—Papá ha vuelto a caerse por la escalera del sótano —dijo Enid, mientras la lluvia descendía sobre la ciudad de Nueva York—. Llevaba una caja grande de pacanas y no se agarró al pasamano y se cayó. Imagínate la cantidad de pacanas que caben en una caja de cinco kilos y medio. Había nueces hasta en el último rincón de la casa. Tuve que ponerme de rodillas y recogerlas con mis propias manos, Denise, horas y horas. Y todavía me las encuentro por ahí. Algunas son del mismo color que los grillos esos que no conseguimos eliminar. Me agacho a recoger una pacana y, zas, me salta a la cara.

Denise ordenaba los tallos del ramo de girasoles que ella misma había traído.

—¿Qué hacía papá bajando la escalera del sótano con cinco kilos y medio de pacanas en las manos?

—Buscaba algo en que poder trabajar sin levantarse del sillón. Pensaba quitarles la cáscara.

Enid se asomó por encima del hombro de Denise.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó.

—Búscame un jarrón.

El primer aparador que abrió Enid contenía una caja de corchos de botella, y nada más.

—Lo que no entiendo es por qué nos ha invitado Chip, si no pensaba comer con nosotros.

—Lo más probable es que no tuviera previsto que lo dejasen tirado esta misma mañana —dijo Denise.

Denise siempre le hablaba a su madre en el tono de voz pertinente para hacerle saber que era estúpida. No le parecía a Enid que Denise fuera una persona cálida y generosa. Así y todo, era su hija, y Enid, unas semanas atrás, había hecho algo muy reprobable que ahora tenía absoluta necesidad de confesarle a alguien, y estaba en la esperanza de que ese alguien pudiera ser Denise.

—Gary quiere que vendamos la casa y nos vayamos a vivir a Filadelfia —dijo—. Según él, eso sería lo lógico, porque allí estáis los dos, tú y él, y Chip vive en Nueva York. Y yo le digo, mira, Gary, adoro a mis hijos, pero donde me encuentro a gusto es en St. Jude. Soy del Medio Oeste, Denise. Estaría perdida en Filadelfia. Gary quiere que solicitemos asistencia domiciliaria. No le entra en la cabeza que ya es demasiado tarde. En esas cosas no te admiten cuando ya has llegado a la situación en que se encuentra tu padre.

—Pero si papá se sigue cayendo por la escalera…

—¡Es que no se agarra al pasamanos, Denise! Se niega a aceptar que no debe subir y bajar cosas por las escaleras.

Enid encontró un jarrón en el armarito de debajo del fregadero, detrás de un rimero de fotografías enmarcadas, cuatro imágenes de cosas rosadas y con pelos, alguna chifladura artística, si no eran fotos médicas. Intentó alcanzar el jarrón sin tocar las fotos, pero hizo caer una olla para cocer espárragos que algún año le había regalado a Chip por Navidades. Cuando Denise se agachó a ver qué pasaba, a Enid le resultó imposible fingir que no había visto las fotos.

—¿Pero qué es esto? —dijo, con el ceño fruncido—. ¿Qué son estas cosas, Denise?

—¿Qué quieres decir con «estas cosas»?

—Alguna chifladura de Chip, supongo.

Denise tenía una expresión «divertida» que irritó profundamente a Enid.

—Pero está muy claro que tú si sabes lo que es.

—No, no lo sé.

—¿No lo sabes? —Enid cogió el jarrón y cerró la puerta del armarito—. Yo, desde luego, no quiero saberlo.

—Eso ya es completamente distinto.

En el salón, Alfred estaba reuniendo valor para sentarse en la tumbona de Chip. No hacía ni diez minutos que se había sentado en ella sin incidente digno de mención. Pero ahora, en vez de limitarse a hacerlo otra vez, se había parado a pensar. Unos días antes había caído en la cuenta de que en el centro mismo del acto de sentarse hay un momento de pérdida del control, una caída a ciegas y hacia atrás. Su excelente sillón azul de St. Jude era como un guante de béisbol de primera base, capaz de retener con suavidad cualquier objeto que se le lanzara, desde cualquier ángulo, llevase la fuerza que llevase; para eso tenía aquellos brazos de oso, para sostenerlo a él mientras efectuaba el muy importante giro a ciegas. El sillón de Chip, en cambio, era una antigualla de baja altura, y muy poco práctica. Alfred se había situado de espaldas al mueble y no acababa de decidirse, con las rodillas dobladas en el ángulo, más bien pequeño, que le toleraban sus neuropáticas pantorrillas, con las manos echadas hacia atrás, tanteando el vacío. Le daba miedo lanzarse. Y, sin embargo, había algo obsceno en eso de quedarse ahí, medio en cuclillas y temblando, algo que podía asociarse con un retrete, alguna vulnerabilidad esencial que, nada más ocurrírsele, se le antojó tan patética y degradante que, para acabar con ella de una vez, cerró los ojos y se dejó caer. Aterrizó pesadamente sobre el trasero y siguió cayendo hasta quedar de espaldas, con las rodillas levantadas por encima del resto del cuerpo.

—¿Te pasa algo, Al? —le preguntó Enid desde la cocina.

—No entiendo este sillón —dijo, pugnando por enderezarse y, al mismo tiempo, por transmitir una sensación de poderío—. ¿Qué se supone que es? ¿Un sofá?

Denise regresó al salón y puso el jarrón con los tres girasoles encima de una mesita zanquilarga que había junto a la tumbona.

—Es una especie de sofá —dijo—. Subes las piernas y ya eres un filósofo francés. Y hablas de Schopenhauer.

Alfred meneó la cabeza.

—El doctor Hedgpeth te ha dicho que tienes que sentarte en sillas altas y con el respaldo recto —comunicó Enid desde la puerta de la cocina.

Dado que Alfred no manifestaba el menor interés por tales instrucciones, Enid se las repitió a Denise cuando ésta volvió a la cocina.

—Sólo sillas altas y con el respaldo recto —dijo—. Pero no hace caso. No hay quien lo saque de su sillón de cuero. Luego la emprende a gritos para que baje y lo ayude a levantarse. Pero ¿qué pasa si yo me hago daño en la espalda? Puse delante de la tele una de esas sillas antiguas con el respaldo de listones y le dije siéntate ahí. Pero él prefiere sentarse en su sillón de cuero, delante de la tele que tiene en el sótano, y para salir de él se deja resbalar por el asiento, hasta quedar sentado en el suelo. Luego va arrastrándose hasta la mesa de ping-pong y se apoya en ella para levantarse.

—Pues, mira, no deja de ser ingenioso —dijo Denise, mientras extraía del frigorífico una brazada de cosas para comer.

Se arrastra por el suelo, Denise. En vez de sentarse en una silla bonita y confortable, con el respaldo recto, que es muy importante para él, como dice el médico, se dedica a arrastrarse por el suelo. Y lo primero que tendría que hacer es no pasar tanto tiempo sentado. El doctor Hedgpeth dice que su condición ya no sería tan grave sólo con que saliese e hiciese algo. O lo utilizas o lo pierdes, eso es lo que dicen todos los médicos. Dave Schumpert ha tenido diez veces más problemas de salud que papá, lleva quince años con una colostomía, y sólo le queda un pulmón, y lleva marcapasos, y mira todas las cosas que hacen Mary Beth y él. ¡Acaban de volver de las islas Fiji, de hacer submarinismo! Y Dave no anda jamás con quejas, pero jamás, jamás. Tú no te acordarás de Gene Grillo, claro, un viejo amigo de tu padre, de Hephaestus, que tiene un Parkinson malísimo, mucho peor que el de tu padre. Sigue en su casa de Fort Wayne, pero está en una silla de ruedas. El pobre hombre se encuentra en muy mala forma, claro, pero se interesa en las cosas. Ya no puede escribir, pero nos ha enviado una carta audio, en casete, una cosa muy pensada, hablando de sus nietos con todo detalle, porque los conoce, y se interesa por ellos, y también explica que se ha puesto a estudiar cambodiano, él lo llama khmer, nada más que escuchando una cinta y viendo el canal de televisión de Cambodia (Khmer, supongo) que tienen en Fort Wayne, y todo porque su hijo pequeño está casado con una cambodiana, o khmer, y los padres de ella no hablan una palabra de inglés y a Gene le apetece poder charlar con ellos un poco. ¿Te lo puedes creer? Ahí lo tienes, a Gene, en una silla de ruedas, completamente baldado, y sigue dándole vueltas a ver si puede hacer algo por los demás. Y papá, que puede andar, y escribir, y vestirse solo, no hace nada en todo el día más que estar ahí sentado.

