pero, ya ves, estaban en el armario. Seguro que aquel día bajé al lavadero con el correo, antes de ir a la estafeta, y este sobre se me despistó. No puede una estar en todo, lo sabes muy bien, Denise. Las cosas se pierden, a veces. Esta casa es muy grande, y a veces se pierden cosas.
Denise cogió el sobre, que había quedado en el banco de trabajo de Alfred.
—Dice «certificado». Si estuviste en la estafeta de correos, ¿cómo pudiste no darte cuenta de que te faltaba precisamente lo que tenías que enviar certificado? ¿Cómo pudiste no darte cuenta de que no te dieron ningún resguardo?
—Denise —había resonancias de enfado en la voz de Alfred—. Ya basta.
—No sé qué pudo ocurrir —dijo Enid—. Aquellos días andaba de cabeza. Es un completo misterio para mí, y vamos a dejarlo como está. Porque, además, da lo mismo. Papá ya recibió sus cinco mil dólares. Da lo mismo.
Acabó de arrugar los papeles del acuerdo y salió del laboratorio.
Me está entrando «garyitis», pensó Denise.
—No tienes por qué hablarle así a tu madre —le dijo Alfred.
—Ya lo sé. Lo siento.
Pero Enid estaba dando gritos en el lavadero, dando gritos junto a la mesa de ping-pong, dando gritos al entrar de nuevo en el laboratorio.
—¡Denise! ¡Has dejado el armario completamente patas para arriba! ¿Qué demonios estás haciendo?
—Estoy tirando cosas de comer y otras porquerías putrefactas.
—Vale, pero ¿a qué viene hacerlo ahora? Tenemos todo el fin de semana por delante, si quieres ayudarme a ordenar los armarios. Será maravilloso, si quieres ayudarme. Pero no hoy. Vamos a no meternos en eso hoy.
—Son cosas de comer, mamá, y están echadas a perder. Cuando se dejan demasiado tiempo, se convierten en veneno. Os van a matar las bacterias anaeróbicas.
—Bueno, pues déjalo ahora y ocupémonos de ello este fin de semana. Hoy no tenemos tiempo. Tienes que ocuparte de la cena, para que esté todo listo y puedas quitártelo de la cabeza, y luego lo que de verdad quiero es que ayudes a papá a hacer sus ejercicios. ¡Dijiste que lo harías!
—Lo haré, lo haré.
—¡Al! —gritó Enid, asomándose por detrás de su hija—. ¡Denise va a ayudarte a hacer los ejercicios, después de comer!
Alfred negó con la cabeza, como disgustado.
—Lo que tú digas.
Amontonadas sobre una vieja colcha de las que durante mucho tiempo hicieron las veces de fundas para muebles, había sillas de mimbre y mesas en estadios iniciales de raspado y pintura. Había una concentración de latas de café, tapadas, encima de un periódico abierto. Apoyada en el banco de trabajo se veía una escopeta, dentro de su funda.
—¿Qué estás haciendo con la escopeta, papá? —dijo Denise.
—Lleva años pensando en venderla —dijo Enid—. ¿CUÁNDO VAS A VENDER LA ESCOPETA DE UNA VEZ, AL?
Alfred dio la impresión de pasarse varias veces la pregunta por la cabeza, a ver si le extraía el significado exacto. Muy lentamente, asintió.
—Sí —dijo—, voy a venderla.
—Odio tenerla en la casa —dijo Enid, dando media vuelta para marcharse—. Nunca la ha usado. Ni una vez. Está sin estrenar.
Alfred se aproximó a Denise, sonriendo y forzándola a recular hacia la puerta.
—Dejadme terminar aquí —dijo.
Arriba era Nochebuena. Se acumulaban los paquetes al pie del árbol. En el jardín delantero, las ramas casi desnudas del roble blanco de los pantanos se mecían al viento, que viraba hacia direcciones más indicativas de posible nevada. La hierba muerta agarraba hojas muertas.
Enid volvía a mirar por las cortinas transparentes.
—No sé si empezar a preocuparme por Chip —dijo.
—Si lo que puede preocuparte es que no venga, estoy de acuerdo contigo —dijo Denise—. Pero no pienses que le pase nada malo.
—El periódico dice que hay facciones rivales luchando por el control del centro de Vilnius.
—Ya se andará Chip con cuidado.
—Ah, mira —dijo Enid, llevando a Denise hacia la puerta principal—. Quiero que cuelgues el último adorno del calendario de Adviento.
—Mamá, ¿por qué no lo cuelgas tú?
—No, no, quiero verte hacerlo.
El último adorno era el Niño Jesús en su soporte de nogal. Prenderlo del árbol era tarea para un niño, para alguien que poseyera credulidad y esperanza, y Denise, ahora, percibió con toda claridad que su programa incluía un blindaje total contra todos los sentimientos de aquella casa, contra la saturación de recuerdos y significados infantiles. No podía ser ella el niño para esa tarea.
—Es tu calendario —dijo—, así que hazlo tú.
En el rostro de Enid, la desilusión rebasó todas las proporciones. Era una desilusión, muy antigua, ante el modo en que el mundo en general y sus hijos en particular se negaban a participar en sus encantamientos favoritos.
—Bueno, pues le pediré a Gary que lo haga él —dijo, con el ceño fruncido.
—Lo siento —dijo Denise.
—Recuerdo muy bien que de pequeña te encantaba colgar los adornos. Te encantaba. Pero si no quieres hacerlo, pues no quieres hacerlo.
—Mamá —a Denise le vacilaba la voz—, no me obligues.
—Si hubiera sabido que te lo ibas a tomar así —dijo Enid—, ni se me habría pasado por la cabeza pedírtelo.
—Déjame ver cómo lo haces tú —rogó Denise.
Enid dijo que no con la cabeza y se alejó.
—Se lo pediré a Gary, cuando vuelva de sus compras.
—Lo siento mucho.
Salió de la casa y se sentó en la escalinata frontal a fumar un cigarrillo. El aire traía un alterado olor a nieve sureña. Calle abajo, Kirby Root adornaba con espumillón navideño el poste de su farola. La saludó con la mano, y ella le devolvió el saludo.
—¿Desde cuándo fumas? —le preguntó Enid, nada más entrar de nuevo en la casa.
—Desde hace unos quince años.
—No te lo tomes a mal —dijo Enid—, pero es un hábito muy perjudicial para tu salud. Muy malo para la piel. Y, la verdad, no es un olor muy agradable para los demás.
Denise, con un suspiro, se lavó las manos y se puso a dorar la harina para la salsa del chucrut.
—Si vais a vivir conmigo —dijo—, habrá que poner en claro unas cuantas cosas.
—Te he dicho que no te lo tomaras a mal.
—Lo primero que hay que dejar claro es que estoy pasando por un mal momento. Por ejemplo: no he dejado El Generador; me han despedido.
—¿Despedido?
—Sí. Desgraciadamente. ¿Quieres saber por qué?
—¡No!
—¿Seguro?
—¡Seguro!
Denise, sonriendo, removió más grasa de beicon en el fondo de la olla holandesa.
—Te lo prometo, Denise —dijo su madre—, nunca nos meteremos en lo que haces. Lo único que tienes que hacer es enseñarme dónde está el supermercado, y cómo funciona la lavadora, y luego puedes entrar y salir como te parezca. Ya sé que tienes tu vida. No quiero obligarte a cambiar nada. Si viera algún otro modo de que papá entrase en el programa ese, lo haría encantada, créeme. Pero Gary no nos lo ha ofrecido, y no creo que Caroline nos quiera en su casa.
La grasa de beicon y las costillas doradas y las coles hirviendo olían bien. El plato, preparado en esta cocina, guardaba muy escasa relación con la versión de alta escuela que Denise había servido a miles de personas extrañas. Tenían más puntos en común las costillas de El Generador y el rape americano de El Generador que las costillas de El Generador y estas costillas hechas en casa. Cree uno saber lo que es la comida, cree uno que es una cosa elemental. Se olvida uno de cuánto restaurante hay en la comida de restaurante y de cuánta casa hay en la comida casera.
Le dijo a su madre:
—¿Cómo es que no me cuentas lo de Norma Greene?
—Pues porque la última vez te enfadaste muchísimo conmigo —dijo Enid.
—Era más bien con Gary con quien estaba enfadada.
—Lo único que me preocupa es que no sufras tanto como Norma Greene tuvo que sufrir. Quiero verte asentada y feliz.
—Nunca volveré a casarme, mamá.
—Eso no lo sabes.
—Sí, sí que lo sé.
—La vida está llena de sorpresas. Todavía eres muy joven, y estás guapísima.
Denise añadió grasa de beicon a la olla. No había razón alguna, ahora, para dar marcha atrás. Dijo:
—Óyeme bien: nunca volveré a casarme.
Pero había sonado la puerta de un coche, en la calle, y Enid se precipitó a separar las cortinas.
—Es Gary —dijo, desilusionada—. No es más que Gary.
Gary entró tan campante en la cocina, con los objetos ferroviarios que acababa de comprar en el Museo del Transporte. Obviamente remozado por aquella mañana a sus solas, con mucho gusto accedió a la petición de Enid y prendió el Niño Jesús al calendario de Adviento; lo cual hizo que la simpatía de Enid abandonase de inmediato a la hija para volver con el hijo. Se deshizo en elogios del trabajo tan estupendo que Gary había efectuado en la ducha de la planta baja, con especial mención de la enorme mejora que el asiento representaba. Denise, sintiéndose fatal, terminó de preparar la cena, apañó algo ligero para comer y fregó una montaña de platos sucios mientras el cielo, en la ventana, viraba enteramente al gris.
Después de comer, se metió en su habitación —que Enid, finalmente, había redecorado, convirtiéndola en un dormitorio casi perfectamente anónimo— y se puso a envolver los regalos. (Ropa para todos: conocía muy bien lo que a cada uno le gustaba llevar puesto). Abrió el borujo de Kleenex donde había guardado las treinta tabletas doradas de Mexican A y le pasó por la cabeza la idea de envolverlas para regalo y entregárselas a Enid, pero tenía que respetar los límites de lo prometido a Gary. Hizo un gurruño con el Kleenex y las tabletas, salió a hurtadillas de la habitación, bajó las escaleras y encajó la droga en el vigésimo cuarto bolsillito del calendario de Adviento, el que acababa de quedarse vacío. Todos los demás estaban en el sótano. Pudo escabullirse escaleras arriba y volver a encerrarse en su cuarto, como si no lo hubiera abandonado ni por un instante.
En sus años jóvenes, cuando era la madre de Enid quien se ocupaba de dorar las costillas en la cocina, y Gary y Chip traían a casa unas novias increíblemente guapas, y todo el mundo parecía pensar que el mejor modo de pasárselo bien era regalarle un montón de cosas a Denise, esta tarde siempre acababa siendo la más larga del año. Por algún precepto natural de origen desconocido, no se toleraba la celebración de plenos familiares antes del anochecer: cada cual esperaba en su cuarto. A veces, durante su adolescencia, Chip llegaba a apiadarse de la última criatura de la casa, y jugaba con ella al ajedrez o al Monopoly. Luego, cuando Denise ya fue un poco mayor, se la llevaba al centro comercial con la novia de turno. No había bendición mayor en esta vida, para la Denise de diez o doce años, que aquel privilegio de acompañamiento: que Chip la aleccionara sobre los males del tardocapitalismo, que la novieta le pasara datos sobre el mejor modo de vestir, estudiarse el largo del flequillo y la altura de los tacones que llevaba la chica, que la dejasen sola durante toda una hora en la librería, y luego volver la vista, desde lo alto de la colina que dominaba el centro comercial, y mirar la lenta coreografía silenciosa del tráfico en la luz que ya titubeaba.
También ahora la tarde se alargaba más que ninguna otra. Empezaban a caer en gran cantidad copos un punto más oscuros que el cielo del color de la nieve. Su frío alcanzaba a colarse por las ventanas aislantes y, esquivando los flujos y las masas del aire recalentado, como de horno, procedente de los registros del acondicionador, llegaba directamente al cuello. Denise, por miedo a coger algo malo, se tendió en la cama y se tapó con la manta.
Durmió profundamente, sin sueños, y despertó —¿dónde?, ¿qué hora era?, ¿qué día?— al ruido de voces airadas. La nieve se había amontonado en el alféizar de las ventanas y cubría de escarcha el roble blanco. Quedaba luz en el cielo, pero no duraría mucho.
Mira, Al, Gary se ha tomado muchísimas molestias…
¡Sin que yo se lo pidiera!
Pero ¿por qué no pruebas, aunque sólo sea una vez? Con la paliza que se pegó ayer…
Tengo todo el derecho del mundo a darme un baño cada vez que me parezca bien.
Es sólo cuestión de tiempo, papá. Tarde o temprano vas a caerte por las escaleras y te vas a romper la crisma.
No estoy pidiéndole ayuda a nadie.
¡Y desde luego que nadie va a ayudarte! Le he prohibido a mamá que se acerque a la bañera. Terminantemente prohibido…
Al, por favor, prueba la ducha.
Olvídalo, mamá; que se rompa el cuello. Será lo mejor para todos.
Gary…
Las voces se iban acercando según la riña ascendía por la escalera. Denise oyó el pesado andar de su padre al pasar por delante de su cuarto. Se puso las gafas y abrió la puerta, justo cuando Enid, más lenta, por culpa de la cadera, alcanzaba el pasillo.
—¿Qué haces, Denise?
—Me he quedado dormida un rato.
—Habla con tu padre. Explícale lo importante que es que pruebe la ducha, con el trabajo que le ha costado a Gary instalarla. A ti siempre te escucha.
Lo profundo de su sueño y el modo de despertarse habían colocado a Denise en situación de desfase con la realidad exterior: el panorama del pasillo y el panorama de las ventanas del pasillo arrojaban leves sombras de antimateria; los ruidos eran, al mismo tiempo, demasiado altos y apenas audibles.
—¿A qué viene —dijo—, a qué viene pelearos por una cosa así precisamente hoy?
—Es que Gary se marcha mañana y quiero que compruebe si a papá le va a servir o no le va a servir la ducha.
—Ya, pero vuelve a explicármelo: ¿por qué no puede bañarse?
—Pues porque se queda atascado. Y las escaleras se le dan fatal.
