Los provechosos tejemanejes de Gary Lambert con la Axon Corporation tuvieron principio unas tres semanas antes, una tarde dominical que Gary invirtió en su nuevo laboratorio de revelado en color, haciendo copias de dos viejas fotografías de su padre y tratando de tomar placer en ello, para de ese modo, si lo conseguía, quedarse tranquilo en lo tocante a su salud mental.
Gary llevaba mucho tiempo preocupado con su salud mental, pero aquella tarde en concreto, cuando salió de la casa de Seminole Street, grande y de dos aguas, y cruzó el no menos grande jardín trasero y trepó por las escaleras exteriores de su espacioso garaje, en su cerebro hacía un tiempo estupendo, esplendoroso y cálido, como el que suele hacer en el noroeste de Filadelfia. El brillo de un sol septembrino atravesaba una mezcla de neblina y pequeñas nubes de peana gris, y Gary, hasta donde llegaba su capacidad para seguir y comprender su propia neuroquímica (recordemos que desempeñaba el cargo de vicepresidente del CenTrust Bank, lo que quiere decir que de psicoanalista no tenía nada), estaba en la impresión de que sus principales indicadores mostraban una situación más bien saludable.
Gary, en general, aplaudía la moderna tendencia a la autogestión individual de los fondos de retiro y los planes de llamadas a larga distancia y la disponibilidad de colegios privados, pero la verdad era que no lo emocionaba mucho que dejaran en sus manos la gestión de su propia química cerebral, sobre todo teniendo en cuenta que ciertas personas de su entorno vital —su padre, en concreto— se negaban rotundamente a aceptar ninguna responsabilidad en tal sentido. Aunque a Gary se le podía acusar de cualquier cosa menos de no hacer las cosas a conciencia. Al entrar en el cuarto oscuro, calculó que sus niveles de Neurofactor 3 (es decir: serotonina, un factor importantísimo) venían indicando picos de siete días o incluso treinta, que también su Factor 2 y su Factor 3 se situaban por encima de las expectativas, y que el Factor 1 se recuperaba del hundimiento de primera hora de la mañana, relacionado con la copa de Armagnac de antes de irse a la cama. Se movía con pasos mullidos, con una agradable consciencia de su estatura por encima de la media y de su bronceado de finales de verano. El resentimiento contra Caroline, su mujer, se mantenía bajo control, a nivel moderado. Los descensos solían predecir incrementos en los índices clave de paranoia (por ejemplo: la persistente sospecha de que Caroline y sus dos hijos mayores se burlaban de él), y su evaluación estacional de lo fútil y breve de la vida guardaba consistencia con la robustez general de su economía mental. Lo suyo no era manía depresiva. Para nada.
Corrió las cortinas de terciopelo, a prueba de luz, y cerró los postigos, sacó una caja de papel 18x24 del voluminoso refrigerador de acero inoxidable y metió dos tiras de celuloide en el limpiador de negativos motorizado —un cachivache muy pesado y muy gustoso de utilizar.
Estaba positivando imágenes del desdichado Decenio de Golf Conyugal que vivieron sus padres. En una se veía a Enid inclinada en terreno muy irregular y de hierba alta, con el ceño fruncido tras las gafas de sol, en la demoledora calorina propia de su tierra natal, estrujando con la mano izquierda el cuello de su muy asendereada madera 5, con el brazo derecho borroso, forzando la postura del hombro, en el intento de enderezar la pelota (una mancha blanca en el lado derecho de la foto) hacia la calle. (Alfred y ella sólo habían jugado anteriormente en campos públicos nada accidentados, rectos, cortos y baratos). En la otra foto se veía a Alfred con unos pantalones cortos muy ceñidos y una gorra de visera de la Midland Pacific, calcetines negros y unos prehistóricos zapatos de golf, y apuntando con una madera prehistórica a un marcador de tee del tamaño de un pomelo, y sonriendo a la cámara con cara de decir: A una cosa tan grande sí que le atino.
Tras haber pasado las ampliaciones por el fijador, Gary dejó entrar la luz y descubrió que ambas fotos estaban cubiertas de unas manchas amarillas muy peculiares.
Maldijo un poco, no tanto porque le importaran las fotografías como porque deseaba seguir de buen humor, con su talante rico en serotonina, y para tal fin necesitaba un mínimo de cooperación por parte del mundo de los objetos.
Fuera, el tiempo iba estropeándose. Había un gorgor de cañerías, la percusión en el techo de las gotas que se desprendían de los árboles altos. A través de las paredes del garaje, mientras efectuaba otro par de ampliaciones, Gary oía a Caroline y a los chicos jugar al fútbol en el jardín trasero. Le llegaba un ruido de balonazos y patadas, algún grito suelto, el retumbo sísmico del balón al chocar con el garaje.
Cuando emergió del fijador el segundo juego de copias con las mismas manchas amarillas, Gary fue consciente de que debía dejarlo. Pero entonces hubo unos golpes en la puerta, y su hijo pequeño, Jonah, entró deslizándose por un lado de la cortina.
—¿Estás revelando? —dijo Jonah.
Gary, apresuradamente, dobló en cuatro las copias fallidas y las sepultó en la papelera.
—Acabo de empezar —dijo.
Volvió a mezclar las soluciones y abrió una caja nueva de papel fotográfico. Jonah se sentó junto a una de las luces de seguridad y se puso a musitar mientras volvía las páginas de un volumen de las crónicas de Narnia, El príncipe Caspian, de C.S. Lewis, regalo de Denise, la hermana de Gary. Jonah estaba en segundo grado, pero ya leía como un chico de quinto. Solía leer las palabras escritas en una especie de susurro articulado que encajaba a las mil maravillas con su osadía personal, muy de Narnia. Tenía unos ojos oscuros y brillantes y una voz de oboe y un pelo más suave que el visón y podía parecer, incluso a ojos de Gary, más un animalito sensual que un niño.
A Caroline no acababa de gustarle Narnia: C.S. Lewis era un conocido propagandista católico, y el héroe de la serie, Aslan, era un Cristo de cuatro patas y muy peludo. A Gary, en cambio, de pequeño le había encantado la lectura de El león, la bruja y el armario, y no por ello se había convertido, con la edad, en ningún meapilas. (De hecho, era de un gran rigor en su materialismo).
—O sea que matan un oso —informó Jonah—, pero no de los que hablan; y vuelve Aslan, pero la única que puede verlo es Lucy, y los demás no la creen.
Gary, ayudándose de unas pinzas, introdujo los positivos en el baño de paro.
—Y ¿por qué no la creen?
—Porque es la más pequeña —dijo Jonah.
Fuera, bajo la lluvia, Caroline reía y gritaba. Había adquirido la costumbre de ir vestida como una trapera, para ponerse de igual a igual con los chicos. Durante los primeros años de matrimonio ejerció la abogacía, pero, tras el nacimiento de Caleb, habiendo heredado un dinero familiar, empezó a trabajar media jornada, por un salario filantrópicamente bajo, para el Fondo de Protección de la Infancia. Su auténtica vida se centraba en los chicos. Los llamaba sus mejores amigos.
Seis meses atrás, en vísperas del cuadragésimo tercer cumpleaños de Gary, mientras éste y Jonah les hacían una visita a los abuelos, en St. Jude, se presentaron en la casa dos contratistas de la localidad, cambiaron la instalación eléctrica y las cañerías y rehabilitaron toda la segunda planta del garaje, como regalo de cumpleaños de Caroline a Gary. Éste había hablado alguna vez de sacar copias nuevas de sus viejas fotos familiares más queridas, para tenerlas todas juntas en un álbum de cuero, una especie de Los Doscientos Mejores Momentos de los Lambert. Pero a tal propósito le habría bastado con acudir a algún establecimiento del ramo y encargarlo todo, y además los chicos le estaban enseñando el tratamiento de imágenes por ordenador, y en el supuesto de que, aun así, le hubiera hecho falta un laboratorio, siempre habría podido alquilarlo por horas. De manera que su primer impulso de cumpleaños, cuando Caroline lo condujo hasta el garaje y una vez allí le enseñó un cuarto oscuro que ni quería ni necesitaba, fue echarse a llorar. En ciertos volúmenes de psicología para todos que adornaban la mesilla de noche de Caroline había aprendido a identificar las Señales de Aviso de la depresión, y una de esas Señales de Aviso, según todas las autoridades, era la proclividad al llanto intempestivo, de modo que se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y se puso a corretear por su nuevo cuarto oscuro, carísimo, explicándole a Caroline (que en aquel momento experimentaba tanto el remordimiento del comprador como el ansia del regalador) que estaba ¡encantadísimo! con el regalo. A continuación, para estar seguro de no hallarse clínicamente deprimido y, también, de que Caroline nunca, ni por lo más remoto, fuera a pensar semejante cosa, tomó la decisión de trabajar en el cuarto oscuro dos veces por semana, hasta completar el álbum de los Doscientos Mejores Momentos de los Lambert.
La sospecha de que Caroline, consciente o inconscientemente, había tratado de desterrarlo de la casa poniendo el cuarto oscuro en el garaje era otro índice clave de paranoia.
Cuando repicó el cronómetro, Gary trasladó el tercer juego de copias al baño fijador y volvió a aumentar la intensidad de las luces.
—¿Qué son esos manchurrones blancos? —dijo Jonah, mirando la cubeta.
—No lo sé, Jonah.
—Parecen nubes —dijo Jonah.
El balón golpeó de lleno en un lateral del garaje.
Gary dejó a Enid con el ceño fruncido y a Alfred con la sonrisa puesta, flotando en fijador, y abrió las persianas. Vio que su araucaria y su matorral de bambú, allí cerca, estaban perlados de lluvia. En mitad del jardín trasero, cada uno con su jersey empapado de agua y sucio, que se le pegaba a los omoplatos, Caroline y Aaron respiraban afanosamente mientras Caleb se ataba una bota. Caroline, a los cuarenta y cinco años, tenía unas piernas de adolescente, y el pelo casi tan rubio como el día en que ella y Gary se conocieron, hacía veinte años, durante un concierto de Bob Seger en el Spectrum. Gary, en lo principal, seguía sintiéndose atraído por su mujer y excitándose al verla tan guapa, sin esforzarse en serlo, con su estirpe cuáquera. Por obra de un antiguo reflejo, agarró la cámara y enfocó el teleobjetivo en Caroline.
El rostro de su mujer le quitó las ganas de todo. Tenía un pinzamiento en el ceño, un surco de disgusto en torno a la boca. En seguida echó a correr detrás de un balón, cojeando.
Gary volvió la cámara hacia su hijo mayor, Aaron, que salía mejor en las fotos pillándolo descuidado, antes de que colocara la cabeza en un ángulo forzado que, a su entender, le favorecía. El chico estaba congestionado y con el rostro salpicado de barro, allí, bajo la lluvia, y Gary reguló el zoom para obtener un encuadre favorecedor. Pero el resentimiento de Caroline superaba ampliamente todas sus defensas neuroquímicas.
Ya habían dejado de jugar al fútbol y Caroline corría hacia la casa, cojeando.
Lucy hundió la cabeza en la melena de él, para que no le viera el rostro —musitó Jonah.
Llegó un grito procedente de la casa.
Caleb y Aaron reaccionaron instantáneamente y cruzaron al galope el jardín, como protagonistas de una película de acción, para en seguida desaparecer en el interior. Pronto volvió a aparecer Aaron, gritando, en su nueva voz chirriante:
—¡Papá, papá, papá!
La histeria de los demás hizo de Gary un hombre tranquilo y metódico. Salió del cuarto oscuro y bajó lentamente la escalera, resbaladiza por la lluvia. En el espacio abierto situado por encima de los carriles del tren de cercanías, detrás del garaje, era como si la luz, en el aire húmedo, estuviese experimentando un proceso de automejora por venia del chaparrón primaveral.
—¡Papá, la abuela al teléfono!
Gary recorrió el jardín a paso tardo, deteniéndose incluso a examinar, y lamentar, los daños que el fútbol había infligido al césped. El barrio circundante, Chestnut Hill, no dejaba de ser un poco narniano. Arces de cien años y ginkgos y sicomoros, muchos de ellos mutilados para acomodar los cables de alta tensión, se cernían en gigantesca turbamulta sobre las calles parcheadas y vueltas a parchear, con nombres de tribus indias diezmadas. De los Seminola y de los Cherokee, de los Navajo y de los Shawnee. En varios kilómetros a la redonda, a pesar de la gran densidad de población y de la elevada renta per cápita, no había ni una sola carretera, y muy pocas tiendas útiles. La Tierra Olvidada por el Tiempo, lo llamaba Gary. Aquí, casi todas las casas, incluida la suya, estaban hechas de una pizarra parecida al estaño en bruto y exactamente del color de su pelo.
—¡Papá!
—Muchas gracias, Aaron, pero ya te oí la primera vez.
—¡La abuela al teléfono!
—Ya lo sé, Aaron. Me lo has dicho hace un momento.
En la cocina, de suelo de pizarra, halló a Caroline derrumbada en una silla y presionándose los riñones con ambas manos.
—Llamó esta mañana —dijo Caroline—. Me olvidé de decírtelo. El teléfono estuvo sonando cada cinco minutos, y he tenido que correr…
—Gracias, Caroline.
—He tenido que correr…
—Gracias.
Gary cogió el portátil y lo sostuvo tan lejos como le alcanzaba el brazo, como para mantener a raya a su madre, mientras se trasladaba al comedor. Donde lo esperaba Caleb, que tenía un dedo inserto entre las resbaladizas páginas de un catálogo.
—¿Puedo hablar contigo un momento, papá?
—Ahora no, Caleb, tengo a tu abuela al teléfono.
—Sólo quiero…
—Te he dicho que ahora no.
Caleb sacudió la cabeza y puso una sonrisa de incredulidad, igual que un muy televisado deportista cuando acababa de fallar un penalti.
Gary cruzó el vestíbulo principal, enlosado de mármol, para instalarse en el muy amplio salón, donde le dijo hola al pequeño teléfono.
—Le dije a Caroline que volvería a llamar —dijo Enid—, si no estabas cerca del teléfono.
—Las llamadas te salen a siete centavos el minuto —dijo Gary.
—O también me podías haber llamado tú.
—Mamá, estamos hablando de veinticinco centavos.
—Llevo todo el día tratando de comunicar contigo —dijo ella—. Mañana por la mañana, como muy tarde, hay que contestarle a la agencia de viajes. Y todavía tengo la esperaza de que vengáis por última vez a pasar las Navidades con nosotros, como le prometí a Jonah, así que…
—Espera un segundo —dijo Gary—. Voy a comentarlo con Caroline.
—Habéis tenido meses para hablarlo, Gary. No voy a quedarme aquí sentada esperando mientras vosotros…
—Es un segundo.
Tapando con el pulgar las perforaciones del receptor del pequeño teléfono, regresó a la cocina, donde encontró a Jonah en lo alto de una silla, con un paquete de Oreos en la mano. Caroline seguía derrumbada, junto a la mesa, respirando superficialmente.
—Ha sido terrible —dijo— la carrera que me he pegado para coger el teléfono.
—Llevabas dos horas correteando por el jardín, bajo la lluvia —dijo Gary.
—Sí, pero estaba estupendamente hasta la carrera que me he tenido que pegar para coger el teléfono.
—Caroline, ibas cojeando ya antes de que…
—Estaba perfectamente —dijo ella—, hasta que me pegué la carrera para coger el teléfono, que había sonado ya cincuenta veces.
—Muy bien, vale —dijo Gary—, la culpa es de mi madre. Ahora dime qué quieres que le diga de las Navidades.
—Lo que a ti te parezca. Aquí los recibiremos con mucho gusto.
—Habíamos hablado de ir nosotros allí.
Caroline dijo que no con la cabeza, muy minuciosamente, como borrando algo.
—No habíamos hablado nada. Fuiste tú quien hablaste. Yo no dije una palabra.
—Caroline…
—No puedo discutir esto con ella al teléfono. Dile que llame la semana próxima.
Jonah estaba empezando a comprender que podía zamparse todas las galletas que le vinieran en gana, sin que sus padres se diesen cuenta.
—Tienen que combinarlo ahora —dijo Gary—. Están tratando de decidir si hacen una parada aquí el mes que viene, después de su crucero. Depende de las Navidades.
—Me temo que se me ha desplazado una vértebra.
—Si te niegas a hablar del asunto —dijo él—, le comunicaré que pensamos ir a St. Jude.
—¡Ni hablar! Ése no fue el acuerdo.
—Lo que propongo es que hagamos una excepción al acuerdo, por una vez.
—¡No, no! —mechas húmedas de pelo rubio se desplazaron, agitadas, mientras Caroline levantaba acta de la negativa—. No puedes cambiar las reglas así como así.
—Una única excepción no significa cambiar las reglas.
—Dios mío, van a tener que hacerme una radiografía —dijo Caroline.
—Hay que decir sí o no.
Gary sentía en el pulgar el zumbido de la voz de su madre.
Caroline se puso en pie, se apoyó en el pecho de Gary y hundió el rostro en su jersey. Le golpeó ligeramente el esternón con el puñito cerrado.
—Por favor —dijo, acariciándole la clavícula—. Dile que luego la llamarás. Por favor. De verdad que me duele mucho la espalda.
Gary mantenía el teléfono a distancia, con el brazo rígido, mientras ella se apretaba contra él.
—Caroline. Llevan ocho años seguidos viniendo. No es ningún abuso por mi parte pedirte una excepción única. ¿Puedo decirle al menos que nos lo estamos pensando?
Caroline dijo que no con la cabeza, tristísima, y se dejó caer de nuevo en la silla.
—Muy bien, de acuerdo —dijo Gary—. Tomaré mi propia decisión.
Se plantó de dos zancadas en el comedor, donde Aaron, que había estado escuchando, lo miró como a un monstruo de crueldad conyugal.
—Papá —dijo Caleb—, si no estás hablando con la abuela, ¿te puedo preguntar una cosa?
—No, Caleb. Estoy hablando con la abuela.
—¿Puedo hablar contigo en cuanto termines?
—Dios mío, Dios mío, Dios mío —decía Caroline, mientras.
En el salón, Jonah se había repantigado en el sofá de cuero de mayor tamaño, con su torre de galletas y El príncipe Caspian.
—¿Madre?
—No entiendo nada —dijo Enid—. Si no es buen momento para que hablemos, pues muy bien, llámame tú más tarde, pero tenerme esperando diez minutos…
—Sí, bueno, pero ya estoy aquí.
—Muy bien, pues ¿qué habéis decidido?
Antes de que Gary pudiese responder, de la cocina llegó un felino aullido de acongojante dolor, un grito como los que hacía quince años lanzaba Caroline durante el acto sexual, antes de que existieran los chicos y pudieran oírla.
—Un segundo, por favor, mamá.
—Esto no está bien —dijo Enid—. Es una falta de educación.
—Caroline —gritó Gary en dirección a la cocina—, ¿crees que podríamos comportarnos un rato como personas mayores?
—¡Ay, ay, ay! —gritó Caroline.
—Nadie se ha muerto de dolor de espalda, Caroline.
—Por favor —gritó ella—, llámala luego. Tropecé en el último peldaño cuando llegué corriendo. Me duele mucho, Gary.
Él se situó de espaldas a la cocina.
—Perdona, mamá.
—¿Qué está pasando ahí?
—Caroline se ha hecho un poco de daño en la espalda jugando al fútbol.
—No me gusta nada tener que decirlo —dijo Enid—, pero cuanto más viejo se hace uno, más duele todo. Tendría para horas y horas, si me pusiese a hablar de mis dolores. La cadera es que no para de dolerme. Pero también es verdad que con los años va uno adquiriendo un poco de madurez.
—¡Oh! ¡Aaah! ¡Aaah! —gritó Caroline, voluptuosamente.
—Sí, esa es la esperanza —dijo Gary.
—Total, ¿qué habéis decidido?
—El jurado sigue reunido, en cuanto a las Navidades —dijo él—, pero quizá debáis incluir en vuestros planes hacer una parada aquí…
—¡Ouh, ouh, ouh!
—Se está haciendo tardísimo para hacer reservas en época de Navidad —dijo Enid, en tono severo—. ¿Sabes que los Schumpert hicieron sus reservas para Hawai en abril, porque el año pasado, que esperaron hasta septiembre, no pudieron conseguir las plazas que…?
Aaron llegó corriendo de la cocina.
—¡Papá!
—Estoy hablando por teléfono, Aaron.
—¡Papá!
—Estoy hablando por teléfono, Aaron, como muy bien puedes ver.
—Dave padece colostomía —dijo Enid.
—Tienes que hacer algo ahora mismo —dijo Aaron—. A mamá le está doliendo de verdad. Dice que tienes que llevarla al hospital.
—La verdad —dijo Caleb, metiéndose en la conversación, catálogo en mano— es que también podrías llevarme a mí a otro sitio.
—No, Caleb.
—Pero es que hay una tienda a la que tengo que ir como sea.
—Las plazas más asequibles son los que antes se agotan —dijo Enid.
—¡Aaron! —gritaba Caroline desde la cocina—. ¡Aaron! ¿Dónde estás? ¿Dónde está tu padre? ¿Dónde está Caleb?
—Está uno intentando concentrarse, y vaya follón —dijo Jonah.
—Lo siento, mamá —dijo Gary—. Voy a buscar un sitio más tranquilo.
—Se está haciendo muy tarde —dijo Enid, con el pánico propio, en la voz, de una mujer para quien cada día que pasaba, cada hora que pasaba, traía consigo la pérdida de más plazas libres para los vuelos de finales de diciembre, y así se le iba desintegrando, partícula a partícula, la postrera esperanza de que Gary y Caroline se vinieran con sus hijos a pasar por última vez las Navidades en St. Jude.
—Papá —insistió Aaron, siguiendo a Gary en su camino por las escaleras hacia el piso de arriba—, ¿qué le digo?
—Dile que llame al 911. Usa tu móvil, llama a una ambulancia —dijo Gary, y levantó la voz para añadir—: ¡Caroline! ¡Llama al 911!
Nueve años atrás, durante un viaje al Medio Oeste cuyas particulares torturas incluyeron sendas tormentas de hielo en Filadelfia y St. Jude, un retraso de cuatro horas en la salida, con un niño de cinco años, gimiendo, y otro de dos, aullando, una noche con Caleb vomitando ferozmente, como reacción (según Caroline) a la mantequilla y la grasa de beicon que Enid utilizaba para cocinar, y una mala costalada que se dio Caroline por culpa del hielo que cubría el acceso a casa de sus suegros (sus problemas de espalda databan de los tiempos en que jugaba al hockey sobre hierba en Friends’ Central, pero se le habían «reactivado», según ella, como consecuencia de aquella caída), Gary le había prometido a su mujer que jamás volvería a venirle con la pretensión de pasar las Navidades en St. Jude. Pero ahora sus padres llevaban ocho años seguidos viniendo a Filadelfia, y, por poca gracia que le hiciera la obsesión de su madre con las Navidades —que, a su entender, era síntoma de una enfermedad más grave, a saber: un doloroso vacío en la vida de Enid—, la verdad era que no podía echarles en cara a sus padres que quisieran pasarlas en su propia casa ese año. También calculaba Gary que Enid, una vez conseguidas sus «últimas Navidades», se haría menos reacia a la idea de abandonar St. Jude y mudarse al este. En resumidas cuentas, él estaba dispuesto a hacer el viaje, y esperaba un mínimo de cooperación por parte de su mujer: una madura disposición a tener en cuenta las circunstancias especiales.
Se metió en el estudio y cerró la puerta con llave, contra los gimoteos y los gritos de su familia, los pataleos del piso de abajo, la falsa urgencia. Levantó el teléfono de su estudio y apagó el portátil.
—Esto es ridículo —dijo Enid, con voz de derrota—. ¿Por qué no me llamas tú luego?
—No hemos acabado de decidir lo de diciembre —dijo él—, pero muy bien puede ser que vayamos a St. Jude. Y, en ese caso, deberíais hacer un alto aquí cuando volváis del crucero.
Enid hacía mucho ruido al respirar.
—No vamos a hacer dos viajes a Filadelfia este otoño —dijo—. Y quiero ver a los chicos en Navidades, y, en lo que a mí respecta, eso quiere decir que vendréis a St. Jude.
—No, mamá —dijo él—, no, no, no. Todavía no lo tenemos decidido.
—Le prometí a Jonah…
—No es Jonah quien compra los billetes, ni quien manda aquí. Así que tú haces tus planes, nosotros hacemos los nuestros, y esperemos que coincidan.
Gary oyó, con insólita claridad, el frufrú de insatisfacción que emitía la nariz de Enid al respirar. Oyó el murmullo marino de su respiración, y de pronto cayó en la cuenta.
—¿Caroline? —dijo—. Caroline, ¿estás en la línea?
La respiración cesó.
—Caroline, ¿estás escuchando? ¿Estás en el otro teléfono?
Oyó un leve crujido electrónico, un atisbo de estática.
—Mamá, perdona…
Enid:
—¿Qué diablos…?
¡Increíble! ¡Jodidamente increíble! Gary colgó su receptor, abrió la puerta y corrió por el pasillo abajo, pasando junto a un dormitorio en el que Aaron, delante del espejo, arrugaba el ceño y se situaba en el Ángulo Favorecedor, pasando junto a la escalera principal donde Caleb permanecía agarrado a su catálogo como un testigo de Jehová a su panfleto, hasta llegar al dormitorio principal, donde estaba Caroline, acurrucada en posición fetal sobre una alfombra persa, con la ropa manchada de barro, con una bolsa de hielo, escarchada, puesta en los riñones.
—¿Estás escuchando mientras hablo?
Caroline negó con la cabeza, débilmente, quizá en la esperanza de sugerir que estaba demasiado doliente como para alcanzar el teléfono situado junto a la cama.
—¿Lo niegas? ¿Lo niegas? ¿Me dices que no estabas escuchando?
—No, Gary —dijo ella, en tono diminuto.
—He oído el clic, he oído la respiración…
—No.
—Caroline, hay tres receptores en esta línea, dos de ellos en mi estudio y el tercero aquí mismo. ¿Me oyes?
—No estaba escuchando. Levanté el teléfono —inhaló aire entre los dientes apretados— para ver si había línea. Eso es todo.
—¡Y te sentaste a escuchar! ¡Estabas fisgando! ¡En contra de todo lo que tantísimas veces hemos dicho que nunca haríamos!
—Gary —dijo Caroline, con una vocecilla digna de toda conmiseración—, te juro que no he escuchado nada. La espalda me está matando. Me pasé un minuto tratando de colgar el teléfono y no lo conseguí. Lo puse en el suelo. No estaba escuchando. Por favor, trátame con cariño.
Que fuera bello su rostro y que, en él, la expresión de dolor infinito pudiera confundirse con el éxtasis carnal —que la visión de su cuerpo recogido y salpicado de barro y a cuadros rojos y derrotado y con el pelo suelto lo excitara; que una parte de Gary la creyera y rebosase de ternura hacia ella— eran hechos que no hacían sino agravar su sensación de haber sido traicionado. Regresó, furioso, al estudio, y cerró de un portazo.
—Mamá, perdona, lo siento.
Pero la línea estaba muerta. Ahora fue él quien tuvo que marcar el número de St. Jude, a su costa. Por la ventana que daba al jardín trasero veía nubes como conchas de peregrino alumbradas por el sol, llenas de lluvia; y un vapor se desprendía de la araucaria.
Como no era ella quien pagaba esta vez, Enid sonaba mucho más contenta. Le preguntó a Gary si había oído hablar de una compañía llamada Axon.
—Está en Schwenksville, Pennsylvania —dijo—. Quieren comprar la patente de papá. Mira, voy a leerte la carta. Estoy un poco preocupada con el asunto.
Gary, en el CenTrust Bank, donde llevaba ahora la División de Valores, estaba especializado, desde hacía mucho tiempo, en operaciones de mayor cuantía, y apenas se ocupaba nunca de los peces pequeños. Axon no le sonaba de nada. Pero, según iba oyendo la carta del señor Joseph K. Prager, de Bregg Knutter & Speigh que le leía su madre, se le fue haciendo evidente el juego que se traía entre manos. Estaba claro que los abogados habían redactado la carta teniendo en cuenta que se dirigían a un anciano —residente en el Medio Oeste, además—, y le habían ofrecido a Alfred un porcentaje mínimo del verdadero valor de la patente. Gary sabía muy bien cómo trabajaban esos picapleitos. Él habría hecho lo mismo, si hubiera estado en el lugar de Axon.
—Estoy pensando que deberíamos pedirles diez mil dólares, en vez de cinco mil —dijo Enid.
—¿Cuándo expira la patente? —dijo Gary.
—Dentro de seis años, más o menos.
—Tiene que tratarse de muchísimo dinero. De otro modo, habrían seguido adelante con sus planes, sin respetar la patente.
—La carta dice que es un proyecto experimental y poco seguro.
—Exactamente, madre. Eso es exactamente lo que quieren hacerte creer. Si es tan experimental como dicen, ¿a qué viene tanta molestia? ¿Por qué no esperan seis años?
—Ya. Ya veo.
—Me alegro mucho de que me hayas contado el asunto, madre. Lo que tienes que hacer ahora es escribir a esa gente pidiéndole 200.000 dólares por la licencia, a tocateja.
Enid tragó saliva como solía hacer mucho tiempo antes, en los desplazamientos familiares, cuando Alfred se metía en el carril de la izquierda para adelantar a un camión.
—¡Doscientos mil dólares! Dios mío, Gary…
—Y un royalty del 1% sobre las ventas brutas de su proceso. Diles que estás totalmente dispuesta a defender tus legítimas aspiraciones ante los tribunales.
—Pero ¿y si dicen que no?
—Créeme, esa gente no tiene ninguna gana de meterse en juicios. Aquí podemos ser agresivos sin ningún peligro.
—Sí, pero la patente es de papá, y ya sabes lo que él piensa.
—Que se ponga al teléfono —dijo Gary.
Sus padres siempre se encogían ante la autoridad, fuese ésta la que fuese. Gary, para convencerse de que a él no le ocurría lo mismo y de que había evitado semejante fatalidad, cuando necesitaba medir su distanciamiento de St. Jude, solía pensar en su personal desparpajo ante la autoridad —incluida la autoridad de su padre.
—Sí —dijo Alfred.
—Papá —dijo Gary—, me parece que deberías ir a por esa gente. Están en una posición de escasa fuerza, y puedes sacarles un montón de dinero.
Allá en St. Jude, el anciano permaneció callado.
—No me dirás que piensas aceptar esa oferta —dijo Gary—. Porque no merece la más mínima consideración, papá. Una cosa así no puede ni empezar a pensarse.
—Ya he tomado una decisión —dijo Alfred—. Lo que yo haga no es asunto tuyo.
—Pues sí, sí es asunto mío. Tengo un interés legítimo en ello.
—No, Gary, no lo tienes.