—Está deprimido, mamá —dijo Denise sin levantar la voz, mientras cortaba el pan en rebanadas.

—Eso es lo que dicen también Gary y Caroline. Dicen que está deprimido y que deberían darle algún medicamento. Dicen que era un adicto al trabajo y que el trabajo era como una droga para él y que, ahora que ya no puede hacer nada, no le queda más que deprimirse.

—O sea: ponlo en medicación y olvídate del asunto. Una teoría comodísima.

—No seas injusta con Gary.

—No me hagas hablar de Gary y Caroline.

—Ay, jolín, Denise, manejas el cuchillo de una forma que no sé cómo todavía no te has rebanado un dedo.

Con el pico de un pan francés Denise había hecho tres pequeños vehículos con base de corteza. En uno puso rizos de mantequilla inflados como velas al viento, el otro lo cargó de trocitos de parmesano en un lecho de ruca triturada, y el tercero lo pavimentó de aceitunas picadas, con aceite de oliva, y cubiertas de una espesa capa de pimienta.

—Mmm, qué pinta tan estupenda —dijo Enid, tratando al mismo tiempo, con felina rapidez, de alcanzar el plato en que Denise había dispuesto las vituallas; pero el plato se le escabulló.

—Son para papá.

—Un pedacito sólo.

—Voy a hacer más para ti.

—No, no, sólo quiero un pedacito de éstos.

Pero Denise abandonó la cocina y fue a llevarle el plato a Alfred, cuyo problema existencial era el siguiente: que, a la manera de una semilla de trigo abriéndose camino para emerger de la tierra, el mundo se movía hacia delante en el tiempo añadiendo una célula tras otra a su avanzadilla, apilando momentos; y que aprehender el mundo en su momento más fresco y juvenil no implicaba garantía alguna de volver a aprehenderlo un momento más tarde. Mientras él llegaba a la conclusión de que su hija Denise le estaba ofreciendo un plato de aperitivos en el salón de su hijo Chip, el momento temporal siguiente se disponía a brotar en forma de existencia prístina y no aprehendida, dentro de la cual no cabía en modo alguno excluir, por ejemplo, la posibilidad de que su mujer, Enid, le estuviera ofreciendo un plato de excrementos en el salón de un burdel; y tan pronto como tuvo confirmado lo de Denise y los aperitivos y el salón de Chip, la avanzadilla del tiempo creó otra capa de células nuevas, obligándolo así a enfrentarse con otro nuevo mundo todavía sin aprehender; razón por la cual, en vez de agotarse jugando a pilla-pilla, cada vez se inclinaba más a pasarse los días entre las inalterables raíces históricas de las cosas.

—Para que hagas boca mientras preparo la comida —dijo Denise.

Alfred miró con ojos de agradecimiento los aperitivos, que ahora estaban fijos, más o menos al noventa por ciento, en su condición de comida, aunque de vez en cuando, en un santiamén, se convertían en otros objetos de similar forma y tamaño.

—A lo mejor te apetece un vaso de vino.

—No hace falta —dijo él.

Mientras el agradecimiento le desbordaba el corazón, y se emocionaba, sus manos entrelazadas y sus antebrazos empezaron a moverse más libremente en su regazo. Trató de encontrar algo en la habitación que no lo emocionara, algo en que descansar tranquilamente la mirada; pero resultaba que la habitación era de Chip y en ella se encontraba Denise, de modo que todos los objetos y todas las superficies —incluido el pomo de un radiador, incluido un leve desconchón en la pared, a altura de muslo— se trocaban en recordatorios de que sus hijos vivían sus vidas en mundos aparte, muy al este, llevándolo a considerar las diversas distancias que lo separaban de ellos; todo lo cual vino a empeorarle el temblor de las manos.

Que la hija cuyas atenciones más agravaban su dolencia fuera la persona por quien menos deseaba él ser visto en las garras de tal dolencia formaba parte de la lógica demoníaca que tanto contribuía a confirmarlo en el pesimismo.

—Te voy a dejar solo un momento —dijo Denise—, mientras termino en la cocina.

Él cerró los ojos y le dio las gracias. Como esperando a que escampara para salir corriendo del coche y meterse en la tienda de ultramarinos, aguardaba un claro en sus temblores para alargar la mano y comerse lo que Denise le había traído.

Su enfermedad era una ofensa a su sentido de la propiedad. Aquellas manos trémulas sólo le pertenecían a él y, sin embargo, se negaban a prestarle obediencia. Eran como niñas malas. Criaturas de dos años con un berrinche de sufrimiento egoísta. Cuanto más se obcecaba él en darles órdenes, menos atención le prestaban y más desdichadas se sentían y más perdían el control. Siempre había sido vulnerable a la cabezonería de los niños y su negativa a comportarse como adultos. La falta de responsabilidad y la indisciplina eran lo que más le había amargado la vida en este mundo, y no dejaba de ser otro ejemplo de lógica diabólica el hecho de que su inoportuna enfermedad consistiera precisamente en una negativa de su cuerpo a prestarle obediencia.

Si tu mano derecha te ofende, dijo Jesús, córtala y arrójala de ti.

Mientras esperaba a que escamparan los temblores —mientras observaba el modo en que sus manos se movían a saltos, como remando, sin poder domeñarlas, como si hubiera estado en una guardería llena de niños gritones y desobedientes y él hubiera perdido la voz y fuera incapaz de poner orden—, Alfred se deleitó en la fantasía de cortarse la mano con un hacha: que se enterara el miembro trasgresor de hasta qué punto estaba enfadado con él, del poco cariño que podía tenerle si seguía empeñado en la desobediencia. Le produjo una especie de éxtasis imaginar el primer impacto profundo de la hoja en el músculo y el hueso de su insultante muñeca; pero, junto con el éxtasis, en paralelo, venía la inclinación a llorar por aquella mano que le pertenecía, a quien amaba y a quien deseaba lo mejor, porque llevaba la vida entera con ella.

Estaba otra vez pensando en Chip, sin darse cuenta.

Le habría gustado saber dónde estaba Chip. Cómo se las había apañado para ahuyentar otra vez a Chip.

La voz de Denise y la voz de Enid, en la cocina, eran como una abeja grande y una abeja pequeña atrapadas entre el cristal y la malla protectora de una ventana. Y llegó su momento, el claro que había estado aguardando. Inclinándose hacia delante y sujetándose la mano de asir con la mano ociosa, agarró el bergantín con velamen de mantequilla y lo levantó del plato, sin echarlo a pique, y, a continuación, mientras daba bandazos y cabeceaba, abrió la boca y fue en su busca y acabó capturándolo. Capturado. Capturado. La corteza le hizo daño en las encías, pero se dejó todo en la boca y lo masticó con mucho cuidado, manteniendo un amplio margen de escapatoria para su torpe lengua. La suave mantequilla, fundiéndose; la femenina lenidad del trigo horneado con levadura. Había capítulos en los folletos de Hedgpeth que ni siquiera Alfred, con todo lo fatalista y todo lo disciplinado que era, conseguía leer. Capítulos dedicados a los problemas que suponía el hecho de tragar algo; a los últimos tormentos de la lengua; a la crisis definitiva de la señalización…

La traición había empezado con las señales.

La Midland Pacific Railroad, cuyo departamento de Ingeniería llevó durante los últimos diez años de su carrera (y donde las órdenes que él daba se cumplían al instante, sí, señor Lambert, inmediatamente), había mantenido la comunicación entre cientos de poblaciones pequeñas, de esas que sólo tienen un silo para el grano, al oeste de Kansas y al oeste y en el centro de Nebraska, ciudades como aquella en que se habían criado Alfred y sus compañeros de empresa —más o menos—, ciudades cuyo deterioro, en la vejez, se hacía más ostensible aún comparado con la excelente salud de que gozaban los rieles ferroviarios de la Midland Pacific que las atravesaban. La principal responsabilidad de los ferrocarriles era, claro está, frente a sus accionistas, pero sus agentes de Kansas y Missouri (incluido Mark Jamborets, asesor legal de la sociedad) convencieron al Consejo de Administración de que, dado que el ferrocarril era puro monopolio en muchas localidades del interior, estaba en el deber ciudadano de mantener el servicio en todas sus líneas y ramales. Alfred no se hacía ninguna ilusión en lo tocante al futuro económico de esos pueblos de la pradera, con una población cuyo promedio de edad rebasaba los cincuenta años, pero sí creía en el ferrocarril, tanto como odiaba los camiones, y sabía de primera mano lo que un servicio con horario significa para el orgullo cívico de la población, de qué modo contribuía a levantar el ánimo de la gente el silbido de un tren, en una mañana de febrero, a 41°N y 101°O; y en sus batallas con la Agencia de Protección del Medio Ambiente y con varios departamentos de Transporte había aprendido a apreciar a esos legisladores rurales que hay en cada estado y que pueden interceder a nuestro favor cuando necesitamos más tiempo para limpiar los tanques de aceite de desecho en los talleres de Kansas City, o cuando algún puñetero burócrata se empeña en que paguemos el cuarenta por ciento de un innecesario proyecto de eliminación de pasos a nivel en la carretera provincial H. Años después de que la Soo Line y la Great Northern y la Rock Island dejaran en la estacada a todas las poblaciones muertas o agonizantes del norte de las llanuras, la Midland Pacific seguía empeñada en prestar servicio bisemanal, o incluso quincenal, a sitios como Alvin y Pisgah Creek, New Chartres y West Centerville.