Denise cerró los ojos, pero con ello no hizo sino contribuir al empeoramiento de su desincronización de fase. Los volvió a abrir.
—Ah, Denise —dijo Enid—, y además no has cumplido tu promesa de trabajar los ejercicios con él.
—Vale. Ya lo haremos.
—Mejor ahora mismo, antes de que se arregle. Espera, que te voy a dar el papel con las instrucciones del doctor Hedgpeth.
Enid volvió a bajar las escaleras, cojeando. Denise levantó la voz:
—¿Papá?
Sin respuesta.
Enid subió hasta la mitad de las escaleras y pasó por los travesaños de la barandilla un pliego de papel violeta (LA MOVILIDAD ES ORO) donde los siete ejercicios de estiramiento venían ilustrados por medio de figurillas muy esquemáticas.
—Tienes que enseñarle —dijo—. Conmigo en seguida pierde la paciencia, pero a ti sí que te hará caso. El doctor Hedgpeth siempre me está preguntando si papá hace los ejercicios. Es muy importante que se los aprenda bien. Ni se me había pasado por la cabeza que estuvieras durmiendo tanto rato.
Denise cogió el pliego de instrucciones y se dirigió al dormitorio principal y allí estaba Alfred, desnudo de cintura para abajo.
—Ay, perdona, papá —dijo, retirándose.
—¿Qué pasa?
—Tenemos que trabajar en tus ejercicios.
—Ya me he desnudado.
—Ponte el pijama. Es mejor hacerlos con ropa suelta.
Le costó cinco minutos calmarlo y hacer que se estirara sobre el colchón, con la camiseta de lana y los pantalones del pijama puestos; y fue en este momento cuando, por fin, la verdad se abrió camino.
El primer ejercicio requería que Alfred se agarrase la rodilla derecha con ambas manos y que tirara de ella hacia el pecho, para a continuación hacer lo mismo con la rodilla izquierda. Denise le guio las extraviadas manos hasta la rodilla derecha, desanimándose mucho al comprobar lo rígido que se estaba poniendo, pero Alfred, con su ayuda, logró forzar la cadera unos noventa grados.
—Ahora la izquierda —dijo Denise.
Alfred volvió a colocar las manos en la rodilla derecha y tiró de ella hacia el pecho.
—Estupendo, muy bien —dijo Denise—; pero ahora vamos a intentarlo con la izquierda.
Él se quedó quieto, con la respiración alterada. Tenía la expresión de un hombre que acaba de recordar un tremendo desastre.
—Papá… Inténtalo con la rodilla izquierda.
Le tocó la rodilla izquierda, sin resultado. En sus ojos vio un ansia desesperada de aclaraciones e instrucciones. Denise le trasladó las manos de la rodilla derecha a la izquierda, y de inmediato se le cayeron. ¿Sería más acusada la rigidez en el lado izquierdo? Le volvió a colocar las manos en la rodilla y lo ayudo a levantar ésta.
En todo caso, tenía más flexibilidad en la izquierda.
—Ahora, inténtalo —dijo Denise.
Él sonrió, respirando como quien está muy asustado.
—¿Qué es lo que intento?
—Sujetarte la rodilla izquierda con las manos y levantarla.
—Ya estoy harto de esto, Denise.
—Vas a sentirte mucho mejor con los estiramientos, papá —dijo Denise—. Sólo tienes que hacer lo que te digo. Sujétate la rodilla izquierda con las manos y levántala.
Recibió confusión como respuesta a su sonrisa de ánimo. Sus ojos se encontraron en silencio.
—¿Cuál es la izquierda? —dijo él.
Denise le tocó la rodilla izquierda.
—Ésta.
—Y ¿qué tengo que hacer?
—Agárrala con las manos y tira de ella hacia ti.
Los ojos de Alfred se movían ansiosamente, como leyendo malos presagios en el techo.
—Tienes que concentrarte, papá.
—Es inútil.
—Vale —Denise suspiró profundamente—. Vamos a saltarnos éste, pasemos directamente al segundo ejercicio. ¿Vale?
La miró como si a ella, su última esperanza, le estuvieran creciendo colmillos y cuernos.
—Vamos a ver —dijo Denise, tratando de ignorar aquella expresión—. Cruzas la pierna derecha sobre la izquierda y luego haces que las dos piernas juntas se desplacen todo lo que puedas hacia la derecha. Este ejercicio me gusta. Sirve para mejorar el movimiento flector de la cadera. Le sienta a uno estupendamente.
Tras habérselo explicado otras dos veces, le pidió que levantara la pierna derecha.
Alzó ambas piernas unos centímetros por encima del nivel del colchón.
—La pierna derecha, nada más —dijo ella, suavemente—. Y mantén dobladas las rodillas.
—¡Denise! —en su voz resonaba una aguda pesadumbre—. ¡Es inútil, Denise!
—Así —dijo ella—. Así.
Lo empujó por la planta de los pies para hacer que doblara la rodilla. Le levantó la pierna derecha, asiéndola por la pantorrilla, y la cruzó sobre la rodilla izquierda. Al principio no encontró resistencia, pero luego, de pronto, Alfred se contrajo como por efecto de un calambre.
—Denise, por favor.
—Relájate, papá.
En aquel momento Denise ya era consciente de que no habría viaje a Filadelfia. Pero ahora se levantaba de él una especie de humedad tropical, un casi olor penetrante, de dejarse ir. A la altura del muslo, notó en su mano el calor y la humedad que invadían el pijama. A Alfred le temblaba todo el cuerpo.
—Sigue, no te preocupes —dijo ella, soltándole la pierna.
La nieve se arremolinaba frente a las ventanas, iban encendiéndose luces en las casas vecinas. Denise se secó la mano en los vaqueros y bajó la mirada al propio regazo y escuchó, con el corazón saliéndosele del pecho, la elaborada respiración de su padre y el crujido rítmico de sus extremidades contra la colcha. Había una zona empapada en la colcha, un arco que partía de sus ingles, y, por efecto de la acción capilar, otra zona más amplia de humedad a lo largo de un pernil del pijama. El casi olor inicial del pis fresco se había trocado, al enfriarse a la temperatura no suficientemente caldeada del cuarto, en un aroma muy definido y agradable.
—Lo siento, papá —dijo Denise—. Ahora te traigo una toalla.
Alfred sonrió al cielorraso y habló en tono algo menos agitado:
—Aquí acostado lo veo muy bien. ¿Tú lo ves?
—¿Qué es lo que tengo que ver?
Apuntó vagamente hacia arriba, con el índice.
—Debajo en debajo. Debajo banco —dijo—. Escrito. ¿Lo ves?
Ahora le tocaba a ella estar desconcertada, y él no. Alfred arqueó una ceja y le lanzó una mirada astuta.
—¿Sabes quién lo escribió, verdad? El tib… El tip… El tipo de las… Ya sabes.
Sin apartar la mirada de los ojos de Denise, le hizo un significativo gesto con la cabeza.
—No comprendo de qué me hablas —dijo Denise.
—Tu amigo —dijo él—. El tipo de las mejillas azules.
A Denise le nació en la nuca el primer uno por ciento de comprensión, que en seguida inició su crecimiento hacia el norte y hacia el sur.
—Voy a buscar una toalla —dijo, sin irse a ningún sitio.
Los ojos de su padre volvieron a elevarse al techo.
—Escribió eso debajo del banco. Debjobanco. Bancobajo. Y yo lo estoy viendo, aquí acostado.
—¿De quién hablamos, papá?
—De tu amigo el de Señalización. El de las mejillas azules.
—Estás confundido, papá. Estás soñando. Voy a buscar una toalla —dijo ella.
—No tenía sentido decir nada, sabes.
—Voy a buscar una toalla.
Fue al cuarto de baño, atravesando el dormitorio. Su cabeza seguía sin despertar de la siesta anterior, y el problema se iba agravando. Cada vez era más acusada su falta de sincronización con las ondas de realidad que emitían la suavidad de la toalla, la oscuridad del cielo, la dureza del suelo, la claridad del aire. ¿A qué venía esa alusión a Don Armour? ¿Por qué a estas alturas?
Su padre había logrado colgar las piernas fuera de la cama y se había quitado el pantalón del pijama. Alargó la mano para recibir la toalla cuando vio volver a Denise.
—Yo limpiaré todo esto —dijo—. Tú ve a ayudar a tu madre.
—No, no, ya lo hago yo —dijo ella—. Tú mejor te das un baño.
—Dame el trapo. No es cosa tuya.
—Date un baño, papá.
—No quería que te vieras envuelta en esto.
Su mano, aún extendida, se desplomó. Denise apartó los ojos de su culpable pene, creador de humedad.
—Levántate —le dijo—, que voy a quitar la colcha.
Alfred se cubrió el pene con la toalla.
—Que lo haga tu madre —dijo—. Ya le dije que era inútil, lo de Filadelfia. Nunca pretendí que te vieras envuelta en nada de esto. Tú tienes tu propia vida. Diviértete y ve con cuidado.
Seguía sentado al borde de la cama, con la cabeza gacha, con las manos en el regazo, como un par de cucharas carnosas y vacías.
—¿Te abro el grifo de la bañera? —dijo Denise.
—Nonono —dijo—. Le contesté al tío ese que estaba diciendo disparates, pero ¿qué podía hacer? —trazó un ademán de evidencia o inevitabilidad—. Estaba convencido de que iba a Little Rock. ¿Usted?, le dije. Le falta antigüedad. Una sarta de disparates. Le dije que se fuera al diablo —lanzó una mirada a Denise, como pidiéndole perdón—. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Denise ya se había sentido invisible otras veces, pero nunca como ahora.
—No sé si comprendo bien lo que estás diciendo —dijo.
—Bueno —Alfred hizo un vago gesto de explicación—. Me dijo que mirara debajo de mi banco. Tan sencillo como eso. En la cara inferior de mi banco, si no creía lo que me estaba diciendo.
—¿Qué banco?
—Era una sarta de disparates —dijo—. Lo más sencillo era que yo me marchase. Eso no se le había ocurrido a él.
—¿Estamos hablando del ferrocarril?
Alfred negó con la cabeza.
—No es asunto tuyo. Nunca tuve la más leve intención de meterte en nada de eso. Lo que quiero es que salgas por ahí a divertirte. Y ten cuidado. Dile a tu madre que suba con un algo para limpiar.
Tras estas palabras, se lanzó por la alfombra, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. Denise, por hacer algo, levantó la cama y amontonó la ropa, incluido el pijama mojado de su padre, y se lo llevó todo abajo.
—¿Cómo va la cosa por ahí arriba? —preguntó Enid desde el despacho de felicitaciones de Navidad que tenía instalado en el comedor.
—Ha mojado la cama —dijo Denise.
—Ay, mecachis.
—No distingue entre la pierna izquierda y la derecha.
A Enid se le ensombreció el rostro.
—Pensé que a lo mejor a ti te hacía más caso.
—Mamá, no distingue entre la pierna izquierda y la derecha.
—Hay veces que las medicinas…
—¡Sí, sí! —en la voz de Denise había un principio de llanto—. ¡Las medicinas!
Una vez silenciada su madre, bajó al lavadero a clasificar las piezas de ropa y ponerlas en remojo. Gary, todo sonrisa, se le acercó con una miniatura de locomotora en la mano.
—La encontré —dijo.
—¿Qué es lo que has encontrado?
Gary parecía ofendido por el hecho de que Denise no hubiera prestado suficiente atención a sus actividades y deseos. Le explicó que la mitad del tren eléctrico de su infancia —«la mitad más importante, incluidos los vagones y el transformador»— venía faltando desde hacía decenios, y que la había dado por perdida.
—He tenido que registrar todo el trastero —dijo—. Y ¿sabes dónde la he encontrado?
—Dónde.
—Adivínalo —dijo él.
—En el fondo de la caja de cables —dijo ella.
Gary abrió de par en par los ojos.
—¿Cómo lo sabes? Llevo decenios buscándola.
—Pues haberme preguntado. Hay una caja pequeña con cosas del tren en la caja grande de los cables.
—Bueno, pues vale —Gary se encogió de hombros para obtener un cambio de foco, quitándoselo a ella y volviéndolo sobre él—. Me alegra haber tenido la satisfacción de encontrarla, aunque habría sido más fácil si me lo hubieras dicho.
—Pues haber preguntado.
—Me lo estoy pasando pipa con lo del tren. Te puedes comprar unas cosas estupendas.
—Qué bien. Me alegro por ti.
Gary estaba maravillado con su locomotora.
—Nunca pensé que volvería a verla.
En cuanto Gary se marchó, dejándola sola en el sótano, Denise entró en el laboratorio de Alfred con una linterna, se arrodilló entre las latas de café Yuban y examinó la parte de abajo del banco. Allí, hecho con un lápiz de punta astillada, había un corazón tamaño corazón humano:
Se dejó caer sobre los talones, con las rodillas en el suelo de piedra fría. Little Rock. Antigüedad. Lo más sencillo era que yo me marchase.
Sin detenerse a pensar en ello, levantó la tapa de un bote de Yuban. Estaba lleno hasta el borde de pis fermentado, de un espeluznante color naranja.
—¡Qué barbaridad! —le dijo a la escopeta.
Mientras subía corriendo a su dormitorio y, luego, mientras se ponía el abrigo y los guantes, sintió una pena enorme por su madre, porque, a pesar de lo mucho y lo muy amargamente que Enid se había lamentado ante ella, Denise nunca había acabado de asimilar que la vida en St. Jude se pudiera haber convertido en semejante pesadilla; y ¿qué derecho tiene nadie a respirar, por no decir a reír o dormir o comer bien, cuando no se es capaz de imaginar las durísimas condiciones en que otro ser humano está viviendo?
Enid estaba otra vez pegada a la cortina del comedor, acechando la llegada de Chip.
—¡Voy a dar un paseo! —avisó Denise, ya fuera, mientras cerraba la puerta de la calle.
Cinco centímetros de nieve yacían sobre el césped. Por el oeste rompían las nubes: violentos matices de lavanda y turquesa, como sombra de ojos, hacían resaltar el filo del último frente frío. Denise paseó por el centro de las calles, por donde otros habían dejado ya sus huellas, bajo una luz de crepúsculo a destiempo, hasta que la nicotina le abotargó los pesares y fue capaz de pensar con más lucidez.
