Robin Passafaro era de Filadelfia y pertenecía a una familia de gente alborotadora y muy arraigada en sus creencias. El abuelo de Robin y sus tíos Jimmy y Johnny eran todos ellos miembros irreconciliables del sindicato de camioneros. El abuelo, Fazio, trabajó a las órdenes del jefe del sindicato, Frank Fitzsimmons, en calidad de vicepresidente nacional, y llevó la rama más importante de Filadelfia, malbaratando las cuotas de 3200 afiliados, durante veinte años. Fazio sobrevivió a dos sumarios por asociación para delinquir, una coronaria, una laringotomía y nueve meses de quimioterapia antes de retirarse a Sea Isle City, en la costa de Jersey, donde ocupó su tiempo libre yendo cada mañana al embarcadero a cebar con trozos de pollo crudo sus trampas cangrejeras.

El tío Johnny, primogénito de Fazio, salió muy bien adelante con dos tipos de incapacidad («dolor lumbar crónico y agudo», decían los impresos correspondientes), su actividad comercial de temporada (pintando casas, pago en efectivo) y su suerte o talento en el ejercicio de la actividad de «day trader» en línea, especulando con la cotización de ciertas acciones. Johnny vivía cerca del Veterans Stadium, con su mujer y con su hija pequeña, en un chalé adosado con revestimiento de PVC, que ellos fueron expandiendo hasta ocupar por completo la diminuta parcela, desde el comienzo de la acera hasta la línea divisoria trasera de la propiedad; en el techo tenían un jardincillo con césped artificial.

El tío Jimmy («Baby Jimmy»), soltero, era jefe del Almacén de Documentos de la IBT, un bloque de hormigón que la International Brotherhood of Teamsters (hermandad internacional de camioneros) levantó, para utilizarlo como mausoleo, en el margen industrial del Delaware, en épocas más optimistas, y que más tarde, ante el hecho de que sólo tres leales miembros del sindicato (3) hubieran solicitado el entierro en una de sus mil cámaras a prueba de incendios, la hermandad convirtió en depósito de larga duración para papeles legales y de empresa. Baby Jimmy era famoso en los círculos locales de Drogadictos Anónimos por haberse enganchado a la metadona sin pasar por la heroína.

El padre de Robin, Nick, era el segundo hijo de Fazio y el único Passafaro de su generación que nunca estuvo adscrito al programa del sindicato de camioneros. Nick, además de ser el cerebro de la familia, era socialista convencido; los del sindicato, con sus lealtades a Nixon y a Sinatra, eran anatema para él. Nick casó con una irlandesa y, muy significativamente, se mudó a Mount Airy, comunidad donde prevalecía la integración racial; y en lo sucesivo se dedicó a enseñar ciencias sociales en el instituto de la ciudad, desafiando a los directores a que lo despidiesen por su trotskismo exaltado.

A Nick y a su mujer, Colleen, les habían dicho que no podían tener hijos. Adoptaron, pues, a un niño de un año, Billy, unos meses antes de que Colleen se quedara embarazada de Robin —primera de sus tres hijas—. Robin andaba ya en la adolescencia cuando se enteró de que Billy era adoptado, pero entre sus más tempranos recuerdos emotivos de la niñez estaba, según le contó a Denise, la sensación de sentirse irremisiblemente privilegiada.

Había probablemente un certero diagnóstico médico aplicable a Billy, el correspondiente a un electroencefalograma de trazado anormal, o una alteración de los nodulos rojos, o a lagunas negras en su Tomografía Axial Computerizada o CAT, y también a causas hipotéticas como la desatención aguda o algún trauma cerebral por su niñez preadoptiva; pero sus hermanas, y, más que ninguna otra, Robin, lo tenían catalogado como un puro y simple espanto. Billy en seguida se percató de que, por muy cruel que fuera con Robin, ésta siempre se echaría la culpa. Si le prestaba cinco dólares, se burlaba de ella por creerse que iba a devolvérselos. (Si Robin iba con el cuento a su padre, Nick se limitaba a compensarle la pérdida dándole otros cinco dólares). Billy la perseguía con saltamontes cuyas patas había previamente desprovisto del último tramo, con sapos bañados en Clorox, diciéndole —de broma, según él—: «Les hago daño por culpa tuya». Llenaba de cagadas de barro las braguitas de las muñecas de Robin. La llamaba Vaca Noseentera y Robin Sintetas. Le clavó un lápiz en el antebrazo y le dejó la punta hincada a bastante profundidad. Al día siguiente de que la bicicleta de Robin desapareciera del garaje, él se presentó en casa con un buen par de patines de ruedas y dijo que se los había encontrado en Germantown Avenue y se pasó dando vueltas por el vecindario, con ellos puestos, los meses que hubo de esperar Robin para que le compraran otra bicicleta.

El padre, Nick, tenía ojos para todas las injusticias que pudieran cometerse en el Primer Mundo y en el Tercero, pero no cuando Billy era el culpable. Para cuando empezó en el instituto, las actividades delictivas de Billy ya habían obligado a Robin a poner un cerrojo en su armario, a tapar con Kleenex el ojo de la cerradura de su cuarto y a dormir con el monedero debajo de la almohada. Pero el caso es que todas esas medidas más bien las tomaba con tristeza que con cólera. Tenía poco de que quejarse, y lo sabía. Sus hermanas y ella fueron pobres y felices en aquella casa de Phil-Elena Street, aunque se estuviera viniendo abajo, y Robin asistió a un buen instituto cuáquero y luego a un excelente college cuáquero, a ambos con beca completa, y se casó con su novio del college y tuvo dos hijas, mientras Billy se echaba a perder irremisiblemente.

Nick inculcó a Billy su pasión por la política, y Billy le pagó colgándole el epíteto de burgués liberal, burgués liberal. Cuando vio que con ello no irritaba suficientemente a Nick, Billy pasó a hacerse amigo de los demás Passafaro, siempre encantados de acoger con los brazos abiertos a cualquier familiar del traidor de la familia. Cuando Billy fue detenido por segunda vez por infracción de las leyes penales, y Colleen lo echó de casa, sus conocidos del Sindicato lo acogieron como a un héroe. Tuvo que pasar un tiempo antes de que perdiera todo su crédito.

Vivió durante un año con su tío Jimmy, quien, ya muy entrado en los cincuenta, se sentía feliz en compañía de adolescentes de su misma mentalidad con quienes compartir su nutrida colección de armas y cuchillos, vídeos de Chasey Lan y parafernalia del Warlord III y el Dungeonmaster. Pero Jimmy también veneraba a Elvis Presley, dentro de su hornacina, en un rincón del dormitorio, y Billy, a quien jamás acabó de entrarle en la cabeza que lo de Jimmy con Elvis no era ninguna broma, acabó profanando el altar de algún modo tan extremado y tan irreversible, que Jimmy lo plantó de patitas en la calle y no quiso volver a hablar del asunto nunca más.

De ahí derivó Billy hacia el movimiento underground más radical de Filadelfia: una Media Luna Roja de fabricantes de bombas y fotocopiadores y magaziniestros y punks y bakuninianos y profetas vegetarianos de menor cuantía y fabricantes de mantas orgónicas y mujeres llamadas Afrika y biógrafos aficionados de Engels y emigrados de las Brigadas Rojas que se extendía de Fishtown y Kensington, en el norte, hasta el decaído Point Breeze, en el sur, pasando por Germantown y la Zona Oeste de Filadelfia (donde el alcalde Goode incendió el bunker de las buenas gentes de la secta MOVE). Era un extraño filadelfacto que una proporción nada despreciable de los delitos ciudadanos se cometiese con conciencia política. Tras la primera alcaldía de Frank Rizzo, nadie podía pretender que la policía de la ciudad fuese limpia e imparcial; y puesto que, a juicio de la Media Luna Roja, todos los policías eran asesinos o, en el mejor de los supuestos, cómplices necesarios de los asesinatos (véase el caso de MOVE), cualquier violencia o cualquier medida de redistribución de la riqueza a que la policía pudiera poner objeciones quedaban justificadas como acciones legítimas dentro de una guerra sucia a largo plazo. No obstante, este planteamiento lógico, en general, solía escapárseles a los jueces de la localidad. El joven anarquista Billy Passafaro, con el paso de los años, fue siendo objeto de condenas cada vez más graves por sus delitos: libertad condicional, servicios comunitarios, campamento experimental de reclusos y, por último, la trena de Graterford. Robin y su padre tenían frecuentes discusiones sobre lo justo o injusto de tales condenas: Nick, acariciándose la barbita de Lenin, afirmaba que él no era un hombre violento, pero que no se oponía a la violencia cuando ésta se practicaba al servicio de un ideal político, a lo cual Robin replicaba pidiéndole que especificase a qué ideal político, exactamente, había contribuido Billy aporreando con un taco de billar roto a un estudiante de la universidad.

El año antes de que Denise conociera a Robin, Billy quedó en libertad condicional y asistió a la ceremonia de inauguración de un Centro Informático Comunitario del barrio, casi al norte y muy pobre, de Nicetown. Uno de los muchos golpes de efecto del alcalde que durante dos períodos consecutivos sucedió a Goode al frente del ayuntamiento consistía en explotar comercialmente los colegios públicos de la ciudad. Previamente, el alcalde había subrayado astutamente el deplorable descuido en que se tenía a los colegios en cuanto oportunidad de hacer negocio. («Actúe deprisa, Participe en nuestro mensaje de esperanza», decían sus cartas), y la N—— Corporation había respondido a este llamamiento asumiendo la gestión de los varios programas deportivos colegiales de la ciudad, hasta entonces muy gravemente desprovistos de fondos. Ahora, el alcalde había pergeñado un acuerdo similar con la W—— Corporation, que donaba a la ciudad de Filadelfia las suficientes unidades de su famosos Global Desktops como para «impulsar» todas las aulas de la ciudad, y también cinco Centros Informáticos Comunitarios en los barrios deprimidos del norte y del oeste. El acuerdo concedía a la W—— Corporation la utilización exclusiva para fines promocionales y publicitarios de todas las actividades escolares del distrito de Filadelfia, incluidas pero no limitadas a las aplicaciones del Global Desktop. Los adversarios del alcalde unas veces criticaban la «venta por derribo» y otras se quejaban de que la W—— había donado a los colegios la versión 4.0 de su Desktop, lenta y muy dada al cuelgue, y a los Centros Informáticos Comunitarios la versión 3.2, prácticamente inutilizable. Pero el ambiente estaba muy animado, aquella tarde de septiembre, en Nicetown. El alcalde y el vicepresidente de la W—— para Imagen de Empresa, Rick Flamburg, que tenía veintiocho años, unieron sus manos en las grandes tijeras con que cortaron la cinta. Los políticos locales de color dijeron niños y mañana. Dijeron digital y democracia e historia.

Frente al tinglado blanco instalado para la ocasión, los integrantes del consabido grupo de anarquistas, vigilados con desgana por un destacamento policial que luego se tildó de demasiado pequeño, no sólo exhibían sus pancartas, sino también, en lo privado de sus bolsillos, llevaban imanes de elevada potencia de los que pensaban servirse, entre el reparto de la tarta, los brindis con ponche y la confusión general, para borrar la mayor cantidad de datos posible de los nuevos Global Desktops del Centro. Las pancartas decían RECHACEMOS ESTO y LOS ORDENADORES SON LO CONTRARIO DE LA REVOLUCIÓN y NO QUIERO ESTE CIELO — ME DA DOLOR DE CABEZA. Billy Passafaro, recién afeitado y con una camisa de manga corta y botones en las puntas del cuello, llevaba un tablón de un metro veinte de largo en el que había escrito “¡¡¡BIENVENIDOS A FILADELFIA!!!”. Cuando concluyó la ceremonia oficial y el ambiente se hizo más placenteramente anárquico, Billy se movió por los bordes de la multitud, muy sonriente, llevando en alto su mensaje de buena voluntad, hasta que se halló lo suficientemente cerca de los dignatarios como para manejar el tablón igual que un bate de baseball y partirle el cráneo a Rick Flamburg. Los golpes sucesivos le demolieron la nariz y le echaron abajo casi todos los dientes y le partieron el cuello, y así hasta que el servicio de vigilancia del alcalde logró dominar a Billy, sobre quien luego se amontonaron unos doce agentes de policía.

Suerte tuvo de que hubiera demasiada gente como para que los policías le descerrajaran un tiro. Y suerte también, dada la obvia premeditación de su delito y la escasez, políticamente molesta, de inquilinos en el pasillo de los condenados a la pena capital, que Rick Flamburg no muriera. (No está tan claro que Flamburg, licenciado por Dartmouth y soltero, a quien el ataque dejó paralítico, desfigurado, con dificultades de dicción, tuerto y con propensión a unos dolores de cabeza que lo incapacitaban todavía más, se considerara también afortunado). Billy fue juzgado por intento de asesinato, lesiones graves y agresión con arma capaz de causar la muerte. Rechazó categóricamente cualquier acuerdo y optó por ser él mismo quien se defendiera ante el tribunal, rechazando por «acomodaticio» tanto al abogado de oficio como al viejo abogado del Sindicato de Camioneros a quien su familia ofreció pagar la minuta de cincuenta dólares por hora.

Para sorpresa de casi todo el mundo, menos Robin, que nunca había puesto en duda la inteligencia de su hermano, Billy llevó a cabo su defensa de un modo bastante inteligible. Alegó que la «venta» que el alcalde había hecho de los niños de Filadelfia a la «tecnoesclavitud» de la W—— Corporation representaba un «claro y acuciante peligro público», ante el cual debía considerarse justificada su reacción violenta. Denunció la «no santa alianza» entre comercio y gobierno en los Estados Unidos. Trazó un paralelo entre su persona y los Minuteros de Lexington y Concord. Cuando, mucho más tarde, Robin le mostró a Denise las transcripciones de la vista, Denise imaginó una cena con Billy y con Chip, y ella escuchando mientras ambos comparaban sus criterios sobre la «burocracia», pero la cosa tendría que esperar hasta que Billy cumpliera el setenta por ciento de su condena de doce a dieciocho años en la penitenciaría de Graterford.