Este programa, por desgracia, no dejó de atraer sus correspondientes depredadores. A principios de los 80, cuando ya se le acercaba a Alfred la edad del retiro, la Midland Pacific tenía la reputación de ser una compañía de transporte que, a pesar de su excelente dirección y de sus exuberantes márgenes de beneficio en los recorridos de larga distancia, funcionaba con unos ingresos muy poco destacables. La Midland Pacific ya había rechazo un pretendiente indeseado cuando cayó bajo la mirada adquisitiva de Hillard y Chauncy Wroth, dos fraternales hermanos gemelos de Oak Ridge, Tennessee, que habían convertido el negocio familiar de envasado de carne en un imperio del dólar. Su compañía, el Orfic Group, integraba una cadena de hoteles, un banco en Atlanta, una petrolera y la Arkansas Southern Railroad. Los Wroth tenían la cara torva y el pelo sucio, y no se les apreciaba ningún deseo o interés que no consistiese en ganar dinero; «los saqueadores de Oak Ridge», les llamaba la prensa financiera. En un primer encuentro de tanteo, al que asistió Alfred, Chauncy Wroth no dejó un momento de llamar «papi» al consejero delegado de la Midland Pacific: Me doy perfecta cuenta de que a ustedes esto no les parece jugar limpio, PAPI… Mira, PAPI, ¿por qué no tenéis una buena charla con vuestros abogados en este mismo momento?… Hosti, pues aquí, Hillard y yo estábamos en la idea de que lo vuestro era un negocio, PAPI, no una sociedad benéfica… Esta especie de contrapaternalismo les funcionó bien con los sindicatos de ferroviarios, que, tras varios meses de arduas negociaciones, votaron a favor de ofrecer a los Wroth un paquete de concesiones sobre los salarios y las condiciones de trabajo por un valor de casi 200 millones de dólares; teniendo ya en la mano ese ahorro potencial, más el 27% de las acciones del ferrocarril, más una cantidad ilimitada de financiación basura, los Wroth hicieron una suculenta oferta, verdaderamente irresistible, y se quedaron con el ferrocarril. A continuación contrataron a un tal Fenton Creel, antiguo miembro de la Comisión de Carreteras de Tennessee, para llevar a cabo la fusión de la Pacific Railroad con la Arkansas Southern. Creel cerró las oficinas principales que la Pacific tenía en St. Jude, despidiendo o jubilando a un tercio de sus empleados e imponiendo a todos los demás el traslado a Little Rock.

Alfred se jubiló dos meses antes de cumplir los sesenta y cinco. Estaba en casa, viendo Good Morning America en su nuevo sillón azul, cuando lo llamó por teléfono Mark Jamborets, asesor legal retirado de la Midland Pacific, para darle la noticia de que un sheriff de New Chartres (pronúnciese «Charters»), Kansas, se había hecho arrestar por pegarle un tiro a un empleado de la Orfic Midland.

—El sheriff se llama Bryce Halstrom —le dijo Jamborets a Alfred—. Lo avisaron de que unos cuantos matones estaban destrozando los cables de señales de la Midland Pacific. El hombre acudió al apartadero y vio que tres individuos estaban arrancando los cables, machacando las cajas de señales y haciendo bobinas con cualquier cosa que se pareciera al cobre. Uno de ellos se ganó un balazo oficial en la cadera antes de que los otros dos lograsen hacer entender a Halstrom que trabajaban para la Midland Pacific. Los habían contratado para recuperar cobre, a sesenta centavos la libra.

—Pero si la instalación está nueva —dijo Alfred—. No hace ni tres años que repusimos todo el ramal de New Chartres.

—Los Wroth están convirtiéndolo todo en chatarra, menos las líneas principales —dijo Jamborets—. ¡Hasta el corte de Glendora! ¿No crees que la Atchison-Topeka podría hacer una oferta por todo eso?

—Pues no sé —dijo Alfred.

—Es la moral de los babtistas llevada a su punto más amargo —dijo Jamborets—. Los Wroth no pueden tolerar que nosotros no nos rigiéramos exclusivamente por el principio de la implacable obtención de beneficios. Y ahora están sembrando de sal los campos. Y, oye lo que te digo: esta gente odia todo lo que no comprende. Lo de cerrar las oficinas de St. Jude, cuando en tamaño eran el doble que las de Arkansas Southern, ha sido un castigo a St. Jude por ser el hogar de la Midland Pacific. Y Creel está castigando a localidades como New Chartres por haber formado parte de la Midland Pacific. Está sembrando de sal los campos de los pecadores financieros.

—Pues no sé —volvió a decir Alfred, con los ojos puestos en su nuevo sillón azul y la deliciosa posibilidad de sueño que le ofrecía—. Ha dejado de ser asunto mío.

Pero había trabajado treinta años para hacer de la Midland Pacific un sistema robusto, y Jamborets siguió llamándolo por teléfono y enviándole informes sobre los nuevos ultrajes que cometían los de Kansas; y todo aquello le daba muchísimo sueño. Pronto quedaron fuera de servicio prácticamente todas las líneas y ramales del sector occidental de la Midland Pacific, pero, aparentemente, Fenton Creel se contentaba con arrancar los cables de las señales y reventar las cajas. Cinco años después de la absorción, los raíles seguían en su sitio, y nadie había dispuesto de los terrenos expropiados. Sólo habían desmantelado el sistema nervioso de cobre, en un acto de vandalismo empresarial dirigido contra la propia compañía.

—Y ahora me preocupa nuestra cobertura médica —le dijo Enid a Denise—. La Orfic Midland quiere que todos los empleados de la Midland Pacific pasen a un centro de salud antes del primero de abril. No me queda más remedio que buscar uno en cuya lista haya alguno de mis médicos y de los de papá. Me están inundando de prospectos que sólo se diferencian unos de otros en la letra pequeña, y, francamente, Denise, no creo que pueda sacar esto adelante.

—¿Qué planes acepta Hedgpeth? —dijo Denise rápidamente, como para anticiparse a la inminente petición de ayuda.

—Bueno, aparte de sus antiguos pacientes de pago por servicio prestado, como papá, ahora está en exclusiva con el centro de salud de Dean Driblett —dijo Enid—. ¿Te he contado la fiesta que dieron en esa casa tan maravillosa y tan enorme que tiene, verdad? Dean y Trish son algo así como la pareja joven más agradable que conozco, pero, jolín, Denise, el año pasado llamé a su compañía cuando papá se cayó encima del cortador de césped, y ¿sabes lo que me pedían por cortar el césped de nuestro terrenito? ¡Cincuenta y cinco dólares a la semana! Me parece muy bien que la gente gane dinero, y encuentro maravilloso que Dean tenga tantísimo éxito, ya te conté lo de su viaje a París con Honey, no tengo nada contra él, pero ¡cincuenta y cinco dólares a la semana!

Denise probó la ensalada de guisantes que había preparado Chip y echó mano del aceite de oliva.

—¿Cuánto os costaría seguir con el sistema de pago por servicio prestado?

—Cientos de dólares más todos los meses, Denise. Ni uno sólo de nuestros buenos amigos está en una mutua, todos tienen pago por servicio prestado, pero nosotros no podemos permitírnoslo. Papá fue tan cauteloso en sus inversiones que menos mal que todavía tenemos un colchón protector para las urgencias. Y ésa es otra cosa que también me tiene muy, pero que muy preocupada —Enid bajó la voz—. Una de las viejas patentes de papá está empezando a dar dinero, por fin, y necesito que me aconsejes.

Salió un momento de la cocina para asegurarse de que Alfred no las oía.

—¿Cómo va eso, Alfred? —gritó.