Se figuró que Don Armour, tras la compra de la Midland Pacific por los hermanos Wroth y el consiguiente proceso de redimensionamiento de la firma, no fue incluido en el grupito de los que iban trasladados a Little Rock, y acudió al despacho de Alfred a protestar. Quizá lo amenazara con ponerse a contar por ahí la conquista de su hija, o quizá hubiera reivindicado sus derechos en calidad de casi miembro de la familia Lambert; en cualquier caso, lo que ocurrió fue que Alfred lo mandó al diablo. Luego, al llegar a casa, Alfred examinó la parte de abajo de su banco.
Denise llegó al convencimiento de que tenía que haberse producido una escena entre Don Armour y su padre, pero le daba espanto imaginarla. Cuánto debió de despreciarse Don Armour por haberse arrastrado hasta el despacho del jefe del jefe de su jefe para tratar de arrancarle, mediante la súplica o el chantaje, que lo incluyeran en el traslado del ferrocarril a Little Rock. Qué traicionado por su hija tuvo que sentirse Alfred, tras haberle alabado tanto el modo de trabajar. Hasta qué pésimo grado de intolerabilidad tuvo que llegar la escena cuando en ella quedó incluida la inserción de la polla de Don Armour en uno y otro orificio, culpable y nada excitado, de Denise. Le daba espanto imaginar a su padre ahí, de rodillas, debajo del banco de trabajo y tratando de localizar el corazón de lápiz, le daba espanto la idea de que las mierdosas insinuaciones de Don Armour hubieran penetrado en los castos oídos de Alfred, le daba espanto imaginar hasta qué punto habían tenido que resultar ofensivas, para un hombre de tanta disciplina y tan recatado como Alfred, enterarse de que Don Armour había andado fisgoneando libremente por su casa.
Nunca tuve la más leve intención de meterte en nada de eso.
Bien; y, en efecto, su padre se despidió del ferrocarril, poniendo con ello a salvo la vida privada de Denise. Nunca le llegó a decir una sola palabra sobre ello a su hija, nunca dio la impresión de apreciarla menos por lo que había hecho. Denise había estado quince años esforzándose en parecer una hija perfectamente responsable y cuidadosa, y él, durante todo ese tiempo, sabía muy bien que no era así.
Pensó que podía haber cierto consuelo en esa idea, si lograba que no se le fuese de la cabeza.
Al salir de la zona donde vivían sus padres, las casas se iban haciendo más nuevas y mayores y más cuadradas. Por las ventanas sin parteluz, o con falso parteluz de plástico, se veían pantallas luminosas, unas gigantescas, otras miniatura. Evidentemente, cualquier hora del año, incluida ésta, era buena para mirar pantallas. Denise se desabrochó el abrigo y echó a andar hacia su casa, atajando por el campito de detrás de su antiguo colegio.
Nunca había conocido de verdad a su padre. Seguramente, nadie lo había conocido. Su timidez y su formalidad y sus tiránicos arranques de cólera le sirvieron para proteger su intimidad de un modo tan feroz, que, queriéndolo como Denise lo quería, uno se daba cuenta de que el mayor bien que podía hacérsele era respetar su intimidad.
Alfred hizo lo mismo, dio pruebas de tener fe en ella, aceptándola tal como ella misma se presentaba, sin tratar de averiguar nunca lo que se escondía tras la fachada. Cuando más a gusto se encontró Denise con él fue reivindicando en público la fe que su padre tenía en ella: cuando sacaba sobresalientes, cuando sus restaurantes tenían éxito, cuando los críticos gastronómicos la adoraban.
Entendía, mejor de lo que le habría gustado entenderlo, el desastre que para su padre tenía que haber significado el hecho de orinarse delante de ella. Estar tumbado sobre una mancha de orina que se iba enfriando rápidamente no debía de ser el modo en que Alfred deseaba encontrarse con su hija delante. Sólo tenían una buena forma de estar juntos, y no les iba a valer durante mucho tiempo más.
La extraña verdad, en lo que a Alfred respectaba, era que el amor, para él, no consistía en acercarse, sino en mantenerse alejado. Denise lo entendía mejor que Gary y que Chip y, por consiguiente, se sentía en una especial obligación de dar la cara por su padre.
Chip, desgraciadamente, creía que Alfred sólo se interesaba por sus hijos en la medida en que tuvieran éxito. Chip estaba tan ocupado sintiéndose incomprendido, que jamás había llegado a darse cuenta de lo mal que comprendía él a su padre. Para Chip, la incapacidad de Alfred ante la ternura era prueba de que su padre no sabía, ni le importaba un bledo, quién era él. Chip no veía lo que sí veían todas las personas de su entorno: que si había alguien en el mundo a quien Alfred amaba puramente por sí mismo, ése era Chip. Denise era consciente de que ella no deleitaba a Alfred del mismo modo, quizá porque no tenía gran cosa en común con su padre, más allá de los formalismos y de los éxitos. Chip era a quien Alfred llamaba en mitad de la noche, aun sabiendo muy bien que no estaba en casa.
Te lo he puesto tan claro como me ha sido posible, le decía al idiota de su hermano, en la cabeza, mientras atravesaba el campo nevado. No puedo ponértelo más claro.
Regresó a una casa llena de luz. Gary o Enid habían barrido la nieve de la entrada. Estaba Denise limpiándose los zapatos en la alfombrilla de cáñamo cuando se abrió la puerta.
—Ah, eres tú —dijo Enid—. Pensé que a lo mejor era Chip.
—No. Sólo yo.
Entró y se sacudió las botas. Gary había encendido la chimenea y ocupaba un sillón muy cerca del fuego, con un montón de fotos antiguas a los pies.
—Hazme caso —le dijo a Enid— y olvídate de Chip.
—Tiene que estar en algún apuro —dijo Enid—. Si no, habría llamado.
—Es un sociópata, madre. A ver si se te mete en la cabeza.
—Tú no tienes ni idea de cómo es Chip —le dijo Denise a Gary.
—Pero me doy perfecta cuenta cuando alguien se niega a hacerse cargo de sus responsabilidades.
—¡Lo único que yo quiero es que estemos todos juntos! —dijo Enid.
Enid lanzó un gruñido de tiernos sentimientos.
—Ay, Denise —dijo—. Ay, ay. Ven a ver este bebé.
—En algún otro momento, si no te importa.
Pero Gary atravesó el salón con el álbum de fotos y se lo plantó a Denise ante los ojos, señalándole la imagen, que venía incluida en una tarjeta navideña de la familia. Aquella niñita regordeta, con su buena mata de pelo, vagamente semítica en el aspecto, era Denise, más o menos a los dieciocho meses de su edad. No había una sola partícula de desazón en su sonrisa, ni tampoco en las de Gary y Chip. Denise estaba entre los dos, sentados todos en el sofá del salón, en su momentaneidad previa a que lo retapizaran. Ambos hermanos la tenían asida por el hombro, y sus cabezas, de piel clara en el rostro, como corresponde a chicos de la edad que ellos tenían, casi llegaban a juntarse por encima de Denise.
—Qué niña tan monísima. ¿A que sí? —dijo Gary.
—Ay, sí, qué preciosidad —dijo Enid, incorporándose.
De las páginas centrales del álbum cayó al suelo un sobre con una etiqueta adhesiva de «Correo certificado». Enid lo recogió y se lo llevó a la chimenea y lo arrojó directamente a las llamas.
—¿Qué era eso? —quiso saber Gary.
—Lo de Axon, recibiendo el trato que merece.
—¿Llegó papá a remitirle la mitad del dinero a la Orfic Midland?
—Me dijo que me encargara yo, pero no lo he hecho. Estoy agobiada con los impresos del seguro.
Gary echó a andar escaleras arriba, riéndose.
—Que no se os vaya a agujerear el bolsillo por dos mil quinientos dólares.
Denise se sonó la nariz y se encerró en la cocina a pelar patatas.
—Por si acaso —dijo Enid, que la siguió—, que haya también para Chip. Dijo que llegaría esta tarde, a más tardar.
—Me parece que según la hora oficial ya no es por la tarde —dijo Denise.
—Vale, pero que haya muchas patatas.
Los cuchillos de su madre estaban todos más romos que un cuchillo de untar mantequilla. Denise recurrió al pelazanahorias.
—¿Te contó papá alguna vez por qué no fue a Little Rock con la Orfic Midland?
—No —dijo Enid, rotundamente—. ¿Por qué?
—No, por nada: se me acaba de ocurrir la pregunta.
—Les dijo que sí, que iba. Y, la verdad, Denise, para nosotros habría supuesto una enorme diferencia, desde el punto de vista financiero. Sólo esos dos años más, y su pensión de retiro habría subido al doble. Me dijo que lo iba a hacer, estaba de acuerdo en que era lo mejor, y tres noches más tarde llegó a casa diciendo que había cambiado de opinión y que se marchaba.
Denise miró los ojos semirreflejados en la ventana de encima del fregadero.
—Y nunca te explicó por qué.
—Bueno, no sé, no aguantaba a los Wroth esos. Me figuré que había una especie de incompatibilidad de caracteres. Pero nunca me habló del asunto. Nunca me ha contado nada, en realidad, sabes. Él toma las decisiones. Aunque suponga un desastre financiero, es decisión suya, y la mantiene.
Y ahí se abrieron todas las esclusas. Denise dejó caer las patatas y el cortador en el fregadero. Pensó en las drogas que había escondido en el calendario de Adviento, pensó que podrían detener sus lágrimas por lo menos durante el tiempo suficiente para salir de la ciudad, pero se encontraba demasiado lejos del escondite. La habían pillado indefensa en la cocina.
—Cariño mío, ¿qué te pasa? —dijo Enid.
Por un momento no hubo Denise en la cocina: sólo blandenguería y humedad y remordimiento. Se encontró de hinojos en la alfombrilla, junto al fregadero, rodeada de gurruños de Kleenex empapados. No quería mirar a su madre, pero Enid se había sentado en una silla, a su lado, y le pasaba tisúes secos.
—Hay muchas cosas que uno considera muy importantes —dijo Enid, con una sobriedad como recién adquirida—, y que luego no importan nada.
—Hay cosas que sí siguen importando —dijo Denise.
Enid miraba, con la desolación en los ojos, las patatas del fregadero.
—No va a mejorar, verdad.
Denise se alegró de que su madre achacara las lágrimas a la mala salud de Alfred.
—No creo —dijo.
—No es por las medicinas, seguramente.
—No, seguramente no.
—Y tampoco tiene sentido ir a Filadelfia, seguramente —dijo Enid—, si no es capaz de cumplir las instrucciones.
—Seguramente no.
—¿Qué vamos a hacer, Denise?
—No sé.
—Sabía que algo había ido mal esta mañana —dijo Enid—. Si hubieras encontrado ese sobre hace tres meses, se habría puesto como una fiera conmigo. Pero ya viste, hoy. No reaccionó.
—Lamento haberte puesto en una situación difícil.
—Dio igual. Ni siquiera se enteró.
—De todos modos, lo siento.
La tapa de la cazuela donde hervían las judías empezó a castañetear. Enid se incorporó para bajar el fuego. Denise, aún de rodillas, dijo:
—Me parece que en el calendario de Adviento hay algo para ti.
—No, Gary ya prendió el último adorno.
—En el bolsillo número veinticuatro. Hay algo para ti.
—Pero ¿qué?
—No sé, pero tú ve a ver.
Oyó que su madre iba a la puerta y en seguida regresaba. Aunque el dibujo de la esterilla era bastante complicado, Denise pensó que iba a aprendérselo de memoria, de tanto mirarlo.
—¿De dónde ha salido esto? —dijo Enid.
—No sé.
—¿Lo pusiste tú?
—Es un misterio.
—Tienes que haberlo puesto tú.
—No.
Enid dejó las tabletas en la repisa, se alejó dos pasos de ellas y las miró con el ceño severamente fruncido.
—Estoy segura de que quienquiera que las haya puesto ahí, lo ha hecho con la mejor intención del mundo —dijo—. Pero no las quiero en esta casa.
—Eso es buena idea, seguramente.
—Quiero las auténticas, o no quiero nada.
Con la mano derecha, Enid depositó las tabletas en el cuenco de su mano izquierda. Las arrojó al triturador de basura, abrió el grifo, y las pulverizó.
—¿Cuáles son las auténticas? —preguntó Denise, cuando el ruido se apagó.
—Quiero que pasemos todos juntos las últimas Navidades.
Gary, duchado y afeitado y vestido a su aristocrática manera, entró en la cocina a tiempo de oír esta última declaración.
—Más vale que te conformes con cuatro de cinco —dijo, abriendo el armarito de las bebidas alcohólicas—. ¿Qué le pasa a Denise?
—Está muy preocupada por papá.
—Pues ya iba siendo hora —dijo Gary—. Anda, que no hay de qué estar preocupado.
Denise recogió los gurruños de Kleenex.
—Ponme una buena cantidad de lo que sea que te estés bebiendo —dijo.
—Yo pensaba guardar el champán de Bea para esta noche.
—No —dijo Denise.
—No —dijo Gary.
—Vamos a guardarlo por si viene Chip —dijo Enid—. Y, por cierto, ¿qué es lo que está haciendo vuestro padre ahí arriba, que no baja?
—No está arriba —dijo Gary.
—¿Seguro?
—Sí, seguro.
—¡Al! —gritó Enid—. ¿Al?
Restallaban gases en la chimenea del salón, cuyo fuego nadie atendía. Las habichuelas hervían a fuego lento; los acondicionadores exhalaban aire caliente. Fuera, en la calle, a alguien le resbalaban las ruedas en la nieve.
—Ve a ver si está en el sótano, Denise.
Denise no preguntó «y ¿por qué yo?», pero le vinieron ganas de hacerlo. Se acercó al hueco de la escalera del sótano y llamó a su padre. Las luces del sótano estaban encendidas, y se oían unos crípticos crujidos, bastante ligeros, procedentes del taller.
Volvió a llamar:
—¿Papá?
No hubo respuesta.
