Cierta luminosa mañana de mayo, Brian Callahan llegó ante la casa donde vivía Denise, en Federal Street, conduciendo su viejo Volvo familiar color helado de pistacho. Cuando se compra uno un Volvo de segunda mano, hay que buscarlo de color verde pálido, y Brian era la típica persona que nunca se compraría un coche de primera clase si no era del mejor color. Ahora que era rico podía pedir que se lo pintaran del color que le viniese en gana, claro; pero, al igual que Denise, Brian era la típica persona para quien hacer eso era hacer trampas.
Nada más entrar en el coche, Brian le preguntó si podía vendarle los ojos. Denise miró el pañuelo negro que él le mostraba. Miró su anillo de boda.
—Confía en mí —dijo él—. La sorpresa vale la pena.
Ya antes de vender Eigenmelody por 19,5 millones de dólares, Brian iba por el mundo como quien acaba de descubrir una mina de oro. Tenía el rostro carnoso y algo menos que agraciado, pero también tenía unos ojos azules de primera y el pelo rubio y pequitas de niño pequeño. Tenía toda la pinta de ser lo que era: un antiguo jugador de lacrosse de Haverford y, en lo esencial, un hombre como Dios manda, a quien nada malo le había ocurrido nunca y a quien, por consiguiente, más valía no decepcionar.
Denise permitió que le tocase la cara. Permitió que aquellas manazas trebejasen en su cabello y anudaran el pañuelo, le permitió incapacitarla.
El motor del Volvo era un canto al esfuerzo requerido para propulsar un buen pedazo de metal por la carretera adelante. Brian hizo sonar una canción de un grupo todo de chicas en su estéreo de quita y pon. A Denise le gustó la música, pero tampoco era para sorprenderse. Brian parecía empeñado en no hacer ni decir ni obligarla a oír nada que no le gustase. Llevaba tres semanas llamándola por teléfono y dejándole mensajes en voz baja. («Hola, soy yo»). Su amor se veía venir de lejos, igual que un tren, y le gustaba. La excitaba por delegación. Denise no se equivocaba pensando que esa excitación fuera atracción (Hemerling, si no otra cosa, al menos había hecho que Denise desconfiase de sus sentimientos), pero tampoco evitaba alentar a Brian en sus aspiraciones; y esta mañana se había vestido en consecuencia. No era justo, el modo en que se había vestido.
Brian le preguntó que qué le parecía la canción.
—Bah —se encogió de hombros, poniendo a prueba los límites de su ansia por satisfacerla—. No está mal.
—Me dejas atónito —dijo él—. Estaba convencido de que te encantaría.
—Es que me encanta.
Denise pensó: ¿qué problema tengo?
Iban por una mala carretera, con trechos adoquinados. Cruzaron pasos a nivel y tramos de gravilla, con badenes. Brian aparcó.
—Me he gastado un dólar en comprar una opción por este sitio —dijo—. Si no te gusta, un dólar menos que tengo.
Denise llevó la mano al pañuelo.
—Voy a quitarme esto.
—No. Un momento, ya casi estamos.
La agarró del brazo de modo legal y la condujo por gravilla tibia hasta llegar a una zona de sombra. Denise olió el río, la quietud de su cercanía, su alcance líquido, que devora todo sonido. Oyó unas llaves y un candado, el rezongo de unos goznes reforzados. El frío aire industrial de un almacén cerrado le recorrió los hombros desnudos y le pasó entre las piernas desnudas. Olía a cueva sin contenido orgánico.
Brian la ayudó a subir cuatro tramos de escaleras metálicas, quitó el candado de otra puerta y la hizo entrar en un espacio más cálido, donde la reverberación adquiría una grandeza de estación de ferrocarril o de catedral. El aire olía a moho seco que se nutría de moho seco que se nutría de moho seco.
Antes de que Brian acabara de devolverle la visión, Denise supo dónde estaba. La Philadelphia Electric Company, en los años setenta, había retirado de servicio sus plantas energéticas de carbón contaminante, majestuosos edificios como éste, situado justo al sur de Center City, que Denise siempre admiraba al pasar con el coche, aminorando la marcha. El espacio era vasto y brillante. El techo estaba a veinte metros y altas vidrieras a lo Chartres horadaban los muros norte y sur. El suelo de cemento había sido objeto de sucesivos parches y se le veían estropicios causados por materiales más duros que él: era más un terreno que un suelo propiamente dicho. En el centro se alzaban los restos exoesqueléticos de dos unidades de caldera y turbina, que parecían grillos tamaño casa, sin antenas ni patas. Rectángulos de capacidad perdida, electromotores, negros, erosionados. En la parte del río había unas gigantescas escotillas por donde en tiempos entraba el carbón y salían las cenizas. Trazas de conducciones y toboganes y escaleras ausentes abrillantaban las renegridas paredes.
Denise negó con la cabeza.
—Aquí no puedes montar un restaurante.
—Temía que dijeras eso.
—No voy a poder dejarte sin un dólar: tú solo vas a perder todo lo que tienes.
—Podría conseguir alguna aportación bancaria, también.
—Por no mencionar el bifenil policlorinado y el amianto que nos estamos echando para el cuerpo mientras hablamos.
—En eso te equivocas —dijo Brian—. Este lugar no tendría un precio asequible si cumpliese los requisitos de los superfondos de inversión. Sin el dinero de los superfondos, la PECO no puede permitirse derribarlo. Está demasiado limpio.
—Pobre PECO, qué penita me da.
Se acercó a las turbinas, enamorada ya de aquel espacio, aunque no fuera el adecuado. La decadencia industrial de Filadelfia, los putrescentes encantos del Taller del Mundo, la supervivencia de estas megarruinas en estos microtiempos: Denise era capaz de identificar ese talante porque había nacido en una familia de personas mayores que guardaba en el sótano las cosas de lana, en alcanfor, igual que las metálicas, en unas cajas vetustas. De la destellante modernidad del colegio regresaba todas las tardes al mundo de su casa, más oscuro y más viejo.
—Esto no hay quien lo caliente en invierno ni quien lo refresque en verano —dijo—. Es una pesadilla en forma de gastos de mantenimientos.
Brian, con su mina de oro recién descubierta, la miraba atentamente.
—Mi arquitecto dice que se puede instalar una sección en toda la parte sur, a lo largo de las vidrieras. Salen unos doce metros. Cristal en los otros tres lados. La cocina, abajo. Limpiar las turbinas con vapor, colgar unos cuantos focos y lo demás dejarlo tal cual, en su mayor parte.
—Es tirar dinero a la basura.
—Como verás, no hay palomas —dijo Brian—. Ni charcos.
—Tienes que contar un año para conseguir todos los permisos, otro para construir, otro para pasar las inspecciones. Es mucho tiempo para que me estés pagando por no hacer nada.
Brian le explicó que su idea era abrir en febrero. Tenía amigos arquitectos y contratistas, y no preveía ningún problema con la «L&I», la temida oficina de Licencias e Inspecciones.
—El comisario —dijo— es amigo de mi padre. Juegan al golf juntos todos los jueves.
Denise se echó a reír. La ambición de Brian, su competencia, le «daban cosquillitas», por decirlo como lo habría dicho su madre. Miró los arcos de las ventanas.
—No sé qué clase de comida piensas tú que puede servirse en un sitio como éste.
—Cosas muy decadentes y muy distinguidas. Pero ese problema eres tú quien tiene que resolverlo.
Cuando volvieron al coche, cuyo verdor encajaba perfectamente con los hierbajos que crecían en torno al solar de la gravilla, Brian le preguntó si había hecho ya sus planes para el viaje a Europa.
—Tienes que tomarte un mínimo de dos meses —dijo—. Y esto lo digo con segundas intenciones.
—¿Por qué?
—Si vas tú, también iré yo, un par de semanas. Quiero comer lo que tú comas. Quiero oír lo que vayas pensando.
Al decirlo manifestaba un encantador sentido del propio interés. ¿Quién no iba a estar encantado de viajar por Europa con una mujer muy bonita y muy experta en vino y cocina? Si tú, en vez de él, fueras el afortunado bribón que tuviera que hacerlo, él estaría tan encantado por ti como espera que tú estés encantado por él, ahora. Ése era el tono.
Una parte de Denise se maliciaba que el sexo con Brian iba a ser mucho mejor que con otros hombres y reconocía en él sus propias ambiciones. De modo que esa parte de Denise aceptó la idea de pasar seis semanas en Europa y encontrarse con él en París.
Otra parte, más suspicaz, preguntó:
—¿Cuándo voy a conocer a tu familia?
—¿Qué tal el próximo fin de semana? Ven a Cape May a hacernos una visita.
Cape May, New Jersey, consistía en un núcleo de casas victorianas y bungalows elegantemente desvencijados, rodeado de un circuito impreso de asqueroso boom. Los padres de Brian, como era lógico, tratándose de ellos, poseían uno de los mejores bungalows antiguos. Detrás tenían una piscina para los fines de semana de principios del verano, cuando el océano está aún demasiado frío. Cuando llegó Denise, un domingo, avanzada la tarde, allí se encontró a Brian con sus hijas, repantigados, mientras una mujer de pelo de ratón, cubierta de sudor y herrumbre, atacaba una mesa de hierro forjado con un cepillo metálico.
Denise había dado por supuesto que la mujer de Brian sería una persona llena de ironía y con mucho estilo y algo más que impresionante. Robin Passafaro llevaba unos pantalones amarillos, de chándal, una gorra de Pinturas Michael A. Bruder, un jersey de los Phillies de un color rojo muy poco halagüeño y unas gafas espantosas. Se limpió la mano en los pantalones y se la tendió a Denise. Su saludo fue muy chillón e insólitamente formal:
—Encantada de conocerte.
Y reanudó inmediatamente su tarea.
Tampoco tú me gustas a mí, pensó Denise.
Sinéad, una niña de diez años, muy flaca, estaba sentada en el trampolín, con un libro en los muslos. Saludó cuidadosamente a Denise. Erin, una niña más pequeña y más gordita, con unos auriculares puestos, estaba inclinada sobre una mesa de jardín, con ceño de concentración. Lanzó un silbido en tono bajo.
—Erin está practicando llamadas de pájaros —dijo Brian.
—¿Para qué?
—Ni idea, la verdad.
—Una urraca —anunció Erin—. ¿Cueg-cueg-cueg-cueg?
—Me parece a mí que éste es el mejor momento para que lo dejes —dijo Brian.
Erin se quitó los cascos, corrió hacia el trampolín y trató de hacer caer a su hermana. A punto estuvo el libro de Sinéad de ir a parar al agua. Lo enganchó a tiempo, con un gesto elegante.
—¡Papá!
—Mira, cariño, los trampolines no son para leer.
Había algo encocado, de avance rápido de cinta, en la manera de cepillar de Robin; algo mordaz y rencoroso que le estaba poniendo los nervios de punta a Denise. También Brian lanzó un suspiro y se quedó mirando a su mujer:
—¿Te falta mucho?
—¿Quieres que lo deje?
—Sería muy de agradecer, sí.
—Vale.
Robin soltó el cepillo y echó a andar hacia la casa.
—Denise, ¿puedo ofrecerte algo de beber?
—Un vaso de agua, por favor.
—Escucha, Erin —dijo Sinéad—, yo soy el agujero negro y tú eres la enana roja.
—No, yo quiero ser el agujero negro —dijo Erin.
—No, el agujero negro soy yo. La enana roja se mueve en círculos y poco a poco la chupan las poderosas fuerzas de la gravedad. El agujero negro se queda sentado, leyendo.
—¿Colisionamos? —preguntó Erin.
—Sí —intervino Brian—, pero el mundo exterior no se entera de nada. Es una colisión perfectamente silenciosa.
Robin reapareció enfundada en un bañador negro de una pieza. Con un ademán al que faltaba un pelo para la franca grosería, le tendió su agua a Denise.
—Gracias —dijo Denise.
—De nada —dijo Robin.
Se quitó las gafas y se tiró a la piscina por la parte profunda. Nadó bajo el agua mientras Erin daba vueltas alrededor de la piscina lanzando gritos muy propios de una estrella agonizante, enana roja o enana blanca. Robin, al asomar por el lado menos profundo, daba la impresión de estar desnuda, en su casi ceguera. Así se parecía más a la esposa que Denise había imaginado: cascadas de pelo cayéndole de la cabeza a los hombros, centelleos en las mejillas y en los ojos oscuros. Cuando salió de la piscina, el agua se le acumuló en los bordes del bañador y salió por entre los pelos sin cuidar de su línea de bikini.
Una antigua confusión sin resolver se juntó como una especie de asma en el interior de Denise. Sintió la necesidad de marcharse de allí y ponerse a cocinar algo.
—He parado en los mercados necesarios —le dijo a Brian.
—No está muy bien eso de que la invitada trabaje —dijo él.
—Ya, pero soy yo quien se ha ofrecido, y además me pagas.
—Sí, eso es verdad.
—Erin, ahora eres un patógeno —dijo Sinéad, deslizándose en el agua— y yo soy un leucocito.
Denise hizo una sencilla ensalada de tomates cereza, amarillos y rojos. Hizo quinoa con mantequilla y azafrán y filetes de fletan con guarnición de mejillones y pimientos asados. Casi había terminado cuando se le ocurrió mirar bajo las cubiertas de aluminio de varios platos que había en el refrigerador. Allí encontró una ensalada verde, una ensalada de fruta, una fuente de mazorcas limpias y una bandeja llena de (¿era posible?) «cerditos en su manta».
Brian estaba solo en la terraza, bebiéndose una cerveza.
—Hay cena en el frigorífico —le dijo Denise—. Ya había cena.
—Pues sí —dijo Brian—. Robin debe de… Supongo que mientras las niñas y yo estábamos pescando…
—Bueno, pues hay una cena entera, ahí dentro. Y yo he hecho otra.
Denise se reía, verdaderamente furiosa.
—¿Es que no os comunicáis entre vosotros?
—Pues no, la verdad, no hemos tenido un día muy comunicativo. Robin tenía algo que hacer en el Proyecto Huerta y pretendía quedarse allí hasta que lo terminara. Tuve que traerla a rastras.
—Pues qué bien, joder.
—Mira —dijo Brian—, ahora nos comemos tu cena, y mañana nos comemos nosotros la de Robin. La culpa es enteramente mía.
—Diría yo, sí.
Encontró a Robin en el otro porche, cortándole las uñas de los pies a Erin.
—Cuando ya tenía preparado algo de cenar —le dijo—, me he encontrado con que había cena hecha. Y Brian no me había dicho nada.
—Da lo mismo —dijo Robin, encogiéndose de hombros.
—No, de veras, lo siento mucho.
—Da lo mismo —dijo Robin—. Las chicas se pusieron contentísimas viendo que tú cocinabas.
—Lo siento.
—Da lo mismo.
Durante la cena, Brian aguijoneó a su tímida progenie para que contestara las preguntas de Denise. Cada vez que ésta las sorprendía mirándola, ambas chicas se ruborizaban y agachaban la cabeza. Sinéad, en particular, parecía conocer el modo más correcto de reclamar a Denise. Robin comió a toda prisa, con los ojos en el plato, y declaró que todo estaba «muy sabroso». No resultaba fácil saber qué proporción de su animosidad iba dirigida contra Brian y cuál contra Denise. Se fue a la cama sólo un poco más tarde que las niñas, y por la mañana ya se había ido a misa cuando Denise se levantó.
—Una pregunta rápida —dijo Brian, sirviendo café—. ¿Qué te parecería llevarnos a las niñas y a mí a Filadelfia, esta noche? Robin quiere volver temprano a su Proyecto Huerta.
Denise vaciló. Se sentía claramente empujada por Robin a los brazos de Brian.
—No hay problema si no te parece bien —dijo él—. A Robin no le importaría ir ella en autobús y dejarnos a nosotros el coche.
¿El autobús? ¿El autobús?
Denise se rio.
—Sí, hombre, claro que sí. Yo os llevo.
Y añadió, haciéndole eco a Robin:
—Da lo mismo.
En la playa, mientras el sol iba consumiendo las metálicas nubes mañaneras de la costa, Denise y Brian miraron a Erin virar por medio de las olas, mientras Sinéad cavaba una tumba de poca profundidad.
—Yo soy Jimmy Hoffa —dijo Sinéad—, y vosotros sois la mafia.
Jugaron a enterrar a la niña en la arena, suavizando las frescas curvas de su túmulo funerario, cubriendo los huecos del cuerpo vivo que había debajo. El túmulo estaba geológicamente activo y experimentaba ligeros terremotos, telarañas de fisuras que se extendían a partir de la zona en que subía y bajaba el estómago de Sinéad.
—Acabo de caer en la cuenta —dijo Brian— de que tú estuviste casada con Emile Berger.
—¿Lo conoces?
—No en persona, pero sí conozco el Café Louche. Comía allí con frecuencia.
—Pues esos éramos nosotros.
—Dos egos enormes en una cocina pequeñita.
—Sá.
—¿Lo echas en falta?
—Haberme divorciado es una de las grandes desgracias de mi vida.
—Eso es una respuesta —dijo Brian—, desde luego, pero no a mi pregunta.
Sinéad iba destruyendo poco a poco su sarcófago, desde dentro: asomaban en un revoloteo los dedos del pie, entraba en erupción una rodilla, surgían dedos rosados por entre la arena húmeda. Erin se arrojó en la mezcla de arena y agua, se levantó, volvió a lanzarse.
Estas chicas podrían acabar gustándome, pensó Denise.
Ya en casa, esa misma noche, llamó a su madre y escuchó, como todos los domingos, la letanía de Enid sobre cómo pecaba Alfred contra las actitudes saludables, contra el estilo de vida saludable, contra las órdenes del médico, contra las ortodoxias circadianas, contra los principios establecidos de la verticalidad diurna, contra las normas del sentido común relativas a escaleras y escalinatas, contra todo lo que de alegre y optimista había en la naturaleza de Enid. Tras quince agotadores minutos, Enid terminaba:
—Bueno y ¿cómo estás tú?
Tras el divorcio, Denise había tomado la resolución de contarle menos mentiras a su madre y, en consecuencia, ahora no le ocultó sus envidiables proyectos de viaje. Sólo omitió el pequeño detalle de que pensaba viajar por Francia con un marido que no era el suyo: era un asunto de los que irradian problemas.
—¡Ay! ¡Ojalá pudiera ir contigo! —dijo Enid—. Con lo que me gusta a mí Austria.
Denise, echándole valor, le ofreció:
—¿Por qué no te tomas un mes y te vienes mientras yo estoy allí?
—De ninguna manera puedo dejar solo a tu padre, Denise.
—Pues que se venga él también.
—Ya sabes lo que dice. Que para él se han terminado los viajes por tierra. Tiene demasiados problemas con las piernas. Así que nada, vas tú sola y te lo pasas maravillosamente por mí. ¡Dile hola a mi ciudad favorita! Y no dejes de hacerle una visita a Cindy Meisner. Klaus y ella tienen un chalé en St. Moritz y un piso enorme y elegantísimo en Viena.
Para Enid, Austria era El Danubio azul y Edelweiss. Las cajas de música del salón de su casa, con su taracea alpina y floral, procedían todas de Viena. Enid gustaba de afirmar que la madre de su madre era «vienesa», porque ello, a su modo de ver, era sinónimo de «austríaca», y por tal había que entender «perteneciente o relativo al imperio austro-húngaro», un imperio que, en la época en que nació su abuela, abarcaba territorios comprendidos entre el norte de Praga y el sur de Sarajevo. Denise, que, de muy jovencita, se enamoró perdidamente de Barbra Streisand en Yentle, y que en su adolescencia se empapó de I. B. Singer y Sholem Aleichem, llegó en cierta ocasión a acosar a su madre para que admitiera la posibilidad de que aquella abuela hubiese sido judía. Lo cual, apostilló en tono triunfal, querría decir que ambas, Enid y ella, eran judías, por línea materna directa. Pero Enid dio marcha atrás inmediatamente y aseguró que no, que no, que su abuela era católica.
Denise tenía interés profesional en ciertos sabores de la cocina de su abuela: las costillas a la campesina con chucrut fresco, grosellas y arándanos, las knödel (bolas de masa hervida para acompañar las carnes), la trucha y las salchichas. El problema gastronómico estaba en hacer compatible con la talla 34 de sus futuras clientas esta rotundidad centroeuropea. La grey de la Visa Titanium no quería raciones wagnerianas de Sauerbraten, ni balones de Semmelknödel, ni Alpes de Schlag. Sí que podía comer chucrut, en cambio. Era la pitanza ideal para chiquitas con palillos de dientes en vez de piernas: pocas calorías y mucho sabor y muy fácil de combinar, porque lo mismo se avenía con el cerdo que con la oca que con el pollo, o con las castañas, o le daba por lo crudo y acompañaba un sashimi de caballa o un abadejo ahumado…
Tras romper sus últimos vínculos con el Mare Scuro, voló a Frankfurt como empleada a sueldo de Brian Callahan, con una American Express de crédito ilimitado. En Alemania iba a ciento sesenta por las autopistas y los coches de detrás le pedían paso, echándole las luces largas. Buscó en Viena una Viena que no existía. No comió nada que no hubiera podido ella hacer mejor: una noche tomó Wiener Schnitzel, y pensó: pues sí, pues vaya, esto es Wiener Schnitzel. Su idea de Austria era muchísimo más intensa que la propia Austria. Fue a ver el Kunsthistorisches Museum y a escuchar a la Filarmónica; se acusó de no ser una buena turista. Tantísimo se aburría, tan sola se encontraba, que acabó llamando a Cindy von Kippel (nacida Meisner) y permitiendo que ésta la invitara a cenar en su piso de diecisiete habitaciones de la Ringstraße.
Cindy había engordado por la parte de en medio y tenía mucho peor aspecto del que habría debido tener. Los rasgos se le perdían en maquillaje de fondo, colorete y carmín de labios. Sus pantalones de seda negra se ensanchaban por las caderas y se estrechaban en los tobillos. Mientras se rozaban las mejillas, Denise, soportando la nube de gas lacrimógeno de perfume, detectó con sorpresa un aliento bacteriano.
El marido de Cindy, Klaus, medía un metro de hombro a hombro y combinaba la estrechez de cintura con un trasero de fascinante pequeñez. El salón de los von Kippel medía medio campo de fútbol y estaba amueblado a base de sillas doradas dispuestas en formaciones incompatibles con la vida social. Watteauserías ancestrales colgaban de las paredes, como también el bronce olímpico de Klaus, montado y enmarcado, bajo el candelabro más grande.