Alfred sostenía en la mano, como acunándola, bajo la barbilla, la segunda porción de su piscolabis: el furgoncito verde. Como si tuviera apresado algún pequeño animal que bien podía volver a escapársele, al oír la llamada de Enid se limitó a mover la cabeza sin levantar los ojos.

Enid regresó a la cocina llevando su bolso.

—Por fin se le presenta la ocasión de ganar un poco de dinero, y le da igual. Gary lo llamó por teléfono el mes pasado y trató de convencerlo de que fuese un poco más agresivo, pero papá perdió la paciencia.

Denise se puso un poco tiesa.

—¿Qué es lo que quiere Gary que haga papá?

—Que sea un poco más agresivo, nada más. Mira, ésta es la carta.

—Mamá, esas patentes son de papá. Tienes que dejar que las gestione como a él le parezca.

Enid, por un momento, tuvo la esperanza de que el sobre que había en el fondo de su bolso fuera la carta perdida de la Axon Corporation. A veces, tanto en el bolso como en la casa, los objetos perdidos emergían de nuevo a la superficie, como por arte de magia. Pero el sobre que encontró era la carta certificada original, que nunca había estado perdida.

—Lee esto, a ver si estás de acuerdo con Gary —dijo.

Denise dejó la lata de pimienta de cayena con que había rociado la ensalada de Chip. Enid se situó junto a su hombro y volvió a leer la carta, por si no era exactamente como ella la recordaba.

Estimado Dr. Lambert:

En nombre de la Axon Corporation, sita en el número 24 de East Industrial Serpentine, Schwenksville, Pennsylvania, me pongo en contacto con usted para ofrecerle la suma global de cinco mil dólares (5000,00$) por los derechos plenos, exclusivos e irrevocables sobre la Patente Gubernamental número 4.934.417 (ELECTROPOLIMERIZACIÓN DEL GEL DE ACETATO FÉRRICO TERAPÉUTICO), de cuya licencia es usted el primero y único titular.

La dirección de Axon lamenta no poder ofrecerle a usted una suma mayor. Nuestro propio producto está en sus primeras pruebas, y no tenemos garantía alguna de que esta inversión vaya a producir sus frutos.

Si le parecen aceptables los términos del Acuerdo de Licencia adjunto, firme usted y eleve a documento público las tres copias y haga el favor de enviárnoslas en fecha no posterior al 30 de septiembre próximo.

Con nuestros mejores saludos,

Joseph K. Prager

Miembro Asociado Preferente

Bragg Knuter & Speigh

Cuando el cartero les llevó esta carta, en agosto, y Enid bajó al sótano a despertar a Alfred, éste se encogió de hombros y dijo:

—No vamos a vivir ni mejor ni peor con cinco mil dólares más.

Enid sugirió entonces que podían escribir a la Axon Corporation pidiendo más dinero, pero Alfred negó con la cabeza.

—Antes de que nos demos cuenta nos habremos gastado los cinco mil dólares en abogados —dijo—, y ¿qué habremos conseguido?

Enid dijo que el «no» ya lo tenían, sin embargo.

—No voy a pedir nada —dijo Alfred.

Pero si lo único que tenía que hacer era contestar pidiéndoles diez mil dólares, insistió Enid… La mirada que le dirigió Alfred la obligó a guardar silencio. Fue como si le hubiera pedido que hiciesen el amor.

Denise había sacado una botella de vino del frigorífico, como para subrayar su indiferencia ante cualquier cosa que pudiera importarle a Enid. Ésta, a veces, tenía la impresión de que Denise no dudaría en desdeñar hasta la cosa más insignificante que a ella le importara. La ceñidura sexual de los vaqueros de Denise, al cerrar un cajón con la cadera, bien transmitía ese mensaje. La seguridad con que insertó el sacacorchos en el corcho, bien transmitía ese mensaje.

—¿Te apetece un poco de vino?

Enid se encogió de hombros.

—Es muy temprano.

Denise se lo bebió como agua del grifo.

—Conociendo a Gary —dijo—, seguro que trató de empujaros a que les sacarais los ojos.

—No, mira —Enid indicó la botella de vino con ambas manos—. Una gotita, échame un traguito de nada, nunca bebo a esta hora de la mañana, nunca… Mira, a Gary le gustaría saber para qué quieren la patente, si están aún en un estadio tan inicial del desarrollo del producto. Creo que lo normal es no respetar las patentes ajenas… No te pases, Denise. No quiero tanto vino… Porque, mira, la patente expira dentro de seis años, de modo que, según Gary, la compañía piensa ganar dinero en poco tiempo.

—¿Firmó papá el acuerdo?

—Sí, claro. Fue a ver a Schumpert e hizo que Dave se lo elevara a documento público.

—Entonces no te queda más remedio que respetar su decisión.

—Denise, es que se ha vuelto muy cabezota y muy falto de sentido común, últimamente. Yo no puedo…

—¿Estás diciendo que es un problema de incapacidad?

—No, no, es una cuestión de carácter, totalmente. Lo que pasa es que yo no puedo…

—Puesto que ya ha firmado el acuerdo —dijo Denise—, ¿qué se figura Gary que puede hacerse?

—Nada, supongo.

—¿Para qué estamos hablando, entonces?

—Para nada. Tienes razón —dijo Enid—. No hay nada que podamos hacer.

Aunque, de hecho, sí que lo había. Si Denise hubiera disimulado algo más su postura a favor de Alfred, Enid quizá le habría confesado que cuando Alfred le puso en las manos el acuerdo elevado a documento público para que lo echara al correo, de paso que iba al banco, ella lo escondió en la guantera del coche, y allí lo tuvo retenido, irradiando culpabilidad, durante varios días; y que más tarde, aprovechando una cabezada de Alfred, metió el sobre en un escondite más seguro, en el cuarto de la lavadora, detrás del armario, lleno éste de frascos de mermelada indeseable y de pastas para untar que se iban poniendo grises con el tiempo (naranjas chinas con pasas, calabaza con brandy, queascobuesas coreanas) y jarros y cestos y cubos de arcilla de florista demasiado valiosos para tirarlos, pero no lo suficiente como para usarlos; y que, como consecuencia de tal acto de deslealtad, aún podían sacarle a la Axon un buen pellizco por la licencia, y que por consiguiente era de vital importancia que encontrara la segunda carta certificada de la Axon y la escondiera antes de que Alfred la encontrara y se diera cuenta de su desobediencia y su traición.

—Bueno, pero, ya que estamos —dijo, tras haber vaciado su vaso—, hay otra cosa en la que sí quiero que me ayudes.

Denise vaciló un momento antes de contestar con un cortés y cordial «¿Sí?». La vacilación vino a confirmar a Enid en su ya antiguo convencimiento de que Alfred y ella se habían equivocado en algo al educar a Denise. No habían logrado inculcar a su hija pequeña el adecuado espíritu de generosidad y de alegría en el servicio.

—Bueno, pues, como sabes —dijo Enid—, llevamos ocho años seguidos pasando las Navidades en Filadelfia, y los chicos de Gary ya son lo suficientemente mayores como para que a lo mejor les apetezca tener el recuerdo de una Navidad en casa de sus abuelos, de modo que he pensado…

—¡Maldita sea!

Era un reniego procedente del salón.

Enid depositó su vaso y salió corriendo. Alfred permanecía sentado al borde de la tumbona, como si alguien lo hubiera castigado, con las rodillas en posición más elevada de lo normal y con la espalda un poco encorvada, y observaba el lugar en que se había estrellado su tercera pieza de aperitivo. La góndola de pan se le había escurrido entre los dedos durante la maniobra de aproximación a la boca y había impactado primero en su rodilla, desperdigando trocitos sueltos por doquier, y luego en el suelo, yendo a parar debajo de la tumbona. Un húmedo jirón de pimiento asado se había quedado adherido a un lateral del mueble. En torno a cada trozo de aceituna se iba formando en la tapicería una oscura sombra de aceite. La góndola vacía descansaba sobre un costado, dejando al descubierto su blanco interior, empapado de amarillo y con manchas de color marrón.

Denise, con una esponja húmeda en la mano, se deslizó entre Enid y la tumbona y se arrodilló junto a Alfred.

—Ay, papá —dijo—, es que son muy difíciles de manejar, estas cosas. Tendría que haberme dado cuenta.

—Dame un trapo, que yo lo limpio.

—No, deja —dijo Denise.