—Sí que lo tengo —insistió Gary. Si Enid y Alfred se quedaban sin dinero, serían él y Caroline quienes tendrían que mantenerlos, no la subcapitalizada Denise, ni el inútil de Chip. Pero se controló lo suficiente como para no decirle eso a Alfred—. Por lo menos, haz el favor de comunicarme lo que piensas hacer. Aunque sólo sea por cortesía.
—Si es por cortesía, tendrías que haber empezado por no preguntarme nada —dijo Alfred—. Pero, como ya está hecha la pregunta, te contestaré: voy a aceptar la oferta y luego le daré la mitad del dinero a la Orfic Midland.
El universo es mecanicista: el padre habla, el hijo reacciona.
—Bueno, mira, papá —dijo Gary en el tono de voz bajo y pausado que reservaba para situaciones de mucho enfado y mucha razón por su parte—, no puedes hacer eso.
—Puedo hacerlo y lo voy a hacer —dijo Alfred.
—No, de verdad, papá, tienes que escucharme. No hay absolutamente ninguna razón legal o ética para que repartas tu dinero con la Orfic Midland.
—Utilicé material y equipo del ferrocarril —dijo Alfred—. Se daba por sentado que repartiríamos todos los ingresos derivados de la patente. Y Mark Jamborets me puso en contacto con el abogado de patentes. Sospecho que me dieron una participación de cortesía.
—¡Eso fue hace quince años! La compañía ya no existe. Las personas con quienes llegaste a un acuerdo están todas muertas.
—No todas. Mark Jamborets sigue vivo.
—Mira, papá, es muy loable por tu parte, y comprendo tus ideas, pero…
—Dudo que comprendas nada.
—La ferroviaria fue violada y destripada por los hermanos Wroth.
—No voy a seguir discutiendo.
—¡Es un disparate! ¡Es un disparate! —dijo Gary—. Estás guardando fidelidad a una compañía que os jodió todo lo que pudo no sólo a vosotros, sino también a la ciudad de St. Jude. Y te está jodiendo otra vez, ahora, con el seguro médico.
—Tú tienes tu opinión, yo tengo la mía.
—Y yo te digo que te estás comportando de un modo irresponsable. Sólo piensas en ti mismo. Si a ti te gusta comer mantequilla de cacahuete e ir por ahí recogiendo moneditas del suelo, allá tú, pero no es justo para mamá y no es justo para…
—Me importa un bledo lo que penséis tú y tu madre.
—¡No es justo para mí! ¿Quién va a pagar tus gastos si te metes en dificultades? ¿Quién es tu asidero?
—Aguantaré lo que me toque aguantar —dijo Alfred—. Y comeré mantequilla de cacahuete, sin tengo que comerla. Me gusta mucho. Es un buen alimento.
—Y si eso es lo que mamá tiene que comer, que lo coma también, ¿verdad? Y comida para perros, si no hay más remedio. A ti que más te da lo que ella quiera o deje de querer, ¿no?
—Mira, Gary, sé muy bien lo que es justo en este caso. No espero que lo comprendas, porque tampoco yo entiendo las decisiones que tú tomas, pero tengo una clara noción de lo que es justo y lo que no es justo. De manera que dejémoslo estar.
—Lo que te digo es que le des a la Orfic Midland dos mil quinientos dólares, si tienes que hacerlo caiga quien caiga —dijo Gary—, pero la patente vale…
—He dicho que lo dejemos estar. Tu madre quiere hablar contigo otra vez.
—Gary —le gritó Enid—, la Sinfónica de St. Jude va a presentar El cascanueces en diciembre. Lo hacen maravillosamente con el ballet regional, y las entradas se agotan en un suspiro, o sea que dime, por favor, ¿te parece que reserve nueve localidades para Nochebuena? Hay una matinée a las dos de la tarde, o también podemos ir la noche del veintitrés, si te parece mejor. Tú decides.
—Escúchame, mamá. No permitas que papá acepte esa oferta. No le dejes hacer nada en absoluto hasta que yo haya visto la carta. Quiero que saques una fotocopia y mañana mismo me la mandes por correo.
—Vale, de acuerdo, pero me parece a mí que lo importante ahora es El cascanueces, si queremos nueve butacas juntas, porque es que se vende todo en un suspiro, ya te lo he dicho, Gary, algo increíble.
Cuando por fin terminó con el teléfono, Gary se apretó los ojos con las manos y vio, grabadas en colores falsos en la oscuridad de su pantalla cinematográfica mental, dos imágenes de golf: Enid mejorando su ángulo con respecto al césped (haciendo trampas, era el término exacto) y Alfred bromeando con lo mal jugador que era.
El buen anciano ya había acudido al mismo recurso de autoderrota catorce años antes, cuando los hermanos Wroth compraron la Midland Pacific. A Alfred le quedaban unos meses para cumplir sesenta y cinco años y, con ello, jubilarse, cuando Fenton Creel, el nuevo vicepresidente de la Midland Pacific, lo invitó a comer en Morelli’s de St. Jude. Todos los ejecutivos de lo alto del escalafón de la Midland Pacific habían sido objeto de purga por parte de los hermanos Wroth, en castigo por haberse opuesto a la adquisición, pero Alfred, ingeniero en jefe, no había formado parte de la guardia palaciega. Con el caos de cerrar la oficina de St. Jude y trasladar el centro de operaciones a Little Rock, los Wroth necesitaban que alguien mantuviese el ferrocarril en funcionamiento hasta que el nuevo equipo, con Creel a la cabeza, le cogiese el intríngulis al asunto. Creel le ofreció a Alfred un aumento salarial del cincuenta por ciento y un paquete de acciones de la Orfic, a cambio de que permaneciera dos años más en la compañía, supervisando el traslado a Little Rock y garantizando la continuidad.
Alfred odiaba a los Wroth y su primera reacción fue decir que no, pero aquella noche, en casa, Enid intentó lavarle el cerebro a fondo, haciéndole ver que sólo el paquete de acciones de la Orfic ya valía 78.000 dólares, que su pensión se iba a basar en el salario de los tres últimos años y que aquello era una oportunidad única para mejorar su retiro en un cincuenta por ciento.
Dio la impresión de que tan irrebatibles argumentos habían hecho mudar de propósito a Alfred, pero tres noches más tarde llegó a casa y puso en conocimiento de Enid que aquella misma tarde había presentado su dimisión y que Creel la había aceptado. Le quedaban en ese momento siete semanas para completar el año de salario más elevado de su carrera, de modo que marcharse por propia iniciativa era un disparate sin paliativos. Pero tampoco consideró pertinente, ni en ese momento ni en ninguno posterior, explicar las razones de su brusco cambio. Lo único que dijo fue: He tomado una decisión.
Aquel año, durante la cena de Nochebuena, en St. Jude, instantes después de que Enid hubiera logrado colocar en el platito del pequeño Aaron un trozo del relleno de avellanas del ganso y Caroline lo hubiera agarrado y, con él en la mano, se hubiera dirigido a la cocina y lo hubiera tirado a la basura como si hubiera sido una cagada de ganso, diciendo «Esto es pura grasa, qué asco», Gary perdió los estribos y gritó:
—¿No podrías haber esperado siete semanas? ¿No podrías haber esperado a cumplir los sesenta y cinco?
—He trabajado muchísimo durante toda mi vida, Gary. Mi retiro no es asunto tuyo.
Y aquel hombre con tantísimas ganas de retirarse que no pudo esperar siete semanas, ¿qué fue lo que hizo con su retiro? Sentarse en el sillón azul.
Gary no sabía nada de la Axon, pero la Orfic Midland pertenecía al tipo de conglomerado de empresas sobre cuyo valor y cuya estructura de dirección él estaba obligado a mantenerse al corriente, porque para eso le pagaban. Así, había llegado a su conocimiento que los hermanos Wroth habían vendido su paquete mayoritario de acciones para cubrir las pérdidas de una operación de extracción de oro en Canadá. Con ello, la Orfic Midland había quedado incorporada a la multitud de megasociedades sin personalidad, verdaderamente indistinguibles unas de otras, cuyas oficinas centrales perdigan las afueras de las ciudades norteamericanas; sus ejecutivos se ven reemplazados, igual que las células de un organismo vivo, o como las letras en el juego de Sustitución, en el que fiebre se transforma en liebre y rey en ley y bey, y para cuando Gary había puesto el visto bueno a la última compra masiva de Orfic para la cartera del CenTrust, no quedaba ser humano a quien echar la culpa de que la compañía hubiera cerrado el tercer dador de empleo más importante de St. Jude, dejando sin servicio ferroviario gran parte de la Kansas rural. La Orfic Midland ya no formaba parte del sector del transporte. Lo que quedaba de su tendido troncal había sido vendido para que la compañía pudiera concentrarse en la construcción de edificios para cárceles, en la administración de prisiones, en el café para gourmets y en los servicios financieros; un nuevo sistema de cable de fibra óptica de 144 líneas yacía enterrado en la antigua zona de tendido ferroviario propiedad de la compañía.
¿Era a semejante entidad mercantil a quien Alfred pretendía mantenerse fiel?
Cuanto más lo pensaba, más se enfadaba Gary. Permaneció en su estudio, solo, incapaz de regular su creciente agitación o de aminorar el ritmo de locomotora en marcha a que se sucedían sus inhalaciones de aire. También se mantenía ciego al hermoso crepúsculo color calabaza que se iba desplegando tras los tulipíferos de Virginia, más allá de las líneas de cercanías. Lo único que alcanzaba a percibir era que estaba produciéndose el incumplimiento de los principios más elementales.
Allí se habría quedado indefinidamente, rumiando sus obsesiones, acumulando pruebas contra su padre, si no hubiera oído un crujido al otro lado de la puerta de su estudio. Se levantó de un salto y abrió la puerta.
Vio a Caleb sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, revisando su catálogo.
—¿Ya puedo hablar contigo?
—¿Has estado todo el tiempo sentado ahí, escuchando?
—No —dijo Caleb—. Tú dijiste que podíamos hablar cuando terminaras. Tengo una pregunta. Me gustaría saber qué habitación puedo poner bajo vigilancia.
Hasta del revés veía Gary en el catálogo que los precios del equipo de Caleb —objetos en cajas de aluminio pulido, pantallas LCD— rondaban las tres y cuatro cifras.
—Es mi nuevo hobby —dijo Caleb—. Quiero poner una habitación bajo vigilancia. Mamá dice que puedo utilizar la cocina, si tú no tienes inconveniente.
—¿Pretendes poner la cocina bajo vigilancia, así, por hobby?
—¡Sí!
Gary negó con la cabeza. A él, que tantos hobbies había tenido de pequeño, incluso había llegado a dolerle, en cierto momento, que sus hijos no tuvieran ninguno. Y Caleb había acabado por darse cuenta de que apelando a la palabra «hobby» podía conseguir que Gary diese luz verde a gastos en que de otro modo nunca habría permitido que incurriese Caroline. Así, Caleb tuvo por hobby la fotografía hasta que Caroline le compró una cámara autofoco, una réflex con un zoom mejor que el de la cámara de su padre y una cámara digital de enfocar y disparar. Y tuvo por hobby la informática hasta que Caroline le compró un palmtop y un portátil. Pero Caleb iba para los doce años, y Gary ya se conocía demasiado bien el truco. Ahora se ponía a la defensiva en cuanto oía hablar de hobbies. Incluso había conseguido que Caroline le prometiera no compararle a Caleb ningún equipo más, de ninguna clase, sin consultar primero con él.
—La vigilancia no es ningún hobby —dijo.
—¡Sí que lo es, papá! Fue mamá quien me dio la idea. Dijo que podía empezar por la cocina.
Gary interpretó como nueva Señal de Aviso de depresión el hecho de que su primer pensamiento fuera: Las bebidas alcohólicas están en un armario de la cocina.
—Más vale que lo hable yo antes con mamá, ¿de acuerdo?
—Pero es que la tienda cierra a las seis —dijo Caleb.
—Puedes esperar unos días. No me digas que no.
—Pero si llevo toda la tarde esperando. Dijiste que íbamos a hablar y ahora ya es casi de noche.
Que fuera casi de noche otorgaba a Gary el claro derecho a beberse una copa. Las bebidas alcohólicas estaban en un armario de la cocina. Dio un paso en esa dirección.
—¿De qué equipo estamos hablando, exactamente?
—Solamente una cámara, un micrófono y unos servocontroladores —Caleb le puso el catálogo ante los ojos—. Mira, mira, ni siquiera necesito lo más caro. Ésta sólo vale seis cincuenta. Mamá ha dicho que de acuerdo.
A Gary no se le quitaba de la cabeza la idea recurrente de que había algo desagradable que su familia deseaba olvidar, algo que él era el único que se empeñaba en recordar; algo que sólo requería su asentimiento, su visto bueno, para quedar olvidado. Esta idea constituía, también, una Señal de Aviso.
—Mira, Caleb —dijo—: ésta es la típica cosa de la que luego te cansas a la media hora. Y es demasiado dinero para eso.
—¡No, no! —dijo Caleb, muy angustiado—. ¡Tengo un interés total, papá, es un hobby!
—Pero el caso es que te has aburrido muy de prisa de otras varias cosas que te hemos comprado. Y de todas ellas dijiste lo mismo, que te interesaban muchísimo.
—Esto es diferente —alegó Caleb—. Esto me interesa de verdad.
Estaba clara la determinación del chico a gastar toda la divisa verbal devaluada que fuese menester para conseguir la aquiescencia de su padre.
—¿No comprendes lo que te estoy diciendo? ¿No ves la pauta? —dijo Gary—. Las cosas se ven de una manera antes de comprarlas y de otra muy diferente cuando ya las has comprado. Los sentimientos cambian después de haber comprado. ¿Entiendes lo que te digo?
Caleb abrió la boca, pero antes de soltar un nuevo alegato, u otra lamentación, una ocurrencia le resplandeció en la cara.
—Me parece —dijo, con aparente humildad— que sí que lo entiendo.
—¿Y no crees que vaya a ocurrir lo mismo con este nuevo equipo? —le preguntó Gary.
Caleb dio toda la impresión de estar meditando muy seriamente.
—Esta vez es distinto —dijo, al fin.
—Muy bien, pues de acuerdo —dijo Gary—. Pero acuérdate muy bien de esta conversación que acabamos de tener. No quiero ver cómo todo esto termina siendo otro juguete carísimo para entretenerte un par de semanas y luego dejarlo por ahí tirado. Pronto vas a entrar en la adolescencia, y, la verdad, me gustaría ver que vas aprendiendo a concentrarte más en tus cosas.
—¡Eso no es justo, Gary! —dijo Caroline, con mucho calor.
Venía del dormitorio principal, cojeando, con la espalda arqueada y una mano en los riñones, sujetando la sanadora bolsa de hielo.
—Hola, Caroline. No sabía que estuvieras escuchando.
—Caleb no se deja las cosas por ahí tiradas.
—Es verdad, no me las dejo —dijo Caleb.
—Lo que no acabas de entender —le dijo Caroline a Gary—, es que todo puede resultarnos útil en este nuevo hobby. Eso es lo estupendo que tiene. Caleb ha pensado el modo de utilizar todo ese equipo junto en un…
—Muy bien, muy bien, me alegro mucho de saberlo.
—El chico hace algo creativo y tú consigues que se sienta culpable.
En cierta ocasión, Gary llegó a preguntarse en voz alta si con tantos cachivaches como le regalaban al niño no acabarían atrofiándole el ingenio, y a Caroline sólo le falto acusarlo de calumnia contra su propio hijo. Entre los diversos libros de orientación parental que leía, su preferido era La imaginación tecnológica: Lo que los niños de hoy han de enseñar a sus padres, donde Nancy Claymore, doctora en filosofía, ponía en contraposición el agotado «paradigma» del Niño Superdotado como Genio Socialmente Aislado con el «paradigma tecnológico» del Niño Superdotado como Consumidor Creativamente Conectado, arguyendo que los juguetes electrónicos pronto serían tan baratos y alcanzarían tanta difusión, que la imaginación de los niños dejaría de ejercitarse en los dibujos con lápices de colores y la invención de cuentos, para aplicarse a la síntesis y explotación de las tecnologías existentes —una idea que a Gary se le antojaba tan persuasiva como deprimente. Él, a la edad de Caleb, o poco menos, lo que tenía por hobby era hacer construcciones con palos de polo.
—Entonces, ¿podemos ir a la tienda ahora mismo? —dijo Caleb.
—No, Caleb, esta tarde no. Ya son casi las seis —dijo Caroline.
Caleb dio una patada en el suelo:
—¡Siempre pasa lo mismo! Espero y espero y espero, y al final es tarde.
—Vamos a alquilar una película —dijo Caroline—. La que tú quieras.
—No quiero ver ninguna película. Quiero practicar la vigilancia.
—No va a suceder —dijo Gary—, de modo que más vale que te hagas a la idea.
Caleb se metió en su habitación dando un portazo. Gary fue tras él y abrió la puerta con violencia.
—¡Ya está bien! —dijo—. En esta casa nadie da portazos.
—¡Tú das portazos!
—No quiero oír una palabra más.
—¡Tú das portazos!
—¿Quieres pasarte la semana entera encerrado en tu habitación?
Caleb respondió bizqueando los ojos y frunciendo los labios hacia adentro: ni una sola palabra más.
Gary permitió que la vista se le extraviara por rincones del cuarto de Caleb que normalmente ponía especial cuidado en no ver. Ahí tirados, en confuso montón, como amontonan los ladrones el botín en sus guaridas, había equipo fotográfico e informático y videográfico completamente nuevo, por un valor total que seguramente excedía del sueldo anual de la secretaria de Gary en CenTrust. ¡Qué tumulto de lujos en la madriguera de un muchachito de once años! Diversas sustancias químicas que las compuertas moleculares llevaban reteniendo toda la tarde quedaron de pronto en libertad y anegaron los senderos neuronales de Gary. Un aluvión de reacciones desencadenadas por el Factor 6 le relajó los lacrimales y le envío una oleada de náuseas por el nervio neumogástrico abajo: la «sensación» de ir sobrellevando los días por el procedimiento de no prestar atención a las verdades soterradas que a cada momento iban haciéndose más irrefutables y decisivas. La verdad de su propia muerte. De que no por precipitarse a la tumba con un tesoro en las manos iba a lograr salvarse.
La luz de las ventanas iba declinando rápidamente.
—¿De veras vas a utilizar todo ese equipo? —dijo, con algo duro en el pecho.
Caleb, todavía con los labios en involución, se encogió de hombros.
—Aquí nadie está autorizado a dar portazos —dijo Gary—. Ni yo tampoco. ¿Entendido?
—Muy bien, papá. Lo que tú digas.
Al salir de la habitación de Caleb al ya oscuro pasillo, estuvo a punto de chocar con Caroline, que se alejaba de puntillas y a toda prisa, sobre los pies enfundados en las medias, hacia el dormitorio conyugal.
—¿Otra vez? ¿Otra vez? Te digo que no me espíes, y eso es lo primero que haces.
—No estaba espiándote. Ahora voy a tener que echarme.
Y se metió en el dormitorio, cojeando.
—Huye todo lo que quieras, que no vas a encontrar dónde esconderte —le dijo Gary, siguiéndola—. Quiero saber por qué te dedicas a espiarme.
—Eso es pura paranoia tuya. No te estoy espiando.
—¿Paranoia mía?
Caroline se dejó caer en la cama de roble tamaño Extra. Después de casarse con Gary, había permanecido en terapia durante cinco años, dos sesiones a la semana, y el terapeuta, en la sesión final, tuvo a bien declarar que el tratamiento había concluido con un «éxito rotundo»; lo cual la situó para siempre en ventaja con respecto a Gary en la carrera por la salud mental.
—Pareces convencido de que aquí el único que no tiene un problema eres tú —dijo—. Y tu madre piensa exactamente lo mismo. Si siquiera…
—Caroline. Contéstame a una pregunta. Mírame a los ojos y contéstame a una pregunta. Esta tarde, cuando estabas…
—Por Dios, Gary, no empecemos de nuevo. Escucha lo que estás diciendo.
—Cuando andabas correteando por el jardín, bajo la lluvia, estropeándote la ropa, tratando de mantenerte a la altura de un chico de once años y otro de catorce…
—¡Estás obsesionado! ¡Estás obsesionado con eso!
—Corriendo y resbalándote y pegándole patadas a un balón, bajo la lluvia…
—Te enfadas con tus padres y luego te desahogas con nosotros.
—¿No cojeabas ya antes de entrar en casa? —Gary agitó el dedo índice ante el rostro de su mujer—. Mírame a los ojos, Caroline, no apartes la vista. ¡Venga! ¡Hazlo! Mírame a los ojos y dime que no estabas ya cojeando antes.
Caroline se retorcía de dolor.
—Te pasas casi una hora hablando con ellos por teléfono…
—¡No puedes mirarme a los ojos! —cacareó Gary, en expresión de su amarga victoria—. Me estás mintiendo y te niegas a reconocerlo.
—¡Papá, papá!
El grito venía de la puerta del dormitorio. Gary se dio la vuelta y vio a Aaron moviendo la cabeza en brutales sacudidas, fuera de sí, contorsionado el agraciado rostro, arrasado por las lágrimas.
—¡Deja de gritarle!
El neurofactor del Remordimiento (Factor 26) inundó los parajes del cerebro de Gary especialmente preparados por la evolución para responder a su acción.
—Está bien, Aaron —dijo.
Aaron empezó a dar vueltas sobre sí mismo, marchándose y no marchándose al mismo tiempo, dando grandes zancadas en dirección a ninguna parte, como tratando de estrujarse de los ojos las vergonzosas lágrimas y metérselas en el cuerpo, y que le cayeran por las piernas abajo, para poder pisotearlas en el suelo.
—Papá, por favor, papá, no-le-grites.
—Está bien, Aaron —dijo Gary—. Se terminaron los gritos.
Extendió un brazo para tocar el hombro de su hijo, pero Aaron escapó a todo correr por el pasillo. Gary se desentendió de Caroline y fue tras él, mientras la sensación de aislamiento se le agravaba ante semejante demostración de que su mujer tenía muy fuertes aliados en la casa. Sus hijos la protegerían de su marido. De su marido, que era un gritón. Como su padre lo había sido antes que él. Su padre, antes que él, que ahora estaba deprimido. Pero que, en sus buenos tiempos de gritón, había llegado a intimidarlo de tal modo, que al pequeño Gary nunca se le pasó por la cabeza interceder por su madre.
Aaron estaba tumbado boca abajo en la cama. Por su cuarto acababa de pasar un tornado, dejando ropa y revistas por los suelos, pero respetando dos cosas: la trompeta Bundy (con sordina y atril) y la enorme colección de cedés por orden alfabético, incluidas las cajas con las ediciones completas de Dizzy y Satchmo y Miles Davis, más grandes surtidos variados de Chet Baker y Wynton Marsalis y Chuck Mangione y Herb Alpert y Al Hirt, todos los cuales le había comprado Gary para fomentarle el interés por la música.
Gary se sentó en el borde de la cama.
—Lamento haberte puesto nervioso —dijo—. Ya sabes que a veces pierdo los estribos y me vuelvo un hijo de perra. Pero es que a tu madre le cuesta un trabajo enorme reconocerlo, cuando se equivoca. Sobre todo cuando…
—Se ha hecho. Daño. En la espalda —surgió la voz de Aaron, amortiguada por el edredón de Ralph Lauren—. No es cuento.
—Ya sé que se ha hecho daño en la espalda, Aaron. Yo quiero muchísimo a tu madre.
—Pues entonces no le grites.
—Vale. Se acabaron los gritos. Vamos a cenar algo —Gary aplicó un amago de golpe de judo en el hombro de Aaron—. ¿Qué te parece?
Aaron no se movió. Iban a hacer falta más estímulos verbales para que se animase, pero a Gary no se le ocurría ninguno en aquel momento. Estaba experimentando una escasez crítica de los Factores 1 y 3. Momentos antes había tenido la impresión de que a Caroline le faltaba poco para acusarlo de estar «deprimido», y lo asustaba la posibilidad de que ganase cotización la idea de que estaba deprimido, porque entonces perdería el derecho a opinar. Perdería el derecho a sus certezas morales; cada palabra que pronunciase se convertiría en síntoma de enfermedad; nunca volvería a imponerse en una discusión.
De modo que en este momento era importantísimo resistirse a la depresión, enfrentarse a ella con la verdad.
—Escucha —dijo—. Tú estabas en el jardín, jugando al fútbol con mamá. Dime si no tengo razón en esto. ¿A que empezó a cojear antes de meterse en la casa?
Por un momento, mientras Aaron se incorporaba en la cama, Gary creyó que la verdad prevalecería. Pero el rostro de Aaron le mostró un amasijo blanquirrojo de asco e incredulidad.
—¡Eres horrible! —dijo—. ¡Eres horrible!
Y salió corriendo de la habitación.
Normalmente, Gary no habría permitido que Aaron se saliese con la suya en algo así. Normalmente, se habría pasado la tarde peleando con su hijo, si hacía falta, hasta conseguir que se disculpara. Pero se le estaban hundiendo los mercados mentales: el glicémico, el endocrino, la sinapsis libre. Se sentía feo, y prolongar ahora su lucha con Aaron lo haría sentirse más feo aún, y la sensación de fealdad era, quizá, entre todas las Señales de Aviso, la más importante.
Se dio cuenta de que había cometido dos errores básicos. Nunca habría debido prometerle a Caroline que aquélla sería la última Navidad en St. Jude. Y hoy, mientras ella cojeaba y hacía visajes en el jardín, tendría que haberle sacado, como mínimo, una foto. Lamentó profundamente la ventaja moral que ambos errores le habían hecho perder.
—No estoy clínicamente deprimido —le comunicó a su reflejo en la ya casi oscura ventana del dormitorio. Haciendo uso de una fuerza de voluntad muy considerable y muy medular, se levantó de la cama de Aaron y se puso en marcha, a ver si conseguía que el resto de la tarde transcurriese con normalidad.
Jonah iba escaleras arriba con el Príncipe Caspian.
—Lo he terminado —dijo.
—¿Te ha gustado?
—Me ha encantado —dijo Jonah—. Es literatura infantil de primera categoría. Aslan hizo una puerta en el aire por la que todo el que entraba desaparecía, todo el que entraba salía de Narnia y volvía al mundo real.
Gary se agachó para ponerse a su altura.
—Dame un abrazo.
Jonah le echó los brazos al cuello. Gary percibió la elasticidad de sus jóvenes articulaciones, su flexibilidad de cachorro, el calor que irradiaba de su cuero cabelludo y de sus mejillas. Se habría abierto las venas del cuello si el chico hubiera necesitado sangre; su amor era así de inmenso; y, sin embargo, no pudo dejar de preguntarse si era únicamente amor lo que en aquel momento quería, si no estaría tratando de montar una coalición. De ganarse una aliado táctico para su bando.
Lo que esta economía en fase de estancamiento necesita, pensó el Presidente de la Junta de la Reserva Federal, Gary R. Lambert, es una buena inyección de ginebra Bombay Sapphire.
En la cocina se encontró con Caroline y Caleb, sentados de cualquier modo ante la mesa, bebiendo Coca Cola y comiendo patatas fritas. Caroline tenía los pies apoyados en otra silla y sendos cojines bajo las corvas.
—¿Qué hacemos para cenar? —dijo Gary.
Su mujer y su segundo hijo intercambiaron una mirada, como si aquella fuera una de las típicas preguntas sin venir a cuento que habían hecho famoso a Gary. La alta densidad de migas de patatas fritas le indicaba a las claras que su mujer y su hijo no iban a tener muchas ganas de cenar.
—Una parrillada, por ejemplo —dijo Caroline.
—¡Oh, sí, papá, prepara una parrillada! —dijo Caleb, en un inconfundible tonillo de ironía o entusiasmo.
Gary preguntó si había carne.
Caroline se llenó la boca de patatas fritas y se encogió de hombros.
Jonah pidió permiso para hacer fuego.
Gary, mientras extraía hielo de la nevera, se lo concedió.
Normalidad. Normalidad.
—Si coloco la cámara encima de la mesa —dijo Caleb—, también cubrirá una parte del comedor.
—Sí, pero pierdes todo el rincón —dijo Caroline—. Si la pones sobre la puerta trasera, puedes barrer en ambos sentidos.
Gary, escudándose tras la puerta del armarito de las bebidas alcohólicas, vertió ciento veinte mililitros de ginebra sobre los cubitos de hielo.
—¿Alt. ochenta y cinco? —leyó Caleb de su catálogo.
—Eso quiere decir que la cámara se puede enfocar casi en vertical hacia abajo.
Todavía protegido por la puerta del armarito, Gary se echó al coleto un buen trago de ginebra sin enfriar. Luego, tras cerrar el armarito, levantó el vaso, para que todo el mundo pudiera ver, si quería fijarse, la copa tan relativamente discreta que se había servido.
—Lamento daros esta noticia —dijo—, pero la vigilancia queda eliminada. No es un hobby adecuado.
—Papá, dijiste que estabas de acuerdo, si de verdad me interesaba.
—Dije que iba a pensármelo.
Caleb negó con la cabeza, muy vehementemente:
—¡No, no dijiste eso! Dijiste que podía hacerlo a condición de que no fuese a aburrirme en seguida.
—Eso fue exactamente lo que dijiste —corroboró Caroline, con una sonrisa desagradable en el rostro.
—Sí, Caroline, ya sé que no se te escapó una sola palabra. Pero no vamos a poner esta cocina bajo vigilancia. No tienes mi permiso para hacer esas compras, Caleb.
—¡Papá!
—Está decidido.
—Da igual, Caleb —dijo Caroline—. Da igual, Gary, porque él tiene su dinero propio. Y puede gastárselo como le parezca. ¿De acuerdo, Caleb?
Sin que Gary lo viese, por debajo de la mesa, le indicó algo a Caleb con una señal de la mano.
—¡Eso es! ¡Tengo mis propios ahorros! —dijo Caleb, en tono irónico o entusiasta, o ambas cosas a la vez.
—Tú y yo vamos a hablar de este asunto más tarde, Caro —dijo Gary.
Afecto y perversión y estupidez, todos ellos derivados de la ginebra, le bajaban desde detrás de las orejas y se le extendían por los brazos y el torso.
Regresó Jonah, oliendo a mezquite para encender la parrilla.
Caroline acababa de abrir otra enorme bolsa de patatas fritas.
—¡Os vais a estropear el apetito! —dijo Gary, forzando la voz, mientras sacaba cosas de comer de los compartimentos de plástico de la nevera.
Madre e hijo volvieron a intercambiar una mirada.
—Sí, por supuesto —dijo Caleb—. Hay que dejar sitio para la parrillada.
Gary se aplicó con toda energía a cortar la carne y ensartar las verduras. Jonah puso la mesa, espaciando los cubiertos con la precisión que a él le gustaba. Había cesado la lluvia, pero la terraza aún estaba resbaladiza cuando Gary salió.