Nick Passafaro pidió permiso en el trabajo y, lealmente, asistió al juicio de su hijo. Salió en la tele y dijo todo lo que cabía esperar que dijera un viejo rojo: «Una vez al día, cuando la víctima es negra, todo el mundo se calla; una vez al año, cuando la víctima es blanca, todo el mundo se echa las manos a la cabeza», y «Mi hijo pagará muy caro su delito, pero la W—— nunca pagará los suyos», y «Los Rick Flamburg de este mundo se han hecho ricos vendiendo imitaciones de la violencia a los niños de Norteamérica». Le fueron pareciendo muy bien todos los alegatos que presentaba Billy y estaba muy orgulloso de la actuación de su hijo, pero empezó a perder pie cuando la fiscalía presentó ante el tribunal las fotos de las lesiones causadas a Flamburg. Las profundas hendiduras en V del cráneo de Flamburg, su nariz, su mandíbula, su clavícula evidenciaban un ejercicio de bestialidad, una locura, que no cuadraban muy bien con el idealismo. Nick dejó de dormir según avanzaba el juicio. Dejó de afeitarse, perdió el apetito. Ante la insistencia de Colleen, fue a ver a un psiquiatra y volvió a casa con unos cuantos fármacos, pero, aún así, seguía despertando a su mujer por las noche. Gritaba: «¡No pienso pedir perdón!». Gritaba: «¡Esto es la guerra!». Al final le aumentaron las dosis, y en abril lo retiraron de su cargo en la enseñanza pública.

Rick Flamburg trabajaba en la W—— Corporation, y Robin, por consiguiente, se sentía culpable de todo aquello.

Robin se convirtió en embajadora de los Passafaro ante la familia de Rick Flamburg, presentándose una y otra vez en el hospital, hasta que a los padres de Flamburg se les pasó la cólera y dejaron de sospechar de ella, dándose cuenta de que no era la guardiana de su hermano. Se sentaba con Flamburg y le leía el Sports Illustrated. Caminaba junto a su andador mientras él se arrastraba pasillo arriba. En la noche de su segunda operación reconstructiva, llevó a los padres de Rick a cenar y escuchó atentamente unas cuantas historias protagonizadas por el hijo (francamente aburridas). Ella les habló de lo precoz que había sido Billy en todo, de cómo era capaz, ya en cuarto grado, de falsificar notas de su padre en que se justificaban sus no asistencias a clase, con buena letra y sin faltas de ortografía, y les contó que era una auténtica biblioteca andante de chistes verdes y datos sobre cuestiones relativas a la reproducción, y les comentó lo desagradable que resultaba no ser una tonta e irse dando cuenta de cómo su hermano, que tampoco era ningún tonto, se iba idiotizando cada vez más, igual que si lo hubiera hecho intencionadamente, para evitar convertirse en una persona como ella; y les dijo que todo aquello era muy misterioso y que lamentaba muchísimo el daño que Billy le había hecho a su hijo.

En vísperas del juicio, Robin propuso a su madre que fueran juntas a la iglesia. Colleen había recibido la confirmación en la fe católica, pero llevaba cuarenta años sin comulgar. En cuanto a Robin, sólo había entrado en contacto con la iglesia para asistir a las bodas y los entierros. Y, sin embargo, durante tres domingos consecutivos, Colleen se dejó recoger en Mount Airy y llevar a la parroquia de su infancia, St. Dymphna, al norte de Filadelfia. El tercer domingo, al salir del templo, Colleen le dijo a Robin, con su acento irlandés de toda la vida: «Por mí ya vale, gracias». En lo sucesivo, pues, Robin asistió en solitario a la misa de St. Dymphna y, pasado un tiempo, también a los cursillos preparatorios de la confirmación.

Robin podía permitirse tales buenas obras y tales actos de devoción gracias a la W—— Corporation. Su marido, Brian Callahan, era hijo de un fabricante de poca monta y se había criado confortablemente en Bala-Cynwyd, jugando al lacrosse y adquiriendo gustos muy refinados, en espera de heredar el pequeño negocio de especialidades químicas propiedad de su padre. (Callahan padre, en su juventud, había desarrollado, con éxito, un compuesto que, introducido en un convertidor Bessemer, le remendaba las grietas y las úlceras con la cerámica aún caliente). Brian se había casado con la chica más guapa de su clase del college (ésa era Robin, en su opinión) y poco después de su graduación se hizo cargo de la presidencia de High Temp Products. La compañía tenía su sede en un edificio de ladrillo amarillo situado en un parque industrial, junto al puente de Tacony-Palmyra; y se daba la casualidad de que su vecino industrial más próximo era el Almacén de Documentos de la IBT. Habida cuenta del escaso desgaste cerebral que le infligía la gestión de High Temp Products, Brian invertía sus tardes de directivo enredando con códigos informáticos y análisis de Fourier, mientras en su presidencial equipo estéreo sonaban ciertos grupos californianos de culto, muy de su agrado (Fibulator, Thinking Fellers Union, The Minutemen, The Nomatics), y escribiendo un programa que, cumplido el tiempo, patentó tranquilamente y para el que tranquilamente encontró apoyo financiero y que tranquilamente, siguiendo las indicaciones de quien lo apoyaba, vendió a W—— Corporation por un total de 19.500.000 dólares.

El programa de Brian, llamado Eigenmelody, procesaba cualquier pieza de música grabada y la convertía en un eigenvector, que, a su vez, destilaba en coordinadas diferenciadas y manipulables la esencia tonal y melódica de la canción. El usuario de Eigenmelody podía elegir su canción favorita de Mary J. Blige y hacer que el programa la espectroanalizara y que luego buscara eigenvectores similares en una base de datos de canciones, para generar una lista de piezas relacionadas que el usuario, seguramente, nunca habría localizado de ningún otro modo: The Au Pairs, Laura Nyro, Thomas Mapfumo, la quejosa versión de Pokrovsky de Les Noces. El Eigenmelody era un juego de salón, una herramienta musical y un estupendo vigorizador de las ventas, todo en uno. Brian supo sacarle tanto partido a la idea, que el leviatán de la W——, en un tardío afán por sacar tajada en la lucha por la distribución de música en línea, acudió a él corriendo con un enorme fajo de billetes de Monopoly en la mano extendida.

Fue muy típico de Brian que, no habiéndole comentado a Robin la inminente venta, tampoco, en la noche del día en que se cerró el trato, soltara una sola palabra sobre el asunto hasta que las chicas no estuvieron en la cama, en su modesto chalé adosado yuppie, de las cercanías del Museo de Arte, y mientras ambos cónyuges veían en la tele un documental de Nova sobre las manchas solares.

—Oye, por cierto —dijo Brian—: ninguno de los dos tendremos que volver a trabajar nunca.

Fue muy típico de Robin —de su excitabilidad— que al recibir la noticia se echara a reír y no parase hasta que le entró un ataque de hipo.

Había, ay, cierta justicia en el antiguo remoquete que Billy le adjudicara en su momento a Robin: la Vaca Noseentera. Robin estaba en la impresión de que ya compartía con Brian una existencia bastante buena. Vivía en su ciudad natal, cultivaba verduras y hierbas en su pequeño huerto trasero, enseñaba «artes del lenguaje» a chicos de diez y once años en un colegio experimental del oeste de Filadelfia, tenía a su hija Sinéad en un excelente colegio elemental privado de la Fairmont Avenue y a su otra hija, Erin, en un programa preescolar de la Friends’ Select, compraba cangrejos de caparazón blando y tomates de Jersey en el Reading Terminal Market, pasaba los fines de semana y los agostos en la casa que la familia de Brian poseía en Cape May, alternaba con viejas amigas que también tenían hijos y quemaba la suficiente energía sexual con Brian (lo ideal era todos los días, le dijo a Denise) como para mantenerse relativamente tranquila.

La Vaca Noseentera quedó, pues, consternada ante la pregunta que Brian le hizo a continuación. Le preguntó que dónde pensaba ella que podrían vivir. Le dijo que él estaba dándole vueltas al norte de California. Pero también podía ser Provence, Nueva York, o Londres.

—Somos muy felices aquí —dijo Robin—. ¿Para qué mudarnos a algún sitio donde no conocemos a nadie y donde todo el mundo es millonario?

—Por el clima —dijo Brian—. Por la belleza, por la seguridad, por la cultura. El estilo. Cosas que no entran, ninguna de ellas, entre los dones de Filadelfia. No digo que nos mudemos. Digo si hay algún sitio al que te gustaría ir, aunque sólo fuera un verano.

—Estoy a gusto aquí.

—Pues aquí nos quedamos —dijo él—. Hasta que te apetezca ir a algún sitio.

Fue lo suficientemente ingenua, le contó luego a Denise, como para creer que ahí había terminado la discusión. Tenía un buen matrimonio, cuya estabilidad se basaba en la educación de los hijos, la comida y el sexo. Cierto que Brian y ella no procedían de los mismos estamentos sociales, pero High Temp Products no era exactamente E. I. Du Pont de Nemours, y Robin, con sus títulos de dos instituciones docentes de élite, no era tampoco la típica proletaria. Las escasas diferencias que había entre ellos eran más bien cuestión de estilo y, en mayor parte, resultaban invisibles a ojos de Robin, porque Brian era tan buen marido como buena persona, y porque, en su vacuna inocencia, a Robin no le entraba en la cabeza que el estilo tuviera nada que ver con la felicidad. Sus gustos musicales oscilaban entre John Prine y Etta James, y, por tanto, Brian escuchaba a Prine y a James en casa, dejando sus Bartók y Defunkt y Flaming Lips y Mission of Burma para el estéreo de la oficina. Que Robin vistiera como una chica de universidad, con zapatillas blancas de deporte y un chaquetón de nailon color morado, con unas gafas grandotas y redondas, de montura metálica, de esas que la gente más a la última se ponía allá por 1978, no le resultaba especialmente molesto a Brian, siendo él, entre todos los hombres, el único que la veía desnuda. Que Robin fuera extremadamente nerviosa y tuviera una voz chillona muy penetrante y una risa de cucaburra, también se le antojaba un pequeño precio que pagar por su corazón de oro, por su toque de lascivia, de quedarse con la boca abierta, y por su galopante metabolismo, que la mantenía más delgada que una estrella de cine. Que nunca se afeitara las axilas y que rara vez se limpiara las gafas… Bueno: era la madre de sus hijos, y mientras pudiera seguir escuchando su música y retocando sus tensores matemáticos, a solas, no le importaba perdonarle ese antiestilo que las mujeres liberales de cierta edad lucían como una especie de placa de identidad feminista. Así, en todo caso, era como Denise se figuraba que Brian había resuelto el problema del estilo, hasta que hizo aparición el dinero de la W——.

(Denise sólo era tres años más joven que Robin, pero no se le pasaba por la cabeza ponerse una parka de nailon de color morado ni dejar de afeitarse las axilas. Ni siquiera tenía zapatillas blancas de deporte).

La primera concesión de Robin a su nueva riqueza consistió en pasarse el verano buscando casa con Brian. Se había criado en una casa grande, y quería que sus hijas también se criaran en una casa grande. Si Brian necesitaba techos de varios metros y cuatro cuartos de baño y detalles de caoba por todas partes, podría vivir con ello. El seis de septiembre firmaron el contrato de compra de una casa de arenisca, en Panamá Street, cerca de Rittenhouse Square.

Dos días más tarde, con toda la carcelaria fuerza de sus hombros, Billy Passafaro le dio la bienvenida a Filadelfia al vicepresidente para Imagen de Empresa de la W—— Corporation.

Lo que Robin necesitaba saber, sin conseguir averiguarlo, en las semanas siguientes al ataque, era si cuando Billy escribió aquel mensaje en el tablón ya se había enterado del golpe de fortuna de Brian y ya sabía a qué compañía debían ella y su marido tan súbita riqueza. La respuesta era muy muy muy importante. Pero no tenía sentido alguno preguntárselo al propio Billy. Nunca conseguiría sacarle la verdad a Billy, que únicamente le diría lo que él pensara que podía hacerle más daño en aquel momento. Billy le había dejado abundantemente claro a Robin que nunca dejaría de mofarse de ella, que nunca hablaría con ella de igual a igual, mientras no pudiera demostrarle que su vida era igual de jodida y miserable que la de él. Y era precisamente ese papel totémico que Robin parecía desempeñar ante Billy, precisamente el hecho de que la hubiera seleccionado como poseedora arquetípica de una vida normal y feliz que a él no le estaba permitida, lo que daba lugar a que Robin se sintiera como si hubiese sido de ella la cabeza a que apuntaba él cuando terminó descalabrando a Rick Flamburg.

Antes del juicio le preguntó a su padre si él le había dicho a Billy que Brian había vendido el Eigenmelody a la W——. No le apetecía nada preguntarle, pero tampoco podía dejar de hacerlo. Nick, porque le daba dinero, era la única persona de la familia que se mantenía en contacto con Billy. (El tío Jimmy había hecho promesa de pegarle un tiro al profanador de su altar, al gilipollas de su sobrino, si alguna vez se atrevía a ponerle delante su carita de gilipollas enemigo de Elvis, y, a fin de cuentas, no había ningún miembro de la familia con quien Billy no se hubiera excedido en el robo; ni siquiera los padres de Nick, Fazio y Carolina, quienes durante mucho tiempo se empeñaron en que a Billy no le ocurría nada anormal, que sólo padecía lo que Fazio denominaba un «desorden de atención deficiente», permitían que su nieto pusiera los pies en su casa de Sea Isle City).