Poniendo una mano en cuchara, retiró los trocitos de aceituna de las rodillas y los muslos de su padre. A él le temblaban las manos, por encima de la cabeza de Denise, en un gesto como de estar a punto de apartarla, pero ella actuó con mucha presteza y no tardó en haber recogido todos los trocitos de aceituna del suelo, para en seguida regresar a la cocina con los restos del canapé; allí estaba Enid, a quien le habían venido ganas de echarse otra gotita de vino y que, en su prisa por que no la pillaran, se había servido una gotita de bastante consideración y se la había bebido al momento.

—Total —dijo—, que si a ti y a Chip os apetece, podríamos pasar todos las últimas Navidades en St. Jude. ¿Qué te parece la idea?

—Yo iré adonde vosotros dos queráis —dijo Denise.

—No, pero prefiero preguntarte. Quiero saber si hay algo especial que te apetezca hacer. Si tendrías un interés especial en pasar por última vez la Navidad en la casa donde te criaste. ¿Crees que te podría divertir el asunto?

—Mira, vamos a no darle vueltas —dijo Denise—: Caroline no va a dejar su Filadelfia de ninguna de las maneras. Pensar otra cosa es pura fantasía. De modo que si quieres ver a tus nietos tendrás que venirte al este.

—Denise, te estoy preguntando qué es lo que tú quieres. Gary dice que él y Caroline no han descartado la posibilidad. Yo lo que necesito es saber si unas Navidades en St. Jude son algo que de verdad, de verdad, te apetece. Porque si todo el resto de la familia está de acuerdo en la importancia de reunirnos todos en St. Jude por última vez…

—Por mí, estupendo, mamá, si puedes apañártelas.

—Sólo necesitaré un poco de ayuda en la cocina.

—Yo te echaré una mano en la cocina. Pero sólo puedo quedarme unos días.

—¿No te puedes tomar una semana?

—No.

—¿Por qué?

—Mamá…

—¡Maldita sea! —volvió a gritar Alfred desde el salón, inmediatamente después de que algo de cristal, tal vez un jarrón con girasoles, se estrellase contra el suelo haciendo un ruido de cascarse y romperse—. ¡Maldita sea, maldita sea!

Enid tenía los nervios igual de astillados, de modo que a punto estuvo de caérsele de las manos el vaso de vino; y, sin embargo, una parte de ella se alegraba de aquel nuevo percance, fuese lo que fuese, porque así tendría Denise un anticipo de lo que iba a tener que sobrellevar, todos los días y a todas horas, durante su estancia en St. Jude.

La noche del septuagésimo quinto cumpleaños de Alfred sorprendió a Chip en su soledad de Tilton Ledge, celebrando un congreso sexual con su tumbona roja.

Era a principios de enero y los bosques de alrededor de Carparts Creek estaban empapados de nieve fundida. Sólo el cielo del centro comercial, sobre la parte central de Connecticut, y las pantallas digitales de sus aparatos electrónicos caseros arrojaban luz sobre sus labores carnales. Estaba de hinojos a los pies de su tumbona y olisqueaba minuciosamente el tapizado, centímetro a centímetro, con la esperanza de que en él persistiera algún olorcillo vaginal, transcurridas ocho semanas desde el día en que Melissa estuvo tendida en aquel mueble. Los olores generalmente distintos e identificables —el olor a polvo, a sudor, a orina, el tufo del tabaco, el perfume fugitivo de los productos limpiadores— acabaron por resultarle abstractos e indiscernibles, de tanto olfatear, y por consiguiente se veía obligado a hacer una pausa de vez en cuando, para refrescarse las fosas nasales. Apretó los labios contra los botones que sellaban cada uno de los ombligos de la tumbona y besó las pelusas y la arenisca y las miguitas y los pelos que debajo de ellos se habían ido acumulando. Ninguno de los tres sitios en que creyó haber olfateado a Melissa olía a ella sin ambigüedad posible, pero, tras exhaustivas comparaciones, acabó eligiendo el menos cuestionable de los tres, junto a un botón situado cerca de donde empezaba el respaldo, y en él concentró plenamente su atención nasal. Toqueteó otros botones con las dos manos, mientras la frescura del tapizado, rozándole las partes bajas, le ofrecía un pobre remedo de la piel de Melissa, hasta que por fin consiguió convencerse suficientemente de la realidad del olor —convencerse suficientemente de que poseía una reliquia de Melissa— como para consumar el acto. Luego se dio la vuelta en su complaciente antigualla y fue a parar al suelo, con la bragueta abierta y la cabeza en el cojín, una hora más cerca de haberse olvidado de llamar a su padre para felicitarlo por su cumpleaños.

Se fumó dos cigarrillos, encendiendo el segundo con la colilla del primero. Conectó el televisor por un canal en que emitían una maratón de dibujos animados de la Warner Bros. Justo al borde del charco de resplandor túbico se veían las cartas que llevaba tirando al suelo, sin abrir, desde hacía casi una semana. En el montón había tres cartas del nuevo rector en funciones del college, también unas cuantas, de muy mal agüero, del fondo de jubilación de profesores, y una carta de la oficina de alojamiento del college con las palabras aviso de desalojo en el haz del sobre.

Antes, más temprano, mientras mataba el tiempo rodeando con un círculo de tinta azul todas las emes mayúsculas de la primera página de un New York Times con fecha de hacía un mes, Chip había llegado a la conclusión de que estaba comportándose como una persona deprimida. Ahora, cuando el teléfono empezó a sonar, lo primero que pensó fue que una persona deprimida debía permanecer con los ojos fijos en la pantalla del televisor, haciendo caso omiso de la llamada; y encender un cigarrillo; y, sin dar la menor muestra de afecto sentimental, verse otro episodio de dibujos animados, mientras el contestador se hacía cargo del mensaje de quienquiera que fuese.

Que su impulso consistiera, sin embargo, en ponerse en pie de un brinco y contestar el teléfono —que pudiera traicionar tan a la ligera todo un día de arduo desperdiciar el tiempo— ponía muy en tela de juicio la autenticidad de sus padecimientos. Pensó que le faltaba capacidad para quedarse sin volición y perder por completo el contacto con la realidad, como hacían todos los deprimidos en los libros y en las películas. Pensó, mientras quitaba el sonido del televisor y acudía corriendo a la cocina, que estaba fracasando hasta en la mísera tarea de fracasar como es debido.

Se subió la cremallera, prendió la luz y levantó el auricular.

—¿Diga?

—¿Qué está pasando, Chip? —dijo Denise, sin preámbulo alguno—. Acabo de hablar con papá y dice que no has dado señal de vida.

—Denise. Denise. ¿Por qué gritas?

—Grito —dijo ella— porque estoy enfadada, porque hoy cumple papá setenta y cinco años y no lo has llamado por teléfono ni le has mandado una tarjeta de felicitación. Estoy enfadada porque llevo doce horas trabajando sin parar y acabo de llamar a papá y resulta que está preocupado por tu culpa. ¿Qué está pasando?

Chip se dio la sorpresa de reírse.

—Lo que está pasando es que me he quedado sin trabajo.

—¿No te han nombrado titular?

—No, me han despedido —dijo él—. Ni siquiera me han permitido dar las dos últimas semanas de clase. Otro profesor se ocupó de mis exámenes. Y no puedo apelar la decisión sin presentar un testigo. Y si trato de hablar con mi testigo, no haré sino añadir pruebas de mi delito.

—¿De qué testigo hablas? ¿Y testigo de qué?

Chip agarró una botella del cubo de reciclables, comprobó por dos veces que estaba vacía, y la devolvió al recipiente.

—Una ex alumna mía dice que estoy obsesionado con ella. Dice que tuve una relación con ella y que le escribí uno de sus trabajos trimestrales en una habitación de motel. Y a menos que acuda a un abogado, lo cual no puedo permitirme, porque me han dejado sin sueldo, no estoy autorizado a hablar con esa alumna. Si intento verla, será acoso por mi parte.

—¿Miente esa chica? —preguntó Denise.

—Tampoco es un asunto como para que se lo cuentes a papá y mamá.

—¿Miente esa chica, Chip?

Sobre la encimera de la cocina estaba una sección del New York Times en cuya primera página se había dedicado a marcar con un círculo todas las emes mayúsculas. Volver a ver ese artefacto, horas más tarde, era como recordar un sueño, salvo por el detalle de que los sueños no tienen capacidad para envolver de nuevo en su interior a alguien que está despierto, de modo que la visión de un texto sobre nuevos recortes importantes en los servicios de atención médica y salud, repleto de marcas, provocó en Chip esa misma sensación de malestar y de deseo sexual insatisfecho que lo había lanzado antes a oler y sobar la tumbona. Ahora le costó un gran esfuerzo recordar que ya había pasado por la tumbona, que ya había ensayado ese camino hacia el sosiego y el olvido.