Al principio fue una especie de chiste familiar: papá siempre pide parrillada en los restaurantes, papá sólo quiere ir a restaurantes con parrillada en el menú. Y, de hecho, para Gary había algo infinitamente delicioso, algo irresistiblemente lujoso, en una porción de cordero, una porción de cerdo, una porción de ternera y un par de salchichas, al estilo moderno, delgadas y tiernas; es decir, en la clásica parrillada. Le gustaba tanto que empezó a preparársela en casa. Junto con la pizza, la comida china para llevar y los platos completos de pasta todo en uno, la parrillada de carne se convirtió en uno de los alimentos básicos de la familia. Caroline contribuía todos los sábados, trayendo a casa múltiples bolsas de carne, pesadas y sanguinolentas, además de salchichas; y no pasó mucho tiempo antes de que Gary estuviera preparando parrillada dos y hasta tres veces por semana, desafiando las peores condiciones climatológicas de la terraza, y encantado de la vida, además. Hacía pechugas de perdiz, higadillos de pollo, filets mignons, salchichas de pavo a la mexicana. Hacía calabacines y pimientos rojos. Hacía berenjenas, pimientos amarillos, chuletitas de lechal, salchichón italiano. Se sacó de la manga una combinación de salchicha de cerdo de primera calidad, costilla y bok choy. Le encantaba y le encantaba y le encantaba y luego, de pronto, dejó de encantarle.
El término médico, ANHEDONIA, se le presentó en uno de los libros que Caroline tenía en la mesilla de noche, titulado ¡Para sentirse estupendamente! (Ashley Tralpis, Doctora en Medicina, Doctora en Filosofía). Cuando leyó la definición de anhedonia en el diccionario, fue como si lo hubiera sabido desde siempre, como una especie de confirmación malévola: sí, sí. «Condición psíquica caracterizada por la incapacidad para obtener placer de actos normalmente placenteros». La ANHEDONIA era algo más que una Señal de Aviso, era un síntoma con todas las de la ley. Una podredumbre seca que se extendía de placer en placer, un hongo que menoscababa el deleite del lujo y la alegría del ocio, los dos factores en que durante tantos años se había sustentado la resistencia de Gary al pensamiento de pobre de sus padres.
En marzo del año anterior, en St. Jude, Enid había hecho la observación de que, para ser vicepresidente de un banco y estar casado con una mujer que sólo trabajaba a tiempo parcial, y a beneficio de inventario, para el Fondo de Defensa de la Infancia, Gary se pasaba un montón de horas en la cocina. En aquella ocasión, Gary le tapó la boca a su madre con bastante facilidad: estaba casada con un hombre que no sabía ni hacer un huevo pasado por agua, y era evidente que sentía celos. Pero el día de su cumpleaños, cuando, a su regreso en avión de St. Jude, con Jonah, se encontró con la carísima sorpresa de un laboratorio de revelado en color, y, poniendo no poco empeño, logró exclamar ¡Oh, un laboratorio fotográfico, qué maravilla!, y Caroline le tendió una bandeja con gambas sin cocer y unos brutales filetes de pez espada para hacer a la parrilla, Gary se preguntó si no tendría un poco de razón su madre. En la terraza, con un calor radiante, mientras ennegrecía las gambas y chamuscaba el pez espada, sintió que lo invadía el cansancio. Las facetas de su vida no relacionadas con la preparación de parrilladas se le antojaban ahora simples burbujas de enajenación entre los muy poderosos momentos recurrentes en que encendía el mezquite y se ponía a dar vueltas por la terraza para evitar el humo. Cerrando los ojos, veía retorcidos cagajones de carne oscurecida sobre una parrilla de cromo y de carbones infernales. El fuego eterno, el fuego de los condenados. Los extenuantes tormentos de la repetición compulsiva. En las paredes interiores de la parrilla se había acumulado una espesa alfombra de negras grasas fenólicas. El terreno de detrás del garaje, que Gary utilizaba para arrojar las cenizas, parecía un paisaje lunar o el patio de una fábrica de cementos. Estaba muy, pero que muy harto de la parrillada mixta, y a la mañana siguiente le dijo a Caroline:
—Paso demasiado tiempo en la cocina.
—Pues no pases tanto —dijo ella—. Podemos comer fuera.
—Quiero comer en casa y quiero pasar menos tiempo en la cocina.
—Pues encarga la comida —dijo ella.
—No es lo mismo.
—Tú eres el único a quien le gusta sentarse a la mesa para comer. A los chicos les importa un rábano.
—A mí sí me importa. Para mí sí es importante.
—Muy bien, pero mira, Gary, a mí no me importa, a los chicos no les importa, de modo que ¿por qué íbamos a tener que cocinar para ti?
No podía echarle toda la culpa a Caroline. Durante los años en que trabajó a tiempo completo, Gary nunca se había quejado de la comida de encargo, ni de los platos congelados, ni de los precocinados. A ojos de Caroline, aquello tenía que constituir una especie de modificación, a su costa, de las normas de convivencia. Pero, a ojos de Gary, lo que ocurría era que la propia naturaleza de la vida familiar estaba modificándose, que el deseo de estar juntos, el cariño filial, el sentido de la fraternidad, ya no se valoraban como antaño, cuando él era joven.
De manera que ahí seguía él, preparando parrilladas. Por la ventana de la cocina vio a Caroline echándole un pulso de pulgares a Jonah. La vio colocarse los auriculares de Aaron para escuchar música, la vio decir que sí con la cabeza, siguiendo el ritmo. Aquello parecía una verdadera estampa de vida familiar. ¿Qué era lo que fallaba, sino la depresión clínica del hombre que desde lejos contemplaba la escena?
A Caroline parecía habérsele olvidado cuánto le dolía la espalda, pero lo recordó nada más hacer aparición Gary con una bandeja humeante y vaporosa, repleta de proteína animal vulcanizada. Sentada de medio lado, se dedicó a desplazar la comida por el plato, con el tenedor, lanzando suaves quejidos. Caleb y Aaron la miraban, con gran preocupación.
—¿A nadie más le interesa saber cómo termina El príncipe Caspian? —dijo Jonah—. ¿Nadie siente curiosidad?
A Caroline le temblaban los párpados, y permanecía con la boca lastimeramente abierta, como esforzándose en conseguir que un poquito de aire entrase y saliese de sus pulmones. Gary puso todo su empeño en encontrar algo no deprimido que decir, algo razonablemente falto de hostilidad, pero estaba más bien borracho.
—Por Dios, Caroline —dijo—, ya sabemos todos que te duele la espalda y que te encuentras muy mal, pero ¿no podrías sentarte derecha en la silla, por lo menos?
Sin decir una palabra, Caroline se dejó resbalar de la silla, se acercó al fregadero cojeando con el plato en la mano y lo vació en el triturador de basuras, para en seguida, cojeando otra vez, ausentarse escaleras arriba. Caleb y Aaron se excusaron, trituraron también su cena y fueron en pos de su madre. En total, sus buenos treinta dólares de carne habían ido a parar al sumidero, pero Gary, en un intento por mantener sus niveles de Factor 3 por encima del nivel del suelo, consiguió no pensar en la cantidad de animales que habían tenido que dar sus vidas a tal propósito. Allí estaba, en el plomizo crepúsculo de su mareo, comiendo sin paladear, y escuchando el parloteo de Jonah, brillante e inasequible al desaliento.
—El filete de falda es estupendo, papá, y me apetece un poco más de calabacín a la parrilla, por favor.
Desde arriba, desde el cuarto de estar, llegaban los ladridos de la tele en hora de máxima audiencia. Por un momento, Gary sintió lástima de Aaron y Caleb. Era una verdadera carga tener una madre que los necesitaba tantísimo, sentirse tan responsables de su bienestar, y bien lo sabía Gary. También comprendía que Caroline estaba mucho más sola en el mundo de lo que él estaba. Su padre, antropólogo, apuesto y carismático, había muerto en un accidente de aviación, en Mali, cuando ella tenía once años. Los padres de su padre, viejos cuáqueros a quienes todavía se les escapaba un «vos» de vez en cuando, le habían legado la mitad de sus posesiones, entre ellas un cuadro de Andrew Wyeth bastante cotizado, tres acuarelas de Winslow Homer y cuarenta nemorosos acres en los alrededores de Kennet Square, que un constructor le compró a precio de oro. La madre de Caroline, que andaba por los setenta y seis años y que gozaba de una buena salud alarmante, vivía con su segundo marido en Laguna Beach y era uno de los más considerables benefactores del partido Demócrata de California. Venía al este todos los años, en abril, y se pasaba el tiempo alardeando de no ser «una de esas viejas» obsesionadas con sus nietos. El único hermano de Caroline, Philip —un soltero que miraba a todo el mundo por encima del hombro y que llevaba los bolígrafos en un estuche protector de plástico— era físico especializado en cuerpos sólidos y su madre lo adoraba de un modo escalofriante. Gary no había conocido ninguna familia así en St. Jude. Desde el principio había querido más a Caroline por la pena que le daba la situación de infortunio y de falta de atención en que se había criado. Y se fijó la meta de crear para ella una familia mejor.
Pero, después de cenar, mientras Jonah y él cargaban el lavavajillas, oyó risas femeninas en el piso de arriba, francas carcajadas, y decidió que Caroline se estaba portando muy mal con él. Le vinieron ganas de subir y aguarles la fiesta. Según le desaparecía de la cabeza el zumbido de la ginebra, se le iba haciendo audible el sonido metálico de una ansiedad anterior. Una ansiedad relacionada con la Axon.
Le habría gustado conocer la razón de que una compañía metida en un proceso altamente experimental se hubiese molestado en ofrecerle dinero a su padre.
Que la carta a Alfred viniese de Bragg Knutter & Speigh, firma que solía trabajar muy estrechamente con los bancos de inversión, sugería diligencia debida: poner los puntos sobre las íes y las barras en las tes, en vísperas de algo grande.
—¿No quieres subir con tus hermanos? —le preguntó Gary a Jonah—. Da la impresión de que se lo están pasando pipa.
—No, gracias —dijo Jonah—. Voy a leer el libro siguiente de Narnia, y he pensado bajarme al sótano, para estar más tranquilo. ¿Te vienes?
El viejo cuarto de juegos del sótano, tan deshumidificado y tan enmoquetado y con las paredes tan forradas de madera de pino como el primer día, tan bonito como el primer día, ya padecía la necrosis de acumulación que tarde o temprano mata todos los espacios habitados: altavoces, bloques de poliestireno de los que se utilizan en embalaje, material de playa y de esquí fuera de uso, todo ello amontonado de cualquier manera. Los juguetes viejos de Aaron y Caleb ocupaban cinco cajas grandes y doce pequeñas. El único que los tocaba de vez en cuando era Jonah, y ante tamaña superabundancia, incluso él, solo o con algún amigo, seguía un método de aproximación esencialmente arqueológico. Podía dedicar una tarde entera a sacar la mitad de las cosas de una sola caja grande, clasificando con mucha paciencia las figuras de acción y sus accesorios, los vehículos y las piezas de construcción, por escala y fabricante (arrumbando detrás del sofá los juguetes que no hacían juego con ninguna otra cosa), pero rara vez llegaba al fondo de una sola caja sin que su amigo tuviera que marcharse o se presentara la hora de cenar, y entonces lo que hacía era volver a sepultar todo lo que había sacado de la sepultura, de manera que esos juguetes, cuya profusión debería haber sido un auténtico paraíso para un niño de siete años como Jonah, se quedaban sin nadie que jugara con ellos, trocándose en una lección más de anhedonia que Gary debía ignorar del mejor modo posible.
Mientras Jonah se instalaba para emprender su lectura, Gary puso en marcha el «viejo» portátil de Caleb y entró en línea. Escribió las palabras axon y schwenksville en el recuadro del buscador. Uno de los dos resultados de la búsqueda fue Página Principal de la Axon Corporation, que, cuando Gary intentó entrar en ella, no pudo porque se encontraba EN RENOVACIÓN. La otra dirección era una página colgada a mucha profundidad en el sitio web de Westportfolio Biofunds, cuya relación de Compañías Privadas a Seguir era un ciberpiélago de gráficos desmadejados y faltas de ortografía. La página de Axon había sido actualizada por última vez un año antes.
Axon Corporation, 24 East Industrial Serpentine, Schwenksville, PA, Sociedad de Responsabilidad Limitada inscrita en el registro del estado de Delaware, posee los derechos internacionales del “Proceso Eberle” de Neuroquimiotaxis Dirigida. El “Proceso Eberle” está protegido por las Patentes de los Estados Unidos 5.101.239, 5.101.599, 5.103.628, 5.103.629 y 5.105.996, cuyo único y exclusivo titular es la Axon Corporation. Axon se dedica al refinado, comercialización y venta del “Proceso Eberle” a hospitales y clínicas del mundo entero, así como a la investigación y desarrollo de tecnologías relacionadas. Su fundador y presidente es el Dr. Earl H. Eberle, ex Profesor Emérito de Neurobiología Aplicada en la Escuela de Medicina de Johns Hopkins.
El Proceso Eberle de Neuroquimiotaxis Dirigida, también llamado “Quimioterapia Reverso-Tomográfica Eberle”, ha revolucionado el tratamiento de los neuroblastomas inoperables y otras varias anomalías morfológicas del cerebro.
El Proceso Eberle utiliza radiación por radiofrecuencia controlada por ordenador para encaminar potentes carcinocdies, mutágenos y determinadas toxinas no específicas hacia los tejidos cerebrales enfermos, activándolos “in situ” sin dañar los tejidos sanos circundantes.
En este momento, debido a la limitada potencia de los ordenadores, el “Proceso Eberle” requiere la sedación e inmovilización del paciente en un Cilindro Eberle durante un máximo de treinta y seis horas, mientras campos minuciosamente controlados dirigen los ligandos terapéuticamente activos y los transportadores que los llevan ‘a cuestas’ hacia la zona en que se localiza el mal. Se espera que los Cilindros Eberle de la próxima generación reduzcan el tratamiento máximo total a menos de dos horas.
El Proceso Eberle recibió en 1966 la aprobación total de la Food and Drug Administration, que lo consideró una terapia ‘segura y eficaz’. En los años sucesivos, la extensión de su empleo clínico en el mundo entero, como se detalla en las numerosas publicaciones abajo enumeradas, no ha hecho sino confirmar su seguridad y eficacia.
Las esperanzas de Gary de sacarle unos megadólares rápidos a la Axon se iban desvaneciendo ante la ausencia de ciberbombos y ciberplatillos. Ya un poco e-cansado, luchando contra el e-dolor de cabeza, hizo una búsqueda con «earl eberle». Entre los varios cientos de coincidencias había artículos como NUEVA ESPERANZA PARA EL NEUROBLASTOMA, UN GIGANTESCO SALTO ADELANTE y ESTE REMEDIO PUEDE VERDADERAMENTE SER MILAGROSO. Eberle y sus colaboradores también estaban representados en revistas profesionales con «Estimulación remota ayudada por ordenador de los Puntos de Recepción 14, 16A y 21: Demostración práctica», «Cuatro complejos de acetato férrico de baja toxicidad que superan las pruebas del 666», «Estimulación in vitro por radiofrecuencia de los microtúbulos coloidales», y varios documentos más, hasta la docena. No obstante, la referencia que más llamó la atención de Gary había aparecido seis meses antes en Forbes ASAP:
Algunos de estos desarrollos, como el catéter de globo Fogarty y la cirugía corneal Lasik, son verdaderas gallinas de los huevos de oro para las compañías que poseen las respectivas patentes. Otros, con nombres esotéricos como el Proceso Eberle de Neuroquimiotaxis Dirigida, hace ricos a sus inventores, a la antigua usanza: un hombre, una fortuna. El Proceso Eberle, que hasta 1996 carecía de aprobación administrativa, pero que hoy es comúnmente reconocido como patrón oro del tratamiento de un amplio tipo de lesiones y tumores cerebrales, se calcula que produce a su inventor, Earl H. («Ricitos») Eberle, neurobiólogo de la Johns Hopkins, no menos de 40 millones de dólares anuales en concepto de licencias de uso, etc., en el mundo entero.
Cuarenta millones de dólares anuales ya sonaba un poco mejor: volvieron a poner en su sitio las esperanzas de Gary y volvieron a cabrearlo de mala manera. Earl Eberle ganaba cuarenta millones de dólares anuales, y a Alfred Lambert, igual de inventor que él (pero, eso sí, reconozcámoslo: de temperamento perdedor, uno de los mansos de la tierra) le ofrecían cinco mil dólares por las molestias. ¡Y, además, él se empeñaba en repartir el botín con Orfic Midland!
—Me encanta este libro —informó Jonah—. Por ahora, es el libro que más me ha gustado nunca.
Así que, se preguntó Gary, ¿a qué viene tanta prisa en quedarse con la patente de papá, Ricitos? ¿Por qué tanto insistir? La intuición financiera, un cálido hormigueo a la altura de los riñones, le decía que, a fin de cuentas, quizá le hubiera caído en las manos un buena pieza de información interna. Una pieza de información interna de fuente accidental (y, por tanto, perfectamente legítima). Una buena pieza de jugosa carne privada.
—Es como si fueran en un crucero de lujo —dijo Jonah—, sólo que se dirigen al fin del mundo. Porque ahí es donde vive Aslan, en el fin del mundo.
En la base de datos «Edgar» de la Security and Exchange Commission encontró Gary un informe no autorizado, de los que se utilizan para distraer la atención de los analistas, sobre una oferta pública inicial de acciones de Axon. La oferta estaba prevista para el 15 de diciembre, a más de tres meses vista. El principal suscriptor era Heavy & Hodapp, un banco inversor de élite. Gary comprobó ciertos signos vitales —el movimiento de efectivo, el volumen de la emisión, el volumen de intercambio— y, con hormigueo en los riñones, pinchó el botón de Descargar más tarde.
—Son las nueve, Jonah —dijo—. Sube a bañarte.
—Me gustaría ir en un crucero, papá —dijo Jonah, ya escaleras arriba—, si pudiera ser.
En el mismo campo de búsqueda, con las manos un poquitín parkinsonianas, Gary escribió «bella, desnuda y rubia».
—Haz el favor de cerrar la puerta, Jonah.
Apareció en pantalla la imagen de una bella rubia desnuda. Gary situó el cursor e hizo clic con el ratón y se vio un hombre desnudo, muy moreno por el sol, fotografiado más bien por detrás, pero también en primer plano de las rodillas al ombligo, prestando su muy túmida atención a la bella rubia desnuda. Se notaba un poco la línea de montaje en estas imágenes. La bella rubia desnuda era como la materia prima que el hombre desnudo y bronceado estaba deseando procesar con su herramienta. Primero había que retirar el colorido embalaje, luego se hacía que la materia prima se pusiera de rodillas, y el obrero semicualificado le encajaba la herramienta en la boca, luego se situaba la materia prima tumbada de espaldas mientras el obrero la sometía a calibración oral, luego el obrero colocaba la materia prima en una serie de posiciones horizontales y verticales, plegando y curvando la materia prima tanto como fuera menester, a fin de procesarla vigorosísimamente con su herramienta…
Las fotos estaban teniendo el efecto de ablandar a Gary, en vez de endurecerlo. Se preguntó si no habría alcanzado ya la edad en que el dinero excita más que una bella rubia desnuda entretenida en actos sexuales, o si la anhedonia, la depresión del padre solitario encerrado en un sótano, no estaría invadiéndolo incluso aquí.
Arriba sonó el timbre. Del primer piso, retumbando contra los peldaños de la escalera, bajaron unos pies adolescentes a abrir la puerta.
Gary despejó a toda prisa la pantalla del ordenador y subió a la planta baja con el tiempo justo para ver que Caleb regresaba al primer piso con una caja de pizza de buen tamaño. Gary lo siguió, para luego permanecer por un momento ante la puerta del cuarto de estar, oliendo los pepperoni y escuchando el masticar sin palabras de su mujer y sus hijos. En la tele había algo militar, un carro de combate o un camión, rugiendo con acompañamiento de música de película bélica.
—Aumentamos la presión, teniente. ¿Va usted a hablar de una vez? —con acento alemán.
En Educación sin manos: Lo que hace falta saber en el nuevo milenio, la doctora Harriet L. Schachtman aconsejaba: «Con demasiada frecuencia, los padres actuales, llevados por su propia ansiedad, tienden a “proteger” a sus hijos de los llamados “estragos” de la televisión y de los juegos de ordenador, y lo único que consiguen es exponerlos a estragos mucho más perjudiciales, como el ostracismo social a que se verán sometidos por parte de sus compañeros».
Para Gary, a quien de pequeño sólo le permitían ver la tele media hora diaria y que nunca se sintió víctima de ningún ostracismo, la teoría de Schachtman era una receta para permitir que fueran los padres más consentidores de la comunidad quienes fijaran las normas, forzando a los demás padres a rebajar las suyas, para no disentir. Pero Caroline aceptaba semejante teoría de todo corazón, y dado que ella era el único depositario de la ambición de Gary de no parecerse a su padre y que además estaba convencida de que el mejor modo de enseñar a los chicos era la interacción de igual a igual, y no la educación paterna, Gary cedía ante su parecer y permitía a los chicos un acceso casi ilimitado a la televisión.
Pero nunca previó que el sometido a ostracismo fuera a ser él.
Se retiró a su estudio y volvió a marcar el número de St. Jude. El portátil de la cocina seguía encima de su mesa, recordándole los momentos desagradables que acababa de pasar y los que aún le quedaban por pasar.
Con quien quería hablar era con Enid, pero fue Alfred quien se puso al teléfono y le dijo que su madre estaba en casa de los Root, haciéndoles una visita.
—Esta noche se reúne la asociación de nuestra calle —dijo.
Gary, en un primer momento, pensó llamar más tarde, pero en seguida se rebeló ante la idea de dejarse acobardar por su padre.
—Papá —dijo—, he estado haciendo averiguaciones sobre la Axon. Se trata de una compañía con muchísimo dinero.
—No quiero que metas las narices en esto, Gary, ya te lo he dicho —replicó Alfred—. Además, el asunto ya está visto para sentencia.
—¿Qué quieres decir con visto para sentencia?
—Quiero decir lo que digo. Ya está liquidado. Los documentos ya están registrados ante notario. Recupero mis gastos de abogado y se acabó.
Gary se presionó la frente con dos dedos.
—Por Dios. Papá. ¿Has ido al notario? ¿En domingo?
—Ya le diré a tu madre que has llamado.
—No eches esos documentos al correo. ¿Me oyes?
—Gary, ya estoy harto de este asunto.
—Pues mira, mala suerte, porque yo acabo de empezar con este asunto.
—Te he pedido que no me hables de ello. Si no te comportas como una persona correcta y educada, no voy a tener más remedio…
—Tu corrección es una mierda. Y tu educación también. Para lo único que te sirven es para comportarte con debilidad. Y con miedo. ¡Todo mierda!
—No voy a discutir nada.
—Pues olvídalo.
—Eso pienso hacer. No volveremos a hablar del asunto. Tu madre y yo os haremos una visita de un par de días el mes que viene, y luego cuento con que nos reunamos todos aquí, en diciembre. Espero que entre todos no olvidemos la buena educación.
—Pase lo que pase por dentro, lo único que vale es la buena educación, ¿verdad?
—Esa es la esencia de mi filosofía, en efecto.
—Bueno, pues no de la mía —dijo Gary.
—Me consta. Y por eso no pienso pasar en tu casa más de cuarenta y ocho horas.
Gary colgó, más enfadado que nunca. Había contado con que sus padres pasarían una semana en su casa, en octubre. Quería llevarlos a comer pastel en Lancaster County, a ver una función en el centro Annenberg, a dar una vuelta en coche por los montes Poconos, a recoger manzanas en West Chester; que escucharan a Aaron tocar la trompeta, que vieran a Caleb jugando al fútbol, que se deleitaran en la compañía de Jonah; en general, que vieran la vida de Gary tal como era, que comprobaran hasta qué punto era digna de su admiración y de su respeto. Y con cuarenta y ocho horas no bastaba para eso.
Salió del estudio y le dio a Jonah un beso de buenas noches. Luego, tras haberse duchado, se echó en la gran cama de madera de roble y trató de interesarse en la última Inc. Pero no conseguía dejar de discutir con Alfred en la cabeza.
Durante su última visita a casa, en marzo, le había impresionado el deterioro de Alfred en las pocas semanas transcurridas desde Navidad. Siempre parecía a punto de descarrilar, mientras recorría los sitios dando tumbos, o bajaba las escaleras casi resbalando, o engullía un sandwich del que llovían trozos de lechuga y de carne; siempre mirando el reloj, perdiéndosele la mirada en cuanto la conversación no le atañía de modo directo: el viejo caballo de hierro se precipitaba hacia un choque frontal, y Gary a duras penas reunía las fuerzas suficientes como para asistir al espectáculo. Porque ¿quién, sino él, iba a asumir la responsabilidad? Enid era una histérica moralizante, Denise vivía en el país de las fantasías y Chip llevaba tres años sin asomar por St. Jude. ¿Quién, sino Gary, iba a tener que decir: este tren ya no puede circular por estos raíles?
Lo primero y principal, en su opinión, era vender la casa. Sacar el máximo por ella y hacer que sus padres se mudaran a un sitio más pequeño, más nuevo, más seguro, más barato, e invertir la diferencia de modo agresivo. La casa era el único bien considerable que poseían Enid y Alfred, y Gary se pasó una mañana inspeccionando la finca, muy despacio, por dentro y por fuera. Descubrió grietas en el enlechado, rayas de herrumbre en los lavabos del cuarto de baño y zonas blandas en el cielorraso del dormitorio. Observó manchas de agua de lluvia en la pared interior del porche trasero, una barba de residuos secos en el mentón del viejo lavaplatos, un inquietante golpeteo en el ventilador de aire forzado, pústulas y excrecencias en el asfalto del camino de acceso al garaje, termitas en la leñera, un roble de Damocles con una rama pendiendo sobre una ventana de buhardilla, grietas del ancho de un dedo en los cimientos, muros de contención escorados, desconchones en la pintura de los marcos de las ventanas, grandes y desfachatadas arañas en el sótano, pequeñas plantaciones de gorgojos y grillos secos, indiscernibles olores entéricos y mohosos, el hundimiento de la entropía, dondequiera que uno posase la vista. Incluso con el mercado en alza, la casa estaba empezando a perder valor, y Gary pensó: Tenemos que vender esta mierda ahora, sin perder un día más.
En la última mañana de su estancia en St. Jude, mientras Jonah ayudaba a Enid en la preparación del pastel de cumpleaños, Gary llevó a Alfred a la ferretería. En cuanto salieron a carretera abierta, Gary comunicó a su padre que había llegado el momento de poner en venta la casa.
Alfred, en el asiento del acompañante de su geróntico Oldsmobile, siguió con la vista al frente.
—¿Por qué?
—Si no aprovecháis la temporada de primavera —dijo Gary—, tendréis que esperar otro año. Y no podéis permitíroslo. No puedes dar por supuesto que vas a seguir gozando de buena salud, y la casa está perdiendo valor.
Alfred negó con la cabeza.
—Llevo mucho tiempo planteándolo. Lo único que nos hace falta es un dormitorio y una cocina. Un sitio donde tu madre pueda cocinar y donde quepa una mesa para sentarse. Pero es inútil. No quiere dejar la casa.
—Papá, si no os instaláis en algún sitio fácil de controlar, vas a acabar haciéndote daño. Vas a terminar en una clínica geriátrica.
—No tengo la menor intención de acabar en ninguna clínica. Así que…
—Que no tengas la menor intención no quiere decir que no vaya a ocurrir.
Alfred echó un vistazo, de pasada, a la antigua escuela elemental de Gary.
—¿Adónde vamos?
—Si te caes por las escaleras, si resbalas en el hielo y te rompes la cadera, terminarás en una clínica. La abuela de Caroline…
—No te he oído decirme adónde vamos.
—Vamos a la ferretería —dijo Gary—. Mamá quiere un interruptor regulable para la cocina.
Alfred meneó la cabeza.
—Tu madre y sus luces románticas.
—Le producen placer —dijo Gary—. ¿Qué es lo que te produce placer a ti?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la tienes casi rendida.
Las activas manos de Alfred, en su regazo, recogían la nada, escarbando en un inexistente bote de póquer.
—Tendré que volver a pedirte que no te metas donde no te importa —dijo.
La luz cenital del deshielo, a finales de invierno, la quietud de una hora muerta en St. Jude: Gary no concebía que sus padres fueran capaces de aguantar aquello. Los robles eran del mismo color negro aceitoso que los cuervos posados en sus ramas. El cielo era del mismo color que la calzada, blanca por la sal, por donde los ancianos conductores de St. Jude, respetando unos límites de velocidad verdaderamente barbitúricos, se arrastraban hacia su destino: hacia los centros comerciales con estanques de agua derretida en los techos alquitranados, hacia la vía preferente que ignoraba los encharcados almacenes de las acererías al aire libre y el psiquiátrico estatal y las torres de transmisión que nutrían el éter de culebrones y concursos; hacia los bulevares de circunvalación y, más allá, hacia los millones de acres de territorio interior en deshielo donde las camionetas se hundían en el barro hasta los ejes y se oían disparos del calibre 22 en los bosques y en la radio sólo sonaba gospel y pedal steel guitar; hacia bloques residenciales con el mismo resplandor pálido en todas las ventanas, con amarillentos céspedes —plagados de ardillas— de los que emergía algún que otro juguete de plástico, con un cartero silbando algo céltico y cerrando la trampilla de los buzones con más violencia de la necesaria, porque la moribundia de aquellas calles, en aquellas horas muertas, podía realmente acabar con uno.
—¿Eres feliz viviendo como vives? —dijo Gary, mientras esperaba que el semáforo le diese permiso para torcer a la izquierda—. ¿Vas a decirme que eres feliz viviendo como vives?
—Gary, tengo una enfermedad que…
—Mucha gente tiene enfermedades. Si esa es tu excusa, pues muy bien; si quieres apiadarte de ti mismo, pues estupendo. Pero no hay ninguna necesidad de que arrastres contigo a mamá.
—Mira, tú te marchas mañana…
—¿Y eso qué quiere decir, que tú te quedas aquí, repantigado en tu sillón, mientras mamá te prepara la comida y te limpia la casa? —dijo Gary.
—En la vida hay que aguantar muchas cosas.
—Si esa es tu actitud, no veo para qué te molestas en seguir viviendo. ¿Qué perspectivas tienes?
—Eso mismo me pregunto yo todos los días.
—Muy bien, y ¿qué te contestas? —preguntó Gary.
—¿Qué contestarías tú? ¿Qué perspectivas crees tú que debería tener?
—Viajar.
—Ya he viajado bastante. Me he pasado treinta años viajando.
—Pasar más tiempo con la familia, con las personas a quienes quieres.
—Sin comentarios.
—¿Qué quieres decir con «sin comentarios»?
—Eso mismo: sin comentarios.