—Lo que ves es sólo una copia —le dijo Klaus a Denise—. La medalla auténtica está a buen recaudo.
Sobre un aparador más o menos Luis XIV yacía una bandeja con rebanaditas de pan, un ahumado hecho trocitos, con pinta de atún recién sacado de la lata, y una porción nada hermosa de Emmentaler.
Klaus extrajo una botella de un cubo de plata y escanció Sekt, champán nacional, con gran prosopopeya.
—Por nuestra peregrina gastronómica —dijo, alzando la copa—. Bienvenida a la ciudad santa de Viena.
El Sekt sabía dulce, tenía demasiado gas y se parecía notablemente al Sprite.
—¡Qué bien que estés aquí! —exclamó Cindy. Chasqueó los dedos frenéticamente, y en seguida apareció una doncella por una puerta lateral.
—Esto… Annerl —dijo Cindy, ahora con voz un poco más de bebé—, ¿no te dije que pusieras pan de centeno en vez de pan blanco?
—Sí, señora —dijo Annerl, una mujer de mediana edad.
—Ahora ya es tarde, porque el pan blanco era para luego, pero quiero que te lleves esto y que lo vuelvas a traer con pan de centeno. Y mira a ver si puede ir alguien a comprar pan blanco.
Cindy le explicó a Denise:
—Es un encanto, pero tonta, tonta, tonta. ¿A que sí, Annerl? ¿A que eres tonta?
—Sí, señora.
—Bueno, ya sabrás tú de qué va esto, siendo jefa de cocina —le dijo Cindy a Denise, según salía Annerl—. Más tendrás tú que bregar con la estupidez de la gente, supongo.
—La estupidez y la arrogancia de la gente —dijo Klaus.
—Les pides que hagan una cosa —dijo Cindy—, y hacen otra. ¡Es una verdadera frustración!
—Mi madre os envía sus saludos —dijo Denise.
—Tu mamá es un cielo. Qué simpática fue siempre conmigo. Sabes, Klaus, la casita pequeñita pequeñita, pero pequeñita pequeñita, en que vivía mi familia (hace mucho tiempo, cuando yo también era pequeñita pequeñita)… Bueno, pues los padres de Denise eran vecinos nuestros. Mi mamá y la suya siguen siendo muy buenas amigas. Me figuro que tu mamá seguirá viviendo en aquella casita, ¿no?
Klaus lanzó una risa áspera y se volvió hacia Denise:
—¿Sabes lo que virdaderamente yo odio de St. Jude?
—No —dijo Denise—. ¿Qué es lo que verdaderamente odias de St. Jude?
—Virdaderamente odio la falsa democracia. En St. Jude, todos pretenden ser iguales. Es todo muy simpático, simpático, simpático. Pero la gente no es igual. En absoluto. Hay diferencias de clase, hay diferencias de raza, hay enormes y decisivas diferencias económicas; pero nadie se lo plantea con franqueza. ¡Todo el mundo hace como que no! ¿No te has fijado?
—¿Te refieres —dijo Denise— a una diferencia como la que hay entre mi madre y la de Cindy?
—No, no, yo no conozco a tu madre.
—Sí que la conoces, Klaus —dijo Cindy—. La conociste hace tres Días de Acción de Gracias, cuando la fiesta en casa. ¿Te acuerdas?
—Bueno, pues ¿ves? Todo el mundo es igual —explicó Klaus—. A eso me refiero. ¿Cómo puede uno distinguir a nadie, cuando todo el mundo pretende ser igual?
Regresó Annerl con la deprimente bandeja y otro tipo de pan.
—Prueba el pescado éste —le propuso Cindy a Denise—. ¿Verdad que el champán es maravilloso? ¡Verdaderamente distinto! Klaus y yo lo bebíamos más seco, antes, pero descubrimos éste y nos encantó.
—El seco tiene su snob appeal —dijo Klaus—. Pero los verdaderos entendidos en Sekt saben que este emperador, este Extra-Trocken, va totalmente desnudo.
Denise cruzó las piernas y dijo:
—Mi madre me dice que eres médico.
—Sí, me dedico a la medicina deportiva —dijo Klaus.
—¡Todos los mejores esquiadores vienen a verlo! —dijo Cindy.
—Es así como pago mi deuda con la sociedad —dijo Klaus.
Cindy le rogó que se quedara más tiempo, pero Denise escapó de la Ringstraße antes de las nueve y de Viena a la mañana siguiente, con rumbo este, a través del valle, blanco de neblina, del Danubio central. Consciente de estar gastándose el dinero de Brian, trabajaba muchas horas al día, caminando por Budapest de barrio en barrio, tomando notas de cada plato, pasando revista de panaderías y establecimientos diminutos y restaurantes cavernosos salvados al borde del abandono irreversible. Siempre hacia el este, llegó incluso a Rutenia, cuna de los padres de Enid, trocito transcarpaciano, ahora, de Ucrania. En los paisajes que atravesaba no había rastro de pueblos judíos. Ni ningún judío, salvo en las grandes ciudades. Todo tan duradera y monótonamente gentil como —ya se había hecho a la idea— ella misma. La cocina, en general, era más bien basta. Las tierras altas de Carpacia, por doquier acribilladas de minas de carbón y de pechblenda, parecían las mejores para enterrar cadáveres rociados de cal en grandes fosas comunes. Denise vio caras semejantes a la suya, pero más cerradas, prematuramente envejecidas, sin una sílaba de inglés en los ojos. No tenía raíces. Éste no era su país.
Voló a París y se encontró con Brian en el vestíbulo del Hôtel des Deux Îles. En junio había hablado de viajar con toda su familia, pero venía solo. Llevaba unos pantalones khakis y una camisa blanca muy arrugada. Denise se sentía tan sola, que estuvo a punto de arrojársele a los brazos.
¿A qué idiota se le ocurre, pensó, permitir que su marido se vaya a París con una mujer como yo?
Cenaron en La Cuillère Curieuse, un establecimiento con dos estrellas Michelin que, en opinión de Denise, se pasaba un pelo. No le apetecía comer carpas plateadas crudas ni confitura de papaya, estando en Francia. Por otra parte, estaba hasta las mismísimas narices de gulash.
Brian, delegando enteramente en ella, la hizo elegir el vino y pedir por él. Servidos los cafés, Denise le preguntó que por qué no había venido Robin.
—Ha coincidido con la primera cosecha de calabacines del Proyecto Huerta —dijo Brian, con una amargura impropia de él.
—Hay personas a quienes se les hace muy cuesta arriba viajar —dijo Denise.
—No era ese el caso de Robin, antes —dijo Brian—. Hemos viajado mucho juntos, por todo el oeste. Y ahora que de verdad podemos permitírnoslo, no le apetece. Es como si se hubiera puesto en huelga contra el dinero.
—Debe de quedarse uno conmocionado. Tanta riqueza, de pronto.
—Mira, yo lo único que quiero es para pasarlo bien con el dinero —dijo Brian—. No quiero ser otra persona. Pero tampoco me voy a poner un hábito de penitente.
—¿Es eso lo que hace Robin?
—No ha vuelto a ser feliz desde el día en que vendí la compañía.
Vamos a poner en marcha un reloj de cocer huevos, pensó Denise, a ver cuánto dura este matrimonio.
Aguardó en vano, andando por un muelle del Sena, después de cenar, que la mano de Brian rozara la suya. La miraba como esperando algo, como para convencerse de que no había objeción por su parte cuando se paraba a ver un escaparate o torcía por alguna bocacalle. Tenía una forma feliz y perruna de buscar aprobación sin dar muestras de inseguridad. Le contó sus proyectos sobre El Generador como hablando de un fiesta a la que ella, seguramente, le gustaría asistir. Claramente convencido, también, de que estaba haciendo una Buena Obra que ella deseaba, se apartó higiénicamente de Denise cuando se despidieron por la noche en el vestíbulo del Deux Îles.
Aguantó su afabilidad durante diez largos días. Al final, no soportaba verse en un espejo: tenía el rostro devastado, las tetas caídas, el pelo hecho una bola de rizos, la ropa pasada de uso. Básicamente, se hallaba en estado de conmoción ante el hecho de que aquel marido infeliz se le estuviese resistiendo de tal modo. Y no es que le faltaran buenas razones para resistírsele. Tenía dos niñas encantadoras. Denise era, a fin de cuentas, empleada suya. Respetaba su resistencia, estaba convencida de que así era como tenían que comportarse las personas mayores; y se sentía extremadamente desdichada por todo ello.
Orientó su fuerza de voluntad a la tarea de no pensar que estaba demasiado gorda y matarse de hambre. No era de gran ayuda, a tal efecto, que ya estuviese harta de almuerzos y cenas y que sólo le apetecieran las meriendas campestres. Quería baguettes, melocotones blancos, queso de cabra curado y café. Estaba harta de ver disfrutar a Brian mientras comía. Odiaba a Robin por tener un marido en quien podía confiar. Odiaba a Robin por su grosería en Cape May. Maldecía a Robin en su cabeza, llamándola gilipollas y amenazándola con tirarse a su marido. Varias noches, después de la cena, se le pasó por la cabeza infringir sus retorcidos principios morales y tomar la iniciativa con Brian (porque lo más probable era que confiase en su criterio; que, una vez autorizado, se le metiera en la cama de un brinco y jadeara y sonriera y le lamiese la mano); pero la desmoralizó el estado de su pelo y de su ropa. Le había llegado el momento de volver a casa.
Dos noches antes de partir, llamó a la puerta de Brian antes de cenar y él la hizo entrar en la habitación y la besó.
No le había transmitido ningún aviso de tal cambio en su corazón. Hablando mentalmente con el confesor de su cabeza, Denise se veía capacitada para decirle: «¡Nada! ¡Yo no hice nada! Llamé a la puerta y antes de darme cuenta se me puso de rodillas».
De rodillas, le apretó la cara con las manos. Ella lo miró como había mirado a Don Armour, muchos años antes. El deseo de Brian aportó un fresco alivio tópico a la sequedad y a las grietas, al malestar físico, de su persona. Lo siguió a la cama.
Como cabía esperar de alguien que era tan bueno en todo, Brian sabía besar. Poseía ese estilo oblicuo que tanto le gustaba a ella. Denise murmuró, ambiguamente:
—Me gusta tu sabor.
Brian le puso las manos en todos los sitios en que ella esperaba que le pusiera las manos. Denise le desabrochó la camisa, como corresponde a la mujer, llegados a cierto punto. Le lamió la tetilla diciendo que sí con la cabeza, muy resuelta, como un gato. Le puso una avezada mano, ahuecada, en el bulto de los pantalones. Estaba siendo hermosa y ávidamente adúltera, y le constaba. Se embarcó en trabajos de hebilla, en proyectos de ojales y botones, en labores de elástico, hasta que empezó a hinchársele dentro, apenas perceptible y, luego, de pronto, muy rotundo, y, luego, no ya rotundo, sino cada vez más doloroso por el modo en que le presionaba el peritoneo y los ojos y las arterias y las meninges, un globo tamaño cuerpo, con la cara de Robin, lleno de no está bien.
Tenía la voz de Brian en el oído. Le estaba haciendo la consabida pregunta sobre protección. Había tomado la incomodidad de ella por un arrebato, su vergüenza, por una invitación. Denise lo dejó claro saliendo de la cama y acurrucándose en un rincón de aquella habitación de hotel. Dijo que no podía.
Brian permaneció sentado en el borde de la cama, sin contestar. Ella echó un vistazo a hurtadillas y pudo ver que su dotación era la pertinente en un hombre que lo tenía todo. Le vino la idea de que no iba a olvidar esa polla así como así. La vería al cerrar los ojos, en los momentos más inoportunos, en las situaciones más inverosímiles.
Le pidió que la perdonara.
—No, tienes razón —dijo Brian, confiando en su criterio—. Me siento muy mal. Nunca había hecho una cosa así.
—Yo sí —dijo Denise, no fuera él a achacarlo todo a la mera timidez—. Más de una vez. Y no quiero seguir haciéndolo.
—No, desde luego que no. Tienes razón.
—Si no estuvieras casado… Si no trabajara para ti…
—Mira, lo acepto. Voy al cuarto de baño. Lo acepto.
—Gracias.
Pensamiento de Denise, parcial: ¿Qué me ocurre?
Otro fragmento: Por una vez en mi vida, estoy haciendo lo debido.
Pasó tres o cuatro noches sola en Alsacia y regresó a casa desde Frankfurt. Se quedó asombrada cuando fue a ver cómo habían ido las obras de El Generador durante su ausencia. El edificio dentro del edificio ya estaba encuadrado, ya habían echado la primera capa de cemento en el suelo. Imaginó el efecto: una brillante burbuja de modernidad en un crepúsculo de industria monumental. No era que le faltase confianza en su talento culinario, pero la grandiosidad de aquel espacio la intimidó. Ojalá hubiera insistido más en un sitio normal y corriente, donde su cocina brillara por sí misma. Se sintió, de algún modo, seducida y engañada: era como si Brian, a sus espaldas, hubiera estado compitiendo a ver quién llamaba más la atención del mundo. Como si, desde el principio, a su afable modo, hubiera estado maquinando para que el restaurante fuese de él, y no de ella.
Se cumplieron sus temores, en efecto, y siguió presente en su imaginación aquella polla. Cada vez se alegraba más de no haber permitido que se la metiera. Brian tenía todas las ventajas que ella tenía, y aún unas cuantas más, suyas propias. Era hombre, era rico, había nacido con sitio en la sociedad; no le estorbaban las rarezas Lambert de Denise, ni sus rotundas opiniones; era un amateur sin nada que perder, aparte del dinero, aparte del dinero que le sobraba; y para tener éxito lo único que necesitaba era una buena idea y alguien (ella) que le hiciera el trabajo duro. ¡Qué suerte había tenido, en la habitación del hotel, al identificarlo como adversario! Dos minutos más, y Denise habría desaparecido. Se habría trocado en una faceta más de la estupenda vida de él, su belleza se habría quedado en mera demostración de lo irresistible que era él, su talento habría redundado en esplendor del restaurante de Brian. ¡Qué suerte, pero qué suerte había tenido!
Se convenció de que si, cuando abriera El Generador, las reseñas prestaban más atención al espacio que a las comidas, ella habría perdido y Brian habría ganado. De modo que se mató a trabajar. Asaba chuletas en el horno de convección, hasta tostarlas; luego las cortaba muy finamente, al hilo, para mejorar la presentación, reducía y oscurecía la salsa de col, para resaltar su sabor a nuez, a tierra, a repollo, a cerdo, y remataba el plato con el toque de un par de patatas nuevas, testiculares, de unas cuantas coles de Bruselas y de una cucharada de judías blancas estofadas que rociaba ligeramente con ajo asado. Inventó lujosísimas salchichas blancas. Combinó un condimento de hinojo, patatas asadas y buenos rapini amargos enteros, con unas fabulosas costillas de cerdo que le compraba directamente a uno de los pocos criadores orgánicos de los años sesenta que seguía en activo, haciendo él mismo la matanza y distribuyendo por sus propios medios. Invitó al tipo a comer, visitó su finca de Lancaster County y trabó conocimiento con los gorrinos en cuestión, pasó revista a su ecléctica dieta (ñame hervido y alitas de pollo, bellotas y castañas) y recorrió el recinto con aislamiento acústico donde se sacrificaban los animales. Obtuvo compromisos de sus antiguos colaboradores del Mare Scuro. Sacó por ahí a ex compañeros, a costa de la American Express de Brian, y evaluó la competencia local (muy poco distinguida, casi toda ella, afortunadamente) y probó postres a ver si valía la pena robarle a alguien el jefe de repostería. Organizó festivales de rellenos, a altas horas de la madrugada, ella sola. Sin salir de su sótano, preparaba chucrut en grandes cubos de veinte libras. Lo hacía con lombarda y trozos de col rizada en jugo de repollo, con enebro y granos de pimienta negra. Aceleraba la fermentación con bombillas de cien vatios.
Brian seguía llamándola todos los días, pero no volvió a llevarla de paseo en su Volvo, ni le ponía música. Tras sus amables preguntas detectaba ella un acusado descenso del interés. Propuso a un viejo amigo suyo, Rob Zito, como encargado de El Generador, y Brian los llevó a ambos a almorzar, pero sólo permaneció media hora con ellos. Tenía una cita en Nueva York.
Una noche, Denise lo llamó a su casa y se puso Robin Passafaro. Las sucintas respuestas de Robin —«Vale», «Da lo mismo», «Sí», «Se lo diré», «Vale»— irritaron de tal modo a Denise, que, para llevar la contraria, la retuvo al teléfono. Le preguntó que cómo iba el Proyecto Huerta.
—Bien —contestó Robin—. Le diré a Brian que has llamado.
—¿Puedo ir yo un día a echar un vistazo?
Robin replicó con destapada grosería:
—¿Para qué?
—Bueno, como Brian habla tanto de ello —era mentira: rara vez lo mencionaba siquiera—… Es un proyecto interesante —la verdad era que más bien le sonaba utópico y chiflado— y, bueno, a mí me gustan mucho las verduras.
—Ajá.
—A lo mejor puedo acercarme un sábado por la tarde, o algo así.
—Cuando sea.
Un momento después, Denise estampó el auricular contra su base. Estaba enfadada, entre otras cosas, por lo falsa que se había sonado a sí misma.
—¡Pude follarme a tu marido! —dijo—. ¡Y decidí que no! O sea que más vale que me cojas un poco de cariño.
Tal vez, si hubiera sido mejor persona, habría dejado en paz a Robin. Tal vez quisiera forzar a que Robin la apreciase sólo para negarle la satisfacción de despreciarla —para ganar ese concurso de afectos—. Tal vez no estuviera sino recogiendo el guante. Pero el deseo de gustarle sí era real. Estaba obsesionada con la idea de que Robin se encontraba aquella noche en la habitación del hotel, con Brian y con ella; por la restallante sensación de la presencia de Robin dentro de su cuerpo.
El último sábado de la temporada de béisbol se pasó ocho horas encerrada en su casa, cocinando, empaquetando trucha en papel transparente, trebejando con media docena de ensaladas de col y emparejando el jugo de los riñones salteados con algún licor interesante. Más tarde, aquel mismo día, salió a dar un paseo y se encontró yendo hacia el oeste, para luego cruzar Broad Street y meterse en el gueto de Point Breeze donde Robin tenía su Proyecto.
Hacía buen tiempo. La entrada del otoño, en Filadelfia, traía aromas de mar fresco y mareas, el declive gradual de la temperatura, una callada abdicación del control por parte de las masas de aire húmedo que habían mantenido a raya las brisas marítimas durante todo el verano. Denise pasó junto a una anciana en bata que aguardaba en posición de firmes mientras dos hombres grisáceos descargaban comestibles Acmé de un cinco puertas Pinto. Los bloques de hormigón eran aquí el material preferido para cegar los vanos de la construcción. Había CAF T RÍAS y P ZZ R AS destruidas por el fuego. Casas desmenuzables, con sábanas por cortinas. Tramos de asfalto fresco que parecían sellar el destino del barrio, más que prometer renovación.
A Denise no le interesaba mucho ver a Robin. Era casi mejor, en cierto sentido, anotarse el punto de manera sutil: que Robin se enterara por Brian de que se había tomado la molestia de acercarse andando hasta el Proyecto.
Llegó a un lote dentro de cuyos confines, señalados con una cadena, había pequeñas colinas de abono orgánico y grandes montones de vegetación marchita. En el extremo más apartado de la parcela, detrás de la única casa que allí quedaba en pie, había alguien trabajando el rocoso suelo con una pala.
La puerta principal de la casa solitaria estaba abierta. En la recepción había una chica negra, en edad de ir al college, y también un sofá a cuadros escoceses, grandísimo y espantosísimo y una pizarra con ruedas con una columna de nombres (Lateesha, Latoya, Tyrell) seguida de otras dos columnas HORAS HASTA LA FECHA y DÓLARES HASTA LA FECHA.
—Vengo a ver a Robin —dijo Denise.
La chica indicó con la cabeza la puerta trasera de la casa, también abierta.
—Está detrás.
No era un ameno huerto, aunque sí pacífico. Aparte de calabazas y similares, tampoco había muchas cosas sembradas, pero las parcelas de vid eran extensas, y el olor del abono y de la tierra, junto con la brisa marítima otoñal, venía repleto de recuerdos infantiles.
Robin arrojaba paletadas de escombros en un cedazo improvisado. Tenía los brazos muy delgados y un metabolismo de colibrí y cargaba pequeñas cantidades de escombro en cada paletada, haciéndolo muy de prisa, en lugar de cargar más cantidad e ir más despacio. Llevaba un pañuelo negro y una camiseta muy sucia con el rótulo GUARDERÍA DE CALIDAD: PAGA AHORA O PAGARÁS MÁS TARDE. No dio la impresión de que le sorprendiera ni le desagradara la aparición de Denise.
—Es un proyecto grande, éste —dijo Denise.
Robin se encogió de hombros, sujetando la pala en suspenso, con ambas manos, como para dejar muy claro que estaba siendo interrumpida.
—¿Necesitas ayuda? —dijo Denise.
—No. Esto iban a hacerlo los chicos, pero hay un partido junto al río. Sólo estoy limpiando.
Removió los escombros que ya había en el cedazo, para acelerar la caída de tierra. Atrapados en la malla había fragmentos de ladrillo y de mortero, pegotes de alquitrán para techumbres, ramitas de ailanto, caca de gato petrificada, etiquetas de Bacardí y de Yuengling pegadas a cristales rotos.
—Bueno, y ¿qué cultivas?
Robin volvió a encogerse de hombros.
—Nada que a ti pueda impresionarte.
—Ya, pero ¿qué?
—Zucchini y calabazas.
—Dos cosas que yo utilizo en la cocina.
—Sá.
—¿Quién es esa chica?
—Tengo un par de ayudantes a media jornada, con contrato. Sara es alumna de primer curso en Temple.
—Y ¿quiénes son los chicos que tendrían que haber estado aquí?
—Chicos del barrio, entre los doce y los dieciséis años.
Robin se quitó las gafas y se enjugó el sudor de la frente en la sucia manga de su camiseta. Denise se había olvidado de la boca tan bonita que tenía, o era la primera vez que se fijaba.
—Se les da el salario mínimo, más hortalizas, más una participación en cualquier suma de dinero que obtengamos.
—¿Deducís los gastos?
—Eso los desanimaría.
—Cierto.
Robin apartó la vista y miró hacia el otro lado de la calle, en dirección a una hilera de edificios muertos con cornisas de chapa, oxidándose.
—Brian dice que eres muy competitiva.