Su miedo, bajando las escaleras, era como un miedo procedente de aquel desdichado año de su niñez en que había implorado que le regalasen un animalito y recibió una jaula con dos hámsteres dentro. Un perro o un gato podrían haber hecho destrozos en los diversos textiles de Enid, pero aquellos dos jóvenes hámsteres, hermanos y procedentes de una limpia en la residencia de los Driblett, podían tolerarse en la casa. Denise bajaba al sótano todas las mañanas, para echarles comida y cambiarles el agua, y siempre iba con el miedo de descubrir qué nueva maldad habrían maquinado aquella noche, para su exclusivo deleite: quizá un nido de crías ciegas, inquietas, amoratadas de puro incestuosas, quizá un desesperado e inútil reacondicionamiento total de virutas de roble en un único montón de buen tamaño, junto al cual permanecían ambos padres, temblando sobre el metal desnudo del suelo de la jaula, abotargados y disimulando, tras haberse zampado a sus hijos, algo que ni siquiera a un hámster le puede dejar buen sabor de boca.
La puerta del taller de Alfred estaba cerrada. Denise picó en ella:
—¿Papá?
La respuesta de Alfred le llegó inmediatamente, en forma de ladrido estrangulado y tenso:
—¡No entres!
Al otro lado de la puerta, algo duro arañaba el cemento.
—¿Qué estás haciendo, papá?
—¡He dicho que no entres!
Bueno: Denise había visto antes la escopeta, y ahora estaba pensando que por supuesto, que tenía que haberle tocado a ella, y que no tenía ni idea de qué podía hacer.
—Tengo que entrar, papá.
—Denise…
—Voy a entrar —dijo ella.
Tras la puerta, la iluminación era muy brillante. Al primer vistazo captó la vieja colcha manchada de pintura, en el suelo, y, echado sobre ella, al anciano, con las caderas levantadas y las rodillas temblorosas, con los ojos muy abiertos, fijos en la parte de abajo del banco, y luchando con una lavativa de plástico, muy grande, que se había insertado en el recto.
—¡Huy, perdón! —dijo Denise, dándose la vuelta, con las manos levantadas.
Alfred respiró como en estertor y no dijo nada.
Denise tiró de la puerta hasta volver a cerrarla y se llenó los pulmones de aire. Arriba sonaba el timbre de la puerta. A través de paredes y techos oía un ruido de pasos acercándose a la casa.
—¡Es él, es él! —gritó Enid.
Pero estalló una canción —«It’s Beginning to Look a Lot Like Christmas»— y le pinchó la esperanza.
Denise se unió a su madre y su hermano, que ya estaban en la puerta. Se había juntado un buen grupo de caras familiares en la nevada escalinata frontal: Dale Driblett, Honey Driblett, Steve y Ashley Driblett, Kirby Root, más varias hijas y cuñados con el pelo al uno, y el clan Person al completo. Enid abarcó con los brazos a Denise y Gary y se los acercó, brincando sobre las puntas de los pies de pura compenetración con el momento.
—Corre a avisar a papá —dijo—. Le encantan las canciones de Navidad.
—Papá está ocupado —dijo Denise.
Teniendo en cuenta que aquel hombre se había alzado en protector de la intimidad de Denise y que lo único que había pedido a cambio era que le respetasen también la suya, ¿acaso no era lo más justo y bondadoso permitirle sufrir a sus solas, sin agravarle el sufrimiento con la vergüenza de tener un testigo? ¿No se había él ganado, con cada pregunta que nunca le hizo a Denise, el derecho a que lo aliviase de cualquier pregunta incómoda que ella deseara hacerle ahora? ¿Por ejemplo? ¿A qué viene la lavativa, papá?
El coro parecía cantar directamente para ella. Enid se balanceaba con la melodía, Gary tenía lágrimas en los ojos, pero Denise se sentía público objetivo. Le habría gustado estar en el lado feliz de su familia: qué tendría lo difícil, que tamaña lealtad le reclamaba. Pero mientras Kirby Root, que dirigía el coro de la iglesia metodista de Chiltsville, iniciaba el segué a «Hark, the Herald Angels Sing», Denise empezó a preguntarse si respetar la intimidad de Alfred no sería un poco demasiado fácil. ¿Quería que lo dejasen en paz? ¡Pues qué bien para ella! Podía volverse a Filadelfia, vivir su vida y hacer exactamente lo que él quería. ¿Le daba vergüenza que lo viesen con un pitorro de plástico metido en el culo? ¡Pues qué cómodo! Porque también a ella le daba una vergüenza espantosa verlo.
Se destrabó de su madre, saludó con la mano a los vecinos y volvió al sótano.
La puerta del taller permanecía entornada, como ella la había dejado.
—¿Papá?
—¡No entres!
—Lo siento —dijo—, pero tengo que entrar.
—Nunca tuve intención de meterte en esto. No es asunto tuyo.
—Lo sé. Pero tengo que entrar, de todas maneras.
Lo halló más o menos en la misma postura, con una vieja toalla de playa puesta en el hueco de las piernas. Denise se arrodilló entre olores a mierda y olores a pis y le puso una mano en el hombro tembloroso.
—Lo siento —le dijo.
Él tenía el rostro cubierto de sudor. Le destellaba la locura en los ojos.
—Busca un teléfono —dijo— y llama al jefe de zona.
La gran revelación de Chip ocurrió más o menos a las seis de la madrugada del martes, mientras avanzaba en la casi perfecta oscuridad por un camino cubierto de grava lituana, entre las diminutas aldeas de Neravai y Miskiniai, a pocos kilómetros de la frontera con Polonia.
Quince horas antes había salido del aeropuerto dando tumbos y había estado en un tris de que lo atropellaran Jonas, Aidaris y Gitanas al virar hacia la acera con el Ford Stomper. Estaban los tres saliendo de Vilnius cuando oyeron la noticia del cierre del aeropuerto. Dieron media vuelta en la carretera a Ignalina y regresaron en busca del americano patético. La parte trasera del Stomper iba abarrotada de bultos y de equipo informático y telefónico, pero sujetando dos maletas al techo por medio de un pulpo lograron hacer sitio para Chip y su bolsa de viaje.
—Vamos a dejarte en un control pequeño —dijo Gitanas—. Están bloqueando todas las carreteras principales. Y se les cae la baba cuando ven un Stomper.
A continuación, Jonas llevó el coche, a velocidad nada segura, por unos vericuetos espantosos del oeste de Vilnius, bordeando las localidades de Jieznas y Alytus. Las horas pasaron entre oscuridad y baches. En ninguna parte vieron alumbrado público en funcionamiento, ni vehículos de las fuerzas del orden. Jonas y Aidaris iban escuchando música de Metallica en los asientos delanteros, y Gitanas pulsaba las teclas de su móvil en la descabalada esperanza de que la Transbaltic Wireless, cuyo principal accionista seguía siendo él, al menos en teoría, hubiera logrado restablecer la energía en su central de transmisión-recepción, en medio de un apagón nacional y en plena movilización de las fuerzas armadas lituanas.
—Esto va a ser calamitoso para Vitkunas —dijo Gitanas—. Con la movilización lo único que consigue es parecerse más a los soviéticos. El ejército en la calle y las casas sin luz eléctrica. Te vas a ganar así el corazón del pueblo lituano.
—¿Están disparando contra la gente? —preguntó Chip.
—No, es más bien cosa de posturas. Una tragedia vuelta a escribir en clave de farsa.
Hacia la medianoche, el Stomper, al salir de una curva cerrada, en las cercanías de Lazdijai, última de cierta importancia antes de llegar a la frontera con Polonia, se encontró con un convoy de tres jeeps que iba en dirección contraria. Jonas aceleró sobre aquel camino corrugado e intercambió unas palabras en lituano con Gitanas. En aquella región, la morrena estaba prácticamente desforestada. Mirando hacia atrás, fue posible ver que dos de los jeeps habían dado la vuelta para ir en persecución del Stomper. También fue posible ver, yendo en los jeeps, que Jonas se desviaba bruscamente hacia la izquierda para tomar por un camino de gravilla y seguir a toda velocidad, bordeando la blancura de un lago helado.
—No nos alcanzarán —le aseguró Gitanas a Chip, quizá dos segundos antes de que el Stomper se encontrara con una curva en ángulo recto y Jonas no pudiera impedir que se saliese del camino.
Esto es un accidente, pensó Chip mientras el vehículo surcaba los aires. Sintió un enorme afecto retroactivo por la buena tracción, los centros de gravedad bajos y las variedades no angulares del impulso. Hubo tiempo para la sosegada reflexión y el rechinar de dientes, y, luego, no hubo tiempo, sino un golpe detrás de otro, un ruido detrás de otro. El Stomper ensayó varias versiones de la vertical —noventa, dos-setenta, tres-sesenta, uno-ochenta— antes de quedar volcado sobre el lado izquierdo, con el motor muerto y los faros encendidos.
Ambas secciones del cinturón de seguridad, la vertical y la horizontal, le produjeron graves magulladuras a Chip. Por lo demás, parecía seguir entero, igual que Jonas y Aidaris.
Gitanas se había visto zarandeado y vapuleado por las piezas sueltas del equipaje. Tenía sangre en la barbilla y en la frente. Se dirigió a Jonas en tono conminatorio, indicándole, al parecer, que apagara las luces, pero ya era demasiado tarde. Se oyeron fuertes ruidos de reducción de marchas en la carretera que acababan de recorrer. Los jeeps perseguidores se detuvieron al final de la curva en ángulo recto y de ellos bajaron varios hombres uniformados y con pasamontañas.
—Policía con pasamontañas —dijo Chip—. Habrá que hacer un esfuerzo y elaborar una construcción positiva.
El Stomper había quedado en la superficie helada de un pantano. En la intersección de las luces largas de ambos jeeps, ocho o diez «agentes» enmascarados rodearon el vehículo y dieron orden de que saliera todo el mundo. Chip, mientras empujaba hacia arriba la puerta de su lado, se sintió como una especie de muñeco saliendo de su caja de sorpresas.
Jonas y Aidaris fueron despojados de sus armas. El contenido del vehículo fue metódicamente vaciado sobre la nieve crujiente y los juncos quebrados que cubrían el suelo. Un «policía» le puso a Chip en la mejilla el cañón de su fusil, y Chip recibió una orden de una sola palabra que Gitanas le tradujo:
—Te está diciendo que te quites la ropa.
La muerte, esa prima de ultramar, esa mujer de mal aliento que se mantiene con lo que le mandan de casa, se había presentado de pronto en el barrio. Chip se asustó mucho ante el fusil. Le temblaban las manos, y no las sentía. Hubo de invertir su saldo entero de voluntad en desabrocharse los botones y en descorrerse las cremalleras. Al parecer, lo habían elegido para semejante humillación por simplemente por la calidad de su ropa de cuero. A nadie parecía interesarle la cazadora roja de Gitanas, la de motocross, ni las prendas vaqueras de Jonas. Pero los «policías» enmascarados se congregaron en torno a Chip y se pusieron a palpar la fina flor de los pantalones y el chaquetón de Chip. Echando escarcha por sus bocas en forma de O, provistas de labios insólitamente descontextualizados, agarraron la bota izquierda de Chip y probaron la flexibilidad de su suela.
Un grito se alzó cuando de la bota fue a caer un fajo de billetes norteamericanos. El cañón del fusil volvió a ocupar su sitio en la mejilla de Chip. Unos dedos helados localizaron bajo la camiseta el sobre que contenía el dinero. La «policía» también le registró la cartera, pero no hizo caso de los litai, ni de las tarjetas de crédito. Sólo admitían dólares.
Gitanas, con sangre congelándosele en diversos cuadrantes de la cabeza, presentó una protesta ante el capitán de la «policía». La consiguiente discusión, durante cuyo transcurso tanto el capitán como Gitanas señalaron repetidamente a Chip y utilizaron mucho las palabras «dólar» y «americano», concluyó en cuanto el capitán le puso una pistola a Gitanas en la ensangrentada frente y Gitanas levantó las manos en reconocimiento de que el capitán tenía su punto de razón.
El esfínter de Chip, entre tanto, se había dilatado hasta alcanzar el grado de rendición incondicional. Le pareció muy importante contenerse, de modo que ahí siguió, en calcetines y ropa interior, apretándose los cachetes del culo con las manos temblorosas. Aprieta que te apretarás, mano a mano con los retortijones. Se le daba un ardite estar haciendo el ridículo.
Los «policías» estaban encontrando mucho que robar en el Stomper. Vaciaron la bolsa de Chip en el nevado suelo y se pusieron a elegir entre sus pertenencias. Gitanas y él miraban mientras los «agentes» desgarraban la tapicería del Stomper, levantaban el suelo y localizaban las reservas de Gitanas en dinero y tabaco.
—¿Con qué pretexto actúan, exactamente? —dijo Chip, temblando violentamente, pero ganando la batalla que de verdad importaba.
—Se nos acusa de contrabando de divisas y de tabaco —dijo Gitanas.
—¿Quién nos acusa?
—Me temo que son lo que parecen ser —dijo Gitanas—: agentes de la policía nacional con pasamontañas. Hay ambiente de carnaval, hoy, en el país. Una actitud de todo vale, por decirlo de otro modo.
Había dado la una de la mañana cuando la «policía», por fin, se alejó en sus rugientes jeeps. Chip y Gitanas y Jonas y Aidaris quedaron ahí, con los pies congelados, un Stomper hecho polvo, la ropa húmeda y todo el equipaje demolido.
«Anotemos en el haber que por lo menos no me he cagado encima», pensó Chip.
Conservaba el pasaporte y dos mil dólares que llevaba en el bolsillo de la camiseta y que la «policía» no le había encontrado. También tenía las zapatillas de deporte, unos vaqueros anchos, su mejor chaqueta sport de tweed y su jersey favorito. Todo lo cual se apresuró a ponerse encima.
—Pues aquí termina mi carrera como señor de la guerra y delincuente —comentó Gitanas—. No tengo más ambición en ese sentido.
A la luz de sus mecheros, Jonas y Aidaris estaban inspeccionando los bajos del Stomper. Aidaris tradujo su veredicto a algo que Chip pudiera entender:
—Camión kaputt.
Gitanas se brindó a acompañar a Chip andando hasta el paso fronterizo de la carretera de Sejny, quince kilómetros al oeste, pero Chip era dolorosamente consciente de que si sus amigos no hubieran dado media vuelta para recogerlo a él del aeropuerto, ahora habrían estado ya con sus familiares de Ignalina, sanos y salvos, con sus reservas de dinero y su vehículo intactos.