—Sigues dolido por lo que pasó en Navidades.
—Interprétalo como tú quieras.
—Si estás dolido por lo de Navidades, podrías tener la consideración de decirlo…
—Sin comentarios.
—En vez de insinuarlo.
—Tendríamos que haber llegado dos días más tarde y que habernos marchado dos días antes —dijo Alfred—. Eso es todo lo que voy a decir sobre el asunto de las Navidades. No tendríamos que habernos quedado más de cuarenta y ocho horas.
—Eso es porque estás deprimido, papá. Estás clínicamente deprimido.
—Lo mismo que tú.
—Y lo único sensato sería que te pusieses en tratamiento.
—¿Me has oído? Te he dicho que lo mismo que tú.
—¿De qué estás hablando?
—Imagínatelo.
—No, papá, de veras, ¿de qué estás hablando? No soy yo quien se pasa el día sentado en un sillón, cuando no durmiendo.
—En el fondo, sí —sentenció Alfred.
—Eso es lisa y llanamente falso.
—Algún día lo verás.
—¡No lo veré! —dijo Gary—. Mi vida está basada en cosas fundamentalmente distintas de la tuya.
—Acuérdate de lo que te estoy diciendo. No tengo más que mirar tu matrimonio, y ver lo que veo. Algún día lo verás tú también.
—Eso es hablar por hablar, y lo sabes muy bien. Estás cabreado conmigo y no sabes cómo remediarlo.
—Ya te he dicho que no quiero hablar del asunto.
—Y yo no tengo por qué respetar lo que tú me dices.
—Bueno, pues también hay cosas en tu vida que yo no tengo por qué respetar.
No tendría por qué haberle hecho daño, porque Alfred estaba equivocado prácticamente en todo, pero el caso fue que le dolió escuchar que su padre no respetaba ciertos aspectos de su vida.
En la ferretería, dejó que su padre pagara el interruptor de luz regulable. El cuidado con que el anciano fue seleccionando billetes de su flaca cartera, para luego ofrecerlos en pago tras una leve vacilación, eran claros signos de su respeto por el dólar —de su irritante fe en que cada dólar cuenta.
De regreso en casa, mientras Gary y Jonah peloteaban con un balón de fútbol, Alfred juntó sus herramientas y desconectó los plomos de la cocina y se puso a la tarea de instalar el nuevo interruptor. Ni siquiera a estas alturas se le pasaba por la cabeza a Gary no permitir que fuese Alfred quien hiciera un trabajo casero. Pero a la hora de comer, al entrar en la casa, descubrió que su padre no había hecho sino retirar la tapa del antiguo interruptor. Ahí estaba, con el regulable en la mano, como si fuera un detonador que lo hiciera temblar de miedo.
—Me cuesta mucho trabajo, por culpa de la enfermedad —dijo.
—Tienes que vender esta casa —dijo Gary.
Después de comer llevó a su madre y a su hijo al Museo del Transporte de St. Jude. Mientras Jonah se subía a las viejas locomotoras y recorría el submarino varado, y Enid se mantenía sentada, cuidando su lesión de cadera, Gary se dedicó a levantar acta mental de todos los objetos que el museo tenía expuestos, con la esperanza de que semejante lista le generara la sensación de haber conseguido algo. Lo que no podía era enfrentarse a los objetos propiamente dichos, con su agotador suministro de datos y su entusiasta prosa para las masas. LA EDAD DE ORO DE LA MÁQUINA DE VAPOR. EL ALBA DE LA AVIACIÓN. UN SIGLO DE SEGURIDAD EN EL AUTOMÓVIL. Un agotador párrafo tras otro. Lo que más odiaba Gary del Medio Oeste era lo desatendido y lo falto de privilegios que lo hacía sentirse. St. Jude, con su optimista igualitarismo, jamás llegaba a otorgarle todo el respeto que su talento y sus logros merecían. ¡Qué tristeza la de este sitio! Los palurdos sanjudeanos que circulaban tan serios a su alrededor le parecían llenos de curiosidad y en modo alguno deprimidos. ¡Llenándose de datos las desdichadas seseras! ¡Como si los datos fueran a redimirlos! Ni una sola mujer la mitad de guapa o bien vestida que Caroline. Ni un solo hombre con el pelo cortado como Dios manda o los abdominales tan lisos como los de Gary. Pero, al igual que Enid y que Alfred, todos ellos hacían gala de una extremada deferencia. Ni una sola vez le dieron un empujón ni le cortaron el camino: se quedaban esperando hasta que él pasaba al siguiente objeto expuesto. Luego, se juntaban todos delante del que acababa de dejar libre Gary, y se ponían a aprender. ¡Dios mío, qué asco le tenía al Medio Oeste! A duras penas lograba respirar o sostener la cabeza en posición alzada. Pensó que quizá estuviera poniéndose enfermo. Se refugió en la tienda de regalos del museo y compró una hebilla de cinturón, de plata, dos grabados de viejos caballetes de la Midland Pacific y una petaca de peltre (todo ello para él), una cartera de piel de ciervo (para Aaron) y un CD-Rom con un juego de la guerra civil norteamericana (para Caleb).
—Papá —dijo Jonah—, la abuela me ha ofrecido comprarme dos libros de menos de diez dólares cada uno, o un solo libro de menos de veinte dólares. ¿Está bien?
Enid y Jonah eran un festín de cariño. A ella siempre le habían gustado más los chicos pequeños que los grandes, y el nicho de adaptación de Jonah dentro del ecosistema familiar consistía en ser el nieto perfecto, siempre deseando subirse a las rodillas, nada desdeñoso de las verduras agrias, poco entusiasta de la televisión y los juegos de ordenador y siempre propicio a contestar con habilidad preguntas como «¿Te gusta el colegio?». En St. Jude podía disfrutar de la plena atención de tres adultos. Así que puso en conocimiento general que St. Jude era el sitio más estupendo que había conocido nunca. Sentado en el asiento trasero del viejo Oldsmobile de los viejos, abriendo de par en par sus ojos de elfo, iba manifestando admiración por todo lo que Enid le enseñaba.
—¡Qué bien se aparca aquí!
—¡No hay tráfico!
—El Museo del Transporte es mejor que los museos que tenemos en casa, papá. ¿A que sí?
—Me encanta lo amplio que es este coche. Creo que es el coche más estupendo en que he viajado nunca.
—Hay que ver lo cerca que pillan todas las tiendas.
Aquella noche, cuando ya habían vuelto del museo y Gary había salido otra vez, a hacer más compras, Enid les dio de cenar costillas de cerdo rellenas y tarta de cumpleaños, de chocolate. Jonah estaba comiéndose un helado, enfrascado en sus ensoñaciones, cuando su abuela le preguntó si le gustaría pasar las Navidades en St. Jude.
—Me encantaría —dijo Jonah, con los ojos cayéndosele de saciedad.
—Habría galletas de azúcar y ponche de huevo, y podrías ayudar en la decoración del árbol —dijo Enid—. Seguramente nevará, así que podrás ir en trineo. Y, mira, Jonah, todos los años montan un maravilloso espectáculo de iluminación en el Waindell Park, que se llama Christmasland, y alumbran el parque entero.
—Estamos en marzo, madre —dijo Gary.
—¿Podemos venir en Navidades? —le preguntó Jonah.
—Vamos a volver muy pronto —dijo Gary—. Pero en Navidades no sé.
—A Jonah le encantaría —dijo Enid.
—Me encantaría completamente —dijo Jonah, echándose al coleto otra buena cucharada de helado—. Creo que resultarían las mejores Navidades de mi vida.
—Yo también lo creo —dijo Enid.
—Estamos en marzo —dijo Gary—. No se habla de las Navidades en marzo. ¿Os dais cuenta? Tampoco se habla de ellas en junio ni en agosto. ¿Os dais cuenta?
—Bueno —dijo Alfred, levantándose de la mesa—. Me voy a la cama.
—Yo voto por St. Jude en Navidades —dijo Jonah.
Lo de enrolar a Jonah directamente en su campaña y utilizar a un muchachito como punto de apoyo le pareció a Gary un truco muy rastrero por parte de Enid. Tras dejar a Jonah acostado, le dijo a su madre que las Navidades deberían ser ahora la última de sus preocupaciones.
—Papá ya no es capaz ni de instalar un interruptor —dijo—. Y tenéis una gotera en el piso de arriba y se está colando el agua en la parte de la chimenea…
—Adoro esta casa —dijo Enid, desde el fregadero de la cocina, mientras restregaba la sartén de las costillas de cerdo—. Papá lo único que tiene que hacer es cambiar un poco de actitud.
—Necesita medicación o tratamiento de choque —dijo Gary—. Y si tú quieres consagrar tu vida a su servicio, allá tú. Si quieres vivir en una casa vieja, con toda clase de reglas, tratando de mantenerlo todo como a ti te gusta, pues allá tú, también. Si quieres consumirte haciendo ambas cosas a la vez, no hay nada que yo pueda hacer. Pero no me pidas que planifique las Navidades en marzo, sólo para quedarte tranquila.
Enid colocó la sartén de las costillas, en posición vertical, sobre la encimera que había junto al ya atestado escurridor de platos. A Gary le constaba que su obligación era agarrar un trapo y ponerse a secar, pero el revoltijo de sartenes húmedas y platos y cubiertos de su cena de cumpleaños lo dejaba sin fuerzas. Secar todo aquello se le antojaba una tarea digna de Sísifo, como reparar todo lo que estaba estropeado en casa de sus padres. El único modo de evitar la desesperación era no involucrarse.
Se sirvió una copita de brandy, para dormir mejor, mientras Enid, como a puñaladas de infelicidad, arrancaba los restos de comida que el agua había adherido al fondo del fregadero.
—Según tú, ¿qué es lo que tendría que hacer? —preguntó.
—Vender la casa —dijo Gary—. Poneros mañana mismo en contacto con una agencia.
—¿Y mudarnos a uno de esos pisos modernos, con todas las cosas unas encima de otras? —Enid se sacudió de la mano, en la basura, los asquerosos fragmentos húmedos—. Cuando yo tengo que pasar el día fuera, Dave y Mary Beth invitan a papá a comer. A él le encanta, y yo me siento la mar de cómoda, sabiendo que está con ellos. El pasado otoño estaba en el jardín, plantando un tejo nuevo, y no conseguía arrancar el tocón del anterior, y entonces se presentó Joe Person con una piqueta, y se pasaron la tarde entera trabajando mano a mano.
—No debería ponerse a plantar tejos —dijo Gary, lamentando ya la escasez de su copa inicial—. No debería trabajar con piquetas. Apenas puede tenerse en pie.
—Sé muy bien que no podemos estar aquí para siempre, Gary. Pero quiero disfrutar de unas últimas Navidades en familia, verdaderamente como Dios manda. Y quiero…
—¿Te pensarías lo de la mudanza si pasásemos todos aquí las Navidades?
Una nueva esperanza dulcificó la expresión de Enid.
—¿Os pensaríais Caroline y tú lo de venir?
—No puedo prometer nada —dijo Gary—. Pero si con eso te vas a sentir más a gusto cuando pongas la casa en venta, desde luego que nos pensaríamos…
—Me encantaría que vinierais. Me encantaría.
—Pero tienes que ser realista, mamá.
—Vamos a dejar que pase este año —dijo Enid—, vamos a preparar las Navidades aquí, como quiere Jonah, y luego ya veremos.
Gary regresó a Chestnut Hill con un notable empeoramiento de su ANHEDONIA. Como proyecto para el invierno, había estado destilando cientos de horas de vídeos caseros para recopilarlos en una cinta de dos horas, más manejable, una especie de Grandes Momentos de los Lambert de los que luego pudiera hacer buenas copias y tal vez enviarlos como tarjetas de Navidad. En la última fase de edición, según iba visionando una y otra vez sus escenas familiares preferidas y volviendo a sincronizar sus canciones preferidas (Wilde Horses, Time After Time, etc.), empezó a odiar las escenas y odiar las canciones. Y cuando, ya en el nuevo laboratorio fotográfico, puso la atención en los Doscientos Mejores Momentos de los Lambert, descubrió que tampoco le producía ningún placer la contemplación de imágenes estáticas. Se había pasado años dándole vueltas a la idea de los Grandes Momentos, pensando siempre que sería una especie de fondo mutuo perfectamente equilibrado y revisando una y otra vez, con gran satisfacción, las imágenes que a su entender mejor encajaban en el proyecto. Ahora se preguntaba a quién pretendía impresionar con esas imágenes. ¿A quién pretendía convencer, además de a sí mismo, y de qué? Sintió el extraño impulso de quemar sus viejas fotos preferidas. Pero su vida entera estaba estructurada como corrección o enmienda de la vida de su padre, y Caroline y él hacía mucho tiempo que habían llegado a la conclusión de que Alfred estaba clínicamente deprimido, y, dado que la depresión clínica tiene bases genéticas y es, en lo sustancial, hereditaria, Gary no tenía más remedio que seguir plantando cara a la anhedonia, seguir apretando los dientes, seguir haciendo todo lo posible por divertirse.
Se despertó con una erección apremiante y con Caroline junto a él en las sábanas.
La lámpara de su mesilla de noche seguía encendida, pero, por lo demás, la habitación estaba a oscuras. Caroline yacía en postura de sarcófago, de espaldas sobre el colchón y con una almohada bajo las rodillas. Por las alambreras del dormitorio se filtraba el aire fresco y húmedo de un verano que empezaba a fatigarse. Ningún viento agitaba las hojas del sicomoro cuyas ramas abajeras colgaban frente a las ventanas.
En la mesilla de noche de Caroline había una ejemplar en tapa dura de Término medio: Cómo ahorrarles a tus hijos la adolescencia que TÚ tuviste (Caren Tamkin, Doctora en Filosofía, 1998).
Parecía dormida. Su largo brazo, sin flaccidez alguna, gracias a las sesiones de natación en el Cricket Club, tres veces por semana, descansaba a su lado. Gary miró su naricilla, su boca grande y roja, la pelusa rubia y el brillo sin gracia del sudor en el labio superior, la porción decreciente de piel muy clara que quedaba expuesta entre el borde de la camiseta y el elástico de sus viejos shorts de gimnasia del Swarthmore College. El pecho más cercano a Gary presionaba contra el interior de la camiseta, y la definición carmín del pezón quedaba levemente visible a través del tejido dilatado de la camiseta…
Cuando extendió la mano y le alisó el cabello, el cuerpo entero de Caroline saltó como si le hubieran aplicado un desfibrilador.
—¿Qué pasa? —dijo él.
—La espalda me está matando.
—Hace una hora te estabas riendo y te encontrabas estupendamente. ¿Ahora te vuelve a doler?
—Se me está pasando el efecto del Motrin.
—Una misteriosa resurgencia del dolor.
—No me has dicho ni una sola palabra cariñosa desde que me empezó a doler la espalda.
—Porque es mentira que te duela tanto —dijo Gary.
—Dios mío. ¿Otra vez?
—Dos horas de fútbol y de hacer el gamberro bajo la lluvia no son el problema. El problema es que suene el teléfono.
—Sí —dijo Caroline—, porque tu madre se niega a gastarse diez centavos en dejar un mensaje. Tiene que dejarlo sonar tres veces, y colgar, y volver a dejarlo sonar tres veces, y colgar, y…
—No tiene nada que ver con nada que hayas hecho tú —dijo Gary—. ¡Es mi madre! Vino en una alfombra mágica y te pegó un golpe en la espalda, porque quiere que sufras.
—Después de pasarme la tarde oyendo sonar el teléfono y dejar de sonar y volver a sonar, tengo los nervios destrozados.
—Caroline, te vi cojear antes de meterte en la casa. Vi la cara que ponías. No me digas que no te estaba doliendo antes.
Ella negó con la cabeza.
—¿Sabes lo que pasa?
—¡Y luego te pones a escuchar!
—¿Sabes lo que pasa?
—Te pones a escuchar por el único teléfono libre de la casa, y tienes la cara dura de decirme…
—Gary, estás deprimido. ¿No te das cuenta?
Él se rio.
—No lo creo.
—Estás melancólico y suspicaz y obsesivo. Vas por ahí con cara de pocos amigos. No duermes bien. No disfrutas con nada.
—Estás cambiando de tema —dijo él—. Mi madre llamó porque tiene una propuesta razonable para las Navidades.
—¿Razonable? —Caroline lanzó ahora una carcajada—. Se vuelve majareta en cuando salen a relucir las Navidades. Es una lunática, Gary.
—Anda allá, Caroline. De veras.
—¡Lo digo en serio!
—De verdad. Caroline. Van a vender la casa muy pronto y además quieren que les hagamos una última visita, antes de morirse, Caroline, antes que mueran mis padres.
—Siempre hemos estado de acuerdo en esa cuestión. Siempre hemos dicho que cinco personas que llevan una vida llena de ocupaciones no tienen por qué meterse en un avión, en plena temporada alta de vacaciones, para que dos personas sin nada que hacer en este mundo no tengan que desplazarse hasta aquí. Y con muchísimo gusto los he…
—Una leche, con muchísimo gusto.
—Hasta que, de pronto, ¡las reglas cambian!
—No los has tenido aquí con muchísimo gusto, para nada, Caroline. Hemos llegado a un punto en que ni siquiera les apetece estar aquí más de cuarenta y ocho horas.
—¡Será por culpa mía!
Dirigía sus gestos y sus expresiones faciales, de un modo un poco siniestro, al cielorraso.
—Lo que no te entra en la cabeza, Gary, es que ésta es una familia emocionalmente sana. Yo soy una madre llena de amor y llena de comprensión. Tengo tres hijos inteligentes, creativos y emocionalmente sanos. Si tú crees que hay un problema en esta casa, más vale que te eches un vistazo a ti mismo.
—Estoy haciendo una propuesta razonable —dijo Gary—, y tú me sales con que estoy «deprimido».
—O sea que ni siquiera se te ha pasado por la cabeza.
—En cuanto saco a colación las Navidades, estoy deprimido.
—En serio, ¿me estás diciendo que ni siquiera se te ha pasado por la cabeza, en los seis últimos meses, la posibilidad de que tengas un problema clínico?
—Caroline, es una grave muestra de hostilidad decirle a otra persona que está loca.
—No, si esa persona tiene un problema clínico en potencia.
—Mi propuesta es que vayamos a St. Jude —dijo él—. Si te niegas a que hablemos del asunto como personas hechas y derechas, tomaré yo solo la decisión.
—¿Ah sí? —Caroline emitió un sonido de desprecio—. Puede que Jonah se vaya contigo. Pero a ver cómo convences a Aaron y a Caleb de que se metan en el avión. No tienes más que preguntarles dónde quieren pasar las Navidades.
Sólo tienes que preguntarles con qué equipo juegan.
—Pues estaba yo en la idea de que somos una familia —dijo Gary— y hacemos las cosas juntos.
—Eres tú quien está tomando decisiones unilaterales.
—Dime que éste no es un problema de los que liquidan un matrimonio.
—Eres tú quien ha cambiado.
—Porque no, Caroline, esto es, no, esto es ridículo. Hay muy buenas razones para que hagamos una excepción, por una vez, este año.
—Estás deprimido —dijo ella—, y quiero que vuelvas a mí. Estoy harta de vivir con un anciano deprimido.
Gary, por su parte, quería que volviese a él la Caroline que sólo unas noches antes se le había abrazado vigorosamente en la cama, al estallar una fuerte tormenta. La Caroline que se le echaba en los brazos nada más entrar en la habitación. La chica casi huérfana cuyo más ferviente deseo era jugar en su equipo.
Pero también era cierto que siempre le había gustado mucho lo dura que podía ser, lo poco que se parecía a los Lambert, la escasa comprensión que manifestaba hacia su familia. A lo largo de los años había ido recogiendo ciertas observaciones hechas por ella, en una especie de Decálogo Personal, Las Diez Mejores Frases de Caroline, y solía utilizar esa recopilación para reforzar sus propias actitudes y añadirles sustancia:
Llevaba años y años suscribiendo ese credo, se había sentido profundamente deudor de Caroline por cada una de las frases, y ahora empezaba a preguntarse qué era lo que había de cierto en ellas. Quizá nada.
—Mañana por la mañana llamaré a la agencia de viajes —dijo.
—Hazme caso —le replicó Caroline de inmediato—: más vale que llames al doctor Pierce, en vez de tanto llamar a la agencia. Necesitas hablar con alguien.
—Necesito a alguien que diga la verdad.
—¿Quieres la verdad? ¿Quieres que te diga por qué no voy?
Caroline se sentó en la cama, adoptando el extraño ángulo que su dolor de espaldas requería.
—¿De verdad quieres saberlo?
A Gary se le cerraron los ojos. Los grillos del exterior sonaban como agua corriendo sin fin por las cañerías. De la distancia llegó un rítmico ladrido de perro, como el ruido que hace una sierra en su trayectoria descendente.
—La verdad —dijo Caroline— es que cuarenta y ocho horas a mí me parece bastante bien. No quiero que mis hijos recuerden las Navidades como una época en que todo el mundo la emprende a gritos con todo el mundo. Lo cual, a estas alturas, parece básicamente inevitable. Tu madre entra por las puertas llevando a cuestas el equivalente de trescientos sesenta días de manía navideña, porque lleva obsesionada con el asunto desde enero; y luego, por supuesto, ¿Dónde está la figurita del reno hecha en Austria? ¿No os gusta? ¿No la ponéis? ¿Dónde está? ¿Dónde está la figurita del reno hecha en Austria? Tiene sus manías de comida, sus manías de dinero, sus manías de ropa, y tiene diez maletas de equipaje, todo lo cual, hasta hace bien poco, a mi marido sí que le parecía un problema, pero ahora, de pronto, sin previo aviso, se pone de su parte. Ahora habrá que poner la casa patas arriba buscando una figurita cursi de tienda de souvenir que no vale ni trece dólares, pero que tiene un enorme valor sentimental para tu madre…
—Caroline.
—Y cuando resulta que Caleb…
—Estás dando una versión muy poco honrada.
—Déjame terminar, Gary, por favor. Luego, cuando resulta que Caleb hizo lo que cualquier chico normal habría hecho con una basura de regalo que encontró en el sótano…
—No puedo escuchar esto.
—No, no, el problema no es que tu madre, ojo de águila, esté obsesionada con una porquería de souvenir austríaco, no, el problema es que…
—Era una pieza de cien dólares tallada a…
—¡Como si hubieran sido mil dólares! ¿A qué viene castigar a tu hijo, a tu propio hijo, por la chifladura de tu madre? Es como si de pronto te hubiera dado por obligarnos a todos a comportarnos como si estuviéramos en 1964 y esto fuera Peoria, Illinois. «¡Limpia tu plato!». «¡Ponte corbata!». «¡Esta noche no hay televisión!». ¡Y te extraña que nos peleemos! ¡Y te extraña que Aaron levante los ojos al cielo cuando ve entrar a tu madre! Es como si te sintieras a disgusto permitiéndole que nos vea. Es como si mientras ella está aquí tú te empeñaras en hacer como que vivimos de un modo que a ella le gustara. Pero, escúchame bien, Gary, no tenemos nada de que avergonzarnos. Es tu madre quien debería avergonzarse. Me persigue por toda la cocina, inspeccionándome, como si yo me dedicara a asar un pavo todas las semanas, y si me vuelvo de espaldas por un segundo, va y le echa un litro de aceite a lo que sea que esté haciendo, y en cuanto salgo de la cocina se pone a escarbar en la basura, como si fuera de la Inspección de Sanidad, y saca cosas de la basura y se las da a mis hijos…
—La patata esa estaba en el fregadero, no en la basura, Caroline.
—¡Y todavía la defiendes! Luego se va fuera, a rebuscar en los cubos de la basura, para ver si hay alguna porquería más que pueda echarme en cara haber tirado, y cada diez minutos, literalmente cada diez minutos, me pregunta ¿cómo estás de la espalda, cómo estás de la espalda, cómo estás de la espalda? y ¿cómo fue que te hiciste daño? ¿Estás mejor de la espalda? ¿Cómo estás de la espalda? Anda siempre buscando cosas que criticar y luego se pone a decirles a mis hijos cómo tienen que vestirse para cenar en mi casa, y tú no me apoyas. Tú no me apoyas, Gary. Tú en seguida te pones a pedir perdón, y a mí es que no me entra en la cabeza, pero no voy a pasar por todo eso otra vez. Básicamente, creo que tu hermano es quien mejor lo hace. Es un chico agradable, listo, divertido, lo suficientemente honrado como para decir lo que va a tolerar y lo que no va a tolerar en las reuniones familiares. ¡Y tu madre lo trata como si fuera un oprobio para la familia y un fracasado! ¿No querías la verdad? Pues ahí la tienes: la verdad es que no puedo soportar otras Navidades así. Si es imprescindible que veamos a tus padres, tendrá que ser en nuestro propio terreno. Tal como tú prometiste que sería siempre.
Un almohadón de negrura azulada cubría el cerebro de Gary. Había alcanzado el punto de la curva de descenso vespertino posterior a los martinis, cuando un sentimiento de complicación le pesaba en las mejillas, en la frente, en los párpados, en la boca. Comprendía que su madre enfureciera de ese modo a Caroline, y al mismo tiempo le encontraba pegas a casi todo lo que Caroline acababa de decir. El reno, por ejemplo, era una pieza bastante bonita, y venía muy bien empaquetado. Caleb le había roto dos patas y le había clavado un clavo de gran tamaño en el cráneo. Enid había cogido una patata asada del fregadero, de las sobras, la había cortado en rodajas y la había frito para que se la comiera Jonah. Y Caroline no se había tomado la molestia de esperar a que saliera de la ciudad su familia política para tirar al cubo de la basura la bata rosa de poliéster que Enid le había regalado por Navidad.
—Cuando dije que quería la verdad —dijo, sin abrir los ojos—, me refería a que te vi cojear antes de que te metieras corriendo en la casa.
—¡Ay, Dios mío! —dijo Caroline.
—No fue mi madre quien te dañó la espalda. Fuiste tú misma.
—Te lo ruego, Gary, hazme el favor de llamar al doctor Pierce.
—Admite que has mentido, y podemos hablar de lo que tú quieras. Pero nada va a cambiar hasta que no lo admitas.
—Ni siquiera te reconozco la voz.
—Cinco días en St. Jude. ¿No puedes hacerlo por una mujer que, como tú misma dices, no tiene ninguna otra cosa en la vida?
—Por favor, vuelve a mí.
Un acceso de rabia obligó a Gary a abrir los ojos. Apartó las sábanas de una patada y saltó de la cama.
—¡Esto es de lo que puede acabar con un matrimonio! ¡No me entra en la cabeza!
—Gary, por favor…
—¡Vamos a romper por un viaje a St. Jude!
Y entonces un visionario con una sudadera puesta le daba una conferencia a un grupo de estudiantes muy guapas. Detrás del visionario, en una pixelada distancia intermedia, había esterilizadores y cartuchos de cromatografía y colorantes de tejidos en solución ligera, grifos medicocientíficos de cuello largo, imágenes de cromosomas despatarrados como chicas de calendario y diagramas de cerebros color atún fresco cortados en rodajas como sashimi. El visionario era Earl «Ricitos» Eberle, un cincuentón de boca pequeña y con unas gafas de auténtico saldo, en quien los creadores del vídeo promocional de la Axon Corporation se habían aplicado todo lo posible para sacarlo glamoroso. El trabajo de cámara era muy agitado: el suelo del laboratorio se balanceaba hacia atrás y hacia delante. Planos en zoom, borrosos, se concentraban en los rostros de las alumnas, radiantes de fascinación. Curiosamente, la cámara prestaba una atención obsesiva a la nuca de la visionaria cabeza (que, en efecto, tenía rizos).
—Por supuesto que la química, incluso la química cerebral —decía Eberle—, es básicamente manipulación de electrones en sus cápsulas. Pero comparen esto, si quieren, con una electrónica consistente en pequeños interruptores de dos y tres polos. El diodo, el transistor. El cerebro, por el contrario, posee varias decenas de tipos de interruptores. La neurona se excita o no se excita; pero esta decisión viene regulada por zonas receptoras que suelen tener gradaciones de sí o no entre el sí total y el no total. Aunque pudiéramos fabricar una neurona artificial con transistores moleculares, el sentido común nos indica que nunca podremos trasladar toda esa química al lenguaje de sí o no, a secas, sin quedarnos faltos de espacio. Si calculamos, por lo bajo, que pueda haber veinte ligandos neuroactivos, entre los cuales muy bien puede haber ocho funcionando al mismo tiempo, y que cada uno de estos ocho interruptores tenga cinco posiciones diferentes… No voy a aburrirles a ustedes con las posibilidades combinatorias, pero les saldría un androide con toda la pinta de Mr. Potato.
Primer plano de un estudiante con cara de nabo, riéndose.
—Ahora bien, todos estos datos son tan elementales —dijo Eberle— que normalmente no nos molestamos en enunciarlos. Son la pura y simple realidad. La única conexión utilizable que tenemos con la electrofisiología de la cognición y de la volición es química. Ésta es la verdad recibida, el evangelio de nuestra ciencia. Nadie en su sano juicio intentaría ligar el mundo de las neuronas con el mundo de los circuitos impresos.
Eberle hizo una pausa dramática.
—Nadie, quiero decir, salvo la Axon Corporation.
Oleadas de murmullos recorrieron el mar de inversores institucionales congregados en el Salón B del Hotel Four Seasons, en el centro de Filadelfia, para asistir al show itinerante de promoción de la primera oferta pública de la Axon Corporation. Había una pantalla gigante en la tribuna. En cada una de las veinte mesas redondas del casi oscuro salón había fuentes de satay y de sushi, con sus salsas apropiadas, para aperitivo.
Gary estaba situado, junto a su hermana Denise, en una mesa de cerca de la puerta. Había acudido al show itinerante con intención de hablar de negocios, y habría preferido estar solo, pero Denise se había empeñado en que comieran juntos, porque estábamos a lunes, y el lunes era su único día libre, de modo que se había hecho invitar. Gary ya se había figurado que su hermana iba a encontrar motivos políticos o morales o estéticos para que le pareciera deplorable el espectáculo, y ni que decir tiene que estaba mirando el vídeo con los ojos amusgados de sospecha y con los brazos estrechamente cruzados. Llevaba un vestido suelto amarillo y estampado de flores rojas, sandalias negras y un par de gafas de plástico redondas, muy trotskianas; pero lo que realmente la distinguía de las demás mujeres del salón B era la desnudez de sus piernas. Ninguna mujer que trabajara en cosas de dinero iba por ahí sin medias.
¿QUÉ ES EL PROCESO CORECKTALL?
—El proceso Corecktall —dijo la imagen recortable de Ricitos Eberle, cuyo joven público había sido reducido digitalmente a una especie de puré de materia cerebral color atún fresco— es una terapia neurobiológica revolucionaria.