—¿De verdad dice eso?
—Dice que más vale no echarte un pulso.
Denise hizo una mueca de dolor.
—Dice que no querría trabajar en la misma cocina que tú.
—De eso no hay peligro —dijo Denise.
—Dice que no le gustaría jugar al Scrabble contigo.
—Ya.
—Dice que no le gustaría jugar al Trivial contigo.
Vale, vale, pensó Denise.
Robin respiraba pesadamente.
—Lo que sea.
—Sí, lo que sea.
—Y ¿sabes por qué no fui a París? —dijo Robin—. Porque me pareció que Erin era demasiado joven. Sinéad se lo estaba pasando muy bien en su campamento artístico, y yo tenía montones de cosas que hacer aquí.
—Así lo comprendí en su momento, sí.
—Y vosotros dos ibais a pasaros el día hablando de cocina. Y Brian dijo que era un viaje de negocios. Por eso.
Denise levantó la vista del suelo pero no logró mirar a Robin a los ojos.
—Era trabajo.
Robin, temblándole un labio, dijo:
—Da lo mismo.
Por encima del gueto, una escuadra de nubes con el fondo cobrizo —marca Revere Ware— se había retirado hacia el noroeste. Era el momento en que el fondo azul del cielo adquiere el mismo tono de gris que las formaciones de estratos situadas delante, el momento en que la noche y el día se sitúan en equilibrio.
—La verdad es que no ando con hombre, sabes —dijo Denise.
—¿Perdón?
—Digo que no me acuesto con hombres. Desde que me divorcié.
Robin frunció el ceño como si aquello no tuviera el menor sentido para ella.
—¿Lo sabe Brian?
—No sé. No porque yo se lo haya dicho.
Robin se lo pensó un momento y luego se echó a reír. Dijo:
—¡Je je je!
Dijo:
—¡Ja ja ja!
Era una risa a mandíbula batiente y muy engorrosa y, al mismo tiempo, pensó Denise, encantadora. Hizo eco en las casas de las cornisas herrumbrosas.
—¡Pobre Brian! —dijo—. ¡Pobre Brian!
Robin optó inmediatamente por la cordialidad. Dejó la pala en el suelo y le enseñó la huerta —«mi pequeño reino encantado», lo llamaba— a Denise. Habiendo despertado, a su entender, el interés de Denise, ahora se arriesgaba al entusiasmo. Aquí un nuevo sembrado de espárragos, aquí dos hileras de manzanos y de perales jóvenes, que pensaba hacer crecer a espaldera, aquí las últimas cosechas de girasol, calabaza de bellota y col rizada. Este verano sólo había plantado cosas seguras, en la esperanza de atraerse un primer núcleo de chicos de la localidad y poder pagarles la ingrata tarea infraestructural de preparar los macizos, tender tubos de riego, ajustar los drenajes y conectar los recolectores de lluvia al tejado de la casa.
—En el fondo, es un proyecto egoísta —dijo Robin—. Yo siempre quise tener un jardín grande, y ahora todo el interior de la ciudad se está reconvirtiendo en terreno cultivable. Pero los chicos a quienes más falta haría trabajar con las manos y enterarse de a qué saben los productos frescos como éstos, son precisamente quienes no lo hacen. Son chicos que pasan mucho tiempo solos en casa, porque ambos padres trabajan. Están colocándose, están con el sexo, o los tienen encerrados en un aula, con un ordenador, hasta las seis de la tarde. Pero siguen en edad de divertirse jugando con tierra.
—Aunque quizá no tanto como jugando con las drogas o con el sexo.
—Sí, eso es lo que le ocurre al noventa por ciento de los chicos —dijo Robin—. Pero yo quiero que esto sea para el diez por ciento restante. Ofrecerles una opción que no implique ordenadores. Quiero que Sinéad y Erin estén con chicos que no son como ellas. Quiero que aprendan a trabajar. Quiero que se enteren de que trabajar no es sólo apuntar y hacer clic con el ratón.
—Lo tuyo es admirable —dijo Denise.
Robin interpretó mal su tono y contestó:
—Da lo mismo.
Denise esperó sentada en el plástico de una bolsa de turba, mientras Robin se lavaba y se cambiaba de ropa. Quizá fuera porque podían contarse con los dedos de una mano las tardes de sábados otoñales que no se había pasado encerrada en la cocina, a partir de los veinte años, o quizá porque alguna faceta sentimental suya comulgara con aquel ideal igualitario que tan falso le parecía a Klaus von Kippel en St. Jude, pero el caso era que el calificativo que le apetecía aplicar a Robin Passafaro, que toda su vida había vivido en Filadelfia, era «del Medio Oeste». Con lo cual quería decir optimista o entusiasta o con espíritu comunitario.
A fin de cuentas, no le daba tanta importancia al hecho de gustar o dejar de gustar. Ella se encontraba agradable. Cuando Robin salió y echó la llave a la casa, Denise le preguntó si tenía tiempo para que cenaran juntas.
—Brian y su padre han llevado a las niñas a ver a los Phillies —dijo Robin—. Volverán a casa con el estómago lleno de comida de estadio. O sea, que sí. Podemos cenar juntas.
—Tengo mucha comida en casa —dijo Denise—. ¿Te importa?
—Lo que sea. Da lo mismo.
Lo normal, cuando a uno lo invita a cenar un chef de cocina, es considerarse una persona con mucha suerte, y manifestarlo. Pero Robin parecía resuelta a no dejarse impresionar.
Había caído la noche. El aire de Catharine Street olía a último fin de semana con béisbol. Mientras caminaban hacia el este, Robin le contó a Denise la historia de su hermano Billy. Denise ya la conocía, por Brian, pero en la versión de Robin había partes nuevas para ella.
—Espera, espera —dijo—. Brian vendió su programa a W—, y entonces Billy agredió al vicepresidente de W—, ¿y tú crees que existe una relación entre ambas cosas?
—Cielos, sí —dijo Robin—. Eso es lo horrible.
—Este aspecto de la cuestión no me lo había mencionado Brian.
Una estridencia brotó de Robin.
—¡No me lo puedo creer! ¡Pero si ahí está todo el problema! ¡Cielos! Es muy, muy propio de Brian no habértelo mencionado. Porque, seguramente, esa parte podría dificultarle las cosas a él, comprendes, ponérselas tan difíciles como a mí. Podría haberle aguado la fiesta en París, o una cena con Harvey Keitel, o lo que sea. No me puedo creer que no te lo mencionara.
—Explícame el problema.
—Rick Flamburg quedó incapacitado de por vida —dijo Robin—. Mi hermano tiene para diez o quince años de cárcel, esa espantosa compañía está corrompiendo los colegios de la ciudad, mi padre está en tratamiento antipsicótico, y Brian, mientras, huy, mira lo que W—— ha hecho por nosotros, vámonos a vivir a Mendocino.
—Pero tú no has hecho nada malo —dijo Denise—. Nada de eso es culpa tuya.
Robin se dio la vuelta y la miró de frente.
—¿Para qué vivimos?
—No lo sé.
—Yo tampoco. Pero no creo que sea para triunfar.
Caminaron en silencio. Denise, a quien triunfar importaba muchísimo, hubo de observar que, para colmo de su colmada suerte, Brian estaba casado con una mujer de principios y con carácter.
Pero también observó que Robin no se distinguía por su lealtad.
El salón de Denise no contenía muchas más cosas de las que allí quedaron tres años antes, tras haberlo vaciado Emile. En el concurso a ver quién renunciaba más, en aquel Fin de Semana de las Lágrimas, Denise disfrutó de una doble ventaja: la de sentirse todavía más culpable que Emile y la de haber dado ya su acuerdo para quedarse con la casa. Al final, consiguió que Emile se llevara prácticamente todas las cosas que poseían en común y a ella le gustaban o valoraba, y muchas otras cosas que no le gustaban, pero a las que habría podido sacar algún partido.
La vaciedad de la casa le había molestado mucho a Becky Hemerling. Era fría, rezumaba odio de sí misma, era un monasterio.
—Muy agradable y muy despejada —comentó Robin.
Denise la instaló ante la media mesa de ping-pong que hacía las veces de mesa de cocina, abrió un vino de cincuenta dólares, y procedió a darle de comer. Denise rara vez había tenido que luchar con su peso, pero se habría puesto como una foca en un mes si alguna vez hubiese comido como Robin. Miró con espanto reverencial mientras su invitada, con mucho vuelo de codos, devoraba dos riñones y una salchicha casera, probaba cada una de las ensaladas de col y untaba mantequilla en la tercera rebanada del muy artesano y muy saludable pan de centeno.
Ella, en cambio, tenía mariposas en el estómago, y apenas comió nada.
—San Judas es uno de mis santos preferidos —comentó Robin—. ¿Te ha dicho Brian que últimamente estoy yendo a la iglesia?
—Sí que lo ha mencionado, sí.
—Seguro que sí. ¡Y seguro que te lo contó con mucha comprensión y mucha paciencia! —Robin hablaba en tono alto y tenía la cara roja de vino. Denise sintió que algo se le apretaba en el pecho—. Total, que una de las cosas buenas de ser católico es tener a tu disposición un santo como san Judas Tadeo.
—¿Patrón de las causas imposibles?
—Exacto. ¿Para qué están las Iglesias, sino para las causas imposibles?
—Lo mismo me pasa a mí con el deporte —dijo Denise—. Los ganadores no necesitan que los ayudes.
Robin asintió.
—Ya me entiendes. Pero cuando vives con Brian no te queda más remedio que pensar que en los perdedores hay algo que no está bien. No es que llegue a criticarte. Nunca le faltarán ni la comprensión ni la paciencia. ¡Es grandioso, Brian! ¡Es intachable, Brian! Lo que pasa es que si tiene que quedarse con alguien, prefiere que sea un ganador. Y yo no soy tan ganadora. Ni quiero serlo.
Denise nunca se habría expresado así, hablando de Emile. Ni siquiera ahora.
—Tú, en cambio, sí que eres una ganadora —dijo Robin—. Por eso vi en ti una posible sustituta. Como si me estuvieras pidiendo la vez.
—Na.
Robin emitió tímidos ruidos de placer.
—¡Ji ji ji!
—Digamos, en defensa de Brian —prosiguió Denise—, que no tengo yo la impresión de que te esté pidiendo que seas Brooke Astor. Creo que se conformaría con una buena burguesa.
—Puedo vivir siendo burguesa —dijo Robin—. Una casa como ésta es todo lo que yo necesito. Me encanta que tu mesa de cocina sea media mesa de ping-pong.
—Veinte dólares y te la llevas.
—Brian es maravilloso. Es la persona con quien quería vivir el resto de mi vida, el padre de mis hijas. El problema soy yo. Yo soy quien no está cumpliendo con el programa. Yo soy quien está asistiendo a los cursillos de preparación para la confirmación. Oye, ¿tienes una chaqueta, o algo? Me estoy quedando helada.
Las velas bajas goteaban cera en el plan de trabajo para octubre. Denise trajo su cazadora vaquera favorita, una Levi’s que ya no se fabricaba, con forro de lana, y pudo observar lo grande que parecía cuando por sus mangas asomaban los finos brazos de Robin, cómo se tragaba sus delgados hombros, como el chándal deportivo que acaba de quitarse el jugador de fútbol para que lo lleve su chica.
Al día siguiente se puso ella esa cazadora y la encontró más suave y más ligera de lo que recordaba. Se subió el cuello y se abrazó con ella.
Trabajó muchísimo aquel otoño, pero, aun así, dispuso de un tiempo libre y de un flexibilidad de horario que llevaba muchos años sin conocer. Adquirió la costumbre de dejarse caer por el Proyecto, con platos cocinados por ella misma. Se pasó por casa de Brian y Robin en Panamá Street, y, como él no estaba, se quedó un rato. Unas cuantas noches más tarde, Brian se la encontró en casa, preparando magdalenas con las niñas, y se comportó como si la hubiera visto cien veces en su cocina.
Denise tenía detrás una vida entera de práctica en llegar tarde a una familia de cuatro personas y que todo el mundo la quisiera mucho. En Panamá Street, su siguiente conquista fue Sinéad, la gran lectora, siempre a la moda. Denise se la llevaba de compras todos los sábados. Le compró joyas de bisutería, un joyero toscano antiguo, elepés de música disco y protodisco de mediados de los setenta, viejos libros sobre los modos de vestir, ilustrados, sobre la Antártida, sobre Jackie Kennedy y sobre construcción naval. Ayudó a Sinéad a elegir regalos de mayor tamaño, más resultones, de menor cuantía, para Erin. Sinéad era igual que su padre: tenía un gusto impecable. Llevaba vaqueros negros, minifaldas y pichis de pana, ajorcas de plata y ristras de abalorios de plástico todavía más largas que su muy largo pelo. En la cocina de Denise, después de las compras, pelaba inmaculadamente las patatas o iba enroscando trozos de masa, mientras la cocinera inventaba quisicosas para el paladar de una niña: recortes de pera, fajitas de mortadela casera, sorbete de saúco en un cuenco tamaño muñeca, raviolis de cordero con una cruz de aceite de oliva cargado de menta, cubitos de polenta frita.
Cuando —rara vez, en alguna boda, por ejemplo— Robin y Brian salían juntos, Denise se quedaba en Panamá Street cuidando de las niñas. Les enseñó a hacer pasta con espinacas y a bailar el tango. Escuchó a Erin recitar la lista completa de los presidentes de los Estados Unidos, en su orden. Ayudó a Sinéad a saquear los cajones en busca de ropa.
—Denise y yo somos etnólogas —dijo Sinéad—, y tú eres una Hmong.
Mientras observaba a Sinéad pactando con Erin el modo en que debía comportarse una mujer Hmong, mientras la veía bailar una canción de Donna Summer con su típico minimalismo mitad aburrido, mitad lánguido, sin apenas separar los pies del suelo, moviendo levemente los hombros y dejando que el pelo le resbalara y se le esparciera por la espalda (Erin, entretanto, padecía un ataque epiléptico tras otro), Denise no sólo sentía amor por la chica, sino también por los padres que tamaña magia educativa habían hecho funcionar en ella.
Robin no se admiraba tanto.
—Pues sí, pues claro que te quieren —dijo—. Porque no eres tú quien le desenreda el pelo a Sinéad. Ni quien tiene que pelearse veinte minutos para llegar a un acuerdo sobre qué es y qué no es «hacer la cama». Y tú nunca ves las notas que trae Sinéad en matemáticas.
—¿No son buenas? —preguntó la canguro enamorada.
—Son espantosas. Vamos a castigarla a no verte si no mejora.
—Oye, no, no hagáis eso.
—Lo mismo te apetece hacer con ella unas cuantas divisiones de cálculo detallado.
—Lo que sea que haga falta.
Un domingo del mes de noviembre, mientras los cinco miembros de la familia paseaban por Fairmount Park, Brian le comentó a Denise:
—Robin te ha cogido verdadero cariño. No estaba yo muy seguro de que fuera a ocurrir eso.
—Me cae muy bien Robin —dijo Denise.
—Creo que al principio la intimidabas un poco.
—Y sus buenas razones tenía. ¿O no?
—Yo nunca le dije nada.
—Pues mira, muchas gracias.
No se le escapaba a Denise que las mismas cualidades que habrían capacitado a Brian para engañar a Robin —su noción de tener derecho a todo, su convicción, ya menguante, de que cualquier cosa que hiciese era exactamente la Buena Acción que Todos Deseamos Hacer— también hacían más fácil engañarlo a él. Denise era consciente de que se estaba convirtiendo, dentro de la mente de Brian, en una extensión de «Robin», y, dado que «Robin» gozaba de la permanente valoración de «estupenda» en la estima de Brian, ninguna de las dos, ni «Denise», ni «Robin», requería que él le dedicase mucha reflexión, ni que se preocupara por ellas.
Brian parecía haber puesto, también, una absoluta fe en el amigo de Denise, Rob Zito, como gerente de El Generador. Se mantenía razonablemente bien informado, pero la mayor parte del tiempo, ahora que iba haciendo más frío, se mantenía ausente. Denise llegó a preguntarse, aunque no por mucho tiempo, si no se habría enamorado de alguna otra; pero el nuevo amor resultó ser un cineasta independiente, Jerry Schwartz, famoso por su exquisito gusto en materia de bandas sonoras y su talento para encontrar financiación, una y otra vez, para sus artísticos proyectos de números rojos. («Para apreciar al máximo esta película», decía el Entertainment Weekly de una lóbrega y ruinosa peli de puñaladas traperas dirigida por Schwartz y titulada Fruta enfurruñada, «hay que verla con los ojos cerrados»). Ferviente admirador de las bandas sonoras de Schwartz, Brian había caído del cielo, como un ángel con cincuenta mil importantísimos dólares en la mano, justo cuando Schwartz empezaba la fotografía principal de una adaptación moderna de Crimen y castigo en la que Raskolnikov, interpretado por Giovanni Ribisi, era un joven anarquista y rabioso audiófilo, residente en la zona norte de Filadelfia. Mientras Denise y Rob Zito decidían el equipamiento y la iluminación de El Generador, Brian se fue con Schwartz, Ribisi et al. a un rodaje en exteriores localizado en las conmovedoras ruinas de Nicetown, y se dedicó a intercambiar cedés con Schwartz, sacándolos ambos de unos estuches idénticos, de cremallera, y a cenar en el Pastis de Nueva York con Schwartz y Greil Marcus y Stephen Malkmus.
Sin necesidad de pensar en ello, Denise había dado por supuesto que Brian y Robin ya no hacían vida sexual. De modo que en la noche de Año Nuevo, cuando cuatro parejas, Denise y una turbamulta de niños se juntaron en la casa de Panamá Street, y Denise vio a Robin y Brian haciéndose arrumacos en la cocina, después de las doce, extrajo su abrigo del fondo del montón de abrigos y salió corriendo de la casa. Se pasó más de una semana demasiado magullada como para llamar a Robin o ir a ver a las niñas. Estaba colgada por una mujer hetero casada con un hombre que a ella no le habría importado nada tener por marido. Era un caso razonablemente imposible. Lo que san Judas da, san Judas quita.
Robin puso fin a la moratoria de Denise con una llamada telefónica. Estaba rechinante de rabia.
—¿Sabes de qué trata la película de Jerry Schwartz?
—Esto… ¿Dostoievsky en la avenida Germantown?
—¡Lo sabes! ¿Cómo puede ser que yo no lo supiera? Porque no quiso decírmelo, porque sabía lo que yo iba a pensar.
—Estamos hablando de Giovanni Ribisi con la barbita rala haciendo de Raskolnikov —dijo Denise.
—Mi marido —dijo Robin— ha puesto cincuenta mil dólares, de los que recibió de la W—— Corporation, en una película sobre un anarquista de la zona norte de Filadelfia que les parte en dos la cabeza a dos mujeres y va a la cárcel por ello. Él no hace más que pavonearse de lo que farda andar por ahí con Giovanni Ribisi y Jerry Schwartz y Ian Comosellame y Stephen Quiensea, mientras mi hermano, el anarquista de la zona norte de Filadelfia, el que de verdad le partió la cabeza…
—Vale, ya comprendo —dijo Denise—. Hay una definitiva falta de sensibilidad en ello.
—Ni eso creo —dijo Robin—. Lo que creo es que está profundamente harto de mí y que ni siquiera lo sabe.
A partir de aquel día, Denise se convirtió en solapada defensora de la infidelidad. Se dio cuenta de que defendiendo determinadas fallos menores en la sensibilidad de Brian, daba lugar a que Robin se lanzara a más graves acusaciones, que ella, luego, como a regañadientes, hacía suyas. Escuchaba y seguía escuchando. Puso especial cuidado en comprender a Robin como nadie la había comprendido antes. Asediaba a Robin con las preguntas que Brian no le hacía: sobre Billy, sobre su padre, sobre la Iglesia, sobre el Proyecto Huerta, sobre la media docena de adolescentes a quienes había picado el bicho de la jardinería y que pensaban volver el próximo verano, sobre las andanzas románticas y académicas de sus jóvenes ayudantes. Asistió a la Noche del Catálogo de Semillas, en el Proyecto, y puso rostro a los chicos favoritos de Robin. Hizo divisiones de cálculo detallado con Sinéad. Orientó las conversaciones hacia temas relacionados con las estrellas de cine o la música popular o la alta costura, asuntos todos extremadamente conflictivos en el matrimonio de Robin. Quien no estuviera al corriente podría haber pensado, oyéndola, que Denise sólo aspiraba a estrechar sus lazos amistosos; pero había visto comer a Robin, y conocía el hambre de esa mujer.
Un problema de aguas residuales obligó a retrasar la inauguración de El Generador, de modo que Brian aprovechó la oportunidad para asistir con Jerry Schwartz al festival cinematográfico de Kalamazoo, y Denise aprovechó la oportunidad para salir cinco noches seguidas con Robin y las niñas. La última de estas noches nos la descubre en una tienda de alquiler de vídeos, sufriendo. Al final se decidió por Sola en la oscuridad (un macho asqueroso amenaza a Audrey Hepburn, fecunda en ardides, cuya coloración, qué casualidad, recuerda la de Denise Lambert) y Algo salvaje (la espléndida, y rarita, Melanie Griffith libera a Jeff Daniels de un matrimonio muerto). Robin, al llegar a casa, se ruborizó sólo con ver los títulos.
Entre película y película, pasada la media noche, bebían whisky en el sofá del salón cuando Robin, en un tono de voz que incluso en ella resultaba insólitamente chillón, le pidió permiso a Denise para hacerle una pregunta personal.
—¿Cuántas veces, digamos a la semana —dijo—, solíais tontear Emile y tú?
—No soy la persona adecuada para averiguar lo que es o deja de ser normal —contestó Denise—. Yo la normalidad siempre la he visto por el espejo retrovisor.
—Ya, ya —Robin tenía los ojos clavados en la pantalla azul del televisor—. Pero ¿qué es lo que tú considerabas normal?
—Creo que, en aquel momento, a mí me parecía normal —dijo Denise, mientras pensaba una buena cantidad, dile una buena cantidad— unas tres veces a la semana.
Robin suspiró ruidosamente. Cinco o seis centímetros cuadrados de su rodilla izquierda se apoyaban en la rodilla derecha de Denise.
—Y ¿qué es lo que ahora te parece normal? —insistió.
—Hay gente para quien lo correcto es una vez al día.
Robin habló con voz de cubito de hielo apretado entre los dientes.
—No me importaría nada. No me parece nada mal.
En la parte afectada de la rodilla de Denise se desataron cosquillas y entumecimiento y ardores.