Plegó el Times y lo arrojó al cubo de la basura, cada vez más rebosante.

—Nunca tuve relaciones sexuales con esa mujer —dijo.

—Sabes que en muchos asuntos puedo ser muy crítica —dijo Denise—; pero no en cosas como ésta.

—Ya te he dicho que nunca me acosté con ella.

—Insisto, sin embargo —dijo Denise—: ésa es un área donde absolutamente todo lo que me digas será escuchado con comprensión.

Y se aclaró la garganta muy significativamente.

Si Chip hubiera querido confesarse con alguien de su familia, la obvia elección habría sido su hermana pequeña, Denise. Fracasada en el college y malmaridada, Denise, al menos, tenía cierto trato con el lado oscuro de la vida y con los desengaños. No obstante, salvo Enid, nadie cometía el error de tomarla por una fracasada. El college de que ella se salió era mucho mejor que el college en que se graduó Chip, y, por otra parte, su temprano matrimonio y posterior divorcio le otorgaron una madurez emocional de que Chip, bien lo sabía él, carecía por completo; por no decir que Denise, trabajando ochenta horas a la semana, aún encontraba tiempo, seguramente, para leer más libros que él. Durante el último mes, desde que empezó a embarcarse en proyectos como el de escanear el rostro de Melissa del libro de nuevos alumnos de su promoción, para combinarlo luego con imágenes guarras que se bajaba de Internet, invirtiendo horas en pulir el montaje, píxel a píxel (y cómo se pasan las horas cuando la emprende uno con los píxeles), no había leído un solo libro.

—Fue un malentendido —le dijo a Denise, como pensó que correspondía—. Y en seguida todo se desencadenó como si hubieran estado deseando despedirme. Y ahora me niegan la posibilidad de defenderme.

—La verdad —dijo Denise—, me cuesta trabajo ver ese despido como algo malo. Los college, son un asco.

—Éste era el lugar del mundo en que yo me encontraba en mi sitio.

—Pues es un punto a tu favor que no fuera de verdad tu sitio. ¿Cómo te las apañas para sobrevivir financieramente?

—¿He dicho yo que esté sobreviviendo?

—¿Necesitas un préstamo?

—Tú no tienes dinero, Denise.

—Sí que tengo. También creo que deberías hablar con mi amiga Julia, la que está en cosas de desarrollo de películas. Le conté esa idea tuya de una versión de Troilo y Cressida en el East Village. Y me dijo que la llamaras si te apetecía escribir algo.

Chip dijo que no con la cabeza como si Denise hubiera estado en la cocina y hubiera podido verlo. Unos meses antes, hablando por teléfono, había salido en la conversación la posibilidad de modernizar alguna de las obras menos conocidas de Shakespeare, pero le molestaba muchísimo que Denise se lo hubiera tomado en serio; eso era que todavía creía en él.

—Pero ¿qué pasa con papá? —dijo ella—. ¿Te has olvidado de que es su cumpleaños hoy?

—Aquí pierde uno la noción del tiempo.

—No me gustaría presionarte —dijo Denise—, pero es que fui yo quien abrió la caja con tu regalo de Navidad.

—La Navidad era un mal trago. De eso no hay duda.

—No había manera de saber qué paquete era para quién.

Fuera se había levantado un cálido viento del sur, acelerando el repiqueteo de la nieve fundida en el patio trasero. A Chip le había desaparecido, sin dejar huella, la sensación que tuvo al contestar al teléfono: que su desdicha era optativa.

—¿Vas a llamarlo?

Colgó el teléfono sin contestarle, desconectó el timbre y apoyó la cara con fuerza contra el marco de la puerta. Había resuelto el problema de los regalos familiares de Navidad en el último día en que se podía enviar algo por correo, pasando revista, a todo correr, a las antiguas gangas y los restos que tenía en su biblioteca, y envolviendo cada cosa en papel de aluminio y poniéndole al paquete una cinta roja, sin pararse a pensar ni por un momento en cuál podía ser la reacción de su sobrino Caleb, de nueve años, ante una edición, oxoniense y anotada, de Ivanhoe, cuyo principal mérito para recibir el calificativo de regalo consistía en estar aún envuelta en el retractilado original. Las esquinas de los libros desgarraron inmediatamente el envoltorio de papel de aluminio, y la nueva capa de papel que añadió para tapar los agujeros no se adhería bien a la capa de debajo, y el efecto resultante fue como de algo blando y a punto de rasgarse, como la piel de cebolla o el hojaldre; lo cual intentó mitigar cubriendo los paquetes con pegatinas de la Liga Nacional pro el Derecho a Abortar que le habían enviado con el sobre de documentación que todos los años recibían los socios. Tan mal le salió aquella obra de artesanía, tan torpe y tan infantil, por no decir verdaderamente insensata, que metió todos los paquetes en una caja vacía de pomelos, más que nada para quitárselos de la vista. Y a continuación envió la caja por correo a Filadelfia, a casa de su hermano Gary. Fue como llevar una enorme bolsa de mierda, algo muy pringoso y muy desagradable —sí—, pero que al menos ya estaba tirado, y que tardaría en presentársele otra vez. Pero tres días después, en Nochebuena, regresó tarde a casa, de una vigilia de doce horas en el Dunkin’ Donuts de Norwalk, Connecticut, y se encontró con el problema de abrir los regalos que su familia le había enviado: dos paquetes de St. Jude, un sobre almohadillado de Denise y un paquete de Gary. Tomó la resolución de abrir los regalos en el dormitorio y de hacerlos llegar hasta dicha habitación subiéndolos a patadas por la escalera. Todo un desafío, a fin de cuentas, porque los objetos oblongos tienden a no rodar escaleras arriba, sino a tropezar con la vertical de los peldaños y rebotar en sentido descendente. Por otra parte, si el contenido de un sobre almohadillado es demasiado ligero, resulta muy difícil que coja altura, por fuerte patadón que se le aplique. Pero Chip estaba pasando unas Navidades tan frustrantes y desmoralizadoras —había dejado un mensaje para Melissa en su buzón de voz del college, pidiéndole que lo llamara al teléfono público del Dunkin’ Donuts, o, mejor aún, que viniera ella en persona, ya que estaba a cuatro pasos, en casa de sus padres, en Westport, y tuvieron que dar las doce de la noche para que el agotamiento lo obligara a convencerse de que lo más probable era que Melissa no lo llamase, y de que tampoco iba a venir a verlo, ni muchísimo menos—, que no era psíquicamente capaz ni de quebrantar las reglas de ese juego que él mismo había inventado, ni de abandonar el juego sin haber alcanzado su objetivo. Y estaba claro que las reglas sólo permitían auténticos golpes secos (quedaba terminantemente prohibido, sobre todo, meter la punta del pie por debajo del sobre almohadillado y hacerlo superar los peldaños por medio de un impulso hacia arriba), de manera que se vio obligado a ensañarse a patadas cada vez más brutales con el regalo de Denise, hasta que se rasgó el sobre y se salió el relleno de papel de periódico troceado y Chip consiguió enganchar la punta de la bota en el desgarrón y, así, enviar su regalo, de un solo puntapié, a un peldaño de distancia del piso de arriba. Donde, sin embargo, el regalo de Navidad de Denise se negó a seguir adelante en su escalada, por más que Chip lo pateaba y lo hacía jirones con el tacón de la bota. Dentro había un revoltijo de papel rojo y seda verde. Infringiendo al fin sus propias reglas, Chip lo hizo superar el último escalón levantándolo con la punta del pie y, una vez en llano, lo mandó hasta las proximidades de su cama de una sola patada. En seguida bajó a buscar los otros paquetes. También éstos resultaron destruidos, casi por completo, sin que Chip diera con el modo de elevarlos en el aire y, antes de que volvieran a caer frente al primer peldaño, mandarlos hasta arriba de un buen puntapié. El paquete de Gary se reventó al primer impacto, convirtiéndose en una nube de platillos volantes de poliestireno, mientras caía rodando escaleras abajo una botella forrada de plástico con burbujas de aire. Del mejor oporto californiano. Chip se la subió a la cama y a continuación estableció un sistema según el cual se bebería un buen trago de oporto por cada regalo que lograse desenvolver. De su madre, aún convencida de que Chip seguía colgando su calcetín de la repisa de la chimenea, recibió una caja con la inscripción Rellenos para el calcetín, con varios objetos envueltos por separado: una caja de pastillas para la tos, una miniatura de su foto de clase de segundo grado, con marco de latón oscurecido, frascos de champú y acondicionador de pelo y loción de manos de un hotel de Hong Kong donde Enid y Alfred se habían alojado quince años antes, en una escala de su camino hacia China, y dos elfos de madera tallada con una exagerada sonrisa de buenos sentimientos en la boca y con un arnés de cable de plata incrustado en los pequeños cráneos, para poder colgarlos del árbol. Para colocación en ese presunto árbol, Enid enviaba también un segundo paquete lleno de regalos de mayor tamaño, envueltos en papel rojo con dibujos de Santa Claus sonrisueño: una olla para cocer espárragos, tres pares de slips blancos, un bastón de caramelo tamaño extra, y dos cojines de calicó. De Gary y su mujer, además de la botella de oporto, recibía una bomba de vacío, muy ingeniosa, pensada para evitar que se oxidase el vino en las botellas sin terminar, como si Chip hubiera tenido alguna vez problemas para terminarse una botella. De Denise —a quien él había regalado Cartas selectas de André Gide, tras borrar de la solapa del libro la evidencia de que aquella traducción hecha por un sordo tonal le había costado un dólar— recibió una bonita camisa de seda color verde lima, y de su padre un talón de cien dólares acompañado de una notita escrita a mano encareciéndolo a que comprase él mismo lo que más le apeteciera.