—Bah —dijo Gitanas, encogiéndose de hombros—. Igual nos podían haber pegado unos cuantos tiros camino de Ignalina. Quién te dice que no nos has salvado la vida.
—Camión kaputt —repitió Aidaris, entre encantado y resentido.
—Nos vemos en Nueva York, pues —dijo Chip.
Gitanas se sentó ante un monitor de diecisiete pulgadas con la pantalla rota. Se tocó con mucho cuidado la frente ensangrentada.
—Sí, eso, en Nueva York.
—Puedes alojarte en mi piso.
—Me lo pensaré.
—Hazlo, sin más —dijo Chip, con cierta desesperación.
—Soy lituano —dijo Gitanas.
Chip se sintió más herido, más desilusionado y más abandonado de lo que, según la situación, correspondía. Pero se contuvo. Aceptó un mapa de carreteras, un encendedor, una manzana y los mejores deseos de los lituanos. Luego echó a andar en la oscuridad.
Una vez solo, se sintió mejor. Cuanto más andaba, más apreciaba la comodidad de sus vaqueros y de sus zapatillas de deporte para ir por el campo, comparados con las botas y los pantalones de cuero. Llevaba una marcha mucho más ligera y más suelta. Le vinieron ganas de ponerse a dar brincos por la carretera. Era un placer caminar con esas zapatillas.
Pero no fue esa la gran revelación. La gran revelación le vino cuando se encontraba a pocos kilómetros de la frontera con Polonia. Estaba esforzándose en comprobar por el oído si andaba suelto en la oscuridad algún perro homicida de los que guardaban las fincas del entorno e iba con las manos extendidas hacia delante, sintiéndose algo más que un poco ridículo, cuando recordó la observación de Gitanas: una tragedia vuelta a escribir en clave de farsa. De pronto comprendió por qué a nadie —tampoco a él— le había gustado nunca su guión: había hecho un thriller de lo que debería haber sido una farsa.
Le iba llegando la tenue luz del alba. Allá en Nueva York había retocado y pulido las treinta primeras páginas de La academia púrpura hasta que se le hizo casi eidético su recuerdo; y ahora, según iba aclarándose el cielo báltico, aplicó el lápiz rojo de su cabeza a la reconstrucción de aquellas páginas en su cabeza, cortó un poquito por aquí, añadió énfasis o hipérbole por allá, y las secuencias experimentaron una transformación en su mente, hasta convertirse en lo que siempre quiso que fueran: en algo ridículo. El muy trágico BILL QUAINTENCE se trocaba en el bobo de la comedia.
Chip apretó el paso, como si su destino hubiera sido una mesa de trabajo donde ponerse inmediatamente a revisar el manuscrito. Al remontar una pendiente quedó ante su vista la ciudad lituana de Eisiskès, oscurecida, y más allá, en la distancia, al otro lado de la frontera, algunas luces exteriores de Polonia. Dos caballos de carga, con la cabeza asomando por encima de una alambrada, le relincharon con mucho optimismo.
Lo dijo en voz alta:
—Que sea ridículo. Que sea ridículo.
A cargo del diminuto puesto fronterizo había dos aduaneros y dos «policías» lituanos. Le devolvieron el pasaporte a Chip sin el abultado fajo de litai que llevaba dentro cuando lo presentó. Sin motivo discernible, fuera de la más mezquina crueldad, lo tuvieron sentado varias horas en una habitación recalentada, mientras entraban y salían hormigoneras, camiones de transportes cargados de pollos y ciclistas. Hasta muy entrada la mañana no le permitieron poner pie en Polonia.
Unos kilómetros más adelante, en Sejny, compró zlotys y, con ellos, se pagó el almuerzo. Las tiendas estaban bien surtidas, era Navidad. Los lugareños eran todos viejos y se parecían muchísimo al Papa.
Tres camiones y un taxi urbano le costó llegar al aeropuerto de Varsovia a las doce de la mañana del miércoles. Los improbables empleados del mostrador de las Líneas Aéreas Polacas LOT, con sus mofletes de manzana, se alegraron muchísimo de verlo. LOT había incrementado su número de vuelos durante las vacaciones, para acomodar a los miles de trabajadores polacos en el extranjero que venían a pasar las vacaciones de Navidad con sus familias, y muchos de los vuelos a Occidente iban por debajo de su capacidad. Todas las chicas del mostrador, con su mofletes de manzana, llevaban sombreritos de majorette tamborilera. Cogieron el dinero de Chip, le dieron un billete y le dijeron Corra.
Corrió hacia la puerta y embarcó en un 767 que a continuación se tiró cuatro horas en la pista, mientras revisaban un instrumento de la cabina y, al final, sin ningún entusiasmo, lo sustituían.
El plan de vuelo era una gran ruta circular hasta la gran urbe polaca de Chicago, sin escalas. Chip se la pasó durmiendo, para olvidar que le debía 20.500 dólares a Denise, que había rebasado el máximo de todas sus tarjetas de crédito y que no tenía trabajo ni visos de encontrarlo.
La buena noticia, en Chicago, tras haber pasado la aduana, fue que aún quedaban abiertas dos agencias de alquiler de coches; la mala noticia —que le llegó cuando ya se había tirado media hora en la cola, de pie— fue que las personas que han rebasado el máximo de sus tarjetas de crédito no pueden alquilar coches.
Pasó revista a las líneas aéreas de la guía de teléfonos hasta que encontró una —Prairie Hopper, el saltamontes de la pradera, jamás la había oído nombrar— que podía ofrecerle asiento en el vuelo a St. Jude de las siete de la mañana del día siguiente.
En aquel momento era ya muy tarde para llamar a St. Jude. Escogió un trozo de moqueta poco transitada, en el aeropuerto, y se echó a dormir. No le entraba en la cabeza lo que acababa de ocurrirle. Se sentía como un fragmento de papel en el que alguna vez hubo algo coherente escrito, pero que lo han echado a lavar. Se sintió sin tersura, pasado por la lejía, desgastado por los dobleces. Tuvo un casi sueño en el que vio ojos separados del cuerpo y bocas aisladas tras los pasamontañas. Había perdido la pista de lo que deseaba, y una persona es eso, precisamente lo que desea, de modo que la conclusión estaba clara: también había perdido la pista de sí mismo.
Qué extraño, pues, que el anciano que le abrió la puerta delantera a las nueve y media de la mañana, al día siguiente, en St. Jude, pareciera saber exactamente quién era Chip.
Había una corona de acebo en el dintel de la puerta. El camino de acceso tenía linderos de nieve y marcas de escoba separadas a intervalos regulares. Esa calle del Medio Oeste le producía al viajero la asombrosa impresión de un país maravilloso, rico, plantado de robles y con espacios descaradamente inútiles. Al viajero no le entraba en la cabeza que semejante sitio pudiera existir en un mundo de Lituanias y Polonias. Había que remitirse a la eficacia aislante de las fronteras políticas para comprender que el poder no saltara, sencillamente, sobre la distancia que separaba tan divergentes voltajes económicos. La vieja calle, con su humo de roble y sus setos techados de nieve y sus aleros festoneados de carámbanos, parecía una realidad precaria. Parecía un espejismo. Parecía el recuerdo excepcionalmente vivo de algo que alguna vez amamos y que ahora está muerto.
—¡Vaya! —dijo Alfred, con el rostro deslumbrante de alegría, tomando entre sus manos la de Chip—. ¡Mira quién está aquí!
Enid trataba de abrirse un sitio en la foto, a fuerza de pronunciar el nombre de Chip, pero Alfred no soltaba la mano de su hijo. Lo dijo otras dos veces:
—¡Mira quién está aquí, mira quién está aquí!
—Déjalo pasar, Alfred, y cierra la puerta —dijo Enid.
Chip estaba amilanado, ahí afuera, delante de la puerta. El mundo exterior era negro y blanco y gris, y lo barría un aire fresco y claro; el interior era un paraje encantado, denso de objetos y olores y colores, de humedad, de personalidades grandes. Le daba miedo entrar.
—Entra, entra —chilló Enid—, y cierra la puerta.
A fin de protegerse del embrujo, Chip entonó para su fuero interno el siguiente sortilegio: Me quedo tres días y me vuelvo a Nueva York, encuentro un trabajo, ahorro quinientos dólares al mes, como mínimo, hasta saldar todas mis deudas, y trabajo todas las noches en el guión.
Invocando este sortilegio, que era, por el momento, todo lo que tenía, la despreciable suma total de su ser, cruzó el umbral.
—Qué bárbaro, cómo picas y cómo hueles —dijo Enid, dándole un beso—. Y ¿dónde has dejado la maleta?
—Está junto a un camino de grava, en el oeste de Lituania.
—Qué alegría, que hayas llegado a casa sano y salvo.
En ninguna parte de la nación lituana existía una habitación como el cuarto de estar de los Lambert. Sólo en este hemisferio cabía encontrar alfombras tan suntuosamente tejidas y muebles tan grandes y tan bien fabricados y con tanta opulencia tapizados en una habitación de tan sencillo diseño y tan ordinaria índole. La luz en las ventanas de marco de madera, aun siendo gris, poseía un optimismo de pradera: no había, en mil kilómetros a la redonda, ningún mar que pudiese perturbar la atmósfera. Y en la postura de los viejos robles, lanzados hacia el cielo, había un resalte, una rusticidad y un derecho a ser que por sí mismos se adueñaban de la permanencia: recuerdos de un mundo sin cercados podían leerse en la cursiva de sus ramas.
Chip lo comprendió todo en un solo latido del corazón. El continente, su patria. Dispersos por el cuarto de estar había nidos de regalos abiertos y pequeños restos de cintas desechadas, fragmentos de papel de regalo, etiquetas. Al pie del sillón contiguo a la chimenea que Alfred siempre reivindicaba para sí, estaba Denise, de rodillas junto al mayor nido de regalos.
—Mira quién está aquí, Denise —dijo Enid.
Como por obligación, con los párpados bajos, Denise se puso en pie y atravesó la habitación. Pero cuando hubo colocado los brazos en torno a su hermano, cuando su hermano la apretó contra sí, devolviéndole el gesto (la altura de Denise, como siempre, pillaba desprevenido a Chip), entonces ya no pudo soltarse. Aferrada a él, le besaba el cuello, le clavaba los ojos, le daba las gracias.
Gary se acercó y le dio un abrazo a Chip, con gran torpeza, hurtando la cara.
—No creí que lo lograses —le dijo.
—Ni yo tampoco —dijo Chip.
—¡Vaya! —dijo Alfred, mirándolo con asombro.
—Gary tiene que salir de casa a las once —dijo Enid—, pero podemos desayunar juntos. Tú refréscate un poco, mientras Denise y yo ponemos en marcha el desayuno. Ay, esto es justo lo que quería —dijo, en carrera hacia la cocina—. El mejor regalo de Navidad que me han hecho nunca.
Gary se volvió hacia Chip con su cara de qué gilipollas soy.
—Ahí lo tienes —dijo—. El mejor regalo que le han hecho nunca.
—Creo que se refiere a que estemos aquí los cinco, juntos —dijo Denise.
—Bueno, pues más vale que se dé prisa en disfrutarlo —dijo Gary—, porque me debe una conversación, y no voy a renunciar a que me la pague.
Chip, desprendido de su propio cuerpo, flotaba tras él, preguntándose qué pensaría hacer. Retiró un asiento de aluminio de la ducha de la planta baja. El chorro de agua era fuerte y cálido. Sus impresiones eran frescas, de un modo que iba a recordar toda la vida, o a olvidar de inmediato. Había un límite para las impresiones que un cerebro podía absorber antes de quedarse sin capacidad para descifrarlas, para imponerles un orden y una forma coherentes. Su noche casi insomne sobre un trozo de moqueta aeroportuaria, por ejemplo, aún seguía en gran manera con él, y reclamaba que la procesase. Y ahora venía una ducha caliente en la mañana de Navidad. Ahora venían los azulejos tostados del baño, tan familiares. Los azulejos, igual que todos las demás cosas constitutivas de la casa, quedaban subsumidos en el hecho de pertenecer a Enid y Alfred, saturados del aura de pertenecer a esta familia. Más parecía la casa un cuerpo —suave, mortal y orgánico— que un edificio.
En el champú de Denise se contenían los aromas, sutiles y gozosos, del capitalismo occidental último modelo. En los segundos que le tomó enjabonarse el pelo, Chip olvidó dónde estaba. Olvidó el continente, olvidó el año, olvidó la hora del día, olvidó las circunstancias. Su cerebro, bajo la ducha, era de pez o de anfibio: recogía impresiones, reaccionaba al momento. No se hallaba muy lejos del terror. Al mismo tiempo, se sentía bien. Tenía hambre de desayuno y, en especial, sed de café.
Con una toalla alrededor de la cintura, se detuvo en el cuarto de estar, donde Alfred saltó sobre los pies. La visión del rostro de Alfred, súbitamente envejecido, su desintegración en marcha, sus rojeces y asimetrías, frenó a Chip igual que un rebencazo.
—¡Vaya! —dijo Alfred—. Qué prisa te has dado.
—¿Me puedes prestar algo tuyo que ponerme?
—Lo dejo a tu elección.
Arriba, en el armario de su padre, los vetustos aparatos de afeitar, calzadores, maquinillas eléctricas, hormas para zapatos y corbateros estaban en su sitio de siempre. Llevaban allí, de guardia, desde la última vez que Chip había estado en la casa, hacía mil quinientos días, hora por hora. Por un momento, lo encolerizó (¿cómo podía haber sido de otra manera?) que sus padres no se hubieran mudado nunca a ningún otro sitio. Que se hubieran quedado ahí, esperando.
Se llevó ropa interior, calcetines, un pantalón de lana, una camisa blanca y una chaqueta gris de punto a la habitación que compartió con Gary en los años que transcurrieron entre la llegada de Denise a la familia y la marcha de Gary al college. Gary tenía una bolsa de viaje abierta sobre «su» cama gemela y estaba metiendo sus cosas en ella.
—No sé si te habrás dado cuenta —dijo—, pero papá está en muy mala forma.
—Ya. Me he dado cuenta.
Gary colocó una caja pequeña sobre la cajonera de Chip. Era un paquete de munición, cartuchos del veinte para escopeta.
—Los tenía con la escopeta, en el taller —dijo Gary—. Bajé esta mañana y pensé que más valía prevenir que curar.