—Entiendo que no es eso lo que sucede en este momento.
—¡Dos veces al MES! —dijo Robin, entre dientes—. Dos veces al MES.
—¿Crees que Brian anda con otra mujer?
—No sé qué puede estar haciendo, pero desde luego no es conmigo. Me siento como una especie de monstruo.
—No eres ningún monstruo. Eres lo contrario.
—Bueno, ¿cuál era la otra película, que no me acuerdo?
—Algo salvaje.
—Vale, lo que sea. Vamos a verla.
Denise se pasó las dos horas siguientes con la atención puesta, más que nada, en la mano que había dejado sobre el cojín del sofá, al fácil alcance de Robin. La mano no se sentía a gusto, quería ser retirada, pero Denise se negaba a abandonar un territorio que con tanto esfuerzo había conquistado.
Cuando terminó la película estuvieron un rato viendo la tele y luego permanecieron calladas durante un tiempo imposiblemente largo, cinco minutos, tal vez un año, y, aun así, Robin siguió sin picar en ese cebo de cinco dedos, tan calentito. Denise habría aceptado con gusto, ahora, un buen arrechucho de comportamiento sexual masculino. En retrospectiva, la semana y media que hubo de esperar hasta que Brian se le echó encima daba la impresión de haber transcurrido en un santiamén.
A las cuatro de la madrugada, harta de cansancio y de impaciencia, se levantó del sofá para marcharse. Robin se puso los zapatos y la parka morada y la acompañó al coche. Aquí, por fin, asió una mano de Denise entre las suyas. Frotó la palma de Denise con sus dedos pulgares de mujer madura, ásperos. Dijo que se alegraba mucho de tener a Denise por amiga.
Sigue la pauta, se urgió Denise. Seamos hermanas.
—Yo también me alegro —dijo.
Robin emitió el cacareo hablado que Denise había aprendido a identificar como timidez químicamente pura. Dijo:
—¡Ji ji ji!
Luego miró la mano de Denise, que ahora amasaba nerviosamente entre las suyas.
—¿A que resultaría irónico que fuese yo quien engañara a Brian?
—Ay, cielos —se le escapó a Denise.
—No te preocupes —Robin cerró el puño en torno al índice de Denise y lo apretó con fuerza, espasmódicamente—. Es pura broma.
Denise la miró. ¿Eres consciente de lo que estás diciendo? ¿Eres consciente de lo que estás haciendo con mi dedo?
Robin, ahora, se llevó la mano de Denise a la boca y la mordisqueó suavemente, parapetando los dientes tras los labios; luego se apartó de Denise como a hurtadillas, tras haberle soltado la mano. Se puso a saltar de un pie al otro.
—Nos vemos —dijo.
Al día siguiente volvió Brian de Michigan y puso fin a la fiesta.
Denise pasó un largo fin de semana en St. Jude, por pascua, y Enid, como un piano de juguete con una sola nota, ni un solo día dejó de hablar de su antigua amiga Norma Green y de su trágica relación con un hombre casado. Denise, para cambiar de tema, comentó que Alfred estaba mucho más animado y con la cabeza más clara de lo que le contaba Enid en sus cartas y en sus llamadas dominicales.
—Porque hace un esfuerzo cuando tú estás aquí —replicó Enid—. Cuando nos quedamos solos se pone imposible.
—A lo mejor es que entonces tú te fijas demasiado en él.
—Denise, si vivieras con un hombre que se pasa el día entero durmiendo en un sillón…
—Cuanto más lo acoses, más va a resistirse, mamá.
—Tú no te das cuenta porque sólo estás aquí unos días, de vez en cuando. Pero yo sé de qué hablo. Y lo que no sé es lo que voy a hacer.
Si yo viviera con una persona histéricamente inclinada a estarme criticando todo el rato, pensó Denise, me echaría a dormir en un sillón.
A su regreso a Filadelfia, la cocina de El Generador estaba por fin a punto de funcionamiento. La vida de Denise volvió a sus niveles normales de locura, mientras reunía y entrenaba a su equipo, provocaba una competencia frontal entre los últimos jefes de repostería que tenía preseleccionados y resolvía mil y un problemas de suministro, horarios, producción y precios de carta. Como pieza arquitectónica, el restaurante era tan, punto por punto, tan apabullante como se había temido, pero, por una vez en su carrera, había preparado muy bien su carta y tenía en ella dos plenos seguros. El menú era un diálogo a tres entre París, Bolonia y Viena, una conferencia continental con la marca registrada de Denise, que consistía en privilegiar el sabor y preocuparse menos de la espectacularidad. Cuando volvió a ver a Brian en persona, y no a través de los ojos de Robin, recordó cuánto le gustaba. Despertó, hasta cierto punto, de sus sueños de conquista. Mientras encendía la Garland y formaba a sus empleados y afilaba sus cuchillos, pensó: Una mente ociosa es el taller del diablo. Si en los últimos tiempos hubiera trabajado tanto como Dios le mandaba trabajar, nunca habría tenido tiempo libre para perseguir a la mujer de otro.
Se puso en modo evitación total, trabajando desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche. Cuantos más días pasaba lejos del embrujo a que la tenían sometida el cuerpo de Robin y el calor de este cuerpo y el hambre de Robin, más dispuesta estaba a admitir lo poco que le gustaban la inquietud nerviosa de Robin, sus malos peinados y peores vestimentas, su voz de gozne oxidado, su risa forzada, su total y honda carencia de glamour. El benigno descuido en que Brian tenía a Robin, su actitud de no interferencia, de «Sí, Robin, estupendo», adquirían ahora más sentido a ojos de Denise. Robin, en efecto, era estupenda; pero, estando casado con ella, también podía uno experimentar la necesidad de alejarse a veces de su energía incandescente, también podía uno disfrutar unos días a solas, en Nueva York, en París, en Sundance…
Pero el daño estaba hecho. La defensa de la infidelidad emprendida por Denise había surtido efecto. Con una persistencia tanto más irritante cuanto más la adobaba de timidez y excusas, Robin empezó a buscar el encuentro. Se presentaba en El Generador. Llevaba a Denise a comer. La llamaba a las doce de la noche y se ponía a charlar sobre asuntos de muy leve interés en que, durante mucho tiempo, Denise había fingido estar extremadamente interesada. Pilló a Denise en casa un domingo por la tarde y tomó té en la media mesa de ping-pong, ruborizándose y jijijeando todo el tiempo.
Y una parte de Denise pensaba, mientras se enfriaba el té: Mierda, ahora se ha lanzado de veras a por mí. Esta parte de ella consideraba, como si hubieran sido una auténtica amenaza de daños, las circunstancias extenuantes: Quiere sexo diario. Esta misma parte de ella también estaba pensando: Dios mío, qué mal come. Y: Yo no soy «lesbiana».
Al mismo tiempo, otra parte de ella ardía literalmente en deseo. Nunca había percibido con tanta objetividad hasta qué punto podía el sexo convertirse en enfermedad, en un conjunto de síntomas corporales, porque nunca había estado tan enferma como Robin la ponía.
Durante una pausa de la charla, por debajo de la mesa de ping-pong, Robin atrapó el elegantemente ataviado pie de Denise entre sus zapatillas abultadas, blancas con ribetes morados y naranja. Un momento más tarde, se inclinó hacia delante y asió la mano de Denise. Su rubor parecía una amenaza de muerte.
—Bueno —dijo—, pues he estado pensando.
El Generador abrió el 23 de mayo, exactamente un año después de que Brian empezara a pagarle a Denise su sobredimensionado salario. Hubo una última semana de retraso en la inauguración, para que Brian y Jerry Schwartz pudieran asistir al festival de Cannes. Todas las noches, mientras estuvo ausente, Denise le pagaba su generosidad y su fe en ella yendo a Panamá Street a dormir con su mujer. Su cerebro podía sentirse como el de una cabeza de vaca en la vitrina de una dudosa carnicería de «saldos» de la Ninth Street, pero Denise nunca se cansó tanto como al principio temió. Un beso, una mano en la rodilla, le despertaban el cuerpo a la noción de sí mismo. Se sintió habitada, animada, acelerada a tope, por el fantasma de todos y cada uno de los encuentros coitales que en su matrimonio había ninguneado. Cerraba los ojos contra la espalda de Robin, utilizando sus omoplatos por almohada para las mejillas, sujetando con las manos los pechos de Robin, que eran redondos y planos y raramente ligeros; se sentía como un gatito con una borla en cada pata. Se quedaba traspuesta un par de horas y luego se despegaba de las sábanas, abría la puerta que Robin había cerrado con llave, en evitación de posibles visitas sorpresa de Sinéad o Erin, y salía arrastrándose al alba húmeda de Filadelfia —y se echaba a temblar violentamente.
Brian había insertado anuncios de El Generador, muy fuertes y muy crípticos, en las revistas locales y había puesto en marcha el runrún por medio de su red, pero, el primer día de trabajo, 26 servicios a mediodía y 45 por la noche no representaron nada que pudiera considerarse una ardua prueba para la cocina de Denise. El comedor acristalado, suspendido en radiación azul de Cherenkov, podía acoger 140 personas, y Denise esperaba noches de 300 servicios. Brian y Robin y las niñas vinieron a cenar una noche y se pasaron un rato por la cocina. Denise produjo la positiva impresión de llevarse muy bien con las niñas, y Robin, magnífica con sus labios rojos recién pintados y un vestidito negro, produjo la positiva impresión de ser la mujer de Brian.
Denise arregló las cosas del mejor modo posible con las autoridades de su cabeza. Se obligó a recordar que Brian, en París, había estado de rodillas ante ella, que no estaba haciendo nada peor que jugar según las reglas de él, que no era ella quien había dado el primer paso, sino Robin. Pero esas minucias morales no bastaban para explicar su completa y total falta de remordimientos. En las conversaciones con Brian se mantenía distante, con la cabeza espesa. No captaba el sentido de sus palabras hasta el último momento, lo mismo que si le hubiera hablado en francés. Tenía sus buenas razones para estar un poco ida, por supuesto: dormía cuatro horas, por costumbre, y la cocina no tardó mucho en funcionar a plena máquina; y Brian, enquillotrado en sus proyectos cinematográficos, resultó tan fácil de engañar como ella había previsto. Pero «engañar» tampoco era la palabra. Era más bien «disociar». Su relación amorosa era como un sueño que se desarrollara en la cámara insonorizada de su cerebro donde, por su educación en St. Jude, había aprendido a esconder sus deseos.
Los periodistas especializados en gastronomía acudieron a El Generador a finales de junio y salieron muy satisfechos. El Inquirer invocó la institución conyugal: las «nupcias» entre un «entorno completamente único» y unos platos «serios y seriamente deliciosos», creados por la «muy perfeccionista» Denise Lambert, daban como resultado una experiencia «indispensable» que «de largo» situaba a Filadelfia en el «mapa de la excelencia». Brian entró en éxtasis, pero no así Denise. A su parecer, ese modo de expresarse haría pensar a quien leyese la reseña que El Generador era una porquería de sitio para gente de medio pelo. Contó cuatro párrafos sobre arquitectura y decoración, tres párrafos sobre la nada, dos sobre el servicio, uno sobre el vino, dos sobre los postres y sólo siete sobre su cocina.
—No comentan nada de mi chucrut —dijo, llena de rabia, con las lágrimas a punto de saltársele.
El teléfono de reservas sonaba día y noche, sin parar. Tenía que trabajar, trabajar y trabajar. Pero Robin la llamaba a media mañana o a media tarde, por la línea de dirección, con la voz pinzada de timidez, con las cadencias sincopadas de vergüenza:
—No, que decía, no sé qué te parece, si podemos vernos un minuto.
Y, en lugar de decir que no, Denise seguía diciendo que sí. Siguió delegando o posponiendo delicadas tareas de inventario, preasados problemáticos o indispensables llamadas a proveedores, para escaparse a ver a Robin en la franja de parque más cercana de Schuylkill. A veces no hacían más que sentarse en un banco, discretamente cogidas de la mano, y, aunque las conversaciones sobre temas no relacionados con el trabajo, en horas laborables, impacientaban tremendamente a Denise, hablaban del sentido de culpabilidad de la una, Robin, y de la carencia disociada de sentido de la culpabilidad de la otra, Denise, así como de qué podía significar que estuvieran haciendo lo que estaban haciendo, y de cómo había podido ocurrir. Pero las conversaciones no tardaron en ir menguando. La voz de Robin al teléfono había pasado a significar lengua. Apenas le escuchaba una o dos palabras, Denise desconectaba. La lengua y los labios de Robin seguían emitiendo las instrucciones requeridas por las exigencias de cada día, pero al oído de Denise ya estaban expresándose en el lenguaje de arriba y abajo y círculos y círculos que su cuerpo comprendía intuitivamente y de modo autonómico obedecía; a veces se derretía de tal modo ante el sonido de aquella voz, que se le ahuecaba el estómago y tenía que doblar el cuerpo hacia delante: durante la hora siguiente no había en el mundo más que lengua —ni inventarios, ni faisanes a la mantequilla ni suministradores sin pagar; salía de El Generador en un estado hipnótico, zumbándole los oídos, sin reflejos, con el volumen del mundanal ruido reducido a casi cero, y menos mal que los restantes conductores sí que cumplían las normas de tráfico elementales. Su coche era como una lengua que se deslizaba por calles de asfalto derritiéndose, sus pies como lenguas gemelas que lamían la acera, la puerta principal de Panamá Street era como una boca que la devoraba entera, la alfombra persa del recibidor, camino del dormitorio, era una lengua que le hacía señas, la cama, con su capa de colcha y almohadas, era una blanda lengua que solicitaba opresión. Y así.
Todo aquello era, sin duda, territorio por explorar. Denise nunca había deseado nada de semejante modo, y menos aún el sexo. El mero hecho de experimentar un orgasmo, mientras estuvo casada, había acabado convirtiéndosele en una especie de tarea culinaria, laboriosa, pero, a las veces, indispensable. Se pasaba catorce horas seguidas cocinando y luego, sistemáticamente, se quedaba dormida con la ropa de calle puesta. Lo último que le apetecía, a esas horas de la noche, era aplicar una receta muy complicada, y cada vez más premiosa, a la preparación de un plato que de todas formas no iba a disfrutar, por exceso de cansancio. Tiempo de preparación: un mínimo de quince minutos. Transcurridos los cuales, luego resultaba que el proceso casi nunca marchaba como es debido. La sartén demasiado caliente, el fuego demasiado alto, el fuego demasiado bajo, las cebollas rehusaban caramelizarse o se quemaban ipso facto, para luego pegarse. Había que poner la sartén aparte, para que se enfriara, había que emprender una dolorosa discusión con el ahora enfadado segundo chef, que se angustiaba, e inevitablemente la carne quedaba dura y correosa, la salsa perdía su complejidad en las sucesivas diluciones y desglaseados, y era puñeteramente tarde y le ardían a una los ojos, y, vale, sí, disponiendo del tiempo necesario y echándole las ganas pertinentes, siempre era posible conseguir que el jodido plato saliera bien, pero ahora se quedaba en una cosa que vacilaría una en servirles a los camareros. Había que echar el cierre («vale, ya me he corrido») y quedarse dormida con un dolor. Y, la verdad, tampoco era para tanto esfuerzo. Era, no obstante, un esfuerzo que hacía cada semana o cada quince días, porque su orgasmo resultaba de vital importancia para Emile, y Denise se sentía culpable. A él podía darle satisfacción igual que aclaraba un consomé: con la misma pericia y el mismo grado de acierto (y, transcurrido no mucho tiempo, también con la cabeza en otro sitio). Y ¡qué orgullo, qué placer tomaba Denise en el ejercicio de sus habilidades! Emile, no obstante, parecía pensar que sin unos cuantos estremecimientos y suspiros semivoluntarios por parte de ella, el matrimonio estaría en serios apuros; y aunque los acontecimientos posteriores habían de darle la razón a él, en un cien por cien, a Denise, en los años anteriores al día en que se le quedaron los ojos puestos en Becky Hemerling, le resultaba imposible no sentirse culpabilísima, no experimentar presión y resentimiento en el frente orgásmico.
Robin venía lista para consumir. No hace falta receta ni preparación para comerse un albaricoque. Aquí está el albaricoque y, bum, aquí está la gratificación. Denise había conocido barruntos de esta facilidad en su trato con Hemerling, pero hasta ahora, a sus treinta y dos años, no había entendido bien de qué iba la cosa. Una vez que lo entendió, empezaron los problemas. En agosto, las niñas se fueron a un campamento de verano y Brian se fue a Londres, y la jefa absoluta del más famoso restaurante de la región, entre los nuevos, salía de la cama para al cabo de un rato encontrarse tendida en una alfombra, se vestía para en seguida desnudarse, llegaba hasta el vestíbulo en su intento de huida, para acabar corriéndose contra la puerta principal; con las rodillas temblorosas y los ojos amusgados, regresaba arrastrándose hasta la cocina adonde había prometido regresar en cuarenta y cinco minutos. Y nada de ello era bueno. El restaurante padecía las consecuencias. Había atascos en la lista de espera, retrasos en el comedor. En dos ocasiones tuvo que retirar entrantes del menú, porque la cocina, sin su participación, se quedaba sin margen de tiempo para atender las comandas. Y, a pesar de ello, incurría en absentismo injustificado en mitad del segundo turno de noche. Pasando por el Refugio del Crack, el Camino de la Basura y el Callejón del Porro, llegaba al Proyecto Huerta, donde Robin tenía una manta. A estas alturas, la huerta, tras recibir los pertinentes abonos orgánicos y minerales, ya estaba plantada. Habían crecido los tomates en cilindros de malla metálica encajados en llantas viejas. Y los reflectores y las luces de posición de las aeronaves que aterrizaban, y las constelaciones atrofiadas por las nieblas tóxicas, y el crisol radioactivo del Veterans Stadium de béisbol, y la tormenta térmica sobre Tinicum, y la luna a que el sucísimo Camden había ido contagiando de hepatitis según ascendía, todas estas luces urbanas comprometidas hallaban reflejo en la piel de las berenjenas adolescentes, de los jóvenes pimientos y pepinos, en el maíz tierno, en los cantalupos púberes. Denise, desnuda en mitad de la ciudad, extendía la manta sobre la tierra aún fresca de relente, mezcla arenosa, recién removida. Ponía en ella la mejilla, le introducía los Robinos dedos.
—Para, para, por Dios —chillaba Robin—, que te cargas las lechugas nuevas.
Luego ya estaba Brian en casa, y empezaron a correr estúpidos riesgos. Robin le explicó a Erin que Denise no se encontraba bien y que había tenido que echarse un rato en el dormitorio. Hubo un febril episodio en la despensa de Panamá Street, mientras Brian, a menos de diez metros, leía a E. B. White en voz alta. Por último, una semana antes del Día del Trabajo, sucedió lo de aquella mañana en el despacho del director del Proyecto Huerta, cuando el peso de dos cuerpos sobre la silla de Robin, antigua y de madera, hizo que el respaldo se quebrara hacia atrás. Se reían ambas cuando oyeron la voz de Brian.
Robin se levantó de un salto, quitó el cierre de la puerta y la abrió en un solo movimiento, para que no se notara que había estado cerrada. Brian traía una cesta de erecciones verdes y con motitas. Se sorprendió al ver a Denise —y se alegró mucho, como siempre.
—¿Qué está pasando aquí?
Denise de rodillas junto a la mesa de Robin, con la blusa fuera.
—Se jodio la silla de Robin —dijo—. Estoy viendo a ver.
—¡Yo le he pedido que intentara arreglarla! —chilló Robin.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Brian a Denise, con mucha curiosidad.
—He tenido la misma idea que tú —dijo ella—. Vine por calabacines.
—Pues Sara me dijo que no había nadie. Robin iba alejándose poco a poco.
—Ya se lo diré. Lo menos que se espera de ella es que sepa si estoy o no estoy.
—¿Cómo ha roto Robin la silla? —le preguntó Brian a Denise.
—No sé —dijo ella, refrenando el impulso de echarse a llorar, como una niña mala sorprendida in fraganti.
Brian recogió la parte superior de la silla. Denise nunca antes había pensado concretamente en su padre al verlo, pero esta vez la impresionó el parecido con Alfred en su inteligente compasión por el objeto roto.
—Es roble bueno —dijo Brian—. Es raro que de pronto le haya dado por romperse.
Denise, que seguía de rodillas, se levantó del suelo y se perdió por el vestíbulo, metiéndose la blusa en el pantalón mientras andaba. Siguió andando, igual de perdida, hasta que se encontró en la calle y se metió en el coche. Subió por Bainbridge Street, en dirección al río. Se detuvo frente a una barandilla galvanizada y paró el motor levantando el pie del embrague, y el coche saltó hacia delante y dio contra la barandilla y rebotó y se quedó inmóvil, y ahora, por fin, Denise se vino abajo y lloró por la silla rota.
Llegó a El Generador con la cabeza algo más clara. Vio que se estaba imponiendo el desbarajuste en todos los frentes. Había varios mensajes sin contestar, de un periodista gastronómico del Times, de un redactor jefe de Gourmet y del último dueño de restaurante con ganas de robarle la jefa de cocina a Brian. Mil dólares de pechugas de pato y chuletas de ternera se habían estropeado al fondo de la despensa, por falta de rotación. La cocina entera lo sabía, y nadie se lo había dicho: había aparecido una aguja en el cuarto de baño de empleados. El jefe de repostería aseguraba que le había dejado a Denise dos notas de su puño y letra, presumiblemente relacionadas con asuntos salariales, y Denise no tenía ni la menor noción de haberlas visto.
—¿Cómo es que nadie pide costillas a la campesina? —le preguntó Robin a Rob Zito—. ¿Cómo es que los camareros no proponen mis costillas a la campesina, con lo fenomenalmente deliciosas y lo insólitas que son?
—A la gente de aquí no le gusta el chucrut —dijo Zito.
—Una leche, no le gusta. Los platos vuelven como espejos, cuando alguien las pide. Se puede uno contar las pestañas mirándose en ellos.
—Será que nos vienen alemanes —dijo Zito—. Esos platos como espejos tienen que ser responsabilidad de individuos con pasaporte alemán.
—¿No será que a ti no te gusta el chucrut?
—Es un plato interesante —dijo Zito.
No supo nada de Robin y tampoco ella la llamó. Concedió una entrevista al Times y se dejó fotografiar, le dio unas palmaditas en el ego al jefe de repostería, se quedó hasta muy tarde y metió en una bolsa las piezas de carne estropeadas, sin que nadie se enterara, despidió al pinche que se había picado en el váter, y no dejó ni un almuerzo ni una cena sin seguir de cerca la lista de espera e ir resolviendo los problemas que se presentaban.