Eberle ocupaba una butaca ergonómica en la cual, ahora se veía, le era posible sobrevolar vertiginosamente, dando vueltas, un espacio gráfico que representaba el mar interior del mundo craneal. Por todas partes centelleaban ganglios de Kelpy y neuronas como calamares y capilares como anguilas.
—Concebido en principio como terapia para enfermos de Parkinson y Alzheimer y otras enfermedades neurológicas degenerativas —dijo Eberle—, Corecktall ha dado pruebas de tanta potencia y versatilidad que sus efectos van más allá de la simple terapia, para convertirse, lisa y llanamente, en curativos. Y curativos no sólo de esas terribles enfermedades degenerativas, sino también de una pléyade de dolencias normalmente consideradas psiquiátricas o incluso psicológicas. Dicho en pocas palabras, Corecktall brinda por primera vez la opción de renovar y aun de mejorar el cableado de un cerebro humano.
—Fiu —dijo Denise, arrugando la nariz.
En aquel momento Gary ya estaba muy al corriente del Proceso Corecktall. Había escudriñado el prospecto de distracción de la Axon y se había leído de cabo a rabo todos los análisis de la compañía que pudo localizar en Internet y todos los que obtuvo de los servicios privados a que estaba suscrito el CenTrust. Los analistas más conservadores, preocupados ante las recientes correcciones en el sector biotecnológico, que eran, verdaderamente, como para que se le revolviesen a uno las tripas, opinaban en contra de cualquier inversión en una tecnología médica no verificada para cuya salida al mercado habría de transcurrir un mínimo de seis años. Desde luego que un banco como el CenTrust, fiduciariamente obligado a ser conservador, jamás tocaría semejante OPI. Pero los planteamientos de Axon eran mucho más sólidos que los de muchísimos startups biotecno, y, para Gary, el hecho de que la compañía hubiera hecho el esfuerzo de comprar la patente de su padre en un momento tan primitivo del desarrollo del Corecktall era señal de gran confianza en sí misma por parte de la empresa. En ello veía una buena oportunidad de hacer dinero y, de paso, tomar venganza de la putada que la Axon le había hecho a su padre, o, en términos más generales, de ser osado donde su padre había sido un pusilánime.
Ocurría que en junio, según fueron cayendo las primeras fichas de dominó de la crisis monetaria internacional, Gary había retirado de los fondos de crecimiento europeos y del lejano oriente casi todo su dinero de jugar, que, así, quedaba disponible para ser invertido en la Axon. Y dado que aún faltaban tres meses para la OPI y que aún no había empezado el empujón de las ventas y que los informes de distracción eran lo suficientemente vacilantes como para que los no introducidos en el tema se lo tomasen con calma, Gary no debería haber tenido ningún problema para conseguir una reserva de cinco mil acciones. Pero sí que los tuvo, y no precisamente pocos.
Su broker (a comisión), que apenas había oído hablar de la Axon alguna vez, se puso bastante tarde al asunto, pero acabó llamando a Gary para comunicarle que su compañía tenía atribuido un total de 2500 acciones. Normalmente, un corredor nunca comprometería más del cinco por ciento de su reserva con un solo cliente en un momento tan inicial del juego, pero, teniendo en cuenta que Gary había sido el primero en llamar, su encargado estaba dispuesto a apartarle 500 acciones. Gary presionó para conseguir más, pero la triste realidad era que no podía contarse entre los clientes punteros de la casa. Solía invertir en múltiplos de cien y, para ahorrarse comisiones, también realizaba pequeñas operaciones por su cuenta, utilizando Internet.
Ahora bien: Caroline sí que era una gran inversora. Asesorada por Gary, solía comprar en múltiplos de mil. Su broker trabajaba para la firma más importante de Filadelfia, y no había duda de que bien podían conseguirse 4500 acciones de la nueva emisión de la Axon para una cliente verdaderamente apreciada. Así funcionan las cosas. Desgraciadamente, desde aquella tarde de domingo en que Caroline se hizo daño en la espalda, ambos cónyuges se habían mantenido tan cerca de no hablarse como puede permitírselo una pareja que sigue junta y que ha de ocuparse de los hijos. Gary estaba ansioso por conseguir sus cinco mil acciones de la Axon, pero se negaba a sacrificar sus principios y arrastrarse ante su mujer y mendigarle que invirtiera por él.
De modo que llamó por teléfono a su contacto de grandes inversiones en Hevy & Hodapp, un tal Pudge Portleigh, y le pidió que cargara a su cuenta personal el valor de cinco mil acciones de la OPI. A lo largo de los años, en su desempeño fiduciario del CenTrust, Gary había comprado muchísimas acciones a Portleigh, entre ellas varios fiascos certificados. Ahora, Gary le dio a entender a Portleigh que el CenTrust bien podía aumentarle en un futuro próximo el volumen de gestión que tenía asignado. Pero Portleigh, con extraña reluctancia, lo único que aceptó fue transmitir la demanda de Gary a Daffy Anderson, responsable de esta OPI en Hevy & Hodapp.
Transcurrieron a continuación dos semanas enloquecedoras sin que Pudge Portleigh llamase a Gary para confirmarle la operación. El runrún internetero sobre la Axon iba pasando del susurro al clamor. Dos artículos del equipo de Earl Eberle, muy importantes y relacionados entre sí —«Estimulación reversa tomográfica de la sinaptogénesis en vías neuronales elegidas» y «Refuerzo positivo transitorio en los circuitos límbicos desprovistos de dopamina»— aparecieron respectivamente en Nature y en el New England Journal of Medicine, con escasos días de intervalo entre uno y otro. Ambos artículos fueron objeto de considerable atención por parte de la prensa financiera, con noticia de primera página en el Wall Street Journal. Los analistas, uno tras otro, empezaron a emitir fuertes señales de Compre Usted Axon, y, mientras, Portleigh seguía sin atender los mensajes que le dejaba Gary, y éste era consciente de que la ventaja que le habían otorgado sus pistas internas iniciales iba desmoronándose por momentos…
1. ¡TÓMESE UN CÓCTEL!
—… de los citratos férricos y acetatos férricos especialmente formulados para cruzar la barrera de la sangre cerebral y acumularse intersticialmente.
Decía el pregonero invisible cuya voz acababa de unirse a la de Earl Eberle en la banda sonora del vídeo.
—Y añadimos al lote un sedante que no crea hábito y un generoso chorreón de jarabe de avellana Moccacino, por cortesía de la cadena de cafés más popular del país.
Una figurante que en la secuencia anterior estaba entre los asistentes a la conferencia, una chica con las funciones neurológicas evidentemente en plena forma, se bebió con enorme placer y con los músculos de la garganta pulsándole de un modo la mar de sexy, un vaso alto y escarchado de electrolitos Corecktall.
—¿Qué era la patente de papá? —susurró Denise en el oído de Gary—. ¿Gel no sé qué de acetato férrico?
Gary asintió sin ganas.
—Electropolimerización.
En sus archivos caseros de correspondencia, que albergaban, entre otras cosas, todas y cada una de las cartas que le habían enviado su padre o su madre a lo largo de los años, Gary había logrado localizar una vieja copia de la patente de Alfred. No estaba seguro de haberla mirado antes, teniendo en cuenta lo que ahora le había impresionado la clara exposición que su viejo hacía de la «anisotropía eléctrica» y de «ciertos geles ferroorgánicos», junto con su propuesta de que tales geles pudieran usarse para «reflejar minuciosamente» tejidos humanos vivos, creando así un «contacto eléctrico directo» con «estructuras morfológicas finas». Comparando la redacción de la patente con la descripción del Corecktall en la página web de la Axon, recién renovada, Gary se quedó impresionado ante la profunda similitud. Evidentemente, el proceso de cinco mil dólares ideado por Alfred quedaba ahora en el centro de un proceso de que la Axon esperaba obtener más de 200 millones. ¡Como si a uno le hiciera falta otro motivo más para pasarse la noche en vela, echando pestes!
—Eh, Kelsey, sí, hermano, consígueme doce mil Exxon a uno cero cuatro máximo —dijo de pronto, y demasiado alto, un joven sentado a la izquierda de Gary. El chaval llevaba un mini ordenador con las cotizaciones de Bolsa, tenía un cable saliéndole de la oreja y lucía la mirada esquizofrénica de los móvilmente ocupados—. Doce mil Exxon, límite máximo uno cero cuatro.
Exxon, Axon, más vale que te andes con cuidado, pensó Gary.
2. COLÓQUESE LOS AURICULARES & ENCIENDA LA RADIO
—No oirá usted nada en absoluto, como no sea que los empastes que lleva en la boca le sintonicen un partido de fútbol en AM —bromeó el pregonero, mientras la sonrisueña muchacha se iba colocando en la camarófila cabeza una cúpula de metal muy parecida a un secador de pelo—, pero el caso es que las ondas de radio están alcanzando los más recónditos reductos de su cabeza. Imaginemos una especie de sistema de posicionamiento global para el cerebro: la radiación por radiofrecuencia selecciona y estimula selectivamente las vías neuronales asociadas con determinadas capacidades. Como, por ejemplo, la de firmar con nuestro nombre. La de subir escaleras. La de recordar la propia fecha de nacimiento. ¡La de plantearse las cosas positivamente! Sometidos a pruebas clínicas en decenas de hospitales de Norteamérica, los métodos reverso-tomográficos del Dr. Eberle han sido ahora perfeccionados para hacer esta fase del proceso Corecktall tan simple e indolora como una visita al peluquero.
—Hasta hace poco —intervino Eberle (su butaca y él seguían a la deriva por un mar de sangre y materia gris simuladas)—, mi proceso hacía necesaria la hospitalización del paciente durante una noche y también la inserción física de un calibre circular de acero en su cráneo. Este procedimiento resultaba incómodo a muchos pacientes, y algunos de ellos llegaban incluso a experimentar un malestar. Ahora, sin embargo, los enormes incrementos en la potencia de los ordenadores han hecho posible un proceso que se va autocorrigiendo instantáneamente en lo relativo a la localización de las vías neuronales individuales bajo estímulo…
—¡Eres mi hombre, Kelsey! —dijo en voz muy alta Mister Doce Mil Acciones de la Exxon.
En las primeras horas y días subsiguientes al gran estallido del domingo entre Gary y Caroline, hacía ahora tres semanas, tanto él como ella habían efectuado maniobras de aproximación. A altas horas de aquella noche dominical, Caroline cruzó la zona desmilitarizada del colchón y llegó a tocar a Gary en la cadera. En la noche siguiente él hizo una presentación de disculpas casi completa, sin llegar a ceder en el principal punto de litigio, pero declarando su pesar y su arrepentimiento por los daños colaterales a que había dado lugar, los sentimientos magullados, las interpretaciones mal intencionadas y las dolorosas acusaciones, proporcionando así a Caroline un anticipo del acceso de ternura que la esperaba sólo con que reconociese que, en lo tocante al principal punto en litigio, era él quien tenía razón. El martes por la mañana Caroline le preparó el desayuno: pan tostado con canela, ristras de salchichas y un bol de copos de avena en cuya superficie había dibujado, utilizando uvas pasas, una cara con la boca cómicamente curvada hacia abajo. El miércoles por la mañana Gary le echó un piropo, una mera observación de hecho («¡Qué guapa estás!») que, sin llegar a constituir una franca declaración de amor, sí que sirvió como recordatorio de una base objetiva (la atracción física) sobre la cual bien podía reinstaurarse el amor, sólo con que ella reconociese que, en lo tocante al principal punto en litigio, era él quien tenía razón.
Pero todas estas avanzadillas exploratorias, todos estos acercamientos quedaron en nada. Cuando él estrechó la mano que ella acababa de tenderle y le susurró que lamentaba mucho su dolor de espaldas, ella fue incapaz de dar el paso siguiente y reconocer que quizá (un simple «quizá» habría bastado) sus dos horas de fútbol bajo la lluvia hubieran contribuido al daño. Y cuando ella le dio las gracias por el piropo y le preguntó qué tal había dormido, a él le resultó imposible ignorar el matiz tendencioso y crítico que percibió en su voz, porque lo que entendió que le decía fue La prolongada alteración del sueño es síntoma común de la depresión clínica y, ah, por cierto, ¿qué tal has dormido, cariño?, de modo que, en vez de atreverse a reconocer que en realidad había dormido fatal, declaró haberlo hecho extremadamente bien, gracias, Caroline, extremadamente bien, extremadamente bien.
Cada acercamiento fallido restaba posibilidades de éxito al acercamiento siguiente. No mucho tiempo después, lo que en principio se le había antojado a Gary una posibilidad absurda —que en la cuenta corriente de su matrimonio ya no quedaran suficientes fondos de amor y buena voluntad como para cubrir los gastos emocionales que para Caroline implicaba el viaje a St. Jude y para Gary el no viaje a St. Jude— fue tomando visos de espantosa realidad. Empezó a odiar a Caroline simplemente por el hecho de seguir enfrentándosele. Le resultaban odiosas las nuevas reservas de independencia que ella iba explotando para resistírsele. Y lo más especialmente odioso era que ella lo odiase a él. Podría haber puesto fin a la crisis en un minuto si todo hubiera consistido solamente en perdonarla; pero percibía en su mirada la repulsión especular que sentía hacia él, y eso lo volvía loco y le emponzoñaba la esperanza.
Afortunadamente, las sombras que proyectaba su acusación de depresión, por alargadas y negras que fuesen, aún no se proyectaban sobre el despacho esquinero que tenía en el CenTrust, ni sobre el placer que le producía dirigir a sus dirigentes, sus analistas y sus comerciales. Las cuarenta horas en el banco se habían convertido, para Gary, en las únicas computables como placenteras a lo largo de la semana. Empezó incluso a acariciar la idea de trabajar cincuenta horas a la semana, pero era más fácil decirlo que hacerlo, porque lo normal, al cabo de las ocho horas de trabajo diario, era que no le quedara nada pendiente encima de la mesa, y, además, Gary era muy consciente de que pasarse las horas muertas en la oficina para huir de la desdicha hogareña era precisamente la trampa en que había caído su padre, era sin duda alguna el modo en que Alfred había empezado a automedicarse.
Cuando se casó con Caroline, Gary se hizo la callada promesa de no trabajar nunca más allá de las cinco de la tarde y de no llevarse jamás el maletín a casa. Entrando a trabajar en un banco regional de tamaño medio había escogido una de las salidas profesionales menos ambiciosas que podía escoger un graduado de la Wharton School. Al principio, en lo único que puso su intención fue en evitar los errores de su padre —darse tiempo para gozar de la vida, ocuparse de su mujer, jugar con los niños—, pero poco después, al mismo tiempo que iba dando crecientes muestras de su extraordinario talento como gestor de carteras, se hizo más específicamente alérgico a la ambición. Compañeros mucho menos dotados que él pasaban a trabajar en fondos mutuos, se independizaban en el campo de la gestión financiera, o abrían sus propios fondos; pero también tenían que trabajar doce o catorce horas diarias, y todos ellos iban por el mundo con la típica pinta del esforzado luchador, de los que sudan la camiseta. Gary, amparado en la herencia de Caroline, gozaba de libertad para el cultivo de su no ambición y para ser, como jefe, en la oficina, el perfecto padre estricto y cariñoso que no podía ser en casa. De sus subalternos exigía honradez y calidad en el trabajo. A cambio ofrecía paciencia para enseñarles, lealtad absoluta y la garantía de que nunca les achacaría los errores que él cometiera. Si su directora de grandes inversiones, Virginia Lin, hacía una recomendación en el sentido de incrementar el porcentaje de acciones del sector energético normalmente en cartera, para llevarlo del seis al nueve por ciento, y él (como solía) optaba por no modificar el reparto, y luego el sector energético experimentaba un par de subidas considerables, Gary tiraba de su amplia e irónica sonrisa de qué gilipollas soy y pedía disculpas a Lin delante de todo el mundo. Afortunadamente, siempre tomaba dos o tres buenas decisiones por cada una de las malas, y, además, en toda la historia universal nunca había habido un período de seis años mejor para la inversión en Bolsa que los seis años en que Gary llevó la División de Acciones Ordinarias del CenTrust. Había que ser tonto o carecer de escrúpulos para hacerlo mal durante ese período. Con el éxito garantizado, Gary podía permitirse el lujo de no amilanarse ante su jefe, Martin Koster, ni tampoco ante el jefe de su jefe, Marty Breitenfeld, presidente del CenTrust. Gary nunca se rebajaba, jamás incurría en adulación. De hecho, tanto Koster como Breitenfeld habían empezado a tomarlo como punto de referencia en cuestiones de buen gusto y protocolo, con Koster casi pidiéndole permiso para enrolar a su hija mayor en Abington Friends en vez de Friend’s Select, con Breitenfeld agarrando por las solapas a Gary, nada más salir éste del meadero de dirección, para preguntarle si Caroline y él pensaban asistir al baile de beneficencia de la Biblioteca Libre o si Gary le había derivado las entradas a alguna secretaria…
3. ¡RELÁJESE, TODO ESTÁ EN SU CABEZA!
Ricitos Eberle acababa de reaparecer en su butaca intracraneal con sendos modelos de plástico de una molécula electrolítica en cada mano.
—Una notable propiedad de los geles de citrato férrico y de acetato férrico —dijo— consiste en que, sometidos al estímulo de radiaciones de bajo nivel en determinadas frecuencias resonantes, sus moléculas pueden polimerizarse de modo espontáneo. Y, lo que es más importante aún, estos polímeros resultan ser excelentes conductores de los impulsos eléctricos.
El Eberle virtual miraba al frente con una sonrisa benigna, mientras en la mezcolanza animada y sanguinolenta de su entorno se levantaban olas como garabatos. Igual que si estas olas hubieran sido los compases de apertura de un minueto o de un baile tradicional escocés, todas las moléculas ferrosas se dispusieron en filas largas y conjuntadas.
—Estos microtúbulos conductivos transitorios —dijo Eberle— hacen pensable lo hasta ahora impensable: una interfaz digitoquímica a tiempo casi real.
—Está muy bien todo esto —le susurró Denise a Gary—. Es lo que siempre buscó papá.
—¿Qué, mandar a tomar por culo una fortuna?
—Ayudar a los demás —dijo Denise—. Salirse de la norma.
Gary le podría haber replicado que el viejo, si tantas ganas tenía de ayudar a alguien, podría haber empezado por su propia mujer. Pero Denise tenía una visión de Alfred que no por extraña resultaba menos inamovible. Carecía de sentido morder su anzuelo.
4. ¡LOS RICOS SE HACEN MÁS RICOS!
—Sí, cualquier rincón ocioso del cerebro puede ser la botica del maligno —dijo el pregonero—, pero el proceso Corecktall ignora todas y cada una de las vías neuronales ociosas. Y, en cambio, allí donde hay acción siempre está Corecktall, para reforzarla. Para contribuir a que los ricos se hagan más ricos.
De todos los rincones del Salón B llegaron risas y aplausos y gritos de aprobación. Gary notó que su vecino de la izquierda, el aplaudidor y sonrisueño Mister Doce Mil Acciones de la Exxon, miraba en su dirección. Quizá el tipo se estuviera preguntando por qué no aplaudía Gary, o tal vez le intimidara la informal elegancia de su vestimenta.
Para Gary, un elemento clave en su empeño de no ser un esforzado luchador, de los que sudan la camiseta, estribaba en vestirse como si no tuviera que trabajar, como se vestiría un caballero a quien complace pasar de vez en cuando por la oficina, a echarles una manita a los demás. Como si noblesse oblige.
Hoy llevaba una chaqueta sport de seda mezclada, color verde alcaparra, una camisa de lino crudo con los picos del cuello abotonables y unos pantalones negros sin pliegues. Su móvil permanecía desconectado, sordo a todas las llamadas. Inclinó su silla hacia atrás y recorrió con la vista el salón, para confirmar que, en efecto, era el único descorbatado allí presente; pero el contraste entre el yo y la muchedumbre dejaba hoy mucho que desear. Si el acto se hubiera celebrado unos años antes, el salón habría sido una jungla de trajes de rayas azules, sin abertura, a la moda de la Mafia, de camisas de color con el cuello blanco y de mocasines con borla. Pero ahora, en los años de madurez del prolongadísimo boom, hasta los peores andobas jovencitos de los alrededores de New jersey se hacían trajes italianos a medida y se compraban gafas de primera calidad. Tantísimos dólares habían inundado el sistema, que hasta un veinteañero convencido de que Andrew Weyth era una tienda de muebles y Winslow Homer un personaje de dibujos animados podía vestir igual que la aristocracia hollywoodense.
¡Cuánta misantropía y cuánta amargura! A Gary le habría encantado disfrutar siendo un hombre rico y acomodado, pero el país no se lo estaba poniendo nada fácil. A su alrededor, millones de norteamericanos con los millones recién acuñados se embarcaban en idéntica búsqueda de lo extraordinario: comprar la perfecta casa victoriana, bajar esquiando por una ladera virgen, tener trato personal con el chef, localizar una playa sin huellas de pisadas. Mientras, otras varias decenas de millones de jóvenes norteamericanos carecían de dinero, pero andaban en persecución del Rollo Perfecto. Y la triste verdad era que no todo el mundo podía ser extraordinario, ni todo el mundo podía estar en el rollo. Porque, entonces, ¿dónde queda lo normal y corriente? ¿Quién desempeñará la desagradecida tarea de ser una persona relativamente no enrollada?
Bueno, también seguía existiendo la ciudadanía de la Norteamérica central: los sanjudeanos con quince o veinte kilos de sobrepeso, con sus monovolúmenes y sus jerséis color pastel, con sus pegatinas de la asociación Pro Vida en el parachoques, con su pelo cortado a lo militar prusiano. Pero Gary había observado, en los últimos años, con la ansiedad acumulándosele como en un encuentro de placas tectónicas, que la gente seguía abandonando el Medio Oeste, camino de las costas más enrolladas. (Ni que decir tiene que él mismo era parte de ese éxodo, pero él se había escapado antes y, francamente, llegar primero tiene sus privilegios). Al mismo tiempo, y de pronto, todos los restaurantes de St. Jude se estaban adaptando a la marcha europea (de pronto, las señoras de la limpieza entendían de tomates secos y los criadores de puercos sabían distinguir una crême brulée), y los tenderos del centro comercial de cerca de casa de sus padres habían adquirido un aire de autosuficiencia descorazonadoramente similar al suyo, y los productos electrónicos de consumo que se vendían en St. Jude eran tan potentes y tan enrollados como los de Chestnut Hill. A Gary le habría parecido muy bien que se prohibiese de ahora en adelante cualquier intento de emigración a la periferia y que se fomentara entre los habitantes del Medio Oeste el regreso al consumo de empanadillas y al uso de prendas sin gracia alguna y a la práctica de los juegos de mesa, para hacer así posible la preservación de una reserva nacional de gente fuera de onda, de gente de gordillo y sin gusto, para que los privilegiados, como él, pudieran sostenerse a perpetuidad en su sensación de seres extremadamente civilizados.
Pero ya está bien, se dijo. El deseo demasiado arrasador de ser especial, de erigirse en monarca absoluto de la superioridad, venía a constituir, también, una Señal de Aviso de la Depresión Clínica.
Y, además, Mister Doce Mil Acciones de la Exxon no lo estaba mirando a él. Estaba mirándole las desnudas piernas a Denise.
—Los hilos de polímero —explicaba Eberle— se asocian quimiotácticamente con las vías neuronales activas, facilitando así la descarga del potencial eléctrico. Aún no entendemos completamente el mecanismo, pero su efecto consiste en hacer más fácil y más placentera cualquier actividad que el paciente esté llevando a cabo y desee repetir o prolongar. Lograr este efecto, aunque fuera de modo transitorio, ya sería un interesantísimo éxito clínico. Y, sin embargo, aquí en Axon hemos descubierto el modo de hacerlo permanente.
—Observen ustedes —ronroneó el pregonero.
5. ¡AHORA LE TOCA A USTED TRABAJAR UN RATO!
Mientras un ser humano de dibujos animados temblorosamente se llevaba una taza a los labios, determinadas vías neuronales, también temblorosas, se iluminaban en el interior de su dibujada cabeza. Luego, el dibujo bebió electrolitos Corecktall, se puso un casco Eberle y volvió a levantar la taza. Pequeños microtúbulos en crecimiento se arremolinaron hacia las vías activas, que empezaron a arder de luz y de vigor. Entonces, firme como una roca, la mano del dibujo volvió a colocar la taza en el plato.
—Tenemos que inscribir a papá para que le hagan una prueba —susurró Denise.
—¿Qué quieres decir? —dijo Gary.
—Bueno, esto es para el Parkinson. Podría venirle bien.
Gary suspiró como una rueda perdiendo aire. ¿Cómo podía ser que una idea tan increíblemente obvia no se le hubiera ocurrido a él? Se avergonzó de sí mismo y, a la vez, oscuramente, se sintió molesto con Denise. Orientó su blanda sonrisa hacia la pantalla como si no la hubiera oído.
—Una vez identificadas y estimuladas las vías —dijo Eberle—, no estamos sino a un paso de la corrección morfológica propiamente dicha. Y aquí, como en toda la medicina de hoy en día, el secreto está en los genes.
6. ¿RECUERDA LAS PÍLDORAS QUE TOMÓ EL MES PASADO?
Tres días antes, el viernes por la tarde, Gary por fin había conseguido que en la Hevy & Hodapp le pusieran con Pudge Portleigh. Éste parecía tener muchísima prisa cuando se puso al teléfono.
—Gare, perdona, es delirante lo de esta casa —dijo Portleigh—, pero, óyeme, amigo mío, sí que he podido comentar con Daffy Anderson tu solicitud. Y Daffy dice que por supuesto, que no hay ningún problema en asignar quinientas acciones a un buen cliente que trabaja en el CenTrust. Así que de acuerdo, amigo mío, ¿quedamos así?
—No —respondió Gary—: dijimos cinco mil, no quinientas.
Portleigh guardó silencio durante unos segundos.
—Mierda, Gare. Qué mal nos entendimos. Yo me había quedado en la idea de que eran quinientas.
—Me lo repetiste. Dijiste cinco mil. Dijiste que lo estabas apuntando.
—Refréscamelo un poco. ¿Es por tu cuenta o por cuenta del CenTrust?
—Por mi cuenta.
—Pues mira, Gare, vamos a hacer lo siguiente. Llama tú mismo a Daffy, explícale la situación, el malentendido, y a ver si puede arañarte otras quinientas. Yo te respaldo. Al fin y al cabo ha sido culpa mía, no tenía ni idea de la temperatura que iba a alcanzar esto. Pero tienes que comprenderlo, Daffy le está quitando la comida de la boca a otro, para dártela a ti. Es el Canal de la Naturaleza, Gare: un montón de pajaritos con el pico abierto de par en par. ¡A mí, a mí, a mí! Te puedo respaldar para otras quinientas, pero tú tienes que poner el pío-pío. ¿De acuerdo, amigo mío? ¿Quedamos así?
—No, Pudge, no quedamos así —dijo Gary—. ¿Te acuerdas de cómo te saqué de encima veinte mil acciones refinanciadas de Adelson Lee? ¿Recuerdas también…?
—Gare, Gare, no me hagas esto —dijo Pudge—. Soy consciente de ello. ¿Cómo voy a haber olvidado Adelson Lee? Joder, por favor, si es que no se me quita de la cabeza ni un solo minuto. Lo que trato de decirte es que quinientas acciones de la Axon, para mí, pueden parecer un desaire, pero créeme que no lo son. Es lo más que Daffy va a poder darte.
—Qué ráfaga de honradez tan refrescante —dijo Gary—. Ahora vuelve a contarme que te habías olvidado de que eran cinco mil.
—De acuerdo, soy un gilipollas. Gracias por decírmelo. Pero no puedo conseguirte más de mil sin acudir a lo más alto. Si quieres cinco mil, Daffy necesitará una orden directa de Dick Hevy en ese sentido. Y ya que me mencionas Adelson Lee, Dick no dejará de recordarme que CoreStates se quedó con cuarenta mil, First Delaware con treinta mil, TIAA-CREF con cincuenta mil, y así sucesivamente. El cálculo es tan crudo como eso, Gare. Tú nos ayudaste hasta veinte mil, nosotros te ayudamos hasta quinientas. Entiéndeme, puedo intentarlo con Dick, si quieres. Seguramente, puedo sacarle otras quinientas a Daffy, sólo con decirle que nunca habrías adivinado lo que le resplandecía la cabeza antes, viéndolo ahora. Uf. El milagro del crecepelo Rogaine. Pero, básicamente, éste es el típico asunto en el que a Daffy le gusta hacer de Santa Claus. Él sabe si has sido bueno o no has sido bueno. Él sabe, sobre todo, para quién trabajas. Si te he de ser franco, para obtener el trato que solicitas lo único que tienes que hacer es multiplicar por tres el tamaño de tu compañía.
Anda que no contaba el tamaño. Si no le prometía la futura compra de unos cuantos fiascos estrepitosos con el dinero de la CenTrust (y eso bien podía costarle el puesto), Gary no tenía ningún otro argumento que le permitiera negociar con Pudge Portleigh. No obstante, aún le quedaba un argumento moral, es decir: el hecho de que la Axon hubiera pagado la patente de Alfred muy por debajo de su verdadero valor. Ahí tendido en la cama, con los ojos de par en par, estuvo rumiando el texto del muy claro y muy ponderado discurso que pensaba soltarle al alto mando de Axon esa misma tarde: Quiero que me miren ustedes a los ojos y que me digan si la oferta hecha a mi padre era justa y razonable. Mi padre tuvo razones personales para aceptarla; pero sé lo que hicieron ustedes. ¿Me comprenden? Yo no soy un anciano del Medio Oeste. Sé lo que hicieron ustedes. Y se darán ustedes cuenta, supongo, de que no pienso salir de este despacho sin llevarme un compromiso en firme por cinco mil acciones. Podría reclamarles también que pidieran perdón. Pero me limito a proponerles una sencilla transacción entre personas hechas y derechas. Que, por cierto, les ha costado a ustedes nada. Cero. Rien. Niente.
—¡Sinaptogénesis! —exclamó, exultante, el pregonero, en el vídeo de la Axon.
7. ¡NO, NO ES UN LIBRO DE LA BIBLIA!
Los inversores profesionales del Salón B se reían muchísimo.
—¿No será una farsa todo esto? —le preguntó Denise a Gary.
—¿Iban a comprar la patente de papá para montar una farsa? —dijo Gary.
Ella negó con la cabeza.
—Lo que han conseguido es que me vengan ganas, no sé, de volverme a la cama.
Gary lo comprendió. Llevaba tres semanas sin dormir una noche entera. Su ritmo circadiano estaba desfasado en unos 180 grados, se pasaba las noches con las revoluciones a tope y el día con los ojos llenos de arenilla, y cada vez le resultaba más arduo seguir en el convencimiento de que aquel problema no era neuroquímico, sino personal.