Chip miró el paquete y siguió su instinto al hablar:
—¿No debería ser él quien tomara la decisión?
—Eso pensé ayer —dijo Gary—. Pero tiene otras opciones, si quiere hacerlo. Se supone que ahí afuera va a haber esta noche una temperatura de veinte grados bajo cero. Que se salga al jardín con una botella de whisky. No quiero que mamá lo encuentre con el cráneo reventado.
Chip no supo qué decir. Se puso en silencio la ropa del anciano. La camisa y los calzoncillos maravillaban por su limpieza y le estaban mejor de lo que había previsto. Lo sorprendió, al ponerse la chaqueta de punto, que no le empezaran a temblar las manos, lo sorprendió ver una cara tan joven en el espejo.
—Bueno y ¿en qué has andado? —dijo Gary.
—He estado colaborando con un amigo lituano en estafar a los inversores occidentales.
—Joder, Chip. Esas cosas no deberían ni ocurrírsete.
Todo podía haberse vuelto extraño en este mundo, pero la superioridad de Gary cabreó a Chip como siempre lo había cabreado.
—Desde un punto de vista estrictamente moral —dijo Chip—, me cae mejor Lituania que los inversores norteamericanos.
—¿Vas a meterte a bolchevique? —dijo Gary, cerrando la cremallera de su bolsa—. Pues muy bien, métete a bolchevique. Pero a mí no me llames cuando te encierren en la cárcel.
—Jamás se me pasaría por la cabeza llamarte —dijo Chip.
—¿Estáis ya listos para el desayuno, chicos? —canturreó Enid, a media escalera.
El mantel de fiesta, de hilo, cubría la mesa del comedor. En el centro había un adorno de piñas, acebo blanco y acebo verde, velas rojas y campanitas de plata. Denise estaba trayendo las cosas de comer: pomelos téjanos, huevos revueltos, beicon y un stollen y unos panecillos preparados por ella misma.
La cubierta de nieve reforzaba la fuerte luz de la pradera.
Según la costumbre, Gary ocupaba él solo un lado de la mesa. El lado opuesto lo ocupaban Denise junto a Enid y Chip junto a Alfred.
—¡Felicísimas Pascuas! —dijo Enid, mirando a los ojos, sucesivamente, a sus tres hijos.
Alfred, con la cabeza gacha, ya se había puesto a comer.
También Gary empezó, rápidamente, tras haber mirado de reojo el reloj.
Chip no recordaba que el café fuese tan bebible por estos parajes.
Denise le preguntó que cómo había vuelto. Él le contó lo sucedido, sin omitir más que el asalto a mano armada.
Enid, con el ceño fruncido de quien está juzgando a alguien, seguía atentamente los movimientos de Gary.
—Tranquilízate —le dijo—. No tienes que salir de casa hasta las once.
—De hecho —dijo Gary—, dije las once menos cuarto. Y son las diez y media, y tenemos cosas de que hablar.
—Por fin estamos todos juntos —dijo Enid—. Vamos a relajarnos y disfrutarlo.
Gary dejó el tenedor sobre el mantel.
—Yo llevo aquí desde el lunes, madre, esperando a que estemos todos juntos. Denise lleva aquí desde el martes por la mañana. No es culpa mía que Chip se haya entretenido estafando a inversores norteamericanos y no haya podido llegar antes.
—Acabo de explicar por qué he llegado tarde —dijo Chip—. Haber escuchado.
—Sí, pero también podrías haber salido un poco antes.
—¿Qué quiere decir Gary con eso de estafar? —dijo Enid—. Yo creí que trabajas en algo de ordenadores.
—Luego te lo explico, mamá.
—No —dijo Gary—, explícaselo ahora.
—Gary —dijo Denise.
—No, perdona —dijo Gary, arrojando la servilleta como quien arroja el guante—. ¡Estoy harto de esta familia! ¡Estoy harto de esperar! ¡Quiero respuestas ya!
—Trabajaba con ordenadores —dijo Chip—. Pero Gary tiene razón: estrictamente hablando, la intención era estafar a los inversores norteamericanos.
—No puedo estar de acuerdo con algo así —dijo Enid.
—Ya sé que no —dijo Chip—. Aunque es un poco más complicado de lo que…
—¿Qué puede haber de complicado en cumplir la ley?
—Gary, por el amor de Dios —dijo Denise con un suspiro—. ¡Es Navidad!
—Y tú eres una ladrona —dijo Gary, revolviéndose contra ella.
—¿Qué?
—Sabes muy bien de qué te estoy hablando. Te has metido en un cuarto ajeno y has cogido algo que no te pertenecía.
—Perdón —dijo Denise acaloradamente—, he restituido algo que había sido robado a su legítima…
—¡Mierda, mierda, mierda!
—¡No! ¡No voy a quedarme aquí sentada oyendo esto! —dijo Enid—. ¡No en la mañana de Navidad!
—No, madre, lo siento, pero no te vas a ninguna parte —dijo Gary—. Vamos a quedarnos aquí sentados y a tener ahora mismo nuestra conversación pendiente.
Alfred le dirigió a Chip una sonrisa cómplice y señaló a los demás con un gesto:
—¿Te das cuenta de lo que tengo que aguantar?
Chip dispuso el rostro en un facsímile de comprensión y avenencia.
—¿Cuánto piensas quedarte, Chip? —dijo Gary.
—Tres días.
—Y tú, Denise, te marchas el…
—El domingo, Gary. Me marcho el domingo.
—Y, vamos a ver, ¿qué pasa el lunes, mamá? ¿Cómo vas a conseguir que esta casa siga funcionando el lunes?
—Lo pensaré cuando llegue el lunes.
Alfred, aún sonriente, le preguntó a Chip que de qué hablaba Gary.
—No lo sé, papá.
—¿De veras pensáis que vais a ir a Filadelfia? —dijo Gary—. ¿Pensáis que el Corecktall va a arreglarlo todo?
—No, Gary, no pienso nada de eso —dijo Enid.
Gary no pareció oír su respuesta.
—Hazme un favor, papá —dijo—: pon la mano derecha en el hombro izquierdo.
—Para ya, Gary —dijo Denise.
Alfred se inclinó hacia Chip y le preguntó, en tono de confidencia:
—¿Qué está diciendo?
—Que te pongas la mano derecha en el hombro izquierdo.
—Qué estupidez.
—Papá —dijo Gary—, venga: mano derecha, hombro izquierdo.
—Para ya —dijo Denise.
—Adelante, papá. Mano derecha, hombro izquierdo. ¿Puedes hacerlo? ¿Puedes demostrarnos que eres capaz de seguir unas sencillas instrucciones? ¡Venga! Mano derecha. Hombro izquierdo.
Alfred negó con la cabeza.
—Lo único que necesitamos es un dormitorio y una cocina.
—Yo no quiero un dormitorio y una cocina —dijo Enid.
El anciano apartó su silla de la mesa y se volvió de nuevo hacia Chip:
—Ya ves que la cosa no deja de tener sus dificultades.
Al ponerse en pie se le trabó la pierna y se cayó, arrastrando en su caída el plato y el salvamanteles y la taza y el platito de café. El estrépito bien habría podido ser el último compás de alguna sinfonía. Alfred quedó tendido de costado sobre las ruinas, como un gladiador herido, como un caballo caído.
Chip se puso de rodillas a su lado y lo ayudó a sentarse, mientras Denise corría hacia la cocina.
—Son las once menos cuarto —dijo Gary, como si nada insólito hubiera ocurrido—. Antes de irme, voy a resumir. Papá padece demencia e incontinencia. Mamá no puede tenerlo en esta casa sin contar con mucha ayuda, que no admitiría aunque pudiese pagarla. Corecktall, evidentemente, queda excluido. De modo que me gustaría que me contaras lo que piensas hacer. Ahora, madre. Quiero saberlo ahora.
Alfred apoyó las temblorosas manos en los hombros de Chip y miró con asombro los muebles de la habitación. A pesar de su estado de agitación, conservaba la sonrisa.
—Lo que yo pregunto —dijo— es lo siguiente: ¿De quién es esta casa? ¿Quién se ocupa de todo esto?
—La casa es tuya, papá.
Alfred negó con la cabeza, como si la respuesta recibida no hubiera encajado con su interpretación de los hechos. Gary exigía una respuesta.
—Habrá que probar con una pausa en la medicación —dijo Enid.
—Muy bien, prueba —dijo Gary—. Mételo en el hospital, a ver si luego lo dejan volver a casa. Y, ya que hablas de pausa en la medicación, podrías aplicarte el cuento y dejar esa medicación tan especial que tomas tú.
—Las ha tirado, Gary —dijo Denise, que limpiaba el suelo con una bayeta—. Las metió en la trituradora. Así que déjalo estar.
—Bueno, pues espero que hayas aprendido la lección, madre.
Chip, vestido con ropa de su padre, no alcanzaba a seguir la conversación. Le pesaban en los hombros las manos de su padre. Por segunda vez en una hora, alguien se agarraba a él, como si él hubiera sido una persona de fuste, como si en él hubiera algo. De hecho, tan poco era lo que había, que ni siquiera llegaba a discernir si su hermana y su padre no se equivocaban con respecto a él. Era como si le hubieran arrancado de la conciencia todas las señas de identidad, para luego trasplantárselas, metempsicóticamente, al cuerpo de un hijo estable y sólido, de un hermano digno de toda confianza…
Gary se había acuclillado junto a Alfred.
—Siento que las cosas hayan tenido que terminar así, papá —dijo—. Te quiero, y nos veremos pronto.
—Beno. Yans vremos. Beno —replicó Alfred.
Agachó la cabeza y miró en derredor con una paranoia desatada.
—En cuanto a ti, mi querido e incompetente hermano —Gary separó los dedos, engarfiándolos, por encima de la cabeza de Chip, en un gesto que, aparentemente, pretendía ser afectuoso—, espero que eches una mano aquí.
—Haré lo que pueda —dijo Chip, en un tono mucho menos irónico de lo que él habría querido.
Gary se enderezó.
—Lamento haberte echado a perder el desayuno, mamá. Pero al menos me he desahogado, y ahora me siento mucho mejor.
—Podías haber esperado hasta que pasaran las Navidades —murmuró Enid.
Gary la besó en la mejilla.
—Llama a Hedgpeth mañana mismo. Luego me llamas a mí y me cuentas los planes. Voy a seguir todo esto muy de cerca.
Le parecía inverosímil a Chip que Gary pudiera largarse de la casa dejando a Alfred tirado en el suelo y el desayuno de Navidad de Enid echo trizas, pero Gary mantuvo su disposición racional, expresándose de un modo formal y hueco, sin mirar de frente a nadie, mientras se ponía el abrigo y recogía su bolsa y la que Enid le había preparado con los regalos para Filadelfia; todo porque tenía miedo. Chip lo percibió claramente en ese momento, tras el frente frío de la muda despedida de Gary. Su hermano tenía miedo.
Tan pronto como se cerró la puerta principal, Alfred se encaminó al cuarto de baño.
—Alegrémonos todos —dijo Denise—: Gary ha podido desahogarse y ya se encuentra mucho mejor.
—Pero tiene razón —dijo Enid, mirando desoladamente el acebo del centro de mesa—. Algo tiene que cambiar aquí.
Concluido el desayuno, las horas transcurrieron en la morbidez y la inválida expectativa de los días de fiesta. Chip, por el excesivo cansancio que traía, estaba muy destemplado, pero, al mismo tiempo, con la cara roja, por el calor de la cocina y el olor a pavo horneándose que cobijaba la casa. Cada vez que entraba en el campo de visión de su padre, una sonrisa de reconocimiento y placer se extendía por el rostro de Alfred. El reconocimiento podría haber revestido un carácter de identificación errónea, si no hubiera venido acompañado, cada vez, por una exclamación de Alfred en que se contenía el nombre de Chip. Daba toda la impresión de que el anciano adoraba a Chip. Llevaba casi toda su vida discutiendo con Alfred y quejándose de Alfred y sintiendo en las carnes el aguijón de su rechazo, y, por otra parte, sus fracasos personales y sus opiniones políticas eran ahora más extremados que nunca; y, sin embargo, era Gary quien se peleaba con el anciano, era Chip que le iluminaba el rostro.
Durante la cena se tomó la molestia de describir con algún detalle sus actividades en Lituania. Habría dado igual que recitara la tabla de logaritmos. Denise, que normalmente era un verdadero parangón de escucha ejemplar, estaba absorbida en ayudar a Alfred a comer, y Enid sólo tenía ojos para las deficiencias de su marido. Se estremecía o suspiraba o meneaba la cabeza cada vez que un trozo de comida caía en el mantel, cada vez que la situación entraba en un atasco. Resultaba muy obvio que Alfred estaba convirtiendo su vida en un infierno.
Soy la persona menos desdichada de esta mesa, pensó Chip.
Ayudó a Denise con los platos mientras Enid hablaba con sus nietos por teléfono y Alfred se iba a la cama.
—¿Cuánto tiempo lleva así papá? —le preguntó a Denise.
—¿Así? Desde ayer. Pero tampoco es que antes estuviera muy bien.
Chip se puso un abrigo muy grueso, de Alfred, y salió con un cigarrillo en la mano. En Vilnius no había experimentado un frío tan profundo como el de St. Jude. El viento agitaba las espesas hojas marrones que aún se aferraban a los robles, siempre más conservadores que ningún otro árbol; la nieve rechinaba bajo sus pies. Veinte bajo cero —había dicho Gary—. Que se salga al jardín con una botella de whisky. Chip deseaba abordar la cuestión del suicidio, tan importante, mientras disponía de un cigarrillo que le mejorara el rendimiento mental, pero tenía los bronquios y las vías nasales tan traumatizados por el frío, que el trauma del humo apenas si tenía efecto, y pronto se le hizo insoportable el dolor en los dedos y las orejas —los malditos pendientes—. Optó por abandonar y meterse a toda prisa en casa, justo cuando Denise salía.
—¿Dónde vas? —le preguntó Chip.
—Ahora vuelvo.
Enid, junto a la chimenea del cuarto de estar, se mordía los labios de pura desolación.
—No has abierto tus regalos —dijo.
—A lo mejor los abro mañana por la mañana —dijo Chip.
—Seguro que no van a gustarte nada.
—Lo que cuenta es el hecho de que me regales algo.