Día del Trabajo: la muerte negra. Se obligó a salir de la oficina y echar andar por la ciudad desierta y calurosa, desviando sus pasos, por la fuerza de la soledad, hacia Panamá Street. Experimentó una reacción pavloviana líquida cuando vio la casa. La fachada de arenisca seguía siendo una cara, y la puerta una lengua. El coche de Robin estaba aparcado delante, pero no el de Brian: se habían ido a Cape May. Denise tocó el timbre, aun sabiendo, por algo parecido al polvo en torno a la puerta, que no había nadie en casa. Abrió el cerrojo con la llave en que había escrito «R/B» y entró en la casa. Subió dos pisos hasta el dormitorio principal. Los antiguos acondicionadores de aire, rehabilitados a muy alto precio, cumplían con su cometido, y el aire fresco enlatado competía con los rayos del sol de aquel Día del Trabajo. Al acostarse en la cama de matrimonio, que estaba sin hacer, recordó el olor y la quietud de las tardes veraniegas de St. Jude, cuando la dejaban sola en casa y, durante un par de horas, podía ser todo lo rarita que le viniese en gana. Se trabajó un poco. Yacía sobre sábanas revueltas, y una franja de sol le caía en el pecho. Se dobló la ración de sí misma y estiró abundantemente los brazos. Bajo la almohada de matrimonio, su mano rozó la esquina de papel de estaño de algo parecido a un envoltorio de condón.
Era un envoltorio de condón. Rasgado y vacío. Literalmente, lanzó un quejido al imaginar el penetrante acto de que ese objeto daba testimonio. Literalmente, se agarró la cabeza entre las manos.
Salió gateando de la cama y se alisó la falda por las caderas. Escudriñó las sábanas en busca de alguna otra sorpresa repugnante. Claro está que los matrimonios practican el sexo. Pero Robin le había dicho que no tomaba la píldora, que Brian y ella ya no tonteaban lo suficiente como para preocuparse al respecto; y en todo el verano Denise no había detectado, ni por sabor ni por olor, ninguna huella de marido en el cuerpo de su amante, y ello la condujo a olvidarse de lo obvio.
Se arrodilló junto a la papelera del lado de Brian. Movió varios Kleenex, comprobantes de compras y segmentos de seda dental, hasta encontrar otra funda de preservativo. El odio a Robin, el odio y los celos, le ocupaban la cabeza como una migraña. Fue al cuarto de baño del dormitorio y encontró otros dos envases y una goma arrugada en la lata de debajo del lavabo.
Literalmente, se dio de puñetazos en las sienes. Oía el ruido de su propio aliento mientras bajaba corriendo las escaleras y salía a la calle vespertina. La temperatura andaba por los treinta y tantos grados y ella estaba temblando. Qué raro todo. Fue por su propio pie hasta El Generador y entró por la dársena de carga y descarga. Hizo inventario de aceites y quesos y harinas y especias, trazó muy minuciosas hojas de pedido, dejó veinte sardónicos y fluidos y civilizados mensajes de voz, despachó su correo electrónico, se preparó unos riñones en la Garland, añadiéndoles un toque de grappa, y a medianoche llamó un taxi.
Robin se presentó a la mañana siguiente en la cocina, sin avisar. Llevaba una camisa blanca, muy grande, que daba la impresión de haber pertenecido a Brian. A Denise se le puso el estómago boca arriba cuando la vio. La condujo al despacho de dirección y cerró la puerta.
—No puedo seguir haciendo esto —dijo Robin.
—Muy bien, porque yo tampoco.
La cara de Robin era un puro borrón. Se rascaba la cabeza y se estrujaba la nariz, con pertinacia de tic nervioso, y se subía las gafas.
—Llevo desde junio sin ir a la iglesia —dijo—. Sinéad me ha pillado en algo así como diez mentiras diferentes. Quiere saber por qué no apareces nunca. Ya no conozco ni a la mitad de los chicos que colaboran con el Proyecto. Es todo un lío tremendo, y no puedo seguir así.
Denise se desatragantó una pregunta:
—¿Cómo está Brian?
Robin se ruborizó.
—No tiene ni idea de nada. Es el mismo de siempre. Ya lo sabes: las dos le gustamos.
—Seguro que sí.
—Todo se ha vuelto muy raro.
—Bueno, tengo muchas cosas que hacer, de modo que…
—Brian nunca me hizo nada malo. No se merecía esto.
Sonó el teléfono y Denise lo dejó sonar. Se le estaba resquebrajando la cabeza, a punto de partirse en dos. No soportaba oír el nombre de Brian pronunciado por Robin.
Robin levantó la cara hacia el cielorraso, con perlas de lágrimas ensartadas en las pestañas.
—No sé para qué he venido. No sé qué estoy diciendo. Me siento fatal y estoy increíblemente sola.
—Supéralo —dijo Denise—. Como pienso hacer yo.
—¿Cómo puedes portarte con tanta frialdad?
—Porque soy fría.
—Si me hubieras llamado, si me hubieras dicho que me querías…
—¡Supéralo! ¡Por el amor de Dios, supéralo! ¡Supéralo!
Robin le imploró con la mirada; pero, la verdad, aun admitiendo que el asunto de los condones hubiera quedado más o menos aclarado, ¿qué iba a hacer Denise? ¿Dejar su trabajo en el restaurante que la estaba elevando al estrellato? ¿Irse a vivir al gueto y convertirse en una de las dos mamas de Sinéad y Erin? ¿Empezar a llevar zapatillones de deporte y a no preparar más que comida vegetariana?
Sabía que se estaba contando una sarta de mentiras, pero no sabía, en su cabeza, qué cosas eran mentira y qué cosas verdad. Permaneció con los ojos clavados en su mesa de despacho hasta que Robin abrió la puerta y se fue.
A la mañana siguiente, El Generador salió en la mitad inferior de la primera página de la sección de gastronomía del New York Times. Debajo del titular («Generando megavatios de admiración») venía una foto de Denise, mientras que las fotografías del interior y del exterior del local quedaban relegadas a la página 6, donde también se resaltaban sus chuletas a la campesina con chucrut. Eso estaba mejor. Eso encajaba más en sus expectativas. Antes de las doce de la mañana ya le habían ofrecido ir como invitada al Food Channel, canal gastronómico, y escribir una columna mensual en Philadelphia. Puenteando a Rob Zito, indicó a la chica de las reservas que aceptara cuarenta comensales de más por noche. Gary y Caroline, cada uno por su lado, llamaron para felicitarla. Le echó una bronca a Zito por haber rechazado, aquel fin de semana, una reserva a nombre de una presentadora de la NBC local; se pasó un poco, pero le encantó hacerlo.
Se acumulaba ante el bar una multitud de tres en fondo —gente cara, de la que antes no abundaba en Filadelfia— cuando llegó Brian con una docena de rosas. Abrazó a Denise y ella se demoró entre sus brazos, dándole un poco de eso que tanto les gusta a los hombres.
—Necesitamos más mesas —dijo—. Tres de cuatro y una de seis, como mínimo. Necesitamos una chica a tiempo completo para las reservas, y que sepa hacer filtrar. Necesitamos guardias de seguridad en el aparcamiento. Necesitamos un jefe de repostería con más imaginación y menos pretensiones. También hay que pensar en sustituir a Rob por alguien de Nueva York que sepa tratar con los clientes del perfil que vamos a obtener.
Brian se sorprendió.
—¿Vas a hacerle eso a Rob?
—No quiere dar preferencia a las costillas con chucrut —dijo Denise—. Y bien que le gustaron al New York Times. No está cumpliendo con su obligación, o sea que le den por culo.
La dureza de su tono de voz hizo que a Brian le brillaran los ojos. Daba la impresión de que así le gustaba más Denise.
—Haz lo que consideres oportuno —dijo.
El sábado por la noche, a última hora, se unió a Brian y Jerry Schwartz y dos rubias de pómulos altos y el cantante y el guitarrista de su grupo favorito, que estaban tomando copas en una especie de plataforma que Brian había instalado en el techo de El Generador, como un nido de cigüeñas. Hacía calor, y los bichos del río, ahí abajo, hacían casi tanto ruido como Schuylkill Expressway. Entrambas rubias hablaban por sus teléfonos. Denise le aceptó un cigarrillo al guitarrista, que estaba con ronquera porque acababa de actuar, y le permitió examinar sus cicatrices.
—¡Me cago en la! Tienes las manos peor que las mías.
—Este trabajo —dijo Denise— consiste en tolerar el dolor.
—Los cocineros tenéis fama de abusar de ciertas sustancias.
—Suelo tomar una copa al final del trabajo —dijo ella—. Y dos Tylenoles cuando me levanto, a las seis de la mañana.
—No hay nadie más duro que Denise —alardeó sosamente Brian, sobre las antenas de las rubias.
El guitarrista replicó sacando la lengua, agarrando el cigarrillo como si hubiera sido un cuentagotas y acercando la brasa a la reluciente grieta. El chisporroteo fue lo suficientemente audible como para distraer a entrambas rubias de sus teléfonos. La más alta chilló el nombre del guitarrista y le dijo que estaba loco.
—Ya me gustaría saber qué sustancia has ingerido tú —dijo Denise.
El guitarrista aplicó vodka frío directamente en la quemadura. La rubia, nada contenta con el numerito, contestó a la pregunta:
—Klonopin con Jameson y lo que sea que le toque ahora.
—Ya. Pero la lengua está húmeda —dijo Denise, mientras se apagaba el cigarrillo contra la suave piel de detrás de la oreja. Sintió como si le hubieran pegado un tiro en la cabeza, pero lanzó el cigarrillo al río con toda la tranquilidad del mundo.
Hubo un gran silencio en la plataforma. Estaba mostrando sus rarezas más de lo que nunca las había mostrado. No le hacía falta en absoluto —podría haberse puesto a trocear un costillar de cordero, o a conversar con su madre—, pero lanzó un grito estrangulado, un sonido cómico, para tranquilizar a su público.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Brian luego, ya en el aparcamiento.
—Quemaduras peores me he hecho sin querer.
—Ya, pero insisto: ¿te pasa algo? Ha sido muy inquietante verte hacer eso.
—¿No acababas tú de llamarme dura? Pues ahí lo tienes.
—Estoy tratando de decir que lo siento.
No pudo dormir en toda la noche, por culpa del dolor.
A la semana siguiente, Brian y ella contrataron al gerente del Union Square Cafe y despidieron a Rob Zito.
Y otra semana después acudieron al restaurante el alcalde de Filadelfia, el menos veterano de los dos senadores por Nueva Jersey, el administrador delegado de la W—— Corporation y Jodie Foster.
Y otra semana después Brian llevó a Denise a casa, desde el trabajo, y ella lo invitó a pasar. Sobre el mismo vino de cincuenta dólares que en cierta ocasión le había servido a su mujer, Brian le preguntó a Denise si Robin y ella estaban distanciadas.
Denise, sacando labios, dijo que no con la cabeza.
—He tenido mucho lío de trabajo.
—Eso me parecía a mí. No había pensado que fuese por ti. Robin está harta de todo, últimamente. Especialmente de todo lo que me concierne.
—Echo de menos salir por ahí con las niñas —dijo Denise.
—Pues puedes creerme: ellas también te echan de menos a ti —dijo Brian.
Luego añadió, con un ligero tartamudeo.
—Estoy pen… pensando en marcharme de casa.
Denise dijo que sentía mucho oírle decir tal cosa.
—Está de un beato descontrolado —dijo, sirviendo vino—. Lleva tres semanas yendo a misa nocturna. Yo ni sabía que semejante cosa existiese. Y no puedo nombrar El Generador sin provocar un estallido. Y, mientras, ella habla de retirar a las niñas del colegio y enseñarles en casa. Ha decidido que la casa es demasiado grande. Quiere mudarse a la casa del Proyecto y enseñar allí a las niñas, quizá con otros dos niños. Rachid y Marilou, o algo sí. O sea, un sitio maravilloso para que se críen Sinéad y Erin, un solar abandonado de Point Breeze. Estamos un poco al borde de la chaladura pura y simple. No, en serio, Robin es estupenda. Las cosas en que ella cree son mejores que las cosas en que yo creo. Pero no estoy muy seguro de seguir queriéndola. Es como pasarse la vida discutiendo con Nicky Passafaro. Es Odio de Clase II, la continuación.
—Robin se siente demasiado culpable —dijo Denise.
—Pues está al borde de convertirse en una madre irresponsable.
Denise encontró aliento para preguntarle:
—¿Intentarías quedarte tú con las niñas, llegado el caso?
Brian asintió.
—Si llegara el caso, no sé si Robin querría, de hecho, la custodia. Más bien me la imagino renunciando a todo.
—No apuestes nada.
Denise pensó en Robin cepillándole el pelo a Sinéad y, de pronto —aguda, terriblemente—, echó en falta sus ansias locas, sus excesos y sus accesos, su inocencia. Acababa de entrar en acción algún mecanismo, y la cabeza de Denise se había convertido en una pantalla pasiva en la cual se proyectaba una película con el resumen de todas las excelencias de la persona a quien había apartado de sí. Ahora le volvían a gustar hasta los más nimios hábitos y gestos y señas distintivas de Robin, su preferencia por la leche hervida para añadir al café, el color descabalado, por culpa de la funda, del diente superior que su hermano le partió de una pedrada, cuando eran pequeños, el modo en que agachaba la cabeza como un carnero y a topetazos la hacía enloquecer de amor.
Denise, alegando agotamiento, hizo que Brian se marchase. A primera hora del día siguiente, una depresión tropical recorrió la costa en sentido ascendente, una perturbación húmeda y huracanada que puso a los árboles de mal humor, agitándolos, y que llenó de agua las aceras. Denise dejó El Generador en manos de su segundo de abordo y se fue en tren a Nueva York, a redimir a su muy incompetente hermano de la tarea de atender a sus padres. Con la tensión del almuerzo, mientras Enid le repetía, palabra por palabra, las desventuras de Norma Greene, Denise no percibió ningún cambio en sí misma. Tenía un viejo yo que aún funcionaba, la Versión 3.2 o la Versión 4.0, que deploraba en Enid lo deplorable y apreciaba en Alfred lo apreciable. El alcance de la corrección que estaba experimentando no se le reveló hasta que estuvo en el muelle y su madre la besó y una Denise enteramente distinta, la versión 5.0, estuvo a punto de introducir la lengua en la boca de aquella adorable viejecita, estuvo a punto de acariciarle las caderas y los muslos, estuvo a punto de ceder por completo y prometerle seguir pasando las vacaciones de navidad en St. Jude todas las veces que Enid quisiera.
Iba en el tren, camino del sur, y las estaciones intermedias, esmaltadas por la lluvia, desfilaban a velocidad de interurbano. Durante la comida, le pareció que su padre estaba loco. Y si, en efecto, ya iba perdiendo la cabeza, cabía admitir que Enid no hubiera exagerado las dificultades que tenía con él, cabía la posibilidad de que Alfred estuviera hecho un desastre y procurara recomponerse un poco delante de sus hijos, cabía la posibilidad de que Enid no fuera la plaga dañina e insoportable que Denise la había hecho ser durante veinte años, cabía la posibilidad de que los problemas de Alfred no fueran tan simples como el de haberse casado con quien no debía, cabía la posibilidad de que los problemas de Enid se limitaran al de haberse casado con quien no debía, cabía la posibilidad de que Denise se pareciera mucho más a Enid de lo que había creído nunca. Iba escuchando el pa-dam-pa-dam-pa-dam de las ruedas en las vías y mirando oscurecerse el cielo de octubre. Puede que hubiera habido esperanza para ella si le hubiera sido posible seguir en el tren, pero el trayecto hasta Filadelfia era muy corto, y en seguida estuvo de vuelta en el trabajo y no tuvo tiempo de pensar en nada hasta que asistió a la presentación de la Axon con Gary y se sorprendió a sí misma defendiendo no sólo a Alfred, sino también a Enid, en la discusión posterior.
No recordaba un tiempo en que hubiera querido a su madre.
Estaba al remojo, en la bañera, hacia las nueve horas de aquella misma noche, cuando llamó Brian y la invitó a cenar con él y con Jerry Schwartz, Mira Sorvino, Stanley Tucci, un Famoso Director Norteamericano, un Famoso Autor Británico y otras luminarias. El Famoso Director acababa de terminar el rodaje de una película en Camden, y Brian y Schwartz lo habían liado para asistir a un pase privado de Crimen y castigo y rock and roll.
—Es mi noche libre —dijo Denise.
—Martin dice que te manda al chófer —dijo Brian—. Te agradecería mucho que vinieses. Se acabó mi matrimonio.
Se puso un vestido de cachemira gris, se comió un plátano para no parecer demasiado hambrienta a la hora de cenar, y se dejó llevar por el chófer del Director hasta una pizzería de Kensington llamada Tacconelli’s. Una docena de famosos y asimilados, más Brian y Jerry Schwartz, tan simio y tan cuadrado de hombros como siempre, ocupaban tres mesas del fondo. Denise besó a Brian en la boca y tomó asiento entre él y el Famoso Autor Británico, que parecía tener almacenado un cargamento de ocurrencias golfísticas y criqueteras como para tener entretenida a Mira Sorvino durante toda la velada. El Famoso Director le dijo a Denise que había probado sus costillas con chucrut y que le habían encantado, pero ella cambió de tema en cuanto pudo. No había duda de que se encontraba allí como pareja de Brian; los del cine no tenían el más mínimo interés ni en el uno ni en la otra. Colocó la mano en la rodilla de Brian, como ofreciéndole consuelo.
—Raskolnikov con auriculares escuchando a Trent Reznor mientras se carga a la parienta: perfecto, perfecto, perfecto —le chorreó a Jerry Schwartz el menos famoso de los allí presentes, un chico en edad universitaria, meritorio del director.
—Son los Nomatics —corrigió Schwartz, con una falta de condescendencia verdaderamente devastadora.
—¿No los Nine Inch Nails?
Schwartz bajó los párpados y movió mínimamente la cabeza para decir que no.
—Nomatics, 1980, Held in Trust. Más tarde utilizado sin suficiente acreditación de autoría por la persona cuyo nombre acabas de mencionar.
—Todo el mundo les roba cosas a los Nomatics —dijo Brian.
—Padecieron en la cruz de la oscuridad, para que otros gozaran de la fama eterna —dijo Schwartz.
—¿Cuál es su mejor disco?
—Dame tu dirección. Te hago un cedé y te lo mando —dijo Brian.
—Todo lo que hicieron es brillantísimo —dijo Schwartz—, hasta Thorazine Sunrise. Cuando se marchó Tom Paquette, la banda tardó dos álbumes en darse cuenta de que estaba muerta. Alguien tuvo que decírselo.
—Supongo que un país donde se enseña el creacionismo en los colegios —observó el Famoso Autor Británico, dirigiéndose a Mira Sorvino— puede ser perdonado por ignorar que el béisbol viene del criquet.
Denise recordó entonces que Stanley Tucci era el director y protagonista de su preferida entre todas las películas de restaurantes. Se puso a hablar de cocina con él, muy contenta, algo menos injuriada por la belleza de la Sorvino y disfrutando, si no de la compañía, sí al menos de su no dejarse intimidar por ella.
Brian la llevó a casa en el Volvo. Denise se sentía con derecho a todo y atractiva y bien aireada y viva. Brian, por el contrario, estaba muy enfadado.
—Iba a venir Robin —dijo—. Fue una especie de ultimátum, podríamos decir. Pero había dicho que sí, que vendría a la cena. Que se interesaría mínimamente, aunque sólo fuera un poquito, en lo que estoy haciendo con mi vida. Y eso, constándome, como me constaba, que lo haría a caso hecho, que se vestiría de estudiante, para hacerme sentir incómodo y demostrarme lo que sea que pretenda demostrarme. Y luego yo iba a pasar el sábado próximo en el Proyecto. Era un acuerdo. Y luego, esta mañana, decide que no viene a la cena, que va a asistir a una manifestación contra la pena de muerte. No me entusiasma la pena de muerte. Pero Khelley Withers no es exactamente quien yo pondría en un cartel a favor de la indulgencia. Y una promesa es una promesa. No me pareció a mí que una vela menos en la vigilia con velas fuera a significar tantísimo. Le dije que ya podía hacerlo por mí y perderse una sola manifestación en su vida. Le propuse darle un cheque a favor del sindicato pro libertades civiles, que ella misma me dijera cuánto. Lo cual resultó contraproducente, la verdad.
—Dar cheques no es bueno. No, no, no —dijo Denise.
—Sí, ya me di cuenta. Pero nos dijimos cosas que no van a ser fáciles de retirar. Y, francamente, tampoco me interesa mucho retirarlas.
—Nunca se sabe —dijo Denise.
Era un lunes, a las once de la mañana, y Washington Avenue, entre el río y Broad, estaba muy solitaria. Brian parecía estar sufriendo su primer gran desengaño en la vida, y no paraba de hablar:
—¿Te acuerdas de cuando me dijiste que si yo no estuviera casado y tú no trabajaras para mí?
—Lo recuerdo.
—¿Sigue en pie?
—Vamos a tomar una copa —dijo Denise.
Ello explica que Brian estuviese durmiendo en su cama a las nueve y media de la mañana del día siguiente, cuando sonó el timbre de la puerta.
Denise todavía estaba hasta las cejas de alcohol, y además acababa de completar el retrato de tía rara y caos moral a que su vida venía orientándose desde siempre, al parecer. No obstante, en la parte de abajo del embotamiento aún perduraba un repiqueteo de celebridad, procedente de la noche anterior. Era más fuerte que cualquier cosa que pudiera sentir por Brian.
Volvió a sonar el timbre. Se levantó y se puso una bata de seda marrón y miró por la ventana. Delante de la puerta estaba Robin Passafaro. Brian había aparcado el Volvo en la acera de enfrente.
Se le pasó por la cabeza no contestar, pero Robin no la habría estado buscando aquí si no hubiera pasado antes por El Generador.
—Es Robin —dijo—. Quédate aquí y no te muevas.
Brian, a la luz del día, conservaba la expresión de cabreo de la noche anterior.
—Me da igual que sepa que estoy aquí.
—Sí, pero a mí no.
—Pues mi coche está en la acera de enfrente.
—Ya lo sé.
También ella se sentía extrañamente cabreada con Robin. Durante todo el verano, mientras estuvo engañando a Brian, nunca sintió por él nada parecido al desprecio que sentía ahora por su mujer, mientras bajaba a abrirle la puerta. Robin la molesta, Robin la cabezota, Robin la voz de pito, Robin la gritona, Robin la sin estilo, Robin la noseentera.