Menos la camisa, que usó, el talón, que cobró, y la botella de vino, que se cepilló en la cama, aquella Nochebuena, todos los demás regalos de su familia seguían en el suelo de su dormitorio. El relleno del sobre de Denise había ido a parar a la cocina, en cuyo suelo entró en contacto con un charco de agua de fregar los platos, formando una especie de barrizal que él había distribuido por toda la casa con sus pisadas. Tropeles de poliestireno, blancos como ovejitas, se arredilaban en zonas abrigadas.

Eran casi las diez y media en el Medio Oeste.

Hola, papá. Felices setenta y cinco. Aquí todo va bien. ¿Cómo va la vida en St. Jude?

Se dio cuenta de que para hacer la llamada tenía que ponerse en situación de lo toma o lo deja. Algún vigorizador. Pero la televisión le producía tal angustia política y crítica, que ya ni siquiera podía ver los dibujos animados sin fumarse uno o más cigarrillos, y ahora tenía en el pecho una zona de dolor tamaño pulmón, y no había ningún intoxicante de ninguna clase en la casa, ni siquiera jerez de cocinar, ni jarabe para la tos, y tras el esfuerzo de hallar placer con la tumbona se le habían quedado desparramadas las endorfinas por todos los rincones del cerebro, como soldados hartos de guerrear, tan consumidas por las exigencias que Chip les había impuesto en las cinco últimas semanas, que nada, con excepción, quizá, de la propia carne de Melissa, habría podido reincorporarlas a la acción. Necesitaba algo que le levantase un poco la moral, algo que le transmitiese un poco de energía, pero lo más adecuado que tenía a su alcance era el New York Times de hacía un mes, y ya había marcado suficientes emes mayúsculas por hoy, y no se sentía con fuerzas para marcar una sola más.

Se acercó a la mesa del comedor y pudo comprobar que, en efecto, no quedaba ni un mal poso de vino en las botellas. Había utilizado los últimos 220 dólares que pudo sacar de la Visa, a crédito, en la compra de ocho botellas de un Fronsac bastante rico, y el sábado por la noche había ofrecido una última cena a los partidarios que tenía en el profesorado. Unos años antes, cuando el departamento de Teatro de D—— despidió a una joven profesora muy querida de sus alumnos, Cali López, por haberse atribuido en el currículo un título que no poseía, los estudiantes y los profesores más jóvenes, sintiéndose ofendidos, organizaron boicoteos y sentadas nocturnas con velas, logrando al final que el college no sólo readmitiera a López, sino que la ascendiera a profesora titular. Chip, sobra decirlo, no era ni filipino ni lesbiana, como López, pero había enseñado Teoría del Feminismo, y había sacado un cien por cien de votos en el Bloque Homosexual, y tenía por costumbre incluir en la lista de lecturas obligatorias una gran cantidad de escritores no occidentales, y, a fin de cuentas, lo único que había hecho en la habitación 23 de El Cobijo de Comfort Valley había sido llevar a la práctica ciertas teorías —el mito de la autoría; el consumismo recalcitrante de la(s) transacción(es) sexual(es) transgresiva(s)— temas que, según contrato, eran precisamente los que él tenía que enseñar en el college. Las teorías, por desgracia, sonaban bastante poco convincentes cuando no eran muy jóvenes y muy impresionables adolescentes quienes integraban el auditorio. De los ocho colegas que habían aceptado su invitación a cenar aquel sábado, al final sólo se presentaron cuatro. Y, por mucho que se empeñó en conducir la conversación en torno a su predicamento, la única acción colectiva que sus amigos tomaron en beneficio suyo, mientras se cepillaban la octava botella de vino, fue una interpretación a capella de Non, je ne regrette rien.

No había tenido fuerzas para recoger la mesa en los días siguientes. Se quedaba mirando la lechuga roja ennegrecida, la capa de grasa fría de una chuleta de cordero sobrante, el revoltijo de corchos y cenizas. Reinaban en aquella casa el mismo oprobio y el mismo desorden que en su cabeza. Cali López era ahora la decana en funciones del college, la sustituta de Jim Leviton.

Háblame de tu relación con Melissa Paquette.

¿Mi ex alumna?

Tu ex alumna.

Somos amigos. Hemos cenado juntos. Pasé algo de tiempo con ella durante los primeros días de las vacaciones de Acción de Gracias. Es una alumna muy brillante.

¿Ayudaste de algún modo a Melissa en la redacción de un ejercicio para Vendla O’Fallon que presentó la semana pasada?

Hablamos de ese ejercicio en términos generales. Tenía ciertas zonas de confusión que yo la ayudé a clarificar.

¿Es de carácter sexual la relación que mantienes con ella?

No.

Mira, Chip, creo que lo que voy a hacer es suspenderte de empleo y sueldo hasta que hayamos oído a ambas partes. Eso es lo que vamos a hacer. Nos reuniremos a principios de la semana próxima, y así tienes tiempo de hablar con tu abogado y de contactar con tu representante sindical. También debo poner mucho énfasis en que no le dirijas la palabra a Melissa Paquette.

¿Qué dice ella? ¿Que yo le escribí el trabajo?

Melissa quebrantó el código de honor presentando un trabajo que no era obra suya. Puede caerle un semestre de suspensión, aunque, a nuestro entender, hay circunstancias atenuantes. Así, por ejemplo, tu relación sexual con ella, a todas luces inadecuada.

¿Eso es lo que ella dice?

Mi consejo, Chip, es que deberías presentar tu dimisión en este mismo momento.

¿Eso es lo que ella dice?

No tienes elección.

Se intensificaba en el patio el ruido cadente de la nieve fundida. Encendió un cigarrillo en el fuego delantero de la cocina, inhaló dos veces el humo, con esfuerzo, y aplastó la brasa contra la palma de la mano. Lanzó un quejido, con los dientes apretados, y abrió el congelador y colocó la palma de la mano en una superficie libre y allí la dejó durante un minuto, oliendo a carne quemada. Luego agarró un cubito de hielo y fue al teléfono y marcó el código de área de otros tiempos, el número de antaño.

Cuando sonó el teléfono en St. Jude, plantó un pie en el Times de la basura y lo hundió un poco más en el cubo, para perderlo de vista.

—Ay, Chip —dijo Enid—, ¡ya se ha ido a la cama!

—No lo despiertes —dijo Chip—. Dile que…

Pero Enid dejó el teléfono y se puso a gritar «¡Al, Al!» a niveles que fueron en disminución según se alejaba del aparato y subía las escaleras camino del dormitorio. Chip la oyó gritar: «¡Es Chip!». Oyó también el clic del interruptor al cambiar la conexión al dormitorio. Oyó que Enid le daba instrucciones a Alfred:

—No le cuelgues nada más decirle hola. Hazle un poco la visita.

El paso del auricular de una mano a otra quedó marcado por un ruido rasposo.

—Sí —dijo Alfred.

—Eh, papá, feliz cumpleaños —dijo Chip.

—Sí —volvió a decir Alfred, exactamente en el mismo tono plano de la primera vez.

—Perdona que llame tan tarde.

—No estaba durmiendo —dijo Alfred.

—Tenía miedo de despertarte.

—Sí.

—Bueno, pues felices setenta y cinco.

—Sí.

Chip tenía la esperanza de que Enid llegara a la cocina, con su cadera lesionada y todo, lo más pronto posible, para sacarlo del aprieto.