Nick, por desgracia, captó inmediatamente la importancia de la pregunta de Robin. Midiendo sus palabras con mucho cuidado, le contestó que no, que no recordaba haberle dicho nada a Billy.

—Es mejor que me digas la verdad, papá —dijo Robin.

—Bueno… No… No creo que tenga nada que ver… esto… Robin.

—A lo mejor no me sentía tan culpable. A lo mejor sólo me cabreaba muchísimo.

—Bueno… Robin… Esos… Esos sentimientos suelen carecer de importancia, a fin de cuentas. Culpabilidad, cólera, da igual… ¿Verdad? Pero no te preocupes por Billy.

Robin colgó, preguntándose si Nick pretendía protegerla a ella de su sensación de culpa, o a Billy de la cólera de ella, o era sencillamente que la tensión lo obligaba a tomar sus distancias. Supuso que sería una combinación de las tres posibilidades. Supuso que durante el verano su padre le habría mencionado a Billy el golpe de suerte de Brian y que a continuación padre e hijo habrían intercambiado amarguras y sarcasmos sobre la W—— Corporation y sobre la muy burguesa de Robin y sobre el lujoso de Brian. Eso supuso, ya que no otra cosa, por lo mal que se llevaban Brian y su padre. Brian nunca se expresó tan libremente con Robin como con Denise («Nick es un cobarde de la peor especie», le comentó un día a ésta), pero tampoco ocultaba su odio a las disquisiciones de Nick sobre el empleo de la violencia y su manera de relamerse de satisfacción ante lo que él llamaba socialismo. A Brian le caía bastante bien Colleen («La verdad es que menudo chollo le salió, con semejante matrimonio», le comentó cierto día a Denise), pero meneaba la cabeza y salía de la habitación cada vez que Nick empezaba a largar. Robin no se permitió imaginar lo que su padre y Billy hubieran podido decir de Brian y ella. Pero estaba más que segura de que algo habrían dicho y de que a Rick Flamburg le había tocado pagar el pato. La reacción de Nick ante las fotografías judiciales de Flamburg fue una prueba más en este sentido.

Durante el juicio, mientras su padre se venía abajo, Robin estudió el catecismo de St. Dymphna y tiró un par de veces más del dinero de Brian. Primero dejó su trabajo del colegio experimental. Ya no la satisfacía trabajar para unos padres que pagaban 23.000 dólares al año por niño (aunque, a decir verdad, Brian y ella pagaban casi lo mismo por la escolarización de Sinéad y Erin). Y a continuación se embarcó en un proyecto filantrópico. En una zona especialmente deprimida de Point Breeze, a cosa de un kilómetro de su nueva casa, en dirección sur, compró una parcela edificable en la que sólo se levantaba una casa medio en ruinas, en un rincón. También compró cinco camiones de humus y contrató un buen seguro. Su plan era contratar adolescentes de la zona por un salario mínimo, enseñarles los rudimentos del cultivo orgánico y darles parte de los beneficios de las verduras que lograsen vender. Se lanzó al Proyecto Huerto con una intensidad maníaca que incluso en ella resultaba temible. Brian se la encontraba despierta, delante de su Global Desktop, a las cuatro de la mañana, moviendo ambos pies al mismo tiempo y comparando variedades de nabo.

Con un contratista distinto presentándosele cada semana en Panamá Street, para introducir mejoras, y con Robin desapareciendo por un desagüe utópico de tiempo y energía, Brian logró reconciliarse con la idea de permanecer en la lánguida ciudad de su infancia. Decidió divertirse un poco por su cuenta. Empezó a frecuentar los mejores restaurantes de Filadelfia, uno detrás de otro, comparándolos todos con su favorito del momento, el Mare Scuro. Cuando se convenció de que era éste el que seguía gustándole más, llamó a la jefa de cocina y le hizo una propuesta:

—Éste es el primer restaurante verdaderamente bueno que hay en toda Filadelfia —dijo—. Un sitio de los que haría exclamar a cualquiera: «Oye, pues sí, sí se puede vivir en Filadelfia, si no queda más remedio». Me trae sin cuidado que haya o deje de haber alguien más de esta opinión. Lo que quiero es un sitio que me haga sentirme a gusto, a mí. En resumen: sea cual sea la cantidad que le estén pagando ahora, yo se la doblo. Y luego se va usted a Europa y se pasa dos meses comiendo a mi costa. Y luego vuelve y monta usted un restaurante auténticamente bueno, que también llevará personalmente.

—Va usted a perder enormes cantidades de dinero —replicó Denise—, si no encuentra un socio con experiencia o un gerente de primerísima clase.

—Dígame lo que tiene que hacerse, y yo lo hago —dijo Brian.

—¿El doble, ha dicho?

—Tiene usted el mejor sitio de la ciudad.

—«El doble» es muy inquietante.

—Pues diga usted que sí.

—Bueno, pues podría ser —dijo Denise—. Pero, así y todo, lo más probable es que pierda enormes cantidades de dinero. Para empezar, ya estará pagándole de más a la jefa de cocina.

A Denise siempre le había costado mucho trabajo decir que no cuando alguien la solicitaba adecuadamente. Habiéndose criado en la zona residencial de St. Jude, siempre estuvo protegida de cualquiera que pudiese solicitarla así, pero, tras haber terminado en el instituto, trabajó un verano en el Departamento de Señalización de la Midland Pacific Railroad, y allí, en una amplia estancia soleada, con las mesas de dibujo instaladas por pares, trabó conocimiento con los deseos de una docena de hombres hechos y derechos.

El cerebro de la Midland Pacific, el templo de su alma, era un edificio de tiempos de la Gran Depresión, de piedra caliza, con almenas redondeadas en el techo, que parecían los bordes de un waffle poco compacto. La consciencia de más elevado orden tenía su asiento cortical en la sala de juntas y en el comedor de directivos de la décimo sexta planta y en los despachos de los departamentos más abstractos (Operaciones, Legal, Relaciones Públicas), cuyos vicepresidentes estaban en la décimo quinta. Abajo, en lo hondo, en el cerebro reptiliano del edificio, estaban facturación, nóminas, personal y archivo. Entre unos y otros se situaban los talentos intermedios, como Ingeniería, que abarcaba puentes, vías, obras y señalización.

El tendido de la Midland Pacific era de cerca de veinte mil kilómetros, y por cada señal y cada cable paralelos a las vías, por cada juego de luces roja y ámbar, por cada detector de movimiento incrustado en el balastro, por cada guarda voladiza de cruce con aviso luminoso, por cada aglomeración de temporizadores y relés alojados en cajas de aluminio sin respiraderos, había su correspondiente diagrama actualizado de circuitos, en seis depósitos de pesada tapa, en el almacén de depósitos de la décimo segunda planta de las oficinas centrales. Los diagramas más antiguos eran dibujos a mano alzada sobre papel vitela, y los más modernos eran a pluma técnica sobre soporte Mylar preimpreso.

Los delineantes que se ocupaban tanto de estos archivos como del enlace con los ingenieros de campo que mantenían en buen estado de salud e impedían que se enmarañara el sistema nervioso de la compañía eran nativos de Texas y Kansas y Missouri: personas inteligentes, no cultivadas, de acento gangoso, que habían ido subiendo por la vía difícil, a partir de trabajos no cualificados en las cuadrillas de mantenimiento de señales —de arrancar hierbajos y clavar postes y tender cables—, hasta que, en virtud de su habilidad con los circuitos (y también, como Denise pudo saber más adelante, en virtud del hecho de ser blancos), la compañía los había seleccionado y los había hecho pasar por cursos de formación. Ninguno de ellos tenía más allá de dos años de college, y eran muy pocos los que habían pasado del instituto. En verano, cuando el cielo se vuelve blanco y la hierba marrón y sus antiguos compañeros luchaban contra la insolación sobre el terreno, los delineantes se alegraban mucho de estar sentados en sillas de oficina, almohadillas y rodantes, en un ambiente tan fresco que todos ellos tenían siempre a mano, en el cajón de sus mesas, algún jersey ligero.

—Verás que algunos empleados hacen una pausa para tomar café —le dijo Alfred a su hija en lo rosado del amanecer, mientras bajaban en coche hacia el centro de la ciudad, camino del primer día de trabajo de Denise—. Quiero que sepas que no se les paga para tomar café. Espero que tú te abstengas de hacer pausas de café. La compañía nos hace un favor al contratarte, y te paga para que trabajes ocho horas. Que no se te olvide. Si pones en esto la misma energía que en tus estudios y en tu trompeta, serás recordada como una gran trabajadora.

Denise asintió. Decir que era competitiva era quedarse muy corto. En la sección de viento de la banda del instituto había dos chicas y doce chicos. Ella ocupaba la primera silla y los chicos las doce siguientes. (En la última había una chica procedente del interior del estado, con algo de sangre Cherokee, que confundía el do medio con el mi bemol y, así, añadía al conjunto esa pátina de disonancia que nunca falta en las bandas de los institutos). Denise no sentía una gran pasión por la música, pero le encantaba destacar, y su madre pensaba que las bandas eran beneficiosas para los niños. A Enid le gustaba la disciplina de las bandas, y también su normalidad pautada, su patriotismo. Gary, en su día, había sido un trompeta aceptable y Chip (durante poco tiempo y a bocinazos) probó con el fagote. Cuando llegó su momento, Denise decidió seguir las huellas de Gary, pero Enid no pensaba que la trompeta fuera un instrumento apropiado para una muchachita. El instrumento apropiado para una muchachita era la flauta. A Denise, sin embargo, nunca se le había derivado mucha satisfacción de la competencia con otras chicas. Insistió en la trompeta, y Alfred la apoyó, y Enid acabó por caer en la cuenta de que podía ahorrarse un dinero en alquiler si Denise utilizaba la antigua trompeta de Gary.

A diferencia de las partituras, los diagramas de señales que Denise tuvo que copiar y archivar aquel verano le resultaron, por desgracia, ininteligibles. Puesto que no podía competir con los delineantes, compitió con Alan Jamborets, el hijo del consejero legal de la compañía, que había trabajado en Señalización los dos veranos anteriores; y puesto que carecía de medios para calibrar los logros de Jamboret, lo que hizo fue trabajar con una intensidad que nadie pudiera igualar.

—Denise, guau, joder —le dijo Laredo Bob, un tejano sudoroso, mientras ella cortaba y pegaba cianotipos.

—¿Qué?

—Te vas a quemar, con tantas prisas.

—Pues a mí me gusta —dijo ella—. En cuanto le coges el ritmo…

—Sí, bueno, pero también puedes dejar algo para mañana —dijo Laredo Bob.

—No me gusta tanto como para eso.

—Bueno, vale, pero ahora paras un rato para tomar un café. ¿Me oyes?

Los delineantes berreaban, marchando al trote hacia el vestíbulo.

—¡Hora del café!

—¡Ha llegado el carrito del almuerzo!

—¡Hora del café!

Ella siguió trabajando sin reducir la velocidad.

Laredo Bob era el machaca a quien tocaba trabajar más cuando no había ayudantes estivales que le aliviaran la tarea. Laredo Bob tendría que haberse escamado, y mucho, viendo que Denise, ante los mismísimos ojos del jefe, estaba llevando a cabo en media hora determinadas labores administrativas a las que él gustaba de dedicar mañanas enteras, chupando su puro Swisher Sweet. Pero Laredo Bob pensaba que el carácter es el destino. A su entender, los hábitos laborales de Denise no eran sino prueba de su condición de hija de papá y de que pronto estaría entre los directivos de la empresa, igual que su papá; mientras él, Laredo Bob, seguía desempeñando labores administrativas a la velocidad que cabía esperar de alguien destinado a desempeñarlas. Laredo Bob también pensaba que las mujeres son ángeles y los hombres pobres pecadores. El ángel con quien estaba casado ponía de manifiesto su dulce y graciosa naturaleza más que nada en perdonar sus hábitos tabaqueros y en alimentar y vestir a cuatro niños con un solo sueldo tirando a bajo, pero en modo alguno se sorprendió Laredo Bob cuando vio que el Eterno Femenino también poseía un talento sobrenatural para etiquetar y archivar mil y pico cajas de microformularios montados en cartulina. Denise le parecía a Laredo Bob una de esas criaturas maravillosas y bellas que lo mismo valen para un barrido que para un fregado. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a cantarle estribillos de rockabilly («Ooh, Denise, ¿por qué has tenido que hacer lo que has hecho?») cuando llegaba por las mañanas y cuando volvía de comer en el parquecillo sin árboles que había al otro lado de la calle.

El delineante en jefe, Sam Beuerlein, le dijo a Denise que el verano siguiente tendrían que pagarle sin trabajar, porque había hecho lo de dos veranos en uno solo.

Lamar Parker, un tipo de Arkansas, muy sonrisueño, que usaba unas gafas de enorme grosor y tenía precánceres en la frente, le preguntó si su padre le había contado lo bribones e inútiles que eran todos los empleados de Señalización.

—Inútiles sí —dijo Denise—. De bribones no me ha dicho nada.

Lamar se rio a carcajadas y tiró de su Tareyton y repitió lo que ella acababa de decir, por si no lo habían oído los demás.

—Ja, ja, ja —masculló el delineante llamado Don Armour, muy sarcástico y muy desagradable.

Don Armour era el único hombre de Señalización que no parecía amar profundamente a Denise. Era un veterano de Vietnam de complexión robusta y piernas cortas, cuyas mejillas, aun recién afeitadas, eran casi tan azules y tan glaucas como una ciruela. La chaqueta le apretaba los macizos brazos y las herramientas de dibujo parecían de juguete en sus manos. Era como un adolescente atrapado en un pupitre de primer curso. En lugar de apoyar los pies en el anillo de su silla alta de ruedas, como todo el mundo, los dejaba colgando, con las puntas rozando el suelo. Acomodaba la parte superior del cuerpo sobre la mesa de dibujo, situando los ojos a unos pocos centímetros de la pluma técnica. Cuando llevaba una hora trabajando así, se quedaba como fláccido y apretaba la nariz contra el Mylar, o se tapaba la cara con las manos y gemía. Sus pausas de café solía pasarlas doblado hacia adelante, con la frente apoyada en la mesa y las gafas de plástico, de aviador, en la mano; parecía la víctima de un homicidio.