Y, sin embargo, su cuerpo, nada más abrirse la puerta, supo lo que deseaba. Deseaba a Brian para la calle y a Robin para la cama.
No podía decirse que hiciera frío, pero a Robin le castañeteaban los dientes.
—¿Puedo entrar?
—Estoy yéndome a trabajar —dijo Denise.
—Cinco minutos —dijo Robin.
Parecía imposible que no hubiera visto el auto color pistacho, en la acera de enfrente. Denise la hizo pasar al zaguán y cerró la puerta.
—Se acabó mi matrimonio —dijo Robin—. Esta noche ni siquiera ha dormido en casa.
—Lo siento —dijo Denise.
—He rezado por mi matrimonio, pero me distraigo pensando en ti. Estoy de rodillas en la iglesia y me pongo a pensar en tu cuerpo.
El espanto se instaló en Denise. No era exactamente que se sintiera culpable de nada —en un matrimonio tambaleante, el reloj de cocer huevos había agotado su tiempo; ella, si acaso, había hecho que el reloj corriera un poco más—, pero lamentaba haber infligido daño a esa persona, lamentaba haber competido. Tomó las manos de Robin y le dijo:
—Quiero verte y quiero hablar contigo. No me gusta lo que ha pasado. Pero ahora tengo que irme a trabajar.
Sonó el teléfono en la sala. Robin se mordió el labio y dijo que sí con la cabeza.
—Vale.
—¿Nos vemos a las dos?
—Vale.
—Te llamo desde el trabajo.
Robin asintió de nuevo. Denise le abrió la puerta para que saliera y volvió a cerrar y soltó cinco alentadas de aire.
Denise, soy Gary, no sé dónde estás, pero llámame cuando oigas esto, ha habido un accidente, papá se cayó del barco, desde ocho pisos de altura, acabo de hablar con mamá…
Corrió al teléfono y lo levantó.
—Gary.
—Te he llamado al trabajo.
—¿Ha sobrevivido?
—No debería —dijo Gary—, pero sí.
Gary rendía al máximo en las emergencias. Los mismos rasgos suyos que el día antes la exasperaron, ahora le servían de consuelo. Denise quería que lo supiese todo. Quería que su voz sonase satisfecha de su propia calma.
—Parece ser que el barco lo arrastró durante una milla, con el agua a siete grados, antes de lograr detenerse —dijo Gary—. Va para allá un helicóptero, que lo trasladará a New Brunswick. No se ha roto la columna. Le funciona el corazón. Puede hablar. Es un viejo muy duro de roer. Hay posibilidades de que se recupere.
—¿Cómo está mamá?
—Preocupada porque el crucero está sufriendo un retraso mientras espera al helicóptero y eso está causando molestias a los demás pasajeros.
Denise rio con alivio.
—Pobre mamá. Mira que le apetecía este crucero.
—Pues me temo que sus días de crucero con papá pueden considerarse terminados.
Volvió a sonar el timbre. En seguida empezaron a oírse golpes, un ruido de puñetazos y patadas en la puerta.
—Un segundo, Gary.
—¿Qué pasa?
—Ahora mismo te llamo.
El timbre llevaba tanto tiempo sonando, con tanta fuerza, que le cambió el tono, se hizo más plano y un poco áspero. Abrió la puerta y vio una boca trémula y unos ojos resplandecientes de odio.
—Quítate de delante —dijo Robin—. No quiero ni rozarme contigo.
—Anoche cometí un error muy malo.
—¡Quítate de delante!
Denise se apartó, y Robin se dirigió a la escalera. Denise se sentó en la única silla de su sala penitencial y se puso a escuchar los gritos. Cayó en la cuenta, con gran sorpresa, de las pocas veces en que había oído a sus padres, la otra pareja casada de su vida, aquel par de incompatibles, gritándose el uno al otro. Ellos mantenían la paz y dejaban que la guerra, por delegación, se desarrollase en la cabeza de su hija.
Cuando estaba con Brian, le entraba la murria por el cuerpo y la sinceridad y las buenas obras de Robin, y le repelía la engreída autosuficiencia de Brian; cuando estaba con Robin, le entraba la murria por el buen gusto de Brian y por las coincidencias con él, y deseaba que Robin también se diese cuenta de lo estupendamente que le sentaba la cachemira negra.
Para vosotros es muy fácil, queridos, pensó. Vosotros podéis partiros en dos.
Cesaron los gritos. Robin bajó la escalera corriendo y siguió hacia la puerta sin aminorar la marcha.
Brian bajó unos minutos más tarde. Denise había contado con la desaprobación de Robin y no le resultaba imposible asimilarla; de Brian, en cambio, esperaba una palabra de comprensión.
—Estás despedida —le dijo.
∗ ∗ ∗
DE: Denise3@cheapnet.com
PARA: exprof@gaddisfly.com
ASUNTO: La próxima vez saldrá mejor, esperemos.
Me encantó verte el sábado. Muchas gracias por volver lo antes posible y echarme una mano.
Desde entonces, papá se cayó por la borda del crucero y el barco lo llevó en la estela, con un brazo roto, un hombro dislocado, una retina desprendida, pérdida de memoria inmediata y quizá un ligero ataque al corazón, todo ello con el agua helada, los han trasladado a los dos, a mamá y a él, en helicóptero a New Brunswick, a mí me han despedido del mejor trabajo que he tenido nunca, y Gary y yo nos hemos enterado de una nueva técnica medicinal que a ti sin duda alguna te parecería tan horrible como distópica y maligna, salvo que es buena para el Parkinson y puede venirle bien a papá.
Aparte de todo eso, sin novedad.
Espero que te vaya bien, donde coño estés. Julia dice que en Lituania y pretende que me lo crea.
DE: exprof@gaddisfly.com
PARA: Denise3@cheapnet.com
ASUNTO: Re: «La próxima vez saldrá mejor, esperemos».
Oportunidad de trabajo en Lituania. Gitanas, el marido de Julia, me paga por organizarle una web que dé beneficios. De hecho, es muy divertido y también ganancioso.
Aquí ponen en la radio todos los grupos que a ti te gustaban en los tiempos del instituto. Smiths, New Order, Billy Idol. Regreso al pasado. Vi cómo un tipo mataba de un tiro a un caballo en plena calle, cerca del aeropuerto. Llevaba en suelo báltico unos quince minutos. ¡Bienvenido a Lituania!
Esta mañana hablé con mamá, me lo contó todo, le pedí perdón, o sea que no te preocupes.
Lamento lo de tu trabajo. Para serte sincero, me he quedado de piedra. No puedo creer que nadie te despida a ti.
¿Dónde trabajas ahora?
DE: Denise3@cheapnet.com
PARA: exprof@gaddisfly.com
ASUNTO: Obligaciones vacacionales.
Mamá dice que no te comprometes a venir en Navidades, y espera que me lo crea. Pero yo creo que de ninguna manera has podido hablar así a una mujer que acaba de ver truncado por un accidente el momento culminante de este año, y que además lleva una vida de mierda con un anciano inválido, y que no ha conseguido pasar las Navidades en casa desde que Dan Quayle era vicepresidente, y que «sobrevive» a base de estar a la expectativa de cosas, y que ama las Navidades como otros aman el sexo, y que te ha visto un total de cuarenta y cinco minutos en los tres últimos años: yo creo que de ninguna manera puedes haberle dicho a esa mujer, de ninguna manera, que lo sientes pero que te quedas en Vilnius.
(¡Vilnius!)
Mamá tiene que haberte entendido mal. Acláramelo, por favor.
Ya que me lo preguntas, no, no trabajo en ningún sitio. Colaboro de vez en cuando con los del Mare Scuro, pero, por lo demás, duermo todos los días hasta las dos de la tarde. Si esto continúa así, voy a tener que hacer alguna de esas cosas terapéuticas que te horrorizan. Tengo que recuperar el apetito de comprar cosas y de otros placeres venales del consumidor.
Lo último que supe del tal Gitanas ‘Mis-sevicias’ es que le había puesto negros los dos ojos a Julia. Pero vale.
DE: exprof@gaddisfly.com
PARA: Denise3@cheapnet.com
ASUNTO: Re: «Obligaciones vacacionales».
Pienso ir a St. Jude en cuanto reúna dinero. Puede incluso que para el cumpleaños de papá. Pero las Navidades son un infierno, y tú lo sabes muy bien. No hay peor momento. Dile a mamá que iré a principios de año. Mamá dice que Caroline y los chicos van a pasar las Navidades en St. Jude. ¿Puede ser cierto?
No tomes psicotrópicos por cuenta mía.
DE: Denise3@cheapnet.com
PARA: exprof@gaddisfly.com
ASUNTO: Lo único que resultó dañado fue mi dignidad.
Como intento, no estuvo mal; pero insisto en que vengas por Navidades.
He hablado con los de Axon y el plan es que papá empiece con Corecktall después de primeros de año y que lo siga durante seis meses. Mientras tanto, papá y mamá vivirán en mi casa. (Afortunadamente, mi vida es una ruina, de modo que no me resulta tan difícil ponerme a su servicio). La única posibilidad de que este escenario no se produzca es que el equipo médico de Axon dictamine que papá padece una demencia no relacionada con las medicinas. Hay que reconocer que cuando pasaron por Nueva York estaba muy temblón, pero al teléfono suena bastante bien. «Lo único que resultó dañado fue mi dignidad», etc. Le van a quitar la escayola del brazo una semana antes de lo previsto.
Total, que lo más probable es que esté conmigo en Filadelfia para su cumpleaños, y durante el resto del invierno y la primavera también, de manera que cuando tienes que ir a St. Jude es en Navidades, y por favor limítate a hacerlo y deja de discutir.
Espero ansiosamente (y confiando en ello) la confirmación de que vendrás.
P.D. Caroline, Aaron y Caleb no van. Gary irá con Jonah, y tiene previsto volverse a Filadelfia a las 12:00 del día 25.
P.P.D. No te preocupes: yo digo NO a las drogas.
DE: exprof@gaddisfly.com
PARA: Denise3@cheapnet.com
ASUNTO: Re: «Lo único que resultó dañado fue mi dignidad».
Anoche vi cómo le pegaban seis tiros en el estómago a un individuo. Un golpe pagado en un club que se llama Musmiryté. Nada que ver con nosotros, pero no me hizo ninguna gracia verlo.
No entiendo muy bien por qué se me requiere que vaya a St. Jude en una fecha concreta. Si papá y mamá fueran mis hijos, creados por mí sin haberles pedido permiso, aceptaría mi responsabilidad para con ellos. Los padres tienen impreso en su circuito genético darwiniano un abrumador interés por el bienestar de sus hijos. Pero no me parece a mí que los hijos estén en ninguna deuda con los padres.
En lo esencial, tengo poquísimo que decirles a esas personas. Y tampoco creo que a ellos les interese lo que yo pueda decirles.
Prefiero verlos cuando estén en Filadelfia. Suena algo más divertido, al menos. Así podremos juntarnos los nueve, en lugar de solamente seis.
DE: Denise3@cheapnet.com
PARA: exprof@gaddisfly.com
ASUNTO: Una bronca muy seria, de tu hermana que está harta.
Dios del Cielo, cuantísima pena te das.
Digo que vengas por MÍ. Por MÍ. Y por TI también, porque estoy segura de que será muy guay y muy interesante y muy como de persona mayor ver pegarle seis tiros en el estómago a alguien, pero sólo tienes dos padres, y si no aprovechas el tiempo que les queda, no habrá segunda oportunidad.
Lo reconozco: soy un desastre total.
Te voy a contar —porque tengo que contárselo a alguien—, aunque no se te haya ocurrido preguntármelo, por qué me han despedido. Me han despedido por acostarme con la mujer del jefe.
Así que ¿qué crees tú que tengo *yo* que contarles a «esas personas»? ¿Cómo te imaginas tú mis pequeñas charlas con mamá todos los domingos?
En cuanto a tener o no tener una deuda, me debes 20.500$. ¿Te parece suficiente deuda?
Compra el puñetero billete de una vez. Yo te lo pago.
Te quiero y te echo de menos. No me preguntes por qué.
DE: Denise3@cheapnet.com
PARA: exprof@gaddisfly.com
ASUNTO: Remordimiento.
Siento haberte echado la bronca. Lo único que decía de verdad era la última línea. Carezco del temperamento adecuado para el correo electrónico. Contesta, por favor. Ven a casa por Navidades, por favor.
DE: Denise3@cheapnet.com
PARA: exprof@gaddisfly.com
ASUNTO: Preocupación
Por favor, por favor, por favor, no me hables de tiros a la gente para luego venirme con silencios.
DE: Denise3@cheapnet.com
PARA: exprof@gaddisfly.com
ASUNTO: Sólo faltan seis días laborables para la Navidad.
Chip, ¿estás ahí? Escribe o llama por teléfono, por favor.
El calentamiento global incrementa el valor
de Lituania Incorporated
Vilnius, 30 de octubre. Teniendo en cuenta que el nivel de las aguas oceánicas sube cerca de tres centímetros al año y que, por ello, millones de metros cúbicos de playa desaparecen todos los días por efecto de la erosión, el Consejo de Europa para los Recursos Naturales ha advertido esta semana que Europa podría enfrentarse a una «catastrófica» escasez de arena y grava a finales de este decenio.
«La humanidad, a lo largo de la historia, siempre ha considerado que la arena y la grava son recursos inagotables», declara Jacques Dormand, presidente del CERH. «Desgraciadamente, nuestro exceso de confianza en los carburantes fósiles productores de gases que generan el efecto invernadero va a traer como consecuencia que muchos países centroeuropeos, incluida Alemania, queden a merced del cártel de estados productores de arena y grava —en especial Lituania, que es muy rica en arena—, si quieren mantener el ritmo básico de la construcción, tanto pública como privada».
Gitanas R. Misevi čius, fundador y consejero delegado del Partido del Mercado Libre y Compañía, trazó un paralelo entre la inminente crisis de la arena y la grava y la crisis del petróleo de 1973: «En aquel momento», declara Misevičius, «los pequeños países productores de petróleo, como Bahrain y Brunei, se convirtieron en auténticos ratoncitos rugientes. Mañana le tocará a Lituana».
El presidente Dormand afirma que el Partido del Mercado Libre y Compañía, pro occidental, pro negocios «es en este momento el único movimiento político lituano que está preparado para tratar de modo justo y responsable con los mercados occidentales de capital».
«Para desgracia nuestra», prosigue Dormand, «la mayor parte de la reserva europea de arena y grava se halla en manos de nacionalistas bálticos a cuyo lado Muammar Gadhafi parece Charles De Gaulle. Apenas incurriré en exageración si digo que la futura estabilidad de la Comunidad Europea está en manos de unos pocos capitalistas valerosos de los países orientales, como el señor Misevi čius…».
Lo bonito de Internet, para Chip, era la posibilidad de inventarse de cabo a rabo cualquier patraña y de colgarla luego en la página, sin molestarse siquiera en pasar el corrector ortográfico. La credibilidad de Internet dependía, en un noventa y ocho por ciento, de lo bien hecho y de lo molón que resultase el sitio web correspondiente. Chip no podía decirse que dominara el lenguaje web, pero sí era un norteamericano de menos de cuarenta años, y los norteamericanos de menos de cuarenta años son, todos ellos, infalibles jueces en materia de bien hecho y guay. Gitanas y él se metieron en un pub llamado Prie Universiteto, localizaron cinco jóvenes lituanos con camisetas de Phish y de R.E.M. y los contrataron por treinta dólares diarios y varios millones de acciones carentes de valor. A continuación, Chip hizo currar de un modo despiadado a aquellos cinco papawebes jerigonzosos, obligándolos a estudiarse algunos sitios norteamericanos, como nbci.com y Oracle, y diciéndoles que lo hicieran así, que todo se pareciera a esto.
La presentación oficial de lithuania.com fue el 5 de noviembre. Un báner en alta resolución (LA DEMOCRACIA PAGA BUENOS DIVIDENDOS) se iba desplegando al ritmo de dieciséis alegres compases del «Baile de los cocheros y los mozos de cuadra», de Petrushka. En dos columnas paralelas, dentro del rico espacio gráfico de debajo del báner, iba una fotografía en blanco y negro de Vilnius Antes («La Vilnius socialista»: la Gedimino Prospektas con las fachadas corroídas por las bombas y los tilos hechos jirones) y una fotografía en exquisito color de Vilnius Después («La Vilnius del mercado libre»: una lonja de boutiques y restaurantes junto al muelle, todo ello bañado en luz de miel). (La lonja, en realidad, estaba en Dinamarca). Chip y Gitanas se pasaron una semana trabajando de noche, cerveza va, cerveza viene, componiendo las restantes páginas, donde se prometían a los inversores las diversas ventajas epónimas e inseminatorias del primer y amargo mensaje colgado por Gitanas, según el grado de compromiso financiero.
La lección que Gitanas había aprendido, y que Chip estaba aprendiendo ahora, era que cuanto más obviamente satíricas fuesen las promesas, más sana y robusta sería la afluencia de capital norteamericano. Día tras día, Chip iba largando comunicados de prensa, falsos informes financieros, muy serios tratados sobre la necesidad hegeliana de una política declaradamente comercial; iba acumulando testimonios sobre el boom económico lituano que ya se veía venir, solapadas preguntas en las chaterías sobre temas financieros, combinadas con contestaciones en espacios disponibles en línea con manejo desde el propio ordenador. Si le echaban la bronca por sus mentiras o su ignorancia, se limitaba a salir de esa chatería y meterse en otra. Escribió los textos para los certificados de inversión y para los correspondientes folletos («¡Enhorabuena! ¡Acaba usted de convertirse en un@ Patriota del Mercado Libre de Lituania!») y los hizo imprimir en material muy rico en algodón. Era como si, de pronto, en el ámbito de la pura invención, hubiera descubierto su verdadero oficio. En exacto cumplimiento de lo que Melissa Paquette le había prometido hacía ya mucho tiempo, se pasa bomba creando una compañía, se pasa bomba viendo entrar el dinero.
Un periodista del USA Today le preguntó por correo electrónico: «¿Es verdad todo esto?».
Chip le contestó: «Es verdad. El estado nacional orientado al lucro, con una ciudadanía dispersa integrada por accionistas, es el próximo paso en la evolución de la economía política. El “neotecnofeudalismo ilustrado” florece en Lituania. Venga usted a verlo con sus propios ojos. Le garantizo un mínimo de noventa minutos con G. Misevičius».
No hubo respuesta del USA Today. Chip se quedó preocupado, pensando que quizá se hubiera pasado un poco; pero los ingresos brutos habían alcanzado ya los cuarenta mil dólares semanales. El dinero llegaba en forma de transferencias bancarias, números de tarjeta de crédito, claves de encriptación de dinero electrónico, giros telegráficos al Crédit Suisse y billetes de cien dólares en sobre de correo aéreo. Gitanas reinvertía gran parte del dinero en sus empresas ancilares, pero, según lo pactado, le dobló el sueldo a Chip cuando fueron aumentando los ingresos.
Chip vivía, sin pagar alquiler, en un palacete estucado donde el jefe de la guarnición militar soviética había en otros tiempos comido faisanes y bebido Gewürztraminer y charlado con Moscú utilizando líneas telefónicas de alta seguridad. El palacete había sido apedreado y saqueado y cubierto de triunfadores grafitis en otoño de 1990, y así había permanecido, casi en ruinas, hasta después de las elecciones que apartaron al VIPPPAKJRIINPB17 del poder e hicieron regresar a Gitanas de su puesto en la sede de las Naciones Unidas. Lo que más atrajo a Gitanas del quebrantado palacete fue, en principio, el precio (imbatible: era gratis), las excelentes instalaciones de seguridad (había una torre fortificada y una valla de calidad tipo embajada norteamericana) y la oportunidad que le brindaba de ocupar el dormitorio donde había dormido el jefe militar que lo estuvo torturando durante seis meses en el cuartel soviético, ahí al lado, como quien dice. Gitanas y otros miembros del partido invirtieron muchos fines de semana en restaurar el palacete, con paletas y rascadores, pero el propio partido quedó desmantelado antes de que concluyeran su tarea. Ahora, la mitad de las habitaciones estaban vacías, con el suelo salpicado de cristales rotos. Como era normal en el Casco Antiguo, la calefacción y el agua caliente procedían de un Servicio Central de Calderas y su vigor se disipaba, en gran parte, por el largo trayecto que había de recorrer, por cañerías subterráneas y tubos ascendentes con escapes, hasta las duchas y los radiadores del palacete. Gitanas montó las oficinas del Partido del Mercado Libre y Compañía en lo que antes había sido salón de baile, se quedó él con el dormitorio principal, instaló a Chip en el tercer piso, en la suite del antiguo ayuda de campo, y dejó que los papawebes se buscaran acomodo por su cuenta.
Chip seguía pagando el apartamento de Nueva York y las cuotas mínimas mensuales de su Visa; pero en Vilnius se sentía muy agradablemente rico. Pedía lo más caro de la carta, compartía su alcohol y su tabaco con los menos afortunados y nunca miraba los precios en la tienda de productos naturales, no lejos de la Universidad, donde compraba la verdura.
Tal como Gitanas le había anunciado, en los bares y las pizzerías había un considerable despliegue de menores ultramaquilladas y disponibles, pero con su abandono de Nueva York y su escapatoria de La academia púrpura, Chip parecía haber perdido su necesidad de andarse enamorando de adolescentes desconocidas. Gitanas y él visitaban dos veces por semana el Club Metropol, donde, entre el masaje y la sauna, daban satisfacción a sus necesidades naturales en los colchones de espuma del Club, indiferentemente asépticos. Casi todas las sanitarias del Metropol eran mujeres de treinta y tantos años cuyas existencias diurnas giraban en torno al cuidado de los hijos o de los padres, o el programa de Periodismo Internacional de la Universidad, o la confección de arte en variantes políticas sin clientela posible. A Chip le sorprendía lo gustosamente que estas mujeres, mientras se vestían y se arreglaban el pelo, hablaban con él como seres humanos. Lo dejaba atónito el gran placer que parecía derivárseles de su existencia diurna, y lo bah y lo carente de todo significado que les resultaba, por contraste, aquel trabajo nocherniego; y, dado que él también estaba empezando a tomarle gusto a su trabajo diurno, se fue haciendo, con cada (trans)acción terapéutica sobre la colchoneta de masaje, un poco más adepto a poner a su cuerpo en su sitio, a poner el sexo en su sitio, a comprender qué era y qué no era amor. Con cada eyaculación pagada de antemano, Chip venía a liberarse de una onza más de vergüenza hereditaria —la misma vergüenza que fue capaz de sobrevivir a quince años previos de sostenidas agresiones teóricas—. Le quedaba un agradecimiento que tendía a manifestar en propinas del doscientos por cien. A las dos o las tres de la madrugada, cuando la ciudad yacía bajo la opresión de una oscuridad que parecía haberse instalado semanas antes, Gitanas y él regresaban al palacete, por entre humaredas de alto contenido sulfúrico y con nieve o con niebla o con llovizna.