¡Qué bien había hecho, durante todos estos meses, en ocultarle a Caroline las muy numerosas Señales de Aviso! ¡Qué atinada su intuición de que el déficit putativo del Neurofactor 3 minaría la legitimidad de sus argumentos morales! Caroline podía camuflar ahora su animosidad hacia él so capa de «preocupación» por su «salud». Sus fuerzas almacenadas para la guerra doméstica convencional no eran rival para semejante armamento biológico. Él había efectuado un cruel ataque contra la persona de ella. Ella había efectuado un heroico ataque contra la enfermedad de él.
Apoyándose en tal ventaja estratégica, Caroline había efectuado a continuación toda una serie de brillantes movimientos tácticos. Gary, al trazar sus planes de batalla para el primer fin de semana completo de hostilidades, había dado por sentado que Caroline se pondría a dar vueltas en torno a las carretas, como había hecho la semana anterior; había dado por sentado que se pondría a retozar a su alrededor como una adolescente, con Aaron y con Caleb, incitándolos a burlarse de su pobre y muy despistado padre. De modo que el jueves por la noche Gary le tendió una emboscada. Propuso, como si acabara de ocurrírsele, que Aaron, Caleb y él fuesen a hacer mountain-bike a los montes Poconos el domingo, saliendo al alba para una larga jornada de estrechamiento de vínculos al modo viril, sin que Caroline pudiera participar, porque le dolía la espalda.
Caroline dio réplica a este movimiento respaldando con todo entusiasmo la propuesta, instando a Caleb y Aaron a que fueran con su padre y lo pasaran estupendamente. Puso especial énfasis en esta última frase, dando lugar a que Aaron y Caleb saltaran y, como si lo hubieran ensayado antes, dijesen: «¡Mountain-bike, sí, papá, estupendo!». Y, de pronto, Gary se dio cuenta de lo que estaba pasando. Se dio cuenta de por qué Aaron, el lunes por la noche, había venido por su cuenta a pedirle perdón por haberlo llamado «horrible», y de por qué Caleb, el martes, por primera vez en meses, lo había invitado a jugar al futbolín, y de por qué Jonah, el miércoles, le había traído, sin previa solicitación por parte de Gary, en una bandejita con el borde de corcho, un segundo martini preparado por Caroline. Comprendió por qué sus hijos se habían vuelto agradables y solícitos: porque Caroline les había dicho que su padre estaba luchando por superar una depresión clínica. ¡Qué estratagema! Y no dudó ni por un segundo de que aquello fuese una estratagema, de que la «preocupación» de Caroline fuese puro fingimiento, táctica guerrera, un modo de no tener que pasar las vacaciones de Navidad en St. Jude, porque en sus ojos seguía sin percibirse el más leve vestigio de calor y afecto por Gary.
—¿Les has dicho a los chicos que estoy deprimido? —le preguntó Gary en la oscuridad, desde una lejana orilla de su vastísima cama—. ¿Caroline? ¿Les has mentido sobre mi condición mental? ¿Es por eso por lo que todo el mundo se ha vuelto tan amable de repente?
—Mira, Gary —dijo ella—: están siendo simpáticos porque quieren que los lleves a hacer mountain-bike a los Poconos.
—Hay algo en todo esto que no me huele nada bien.
—¿Sabes que te estás poniendo cada vez más paranoide?
—¡Joder, joder, joder!
—Es espantoso, Gary.
—¡Me estás jodiendo la cabeza! Y no hay nada más bajuno que eso. No viene en los libros ningún truco más sucio que ése.
—Por favor, escúchate.
—Contesta a mi pregunta —dijo él—. ¿Les has dicho que estoy «deprimido», que estoy «pasando una mala racha»?
—Bueno, ¿acaso no es verdad?
—Contesta mi pregunta.
No contestó la pregunta. No dijo ni una palabra más aquella noche, por más que él se pasara media hora repitiéndole la pregunta, con pausas de un par de minutos, para darle tiempo a contestar, pero sin obtener respuesta.
Cuando llegó la mañana de la excursión en bicicleta, estaba tan destrozado por la falta de sueño, que su única ambición estribaba en mantenerse en funcionamiento. Cargó las tres bicicletas en el muy amplio y muy seguro Ford Stomper de Caroline, hizo dos horas conduciendo, descargó las bicicletas y pedaleó un kilómetro detrás de otro por unas trochas terribles. Los chicos iban muy por delante de él. Cuando consiguió alcanzarlos, ellos ya habían descansado y querían seguir adelante. No fueron nada expresivos, pero sí que tenían cara de expectativa amistosa, como animando a Gary a que confesase algo. Pero la situación de éste, desde el punto de vista neuroquímico, era algo acuciante; lo único que se le ocurría decirles era «vamos a comernos los bocadillos» o «subimos la última cuesta y nos volvemos». Al atardecer volvió a cargar las bicis en el Stomper, volvió a hacerse dos horas conduciendo, y volvió a descargar las bicicletas en un acceso de anhedonia.
Caroline salió de la casa para contarles a los chicos mayores lo muchísimo que se habían divertido Jonah y ella durante su ausencia y para declararse conversa de los libros de Narnia. De modo que Jonah y ella se pasaron el resto de la velada hablando de «Aslan» y «Cair Paravel» y «Reepicheep», y de la chatería infantil sobre Narnia que habían localizado en Internet, y del sitio de C.S. Lewis, que tenía unos juegos en línea mazo molones y un verdadero cargamento de productos Narnia que encargar.
—Hay un CD-Rom de El príncipe Caspian —le dijo Jonah a Gary—, y tengo muchísimas ganas de jugar con él.
—Parece un juego muy interesante y muy bien diseñado —dijo Caroline—. Le enseñé a Jonah cómo pedirlo.
—Hay un Armario —dijo Jonah—. Y pinchas con el ratón y entras en Narnia por el armario. ¡Y la cantidad de cosas molonas que tiene dentro!
Qué profundo el alivio de Gary, a la mañana siguiente, cuando, a trancas y barrancas, como un yate desaparejado por la tormenta, atracó en el puerto seguro de su trabajo cotidiano. Allí, lo único que tenía que hacer era repararse como mejor supiera, mantener el rumbo, no estar deprimido. A pesar de las graves pérdidas sufridas, seguía confiando en la victoria. El día en que Caroline y él tuvieron la primera pelea, veinte años atrás, cuando se encerró en su apartamento y se puso a ver un partido de los Phillies de Filadelfia, pero más pendiente del timbre del teléfono que de ninguna otra cosa, ya le quedó claro que en el corazón de tictac que tenía Caroline había un fondo de desesperada inseguridad. Si él le retiraba su amor, ella, tarde o temprano, venía a golpear con los puñitos en su pecho, dejando que se saliera con la suya.
Pero Caroline no daba ninguna muestra de debilidad, esta vez. Más tarde, esa misma noche, con Gary incapaz de cerrar los ojos —no digamos dormir—, por el alucine y la rabia, Caroline se negó cortés pero firmemente a pelear con él. Fue especialmente coriácea en su negativa a tratar el asunto de las Navidades. Dijo que oír a Gary hablar sobre ello era como ver a un alcohólico bebiendo.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Gary—. Dime qué es lo que necesitas oír de mí.
—Lo que necesito es que te responsabilices de tu salud mental.
—¡Por Dios, Caroline! Mal, mal, mal, mal.
Entretanto, Discordia, la diosa de la vida conyugal, había estado haciendo de las suyas en la industria aeronáutica. Apareció en el Inquirer un anuncio a toda página con una irresistible oferta de las Midland Airlines en que se incluía un vuelo de ida y vuelta Filadelfia-St. Jude por 198 dólares. Sólo quedaban excluidas cuatro fechas de finales de diciembre; alargando un día la estancia, Gary podía llevarse a toda su familia a St. Jude (¡sin escalas!) por menos de mil dólares. Pidió a su agencia de viajes que le reservara cinco billetes y se dedicó a renovar la opción todos los días. Finalmente, en la mañana del viernes a cuyas 24:00 caducaba la oferta, puso en conocimiento de Caroline que iba a comprar los billetes. En cumplimiento de su estrategia de Navidades No, Caroline se volvió hacia Aaron y le preguntó si había preparado su examen de español. Desde su despacho de la CenTrust, llevado por un verdadero espíritu de trinchera, Gary llamó a la agencia de viajes y confirmó la compra. Luego llamó a su médico y le pidió que le recetara, sólo para unos cuantos días, unas píldoras para dormir algo más fuertes que las que se despachaban sin receta. El Dr. Pierce le contestó que las píldoras para dormir no le parecían muy buena idea. Caroline le había dicho que Gary quizá sufriera de depresión, y las píldoras para dormir, desde luego, no le iban a ser de gran ayuda al respecto. Lo mejor era que Gary se pasase por la consulta, para charlar un rato sobre su condición psíquica.
Por un momento, tras haber colgado el teléfono, Gary se permitió imaginar que estaba divorciado. Pero tres retratos mentales de sus hijos, resplandecientes e idealizados, seguidos de una bandada de miedos económicos que se abatieron sobre él como murciélagos, le apartaron la idea de la cabeza.
El sábado por la noche estaban invitados a cenar, y Gary aprovechó para registrar el botiquín de sus amigos Drew y Jamie, con la esperanza de encontrar un frasco de algo parecido al Valium, pero no hubo esa suerte.
Ayer lo había llamado Denise, insistiendo, con una dureza de muy mal agüero, en que comieran juntos. Le dijo que el sábado anterior había estado con Enid y Alfred en Nueva York. Le dijo que Chip y su novia habían roto delante de ella y que luego se habían desvanecido.
Gary, despierto en la cama, estuvo preguntándose si era a ese tipo de proezas al que se refería Denise en su afirmación de que Chip era un hombre «lo suficientemente honrado» como para decir a los demás lo que podía y lo que no podía «tolerar».
—Las células están genéticamente programadas para liberar un factor de crecimiento neuronal sólo cuando son activadas localmente —dijo el videofacsímil de Eberle, muy contento.
Una atractiva y joven modelo, con un Casco Eberle encajado en la cabeza, fue atada mediante correas a una máquina que iba a reeducarle el cerebro, de modo que éste pudiera transmitir a sus piernas las instrucciones necesarias para andar.
Una modelo con cara de antipática y los ojos preñados de misantropía y amargura se alzaba las comisuras de los labios con los dedos, mientras una animación inserta mostraba, en el interior de su cerebro, un florecimiento de dendritas y una proliferación de nuevos enlaces sinápticos. Transcurrido un momento, la modelo ya lograba esbozar una sonrisa sin ayudarse con los dedos. Y, transcurrido otro momento, su sonrisa era ya deslumbrante.
¡CORECKTALL ES EL FUTURO!
—La Axon Corporation tiene la fortuna de poseer cinco patentes nacionales que cubren todo el programa de esta potente plataforma tecnológica —le contó Eberle a la cámara—. Estas patentes, junto con otras ocho que tenemos en procedimiento de registro, levantan un infranqueable muro protector en torno a los ciento cincuenta millones de dólares que llevamos invertidos hasta la fecha en investigación y desarrollo. Axon es, sin discusión, el líder mundial del sector. Tenemos un historial de seis años de movimientos de efectivo en números negros y una corriente de ingresos que el año que viene, según nuestras expectativas, alcanzará el tope de los ochenta millones de dólares. Nuestros inversores potenciales pueden estar seguros de que cada centavo de cada dólar que obtengamos el próximo 15 de diciembre se invertirá en el desarrollo de esta producto maravilloso, que tantas posibilidades tiene de entrar en la Historia.
—¡Corecktall es el futuro! —dijo Eberle.
—¡Es el futuro! —entonó el pregonero.
—¡Es el futuro! —coreó la muchedumbre de guapos y guapas estudiantes con gafas de empollón.
—Y a mí que me gustaba el pasado —dijo Denise, levantando su botella de medio litro de agua de importación, cortesía de la casa.
Para el gusto de Gary, en el Salón B había demasiada gente respirando el mismo aire. Algún problema de ventilación. Cuando las luces recuperaron su pleno esplendor, silenciosos camareros se abrieron en abanico por entre las mesas, llevando las entradas del almuerzo con sus correspondientes calientaplatos.
—Déjame adivinar. En primer lugar, apuesto por salmón —dijo Denise—. No, no en primer lugar: sólo salmón.
Tres figuras que a Gary, sorprendentemente, le recordaron su luna de miel en Italia, se levantaron de sus sillones de tertulia televisiva y ocuparon la delantera del estrado. Caroline y Gary habían visitado una catedral de la Toscana, quizá la de Siena, en cuyo museo había grandes estatuas medievales de santos que previamente estuvieron en el techo de la catedral, todos ellos con la mano levantada, como un candidato presidencial, y todos ellos con una sonrisa de certeza en la cara.
El de más edad de los tres beatíficos saludadores, un hombre de rostro sonrosado y gafas sin montura, extendió una mano como para bendecir a la multitud.
—¡Muy bien! —dijo—. ¡Hola a todo el mundo! Me llamo Joe Prager y soy quien lleva la firma de acuerdos y contratos en el bufete Bragg Knutter. A mi izquierda ven ustedes a Merilee Finch, Consejera Delegada de Axon, y a mi derecha se encuentra una persona muy importante, Daffy Anderson, director de contratación de Hevy & Hodapp. Esperábamos que el propio Ricitos se dignara hacernos una visita hoy, pero en este momento es el hombre de moda, y le están haciendo una entrevista en la CNN ahora mismo, mientras hablamos. De modo que permítanme ustedes hacerles unas cuantas advertencias previas, aviso-aviso-aviso, para luego ceder la palabra a Daffy y Merilee.
—¡Eh, Kelsey, chico, dime algo! —gritó el joven vecino de Gary.
—Advertencia Número Uno —dijo Prager—. Por favor, tomen ustedes nota, y lo digo con todo énfasis, de que los resultados obtenidos por Ricitos son todavía de carácter extremadamente preliminar. Todo esto es Investigación en Fase Uno, amigos. ¿Me oyen bien todos? ¿Los del fondo también?
Prager estiró el cuello y agitó ambas manos en dirección a las mesas más remotas, entre ellas la de Gary.
—Las cartas boca arriba. Esto es Investigación en Fase Uno. Axon todavía no tiene, ni en modo alguno pretende hacerles creer a ustedes que la tiene, la correspondiente autorización de la Food and Drug Administration para hacer pruebas en la Fase Dos. Y ¿qué viene después de la Fase Dos? ¡La Fase Tres! ¿Y después de la Fase Tres? Un proceso de revisión en varios niveles que bien puede retrasar hasta tres años el lanzamiento del producto. En esas estamos, amigos, lo que tenemos entre manos es un conjunto de resultados clínicos extremadamente interesantes, pero también extremadamente preliminares. De modo que caveat emptor, tenga cuidado el comprador. ¿De acuerdo? Aviso-aviso-aviso. ¿De acuerdo?
Prager hacía esfuerzos por mantenerse serio. Merilee Finch y Daffy Anderson lucían sendas sonrisas hacia dentro, como si también ellos tuvieran algún secreto o alguna religión culpable.
—Advertencia Número Dos —dijo Prager—. Una presentación inspiradora, en vídeo, no es una propuesta formal. Las declaraciones que va a hacernos hoy Daffy, lo mismo que las de Merilee, son improvisadas y, por consiguiente, no han de considerarse formales…
El camarero descendió sobre la mesa de Gary y le puso delante un plato de salmón sobre lecho de lentejas. Denise rechazó su primer plato con un gesto de la mano.
—¿No vas a comer nada? —le susurró Gary.
Ella dijo que no con la cabeza.
—Denise. Por favor —se sentía herido, inexplicablemente—. ¿No vas a ser capaz ni de comer dos bocados en mi compañía?
Denise lo miró a la cara con expresión indiscernible.
—Tengo el estómago un poco revuelto.
—¿Quieres que nos marchemos?
—No. Lo único que quiero es no comer.
Denise seguía muy guapa, a sus treinta y dos años, pero las largas horas delante del fogón empezaban ya a recocerle el cutis, convirtiéndole el rostro en una especie de máscara de terracota que ponía a Gary un poco más nervioso cada vez que la veía. Era su hermana pequeña, a fin de cuentas. Sus años de fertilidad y sus posibilidades de contraer matrimonio iban pasando con una presteza de la que él era muy consciente, aunque no ella, o al menos eso sospechaba Gary. Su trayectoria se le antojaba como una especie de hechizo bajo cuya influencia Denise trabajaba dieciséis horas diarias y renunciaba a toda vida social. Gary tenía miedo —y, en su calidad de hermano mayor, reivindicaba el derecho a tener ese miedo— de que para cuando Denise despertara del hechizo ya sería demasiado mayor para crear una familia.
Se comió rápidamente su salmón, mientras ella bebía agua de importación.
En el estrado, la Consejera Delegada de la Axon, una rubia de cuarenta y tantos años, con la inteligente pugnacidad de un rector de college, hablaba de efectos secundarios.
—Aparte del dolor de cabeza y las náuseas, que no pueden considerarse una sorpresa —decía Merilee Finch—, aún no hemos detectado ninguno. Recuerden ustedes que nuestra tecnología básica lleva usándose por doquier desde hace varios años, sin que haya datos de ningún efecto pernicioso significativo.
Finch señaló hacia la sala.
—¿Sí, el del Armani gris?
—¿Es Corecktall el nombre de un laxante?
—Bueno, sí —dijo Finch, afirmando briosamente con la cabeza—. No se escribe igual, pero sí. Ricitos y yo pensamos unos diez mil nombres, más o menos, hasta que nos dimos cuenta de que el nombre no tiene importancia alguna para un enfermo de Alzheimer, ni para una víctima del Parkinson, ni para el individuo que padece depresiones generalizadas. Podíamos ponerle Carcino-Amianto y la gente seguiría echando las puertas abajo para conseguirlo. La gran visión de Ricitos en este punto, la razón de que no le importen los chistecitos marrones que puedan hacerse a costa del nombre, es que dentro de veinte años no va a quedar ni una sola prisión en Estados Unidos, gracias a este proceso. De veras, sin exagerar un ápice, vivimos en la era de los grandes hallazgos médicos. Por supuesto que hay terapias competitivas para el tratamiento del Alzheimer y el Parkinson. Puede que alguna de estas terapias se ponga a disposición de los enfermos antes que Corecktall. Así que para la mayor parte de los desórdenes cerebrales, nuestro producto sólo será un arma más de la panoplia. La mejor arma, con toda certeza, pero una entre muchas. Por otra parte, si entramos en el campo de la patología social, el cerebro del delincuente, ahí ya yo hay ninguna otra opción. Es a elegir: o Corecktall, o la cárcel. De modo que el nombre es premonitorio. Lo que estamos reivindicando es un hemisferio completamente nuevo. Aquí es como si estuviéramos plantando el pendón de Castilla en la playa.
Hubo un murmullo en una mesa distante, ocupada por un contingente de tweed, con aspecto de andar por casa, quizá gerentes de fondos sindicales, tal vez el equipo de inversiones hipotecarias de Penn o de Temple. Una mujer con pinta de cigüeña se levantó de su asiento y gritó:
—¿Cuál es la idea? ¿Reprogramar a los reincidentes, para que les guste darle a la escoba?
—Está dentro del ámbito de lo factible, sí —dijo Finch—. Esa sería una cura potencial, aunque seguramente no la mejor posible.
La derramasolaces no podía creérselo.
—¿Cómo que no es la mejor posible? ¡Es una auténtica pesadilla ética!
—Muy bien, esto es un país libre, invierta usted en energías alternativas —dijo Finch, buscando la carcajada del público, porque la mayor parte de los invitados se ponía a favor de la buena mujer—. Compre reservas geotérmicas baratitas. Compre futuribles de electricidad solar, muy baratos, muy correctos. El siguiente, por favor. ¿El de la camisa rosa?
—Están ustedes soñando —insistió la derramasolaces a voz en cuello— si se creen que el pueblo norteamericano…
—Cariño —la interrumpió Finch, aprovechando la ventaja que le otorgaban su micrófono de solapa y la amplificación—, el pueblo norteamericano está a favor de la pena de muerte. ¿De veras cree usted que le va a plantear algún problema una opción socialmente constructiva, como la nuestra? Dentro de diez años veremos quién sueña. Sí, el de la camisa rosa, de la mesa tres. Dígame.
—Perdone —insistió la derramasolaces—, pero lo que pretendo es que sus inversores potenciales recuerden la Octava Enmienda…
—Sí, sí, muchas gracias —dijo Finch, apretándosele la sonrisa de maestra de ceremonias—. Ya que trae usted a colación los castigos crueles y desacostumbrados, le sugiero que salga de aquí y camine unas cuantas manzanas hacia el norte, hasta Fairmount Avenue. Échele un vistazo a la Penitenciaría Oriental del Estado. La primera prisión moderna del mundo, abierta en 1829, hasta veinte años de celda incomunicada, una tasa de suicidios verdaderamente asombrosa, ningún beneficio correctivo, y aun así sigue siendo, tengamos esto en mente, el modelo básico para el cumplimiento de penas correctivas en los Estados Unidos. No es de esto de lo que está hablando Ricitos en su entrevista de la CNN, amigos. Está hablando del millón de norteamericanos con Parkinson y de los cuatro millones que padecen Alzheimer. Lo que voy a decirles ahora no es para consumo general. Pero hay una cosa indiscutible: una alternativa a la cárcel, cien por cien voluntaria, es lo contrario de un castigo cruel y desacostumbrado. De todas las aplicaciones potenciales de Corecktall, ésta es la más humanitaria. Ésta es la visión liberal: la automejora auténtica, permanente, voluntaria.
La derramasolaces, meneando la cabeza con el énfasis de una persona a la que es imposible convencer, ya abandonaba el salón. Mister Doce Mil Acciones de la Exxon, a la altura del hombro izquierdo de Gary, hizo bocina con las manos y la abucheó.
Jóvenes de otras mesas siguieron su ejemplo, abucheándola con una sonrisita de superioridad en el rostro, pasándoselo pipa, como si aquello hubiera sido una peña deportiva, y —se temió Gary— confirmando a Denise en su desdén por ese mundo al que su hermano había decidido trasladarse. Denise, con el cuerpo inclinado hacia delante, miraba a Doce Mil Acciones de la Exxon con la boca abierta de puro asombro.
Daffy Anderson, un tipo con pinta de defensa de fútbol americano, luciendo sus patillas lustrosas y, en lo alto del cráneo, una parcelita de pelo de contextura diferente a la del resto, se adelantó en el estrado, dispuesto a contestar las preguntas de dinero. Se declaró gratamente sobresuscrito. Comparó lo picante de esta OPI con el Vindaloo curry y Dallas in July. No quiso dar a conocer el precio a que Hevy & Hodapp sacaría las acciones de la Axon. Dijo que se fijaría un precio correcto y que el mercado haría el resto. Aviso, aviso.
Denise tocó a Gary en el hombro y le señaló una mesa de detrás de la tribuna, donde Merilee Finch, a sus solas, se llenaba la boca de salmón.
—Nuestra presa se está alimentando. Propongo que nos lancemos sobre ella.
—¿Para qué? —dijo Gary.
—Para que incluyan a papá en la lista de enfermos para experimentación.
No había en la idea de que Alfred participara en la Fase II nada que a Gary le resultara especialmente atractivo, pero pensó que si Denise planteaba el tema de la enfermedad de Alfred, creando un clima de compasión por los Lambert y, así, justificando moralmente su derecho a los favores de la Axon, quizá tuviera él más posibilidades de conseguir sus cinco mil acciones.
—Tú hablas —dijo, poniéndose en pie—. Luego, yo también le contaré algo.
Mientras caminaban hacia la tribuna, las cabezas se volvían para admirar las piernas de Denise.
—¿Qué parte de «sin comentarios» no ha entendido usted? —contestaba Daffy Anderson a una pregunta, buscando la risa del público.
La consejera delegada de la Axon tenía los carrillos más henchidos que una ardilla. Merilee Finch se llevó una servilleta a la boca, con expresión de cansancio, mientras observaba la aproximación de los Lambert.
—Me estoy muriendo de hambre —dijo. Era la excusa de una mujer delgada por estar incurriendo en comportamientos físicos—. Si no les importa esperar un segundo. En seguida ponemos más mesas.
—Venimos por un asunto semiprivado —dijo Denise.
Finch tragó con dificultad, quizá por timidez, quizá porque no masticaba bien.
—Díganme.
Denise y Gary se presentaron, y Denise mencionó la carta que había recibido Alfred.
—Tenía que comer algo —explicó Finch, engullendo lentejas—. Creo que fue Joe quien le escribió a su padre. Doy por sentado que está todo resuelto, a estas alturas. Pero Joe los atenderá a ustedes con mucho gusto, si quieren saber algo más.
—Es más bien con usted con quien queremos hablar —dijo Denise.
—Perdón. Un bocado más y estoy con ustedes.
Finch masticó su salmón con mucho método, tragó lo masticado y dejó caer la servilleta encima del plato.
—En lo que se refiere a la patente, voy a serles franca: lo primero que pensamos fue no respetarla. Es lo que todo el mundo hace. Pero Ricitos también es inventor, y quería hacer las cosas bien.
—Pues, la verdad —dijo Gary—, para hacer las cosas bien tendrían que haber ofrecido más dinero.
La lengua de Finch rebuscaba bajo el labio superior igual que un gato bajo una manta.
—Quizá tenga usted una idea un poco exagerada de lo que su padre logró —dijo—. En los años sesenta hubo muchos investigadores que se ocuparon de esos geles. Creo, incluso, que el descubrimiento de la anisotropía eléctrica se suele atribuir a un equipo de la Universidad de Cornell. Además, según me dice Joe, la redacción de la patente de su padre es muy poco precisa. Ni siquiera menciona el cerebro. Sólo habla de «tejidos humanos». Y la justicia siempre se pone del lado del más fuerte, en los litigios sobre patentes. De modo que, a mi entender, hemos sido muy generosos.
Gary puso su cara de qué gilipollas soy y miró al estrado, donde Daffy Anderson padecía el asalto de una turba de gente que le deseaba todo el éxito del mundo y le pedía cosas.
—Nuestro padre aceptó la oferta sin problemas —aseguró Denise a Finch—. Y a mí me gustaría enterarme más a fondo de lo que están haciendo ustedes.
Ese contacto entre mujeres, rompiendo el hielo por la vía agradable, le produjo a Gary unas ligeras náuseas.
—No recuerdo en este momento en qué hospital trabaja —dijo Finch.
—En ninguno —dijo Denise—. Era ingeniero de ferrocarriles. Tenía un laboratorio en el sótano.
Finch manifestó sorpresa.
—¿Hizo todo eso en plan aficionado?
Gary no sabía qué versión de Alfred lo encolerizaba más: si el malévolo tirano viejo que realiza un espléndido hallazgo en el sótano de su casa y luego pierde una fortuna dejándose engañar, o el aficionado casero que, en su despiste, sin pretenderlo siquiera, lleva a cabo la labor de un verdadero químico, se gasta una parte de los escasos fondos familiares en obtener y en conservar viva una patente redactada en términos imprecisos, y al final le arrojan una migaja del banquete de Earl Eberle. Ambas versiones lo encolerizaban.
A fin de cuentas, quizá había sido mejor que las cosas ocurrieran así, que el viejo aceptara la oferta sin hacer caso a Gary.
—Mi padre tiene Parkinson —dijo Denise.
—Vaya, lo siento mucho.
—Bueno, pues estábamos preguntándonos si no sería posible incluirlo en la lista de enfermos para experimentación.
—No es impensable —dijo Finch—. Habrá que preguntarle a Ricitos. Me gusta esa faceta de interés humano. ¿Vive por aquí cerca su padre?
—Está en St. Jude.
Finch frunció el entrecejo.
—No habrá nada que hacer si no puede usted traerlo a Schwenksville dos veces por semana durante un período mínimo de seis meses.
—No es problema —dijo Denise, volviéndose hacia Gary—. ¿Verdad?
Gary odiaba todo lo incluido en semejante conversación. Salud salud, mujer mujer, agradable agradable, fácil fácil. No se dignó contestar.
—¿Cómo está de la cabeza? —preguntó Finch.
Denise abrió la boca, pero al principio no le salieron las palabras.
—Está bien —dijo, recuperándose—. Bastante… Bien.
—¿No hay demencia?
Denise, con los labios fruncidos, dijo que no con la cabeza.
—No. Tiene momentos de confusión, pero… No.
—La confusión puede ser por las medicinas que toma —dijo Finch—. En ese caso, tiene arreglo. Pero la demencia Lewy Body está excluida de la experimentación de Fase II. También el Alzheimer.
—Tiene la cabeza muy clara —dijo Denise.
—Pues si es capaz de seguir unas instrucciones básicas, y acepta venirse al este en enero, Ricitos hará un esfuerzo por incluirlo en la lista. Será una buena historia para los medios.
Finch tendió su tarjeta, dio un caluroso estrechón de manos a Denise, otro, no tan caluroso, a Gary, y se aproximó a la multitud que cercaba a Daffy Anderson.
Gary fue tras ella y la sujetó del codo. Finch se dio media vuelta, bastante sorprendida.
—Escucha, Merilee —dijo Gary en voz baja, como queriendo decir Ahora vamos a ser realistas, entre personas mayores podemos prescindir de esa estupidez de ser agradable—. Me alegro mucho de que mi padre te parezca una «buena historia» para los medios. Y ha sido una muestra de generosidad por vuestra parte que le dierais los cinco mil dólares. Pero creo que vosotros nos necesitáis a nosotros mucho más que nosotros a vosotros.
Merilee saludó a alguien, levantando un dedo: iría en un segundo.
—La verdad —le dijo a Gary— es que no nos hacen ustedes ninguna falta. Así que no entiendo lo que me quiere decir.
—Mi familia quiere comprar cinco mil acciones de su oferta.
Finch se rio como se ríen las ejecutivas que trabajan ochenta horas a la semana.
—Eso quieren todos los aquí presentes —dijo—. Para eso están los bancos de inversión. Si me permite…
Se liberó de Gary y se alejó. Gary, con tanto cuerpo humano alrededor, tenía dificultades para respirar y estaba furioso consigo mismo por haber mendigado, furioso por haber permitido que Denise asistiera al espectáculo, furioso de ser un Lambert. Echó a andar, a grandes zancadas, hacia la salida más próxima, sin esperar a Denise, que se vio obligada a correr para alcanzarlo.
Entre el Four Seasons y la torre contigua había un patio de oficinas con un jardín tan espléndidamente plantado y tan impecablemente mantenido, que podía haber estado hecho de píxeles en un paraíso de cibertiendas. Ambos Lambert iban cruzando el jardín cuando la cólera de Gary descubrió un aliviadero por el que descargarse.
—No sé dónde diablos piensas que va a vivir nuestro padre cuando se venga para acá —dijo.
—Una temporada contigo y otra conmigo —dijo Denise.
—Tú no estás nunca en casa —dijo él—. Y papá ha dejado perfectamente claro que en mi casa se niega a quedarse más allá de cuarenta y ocho horas.