Cuando le presentaron a Denise, miró para otro lado y le estrechó la mano como poniéndole un pez muerto en la palma. Ella, mientras trabajaba en el rincón más alejado de la sala de delineantes, lo oía murmurar cosas, haciendo reír disimuladamente a los demás. Pero cuando Denise estaba cerca se mantenía en silencio, con la mirada fija en el tablero y una sonrisa de boba satisfacción en la cara. Era como los gilipollas que se sientan siempre en las últimas filas, en clase.

Una mañana de julio, hallándose en el cuarto de baño, oyó a Armour y Lamar hablando en el pasillo, junto al surtidor del agua donde Lamar enjuagaba sus tazones de café. Denise se quedó junto a la puerta y aguzó el oído.

—Y decir que Alan nos parecía un trabajador empedernido… —dijo Lamar.

—Una cosa buena puede decirse de Alan Jamborets —contestó Don Armour—: se sufría mucho menos mirándolo.

—Ji, ji.

—No habría sido nada fácil trabajar con alguien tan guapo como Alan paseándose todo el día por ahí en minifalda.

—Sí que era guapo, Alan.

Se oyó un gruñido.

—Te lo juro por Dios, Lamar —dijo Don Armour—. Estoy a punto de quejarme a la Oficina de Seguridad y Salud en el Trabajo. Esto es de una crueldad insólita. ¿Te has fijado en la falda?

—Sí, pero cállate ahora.

—Me estoy volviendo loco.

—Es un problema estacional, Donald. Quedará resuelto por sí mismo en un par de meses.

—Eso será si los Wroth no me despiden antes.

—Por cierto, ¿por qué estás tan convencido de que la fusión va a llevarse a cabo?

—Tuve que sudar ocho años tirado por los campos para llegar a este departamento. Tarde o temprano tenía que venir alguien a joderlo todo.

Denise llevaba una falda corta de color azul eléctrico, comprada en una tienda de segunda mano; de hecho, a ella misma le había sorprendido que su madre, partidaria del canon islámico en lo tocante a la vestimenta, la hubiera considerado aceptable. En la medida en que aceptaba la idea de que ambos hombres se hubiesen referido a ella —una idea que se le había aposentado en la cabeza de un modo tan innegable como extraño, como se instala una jaqueca—, Denise tenía la sensación de que Don le estaba haciendo un desaire muy feo. Era como si el tipo estuviese dando una fiesta en la propia casa de Denise sin tomarse la molestia de invitarla a ella.

Cuando la vio entrar de nuevo en la sala de delineantes, Don levantó la cabeza y miró en derredor, incluyendo a todo el mundo menos a ella. Mientras su mirada le pasaba cerca, ignorándola, Denise sintió un curioso deseo de hundir las uñas hasta lo más profundo, o de pellizcarse un poco los pezones.

Era en St. Jude la estación del trueno. El aire olía a violencia mexicana, a huracanes o golpes de estado. Podían producirse truenos mañaneros en cielos revueltos hasta lo ilegible —aburridos despachos de municipios sureños de los que nunca nadie conocido había llegado a oír mención—. Y truenos a la hora de comer, desde algún solitario yunque merodeando por cielos casi despejados. Y truenos de media tarde, mucho más serios, que realzaban la refulgencia local del sol, mientras iba la temperatura desgastándose a toda acucia, como dándose acato de que no le quedaba mucho tiempo. Y el gran espectáculo de una buena reventazón a la hora de cenar, con las tormentas apelotonándose en los ochenta kilómetros de radio que cubría el radar, como arañas grandes en un frasco pequeño, con las nubes retumbándose unas a otras desde los cuatro vientos del cielo, y con sucesivas oleadas de gotas de lluvia tamaño diez centavos llegando como plagas, con la imagen de la ventana virando al blanco y negro, y con los árboles y los edificios, borrosos, dando bandazos bajo el resplandor de los relámpagos, mientras los niños en bañador y con las toallas empapadas corrían hacia las casas con la cabeza gacha, como refugiados. Y luego los tambores de la alta noche, las cajas batientes del verano en marcha.

Y la prensa de St. Jude recogía a diario los rumores de la fusión inminente. Los pretendientes de la Midland Pacific, los desfachatados gemelos Hillard y Chauncy Wroth, se encuentran en la ciudad, hablando con tres sindicatos. Los Wroth están en Washington enfrentándose al testimonio de la Midland Pacific ante un subcomité del senado. Según se dice, la Midland Pacific ha pedido a la Union Pacific que sea su séptimo de caballería. Los Wroth defienden su reestructuración postadquisitiva de la Arkansas Southern. El portavoz de la Midland Pacific ruega a todos los ciudadanos de St. Jude que se consideren afectados que escriban o que llamen por teléfono a sus representantes en el congreso.

Denise, bajo un cielo parcialmente cubierto, salía del edificio para ir a comer cuando hizo explosión la cruceta de un poste de alumbrado público situado a una manzana de distancia. Vio rosa brillante y sintió en la piel la onda expansiva del trueno. Corrían las secretarias, aullando, por el pequeño parque. Denise giró sobre sus talones, cogió su libro, su emparedado y su ciruela y se volvió a la décimo segunda planta, donde todos los días se formaban dos mesas de pinacle. Se sentó junto al ventanal, pero le pareció muy poco cordial y muy presuntuoso por su parte ponerse a leer Guerra y paz. Repartió su atención entre los cielos locos del exterior y la partida de cartas que se desarrollaba junto a ella.

Don Armour desenvolvió un emparedado y a continuación le separó las mitades, dejando al descubierto una rodaja de mortadela en la que podía verse, serigrafiada a la mostaza, la textura del pan. Dejó caer los hombros. Envolvió de nuevo el emparedado en su papel de aluminio y se quedó mirando a Denise como si ella hubiera sido el último tormento de su jornada.

—Declaro dieciséis.

—¿Quién ha manchado así las cartas?

—Ed —dijo Don Armour, desplegando en abanico sus naipes—, a ver si tienes cuidado con los plátanos.

Ed Alberding, el de más edad entre los delineantes, tenía el cuerpo en forma de bolo de bolera y el pelo gris rizado como de permanente de anciana. Abría y cerraba los ojos, muy de prisa, masticando plátano y estudiando sus cartas. El resto del plátano, sin piel, yacía delante de él, en la mesa. Le arreó otro fino bocado.

—La cantidad de potasio que puede haber en un plátano —dijo Don Armour.

—El potasio es muy bueno —dijo Lamar, desde el otro lado de la mesa.

Don Armour colocó los naipes boca abajo y miró muy gravemente a Lamar:

—¿Estás de cachondeo? Los médicos utilizan el potasio para inducir el paro cardíaco.

—Pues aquí, el viejo Eddie, se zampa dos y tres plátanos todos los días —dijo Lamar—. ¿Cómo vas del corazón, Eddie?

—Vamos a terminar esta mano, chicos, por favor —dijo Ed.

—Es que de pronto me ha entrado una preocupación terrible por tu salud —dijo Don Armour.

—No hace usted más que soltar mentiras, señor mío.

—Te estoy viendo intoxicarte a fuerza de potasio, todos los días. Mi deber de amigo es avisarte.

—Te toca, Don.

—Juega, Don.

—Y ¿qué es lo que saco a cambio? —dijo Armour, en tono de sentirse ofendido—. Recelos y rechazos.

—Donald, ¿estás jugando o lo único que quieres es calentar la silla?

—Claro que si a Ed le da un paro cardíaco y se cae al suelo, como consecuencia de la ingestión prolongada de potasio venenoso, yo pasaría a ser el cuarto más antiguo del lugar y tendría garantizado el puesto en Little Rock, con la Arkansas Southern guión Midland Pacific, de modo que no sé para qué me molesto. Anda, Ed, por favor, por qué no me comes a mí también el plátano.

—Eh, eh, cuidado con esa boca —dijo Lamar.

—Señores, creo que esta baza es toda mía.

¡Hijo de tal!

Barajar, barajar. Repartir, repartir.

—¿Sabes que en Little Rock tienen ordenadores, Ed? —dijo Don Armour, sin mirar ni por un segundo a Denise.

—¿Ah, sí? —dijo Ed—. ¿Ordenadores?

—Si te mandan para allá, no vas a tener más remedio que aprender a manejarlos.

—Eddie estará durmiendo con los ángeles antes de que aprenda a manejar un ordenador —dijo Lamar.

—Perdonadme que disienta —dijo Don—. Ed se nos marchará a Little Rock y aprenderá dibujo por ordenador. Y serán otros los que sientan ganas de vomitar viéndolo comer plátanos.

—¿Y por qué estás tú tan seguro de que no van a mandarte a Little Rock, Donald?

Don negó con la cabeza.

—Viviendo en Little Rock vendríamos a gastar dos o tres mil dólares menos al año, y pronto me subirían el sueldo otros dos mil. Es un sitio muy barato. Patty quizá pudiera trabajar media jornada, y así las chicas volverían a tener madre. Podríamos comprarnos un terrenito en las Ozark, antes de que las niñas fueran demasiado mayores para disfrutarlo. Con un estanque. ¿Y vosotros creéis que algo tan bueno puede ocurrirme a mí?

Ed ordenaba su mano a tirones, más nervioso que una ardilla listada.

—¿Para qué querrán tanto ordenador? —dijo.

—Para sustituir a los ancianitos inútiles como tú —dijo Don, con la cara de ciruela abriéndosele en una sonrisa nada benévola.

—¿Sustituir?

—¿Por qué te crees que los Wroth nos están comprando a nosotros, en vez de nosotros a ellos?

Barajar, barajar. Repartir, repartir. Denise miraba los tenedores de luz hundirse en la ensalada de árboles del horizonte de Illinois. Mientras tenía la cabeza vuelta, hubo una explosión en la mesa.

—Joder, Ed —dijo Armour—, ¿por qué no chupas las cartas y las llenas de pringue antes de echarlas?

—Tranquilo, Don —dijo Sam Beuerlein, el delineante en jefe.

—¿Es que sólo me da asco a mí?

—Tranquilo, hombre, tranquilo.

Don estampó las cartas contra la mesa e hizo rodar hacia atrás su silla con tanto ímpetu, que la lámpara tipo mantis religiosa lanzó un crujido y se quedó balanceándose.

—¡Laredo! —llamó—. Juega tú con mis cartas, anda. Yo voy a respirar un poco de aire no platanizado.

—Muy bien.

Don dijo que no con la cabeza.

—O lo dices ahora, Sam, o te vas a volver loco cuando suceda lo de la compra.

—Qué listo eres, Don —dijo Beuerlein—. Siempre caes de pie.

—No sé si soy o no soy listo. Pero, desde luego, ni la mitad que Ed. ¿A que no, Ed?

Ed estiró la nariz. Daba golpecitos en la mesa con sus cartas, impacientemente.

—Demasiado joven cuando Corea, demasiado mayor cuando mi guerra —dijo Don—. Eso es lo que yo llamo ser listo. Lo bastante como para bajarse del autobús y cruzar Olive Street todos los días, durante veinticinco años, sin que lo pille un coche. Lo bastante como para coger el autobús de vuelta todos los días. Eso es ser listo, en este mundo.

Sam Beuerlein alzó la voz.

—Escúchame, Don. Vete a dar un garbeo, ¿vale? Sal a la calle y cálmate un poco. ¿Me oyes? Cuando vuelvas, a lo mejor se te ocurre pedirle perdón a Eddie.

—Declaro dieciocho —dijo Ed, golpeando la mesa con las cartas.

Don se echó mano a los riñones y se alejó por el pasillo, cojeando y meneando la cabeza. Laredo Bob, con ensaladilla en el bigote, ocupó su sitio.

—Nada de perdones —dijo Ed—. Vamos a terminar esta partida, chicos.

Denise abandonaba el servicio de señoras, después de comer, cuando Don Armour salió del ascensor. Llevaba un chal de gotas de lluvia en los hombros. Alzó los ojos al ver a Denise, como si hubiera llevado un rato buscándola y por fin la encontrase.

—¿Qué pasa? —dijo ella.

Él negó con la cabeza y siguió andando.

—Pero ¿qué pasa?

—Ya ha terminado la hora de comer —dijo él—. Tendrías que estar trabajando.

Cada diagrama llevaba una etiqueta con el nombre de la línea y el número del poste kilométrico. El Ingeniero de Señalización planeaba correcciones, y los delineantes enviaban copias de los diagramas, en papel, a los equipos situados sobre el terreno, resaltando las adiciones con lápiz amarillo y las substracciones con lápiz rojo. Los ingenieros de campo hacían luego el trabajo, improvisando a veces sus propios ajustes y acortamientos, y devolvían las copias a la oficina central, todas rotas y amarillas y llenas de dedazos grasientos, con pizquitas de polvo rojo de Arkansas o granzas de hierba de Kentucky en los pliegues, y los delineantes pasaban las correcciones a tinta negra en el Mylar o el papel de vitela originales.

Durante la larga tarde, mientras el cielo, blanca panza de perca, se iba poniendo del color del lomo y los flancos del pescado, Denise fue plegando los miles de separatas que había cortado por la mañana, seis ejemplares de cada, con los pliegues prescritos para que encajaran en la carpeta de los ingenieros de campo. Había señales en los postes kilométricos 26,1 y 20,0 y 32,3 y 33,5 y 35,4, y así sucesivamente, hasta llegar a la localidad de New Chartres, en el 119,65, donde moría la línea.