Gitanas era el verdadero amor de Chip en Vilnius. Lo que más le gustaba a Chip de Gitanas era cuánto le gustaba Chip a Gitanas. Fueran a donde fueran, la gente les preguntaba si eran hermanos, pero la verdad era que Chip se sentía menos hermano de Gitanas que novia suya. En muchos aspectos, se identificaba con Julia: constantemente agasajado, espléndidamente tratado y dependiendo casi por completo de Gitanas en lo tocante a los favores y la orientación y las necesidades básicas. Hacía lo mismo que Julia: cantaba para pagarse la cena. Era un empleado valioso, un encantador y vulnerable norteamericano, un objeto de diversión y de indulgencia e incluso de misterio; y qué placentero le resultaba, por una vez, ser él el perseguido: poseer cualidades y atributos que otra persona deseaba.
En conjunto, Vilnius se le antojaba un mundo encantador, hecho de carne a la brasa y repollo y pastel de patatas, de cerveza y vodka y tabaco, de camaradería, de acción empresarial subversiva y de coños. Le encantaba el modo en que el clima y la latitud sabían prescindir, en lo esencial, de la luz del día. Podía quedarse durmiendo hasta las tantísimas sin por ello dejar de levantarse con el sol y luego, recién desayunado, pasar a un reconstituyente vespertino a base de café y tabaco. Vivía una vida mitad de estudiante (y cuánto le había gustado siempre la vida de estudiante) y mitad de start ups lanzadas a toda velocidad, con el punto com a rastras. A seis mil quinientos kilómetros de distancia, todo lo que se había dejado atrás en los Estados Unidos le parecía tolerablemente pequeño: sus padres, sus deudas, sus fracasos, su pérdida de Julia. Todo le iba tan bien en el frente laboral y en el frente sexual y en el frente de la amistad, que por un momento llegó a olvidar el sabor del infortunio. Tomó la resolución de quedarse en Vilnius hasta haber juntado dinero suficiente para saldar su deuda con Denise y con los emisores de sus tarjetas de crédito. Estaba convencido de que seis meses le bastarían a tal propósito.
Fue característico de su mala suerte que —sin haber llegado siquiera a disfrutar de dos meses enteros en Vilnius— a su padre y a Lituania les diera por venirse abajo.
Denise, en sus mensajes de correo electrónico, había insistido mucho en la mala condición física de Alfred, para intimidarlo y, así, obligarlo a hacer el viaje hasta St. Jude en Navidades; pero la idea no le resultaba a Chip nada atractiva. Tenía miedo de abandonar el palacete, aunque sólo fuera una semana, y no poder regresar por algún motivo estúpido; miedo de que se rompiera el hechizo, de que la magia se desvaneciese. Pero Denise, que era la persona más insistente que había conocido nunca, acabó enviándole un mensaje verdaderamente desesperado. Chip leyó por encima el texto antes de caer en la cuenta de que no habría debido ni mirarlo, porque en él se mencionaba la cantidad de dinero que le debía a Denise. El infortunio cuyo sabor creía haber olvidado, los problemas que en la distancia se le habían antojado pequeños, volvieron a llenarle la cabeza.
Borró el mensaje e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. Recordaba, como en sueños, la frase me han despedido por acostarme con la mujer del jefe. Pero era una frase tan improbable, viniendo de Denise, y su vista la había registrado tan de prisa, que no podía dar crédito a su memoria. Si su hermana acababa de emprender una carrera de lesbiana (lo cual, bien pensado, habría explicado ciertos aspectos de Denise que siempre lo habían desconcertado un poco), por supuesto que podría contar con el apoyo de su foucaltiano hermano mayor, pero Chip aún no estaba listo para volver a casa y, por consiguiente, dio por sentado que la memoria lo engañaba y que aquella frase se refería a cualquier otra cosa.
Fumó tres cigarrillos, disolviendo su ansiedad en racionalizaciones y contrarréplicas acusatorias y una airosa decisión de quedarse en Lituania hasta que pudiera pagarle a su hermana los 20.500$ que le debía. Si Alfred vivía en casa de Denise hasta junio, ello significaba que Chip podía permanecer seis meses más en Lituania sin romper su promesa de reunión familiar en Filadelfia.
Lituania, por desgracia, iba camino de la anarquía.
De octubre a noviembre, a pesar de la crisis financiera mundial, una apariencia de normalidad se adhirió a Vilnius. Los campesinos seguían aportando aves y reses al mercado central y cobrándolas en litai, que luego se gastaban en gasolina rusa, en cerveza y vodka nacionales, en vaqueros lavados a la piedra y sudaderas de las Spice Girls, en episodios pirateados de Expediente-X importados de economías aún más enfermas que la lituana. Los camioneros que distribuían la gasolina y los trabajadores que destilaban el vodka y las mujeres con pañoleta que vendían las sudaderas de las Spice Girls en carros de madera… todos ellos compraban las aves y reses de los campesinos. La tierra producía, los litai circulaban y los pubs y los clubes seguían abiertos, al menos en Vilnius.
Pero, claro, la economía no terminaba en el ámbito local. Se podía pagar en litai al exportador ruso de petróleo que proveía al país de gasolina, pero éste se hallaba en su derecho cuando preguntaba en qué bienes o servicios lituanos pensaba el pagador que podía él gastarse los litai. Era fácil comprar litai a la cotización oficial de cuatro por dólar. Pero no era tan fácil, en cambio, comprar un dólar por cuatro litai. En cumplimiento de una conocida paradoja de la depresión, los bienes escaseaban porque no había compradores. Cuanto más difícil resultaba encontrar papel de aluminio o carne picada o aceite para motor, más fuerte era la tentación de secuestrar camiones de tales mercancías o entrometerse en su reparto. Entretanto, los funcionarios públicos (y muy en especial los miembros de la policía) seguían cobrando sus sueldos, fijos, en insignificantes litai. La economía subterránea pronto aprendió a calcular el precio de un comisario de policía, con menos margen de error que en la compra de una caja de bombillas.
Sorprendió mucho a Chip la similitud que percibía, en términos generales, entre el mercado negro de Lituania y el mercado libre de los Estados Unidos. En ambos países, la riqueza se concentraba en manos de unos pocos; se había desvanecido toda distinción significativa entre el sector público y el privado; los capitanes de industria vivían en un estado de permanente ansiedad que los empujaba a la despiadada expansión de sus imperios; los ciudadanos de a pie vivían en la permanente inquietud de perder sus trabajos y en la permanente confusión en cuanto a qué poderosos intereses privados eran dueños, en un momento dado, de qué antiguas instituciones públicas; y el principal carburante de la economía era la insaciable demanda de lujo por parte de las élites. (En Vilnius, hacia noviembre de aquel pésimo otoño, cinco delincuentes de la oligarquía, ellos solos, daban empleo a miles de carpinteros, albañiles, artesanos, cocineros, prostitutas, encargados de bar, mecánicos y guardaespaldas). La principal diferencia entre Lituania y los Estados Unidos, en lo que a Chip se le alcanzaba, era que en Norteamérica los pocos ricos sojuzgaban a los muchos no ricos por medio de diversiones y cachivaches y productos farmacéuticos capaces de embotar la mente y matar el alma, mientras que en Lituania los pocos ricos sojuzgaban a los muchos pobres mediante amenazas de violencia.
Le reconfortaba el foucaltiano corazón, en cierto modo, vivir en un país donde la propiedad de las cosas y el control del discurso público dependían, a ojos vistas, de quién poseyera las armas.
El lituano con más pistolas era de origen ruso, se llamaba Víctor Lichenkev y le había sacado tal partido al dinero procedente de su cuasimonopolio de la heroína y del éxtasis, que se había hecho con el control absoluto del Banco de Lituania, cuando el dueño anterior, el FrendLeeTrust de Atlanta, erró catastróficamente en su evaluación del apetito consumidor que podía despertar su Dilbert MasterCard. Los fondos en efectivo que poseía Víctor Lichenkev le permitieron armar un cuerpo de quinientos «vigilantes» privados, con el cual tuvo la osadía de someter a sitio una central nuclear de características similares a la de Chernobyl, situada en Ignalina, a 120 kilómetros al noreste de Vilnius, que suministraba tres cuartas partes de la electricidad del país. El asedio proporcionó a Lichenkev un magnífico apoyo para negociar la compra del más importante servicio público de Lituania a un oligarca local que, a su vez, lo había comprado muy barato durante el período de las grandes privatizaciones. De un día para otro, Lichenkev se hizo con el control de todos y cada uno de los litai que saltaban en los contadores eléctricos del país; pero, temeroso de que su origen ruso le granjeara animosidades nacionalistas, puso muy buen cuidado en no abusar de su nuevo poder. En prueba de su buena voluntad, redujo en un quince por ciento el precio del suministro eléctrico, sobrecargado por el oligarca anterior. Subiéndose a la ola de popularidad que de tal medida se le derivó, montó un partido político nuevo (Partido de la Energía Barata para el Pueblo) y presentó su lista de candidatos para los comicios nacionales de mediados de diciembre.
Y la tierra seguía produciendo, y los litai circulando. En el Lietuva y el Vingis se estrenó una película de puñaladas traperas titulada La fruta enfurruñada. En Friends, de la boca de Jennifer Aniston salían graciosas frases en lituano. Los empleados municipales volcaron contenedores de basura revestidos de cemento en la plaza de delante de Santa Catalina. Pero cada día era más corto y más oscuro que al anterior.
A escala mundial, Lituania venía perdiendo papel desde la muerte de Vytautas el Grande, ocurrida en 1430. Polonia, Prusia y Rusia estuvieron seiscientos años pasándose el país entre ellas, como un regalo de bodas muy reciclado (la cubitera con forro de símilcuero; las pinzas para ensalada). Sobrevivió la lengua del país y sobrevivió el recuerdo de tiempos mejores, pero el hecho más determinante de Lituania era no ser muy grande. Ya en el siglo XX, la Gestapo y las SS pudieron cargarse 200.000 judíos lituanos, y los soviéticos pudieron deportar otro cuarto de millón de ciudadanos a Siberia, sin atraerse indebidamente la atención internacional.
Gitanas Misevičius procedía de una familia de sacerdotes y soldados y burócratas de cerca de la frontera con Bielorrusia. Su abuelo paterno, juez local, no logró pasar una sesión de Preguntas & Respuestas ante la nueva Administración comunista, en 1940, y lo mandaron a un gulag, y a su mujer también, y no se volvió a saber de ellos nunca más. El padre de Gitanas tenía un pub en Vidiskés y proporcionó ayuda y solaz a la resistencia partisana (los llamados Hermanos del Bosque) hasta que cesaron las hostilidades, en 1953.
Un año después del nacimiento de Gitanas, Vidiskés y otros ocho municipios vecinos fueron vaciados por el gobierno títere con objeto de dejar sitio para la primera de dos plantas nucleares previstas. A las quince mil personas así desplazadas («por razones de seguridad») se les ofreció alojamiento en una ciudad pequeña y nuevecita, llamada Khrushchevai, levantada a toda prisa en la zona lacustre del oeste de Ignalina.
—Algo espantoso de ver —le dijo Gitanas a Chip—: puro hormigón, ni un árbol a la vista. El nuevo pub de mi padre tenía la barra de hormigón, los compartimentos de hormigón, las estanterías de hormigón. La planificación económica socialista había dado lugar a que Bielorrusia produjera demasiados bloques de hormigón, y los daban gratis, o eso nos decían. Pero allá que nos mudamos. Nos dieron nuestras camas de hormigón y nuestras zonas de juego de hormigón y nuestros bancos de hormigón en los parques. Pasan los años, acabo de cumplir los diez, y, de pronto, todos los padres y todas las madres empiezan a tener cáncer de pulmón. Quiero decir todo el mundo. Y mi padre también, claro, mi padre tiene un tumor en un pulmón, y por fin llegan las autoridades y le echan un vistazo a Khrushchevai, y, mira tú por dónde, tenemos un problema de radón. Un grave problema de radón. Un problema de radón verdaderamente de la hostia, un desastre total. Porque resulta que los bloques de hormigón son ligeramente radioactivos. Y el radón se acumula en todos los recintos cerrados de Khrushchevai. Especialmente en recintos como los pubs, no muy bien ventilados, donde el dueño se pasa el día encerrado, fumando. Como hace mi padre, por ejemplo. Bueno, pues Bielorrusia, república socialista hermana (que, por cierto, perteneció a los lituanos), dice que lo siente muchísimo. Por alguna razón, algo de pechblenda ha debido de ir a parar a esos bloques de hormigón, dice Bielorrusia. Un gran error. Perdón, perdón, perdón. Así que nos marchamos de Khrushchevai, todos, y mi padre muere, horriblemente, diez minutos después de la medianoche del día siguiente a su aniversario de boda, porque no quiere que mi madre rememore su muerte en la misma fecha de su matrimonio, y luego pasan otros treinta años, y cae Gorbachov, y por fin podemos echarles un vistazo a los viejos archivos, y ¿qué crees que descubrimos? Pues que no había habido ningún insólito exceso de hormigón por ningún error en los planes. Que no había sido por ninguna pifia del plan quinquenal. Que se hizo deliberadamente, que decidieron reciclar desechos nucleares de baja radiación y hacer con ellos material de construcción. Todo sobre la base teórica de que el cemento de los bloques de hormigón hace inofensivos los radioisótopos. Pero los bielorrusos tenían contadores Geiger, y ahí terminó ese feliz sueño de inocuidad, y por eso nos enviaron a nosotros, que no teníamos motivo alguno para sospechar nada malo, más de mil vagones de tren cargados de bloques de hormigón.
—Caray —dijo Chip.
—Es algo más que caray —dijo Gitanas—. Aquello mató a mi padre cuando yo tenía once años. Y al padre de mi mejor amigo. Y a otros varios cientos de personas, a lo largo de los años. Y todo encajaba. Siempre hubo un enemigo con una enorme diana roja colocada en la espalda. Había un papá muy grande y muy malo, la U.R.S.S., que todos pudimos odiar hasta los años noventa.
La plataforma del VIPPPAKJRIINPB17, del que Gitanas fue cofundador, tras la Independencia, era una especie de losa, grande y muy pesada: hay que hacer pagar a los rusos por su violación de Lituania. Durante cierto tiempo, en los años noventa, fue posible llevar el país a base de puro odio. Pero pronto surgieron otros partidos cuyas plataformas, sin renunciar al revanchismo, también apuntaban hacia delante. A finales de los noventa, cuando el VIPPPAKJRIINPB17 ya había perdido su último escaño en la Seimas, lo único que quedó del partido fue aquel palacete a medio rehabilitar.
Gitanas trató de encontrarle sentido político al mundo que lo rodeaba, y no pudo. El mundo tuvo sentido mientras el Ejército Rojo estuvo ahí para detenerlo ilegalmente, para hacerle preguntas que rehusaba contestar, para irle cubriendo poco a poco el lado izquierdo del cuerpo de quemaduras de tercer grado. Pero, tras la Independencia, la política perdió su coherencia. Incluso una cuestión tan simple y tan vital como las reparaciones soviéticas a Lituania quedaba malamente ensombrecida por el hecho de que durante la segunda guerra mundial los propios lituanos ayudaran a perseguir a los judíos y por el hecho de que muchas de las personas que ahora gobernaban el Kremlin eran antiguos patriotas antisoviéticos que se merecían las reparaciones casi tanto como los lituanos.
—¿Qué puedo hacer ahora —le preguntó Gitanas a Chip— que el invasor es un sistema y una cultura, no un ejército? El mejor futuro que puedo desearle a mi nación es que se vaya pareciendo cada vez más a cualquier país occidental de segunda fila. Que se aproxime a los demás, en otras palabras.
—Que sea más como Dinamarca, con sus atractivos restaurantes y boutiques de la zona portuaria —dijo Chip.
—Nos sentíamos todos la mar de lituanos —dijo Gitanas— cuando podíamos señalar con el índice a los soviéticos y decir: No, no somos así. Pero decir No, no pertenecemos al mercado libre; no, no estamos globalizados… Eso no me hace sentirme más lituano. Me hace sentirme idiota y cavernícola. De modo que ¿cómo me las apaño para seguir siendo un patriota? ¿Qué cosa positiva propugno yo? ¿Cuál es la definición positiva de mi país?
Gitanas seguía viviendo en el palacete semiderruido. Le ofreció a su madre los aposentos del ayuda de campo, pero ella prefirió quedarse en su piso de las afueras de Ignalina. Como era de rigor para todos los funcionarios lituanos de aquella época, especialmente para los revanchistas como él, Gitanas compró una pedazo de propiedad ex comunista —una participación del veinte por ciento en Sucrosas, la refinería de azúcar de remolacha que era el segundo dador de empleo de Lituania— y de sus dividendos vivía con bastante desahogo, en calidad de patriota retirado.
Durante cierto tiempo, como le ocurrió a Chip, Gitanas vislumbró la salvación en la persona de Julia Vrais: en su belleza, en su muy americana búsqueda del placer por el camino de menor resistencia. Pero Julia lo dejó tirado en un avión con destino a Berlín. La suya fue la última traición en una vida que había acabado por parecerse a una abotargante sucesión de traiciones. Le habían dado por el culo los soviéticos, le habían dado por el culo los electores lituanos, le había dado por el culo Julia. Y, por último, le habían dado por el culo el FMI y el Banco Mundial, y pudo aportar una carga de cuarenta años de amargura a la broma de Lithuania Incorporated.
Contratar a Chip para que llevara el Partido del Mercado Libre y Compañía había sido su mejor decisión en mucho tiempo. Gitanas había ido a Nueva York a conseguirse abogado divorcista y, quizá, a contratar a un actor norteamericano barato, ya maduro y en decadencia, que pudiera instalarse en Vilnius para dar confianza a los clientes y visitantes potenciales que Lithuania Incorporated pudiera atraer. Le costó trabajo creer que un hombre tan joven y con tanto talento como Chip estuviera dispuesto a trabajar para él. El hecho de que Chip hubiera estado acostándose con su mujer apenas llegó a desanimarlo. La experiencia le decía que todo el mundo acababa traicionándolo, tarde o temprano. Fue un tanto a favor de Chip que éste hubiera consumado su traición antes de conocer a Gitanas.
En cuanto a Chip, su sentido de inferioridad ante el hecho de estar en Vilnius y ser un «patético norteamericano» que no hablaba ni lituano ni ruso, cuyo padre no había muerto prematuramente de cáncer de pulmón y cuyos abuelos no habían desaparecido en Siberia, y que nunca había sido torturado por sus ideales en la celda de una prisión militar sin calefacción, quedaba contrarrestado por su competencia como empleado y por el recuerdo de ciertas comparaciones extremadamente halagüeñas que Julia había trazado entre Gitanas y él. En los pubs y los clubes donde ambos hombres ni se molestaban, a veces, en aclarar que no eran hermanos, Chip tenía la sensación de ser el más exitoso de los dos.
—Fui un viceprimer ministro buenísimo —decía Gitanas, en tono lúgubre—. No soy tan bueno como señor de la guerra y delincuente.
«Señor de la guerra» era un término un tanto excesivo, aplicado a las actividades de Gitanas, en quien empezaban a manifestarse síntomas de fracaso que demasiado bien conocía Chip. Pasaba una hora dándoles vueltas a las cosas por cada minuto que invertía en hacer algo concreto. Inversores de todo el mundo le enviaban estupendas sumas de dinero que todos los viernes por la tarde él ingresaba en su cuenta del Crédit Suisse, pero no acababa de decidirse entre utilizar el dinero «honradamente» (léase comprar escaños del Parlamento para los miembros del Partido del Mercado Libre y Compañía) o incurrir en el fraude más descarado y trasvasar sus divisas fuertes, tan arteramente conseguidas, en actividades aún menos conformes con la Ley. Pasó un tiempo haciendo ambas cosas, o ninguna de las dos. Finalmente, su investigación de mercado (llevada a cabo con una sarta de desconocidos que, pasados de copas, le tomaban el pelo en los bares) lo convenció de que, dado el actual clima económico, hasta un bolchevique tenía más posibilidades de atraerse al electorado que un partido con «Mercado Libre» en el nombre.
Renunciando a toda noción de mantenerse en la legalidad, Gitanas contrató guardaespaldas. Víctor Lichenkev no tardó en preguntarles a sus espías: ¿Por qué el antiguo patriota llamado Misevičius se afana tanto en su seguridad personal? Gitanas había gozado de mayor seguridad como patriota sin protección que ahora, como comandante en jefe de diez jóvenes de Kalashnikov en bandolera. Se vio obligado a contratar más guardaespaldas, y Chip, temeroso de que le pegaran un tiro, dejó de salir del recinto sin escolta.
—Tú no corres peligro —lo tranquilizaba Gitanas—. Lichenkev puede tratar de matarme a mí y quedarse con la compañía. Pero tú eres la gallina de los ovarios de oro.
Pero a Chip se le ponían de punta los pelos del cogote, nada más pensar en su vulnerabilidad cuando aparecía en público. La noche del día en que Estados Unidos conmemoraba la Acción de Gracias vio a dos hombres de Lichenkev abrirse paso entre la multitud de un club de suelo pringoso llamado Musmiryté y abrirle seis agujeros en la barriga a un pelirrojo «importador de vinos y licores». Que los hombres de Lichenkev pasaran rozando a Chip sin hacerle daño demostraba que Gitanas tenía razón. Pero el cuerpo del «importador de vinos y licores» le dio la impresión de ser tan blando, en comparación con las balas, como él siempre había temido que fuesen los cuerpos. Sobrecargas de corriente eléctrica inundaban los nervios del agonizante. Violentas convulsiones, reservas ocultas de energía galvánica, descargas electroquímicas inmensamente perturbadoras, llevaban toda la vida en el cableado de aquel hombre, esperando el momento de manifestarse.
Gitanas se presentó en el Musmiryté media hora más tarde.
—El problema —dijo, mirando las manchas de sangre— es que me cuesta menos trabajo que me peguen un tiro que pegarlo yo.