—Pero ahora no sería como en las Navidades pasadas —dijo Denise—. Créeme. El sábado tuve la impresión de que…
—Y, además, ¿quién lo va a llevar a Schwenksville dos veces por semana?
—¿Qué estás diciendo, Gary? ¿Te opones a que hagamos esto?
Unos oficinistas, viendo que se les echaba encima una pareja en plena discusión, se levantaron del banco de mármol que ocupaban y lo dejaron libre. Denise tomó asiento y cruzó los brazos intransigentemente. Gary trazó un círculo estrecho, con las manos en las caderas.
—Papá —dijo— lleva diez años sin hacer nada por cuidarse. Lo único que hace es estar sentado en su jodido sillón azul, envuelto de pies a cabeza en la autocompasión. No veo en qué te basas para pensar que de pronto va a ponerse a…
—Ya, pero si viera que de veras hay una esperanza de curación…
—¿Para qué? ¿Para seguir otros cinco años con la depresión puesta? ¿Para morirse miserablemente a los ochenta y cinco, en vez de a los ochenta? ¿Eso es lo que vamos a sacar en limpio?
—Si está deprimido, será por la enfermedad.
—Lo siento, Denise, pero eso es una chorrada. Hablar por hablar. Lleva con la depresión desde antes de retirarse. Cuando todavía gozaba de una salud perfecta.
Murmuraba, en las proximidades, una fuente de escasa altura, generando un atmósfera de mediana intimidad. Una nubecilla sin filiación conocida se había adentrado en el rectángulo de cielo privado que trazaban los edificios colindantes. La luz era costera y difusa.
—Y ¿qué harías tú —dijo Denise—, si tuvieras a mamá encima durante veinticuatro horas al día, diciéndote que tienes que salir y vigilando cada uno de tus movimientos, y haciéndote ver que el sillón en que te sientas es una cuestión de índole moral? Cuanto más le dice ella que se levante, más sentado se queda él. Cuanto más tiempo permanece sentado, más…
—Estás viviendo en el país de las fantasías, Denise.
Ella miró con odio a Gary.
—No se te ocurra tratarme con esa superioridad. Igual de fantasioso es comportarse como si papá fuera un aparato viejo y averiado. Es un ser humano, Gary. Tiene su propia vida interior. Conmigo, al menos, se porta estupendamente…
—Bueno, pues conmigo no —dijo Gary—. Y con mamá se porta como un matón egoísta, abusando de ella todo el rato. Y, por mí, como si quiere no volver a levantarse del sillón ese y pasar el resto de su vida durmiendo. Me encanta la idea. Estoy mil por ciento a favor de la idea. Pero primero vamos a arrancar ese sillón de una casa de tres plantas que se está cayendo en pedazos y que pierde valor cada día que pasa. Vamos a conseguirle un poco de calidad de vida a mamá. Que haga eso, y luego se puede sentar en su sillón y seguir compadeciéndose de sí mismo hasta que les salga pelo a las ranas.
—A mamá le encanta la casa. Esa casa es su calidad de vida.
—Pues también ella vive en el país de las fantasías. De mucho le vale estar tan encantada con la casa, si tiene que pasarse veinticuatro horas al día cuidando al ancianito ese.
Denise bizqueó los ojos y lanzó un bufido que le levantó el pelo de la frente.
—Tú sí que vives en el país de las fantasías —dijo—. Según tú, van a ser felices viviendo en un apartamento de dos habitaciones en una ciudad donde no conocen a nadie más que a ti y a mí. ¿Y sabes para quién es cómoda esa solución? ¡Para nadie más que para ti!
Él alzó los brazos al aire.
—Cómoda para mí, ¿no? Estoy hasta las narices de tanto preocuparme por esa casa de St. Jude. Estoy hasta las narices de tanto viaje. Estoy hasta las narices de oír lo desgraciada que se siente mamá. Una situación que sea cómoda para ti y para mí es mejor que una situación que no sea cómoda para nadie. Mamá vive con una ruina en carne y hueso. A papá ya le pasó la vez, está terminado, finito, se acabó la historia, que lo carguen en la cuenta de beneficios. Y ella sigue erre que erre, pensando que todo se arreglaría, que todo volvería a ser como antes, sólo con que él pusiese un poco de empeño en mejorar. Bueno, pues no, señoras y señores, no: nada volverá a ser como antes.
—Tú ni siquiera deseas que papá mejore.
—Denise —Gary cerró los ojos con fuerza—. Tuvieron cinco años antes de que él se pusiera enfermo. Y ¿qué hizo él? Mirar las noticias locales y esperar a que mamá le pusiera la comida en la mesa. Ésa es la realidad. Y quiero que salgan de esa casa…
—Gary.
—Quiero que se instalen aquí, en una comunidad de jubilados, y no me da ningún miedo decirlo.
—Gary, escúchame —Denise se inclinó hacia delante en una expresión de buena voluntad que irritó aún más a su hermano—. Papá puede quedarse conmigo los seis meses. Los dos pueden quedarse conmigo. Yo les traeré a casa la comida, no pasa nada. Si papá mejora, se vuelven a St. Jude. Si no mejora, habrán tenido seis meses para decidir si les gusta o no les gusta vivir en Filadelfia. Vamos a ver, ¿qué hay de malo en una cosa así?
Gary ignoraba qué había de malo en una cosa así. Pero ya estaba oyendo la odiosa cantinela de Enid sobre lo maravillosamente buena que es Denise. Y como era sencillamente inimaginable que Caroline y Enid compartieran la misma casa, no ya durante seis semanas o seis meses, sino durante seis días, Gary no podía, ni siquiera por cumplir, ofrecerse a alojar a sus padres.
Levantó los ojos hacia la intensidad de blancura que señalaba la proximidad del sol a uno de los ángulos de la torre de oficinas. Los arriates de crisantemos y begonias y liriopes que lo rodeaban eran como figurantes en bikini de un vídeo musical, plantados en la cumbre de su perfección y sentenciados a ser arrancados sin darles una oportunidad de perder pétalos, adquirir manchas marrones o soltar hojas. A Gary siempre le habían encantado los jardines de las oficinas en cuanto decoración adecuada para el espectáculo de los privilegiados, o metonimias del mimoserío, pero era de vital importancia no pedirles demasiado. Era de vital importancia no llegar a ellos en situación de necesidad.
—¿Sabes lo que te digo? Que me da igual —dijo—. Es un plan estupendo. Y si tú te empeñas en hacer el trabajo duro, pues mejor todavía.
—Muy bien, pues yo hago el «trabajo duro» —dijo Denise rápidamente—. Y ¿qué pasa con las Navidades? Papá está deseando que vayáis.
Gary se rio.
—O sea que ya se ha metido él también en el asunto.
—Es por mamá. Y ella sí que lo desea de verdad, pero de verdad.
—Por supuesto que lo desea. Estamos hablando de Enid Lambert. ¿Qué puede desear Enid Lambert en este mundo, más que unas Navidades en St. Jude?
—Pues yo voy a ir —dijo Denise— y voy a tratar de que Chip haga lo mismo, y creo que vosotros cinco deberíais ir. Creo que entre todos deberíamos hacer eso por ellos.
La tenue vibración de virtud que había en su voz le dio dentera a Gary. Un discurso sobre las Navidades era lo que menos le hacía falta en esa tarde del mes de octubre, con la aguja de su indicador de Factor 3 metiéndose de lleno en la zona roja.
—Papá me dijo una cosa muy rara el sábado pasado —prosiguió Denise—. Me dijo «No sé cuánto tiempo me queda». Los dos hablaban de estas Navidades como si fueran a ser las últimas. Algo muy intenso.
—Mamá nunca falla —dijo Gary, algo descontrolado— a la hora de expresarse con la máxima eficacia de coerción sentimental.
—Cierto. Pero también creo que lo dice en serio.
—¡Por supuesto que lo dice en serio! —dijo Gary—. Y me lo pensaré. Pero, Denise, no es tan fácil que nos embarquemos los cinco en ese viaje. ¡No es tan fácil! Sobre todo porque para nosotros lo que verdaderamente tiene sentido es quedarnos aquí. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta?
—Sí, lo sé, me doy cuenta —corroboró Denise, sin levantar la voz—. Pero comprende que es una sola vez, y nada más.
—Ya te he dicho que voy a pensármelo. Pero es todo lo que puedo hacer, ¿vale? ¡Lo pensaré! ¡Lo pensaré! ¿Vale?
Denise dio la impresión de sorprenderse ante ese arrebato.
—Vale, muy bien, gracias. Pero el caso es…
—Eso, sí, ¿cuál es el caso? —dijo Gary, alejándose tres zancadas de ella y volviéndole la espalda—. Dime cuál es el caso.
—Bueno, estaba yo pensando…
—Mira, ya llego media hora tarde. Tengo que volver a la oficina.
Denise levantó los ojos para mirarlo, con la boca abierta de par en par, como la tenía en mitad de la frase anterior.
—Pongamos fin a esta conversación —dijo Gary.
—Vale. No quiero parecer mamá, pero…
—¡Demasiado tarde para eso! ¿No? ¿No? —se encontró gritando con una jovialidad de loco, con las manos levantadas.
—No quiero parecer mamá, pero… No esperes mucho para decidirte a comprar los billetes. Ya está. Ya lo dije.
Gary estuvo a punto de echarse a reír, pero controló sus carcajadas antes de que se le escapasen.
—¡Buen plan! —dijo—. ¡Tienes razón! ¡Hay que decidirlo en seguida! ¡Hay que comprar los billetes! ¡Buen plan!
Aplaudió como un entrenador de fútbol a sus muchachos.
—¿Paso algo malo?
—No, no, estás en lo cierto. Tenemos que ir todos a St. Jude, por última vez, en Navidades, antes de que vendan la casa, o de que papá se desmorone en pedacitos, o de que alguien muera. No hay que pararse a pensar. Todos tenemos que estar allí. Es pura evidencia. Estás totalmente en lo cierto.
—No veo por qué te enfadas, entonces.
—¡Por nada! No me enfado por nada.
—Vale. Muy bien —Denise levantó los ojos para mirarlo cara a cara—. Entonces voy a preguntarte otra cosa. Quiero saber por qué piensa mamá que estoy liada con un hombre casado.
Una pulsación de culpabilidad, una ola de conmoción, recorrió a Gary.
—Ni idea —dijo.
—¿Le has dicho tú que estoy liada con un hombre casado?
—¿Cómo iba a decirle semejante cosa? No sé absolutamente nada de tu vida privada.
—Ya, pero ¿se lo has dado a entender? ¿La has llevado de algún modo a pensarlo?
—Denise. De veras —Gary recuperaba su compostura de padre, su aura de indulgencia primogenital—. Eres la persona más reticente que conozco. ¿En qué iba yo a basarme para decir nada?
—¿La has llevado de algún modo a pensarlo? —insistió ella—. Porque desde luego alguien lo ha hecho. Alguien le ha metido esa idea en la cabeza. Y se me ocurre que en cierta ocasión te dije una cosita que tú quizá interpretaras mal, y que le pudiste pasar a ella. Y mira, Gary, ya tenemos suficientes dificultades, mamá y yo, como para que encima vengas tú dándole ideas.
—Pues si no te anduvieras con tanto misterio…
—No me ando con ningún «misterio».
—Si no te anduvieras con tanto misterio —dijo Gary—, seguro que no tendrías ese problema. Es como si estuvieras deseando que la gente murmurara a tus espaldas.
—Resulta muy revelador que no contestes a mi pregunta.
Gary exhaló el aire entre los dientes, muy despacio.
—No tengo ni idea, no sé de dónde ha podido sacarse eso mamá. Yo no le he dicho nada.
—Muy bien —dijo Denise, poniéndose en pie—. Pues yo haré el «trabajo duro». Y tú piensas en las Navidades. Y ya nos reuniremos cuando papá y mamá estén aquí. Hasta luego.
Con impresionante resolución caminó hacia la salida más próxima, sin desplazarse tan de prisa como para poner de manifiesto su enfado, pero sí lo suficiente para que su hermano no pudiera alcanzarla sin echar a correr. Gary esperó un segundo, a ver si volvía. En vista de que no, salió del patio y encaminó sus pasos hacia la oficina.
Gary se había sentido halagado cuando su hermanita pequeña eligió un college en la misma ciudad donde Caroline y él acababan de comprar la casa de sus sueños. Le encantó la idea de presentarles a Denise a todos sus amigos y compañeros de trabajo (de exhibirla ante ellos, en realidad). Imaginó que Denise cenaría una vez al mes en Seminole Street y que Caroline y ella acabarían siendo como hermanas. Imaginó que toda su familia, Chip incluido, acabaría estableciéndose en Filadelfia. Imaginó sobrinas y sobrinos, fiestas en casa y juegos de salón, largas Navidades nevadas en Seminole Street. Y ahora llevaban viviendo más de quince años en la misma ciudad, Denise y él, y Gary seguía en la impresión de no conocer apenas a su hermana. Denise nunca le pedía nada. Por cansada que estuviera, nunca se presentaba en Seminole Street sin flores o postre para Caroline, dientes de tiburón o cómics para los chicos, un chiste de abogados o de enroscar bombillas para Gary. No había forma de eludir su corrección, no había forma de comunicarle la profundidad de su desencanto ante el hecho de que el rico futuro familiar que él había imaginado no se hubiese cumplido en casi ninguno de sus aspectos.
Hacía cosa de un año, en un restaurante, Gary le había contado a Denise que un «amigo» suyo casado (un compañero de trabajo, en realidad: Jay Pascoe) estaba liado con la profesora de piano de su hija. Gary afirmó que sí, que alcanzaba a comprender el interés recreativo de su amigo por el asunto (Pascoe no tenía la menor intención de abandonar a su mujer), pero que no le entraba en la cabeza que la profesora de piano aceptara la cosa.
—O sea que no puedes concebir —dijo Denise— que una mujer acepte liarse contigo.
—No estamos hablando de mí —dijo Gary.
—Pero tú estás casado y tienes hijos.
—Lo que digo es que no entiendo qué puede ver una mujer en un tipo que es un mentiroso y un falso, sabiéndolo ella muy bien.
—Lo más probable es que, en general, no le guste la gente mentirosa y falsa —dijo Denise—. Pero está enamorada de ese hombre, y con él hace una excepción.
—O sea que es una especie de autoengaño.
—No, Gary, es así como funciona el amor.
—Bueno, supongo que siempre existe la posibilidad de que tenga suerte y acabe casándose con alguien de dinero instantáneo.
Este pinchazo de la inocencia liberal de Denise con una puntiaguda verdad económica dio la impresión de entristecerla.
—Ves una persona con hijos —dijo—, y ves lo felices que se sienten de ser padres, y te atrae su felicidad. Lo imposible tiene su atractivo. La seguridad de las cosas sin salida, comprendes.
—Escuchándote, cualquiera diría que lo sabes por experiencia propia.
—Emile es el único hombre sin hijos por quien me he sentido atraída.
Esto último despertó el interés de Gary. So capa de obtusidad fraterna, se arriesgo a preguntar:
—Y ¿con quién estás saliendo ahora?
—Con nadie.
—No estarás con algún hombre casado —bromeó él.
El rostro de Denise ganó un punto de palidez y dos de sonrojo mientras su mano alcanzaba el vaso de agua.
—No estoy saliendo con nadie —dijo—. Tengo muchísimo trabajo.
—Bueno, pues no te olvides —dijo Gary— de que hay otras cosas en la vida, aparte de la cocina. Estás ahora mismo en un momento en que más vale que empieces a medir cuáles son tus objetivos y cómo piensas alcanzarlos.
Denise se agitó en su silla e hizo señal al camarero de que les trajese la cuenta.
—A lo mejor me caso con alguien de dinero instantáneo —dijo.
Cuanto más vueltas le daba Gary a la posibilidad de que Denise mantuviese una relación con un hombre casado, más lo encolerizaba la idea. Pero lo cierto era que nunca debería haberle mencionado el asunto a Enid. La revelación se había producido por beber ginebra con el estómago vacío mientras su madre cantaba las alabanzas de Denise, en Navidades, unas horas antes de que apareciera el reno austríaco mutilado y de que el regalo de Enid para Caroline fuese descubierto en la basura, como un bebé recién asesinado. Enid se deshacía en alabanzas del generoso multimillonario que financiaba el nuevo restaurante de Denise y que la había enviado a darse una vuelta de aprendizaje gastronómico por Francia y Europa Central, en plan lujoso; se deshacía en alabanzas de Denise por las muchas horas que dedicaba al trabajo y por su carácter frugal, y, de paso, con ese modo suyo, tan equívoco, de comparar, se quejaba del «materialismo» de Gary, de su «ostentación» y de su «obsesión por el dinero» —¡como si ella no hubiera llevado un signo de dólar estampado en la frente! ¡Como si a ella, de haber podido, no le hubiera encantado comprarse una casa como la de Gary, para amueblarla luego más o menos igual! Gary ardía en deseos de decirle: De tus tres hijos, yo soy el que lleva una vida más parecida a la vuestra. Lo que tengo es lo que me enseñaste a desear. Y, ahora que lo tengo, no te parece bien.
Pero lo que en realidad dijo, cuando los vapores del enebro se apoderaron por fin de él, fue lo siguiente:
—¿Por qué no le preguntas a Denise con quién se está acostando? Pregúntale si es un hombre casado y si tiene hijos.
—No creo que esté saliendo con nadie —dijo Enid.
—Hazme caso —dijeron los vapores del enebro—, pregúntale si alguna vez ha tenido algo que ver con un hombre casado. Creo que, por pura honradez, deberías hacerle esa pregunta antes de presentarla como parangón de las virtudes del Medio Oeste.
Enid se tapó los oídos.
—¡No quiero saber nada de eso!
—Vale, estupendo, esconde la cabeza en la arena —dijeron los desbocados espíritus—. Pero a mí no me cuentes más chorradas sobre ese ángel que tienes por hija.
Gary era consciente de haber infringido el código de honor de la fraternidad. Pero se alegraba. Se alegraba de que a Denise volviera a tocarle mal rollo con Enid. Se sentía cercado, aprisionado, con tanta mujer expresándole su desaprobación.
Había, por supuesto, un modo muy sencillo de liberarse: podía decirle sí, en vez de no, a cualquiera de las diez o doce secretarias y transeúntes del género femenino y vendedoras que, todas las semanas, tomaban nota de su estatura y de su pelo color gris esquisto, de su chaquetón de piel de becerro y de sus pantalones franceses de montaña, y lo miraban a los ojos como diciéndole La llave está debajo del felpudo. Pero seguía sin haber en este mundo un coño que le apeteciera lamer, un mechón de cabello que le apeteciera empuñar como la cuerda dorada y sedosa de una campana, unos ojos en que le apeteciera fijar los suyos durante el orgasmo, quitados los de Caroline. Lo único que sin duda alguna podía sacar en claro de una aventura extraconyugal era la entrada en su vida de otra mujer que le expresara su desaprobación.
En el vestíbulo de la Torre CenTrust, en Market Street, se incorporó a una multitud de seres humanos congregada frente a los ascensores. Administrativos y especialistas en software, auditores e ingenieros perforistas, todos ellos procedentes de almuerzos tardíos.
—Leo está en ascendente —dijo la mujer más próxima a Gary—. Muy buen momento para ir de compras. Leo preside las gangas.
—¿Qué tiene que ver con eso nuestro Salvador? —preguntó la mujer a quien acababa de dirigirse la otra mujer.
—También es un buen momento para recordar al Salvador —contestó la primera mujer, con toda calma—. El tiempo de Leo es buenísimo para eso.
—Suplementos de lutecio combinados con megadosis de vitamina E parcialmente hidrogenizada —dijo una tercera persona.
—Tiene programada la radio del reloj —dijo una cuarta persona— y dice no sé qué que yo ni sabía que puede hacerse pero la tiene programada para que lo despierte con la WMIA a cada hora y once. La noche entera.
Por fin llegó un ascensor. Mientras la masa humana se trasladaba a su interior, Gary estuvo tentado de esperar al siguiente, a ver si iba menos contaminado de mediocridad y olores corporales. Pero de Market Street llegaba ahora una joven planificadora inmobiliaria que en los últimos meses le había dedicado no una, sino muchas sonrisas de dime algo y de tócame. Para evitar el contacto con ella, se introdujo a toda prisa entre las dos puertas, antes de que acabaran de cerrarse. Pero una de las hojas hizo contacto con su pie rezagado y volvió a abrirse. La joven planificadora inmobiliaria se apretó junto a él.
—El profeta Jeremías, chica, habla de Leo. Lo dice aquí, en el folleto este.
—Di que son las 3:11 de la madrugada y los Clippers ganan a los Grizzlies 146-145 con doce segundos para finalizar la tercera prórroga.
No hay reverberación alguna en un ascensor repleto. Todo sonido muere en la ropa y la carne y los pelos de peluquería. Aire prerrespirado. El calor excesivo de la cripta.
—Este folleto es obra del diablo.
—Léelo en el descanso del café, chica. ¿Qué mal hay en ello?
—Ambos equipos de último puesto en la clasificación intentan mejorar sus posibilidades en el draft de la liga universitaria perdiendo este partido que por otra parte no tiene la menor significación.
—El lutecio es una tierra rara, muy rara, que se saca del suelo, y es puro por lo elemental que es.
—Total que si pusiera el reloj a las 4:11 podría oír los últimos resultados sin tener que despertarse más que una vez. Pero hay Copa Davis en Sydney y actualizan cada hora. Y él no puede perdérselo.
La joven planificadora era bajita y muy guapa de cara y llevaba el pelo teñido con alheña. Le dirigió una sonrisa a Gary, como invitándolo a que le hablara. Tenía pinta del ser del Medio Oeste y de sentirse muy a gusto cerca de él.
Gary fijó la mirada en ninguna parte e intentó no respirar. Era crónico, en él, el desagrado ante la erupción de la T en mitad de la palabra CenTrust. Trataba de empujar hacia abajo la T, como se empuja un pezón, pero al hacerlo no obtenía satisfacción alguna. Se le manchaba el dedo de cardenillo, como con una moneda herrumbrosa.
—No, chica, no es una religión de repuesto. Es complementaria. También Isaías habla de Leo. Lo llama el León de Judea.
—Un torneo profesional-amateur en Malasia, con el que va primero en el bar, esperando a que terminen los otros, pero la situación puede cambiar entre las 2:11 y las 3:11. Y él no puede perdérselo.
—A mi religión no le hacen falta repuestos.
—Pero Sheri, chica, ¿tienes cerumen en las orejas? Escucha lo que te digo. No. Es. Una. Religión. De repuesto. Es complementaria.
—Te proporciona una piel sedosa y brillante y una disminución del dieciocho por ciento en los ataques de pánico.
—Lo que me gustaría saber es qué le parece a Samantha lo de tener una despertador sonando junto a su almohada ocho veces por noche.
—Lo único que yo digo es que es el momento de ir de compras, no otra cosa.
Se le ocurrió pensar a Gary, mientras la joven planificadora inmobiliaria se apoyaba en él para permitir que un amasijo de asfixiante humanidad abandonase el ascensor, mientras la chica apretaba la alheñada cabeza contra sus costillas, con más intimidad de la rigurosamente necesaria, que otra de las razones por las que le había guardado fidelidad a Caroline durante los veinte años que llevaban casados era el crecimiento permanente de su aversión al contacto físico con otros seres humanos. Desde luego que estaba enamorado de la fidelidad; desde luego que la adhesión a los principios le producía subidas eróticas; pero entre su cerebro y sus pelotas podía haber algún cable que estuviese soltándose, porque mientras desnudaba y violaba mentalmente a aquella pelirrojita, en lo que más pensaba era en lo atestado y en lo poco desinfectado que hallaría el enclave de su infidelidad —un trastero de bacterias coliformes, algún establecimiento hotelero con semen seco en las paredes y en las colchas, el febrilgatopulgoso asiento trasero del adorable Volkswagen o del no menos adorable Plymouth que sin duda poseería ella, la moqueta de pared a pared, atiborrada de esporas, del juvenil apartamento cajita que tendría en Montgomeryville o en Conshohocken, todo ello supercaliente y subventilado y reminiscente de las verrugas genitales y de la clamidiasis, cada cual a su desagradable modo— y qué enorme trabajo le costaría respirar, qué asfixiante la carne de ella, qué sórdidos resultarían y qué condenados al fracaso los esfuerzos que él hiciera por no ser condescendiente.
Se emancipó del ascensor en el décimo sexto y se llenó repetidamente los pulmones de aire acondicionado.
—Tu mujer ha llamado varias veces —le dijo Maggie, su secretaria—. Que la llames inmediatamente.
Gary retiró un rimero de mensajes del cajetín que le correspondía en la mesa de Maggie.
—¿Te ha dicho lo que ocurre?
—No, pero sonaba muy nerviosa. Le dije que no estabas, pero no me hizo caso y siguió llamando.
Gary se encerró en su despacho y se puso a hojear los mensajes. Caroline había llamado a la 1:35, 1:40, 1:50, 1:55 y 2:10. Ahora eran las 2:25. Bombeó el aire con el puño cerrado, en un gesto de triunfo. Por fin, por fin, por fin: una prueba de desesperación.
Marcó el número de su casa y dijo:
—¿Qué ocurre?
A Caroline le temblaba la voz.
—Tu teléfono móvil no funciona, Gary. Te he estado llamando y no contesta. ¿Qué le pasa?
—Que lo tenía apagado.
—¿Cuánto tiempo lo has tenido apagado? Estuve una hora intentándolo, y ahora tengo que ir a recoger a los chicos, pero no quiero dejar sola la casa. ¡No sé qué hacer!
—Caro, por favor, dime qué es lo que ocurre.
—Hay alguien delante de casa.
—¿Quién hay?
—No sé. Alguien dentro de un coche, no sé. Llevan ya una hora ahí.
A Gary se le estaba derritiendo la punta de la polla como una vela encendida.
—Ya —dijo—. ¿Has ido a ver quién es?
—Me da miedo —dijo Caroline—. Y la policía dice que es una vía pública.
—Y es verdad. Es una vía pública.
—Gary, han vuelto a robar el cartel de Neverest —estaba prácticamente sollozando—. Llegué a casa a las doce y no estaba. Luego vi ese coche, y ahora mismo hay alguien en el asiento delantero.
—¿Qué coche es?
—Un familiar. Antiguo. Nunca lo había visto antes.
—¿Estaba ya ahí cuando llegaste?
—¡No lo sé! Pero tengo que recoger a Jonah y no quiero dejar sola la casa, con el cartel que no está y ese coche ahí delante…
—Está puesto el sistema de alarma, ¿no?
—Pero si al volver siguen dentro de la casa y me los encuentro…
—Caroline, preciosa, tranquilízate. Sonaría la alarma, en ese caso.
—Un cristal roto, la alarma sonando, lo mismo se sienten atrapados, y esta gente lleva armas…
—Vale, vale, vale. Caroline. Haz una cosa. ¿Caroline? —el miedo que había en su voz y la necesidad que este miedo sugería lo estaban poniendo tan cachondo que tuvo que estrujársela por encima del pantalón, aplicándose un pellizco de realidad.
—Llámame desde tu móvil —dijo—. No cuelgues, sal de casa, métete en el Stomper y baja a la calle. Puedes hablar con quien sea por la ventanilla. Yo estaré todo el rato a la escucha. ¿Vale?
—Vale, vale. Ahora te llamo.
Mientras esperaba, Gary recordó el calor y la salinidad y la suavidad de melocotón del rostro de Caroline cuando lloraba, el ruido que hacía al sorberse los mocos lacrimales, y la abierta disponibilidad, para él, de su boca. Tres semanas sin sentir nada, ni siquiera la más leve pulsación en el ratón muerto que usaba para orinar, tres semanas pensando que ya no volvería a necesitarlo y que nunca más volvería a desear a Caroline, y, de pronto, sin previo aviso, sentir que se mareaba de lujuria. Éste era el matrimonio que él conocía. Sonó el teléfono.
—Estoy en el coche —dijo Caroline desde el espacio como de carlinga auditiva de los teléfonos móviles—. Estoy dando marcha atrás.
—Apunta la matrícula. Apúntala antes de acercarte a él. Que vea que la estás apuntando.
—Vale. Vale.
En miniatura de estaño oyó el jadeo de animal grande que producía el todo terreno, el om ascendente de la transmisión automática.
—¡Joder, Gary! —gimoteó ella—. ¡Se ha ido! ¡No lo veo! Seguro que me ha visto venir y se ha largado.
—Bueno, pues está bien, eso es lo que querías.
—No, porque dará la vuelta a la manzana y volverá cuando yo no esté.
Gary la tranquilizó explicándole cómo acercarse a la casa sin riesgo cuando regresara con los chicos. Le prometió que dejaría el móvil conectado y que volvería pronto. Se abstuvo de toda comparación entre la salud mental de Caroline y la suya propia.
¿Deprimido él? No estaba deprimido. Signos vitales de la exuberante economía norteamericana fluían numéricamente por las varias ventanas de la pantalla del televisor. Orfic Midland subía un punto y tres octavos al final de la jornada. El dólar norteamericano se reía del euro, le daba por culo al yen. Entró Virginia Lin y propuso vender un paquete de la Exxon a 104. Gary veía, al otro lado del río, el paisaje de aluvión de Camden, New Jersey, cuya profunda ruina, desde esta altura y esta distancia, hacía pensar en un suelo de cocina con el linóleo arrancado. Al sur alardeaba el sol, siempre un alivio: Gary no podía soportar, cuando venían sus padres, que hiciera un tiempo tan espantoso a la orilla del mar, en el este. El mismo sol resplandecía ahora sobre el buque del crucero, al norte de Maine. Por un rincón de la pantalla de su televisor asomaba la cabeza parlante de Ricitos Eberle. Gary aumentó el recuadro y subió el sonido, justo cuando Eberle presentaba su conclusión: «Un aparato gimnástico para el cerebro. No es mala la imagen, Cindy». Los presentadores tipo cien-por-cien-pendientes-del-negocio-todo-el-tiempo, para quienes el riesgo financiero no era más que una bendición paralela al potencial de crecimiento, asintieron sabiamente en respuesta. «Un aparato gimnástico para el cerebro. Muy bien», enlazó la presentadora femenina, «y ahora nos viene un juguete que está haciendo furor en Bélgica (¡!) y que, según nos cuenta su fabricante, puede arrasar más todavía que los Beanie Babies». Entró Joe Pascoe para quejarse un poco de las obligaciones. Las niñas de Joe habían cambiado de profesora de piano y seguían con la madre de siempre. Gary no percibía más allá de una palabra por cada tres que pronunciaba Jay. Tenía los nervios chirriándole, igual que, hace ya tanto tiempo, en la tarde anterior a la quinta cita con Caroline, cuando ambos estaban ya dispuestos, por fin, a dejar de ser castos, y cada hora que faltaba era como uno de esos bloques de granito que el preso con la bola al tobillo tiene que desmenuzar…
Salió de la oficina a las 4:30. En su sedán sueco, subió por Kelly Drive y Lincoln Drive, dejando atrás el valle del Schuylkill, con su neblina y su autopista, con sus realidades planas y resplandecientes, atravesó túneles de sombra y arcos góticos de hojas de otoño temprano a todo lo largo de Wissahickon Creek, y por fin se encontró de nuevo en la arborrealidad encantada de Chestnut Hill.