En el camino de vuelta a las afueras, aquella noche, le preguntó a su padre si los Wroth iban a fusionar la ferroviaria con la Arkansas Southern.

—No lo sé —dijo Alfred—. Espero que no.

¿Se trasladaría la sede a Little Rock?

—Ésa parece ser su intención, si toman el control.

¿Qué pasaría con los empleados de Señalización?

—Supongo que los más antiguos serían trasladados. Los que llevan menos tiempo, seguramente, quedarán en la calle. Pero no quiero que hables de nada de esto.

—No, no —dijo Denise.

Enid, como todos los jueves por la noche de los últimos treinta y cinco años, tenía la cena esperando. Había hecho pimientos rellenos y estaba ahervorada de entusiasmo ante la perspectiva del fin de semana.

—Mañana tendrás que volver a casa en autobús —le dijo a Denise, cuando aún no habían terminado de sentarse a la mesa—. Papá y yo vamos al lago, a la urbanización Fond du Lac, con los Schumpert.

—¿Qué es la urbanización Fond du Lac?

—Es un lío —dijo Alfred— en el que he cometido el error de meterme. Tu madre ha insistido tanto que no me ha quedado más remedio.

—Al —dijo Enid—, es sin ningún compromiso. Nadie va a presionarte para que asistas a las sesiones. Podemos pasarnos el fin de semana haciendo lo que nos apetezca.

—Cómo no van a presionarme. El promotor no puede estar dando fines de semana gratis sin tratar de vender unas cuantas parcelas.

—El folleto dice que sin presiones de ninguna clase, sin esperar nada a cambio, sin ningún compromiso.

—Lo dudo —dijo Alfred.

—Mary Beth dice que hay una bodega maravillosa cerca de Bordentown. Podemos ir. Y también podemos bañarnos en el lago Fond du Lac. Y el folleto dice que hay botes de remos y restaurantes de primera clase.

—No veo yo qué puede tener de atractivo una bodega de Missouri en pleno mes de julio —dijo Alfred.

—Tienes que dejarte imbuir por el espíritu de las cosas —dijo Enid—. Los Driblett fueron en octubre y lo pasaron muy bien. Dale dice que no los presionaron nada. Muy poco, dice.

—Teniendo en cuenta la fuente…

—¿A qué viene eso?

—Un hombre que se gana la vida vendiendo ataúdes…

—Dale es una persona como otra cualquiera.

—Yo lo único que digo es que lo dudo. Pero iré.

Alfred añadió luego, dirigiéndose a Denise:

—Tendrás que volver a casa en autobús. Dejaremos aquí un coche.

—Esta mañana llamó Kenny Kraikmeyer —le dijo Enid a Denise—. Preguntando si vas a estar libre el sábado por la noche.

Denise cerró un ojo y abrió de par en par el otro.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que creía que sí.

¿Qué?

—Lo siento. No sabía que hubieras hecho planes.

Denise se rio.

—Por el momento, el único plan que he hecho es no ver a Kenny Kraikmeyer.

—Estuvo muy educado —dijo Enid—. La verdad es que tampoco te haría ningún daño salir un día, cuando alguien se toma la molestia de invitarte. Si no estás a gusto, con no repetir estás al cabo de la calle. Pero deberías empezar por decirle que sí a alguien. Van a empezar a pensar que te crees superior.

Denise dejó el tenedor en la mesa.

—Kenny Kraikmeyer me revuelve las tripas. Literalmente.

—Denise —dijo Alfred.

—No me parece bien —dijo Enid, temblándole la voz—. No te tolero que digas una cosa así.

—Vale, siento haberlo dicho. Pero no estoy libre el sábado. No para Kenny Kraikmeyer. Que, dicho sea de paso, si quiere salir, tampoco estaría de más que me lo preguntase directamente a mí.

Denise pensó por un momento que a Enid le encantaría pasar un fin de semana con Kenny Kraikmeyer en el lago Fond du Lac, y que Kenny, seguramente, lo gozaría mucho más que Alfred.

Después de cenar se subió a la bicicleta y se acercó al edificio más viejo de la zona, un cubo de techos altos, de ladrillo prebélico, justo en frente de la vallada estación de cercanías. La casa pertenecía al profesor de teatro del instituto, Henry Dusinberre, que había dejado su estrambótico banano de Abisinia y su muy llamativo sangre de drago y sus irónicas palmeras en maceta al cuidado de su alumna favorita, mientras él pasaba un mes con su madre en Nueva Orleáns. Entre las burdeleras antigüedades que ornaban el salón de Dusinberre había doce copas de champán de recargado dibujo, cada una con su columna ascendente de burbujas apresada en el tallo de cristal polifacético, en las que sólo Denise estaba autorizada a servirse, entre todos los jóvenes discípulos de Tespis y cultivadores de la literatura que gravitaban en torno a las botellas del profesor los sábados por la noche. («Las bestezuelas, que usen vasos de plástico», solía decir, mientras acomodaba las baldadas piernas en su sillón de piel. Había peleado dos asaltos contra un cáncer ahora oficialmente en remisión, pero su piel lustrosa y sus ojos protuberantes sugerían que no todo le iba oncológicamente bien. «Lambert, criatura extraordinaria», decía, «siéntate aquí, que yo te vea de perfil. ¿Sabes que en Japón un cuello como el tuyo sería objeto de veneración? Te adorarían»). Fue en casa de Dusinberre donde probó su primera ostra, su primer huevo de codorniz, su primera grappa. Dusinberre ponía un refuerzo de acero a su resolución de no sucumbir a los encantos de ningún «adolescente granujiento» (la expresión era de él). Compraba vestidos y chaquetas, a prueba, en las tiendas de antigüedades, y, si le sentaban bien, Denise podía quedárselos. Afortunadamente, Enid, a quien le habría encantado que Denise vistiera más en la línea Schumpert o Root, tenía en tan baja estima la ropa selecta, que era capaz de creerse que un vestido de fiesta de satén amarillo, bordado a mano e impecable, con botones de ojo de tigre, había costado diez dólares en el almacén del Ejército de Salvación, como le decía su hija. Haciendo caso omiso de las amargas objeciones de Enid, ése fue el vestido que llevó Denise para asistir al baile de fin de curso con Peter Hicks, un actor esencialmente granujiento que había hecho el papel de Tom, frente a su Amanda, en el Zoo de cristal. Aquella noche, Peter Hicks fue invitado a beber champán con Denise y Dusinberre en las copas rococó, pero el hombre tenía que conducir y hubo de resignarse a la Coca Cola en vaso de plástico.

Una vez regadas las plantas, se instaló en el sillón de Dusinberre a escuchar a New Order. Le habría gustado tener ganas de quedar con alguien, pero los chicos a quienes respetaba, como Peter Hicks, no le inspiraban nada romántico, y los demás estaban todos sacados del mismo molde que Kenny Kraikmeyer, que pensaba matricularse en la Academia Naval y estudiar ciencia nuclear, pero se consideraba a la última y coleccionaba «vinilos» (así los llamaba él) de Cream y Jimi Hendrix con una pasión que, seguramente, Dios le había dado para impulsarlo a proyectar submarinos. A Denise le preocupaba un poco su grado de rechazo. No lograba comprender por qué era tan mala. No la hacía nada feliz el hecho de ser tan mala. Tenía que haber algún fallo en su modo de verse a sí misma y de ver a los demás.

Pero cada vez que su madre le decía eso mismo, no le quedaba más remedio que fulminarla.

Al día siguiente estaba almorzando en el parque, al sol, con una de esas blusitas sin mangas que llevaba a la oficina ocultas bajo un jersey, para que su madre no se diera cuenta, cuando de pronto apareció Don Armour de la nada y se dejó caer en el banco junto a ella.

—Hoy no juegas a las cartas —dijo ella.

—Me estoy volviendo loco —dijo él.

Ella volvió a poner los ojos en el libro. Notaba la mirada de él, llena de intención, recorriéndole el cuerpo. El viento era cálido, pero no tanto como para justificar el calor que sentía en la cara por el lado de él.

Don se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—Es aquí donde vienes todos los días.

—Sí.

No era guapo. Tenía la cabeza demasiado grande, estaba perdiendo pelo y su cara era del color rojo nitrito característico de las salchichas vienesas o los embutidos boloñeses, salvo en las zonas que la barba le volvía azul. Pero Denise captaba en su expresión una vivacidad, una brillantez, una tristeza animal; y sus labios curvos, como un sillín de bicicleta, resultaban muy tentadores.

Don leyó el lomo del libro.

—Conde León Tolstoi —dijo.

Movió la cabeza y se rio sin decir nada.

—¿Qué pasa?

—Nada —dijo él—. Estoy tratando de imaginar cómo será ser tú.

—¿Qué significa eso?

—Ser guapa. Lista. Disciplinada. Rica. Ir al college. ¿Cómo es todo eso?

Denise sintió el ridículo impulso de contestarle tocándolo, para que viese cómo era. En realidad, no había ninguna otra respuesta posible.

Se encogió de hombros y dijo que no lo sabía.

—Tu novio debe de sentirse afortunado —dijo Don Armour.

—No tengo novio.

Él se estremeció, como si aquella noticia hubiera sido muy difícil de asimilar.

—Pues sí que es raro, por no decir sorprendente.

Denise volvió a encogerse de hombros.

—Cuando tenía diecisiete años —dijo Don—, trabajé un verano en una tienda de antigüedades, con una pareja de menonitas que me pagaban muy poco. Utilizábamos una cosa llamada Mezcla Mágica —disolvente, alcohol de madera, acetona, aceite de tungsteno. Limpia los muebles sin estropear el barniz. Me pasaba el día aspirándolo, y estaba en las nubes cuando volvía a casa. Luego, más o menos a las doce de la noche, me venía un dolor de cabeza malísimo.

—¿Dónde te criaste?

—En Carbondale. Illinois. Se me metió en la cabeza que los menonitas me pagaban menos de lo debido, a pesar de los colocones gratis. De modo que empecé a cogerles la camioneta por las noches. Salía con una chica y había que llevarla. Me di un golpe con la camioneta, y así se enteraron los menonitas de que la había estado utilizando, y mi padrastro de entonces me dijo que si me enrolaba en los marines él se ocuparía de los menonitas y de su compañía de seguros, pero que si no tendría yo que vérmelas solo con la policía. De modo que me enrolé en los marines a mediados de los sesenta. No vi ninguna escapatoria posible. Tengo un maravilloso sentido de la oportunidad.

—Estuviste en Vietnam.

Don Armour asintió.

—Si la fusión se lleva adelante, volveré a donde estaba cuando me licenciaron. Con tres hijos y con una serie de cualificaciones que no le interesan a nadie.

—¿Qué edad tienen tus hijos?

—Diez, ocho y cuatro.

—¿Trabaja tu mujer?

—En una guardería infantil. Está con sus padres, en Indiana. Tienen cinco acres y un estanque. Estupendo para las chicas.

—¿Vas a tomarte vacaciones?

—Dos semanas, el mes que viene.

Denise acababa de quedarse sin preguntas. Don Armour estaba inclinado hacia delante, con las dos manos apretadas entre las rodillas. Así permaneció largo tiempo. De lado, Denise veía cómo su sonrisa marca registrada iba imponiéndose a la impasibilidad; parecía una de esas personas que siempre te lo hacen pagar, si te los tomas en serio o les muestras interés. Al final, Denise se puso en pie y dijo que volvía a la oficina, y él asintió con la cabeza, como si acabara de recibir el golpe que estaba esperando.

No se le pasó por la cabeza, a Denise, que la sonrisa de Don era por la vergüenza que le daba haber intentado ganarse su comprensión de un modo tan evidente, por el método tan rancio que había utilizado para acercarse a ella. Tampoco se le pasó por la cabeza que el número del pinacle del día antes lo hubiese montado él en su honor. Tampoco se le pasó por la cabeza que Don hubiese adivinado que ella estaba en el cuarto de baño y que se hubiera expresado del modo en que lo hizo para que ella lo escuchase. Tampoco se le pasó por la cabeza que la táctica fundamental de Don Armour era la autocompasión y que bien podía, con su autocompasión, haberse ligado a unas cuantas chicas antes que a ella. Tampoco se le pasó por la cabeza que él estuviera ya planeando —que llevara planeando desde el día en que se estrecharon la mano por primera vez— cómo llevársela al huerto. Tampoco se le pasó por la cabeza que él apartara los ojos no sólo porque su belleza le causara dolor, sino porque la Regla n.° 1 de cualquier manual de los que se anuncian en la contracubierta de las revistas para hombres («Cómo conseguir que se vuelvan LOCAS por ti, cada vez que lo intentes») era Ignórala. Tampoco se le pasó por la cabeza que las diferencias de clase y situación que tanto la incomodaban a ella podían constituir, para Don Armour, una verdadera provocación; que ella podía ser un objeto deseable por su condición lujosa, o que un hombre con proclividad a la autocompasión y con el puesto de trabajo en peligro bien podía obtener todo un surtido de satisfacciones por el hecho de acostarse con la hija del jefe del jefe de su jefe. Nada de todo esto se le pasó por la cabeza a Denise, ni entonces ni luego. Diez años más tarde, aún seguía considerándose responsable.

Sí fue consciente aquella tarde, en cambio, de los problemas. No era problema que Don Armour quisiera echarle un tiento y no pudiera. El gran problema era la falta de paridad, el hecho de que, por circunstancias de nacimiento, ella lo tuviera todo y el hombre que la deseaba tuviera muchas menos cosas. Siendo ella quien lo tenía todo, a ella tocaba, también, resolver el problema. Pero cualquier palabra tranquilizadora que le dijese, cualquier gesto de solidaridad que se le ocurriera hacer, podía tomarse por una especie de concesión desde lo alto.