—Ya estás otra vez infravalorándote —le dijo Chip.
—Soy muy bueno aguantando el dolor, pero muy malo infligiéndolo.
—En serio. Deja de tratarte tan mal.
—Matar o que te maten. No es una idea muy fácil de asimilar.
Gitanas había hecho intentos de ser agresivo. Como señor de la guerra y delincuente, tenía un buen punto a su favor: el dinero que producía el Partido del Mercado Libre y Compañía. Cuando Lichenkev hubo plantado sitio al reactor de Ignalina, forzando así la venta de la Compañía Eléctrica de Lituania, Gitanas vendió su lucrativa participación en Sucrosas, vació las arcas del Partido del Mercado Libre y Compañía y compró el control de la principal operadora de telefonía móvil implantada en Lituania. La compañía, Transbaltic Wireless, era el único servicio público que, por precio, estaba a su alcance. Regaló a sus guardaespaldas 1000 minutos de llamadas locales al mes, con buzón de voz e identificación de llamada gratis, y los puso a monitorizar las llamadas que hacía Lichenkev por sus múltiples teléfonos móviles de la Transbaltic. Cuando se enteró de que Lichenkev estaba a punto de deshacerse de todo lo que tenía en la Tenería Nacional y en Productos Agropecuarios y en Subproductos S.A., tuvo tiempo de largar sus propias acciones. La medida le supuso un buen pellizco, pero, a la larga, sus consecuencias fueron fatales. Lichenkev, enterado, mediante el soborno correspondiente, de que le estaban controlando los teléfonos, se cambió a un sistema regional más seguro, con sede en Riga. Luego dio media vuelta y atacó a Gitanas.
El día antes de las elecciones del 20 de diciembre, un «accidente» en una subestación dejó sin servicio el centro de intercambio de Transbaltic Wireless y seis de sus torres de transmisión-recepción. Una turbamulta de jóvenes usuarios de telefonía móvil de Vilnius, con la cabeza rapada y con perilla, coléricos, móvil en mano, intentaron tomar al asalto las oficinas de la Transbaltic. Los directivos pidieron ayuda utilizando la red telefónica básica; la «policía» que atendió la llamada se unió al populacho y contribuyó al saqueo de las instalaciones y a poner sus tesoros en estado de sitio, hasta la llegada de tres camionetas de «policía» de la única comisaría que Gitanas pudo sobornar. Tras intenso combate, el primer grupo de «policía» decidió retirarse, y el segundo dispersó a la chusma.
Durante la noche del viernes y la mañana del sábado, el personal técnico de la compañía se afanó en reparar un generador de emergencia (de la época de Brezhnev) que podía suministrar tensión al centro de intercambio. El principal direccionador de transferencia del generador estaba en avanzado estado de corrosión, y el supervisor jefe, al moverlo un poco para verificar su integridad, lo arrancó de su base. A continuación, el supervisor, tratando de reparar aquello a la luz de las velas y de las linternas, agujereó con el soplete la bobina primaria de inducción, y, dada la inestabilidad política surgida en torno a las elecciones, no hubo manera de encontrar en Vilnius ningún otro generador de corriente alterna accionado por gas, ni pagándolo en oro (y menos todavía un generador trifásico del tipo al que en su momento había sido adaptado el centro de intercambio, por la sencilla razón de que en tiempos de Brezhnev los generadores trifásicos iban muy baratos), y, entretanto, los proveedores de material eléctrico de Polonia y Finlandia, dada la inestabilidad política imperante, ponían toda clase de pegas para enviar lo que fuese a Lituania sin haber recibido antes el pago correspondiente en divisas fuertes, y, por tanto, un país cuyos ciudadanos, como ocurría en otros varios países europeos, habían lisa y llanamente desconectado sus teléfonos de hilo de cobre en cuanto la telefonía móvil se hizo más barata y universal, se vieron inmersos en un silencio comunicativo de proporciones decimonónicas.
En una mañana de domingo verdaderamente tétrica, Lichenkev y la banda de contrabandistas y matones incluidos en la lista del Partido de la Energía Barata para el Pueblo obtuvieron 38 de los 141 escaños de la Seimas. Pero el presidente de Lituania, Audrius Vitkunas, un hombre muy carismático, ultranacionalista paranoico, que odiaba con parigual vehemencia a los rusos y a los occidentales, se negó a sancionar el resultado de las elecciones.
—No será el hidrófobo de Lichenkev, con su jauría de perros infernales, echando espuma por la boca, quien va a intimidarme —gritó Vitkunas en un discurso televisivo que pronunció en la noche de aquel mismo domingo—. Los fallos energéticos localizados, la caída casi total de la red de comunicaciones de la capital y de su entorno, junto con la presencia errabunda de «vigilantes» fuertemente armados, todos ellos integrantes de la jauría de perros infernales a sueldo de Lichenkev, babeando y echando espuma por la boca, no contribuyen a que podamos confiar en que los resultados de los comicios de ayer reflejen la férrea voluntad y el inmenso sentido común del grande e inmortal y glorioso pueblo lituano. No quiero, no puedo, no debo, no oso sancionar los resultados de estas elecciones parlamentarias nacionales llenas de escoria, agusanadas y con sífilis de tercer grado.
Gitanas y Chip escucharon el discurso en el televisor del otrora salón de baile del palacete. Dos guardaespaldas jugaban tranquilamente al Dungeonmaster en un rincón de la estancia, mientras Gitanas traducía a Chip los ricos meollos de la elocuencia vitkunasiana. La luz de turba del día más corto del año ya se había mustiado en las persianas.
—Me da muy mal fario todo esto —dijo Gitanas—. Me huelo que Lichenkev está pensando en pegarle un tiro a Vitkunas y ver qué pasa con quien le suceda.
Chip, que estaba haciendo lo posible por olvidarse de que faltaban cuatro días para Navidad, no tenía ganas de quedarse remoloneando en Vilnius para que luego lo expulsaran una semana después de las vacaciones. Le preguntó a Gitanas si se le había pasado por la cabeza la posibilidad de vaciar la cuenta del Crédit Suisse y abandonar Lituania.
—Sí, claro —Gitanas llevaba puesta su cazadora de moto-cross y se sujetaba los hombros con los brazos cruzados sobre el pecho—. Todos los días pienso en ir de compras a Bloomingdale’s. Y en el árbol de Navidad del Rockefeller Center.
—¿Pues qué es lo que te retiene aquí?
Gitanas se rascó el cuero cabelludo y se olió las uñas, mezclando el aroma del pelo con el olor de las segregaciones epidérmicas de alrededor de la nariz y hallando evidente satisfacción en el sebo.
—Si me marcho —dijo—, y el conflicto se dispara, ¿en qué situación voy a quedar? Lo tengo jodido por tres sitios al mismo tiempo. No puedo trabajar en los Estados Unidos. El mes que viene ya no estaré casado con una ciudadana norteamericana. Y mi madre está en Ignalina. ¿Qué pinto en Nueva York?
—Podríamos llevar esto desde Nueva York.
—Allí hay leyes. Nos cerrarían en una semana. Lo tengo jodido por tres sitios.
Serían las doce de la noche cuando Chip subió a acostarse, es decir, a meterse entre las heladoras sabanitas modelo bloque oriental que había en su cama. Su dormitorio olía a yeso húmedo y a tabaco y a las fuertes fragancias de champú sintético tan agradables al olfato báltico. Su cabeza tenía consciencia de su propia aceleración. No llegaba a caer en el sueño, rebotaba en su superficie, una y otra vez, como una piedra en el agua. Constantemente tomaba la luz del alumbrado público por la luz del amanecer filtrándose ya por las persianas. Se trasladó a la planta baja y, una vez allí, comprendió que ya estábamos a última hora de la tarde del día de Nochebuena: fue presa del pánico habitual de aquellos a quienes se les han pegado las sábanas y tienen la sensación de llegar tarde a todo, de no saber qué ocurre. Su madre estaba en la cocina preparando la cena de Nochebuena. Su padre, muy juvenil, con su cazadora de cuero, estaba sentado en la semipenumbra del salón de baile, viendo el telediario de la CBS presentado por Dan Rather. Chip, por pura amabilidad, le preguntó que qué novedades había.
—Dígale usted a Chip —le dijo Alfred a Chip, sin reconocerlo—, que hay lío en el este.
La auténtica luz diurna empezaba a las ocho. Lo despertó un grito procedente de la calle. Hacía frío en el dormitorio, pero no muy acusado: un olor templado y polvoriento llegaba del radiador; el Servicio Central de Calderas seguía funcionando, el orden social seguía intacto.
Por entre las ramas del abeto que había frente a su ventana vio una muchedumbre de hombres y mujeres con abrigos muy abultados, arremolinándose por docenas ante la valla. Había caído nieve en polvo durante la noche. Dos de los guardias de seguridad de Gitanas, los hermanos Jonas y Aidaris —unos tipos grandes y rubios, con semiautomáticas en bandolera—, parlamentaban a través de las rejas de la puerta principal con dos mujeres maduras de pelo basto y cara roja, que bastaban, como el radiador de Chip, para dar testimonio de la persistencia de la vida ordinaria.
Abajo, en el salón de baile, reverberaban, enfáticas, las declaraciones lituanas televisadas en directo. Gitanas estaba sentado exactamente donde Chip lo dejó por la noche, pero llevaba otra ropa y parecía haber dormido.
La luz grisácea de la mañana y la nieve en los árboles y el sentido periférico de desbarajuste y quebranto hacían pensar en los últimos días del período académico de otoño, los últimos exámenes, antes de las vacaciones de Navidad. Chip se metió en la cocina y vertió Vitasoy Delite Vanilla, leche de soja, en un bol de cereales Barbara’s All-Natural Shredded Oats Bite Size. Bebió un poco del viscoso zumo de frambuesas orgánicas que últimamente le estaba gustando mucho. Preparó dos tazones de café instantáneo y los llevó al salón de baile, donde Gitanas había apagado el televisor y estaba otra vez olisqueándose los dedos.
Chip le preguntó que qué había de nuevo.
—Han huido todos los guardaespaldas, menos Jonas y Aidaris —dijo Gitanas—. Se han llevado el Volkswagen y el Lada. No creo que vuelvan.
—Con defensores así, sobran los atacantes —dijo Chip.
—Nos han dejado el Stomper, que es una especie de imán para delincuentes.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Debe de haber sido en cuanto el presidente Vitkunas puso el ejército en estado de alerta.
Chip se echó a reír.
—Y ¿cuándo ha ocurrido eso?
—Esta mañana temprano. En la ciudad todo parece seguir funcionando. Menos, claro, la Transbaltic Wireless —dijo Gitanas.
Fuera, la muchedumbre había aumentado de tamaño. Podía haber ya unas cien personas, cada una con su móvil en alto, generando colectivamente un sonido entre siniestro y angelical. Hacían que sonora la secuencia tonal indicativa de SERVICIO INTERRUMPIDO.
—Quiero que te vuelvas a Nueva York —dijo Gitanas—. Ya veremos qué pasa, una vez allí. Puede que te siga, puede que no. Tengo que ver a mi madre en Navidades. Mientras sí, mientras no, aquí tienes una indemnización por despido.
Le lanzó a Chip un sobre marrón, muy grueso, y, al mismo tiempo, empezó a oírse un golpeteo sordo en las paredes exteriores del palacete. A Chip se le cayó al suelo el sobre. Un objeto rompió una ventana y se detuvo un poco antes de llegar al televisor. Era una cosa de cuatro lados, un adoquín de granito, arrancado de la calzada. Venía rebozado en hostilidad recién hecha y daba la impresión de sentirse algo a disgusto.
Gitanas llamó a la «policía» por la red telefónica básica y habló en tono muy cansado. Los hermanos Jonas y Aidaris, con el dedo en el gatillo, entraron por la puerta delantera, seguidos por un aire frío con un toque de abeto navideño. Los hermanos eran primos de Gitanas: de ahí, cabía suponer, que no hubieran desertado como todos los demás. Gitanas colgó el teléfono y conferenció con ellos en lituano.
El sobre marrón contenía un pingüe relleno de billetes de cincuenta y de cien dólares.
Chip continuaba, a plena luz del día, en la sensación del sueño, de haberse dado cuenta a última hora de que las Navidades ya estaban encima. Ninguno de los jóvenes papawebes había venido al trabajo hoy, y Gitanas acababa de hacerle un regalo, y la nieve se agarraba a las ramas del abeto, y a la puerta había gente cantando villancicos.
—Recoge tus cosas —dijo Gitanas—. Jonas te va a llevar al aeropuerto.
Chip subió a su cuarto con la cabeza y el corazón vacíos. Oyó tiros en el porche delantero, el tintineo de los cartuchos expulsados: Jonas y Aidaris disparando al aire (o eso esperaba). Navidad, Navidad, dulce Navidad.
Se puso los pantalones y el abrigo de cuero. Hacer el equipaje lo devolvió al momento en que lo deshizo, a principios de octubre: se completaba un ciclo temporal, se cerraba una cortina que hacía desaparecer las doce semanas intermedias. Aquí estaba otra vez, haciendo el equipaje.
Gitanas se olía los dedos, con la mirada en las noticias, cuando Chip regresó al salón de baile. Los bigotes de Víctor Lichenkev subían y bajaban la pantalla.
—¿Qué dice?
Gitanas se encogió de hombros.
—Que Vitkunas no está en pleno uso de sus facultades mentales, etc. Que Vitkunas está montando un putsch para invertir el sentido de la voluntad del pueblo lituano libremente expresada en las urnas. Etcétera.
—Deberías venirte conmigo —dijo Chip.
—Voy a ver a mi madre —dijo Gitanas—. La semana que viene te llamo.
Chip tomó a su amigo entre los brazos y lo apretó contra sí. Le llegó el olor de las grasas del cuero cabelludo que Gitanas, con los nervios, se olisqueaba. Tuvo la impresión de estarse abrazando a sí mismo, palpando sus propios omoplatos de primate, sintiendo el picor de la lana de su propio jersey. También percibió la desolación de su amigo, su modo de no estar allí, su alejamiento, su cerrazón; y ello lo hizo sentirse —él también— completamente perdido.
Jonas tocaba la bocina en el camino de grava que unía la entrada del palacete con la salida a la calle.
—Nos vemos en Nueva York —dijo Chip.
—A lo mejor, sí —Gitanas se apartó de él y se encaminó hacia el televisor.
Ante la puerta sólo quedaban unos cuantos rezagados, que arrojaron piedras al Stomper cuando Jonas y Chip salieron a toda marcha por la verja abierta. Se dirigieron al sur, desde el centro de la ciudad, por una calle bordeada de formidables gasolineras y edificios de paredes marrones, con cicatrices de tráfico, que parecían más felices y más ellos mismos en días como éste, con tiempo desabrido y luz escasa. Jonas hablaba muy poco inglés, pero logró expresar tolerancia con respecto a Chip, si no amistad, todo ello sin apartar los ojos del espejo retrovisor. Había muy poco tráfico aquella mañana, y los todoterreno, caballos de batalla de los señores de la guerra y de su clase, se hacían notar de un modo muy poco saludable en aquellos momentos de inestabilidad.
El pequeño aeropuerto estaba hasta los topes de jóvenes expresándose en las lenguas de occidente. Tras la liquidación de la Lietuvos Avialinijos por parte del Quad Cities Fund, otras líneas aéreas se habían hecho cargo de algunas rutas, pero el limitado horario de viajes (catorce salidas diarias con destino a alguna capital europea) no estaba equipado para atender el pasaje de hoy. Cientos de estudiantes y empresarios británicos, alemanes y norteamericanos —Chip reconoció muchas caras que había visto en sus vagabundeos con Gitanas, de pub en pub— convergían en el mostrador de reservas de Finnair y de Lufthansa, Aeroflot y LOT Líneas Aéreas Polacas.
Aguerridos autobuses urbanos llegaban con nuevos cargamentos de súbditos extranjeros. Chip no percibía el más leve movimiento en ninguna de las colas. Repasó el panel de salidas y decidió volar en Finnair, la compañía que más vuelos tenía.
Al final de la larguísima cola de la Finnair había dos universitarias norteamericanas con vaqueros pata de elefante y otras piezas indumentarias de Vuelta a los Sesenta. Según las etiquetas de su equipaje, se llamaban Tiffany y Cheryl.
—¿Tenéis billetes? —les preguntó Chip.
—Para mañana —dijo Tiffany—. Pero es que las cosas se están poniendo muy feas.
—¿Se mueve algo esta cola?
—No sé. Sólo llevamos diez minutos.
—¿No se ha movido en diez minutos?
—Sólo hay una persona atendiendo —dijo Tiffany—. Pero no parece haber ningún otro mostrador de Finnair que ofrezca mejores perspectivas.
Chip se sentía desorientado y tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no meterse en un taxi y volver con Gitanas.
Cheryl le dijo a Tiffany:
—O sea que mi padre me suelta vas a tener que alquilar si te marchas a Europa —le dijo Cheryl a Tiffany— y yo le digo, digo, le he prometido a Anna que podía utilizarlo los fines de semana, cuando el equipo juega en casa, para que pueda dormir con Jason, ¿no? No voy a incumplir una promesa, ¿no? Pero mi padre se puso total, y, oye, la que me echó, que a ver si te enteras, que de quién es el piso, que mío ¿no? Es que ni se me había pasado por la cabeza que alguien desconocido fuera a freír patatas en mi cocina y a dormir en mi cama.
Tiffany dijo:
—Qué rollo más chungo.
Cheryl dijo:
—¡Y poner la cabeza en mi almohada!
Otros dos no lituanos, belgas, se incorporaron a la cola detrás de Chip. El mero hecho de no ser ya el último de la fila le aportó cierto consuelo. Chip, en francés, les pidió por favor a los belgas que le vigilaran la bolsa y que le guardaran el sitio. Fue al servicio de caballeros, se encerró en un excusado y contó el dinero que le había dado Gitanas.
Eran 29.250 dólares.
Se irritó un poco. Se asustó.
Por el altavoz de los servicios anunciaron, primero en lituano, luego en ruso y al final en inglés, que el vuelo 331 de la LOT, procedente de Varsovia, había sido cancelado.
Chip se guardó veinte billetes de cien en el bolsillo de la camiseta y veinte billetes de cien en la bota izquierda, y se escondió el sobre debajo de la ropa, contra el estómago. Ojalá no le hubiera dado Gitanas ese dinero. Sin dinero, habría tenido una buena razón para quedarse en Vilnius. Ahora, a falta de tal razón, un simple hecho que había permanecido oculto durante las doce semanas anteriores se presentó desnudo en aquel tenderete fecal y urinario. El simple hecho de que le daba miedo volver a casa.
A nadie le gusta percibir la propia cobardía con tanta claridad como Chip percibía ahora la suya. Se puso furioso con el dinero, y con Gitanas por habérselo dado, y con Lituania por haberse venido abajo, pero lo que verdaderamente seguía en pie era el hecho de que le daba miedo volver a casa, y de eso nadie tenía la culpa, sino él.
Recuperó su puesto en la cola de la Finnair, que no se había movido un palmo. Los altavoces anunciaban la cancelación del vuelo 1048 procedente de Helsinki. Se levantó una queja colectiva y los cuerpos se proyectaron hacia delante, dando lugar a que el principio de la cola se achatara contra el mostrador, como un delta.
Cheryl y Tiffany empujaron sus bultos con el pie, para adelantarlos. Chip echó su bolsa hacia atrás. Se sentía de regreso en el mundo, y no hallaba placer en ello. Una especie de luz clínica, una luz de sensatez y fatalidad, cayó sobre las chicas y el equipaje y los empleados de la Finnair, con sus uniformes. No tenía dónde esconderse, Chip. A su alrededor, todo el mundo estaba leyendo una novela. Él llevaba un año sin leer una novela, como mínimo. La perspectiva lo asustaba casi tanto como las Navidades en St. Jude. Lo que él quería era salir de ahí y subirse a un taxi, pero lo más probable era que Gitanas ya hubiese abandonado la ciudad, a esas alturas.
Permaneció bajo aquella luz tan dura hasta las dos de la tarde, luego hasta las dos y media, primera hora de la mañana en St. Jude. Mientras los belgas le guardaban la bolsa, se puso a otra cola e hizo una llamada telefónica pagando con la tarjeta de crédito.
La voz de Enid sonaba pequeña y mal articulada.
—¿Higa?
—Hola, mamá, soy yo.
Inmediatamente le subió la voz, en tono y en volumen.
—¿Chip? ¡Chip! ¡Es Chip, Al! ¡Es Chip! ¿Dónde estás, Chip?
—Estoy en el aeropuerto de Vilnius. Voy camino de casa.
—¡Maravilloso, maravilloso, maravilloso! ¿Cuándo llegas?
—Todavía no tengo billete —dijo él—. Aquí se está viniendo todo abajo. Pero llegaré mañana por la tarde, seguramente, en algún momento. El miércoles, a más tardar.
—¡Maravilloso!
Lo había pillado por sorpresa tanta alegría en la voz de su madre. Si alguna vez supo que podía proporcionar tanta alegría a una persona, llevaba mucho tiempo sin acordarse de ello. Puso buen cuidado en asentar la voz y no pasarse en el número de palabras empleadas. Dijo que volvería a llamar tan pronto como estuviera en un aeropuerto mejor.
—¡Qué noticia tan maravillosa! —dijo Enid—. ¡Estoy muy contenta!
—Vale, pues nos vemos pronto.
La gran noche báltica hibernal ya venía a la carga desde el norte. Veteranos de la cola Finnair ponían en general conocimiento que todos los vuelos del día estaban ya completos y que por lo menos uno de ellos era probable que lo cancelasen, pero Chip esperaba que le bastase con airear un par de billetes de cien dólares para conseguir ese «derecho a ocupar plazas ya ocupadas» que él había escarnecido en lithuania.com. Si no, también podía comprarle el billete a alguien por muchísimo dinero.
Cheryl dijo:
—¡Es que te deja un trasero total, el StairMaster, Tiffany! ¡Total!
Tiffany dijo:
—Ya, pero tienes que ponerlo en pompa.
Cheryl dijo:
—Todo el mundo lo pone en pompa. No se puede evitar. Las piernas se cansan.
Tiffany dijo:
—¡Hua! ¡Es un StairMaster! Para eso está, para que se te cansen las piernas.
Cheryl miró por una ventana y preguntó, con un fulminante desdén universitario:
—Oye, ¿por qué hay un tanque en la pista de despegue?
Un minuto más tarde, las luces se apagaron y los teléfonos murieron.