Enid negó con la cabeza.
—No son éstas las Navidades que yo quería. Así, de pronto, papá se ha quedado inútil. Completamente inútil.
—Vamos a probar con la pausa en la medicación, a ver si le sienta bien.
Enid quizá estuviera leyendo malos pronósticos en el fuego de la chimenea.
—¿Podrás quedarte una semana, para ayudarme a llevarlo al hospital?
La mano de Chip requirió el pendiente de la oreja, como quien acude a un talismán. Se sentía como un niño de los hermanos Grimm, irresistiblemente atraído hacia la casa embrujada por el calor y la comida; y ahora la bruja iba a encerrarlo en una jaula, a cebarlo y a comérselo.
Repitió el sortilegio que ya había utilizado en la puerta, antes de entrar:
—No puedo estar más de tres días —dijo—. Necesito ponerme en seguida a trabajar. Le debo dinero a Denise y tengo que pagárselo.
—Sólo una semana —dijo la bruja—. Sólo una semana, hasta que veamos cómo va todo en el hospital.
—No creo, mamá. Tengo que volver a Nueva York.
La desolación de Enid se hizo más profunda, pero la negativa de Chip no pareció sorprenderla.
—Bueno, pues tendré que ocuparme yo —dijo—. Siempre he sabido que tendría que ocuparme yo.
Se retiró a la madriguera, y Chip añadió unos cuantos leños a la chimenea. Ráfagas de frío lograban colarse por las ventanas, haciendo que se moviesen las cortinas. La caldera funcionaba sin parar. El mundo era más frío y estaba más vacío de lo que Chip había imaginado nunca, las personas mayores ya no estaban ahí.
Hacia las once, entró Denise apestando a tabaco y con pinta de haberse congelado en un setenta por ciento. Saludó a Chip con la mano e intentó subir inmediatamente a su cuarto, pero él insistió en que se sentara junto a la chimenea. Se puso de rodillas y agachó la cabeza, sorbiéndose la nariz cada vez que respiraba, y extendió las manos hacia las brasas. Mantenía la vista fija en las llamas, como para no correr el riesgo de mirarlo a él. Se sonó la nariz en un harapo de Kleenex ya húmedo.
—¿A dónde has ido? —dijo él.
—Nada más que a dar un paseo.
—Bastante largo.
—Sa.
—Algunos de los mensajes que me enviaste los borré sin leerlos de veras.
—Ah.
—O sea que cuéntame que ocurre —dijo Chip.
Ella meneó la cabeza.
—Todo. Ocurre todo.
—El sábado tenía casi treinta mil dólares en la mano. De los cuales pensaba darte veinticuatro a ti. Pero nos asaltaron unos individuos de uniforme y con pasamontañas. Por inverosímil que resulte.
—Voy a dar esa deuda por olvidada —dijo Denise.
La mano de Chip volvió a requerir el pendiente.
—Voy a empezar a pagarte un mínimo de cuatrocientos dólares al mes hasta cubrir el principal y los intereses. Ésa es mi prioridad número uno. Absolutamente la número uno.
Su hermana se volvió y levantó el rostro hacia él. Tenía los ojos incrustados en sangre y la frente más roja que la de un recién nacido.
—Te he dicho que te perdono la deuda. No me debes nada.
—Te lo agradezco mucho —se apresuró a decir él, mirando hacia otro lado—. Pero voy a pagártela de todos modos.
—No —dijo ella—. No pienso aceptar tu dinero. Te perdono la deuda. ¿Sabes lo que significa «perdonar»?
Con aquel talante suyo tan peculiar, con sus inesperadas palabras, estaba poniendo muy nervioso a Chip. Dio un tirón al pendiente y dijo:
—Venga ya, Denise, por favor. Respétame lo suficiente, al menos, como para dejar que te pague. Sé lo mierda que he sido. Pero no quiero seguir siéndolo toda mi vida.
—Quiero perdonarte la deuda —dijo ella.
—Por favor, de veras —Chip sonreía desesperadamente—. Déjame que te pague.
—¿Eres capaz de soportar que te perdonen?
—No —dijo él—. Básicamente, no. No puedo soportarlo. Será mucho mejor, en todos los sentidos, que te pague.
Aún de rodillas, Denise se inclinó hacia delante y recogió los brazos y se convirtió en oliva, en huevo, en cebolla. Del interior de aquella forma redondeada salió una voz en tono bajo:
—¿Te haces cargo del inmenso favor que me concederías si me permitieses perdonarte la deuda? ¿Te haces cargo de lo difícil que me resulta pedirte semejante favor? ¿Te haces cargo de que venir aquí estas Navidades es el único favor que te había pedido nunca? ¿Te haces cargo de que no pretendo insultarte? ¿Te haces cargo de que nunca he puesto en duda que quisieras pagarme, y de que sé que te estoy pidiendo algo muy difícil? ¿Te haces cargo de que no te pediría algo tan difícil si de veras, pero de veras, no lo necesitara?
Chip miró la trémula forma humana ovillada que tenía a los pies.
—Cuéntame lo que te pasa.
—Tengo problemas en varios frentes —dijo ella.
—Mal momento para hablar del dinero, pues. Olvidémoslo por ahora. Quiero oírte contar lo que está pasando.
Todavía en ovillo, Denise negó enfáticamente con la cabeza, una vez.
—Necesito que me lo digas aquí y ahora. Di: «Sí, gracias».
Chip hizo un gesto de desconcierto total. Iban a dar las doce de la noche y su padre empezaba ya a dar golpes en el piso de arriba y su hermana estaba ahí, recogida como un huevo e implorándole que aceptara el alivio al principal tormento de su vida.
—Mañana hablamos —dijo.
—¿Serviría de ayuda si te pidiera además otra cosa?
—Mañana, ¿vale?
—Mamá quiere que haya aquí alguien la semana que viene —dijo Denise—. Podrías quedarte una semana y echarle una mano. Esto significaría un enorme alivio para mí. Porque yo es que me muero, si me tengo que quedar después del sábado. Literalmente dejaré de existir.
A Chip le costaba trabajo respirar. La puerta de su jaula se cerraba con él dentro, muy de prisa. La sensación que había tenido en el servicio de caballeros del aeropuerto de Vilnius, la idea de que su deuda con Denise, lejos de constituir una carga, era su última defensa, le volvió en forma de espanto ante la perspectiva de ser perdonado. Llevaba tanto tiempo viviendo con ella, que la aflicción por esta deuda había asumido el carácter de un neuroblastoma, tan intrincadamente implicado en su arquitectura cerebral, que quizá no lograra sobrevivir a su extirpación.
Se preguntó si los últimos vuelos al este ya habrían despegado y si aún estaba a tiempo de marcharse esa misma noche.
—¿Por qué no partimos la deuda por la mitad? —dijo—. Así sólo te debo diez mil. ¿Por qué no nos quedamos ambos hasta el miércoles?
—Ni hablar.
—Si digo que sí, ¿dejarás de estar tan rara y te animarás un poco?
—Primero di que sí.
Alfred gritaba el nombre de Chip en el piso de arriba. Decía:
—Chip, ¿puedes ayudarme?
—Te llama hasta cuando no estás —dijo Denise.
Las ventanas se estremecían al viento. ¿Cuándo había ocurrido esto de que sus padres se convirtieran en niños que se acuestan pronto y llaman pidiendo ayuda desde el piso de arriba? ¿Cuándo había ocurrido?
—Chip —llamó Alfred—, no logro entender esta manta. ¿Puedes ayudarme?
La casa entera se estremeció y las protecciones contra el temporal vibraron y se intensificó la corriente de aire de la ventana más próxima a Chip; y, en una ráfaga de memoria, recordó las cortinas. Se acordó de cuando salió de St. Jude con destino al college. Se vio metiendo en la maleta las piezas austríacas de ajedrez, hechas a mano, que sus padres le regalaron al terminar la secundaria, y la biografía de Lincoln en seis volúmenes, la clásica de Carl Sandburg, que le regalaron por su décimo octavo cumpleaños, y su nuevo blazer azul marino comprado en Brooks Brothers («Pareces un médico muy joven y muy guapo», le dejó caer Enid), los grandes montones de camisetas blancas y slips blancos y calzoncillos largos blancos, y una foto de Denise enmarcada en acrílico, de cuando estaba en quinto, la mismísima manta Hudson Bay, de óptima calidad, que Alfred había llevado consigo al incorporarse a la Universidad de Kansas, cuatro decenios atrás, y unas manoplas de lana con refuerzos de cuero que también databan del más remoto pasado kansiano de Alfred, y un juego de cortinas térmicas muy resistentes que Alfred le había comprado en Sears. Leyendo la documentación que el college enviaba para orientación de sus nuevos alumnos, Alfred se había quedado impresionado ante la frase Los inviernos pueden ser muy fríos en Nueva Inglaterra. Las cortinas de Sears eran material plastificado, marrón y rosa, con vuelta de espuma de caucho. Eran pesadas y voluminosas y rígidas.
—Aprenderás a valorarlas cuando llegue la primera noche de verdadero frío —le dijo a Chip—. Te sorprenderá lo eficaces que pueden ser eliminando las corrientes.
Pero el compañero de habitación de Chip en primer curso resultó ser un producto de colegio privado que se llamaba Roan McCorkle y que pronto estaría dejando huellas dactilares, de vaselina, al parecer, en la foto de Denise de cuando estaba en quinto. Roan se reía de las cortinas, y Chip se reía también. Las devolvió a su caja y arrumbó la caja en el sótano de la residencia y la dejó ahí, cogiendo moho, durante los cuatro años siguientes. No tenía nada personal contra las cortinas. No eran más que cortinas, y querían lo que todas las cortinas quieren: colgar bien, dejar fuera la luz con toda la eficacia posible, no ser demasiado pequeñas ni demasiado grandes para la ventana a cuya cobertura han de consagrar sus desvelos; que las corran hacia allá por las mañanas y hacia acá por las noches; agitarse con las brisas que anuncian la lluvia en las noches de verano; ser de mucho uso y poco estorbo. Había innumerables hospitales y asilos y moteles baratos, no sólo en el Medio Oeste, sino también en el este, donde aquellas cortinas con vuelta en espuma de caucho habrían podido disfrutar de una existencia muy larga y muy útil. No era culpa suya no tener sitio en una residencia de estudiantes. No habían traicionado ningún afán de elevarse por encima de su condición; no había en el material de que estaban hechas, ni en su diseño, el más leve atisbo de injustificable ambición. Eran lo que eran. En todo caso, cuando por fin las devolvió Chip a la luz del día, en vísperas de su graduación, aquellos virginales pliegues de color de rosa resultaron estar menos plastificados y ser menos caseros y tener menos pinta Sears de lo que él recordaba. No eran como para abochornarse tanto.
—No entiendo estas mantas —dijo Alfred.
—Muy bien —le dijo Chip a Denise mientras empezaba a subir la escalera—. Si te vas a sentir mejor, no te pago.
La cuestión era: ¿Cómo salir de esta cárcel?
Con quien había que andarse con muchísimo ojo era con la señora negra y grande, la mala, la hijaputa. Pretendía convertir su vida en un infierno. Estaba ahí, en la otra punta del patio de la cárcel, echándole miradas significativas, para recordarle que no se había olvidado de él, que seguía persiguiendo con toda vehemencia su venganza. Era una hijaputa negra, una gandula, y así se lo dijo, a gritos. Lanzó maldiciones contra todos los hijosputa, blancos y negros, que lo rodeaban. Malditos hijosputa sigilosos, con sus minuciosas regulaciones. Burócratas de la EPA (Agencia de Protección Ambiental), funcionarios de la OSHA (Oficina para la Seguridad y la Salud en el Trabajo), sinvergüenzas insolentes. Ahora se mantenían a distancia, claro, porque sabían que los tenía calados, pero que se durmiera un segundo, que bajara la guardia, e ibas a ver lo que le hacían. Ardían en deseos de decirle que no era nadie. Ardían en deseos de comunicarle su desprecio. La hijaputa gorda y negra, esa hija de perra de ahí, le sostenía la mirada y asentía, por encima de las cabezas blancas de los demás reclusos: Te cogeré. Eso es lo que le decía con el gesto. Y nadie más veía lo que le estaba haciendo. Todos los demás eran extraños, gente tímida e inútil, que no hacían más que decir sandeces. Le había dicho hola a uno de aquellos tipos, le había hecho una pregunta muy sencilla. El tipo ni siquiera hablaba inglés. Tenía que haber sido la mar de sencillo, hacer una pregunta sencilla, obtener una respuesta sencilla, pero no, evidentemente. Ahora tenía que apañárselas solo, estaba solo en un rincón; y los hijos de puta iban a por él.
No comprendía dónde estaba Chip. Chip era un intelectual y conocía el modo de entenderse con esa gente. Chip había hecho un buen trabajo ayer, mejor del que habría hecho él mismo. Hizo una pregunta sencilla, obtuvo una respuesta sencilla, y luego lo explicó de un modo al alcance de cualquiera. Pero no había ni rastro de Chip, ahora. Presos intercambiando señales, moviendo los brazos como guardias de tráfico. Tú prueba a darle una orden sencilla a esta gente. Prueba. Harían como si no existieras. La negra gorda hijaputa los tiene aterrorizados. Si se imaginara que los reclusos están de su parte, si descubriera que lo habían ayudado de algún modo, los haría pagar por ello. Oh, sí, se le veía en los ojos. Tenía una mirada de esas de Te voy a hacer mucho daño. Y él, a estas alturas de la vida, ya estaba harto de mujeres como esa negra insolente; pero ¿qué remedio le quedaba? Era la cárcel. Una institución pública. No se privarían de encerrar a nadie. Mujeres de pelo blanco intercambiando señales. Hadas pelonas tocándose la punta de los pies. Pero, por amor de Dios, ¿por qué él? ¿Por qué él? Lo hacía llorar que lo tuviesen en un lugar así. Suficiente infierno es la vejez, sin necesidad de que encima lo persiga a uno esa hija de mala madre, andando como los patos.
Y ahí venía otra vez.
—¿Alfred? —descarada, insolente—. ¿Vas a dejar ahora que te estire las piernas?
—¡Eres una maldita hija de puta! —le dijo él.
—Yo soy quien soy, Alfred. Pero conozco a mis padres. Ahora, ¿por qué no bajas las manos, sin más complicaciones, y me dejas estirarte las piernas, y ya verás lo bien que te sienta?