El problema tenía un intenso reflejo en su cuerpo. Su sobreabundancia de talento y perspectivas, en comparación con Don Armour, se manifestaba como una especie de fastidio, una contrasatisfacción que podía aliviarse mediante el adecuado tocamiento de sus partes más sensibles, pero no erradicarse.

Después de comer fue al almacén de depósitos donde se conservaban los originales de todos los calcos de Señalización, en seis depósitos de pesada tapa que parecían elegantes contenedores. Con el paso de los años, las grandes carpetas de cartón del interior de los depósitos habían ido sobrecargándose, amontonando calcos perdidos en sus cada vez más abultadas profundidades, y a Denise le había sido encomendada la satisfactoria misión de restablecer el orden. Los delineantes que visitaban el almacén de depósitos trabajaban a su alrededor mientras ella renovaba el etiquetado de las carpetas y rescataba y rescataba papeles de vitela que llevaban mucho tiempo desaparecidos. El depósito de mayores dimensiones era tan grande, que para alcanzar su fondo Denise se veía obligada a tenderse boca abajo sobre la tapa del depósito contiguo, con las piernas desnudas sobre el frío metal, y zambullirse con ambas manos por delante. Dejaba los calcos rescatados en el suelo y volvía a meterse. Cuando subió a la superficie para respirar, vio a Don Armour de rodillas junto al depósito.

Tenía músculos de remero en los hombros, que tensaban al máximo la chaqueta. Denise no sabía cuánto tiempo llevaba allí, ni qué había estado mirando. Ahora examinaba un papel de vitela acordeonado, el plano de cables de la torre de señalización del poste kilométrico 163,11 de la línea McCook. Era obra de Ed Alberding, un dibujo a mano alzada fechado en 1956.

—Ed era un crío cuando dibujó esto. Una belleza.

Denise bajó del depósito, se alisó la falda y se sacudió un poco el polvo.

—No debería tratar tan mal a Ed —dijo Don—. Tiene cualidades que yo nunca tendré.

No daba la impresión de haber pensado en Denise tanto como ella había pensado en él. Mientras desarrugaba otro calco, ella, desde arriba, contemplaba un rizo adolescente de su pelo gris lápiz. Se acercó a él un paso más y se inclinó hacia delante, eclipsándose la visión del hombre con su propio pecho.

—Me estás quitando la luz —dijo él.

—¿Quieres salir a cenar conmigo?

Don suspiró pesadamente. Se le cayeron los hombros.

—Este fin de semana tengo que hacer un viaje a Indiana.

—Vale.

—Pero deja que me lo piense.

—Muy bien. Piénsatelo.

No se le notó nada en la voz, pero le temblaban las rodillas, camino del cuarto de baño. Se encerró en uno de los excusados y se sentó y se puso a darle vueltas a la cabeza, mientras, fuera, campanilleaba débilmente el ascensor e iba y venía el carrito del almuerzo. Las vueltas a la cabeza carecían de contenido. Los ojos, sencillamente, se le posaban en algo, el pestillo cromado de la puerta o un trocito de papel higiénico en el suelo, y antes de darse cuenta se había tirado cinco minutos mirando ese algo, sin pensar en nada. Nada. Nada.

Estaba limpiando el cuarto de los depósitos, faltando cinco minutos para salir, cuando surgió junto a su hombro la cara ancha de Don Armour, con los párpados caídos, soñolientos, tras los cristales de las gafas.

—Denise —dijo—: te invito a cenar.

Ella asintió rápidamente.

—Vale.

En un barrio conflictivo, predominantemente pobre y negro, cerca del centro de la ciudad, yendo hacia el norte, había un restaurante a la antigua, con bebidas refrescantes de grifo, frecuentado por Henry Dusinberre y sus jóvenes discípulos de Tespis. Denise sólo tenía ganas de té frío y patatas fritas a la francesa, pero Don Armour pidió una fuente de hamburguesas y un batido de leche. Observó ella que el hombre había adoptado una postura de rana. Con la cabeza hundida entre los hombros, inclinando el cuerpo hacia el plato. Masticaba despacio, como con ironía. Proyectaba anodinas sonrisas en derredor, como con ironía. Bebía empujando el vaso hasta apoyar el borde superior en la nariz, con unos dedos, observó ella, de uñas mordidas hasta la carne.

—Nunca se me habría ocurrido venir a este barrio —dijo Don.

—Esta zona, en concreto, es bastante tranquila.

—Sí, para ti será verdad —dijo él—. Los sitios se dan cuenta de si estás o no estás para problemas. Si no estás para problemas, te dejan en paz. Lo malo es que yo sí estoy. Si se me hubiera ocurrido venir a una calle como ésta, a tu edad, algo malo me habría ocurrido.

—No veo por qué.

—Era así, sin más. De pronto levantaba la cabeza y tenía delante tres desconocidos que me odiaban a muerte. Y yo a ellos. Es un mundo que ni siquiera percibís las personas eficaces y felices. Tú pasas por aquí sin enterarte de nada. Pero a mí, en estos sitios, siempre hay alguien esperándome, para darme una paliza de muerte. Me ven venir a una legua de distancia.

Don Armour tenía un sedán grande, de fabricación norteamericana, muy similar al de la madre de Denise, sólo que más viejo. Lo pilotó pacientemente hasta desembocar en una calle principal y luego tomó hacia el oeste a baja velocidad, colgándose del volante con los hombros gachos, por diversión («Soy lento; tengo un coche malísimo»), mientras otros conductores lo adelantaban por la izquierda y por la derecha.

Denise le fue indicando cómo llegar a la casa de Henry Dusinberre. Aún brillaba el sol, ya a baja altura, al oeste, por encima de la estación con los ojos vallados, mientras subían la escalinata del porche de Dusinberre. Don Armour miró los árboles circundantes como si incluso ellos fuesen mejores, más caros, en esta zona. Denise ya tenía la mano en la mosquitera cuando se dio cuenta de que la puerta de dentro estaba abierta.

—¿Lambert? ¿Eres tú? —Henry Dusinberre surgió de la oscuridad de su salón.

Tenía la piel más cérea que nunca, y los ojos más protuberantes, y parecía que los dientes iban a salírsele de la boca, de puro grandes.

—El médico de mi madre me ha hecho volver a casa —dijo—. Lo que quería era lavarse las manos en lo que a mí respecta. No aguanta una muerte más.

Don Armour se retiraba hacia su coche, con la cabeza baja.

—¿Quién es ese increíble Hulk? —preguntó Dusinberre.

—Un amigo del trabajo —dijo Denise.

—Pues no lo metas en la casa. Lo siento. Aquí no quiero ninguna masa. Tendréis que buscaros otro sitio.

—¿Tiene usted comida? ¿No necesita nada?

—Sí, lárgate. Ya me siento mejor, sólo con haber vuelto. El médico y yo nos sentíamos a disgusto, el uno con el otro, por culpa de mi estado de salud. Al parecer, niña mía, me he quedado sin células en la sangre. El tipo temblaba de miedo. Estaba convencido de que me iba a caer muerto ahí mismo, en su consulta. ¡Me dio mucha pena, Lambert! —un lóbrego agujero de regocijo se abrió en el rostro del enfermo—. Traté de hacerle comprender que mis necesidades de glóbulos blancos son verdaderamente insignificantes. Pero parecía empeñado en verme como una especie de curiosidad médica. Comí con mamá y me volví al aeropuerto en taxi.

—¿Seguro que no necesita usted nada?

—Nada. Vete con mis bendiciones. Haz todas las tonterías que quieras, pero no en mi casa. Vete.

No era prudente ser vista con Don Armour en su casa antes de que oscureciera, con muy observadores Root y muy curiosos Driblett por la calle arriba y por la calle abajo, de modo que lo llevó a la escuela primaria y lo condujo a la pradera de detrás. Se sentaron en mitad de un zoo electrónico de ruidos de bichos, la intensidad genital de ciertos arbustos fragantes, el calor languidecente de un hermoso día de julio. Don Armour la enlazó por la cintura y apoyó el mentón en su hombro. Escucharon los apagados taponazos de unos fuegos artificiales de pequeño calibre.

En casa de ella, ya de noche, al relente del aire acondicionado, trató de llevárselo rápidamente al piso de arriba, pero él se entretuvo en la cocina, se demoró en el comedor. Denise estaba como perforada por la injusta impresión que la casa evidentemente le producía. Sus padres no eran ricos, pero su madre tenía tales deseos de cierta elegancia y había puesto siempre tanto empeño en conseguirla, que a ojos de Don Armour la casa, en efecto, tenía que parecer una casa de ricos. Era como si le diese apuro pisar las alfombras. Hizo un alto para fijarse, como probablemente nadie se había fijado nunca, en las copas de Waterfold y en los platos de postre que Enid tenía exhibidos en el aparador. Sus ojos caían sobre cada objeto, las cajas de música, las escenas callejeras de París, los muebles haciendo juego, hermosamente tapizados, como antes habían caído sobre el cuerpo de Denise. ¿Había sido hoy? ¿Hoy a la hora de comer?

Denise puso su mano grande en la de él, mayor, entrelazó los dedos con los suyos, y tiró de él escaleras arriba.

En el dormitorio, puesto de rodillas, le plantó los pulgares en los huesos de la cadera y le apretó la boca contra los muslos y luego contra la cosita: se sintió devuelta a la infancia, al mundo de los Grimm y de C.S. Lewis, donde un solo contacto podía transformarlo todo. Las manos de Don convirtieron sus caderas en caderas de mujer, sus muslos en muslos de mujer, su cosita en coño. Ahí estaba la ventaja de ser deseada por alguien mayor que una: no sentirse tanto como una marioneta sin género, tener un guía que le enseñara las fincas de su propia morfología, descubrir su eficacia por medio de una persona para quien todo aquello no era más que lo justo y necesario.

Los chicos de su edad querían algo, pero no daba la impresión de que supieran exactamente qué. Los chicos de su edad querían por aproximación. A ella tocaba —ya le había tocado, más de una vez, en muy penosos encuentros— contribuir a que averiguaran con más precisión lo que querían, desabrocharse la blusa y proponerles algo donde pudieran tomar cuerpo (nunca mejor dicho) sus más bien rudimentarias nociones.

Don Armour la quería minuciosamente, centímetro a centímetro. No parecía encontrar nada en ella que no tuviera pleno sentido. El mero hecho de poseer un cuerpo nunca le había supuesto una gran ayuda, pero ver este cuerpo como algo que también ella podía desear, imaginarse en el papel de Don Armour, de rodillas, deseándola en todas sus partes, hacía más perdonable el hecho de poseerlo. Tenía lo que un hombre esperaba encontrar. No había ansiedad alguna en su localización y consiguiente reconocimiento de cada rasgo.

Cuando se desabrochó el sujetador, Don inclinó la cabeza y cerró los ojos.

—¿Qué te pasa?

—Puede uno morirse de lo guapa que eres.

Eso le gustó de veras.

La sensación, cuando la tomó en sus manos, fue un anticipo de lo que había de sentir unos años más tarde, cuando emprendía su carrera como profesional de la cocina, al tocar las primeras trufas, el primer foie gras, la primera saca de huevas.

En su décimo octavo cumpleaños, sus compañeros del teatro le habían regalado una biblia ahuecada, dentro de la cual encontró un traguito de Seagram’s y tres condones color caramelo, que ahora le iban a venir que ni pintados.

La cabeza de Don Armour, cerniéndose sobre ella, parecía una cabeza de león, una calabaza con ojos y boca. Al correrse, rugió. Los suspiros subsiguientes se le agolpaban, superponiéndose casi. Oh, oh, oh, oh. Denise nunca había oído nada semejante.

Hubo sangre en proporción al dolor, que había sido bastante grande, y en proporción inversa al placer, que, había estado, más que en ningún otro sitio, en su cabeza.

En la oscuridad, tras haber agarrado una toalla del cesto de la ropa sucia que había en el armario del pasillo, bombeó el aire con el puño cerrado, en un gesto de triunfo por haber perdido la virginidad antes de irse al college.

Menos maravillosa era la presencia en su cama de un hombre de gran tamaño y algo ensangrentado. Era una cama individual —la que llevaba toda su vida usando—, y Denise tenía mucho sueño. Ello quizá explique por qué se puso en ridículo, ahí, en medio de su cuarto, envuelta en una toalla, echándose a llorar sin venir a cuento.

Amó a Don Armour por levantarse y por rodearla con sus brazos y por no importarle que fuera una niña pequeña. La llevó a la cama, le buscó un pijama, la ayudó a ponerse la parte de arriba. De rodillas junto a la cama, le subió la sábana hasta los hombros y le acarició la cabeza como solía hacer —Denise no tuvo más remedio que suponerlo así— con sus hijas. Siguió en ello hasta adormecerla casi por completo. Luego, el ámbito de sus caricias se extendió a regiones que —cabía suponer, también— excedían los límites de lo tolerable, con sus hijas. Denise trató de seguir medio dormida, pero él la abordó con más insistencia, con más uñas. La tocara donde la tocara, o le hacía cosquillas o le hacía daño; y, cuando llevó su osadía al extremo de quejarse, experimentó por primera vez la mano de un hombre apretándole la cabeza, empujándosela hacia atrás.

Afortunadamente, cuando estuvo servido no hizo ningún intento de pasar allí la noche. Salió del cuarto de Denise y ella permaneció totalmente inmóvil, tratando de averiguar qué hacía, si pensaba o no pensaba volver. Al final —quizá se le cerraran los ojos un segundo—, oyó el ruido de la puerta principal y el relincho de su enorme coche al arrancar.

Durmió hasta las doce de la mañana, y se estaba duchando en el servicio de la planta baja, tratando de asimilar lo que había hecho, cuando volvió a oír la puerta. Oyó voces.