A pesar de los enfebrecidos fantaseos de Caroline, la casa parecía intacta. Gary metió cuidadosamente el coche por el camino de entrada, hasta rebasar el macizo de hostas y euonymus del cual, según había dicho ella, habían vuelto a robar el cartel de SEGURIDAD A CARGO DE NEVEREST. En lo que llevábamos de año Gary había plantado, y perdido, cinco carteles de SEGURIDAD A CARGO DE NEVEREST. Lo sacaba de quicio la idea de estar inundando el mercado de rótulos sin valor alguno, contribuyendo así a que se diluyera la validez del marchamo SEGURIDAD A CARGO DE NEVEREST en cuanto factor disuasorio del latrocinio. Aquí, en pleno corazón de Chestnut Hill, ni que decir tiene que la divisa de metal laminado en que venían los carteles de Neverest y de Western Civil Defense y de ProPhilaTex de todos los jardines delanteros estaba respaldada por la plena confianza y credibilidad de los focos y de los escáneres retínales, las baterías de emergencia, los cables de alarma bajo tierra y las puertas de activación remota; pero en otros lugares del noroeste de Filadelfia, bajando Mount Airy para llegar a Germantown y Nicetown, donde los sociópatas tenían sus negocios y sus moradas, había toda una clase de propietarios de tierno corazón que de ninguna manera podía aceptar lo que para sus «valores» significaría el hecho de pagarse su propio sistema de seguridad, pero cuyos «valores» liberales no les impedían robar con periodicidad prácticamente semanal los carteles SEGURIDAD A CARGO DE NEVEREST propiedad de Gary y plantarlos en sus propios jardines delanteros.
Una vez en el garaje, lo abrumó un impulso, a lo Alfred, de echarse hacia atrás en el asiento del coche y cerrar los ojos. Al apagar el motor fue como si también hubiera apagado algo en su propia cabeza. ¿Adónde habían ido a parar su lujuria y su energía? También ése era el matrimonio que Gary conocía.
Se obligó a salir del coche. Una opresiva abrazadera de cansancio, desde los ojos y los senos, le sojuzgaba la base del cráneo. Aun en el supuesto de que Caroline estuviera dispuesta a perdonarlo, aun en el supuesto de que pudieran escaquearse de los chicos para juguetear un poco (y, para ser realistas, no había posibilidad alguna de que tal cosa sucediera), cuando llegara el momento Gary estaría ya demasiado cansado como para cumplir. Le quedaba por recorrer la vasta extensión de cinco horas de ocupaciones filiales hasta desembocar en la cama, a solas, con ella. Nada más que para recuperar la energía de cinco minutos antes, habría tenido que dormir unas ocho horas, por no decir diez.
La puerta trasera estaba cerrada con llave y con la cadena puesta. Le aplicó unos cuantos golpes tan firmes como gozosos. Por la ventana vio que Jonah acudía al trote ligero, en chanclas y bañador, que metía la clave de seguridad y que primero descorría la cerradura y luego quitaba la cadena.
—¡Hola, papá! Estoy haciéndome una sauna en el cuarto de baño —dijo, mientras se alejaba al mismo trote de la venida.
El objeto del deseo de Gary, la mujer rubia ablandada por las lágrimas a quien él había reconfortado por teléfono, estaba sentada con Caleb, viendo una peli galáctica antigua en el televisor de la cocina. Humanoides la mar de serios, pijamas unisex.
—Hola —dijo Gary—. Todo parece estar en orden.
Caroline y Caleb asintieron con la cabeza, pero con los ojos en un planeta distinto.
—Supongo que tendré que poner otro cartel ahí fuera —dijo Gary.
—Deberías clavarlo al tronco de un árbol —dijo Caroline—. Quítale el poste de fijación y clávalo al tronco de un árbol.
Con la condición humana casi a cero, por frustración de expectativas, Gary se llenó el pecho de aire y luego tosió.
—La idea, Caroline, es que hay un toque de clase, algo sutil, en el mensaje que estamos proyectando. Una especie de opinión pericial. Pero si encadenamos el cartel a un árbol para evitar que nos lo roben…
—He dicho clavar, no encadenar.
—Es como decirles a todos los sociópatas: ¡Estamos hechos a la idea! ¡Vengan ustedes a por nosotros! ¡Vengan ustedes a por nosotros!
—No he dicho encadenar. He dicho clavar.
Caleb se hizo con el mando a distancia y subió el volumen del televisor.
Gary bajó al sótano y sacó de una caja plana de cartón uno de los carteles sobrevivientes de los seis que había comprado al representante de Neverest. Habida cuenta de lo que costaba el servicio de seguridad en el hogar de Neverest, los carteles eran una chapuza increíble. Aquellas pequeñas pancartas estaban pintadas de cualquier manera y cada una de ellas venía sujeta mediante frágiles remaches de aluminio a un rollito de metal laminado, a guisa de poste de fijación, demasiado fino como para hincarlo en la tierra a martillazos (había que hacer agujeros).
Caroline no levantó la cabeza cuando Gary regresó a la cocina. Era como si aquellas llamadas de pánico no hubieran existido más que en la mente alucinada de Gary, salvo por la persistencia de una sensación de humedad en los calzoncillos y por el hecho de que Caroline había vuelto a echar el cerrojo de la puerta trasera, a poner la cadena y a conectar la alarma, todo ello durante los treinta segundos escasos que él permaneció en el sótano.
Él, por supuesto, padecía una enfermedad mental. Ella no. ¡Ella!
—¡Por el amor de Dios! —exclamó, mientras picaba la fecha de su boda en el teclado numérico.
Dejando la puerta de par en par, fue al jardín delantero y plantó el nuevo cartel de Neverest en el antiguo agujero infértil. Cuando regresó, un minuto más tarde, la puerta estaba cerrada otra vez. Sacó las llaves, hizo girar la cerradura y abrió la puerta hasta donde lo permitía la cadena, dando lugar a que saltara la alarma interior, tipo perdóneme-usted-por-favor. Se apoyó contra la puerta, poniendo a prueba los goznes. Se le pasó por la cabeza la idea de cargar con el hombro y arrancar la cadena. Con una mueca y un grito, Caroline saltó sobre sus pies y acudió cojeando a meter el código antes de que transcurrieran los treinta segundos de margen.
—La próxima vez, haz el favor de llamar, Gary —dijo.
—Estaba en el jardín delantero —dijo él—. A veinte metros escasos. ¿Para qué has puesto la alarma?
—Tú es que no te haces idea de lo que ha sido estar aquí hoy —murmuró ella, cojeando hacia el espacio interestelar—. Me siento muy sola aquí, Gary. Muy sola.
—Pero ahora estoy en casa. ¿O no?
—Sí, estás en casa.
—Oye, papá, ¿qué hay de cenar? —dijo Caleb—. ¿Por qué no parrillada?
—Sí —dijo Gary—. Yo preparo la cena y yo lavo los platos y a lo mejor también podo el seto, porque yo, mira tú por dónde, estoy bien. ¿Te suena lo de estar bien, Caroline?
—Sí, claro, haz tú la cena, por favor —murmuró ella, sin apartar los ojos del televisor.
—Muy bien. Hago la cena.
Gary batió palmas y tosió. Era como si en su interior, en el pecho y en la cabeza, hubiera habido antiguos engranajes saliéndose de sus ejes, entrando en colisión con otras partes de la maquinaria, reclamando del cuerpo una arranque de bravura, una energía no deprimida, que, sencillamente dicho, el cuerpo no estaba en condiciones de proporcionar.
Esta noche tenía que dormir bien durante un mínimo de seis horas. Para conseguirlo, se hizo a la idea de tomarse dos martinis vodka y meterse en la cama antes de las diez. Inclinó la botella de vodka, abierta, sobre la coctelera con hielo dentro, y, descaradamente, la dejó ir haciendo todo el gluglú que quiso, porque un vicepresidente del CenTrust no tenía por qué avergonzarse de buscar un poco de relajación tras una dura jornada de trabajo. Prendió fuego con mezquite y se pimpló el primer martini. Igual que una moneda lanzada en una amplia y tambaleante órbita de decadencia, trazó un círculo de regreso a la cocina y logró disponer la carne, pero sintiéndose demasiado cansado para cocinarla. Dado que Caroline y Caleb no le habían prestado la menor atención mientras se preparaba el primer martini, se preparó el segundo, para mayor energía y mejor reforzamiento, y le otorgó la clasificación oficial de martini número uno. Luchando contra los vítreos efectos de lente de la confusión por vodka, salió al patio y arrojó carne encima de la parrilla. De nuevo lo invadió el cansancio, de nuevo el déficit de todo neurofactor amable. Delante de toda su familia, entera y verdadera, se sirvió un tercer martini (número dos, oficialmente) y se lo pimpló. Por la ventana vio que la parrilla estaba en llamas.
Llenó de agua un cacharro de Teflón y sólo se le derramó un poco en la carrera hacia la extinción del fuego. Subía una nube de vapor y de humo y de grasa en aerosol. Dio la vuelta a todos los trozos de carne, dejándolos con la chamuscada y resplandeciente barriga al aire. Había un olor a quemadura húmeda como el que van dejando los bomberos al pasar. A los carbones sólo les quedaban fuerzas para colorear levemente las porciones crudas de los trozos de carne, y eso que los dejó otros diez minutos.
Su hijo Jonah, siempre tan milagrosamente considerado, había puesto la mesa, mientras, y había sacado pan y mantequilla. Gary sirvió a su mujer y a sus hijos los trozos de carne menos quemados y los trozos de carne menos crudos. No sin dificultades en el manejo del cuchillo y del tenedor, se llenó la boca de cenizas y de pollo sanguinolento, pero de todas formas estaba demasiado cansado como para masticar y tragar, y demasiado cansado, también, para levantarse y escupir lo que tenía en la boca. Ahí se quedó, sentado, con el pollo en la boca, sin masticar, hasta que se dio cuenta de que se le estaba cayendo la baba por el mentón abajo (algo no precisamente correcto como prueba de buena salud mental). Se tragó el bolo entero. Fue como una pelota de tenis bajándole por el pecho. Su familia lo miraba.
—¿Te pasa algo, papá? —dijo Aaron.
Gary se limpió la barbilla.
—Estoy bien, Aaron, gracias. Eb bollo tan boco duro. El pollo está un poco duro.
Tosió, con el esófago convertido en una columna de fuego.
—Lo mejor sería que te echaras —dijo Caroline, como quien le habla a un niño pequeño.
—No, no: voy a podar el seto —dijo Gary.
—Pareces cansadísimo —dijo Caroline—. Sería mejor que te echaras.
—No estoy cansado, Caroline. Es que se me ha metido el humo en los ojos.
—Gary…
—Me consta que andas por ahí contándole a todo el mundo que estoy deprimido, pero da la casualidad de que no lo estoy.
—Gary.
—¿No es cierto, Aaron? ¿No es cierto? ¿No te dijo a ti que estoy clínicamente deprimido? ¿No te lo dijo?
Aaron, cogido por sorpresa, miró a Caroline, que le hizo un gesto muy marcado y muy significativo con la cabeza.
—¿Te lo dijo o no te lo dijo? —insistió Gary.
Aaron clavó los ojos en el plato, ruborizándose. El espasmo de amor que sintió entonces Gary por su primogénito, su petulante y tierno y honrado y ruborizado hijo, estaba en conexión directa con la rabia que ahora lo impulsaba, sin comprender siquiera lo que ocurría, a alejarse de la mesa. Estaba soltando tacos delante de sus hijos. Estaba diciendo:
—¡A tomar por culo todo esto, Caroline! ¡A tomar por culo tanto susurro! Me voy a podar el jodido seto.
Jonah y Caleb agacharon la cabeza, como para evitar los tiros. Aaron parecía estar leyendo el relato de su vida, sobre todo de su vida futura, en los churretes de grasa de su plato.
Caroline habló con la voz tranquila, baja, trémula de quienes acaban de sufrir una vejación irrefutable.
—Muy bien, Gary. Perfectamente —dijo—. Vete y déjanos disfrutar de la cena.
Gary se fue. Salió como un huracán y cruzó el jardín trasero. La vegetación contigua a la casa tenía ahora el color de la tiza, por la luz que rebosaba del interior, pero aún quedaba suficiente crepúsculo en los árboles del oeste como para trocarlos en siluetas. Una vez en el garaje, descolgó de su sitio la escalera de tijera de dos metros cincuenta y se puso a bailar y dar vueltas con ella, y menos mal que logró controlarse a tiempo, porque estuvo a punto de cargarse el parabrisas del Stomper. Se llevó en volandas la escalera hasta la parte frontal de la casa, prendió las luces y volvió a buscar la podadora eléctrica y el cable de extensión de treinta metros. Para evitar que el sucio cable entrara en contacto con la carísima camisa de lino que llevaba puesta, de lo cual se había dado cuenta demasiado tarde, lo llevó arrastrando y dio lugar a que se fuera trabando en las flores, con muy destructivos efectos. Se quedó en camiseta, pero no se detuvo a cambiarse de pantalones, por miedo a perder impulso y quedarse tumbado en el césped —que aún irradiaba el calor del sol—, escuchando a los grillos y a las fluctuantes chicharras, y al final dormirse. El esfuerzo físico continuado le aclaró hasta cierto punto la cabeza. Se encaramó a la escalera y se puso a chapodar las ramas de color verde lima que colgaban de los tejos, inclinándose hacia adelante todo lo que osaba inclinarse. Seguramente, viéndose incapaz de alcanzar el último palmo de seto, el más cercano a la casa, tendría que haber apagado la podadora y haberse bajado de la escalera y haber acercado ésta a su objetivo, pero, como era cosa de un palmo y no disponía de infinitas reservas de energía y paciencia, trató de que la escalera se desplazase en dirección a la casa, imprimiéndole una especie de balanceo y luego brincando con ella, todo con la podadora en la mano y sin haberla apagado antes.
El suave golpe, el rasponazo casi sin punta que a continuación se aplicó en la parte más carnosa de la palma, junto al pulgar de la mano derecha, una vez inspeccionado, resultó ser un agujero profundo, con gran efusión de sangre, del que, si todo fuera perfecto en este mundo, habría debido ocuparse un médico de guardia. Pero de Gary podía decirse todo menos que no fuese concienzudo. Sabía que estaba demasiado borracho para ir conduciendo él mismo hasta el hospital de Chestnut Hill, y tampoco podía pedirle a Caroline que lo llevara sin dar lugar a muy engorrosas preguntas sobre su decisión de subirse a una escalera y manejar una máquina tan potente hallándose bajo los efectos del alcohol, lo cual, colateralmente, contribuiría a que quedara de manifiesto la cantidad de vodka que se había bebido antes de la cena y, en general, a pintar de él una imagen perfectamente opuesta a la de persona en buen estado de Salud Mental que había pretendido transmitir por el hecho de salir a podar el seto. De modo que, mientras un enjambre de insectos picadores de carne y comedores de tela, atraídos por las luces del porche, invadían la casa por la puerta principal que Gary, al entrar a toda prisa con esa sangre tan rara y tan fresca acumulándosele en el cuenco de las manos, no había tenido la precaución de cerrar con el pie, se refugió en el cuarto de baño de la planta baja y dejó caer la sangre en el lavabo, viendo granadina, o jarabe de chocolate, o aceite de motor muy sucio, en sus remolinos férricos. Se vertió agua fría en el corte. Al otro lado de la puerta, cuyo pestillo había quedado sin echar, Jonah le preguntaba si se había hecho daño. Gary juntó con la mano izquierda una almohadilla absorbente de papel higiénico y la situó sobre la herida y luego trató de sujetársela con un esparadrapo cuyo carácter adhesivo se desvaneció de inmediato ante la acción del agua y de la sangre. Había sangre en la taza del váter, sangre en el suelo, sangre en la puerta.
—Papá, nos están entrando bichos —dijo Jonah.
—Sí, Jonah, ¿por qué no cierras la puerta de la calle y luego subes a bañarte? En seguida estoy contigo y jugamos a las damas.
—¿No te da igual al ajedrez?
—Sí, me da igual.
—Pero tienes que darme la reina, un alfil, un caballo y una torre.
—Que sí; pero hale, a la bañera.
—¿No tardarás?
—Voy en seguida.
Gary le arrancó de los dientes al dispensador un nuevo trozo de esparadrapo y se rio ante el espejo, para comprobar que aún podía reírse. La sangre empapaba el papel higiénico, fluyendo en hilillos alrededor de su muñeca y despegando el esparadrapo. Se envolvió la mano en una toalla pequeña y con otra toalla, bien mojada en agua, limpió de sangre el suelo del cuarto de baño. Entreabrió la puerta y pudo oír la voz de Caroline en el piso de arriba, el ruido del lavavajillas en la cocina, el grifo de la bañera de Jonah. Un rastro de sangre retrocedía desde el centro del vestíbulo hacia la puerta principal. En cuclillas y desplazándose de lado como un cangrejo, y con la mano del corte apretada contra el abdomen, Gary borró con la toalla la sangre del suelo. También el suelo del porche, de madera gris, estaba lleno de salpicaduras. Gary andaba apoyándose en los lados de los pies, para no hacer ruido. Fue a la cocina a buscar un cubo y una bayeta, y en la cocina estaba el armario de las bebidas alcohólicas.
Bueno, pues lo abrió. Colocándose la botella de vodka bajo la axila derecha pudo desenroscar el tapón con la izquierda. Y cuando levantaba la botella y, al mismo tiempo, echaba hacia atrás la cabeza, para efectuar una pequeña retirada de fondos del ya diminuto saldo alcohólico, sus ojos derivaron hacia el techo del armario, y en ese momento vio la cámara.
Era del tamaño de un mazo de cartas. Estaba montada en un soporte orientable, sobre la puerta trasera. La caja era de aluminio pulido. Tenía un destello color púrpura en el ojo.
Gary devolvió la botella al armario, se acercó al fregadero y echó agua en un cubo. La cámara giró treinta grados para seguir sus movimientos.
Le vinieron ganas de arrancar la cámara del techo o, en todo caso, de subir a explicarle a Caleb la muy dudosa moralidad del espionaje, o, en todo caso, de averiguar al menos cuánto tiempo llevaba instalada la cámara; pero ahora tenía algo que ocultar y toda acción que emprendiera contra la cámara, cualquier objeción que pusiera a su presencia en esa cocina, podía ser interpretada por Caleb como un intento de protegerse.
Dejó en el cubo la toalla, manchada de sangre y de suciedad del suelo, y se aproximó a la puerta trasera. La cámara retrocedió en su montura para mantenerlo centrado en el encuadre. Gary se situó directamente debajo y se quedó mirándole al ojo. Dijo que no con la cabeza y articuló las palabras No, Caleb. La cámara, naturalmente, se abstuvo de responderle. Gary pensó entonces que, seguramente, también habría micrófonos en la habitación, para captar el sonido. Podía dirigirse directamente a Caleb, pero temió que si miraba directamente en el ojo vicario de Caleb y oía su propia voz y hacía que se oyera en la habitación de Caleb, el resultado sería un intolerable incremento en la realidad de lo que ocurría. De modo que volvió a decir que no con la cabeza e hizo un movimiento de barrido con la mano izquierda, el ¡Corten! de los directores cinematográficos. Entonces cogió el cubo del fregadero y limpió el porche.
Dado que estaba borracho, el problema de la cámara y de que Caleb fuera testigo tanto de su herida como de su furtiva implicación con el armario de las bebidas alcohólicas no se le quedó en la cabeza como conjunto de pensamientos conscientes y de inquietudes, sino que se volvió sobre sí mismo para convertirse en una especie de presencia física en su interior, un cuerpo tumoroso que le descendió por el estómago y acabó instalándose en el intestino bajo. El problema no se evacuaría solo, desde luego, pero, por el momento, lo que importaba era no pensar.
—¿Papá? —llegó la voz de Jonah desde la planta superior—. Ya podemos jugar al ajedrez.
Cuando Gary volvió a entrar en la casa, habiendo dejado el seto a medio podar y la escalera en un arriate de hiedra, su sangre había empapado tres capas de toallas y emergía a la superficie en una mancha rosada, de plasma con los corpúsculos filtrados. Temió tropezarse con alguien en el vestíbulo, con Caleb o con Caroline, por supuesto, pero sobre todo con Aaron, porque Aaron había venido a preguntarle si le pasaba algo, y porque Aaron no había sido capaz de mentirle, y esas pequeñas pruebas de cariño por parte de Aaron constituían, en cierto modo, lo más escalofriante de la noche.
—¿Por qué tienes una toalla en la mano? —la preguntó Jonah a Gary, mientras retiraba del tablero la mitad de las piezas de su padre.
—Me he cortado, Jonah, y me he puesto hielo en la herida.
—Hueles a al-co-hol —canturreó la voz de Jonah.
—El alcohol es un poderoso desinfectante —dijo Gary.
Jonah movió P4R.
—Sí, pero yo me refiero al alcohol de beber.
Gary estaba en la cama a las diez, es decir: teóricamente, dentro de lo previsto en su proyecto original… ¿En su proyecto de qué? Bueno, pues no lo sabía exactamente. Pero si dormía un poco quizá consiguiera vislumbrar el camino hacia delante. Para no manchar las sábanas de sangre, metió la mano herida, con toalla y todo, en una bolsa de pan integral Bran’nola. Apagó la luz de su mesilla de noche y se colocó de cara a la pared, con la mano de la bolsa acunada en el pecho y con la sábana y la manta de verano subidas hasta el hombro. Se quedó profundamente dormido, pero al cabo de un rato lo despertaron las pulsaciones de la mano en la oscuridad de la habitación. A ambos lados del corte, la carne le picaba como si la hubiera tenido llena de gusanos, y el dolor se le extendía a lo largo de los cinco carpos. Caroline, dormida, respiraba acompasadamente. Gary se levantó a vaciar la vejiga y se tomó cuatro Adviles. Cuando volvió a la cama, su patético proyecto cayó hecho pedazos, porque no logró recuperar el sueño. Tenía la sensación de que la sangre se estaba saliendo de la bolsa de Bran’nola. Le pasó por la cabeza la posibilidad de levantarse e ir a hurtadillas hasta el garaje y acudir a urgencias. Calculó las horas que ello le llevaría y el mucho tiempo que le costaría recuperar el sueño, a la vuelta; luego restó las horas que le quedaban para levantarse e ir a trabajar y llegó a la conclusión de que más le iba a valer dormir hasta las seis y luego, si era necesario, hacer una parada en urgencias, de paso hacia la oficina; aunque todo ello dependía de su capacidad para volverse a dormir, y, puesto que no lo lograba, se puso de nuevo a hacer cálculos y barajar posibilidades, sólo que ahora ya quedaban menos minutos de noche que cuando se le ocurrió por primera vez la opción de levantarse y salir de la casa a hurtadillas. La cuenta era cruel en su regresión. Se levantó de nuevo a mear. El problema de la vigilancia de Caleb seguía, indigestible, aposentado en sus tripas. Se moría de ganas de despertar a Caroline y echarle un polvo. Seguían las palpitaciones en la mano herida. Se sentía elefantiásico: tenía una mano del tamaño y del peso de una buena butaca, cada uno de cuyos dedos era un blando cilindro de exquisita sensibilidad. Y Denise seguía mirándolo con odio. Y su madre seguía clamando por sus Navidades. Y se coló durante un segundo en una estancia donde tenían a su padre atado a una silla eléctrica, con un casco metálico en la cabeza, y era el propio Gary quien tenía la mano en el viejo interruptor tipo palanca, que evidentemente ya había accionado, porque Alfred saltaba de la silla, fantásticamente galvanizado, horriblemente sonrisueño, convertido en una parodia del entusiasmo, danzando con las extremidades rígidas y dando vueltas por la habitación a velocidad duplicada, hasta caer de bruces, bam, como una escalera de tijera con las patas juntas, y quedarse boca abajo en el suelo de la sala de ejecuciones, con todos los músculos del cuerpo galvánicamente sacudidos y hervorosos…
Había una claridad gris en la ventana cuando Gary se levantó a mear por cuarta o quinta vez. La humedad y el calor de la mañana eran más propios de julio que de octubre. La niebla o neblina de Seminole Street confundía, o descorporeizaba, o refractaba, el graznido de los cuervos mientras subían volando la colina, sobre Navajo Road y Shawnee Street, igual que adolescentes lugareños dirigiéndose al aparcamiento del Wawa Food Market (el Club Wa, lo llamaban, según Aaron) para fumar unos cuantos cigarrillos.
Se volvió a meter en la cama, a ver si le venía el sueño.
«En este cinco de octubre, entre las principales noticias que seguiremos esta mañana hay que mencionar que los abogados de Khellye, cuya ejecución está prevista dentro de las próximas veinticuatro horas…», dijo la radio del despertador de Caroline, hasta que ella la silenció de un manotazo.
Durante la hora siguiente, mientras oía levantarse a sus hijos y desayunar y unos toques de trompeta de John Philip Sousa, cortesía de Aaron, un novísimo plan fue tomando forma en el cerebro de Gary. Se colocó en postura fetal, muy quieto, de cara a la pared, con la mano enbran’nolada cerca del pecho. Su novísimo plan consistía en no hacer absolutamente nada.
—Gary, ¿estás despierto? —dijo Caroline desde una media distancia, seguramente desde la puerta del dormitorio—. ¿Gary?
Él no hizo nada; no contestó.
—¿Gary?
Le habría gustado saber si a ella le habría gustado saber por qué no hacía nada, pero ya se alejaban sus pasos por el corredor y ya se le oía decir:
—Date prisa, Jonah, que vamos a llegar tarde.
—¿Dónde está papá? —preguntó Jonah.
—No se ha levantado. Vamos.
Tras un ruido de piececitos vino el primer auténtico desafío al novísimo plan de Gary. Desde una posición más cercana que la puerta, habló Jonah:
—Papá. Nos vamos. ¿Papá?
Y Gary tuvo que no hacer nada. Tuvo que fingir que no oía o no quería oír, tuvo que infligirle su huelga general, su depresión clínica, precisamente a la criatura a quien más habría querido salvaguardar. Si Jonah llegaba a acercársele más —si, por ejemplo, venía a darle un abrazo—, Gary no estaba muy seguro de poder mantenerse callado e impávido. Pero Caroline llamaba otra vez desde el piso de abajo, y Jonah se alejó a toda carrera.
Desde la distancia, Gary oyó el bip-bip-bip-bip de su fecha de cumpleaños mientras la marcaban para accionar la vigilancia perimétrica. La casa quedó luego en silencio, con su olor a tostadas, y Gary se puso en el rostro un gesto de sufrimiento insondable y de autocompasión idéntico al de Caroline cuando le dolía la espalda. Entonces comprendió, como nunca antes, cuánto alivio podía proporcionar un gesto así.
Pensó levantarse, pero no necesitaba nada. No sabía cuánto tardaría Caroline en volver; si hoy trabajaba en el Fondo de Protección de la Infancia, podía no regresar antes de las tres de la tarde. No importaba. Allí estaría él.
Pero ocurrió que Caroline estaba de regreso media hora más tarde. Se oyeron, en sentido inverso, los mismos ruidos que cuando se marchó. Oyó la aproximación del Stomper, la clave de desactivación, las pisadas en la escalera. Percibió la presencia de su mujer en el umbral, observándolo en silencio.
—¿Gary? —dijo en voz baja, no sin cierta ternura.
Él no hizo nada. Siguió quieto. Ella se le acercó y se puso de rodillas junto a la cama.
—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
Él no contestó.
—¿Para qué quieres esa bolsa? Dios mío. ¿Qué has hecho?
Él no dijo nada.
—Dime algo, Gary. ¿Estás deprimido?
—Sí.
Ella, entonces, suspiró. Semanas de tensión acumulada iban drenándose del dormitorio.
—Me rindo —dijo Gary.
—¿Qué significa eso?
—No tenéis que ir a St. Jude —dijo él—. Quien no quiera ir, que no vaya.
Le costó muchísimo decir esto, pero obtuvo su recompensa. Sintió que se le acercaba el calor de Caroline, su resplandor, antes de que ella llegara a tocarlo. El sol en ascenso, el primer roce del pelo de ella en su cuello, cuando se inclinó hacia él, la aproximación de su aliento, el suave impacto de los labios en su mejilla.
—Gracias —dijo Caroline.
—Yo tendré que ir para Nochebuena, pero estaré aquí en Navidades.
—Gracias.
—Tengo una depresión tremenda.
—Gracias.
—Me rindo —dijo Gary.
Lo irónico, por supuesto, era que tan pronto como se hubo rendido —tan pronto, quizá, como confesó su condición deprimida; tan pronto, sin duda alguna, como le enseñó la mano y ella le colocó un vendaje como Dios manda; y, desde luego, no más tarde del momento en el cual, con una locomotora más grande y más dura y más poderosa que un modelo ferroviario a gran escala, se internó en el túnel húmedo y de suaves corrugaciones cuyos más intrincados recovecos seguían antojándosele inexplorados, a pesar de que llevaba veinte años recorriéndolos (practicó el acercamiento al estilo cuchara, por detrás, de modo que Caroline pudiera mantener arqueada la parte baja de la espalda y él pudiera acomodar a un costado de ella el brazo de la venda; fue un polvo herido, entre heridos)—, no sólo dejó de sentirse deprimido, sino que entró en condición eufórica.
Le vino a la cabeza la idea —no muy pertinente, quizá, teniendo en cuenta el tierno acto conyugal en que estaba enfrascado; pero Gary Lambert era Gary Lambert, y siempre se le ocurrían cosas que no venían a cuento, y estaba harto de pedir perdón— de que ahora ya podía pedirle a Caroline, sin riesgo, que le comprara 4500 acciones de la Axon, y ella lo haría con todo gusto.
Ella se alzaba y se bajaba como una superficie sobre un mínimo punto de contacto, con todo su ser sexual casi ingrávido en la humedecida punta del dedo corazón de Gary.
Él se derramaba esplendorosamente: se derramaba, se derramaba, se derramaba.
Seguían desnudos, ambos, haciendo novillos a las nueve y media de un martes por la mañana, cuando sonó el teléfono de la mesilla de noche de Caroline. Contestó Gary y se quedó conmocionado al oír la voz de su madre. Se quedó conmocionado ante la realidad de la existencia de su madre.
—Llamo desde el barco —dijo Enid.
Durante un culpable momento, hasta que cayó en la cuenta de que llamar desde un barco cuesta mucho dinero y de que, por consiguiente, las noticias que iba a transmitirle su madre podían no ser buenas, Gary pensó que lo llamaba porque se había enterado de su traición.