Trató de arremeter contra ella cuando se acercó, pero se le había trabado el cinturón en la silla, en la silla, de algún modo, en la silla. Se quedó trabado en la silla, sin poder moverse.
—Si sigues en ésas, Alfred —dijo la malvada—, vamos a tener que llevarte de nuevo a tu habitación.
—¡Hijaputa, hijaputa, hijaputa!
Le puso cara de insolencia y se fue, pero él sabía que volvería. Siempre vuelven. Su única esperanza era encontrar el modo de liberar el cinturón de la silla. Liberarse, salir corriendo, poner fin a esto. Un error de proyecto, poner el patio de la prisión a tantos pisos de altura. Se veía hasta Illinois. Grande, la ventana de ahí. Error de proyecto, si pensaban alojar aquí a los reclusos. Por la pinta, el cristal era térmico, de dos capas. Si se lanzaba contra él de cabeza y le pegaba fuerte, podía lograrlo. Pero antes tenía que liberar el cinturón.
Porfió con su pequeña anchura de nailon, siempre del mismo modo, una y otra vez. Hubo un tiempo en que se enfrentó filosóficamente a los obstáculos, pero ese tiempo había pasado para siempre. Se notó los dedos más frágiles que tallos de hierba, cuando intentó pasarlos por debajo del cinturón, para tirar de él. Se doblaban como plátanos pochos. Introducirlos por debajo del cinturón era tan obvia y extremadamente imposible —tan abrumadora era la ventaja del cinturón en cuanto a resistencia y dureza—, que sus esfuerzos pronto se convirtieron en una mera exhibición de despecho y rabia e incapacidad. Enganchó las uñas en el cinturón y luego separó los brazos, haciendo que sus manos chocaran contra los brazos de su silla carcelera y que rebotaran, con dolor, de un sitio a otro, porque estaba tan tremendamente cabreado…
—Papá, papá, papá, ya, cálmate —dijo la voz.
—¡Coge a esa hijaputa! ¡Coge a esa hijaputa!
—Papá, ya, soy yo. Chip.
Sí, la voz le resultaba familiar. Miró a Chip cuidadosamente, para estar seguro de que era su segundo hijo quien le hablaba, porque los hijosputa se aprovechan de ti en cuanto te descuidas. Sí, si quien le hablaba hubiera sido cualquier otra persona de este mundo, y no Chip, no habría valido la pena confiar en él. Demasiado arriesgado. Pero había algo en Chipper que los hijosputa no podían simular. A Chipper, bastaba con mirarlo a la cara para saber que nunca te mentiría. Había en él un encanto que nadie lograría simular.
Según viraba hacia la certeza su identificación de Chip, se le fue tranquilizando la respiración y algo parecido a una sonrisa se abrió camino por entre las demás fuerzas que peleaban en su rostro.
—¡Vaya! —dijo, por fin.
Chip se acercó una silla y le ofreció un vaso de agua helada, de la cual, como pudo comprobar, tenía gran sed. Alfred sorbió largamente por la paja y le devolvió el agua a Chip.
—¿Dónde está tu madre?
Chip dejó el vaso en el suelo.
—Se ha despertado resfriada. Le he dicho que se quede en la cama.
—¿Dónde vive ahora?
—Está en casa. Exactamente en el mismo sitio que hace dos días.
Chip ya le había explicado por qué tenía que estar allí, y la explicación se mantenía en pie mientras pudiera verle la cara a Chip y oír su voz, pero se venía abajo en cuanto faltaba Chip.
La negra grande y mala daba vueltas en torno a ambos, con la maldad en los ojos.
—Esto es una sala de fisioterapia —dijo Chip—. Estamos en el octavo piso del St. Luke. Aquí fue donde operaron del pie a mamá. Te acuerdas, ¿no?
—Esa mujer es una hija de puta —dijo Alfred, señalando.
—No. Es una fisioterapeuta —dijo Chip—. Y está tratando de ayudarte.
—No, mírala. ¿No ves cómo es? ¿No lo ves?
—Es una fisioterapeuta, papá.
—¿Es qué? ¿Ésa?
Por un lado, confiaba en la inteligencia y la seguridad de su hijo el intelectual. Por otro, la hijaputa negra le estaba echando el Ojo, avisándolo del mal que pensaba infligirle a la menor oportunidad: había una gran malevolencia en su comportamiento, eso estaba más claro que el agua. Alfred no era capaz ni de empezar a conciliar esta contradicción: su fe en que Chip tenía toda la razón y su convencimiento de que aquella hijaputa no era fisioterapeuta ni por el forro.
La contradicción se abrió en un abismo sin fondo. Miró sus profundidades, con la boca abierta, colgante. Algo caliente le resbalaba por la barbilla.
Y ahora se le acercaba la mano de algún hijoputa. Trató de apartársela de un golpe y se dio cuenta, justo a tiempo, de que la mano pertenecía a Chip.
—Tranquilo, papá. Sólo te estoy limpiando la barbilla.
—Ay, Dios.
—¿Quieres estarte un rato aquí sentado, o prefieres volver a tu habitación?
—Lo dejo a tu discreción.
Esta práctica frase le vino lista para ser dicha, esmerada a más no pedir.
—Entonces nos volvemos.
Chip se situó detrás de la silla e hizo unos ajustes. Evidentemente, la silla tenía engranajes y palancas de enorme complejidad.
—Mira a ver si me puedes desenganchar el cinturón —dijo.
—Vamos a la habitación, y allí puedes andar un poco.
Chip lo sacó del patio en la silla de ruedas y lo llevó, de celda en celda, hasta su celda. No conseguía superar el asombro ante el lujo de las instalaciones. Aquello era como un hotel de cinco estrellas, dejando aparte las barras de las camas y las ataduras y las radios, el equipo para controlar a los reclusos.
Chip lo dejó aparcado junto a la ventana, salió de la habitación con una jarra de poliestireno y regresó al poco tiempo en compañía de una guapa muchachita de chaqueta blanca.
—¿Señor Lambert? —dijo. Era guapa al estilo de Denise, con el pelo negro y rizado, y con gafas de aro, pero más pequeña—. Soy la doctora Schulman. Nos conocimos ayer, ¿recuerda?
—¡Vaya! —dijo él, sonriendo de oreja a oreja.
Recordaba un mundo donde había chicas así, chiquitas y guapas, con los ojos brillantes y la expresión inteligente, un mundo de esperanza.
Ella le puso una mano en la cabeza y se inclinó como para darle un beso. Le dio un susto de muerte. Estuvo a punto de darle un golpe.
—No pretendía asustarlo —dijo—. Lo único que quiero es mirarle a los ojos. ¿Le parece bien?
Él se volvió hacia Chip, para que lo tranquilizara, pero Chip tenía la mirada puesta en la chica.
—¡Chip! —llamó.
Chip apartó la mirada de la chica.
—Sí, papá.
Bueno, pues ahora que había atraído la atención de Chip, tenía que decir algo, y lo que dijo fue:
—Dile a tu madre que no se preocupe del follón que ha quedado allí. Que ya lo arreglaré yo.
—Vale, se lo diré.
Le revoloteaban en torno a la cabeza los hábiles dedos de la chica, su suave rostro. Le pidió que cerrara la mano, le dio un pellizco, le aplicó un golpecito. Hablaba como la televisión que llega desde el cuarto de otro.
—Papá —dijo Chip.
—No lo he oído.
—La doctora Schulman quiere saber si prefieres «Alfred» o «señor Lambert». ¿Cómo quieres que te trate?
Él sonrió dolorosamente.
—No te sigo.
—Creo que preferirá «señor Lambert» —dijo Chip.
—Señor Lambert —dijo la chiquita—, ¿puede decirme dónde estamos?
Él se volvió de nuevo a Chip, cuya expresión era expectante, pero no de ayuda. Señaló la ventana:
—Por ahí está Illinois —le dijo a la chica y a su hijo.
Ambos escuchaban con mucho interés, ahora, y se consideró en la obligación de decir más:
—Hay una ventana… que… si la abre usted… sería lo que quiero. No he podido desabrocharme el cinturón. Y eso.
Estaba fallando, y lo sabía.
La chiquita lo miró desde lo alto, con cara de bondad.
—¿Puede decirme quién es nuestro actual presidente?
Sonrió: ésa era fácil.
—Bueno —dijo—. Con la cantidad de cosas que tiene ahí abajo. Seguro que ni sabe lo que tiene. Tendríamos que tirarlo todo.
La chiquita asintió con la cabeza, como si aquello hubiera sido una respuesta razonable. Luego levantó ambas manos. Era igual de guapa que Enid, pero Enid llevaba una alianza, Enid no necesitaba gafas, Enid se había puesto vieja, últimamente, y a Enid, con toda probabilidad, sí que la habría reconocido, aunque, siéndole mucho más familiar que Chip, también era mucho más difícil de ver.
—¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó la chica.
Contempló los dedos. En lo que a él se le alcanzaba, el mensaje que le estaban comunicando era Relájate. Desténsate. Tranquilo.
Con una sonrisa, dejó que se le vaciara la vejiga.
—Señor Lambert, ¿cuántos dedos hay aquí?
Los dedos estaban ahí. Era bonito verlos. El alivio de no ser responsable. Cuanto menos supiera, mejor estaría. No saber nada en absoluto sería el paraíso.
—Papá.
—Tendría que saberlo —dijo él—. ¿Cómo se me va a olvidar una cosa así?
La chiquita y Chip intercambiaron una mirada y a continuación salieron al pasillo.
Había disfrutado destensándose, pero un minuto después empezó a sentirse pegajoso. Ahora necesitaba cambiarse, y no podía. Se quedó sentado sobre su propia excreción, mientras se enfriaba.
—Chip —dijo.
Había descendido la quietud sobre el ala de las celdas. No podía confiar en Chip, se pasaba el tiempo desapareciendo. No podía confiar en nadie más que en sí mismo. Sin planes en la mente y sin fuerza en las manos, intentó aflojar el cinturón para poder quitarse los pantalones y secarse. Pero el cinturón estaba tan antipático como siempre. Veinte veces lo recorrió con las manos y otras tantas falló en el intento de localizar la hebilla. Era como una persona en dos dimensiones que busca la libertad en una tercera dimensión. Podía pasarse la eternidad buscando, que nunca iba a encontrar la maldita hebilla.
—Chip —llamó, pero no muy alto, porque la hijaputa negra andaba merodeando por ahí, y podía castigarlo con mucha severidad—. Chip, ven a ayudarme.
Le habría gustado quitarse del todo las piernas. Eran flojas y no paraban quietas y estaban húmedas y las tenía atrapadas. Dio unas patadas y se balanceó en su silla de no balancín. Tenía las manos sublevadas. Cuanto menos podía hacer con las piernas, más le bailaban las manos. Los hijosputa lo tenían atrapado, lo habían traicionado, y se echó a llorar. ¡Si lo hubiera sabido! Si lo hubiera sabido, habría podido dar los pasos necesarios, había tenido la escopeta, había tenido el océano insondable. Si lo hubiera sabido.
Estrelló una jarra de agua contra la pared y por fin vino alguien corriendo.
—Papá, papá, papá. ¿Qué pasa?
Alfred miró a los ojos a su hijo. Abrió la boca, pero la única palabra que pudo pronunciar fue «Yo…».
Yo…
He cometido errores…
Estoy solo…
Estoy mojado…
Quiero morirme…
Lo siento…
He hecho lo que he podido…
Amo a mis hijos…
Necesito tu ayuda…
Quiero morirme…
—No puedo estar aquí —dijo.
Chip se acuclilló junto a la silla.
—Escucha —dijo—. Tienes que estar aquí una semana más, para que puedan hacerte el seguimiento. Hay que averiguar qué pasa.
Él negó con la cabeza.
—¡No! ¡Tienes que sacarme de aquí ahora mismo!
—Lo siento mucho, papá —dijo Chip—, pero no puedo llevarte a casa. Tienes que estar aquí una semana más, como mínimo.
¡Ay, cómo le ponía a prueba la paciencia, este hijo suyo! A estas alturas, Chip ya debería haber comprendido lo que le estaba pidiendo, sin que hubiera necesidad de volver a explicárselo.
—¡Te estoy diciendo que pongas fin a esto! —pegó un puñetazo en el brazo de su silla carcelera—. ¡Tienes que ayudarme a poner fin a esto!
Miró la ventana por la cual, al fin, estaba dispuesto a arrojarse. O que le dieran una escopeta, o que le dieran un hacha, o que le dieran lo que fuese, pero que lo sacaran de allí. Tenía que conseguir que Chip lo comprendiese.
Chip cubrió con sus manos las suyas trémulas.
—Me voy a quedar contigo, papá —dijo—. Pero eso no puedo hacerlo por ti. No puedo terminar con esto de ese modo. Lo siento.
Como la esposa muerta o la casa quemada, así de vivo permanecía en su memoria el recuerdo de la claridad mental y de la capacidad de acción. Por una ventana que daba al otro mundo, aún alcanzaba a ver la claridad y ver la capacidad, sólo que fuera de su alcance, más allá de los cristales térmicos de la ventana. Alcanzaba a ver los desenlaces deseados, ahogarse en el mar, un tiro de escopeta, lanzarse desde una altura, todos ellos tan cerca, que se negaba a creer que había perdido la oportunidad de procurarse tal alivio.
Lloró sobre la injusticia de su condena.
—Por el amor de Dios, Chip —dijo en voz alta, porque se daba cuenta de que aquélla podía ser su última oportunidad de liberarse, antes de perder por completo el contacto con la claridad y la capacidad, y era por consiguiente indispensable que Chip comprendiera exactamente lo que quería—. Te estoy pidiendo ayuda. Tienes que sacarme de esto. ¡Tienes que poner fin a esto!
Con los ojos enrojecidos, bañado en lágrimas, el rostro de Chip seguía lleno de capacidad y claridad. Ahí tenía un hijo en quien podía confiar para que lo comprendiese como se comprendía a sí mismo; y, por consiguiente, la respuesta de Chip, cuando se produjo, fue absoluta. La respuesta de Chip le dijo que aquí terminaba la historia. Terminaba con Chip moviendo la cabeza, con Chip diciéndole:
—No puedo, papá. No puedo.