Se secó el pelo como una loca, se pasó la toalla por el cuerpo como una loca, y salió escopetada del cuarto de baño. En el cuarto de estar vio a su padre, echado. En la cocina estaba su madre, lavando la nevera de picnic bajo el grifo del fregadero.

—¡Denise, ni siquiera has probado lo que te dejé de cena! —exclamó Enid—. ¡Ni un trocito!

—¿No ibais a volver mañana?

—El lago Fond du Lac no era lo que esperábamos —dijo Enid—. No sé qué le vieron Dale y Honey. Nada de nada.

Al pie de la escalera había dos bolsas de fin de semana. Denise pasó corriendo junto a ellas y subió a su dormitorio, donde nada más entrar lo primero que se veía eran los envoltorios de los condones y las sábanas manchadas de sangre. Cerró la puerta.

El resto del verano fue un desastre. Estuvo absolutamente sola, tanto en el trabajo como en casa. En su desesperación, porque no se le ocurría qué hacer con ellas, escondió en el armario de su cuarto la sábana y la toalla manchadas de sangre. Enid era vigilante por naturaleza y poseía mil sinapsis ociosas que consagrar a tareas tales como estar al corriente de los períodos de su hija. Denise contaba con poner cara de apuro y presentarle la sábana y la toalla echadas a perder, cuando llegara el momento, dos semanas más tarde. Pero Enid poseía un excedente de capacidad cerebral para llevar al día el recuento de la ropa blanca.

—Me falta una de las toallas de baño buenas, de las bordadas.

—Ay, corcho, me la he dejado en la piscina.

—Pero Denise, ¿por qué tienes que coger una toalla de las buenas, habiendo tantas en la casa? ¡Y encima perderla! ¿Has llamado por teléfono a la piscina?

—Volví a buscarla.

—Pues son unas toallas carísimas.

Denise jamás cometía errores como el que ahora afirmaba haber cometido. La injusticia le habría escocido menos si hubiera contribuido a algún goce mayor, como el de encontrarse con Don Armour y reírse juntos de la situación, y hallar consuelo en él. Pero ni ella quería a Don Armour, ni Don Armour la quería a ella.

Ahora, en el trabajo, la cordialidad de los demás delineantes resultaba muy sospechosa: todo parecía orientarse a la jodienda. Don Armour estaba demasiado avergonzado o era demasiado discreto como para mirarla cara a cara. Se pasaba el día en un letargo de desdichas por culpa de los hermanos Wroth y de destemplanzas con sus compañeros. No le quedaba a Denise, en el trabajo, más que trabajar, y ahora lo aburrido de la tarea se le convertía en una carga insoportablemente odiosa. Al final de la jornada le dolía la cara de tanto contener las lágrimas y de trabajar a unas velocidades a que sólo un operario feliz puede trabajar sin sentirse muy a disgusto.

Eso, se decía, es lo que pasa cuando se deja uno llevar por los impulsos. Le sorprendía no haber dedicado más allá de dos horas a su decisión. Le habían gustado los ojos y la boca de Don Armour, había llegado a la conclusión de que estaba obligada a darle lo que quería… Y eso era todo lo que recordaba haber pensado. Se le había presentado una oportunidad indecente (puedo perder mi virginidad esta misma noche), e ipso facto la había aprovechado.

Era demasiado orgullosa como para confesarse —y menos para confesárselo a él— que Don Armour no era lo que ella quería. La inexperiencia no le permitía ser consciente de que habría podido arreglarlo todo con un simple «Lo siento, ha sido un error». Se sentía en la obligación de seguir dándole lo que quería. Pensaba que un lío, una vez empezado, tenía que durar un poco más.

La hizo sufrir su propia renuencia. La primera semana, concretamente, mientras juntaba valor para proponerle a Don Armour que se vieran de nuevo el viernes, le estuvo doliendo la garganta sin parar, horas y horas. Pero le echó valor. Se vieron los tres viernes siguientes, diciéndoles ella a sus padres que había quedado con Kenny Kraikmeyer. Don Armour la llevaba a cenar a un restaurante familiar en un centro comercial y luego se recogían en su casita de tres al cuarto, en un callejón para tornados de una de las cincuenta localidades menores de su extrarradio que St. Jude iba devorando en su interminable expansión. La casa le daba tanta vergüenza, que la detestaba. En la zona de Denise no había casas con los techos tan bajos, ni con los accesorios tan baratos, ni con puertas tan ligeras que no se podía ni cerrarlas de un buen portazo, ni con los marcos de las ventanas hechos de plástico. Para apaciguar a su amado, impidiendo que se empecinara en el tema («tu vida contra la mía») que menos le gustaba a ella, y también para llenar unas cuantas horas que de otro modo habrían pasado con algún disgusto, lo mantenía en posición horizontal, jugando al escondite camero en aquel sótano atiborrado de cosas inútiles y aplicando su perfeccionismo a todo un mundo de nuevos talentos.

Don Armour nunca le contó cómo le había explicado a su mujer la cancelación de aquel fin de semana en Indiana. Denise no soportaba la idea de preguntarle nada sobre su mujer.

Tuvo que aguantar las críticas de su madre por otro error de los que jamás habría cometido en circunstancias normales: no meter inmediatamente en agua fría una sábana manchada de sangre.

El primer viernes de agosto, momentos después de haber empezado las dos semanas de vacaciones de Don Armour, Denise y él dieron media vuelta y se volvieron a meter en la oficina y se encerraron en el cuarto de depósitos. Ella lo besó y le llevó las manos a las tetas y trató de dirigirle los dedos, pero sus manos querían situarse en los hombros de Denise, querían empujarla hacia abajo y hacer que se pusiera de rodillas.

Su corrida se le subió por los conductos nasales.

—¿Te estás resfriando? —le preguntó su padre, minutos después, cuando salían de la ciudad.

Una vez en casa, Enid le dio la noticia de que Henry Dusinberre («tu amigo») había fallecido en St. Luke’s el miércoles por la noche.

Denise se habría sentido aún más culpable si no hubiera visitado a Dusinberre hacía tan poco tiempo como el domingo pasado. Lo había hallado presa de una intensa irritación con el niño recién nacido de sus vecinos.

—Yo me las apaño sin leucocitos —dijo—, así que bien podrían ellos vivir con las ventanas cerradas. ¡Dios mío, qué pulmones tiene el niñito! Me da a mí que los padres presumen de ellos. Es como los motoristas que le quitan el silenciador a la moto. Una espuria prueba de virilidad.

El cráneo y los huesos de Dusinberre cada vez le tensaban más la piel. Estuvo dándole vueltas a cuánto podía costar el franqueo de un paquete de cien gramos. Le contó a Denise una enrevesada e incorrecta historia sobre una «ochavona» con quien estuvo brevemente comprometido. («Yo me llevé una sorpresa cuando supe que sólo tenía siete octavos de blanca, pero imagina la suya cuando vio que yo sólo tenía un octavo de macho»). Habló de su cruzada de toda la vida a favor de las bombillas de cincuenta vatios. («Sesenta se pasa de luz», decía, «y cuarenta no llega»). Llevaba años viviendo con la muerte, y la mantenía a raya por el procedimiento de trivializarla. Aún se las componía para lanzar alguna risita aceptablemente malvada, pero, en última instancia, la lucha por aferrarse a lo trivial resultaba tan desesperada como cualquier otra. Cuando Denise se despidió de él con un beso, dio la impresión de no aprehenderla como persona. Sonrió mirando al suelo, como si hubiera sido un niño especial, tan admirable en su belleza como muy digno de piedad en su tragedia.

Tampoco volvió a ver a Don Armour.

El lunes 6 de agosto, tras todo un verano de tira y afloja, Hillard y Chauncy Wroth llegaron a un acuerdo con los principales sindicatos ferroviarios. Éstos hicieron sustanciosas concesiones a cambio de la promesa de una administración menos paternalista y más innovadora, endulzando así los 26 dólares por acción que ofrecían los Wroth por la Midland Pacific con una reducción potencial de gastos a corto plazo que podía calcularse en 200 millones de dólares. El Consejo de Administración de la Midland Pacific estuvo otras dos semanas sin comunicar oficialmente su decisión, pero el asunto ya estaba hecho. Con el caos encima, llegó una carta del despacho del presidente aceptando la dimisión de todos los contratados de período estival, con validez a partir del viernes 17 de agosto.

Como la única mujer de la sala de delineantes era Denise, sus compañeros de trabajo convencieron a la secretaria del Ingeniero de Señalización para que le preparase un pastel de despedida. Se lo ofrecieron en su última tarde de trabajo.

—Considero un gran triunfo —dijo Lamar, masticando— el hecho de haber conseguido por fin que te tomaras una pausa de café.

Laredo Bob se secaba los ojos con un pañuelo tamaño funda de almohada.

Alfred le transmitió un elogio, aquella noche, en el camino de vuelta a casa.

—Me comenta Sam Beuerlein —dijo— que eres la mejor trabajadora que ha visto en su vida.

Denise no dijo nada.

—Los has dejado a todos muy impresionados. Les has hecho ver la clase de trabajo que puede hacer una chica. No quise decírtelo antes, pero tuve la impresión de que no los convencía demasiado la idea de contratar a una chica para el verano. Supongo que se temían que todo fuera charlar y muy poco hacer.

Se alegró de que su padre la admirara. Pero su benevolencia, como la benevolencia de todos los delineantes, con excepción de Don Armour, se le había vuelto inaccesible. Daba la impresión de recaer en su cuerpo, de referirse de algún modo a él; y su cuerpo se rebelaba.

Ooh, pero ¿qué has hecho, Denise, pero qué has hecho?

—El caso —dijo su padre— es que ahora ya tienes una idea de cómo es la vida en el mundo real.

Hasta que de veras se instaló en Filadelfia, Denise siempre había deseado estudiar en algún sitio que no estuviera lejos de Gary y Caroline. La casa grande que éstos poseían en Seminole Street era como un hogar sin las miserias propias del hogar, y Caroline, cuya belleza la dejaba sin aliento, por el mero expediente de dirigirle la palabra, era estupenda como confirmación del derecho pleno de Denise a que su madre la sacara de quicio. Pero a finales del primer semestre de college, tuvo que rendirse a la evidencia de que Gary le estaba dejando tres mensajes en el contestador por cada uno que ella le devolvía. (Una vez, sólo una vez, hubo un mensaje de Don Armour, que tampoco devolvió). Gary le proponía recogerla de su residencia y volver a dejarla allí después de cenar, y ella no aceptaba. Tenía que estudiar, alegaba, pero luego, en vez de estudiar, se pasaba el rato viendo la tele con Julia Vrais. Era una culpabilidad tipo hat trick, es decir triple: se sentía mala por mentirle a Gary, peor por no cumplir con sus deberes de estudiante, y peorcísima por hacerle perder el tiempo a Julia. Denise siempre se podía marcar una noche empollando, pero Julia se volvía completamente inútil a partir de las diez. Julia carecía de motor y de timón. Julia era incapaz de explicar por qué su plan de estudios para el otoño estaba constituido por Introducción al Italiano, Introducción al Ruso, Religiones Orientales y Teoría de la Música; acusaba a Denise de habérselas agenciado para que alguien de fuera la ayudase a escoger una dieta académica tan equilibrada como Inglés, historia, filosofía y biología.

Denise, por su parte, le envidiaba a Julia los «hombres» de college que había en su vida. Al principio, ambas se vieron auténticamente sitiadas. Una desmesurada cantidad de los «hombres» de los primeros y de los últimos cursos que utilizaban las bandejas como instrumentos de percusión cada vez que ellas pasaban cerca, en el comedor, procedía de New Jersey. Eran de expresión madura, en el rostro, y megafónica, en la voz con que comparaban los respectivos estudios de matemáticas o intercambiaban recuerdos sobre aquella vez que estuvieron en Rehoboth Beach y se desmadraron a tope. Para Denise y Julia sólo tenían tres preguntas: (1) ¿Cómo te llamas? (2) ¿En qué residencia estás? (3) ¿Te vienes a nuestra fiesta del viernes? A Denise le parecía muy sorprendente aquel examen tan esquemático y tan grosero, pero también la dejaba perpleja la fascinación de Julia por aquellos aborígenes de Teaneck, New Jersey, con sus relojes digitales talla monstruo y sus cejas con propensión a la convergencia central. Julia iba por ahí mirando como mira una ardilla cuando cree saber que alguien lleva un mendrugo de pan en el bolsillo. Al salir de las fiestas, le decía a Denise, encogiéndose de hombros al mismo tiempo: «Éste tiene material; me voy con él». Denise empezó a pasarse los viernes por la noche estudiando sola. Adquirió reputación de princesa helada y lesbiana presunta. Le faltaba el talento de Julia para derretirse viva cuando todos los integrantes del equipo de fútbol del college, como un solo hombre, se le plantaban al pie de la ventana y le cantaban cosas. «¡Me da una vergüenza que me muero!», gemía Julia, en plena agonía feliz, escondiéndose tras la persiana para mirar. Los «hombres» de ahí abajo no tenían ni idea de lo dichosa que la estaban haciendo y, por consiguiente, según los estrictos criterios estudiantiles que Denise aplicaba entonces, no estaban a la altura de Julia y no se la merecían.

Denise pasó el verano siguiente en los Hampton, con cuatro de sus más disolutas compañeras de pabellón y falseó la situación a sus padres en todos los aspectos posibles. Dormía en un cuarto de estar y ganaba su buen dinero fregando platos y haciendo de pinche de cocina en la Posada de Quogue, trabajando codo con codo con una chica de Scardale que era muy guapa y se llamaba Suzie Sterling, y cayendo perdidamente enamorada de la vida entre pucheros. Le encantaban las horas de agobio demencial, la intensidad del trabajo, la belleza del resultado. Le encantaba la profunda quietud que seguía al barullo. Un buen equipo era como una familia electiva donde todos los integrantes del mundo culinario, tan pequeño y tan caluroso, funcionaban en pie de igualdad, donde todos los cocineros tenían un pasado o un rasgo de carácter extraño que ocultar y donde, incluso en medio de la más sudada intimidad, cada miembro de la familia disfrutaba de su ámbito privado y de su autonomía. Le encantaba todo eso.

Ed, el padre de Suzie Sterling, había llevado varias veces a Denise y Suzie en coche a Manhattan, con anterioridad a la noche de agosto en que Denise regresaba en bicicleta a casa y a punto estuvo de llevárselo por delante, porque el hombre estaba de pie fuera de su coche, un BMW, fumándose un Dunhill y deseando que ella volviera sola. Ed Sterling era asesor jurídico de artistas. Alegó incapacidad para vivir sin Denise. Ella escondió su bicicleta (prestada) en unos matorrales, junto al camino. El hecho de que la bicicleta hubiera desaparecido a la mañana siguiente, cuando volvió a buscarla, y de haberle tenido que jurar a su legítima propietaria que ella la había dejado donde siempre, atada al poste, con su candado, debería haberle servido de aviso en cuanto al territorio en que estaba adentrándose. Pero la excitaba su efecto en Sterling, la teatral fisiología hidráulica de su deseo, y cuando volvió a sus estudios, en septiembre, llegó a la conclusión de que un college de artes liberales no podía ni empezar a compararse con una buena cocina. No le veía la punta a eso de quemarse las cejas preparando trabajos que luego sólo vería el profesor; necesitaba público. También le molestaba mucho que el college la hiciera sentirse culpable de sus privilegios, siendo así que otros afortunados grupos de identidad gozaban de indulgencia plenaria y se sentían enteramente libres de culpa. Ya se sentía ella suficientemente culpable sin ayuda de nadie, gracias. Casi todos los domingos utilizaba un billete combinado de la Southeastern Pennsylvania Transportation Authority y de la New Jersey Transit, tan barato como lento, y se iba a Nueva York. Sobrellevó las comunicaciones telefónicas con Ed Sterling, paranoicas y unidireccionales y sus aplazamientos en el último segundo y sus distracciones crónicas y sus aburridoras ansiedades por posible falta de cumplimiento y su propio bochorno ante el hecho de verse llevada a restaurantes tan baratos como exóticos, situados en Woodside y Elmhurst y Jackson Heights, no fuera Sterling a tropezarse con algún conocido (porque, como solía explicarle mientras le mesaba con ambas manos la espesa cabellera de visón, él conocía a todo el mundo en Manhattan). Mientras su amante iba derivando hacia el puro y simple desequilibrio y la incapacidad para seguir viéndose con ella, Denise comía chuletones uruguayos, tamales chino-colombianos, cangrejitos de río tailandeses en salsa curry, anguilas rusas ahumadas al aliso. La belleza o la excelencia en la calidad, que ella tipificaba en platos dignos de recordación, alcanzaban a redimirla de cualquier humillación. Pero nunca logró superar el arrepentimiento por lo ocurrido con la bici. Su insistencia en que la había dejado encadenada al poste.

La tercera vez en que se lio con un hombre que le doblaba la edad también se casó con él. Estaba totalmente resuelta a no convertirse en una liberal de chicha y nabo. Tras dejar los estudios, se puso a trabajar, ahorró dinero para sobrevivir un año y se pasó seis meses en Francia e Italia; luego regresó a Filadelfia y encontró trabajo en un sitio de pasta y pescado de Catherine Street, siempre lleno. En cuanto adquirió un poco de experiencia, ofreció sus servicios al Café Louche, que por aquel entonces era el sitio más sitio de la ciudad. Emile Berger la contrató allí mismo, nada más verla manejar el cuchillo y nada más ver lo guapa que era. No había pasado una semana cuando ya estaba quejándosele de lo inútiles que eran todos los pobladores de su cocina, menos ella y él.

El arrogante, irónico y devoto Emile se convirtió en su refugio. Con él se sentía infinitamente adulta. Emile afirmaba que con el primer matrimonio ya había tenido bastante, pero cumplió como es debido y llevó a Denise a Atlantic City y (en palabras del Barbera D’Alba piamontés a que ella apeló para emborracharse y pedirle la mano a él) hizo de ella una mujer decente. En el Café Louche trabajaban como socios, con una corriente de experiencia pasando de la cabeza de él a la cabeza de ella. Ambos despreciaban a su pretencioso y antiguo rival, Le Bec-Fin. Dejándose llevar por un impulso, compraron una casa de tres pisos en Federal Street, en un barrio mezclado de blancos y negros y vietnamitas, cerca del Mercado Italiano. Hablaban de sabores como los marxistas hablan de revoluciones.

Cuando Emile ya le hubo enseñado todo lo que podía enseñarle, trató ella de enseñarle a él un par de cosas (como, por ejemplo: vamos a renovar la carta, qué tal si, por qué no probamos esto con caldo vegetal y una pizca de comino, qué tal si) y chocó de frente con un muro de ironía y de opiniones blindadas que antes, mientras estuvo ella en el lado de los ganadores, le habían parecido la mar de bien. Ahora se veía con más talento y más ambiciones y más ganas que su cano marido. Era como si, a fuerza de trabajar y dormir y trabajar y dormir, hubiera envejecido tan rápidamente, que no sólo hubiera rebasado a su marido, sino que hubiera alcanzado a sus padres. Su constreñido mundo de veinticuatro horas diarias en casa y en el trabajo, al mismo tiempo, porque eran lo mismo, se le antojaba idéntico al universo de dos en que vivían sus padres. Tenía dolores de vieja en las jóvenes caderas y rodillas y pies. Tenía manos de vieja, llenas de cicatrices, tenía vagina de vieja, seca, tenía prejuicios de vieja y actitudes políticas de vieja, tenía la misma actitud de rechazo a los jóvenes —a sus productos electrónicos y a su manera de hablar— que tienen los viejos. Se dijo, pues: «Soy demasiado joven para ser tan vieja». Tras lo cual su desterrado sentido de la culpabilidad salió volando de la cueva, sobre vengadoras alas, profiriendo gritos, porque Emile seguía tan devoto de ella como siempre, fiel a su inmutable personalidad, y era ella quien se había empeñado en casarse.

Llegaron a un acuerdo amistoso y Denise salió de la cocina de Emile para firmar contrato con un competidor, el Ardennes, que necesitaba un subjefe de cocina y que, en su opinión, superaba al Café Louche en todo excepto en el arte de ser excelente sin dar la impresión de estarlo intentando. (La virtuosidad sin esfuerzo constituía, sin duda alguna, el mejor talento de Emile).

En el Ardennes concibió el deseo de estrangular a la joven encargada de preparar los platos fríos. La chica, Becky Hemerling, estaba en posición del título de una escuela de gastronomía y de una melena rubia rizada y de un cuerpo pequeñito y plano y de un cutis muy blanco que se tornaba escarlata en el caluroso ambiente de las cocinas. No había nada en Becky Hemerling que no pusiera enferma a Denise: su formación en el I.C.N. (Instituto Culinario de Norteamérica; Denise, en cambio, era una esnob autodidacta); su excesiva familiaridad con los cocineros más veteranos (y en especial con Denise); su expresa adoración de Jodie Foster; los estúpidos textos de sus camisetas, su abuso de la palabra «joder» como partícula enfática, su muy consciente «solidaridad» lesbiana con los «latinos» y los «asiáticos» de la cocina, sus generalizaciones sobre «derechistas» y «Kansas City» y «Peoría», su frecuentación de frases como «los hombres y las mujeres de color», la resplandeciente aura de titulación que se le derivaba del mero hecho de contar con la aprobación de unos educadores deseosos de sentirse tan marginados y tan victimizados y tan libres de culpa como ella. ¿Qué hace una persona así en mi cocina?, se preguntaba Denise. No se supone que un cocinero tenga ideas políticas. Los cocineros eran los mitocondrios de la humanidad: tenían su propio ADN aislado, flotaban en una célula, dotándola de fuerza, pero sin que pudiera verdaderamente considerárseles parte de ella. Denise sospechaba que Becky Hemerling había optado por la vida culinaria para demostrar algún extremo de carácter político: para mostrarse dura, para tenérselas tiesas con los tíos. A Denise le parecía tanto más repugnante esta motivación cuanto ella también la llevaba dentro, aunque sólo fuera en una partecilla. Hemerling la miraba siempre como dando a entender que conocía a Denise mejor que la propia Denise. Una insinuación tan irritante como imposible de refutar. Despierta en su cama, junto a Emile, por las noches, Denise se imaginaba retorciéndole el gañote a Hemerling hasta que se le salían de las órbitas aquellos ojos tan azulitos. Se imaginaba apretándole la tráquea con ambos pulgares, hasta reventarla.

Luego, una noche, se durmió; y soñó que estrangulaba a Becky y que Becky no le ponía inconvenientes. Sus ojos azules, de hecho, invitaban a tomarse mayores libertades. Las manos de la estranguladora aflojaron la presión y se pasearon por el mentón de Becky y subieron por sus orejas y alcanzaron la suave piel de sus sienes. Separáronse los labios de Becky, cerráronse sus ojos, como en arrobo, en tanto que la estranguladora extendía las piernas sobre sus piernas y los brazos sobre sus brazos…

Denise no recordaba haberse arrepentido tanto de despertar de un sueño.

«Quien puede experimentar una cosa así en sueños», se dijo, «también podrá experimentarla en la vida real».

Mientras su matrimonio se venía abajo —según iba convirtiéndose, para Emile, un una más entre los parroquianos del Ardennes, siempre en pos de lo más nuevo, siempre en busca de los placeres multitudinarios, y Emile se iba convirtiendo, para ella, en un padre al que traicionaba en cada palabra que pronunciaba o no llegaba a pronunciar—, empezó a hallar confortación en la idea de que su problema con Emile era por culpa del sexo a que él pertenecía. Era una noción que le arromaba los filos de la culpa. Una noción que le permitió sobrellevar el terrible Anuncio inevitable, que puso a Emile en la puerta de la calle, que la propulsó durante la primera cita con Becky Hemerling, increíblemente torpe. Se agarró a la idea de que era lesbiana, la apretó contra su pecho y, así, ahorró el suficiente sentido de culpa para permitir que fuera Emile quien se marchara de la casa, para vivir sin comprarlo y hacerlo quedarse, para cederle esa ventaja moral.

Desgraciadamente, apenas se había marchado Emile cuando Denise cambió de idea. Becky y ella disfrutaron una encantadora y muy instructiva luna de miel y empezaron las peleas. Y más peleas. Su vida de pelea, como la vida sexual que la precedió, era cuestión de ritos. Discutían sobre por qué discutían tanto y sobre quién tenía la culpa. Discutían en la cama hasta las horas altas de la madrugada, bebían de insospechadas reservas de algo similar a la libido, y a la mañana siguiente se levantaban con resaca de pelea. Les ardían las pequeñas seseras, de tanto pelear. Pelear, pelear, pelear. Peleas en el hueco de la escalera, peleas en público, peleas en el coche. Y aunque se desahogaran con cierta regularidad —gozando en arrebatos de caras rojas y tremendos gritos, dando portazos, pegando patadas en la pared, cayendo en paroxismos de caras húmedas—, el rijo del combate nunca se les pasaba por completo. Las mantenía juntas, las hacía superar la mutua detestación. Así como la voz o el pelo o la cadera curva de alguien a quien amamos nos impulsan a dejarlo todo y ponernos al fornicio, así poseía Becky todo un registro de provocaciones que situaban el ritmo cardíaco de Denise a niveles estratosféricos. Lo más inaguantable era su afirmación de que Denise, en el fondo, era una lesbiana pura liberal colectivista, y que, sencillamente dicho, no lo sabía.

—No sé cómo puedes vivir tan increíblemente alienada de ti misma —le dijo Becky—. Tú eres tortillera, sin duda alguna. Y siempre lo has sido, sin duda alguna.

—Yo no soy nada —dijo Denise—. No soy más que yo.

Quería, por encima de cualquier otra cosa, ser una persona privada, un individuo independiente. No quería pertenecer a ningún grupo, pero mucho menos a un grupo de gente mal peinada y con normas resentidas y extrañas en lo tocante a la vestimenta. No quería ninguna etiqueta, no quería ningún estilo de vida, y terminó por donde había empezado: con ganas de estrangular a Becky Hemerling.

Suerte tuvo (en cuanto a la administración de su culpabilidad) de que su divorcio ya estuviera en talleres antes de que Becky y ella tuvieran su última y muy insatisfactoria pelea. Emile se había mudado a Washington, donde llevaba la cocina del hotel Belinger, ganando una tonelada de dinero. El Fin de Semana Lacrimógeno, cuando volvió a Filadelfia con un camión y repartieron sus bienes mundanales y entre ambos embalaron la parte de él, quedaba ya muy atrás cuando Denise llegó a la conclusión de que, dijese Becky lo que dijese, ella no era lesbiana.

Dejó el Ardennes y entró a trabajar de jefa de cocina en el Mare Scuro, un sitio nuevo, de cocina marinera del Adriático. Estuvo un año diciéndoles que no a todos cuantos le proponían salir, y no ya porque no le interesasen (eran camareros, proveedores, vecinos), sino porque le daba espanto la idea de ser vista en público con un hombre. Le daba espanto el día en que Emile se enterara (o el día en que se viera obligada a decírselo, para evitar que él lo descubriese por su cuenta) de que había picado con otro hombre. Más le valía trabajar mucho y no ver a nadie. La vida, en su experiencia, tenía una especie de lustre de terciopelo. Si mira uno desde cierto punto de vista, sólo se ven cosas raras. Pero basta con desplazar un poco la cabeza y todo parece razonablemente normal. Actuaba en el convencimiento de que no podría hacerle daño a nadie si se limitaba a trabajar.