—Bueno, seguro que estás cansado, y es tardísimo —dijo—. No hace falta forzar la conversación.

—Gracias por llamar —dijo Alfred.

Enid estaba ya en la otra línea.

—Tengo que fregar unos cuantos platos —dijo—. ¡Menuda fiesta ha habido aquí esta noche! Cuéntale a Chip la fiesta que hemos tenido, Al. Voy a dejar el teléfono ahora.

Colgó.

—Habéis tenido una buena fiesta —dijo Chip.

—Sí. Vinieron a cenar los Root, y luego estuvimos jugando al bridge.

—¿Con pastel incluido?

—Tu madre hizo un pastel.

La punta del cigarrillo había abierto un orificio en el cuerpo de Chip, y por él podían penetrarlo muy dolorosos males, o escapársele, con no menor daño, factores vitales. Corría entre sus dedos el agua del cubito de hielo al derretirse.

—¿Qué tal se te dio el bridge?

—Lo de siempre. Con las cartas que a mí me tocan no se puede jugar.

—Vaya, qué injusticia, precisamente en el día de tu cumpleaños.

—Imagino —dijo Alfred— que estarás preparándote ya para el semestre que se avecina.

—Claro, claro. Aunque no, en realidad. De hecho, estoy a punto de tomar la decisión de no dar clase este semestre.

—No te he oído.

Chip levantó la voz.

—Digo que he decidido no dar clase este semestre próximo. Voy a tomármelo libre para dedicarme a escribir.

—Si no recuerdo mal, ya falta poco para que te nombren titular.

—Sí, en abril.

—Me parece a mí que teniendo posibilidades de que le concedan a uno la titularidad, lo lógico es quedarse dando clase.

—Sí, claro.

—Si ven que estás haciendo un esfuerzo grande, no tendrán ninguna excusa para no hacerte titular.

—Claro, claro —dijo Chip, afirmando al mismo tiempo con la cabeza—. Pero también tengo que prepararme para la opción de que no me la den. Y, bueno, un productor de Hollywood me ha hecho una oferta muy atractiva. Una amiga de college de Denise, que se dedica a la producción cinematográfica. Algo muy lucrativo en potencia.

—Cuando alguien trabaja bien, resulta casi imposible ponerlo en la calle —dijo Alfred.

—Sí, pero el proceso se puede complicar por razones de política interna. Hay que tener preparadas otras opciones.

—Como tú digas —dijo Alfred—. A mí, sin embargo, me parece que lo mejor es elegir un proyecto y atenerse a él. Si no te sale bien, siempre puedes hacer otra cosa. Has trabajado muchos años para llegar a donde estás. Otro semestre de trabajo duro no va a hacerte ningún daño.

—Claro.

—Ya descansarás cuando tengas la titularidad. Entonces estarás a salvo.

—Claro.

—Bueno, gracias por llamar.

—Vale. Feliz cumpleaños, papá.

Chip soltó el teléfono, salió de la cocina y agarró por el gañote una botella de Fronsac y la proyectó con todas sus fuerzas contra el filo de la mesa del comedor. Rompió una segunda botella. Las seis restantes las hizo añicos de dos en dos, agarrándolas por el cuello.

La cólera fue su impulso durante las semanas siguientes. Con una parte de los diez mil dólares que le prestó Denise contrató a un abogado para que amenazara a D—— con una demanda por finalización indebida de contrato. Era tirar el dinero, pero le sentó muy bien hacerlo. Fue a Nueva York y abonó cuatro mil dólares en concepto de traslado y adelanto por un subarriendo en la Ninth Street, calle Nueve. Se compró ropa de cuero y se perforó las orejas. Consiguió más dinero de Denise y volvió a establecer contacto con un antiguo compañero de college que dirigía el Warren Street Journal. Fantaseó su futura venganza en términos de escribir un guión donde quedaran al descubierto el narcisismo y la deslealtad de Melissa Paquette, así como la hipocresía del claustro de profesores; quería que quienes le habían hecho tanto daño vieran la película, se reconociesen y sufrieran. Coqueteó con Julia Vrais y quedó una vez con ella y al poco tiempo se estaba gastando doscientos o trescientos dólares a la semana en darle de comer y sacarla por ahí. Consiguió más dinero de Denise. Se colgó cigarrillos del labio inferior y escribió de una sentada el borrador de un guión. En los asientos traseros de los taxis, Julia le apretaba la cara contra el pecho y le tiraba del cuello de la camisa. Daba treinta y cuarenta por ciento de propina a taxistas y camareros. Chip citaba a Shakespeare y Byron en contextos chuscos. Consiguió más dinero de Denise y llegó a la conclusión de que su hermana tenía razón, que eso de que lo hubieran despedido era lo mejor que le había pasado en la vida.

Ni que decir tiene que no fue tan ingenuo como para tomarse en serio las efusiones profesionales de Eden Procuro. Pero cuantas más veces se entrevistaba con Eden, más se convencía de que su guión sería leído con benevolencia. Para empezar, Eden era como una madre para Julia. Sólo le llevaba cinco años, pero se le había metido en la cabeza introducir grandes reajustes y mejoras en su ayudante personal. Chip nunca logró quitarse de encima la sensación de que a Eden le habría encantado poner a algún otro en el papel de hombre a quien Julia amaba (normalmente, al referirse a Chip lo llamaba el «galán» de Julia, no su «novio», y cuando hablaba del «talento sin encauzar» que poseía Julia, y de su «falta de confianza», Chip siempre sospechó que el criterio para la elección de pareja era precisamente una de los aspectos que Eden pretendía mejorar en su ayudante), pero Julia le aseguró que Eden lo encontraba «verdaderamente encantador» y «listísimo». El marido de Eden, Doug O’Brien, sí que estaba sin duda alguna de su parte, en cambio. Doug era especialista en fusiones y adquisiciones de compañías y trabajaba en Bragg Knuter & Speigh. Él fue quien le consiguió a Chip el trabajo de corrector de textos legales con horario flexible y quien puso todo de su parte para que le pagasen la tarifa horaria máxima. Cada vez que Chip intentaba darle las gracias por ese gran favor, Doug hacía alto ahí con las manos y le decía: «Aquí quien tiene el doctorado eres tú. Y ese libro tuyo es de un inteligente que se pone uno nervioso leyéndolo». Chip pronto se convirtió en asiduo de las cenas que daban los O’Brien-Procuro en Tribeca y de las fiestas de fin de semana que celebraban en su casa de Quogue. Beberse su alcohol y comerse su comida de catering era como degustar por anticipado un éxito cien veces más dulce que la titularidad. Era como estar viviendo la verdadera vida.

Luego, una noche, Julia lo hizo tomar asiento y le dijo que había un hecho muy importante que hasta ahora no le había mencionado, y que prometiera que no iba a enfadarse. El hecho importante era que, en cierto modo, estaba casada. ¿Le sonaba el viceprimer ministro del pequeño país báltico de Lituania, un tal Gitanas Misevičius? Bueno, pues el hecho era que Julia se había casado con él hacía un par de años, y que esperaba que Chip no se enfadara muchísimo con ella.

Su problema con los hombres era porque se había criado sin ninguno alrededor. Su padre vendía barcos y era maníaco depresivo y Julia sólo lo había visto una vez y ojalá no lo hubiese visto nunca. Su madre, ejecutiva de una compañía de productos cosméticos, le había endilgado la niña a su propia madre, que la metió en un colegio de monjas católicas. La primera experiencia de alguna importancia que Julia tuvo con los hombres fue ya en el college. Luego se mudó a Nueva York y entró en el largo proceso de ir acostándose con todos y cada uno de los chicos maravillosos, terminalmente incapaces de compromiso alguno, sádicos a ratos y carentes de honradez que moraban en el municipio de Manhattan. A los veintiocho años no tenía muchos motivos para estar contenta, quitando que era guapa, que vivía en un buen piso y que disfrutaba de un trabajo estable (consistente, sin embargo, en pasarse la mayor parte del tiempo contestando el teléfono). De modo que conoció a Gitanas en un club y Gitanas la tomó en serio y al poco tiempo se le presentó con un diamante auténtico y de buen tamaño, en montura de oro blanco, y parecía enamorado de ella (y el tipo era, a fin de cuentas, un embajador como Dios manda, ante las Naciones Unidas; Julia incluso había asistido a un discurso suyo, en bramidos bálticos, a la Asamblea General), y ella hizo lo posible por corresponderle en el mismo nivel de bondad. Fue todo lo Agradable que le resultó Humanamente Posible. Se negó a desilusionar a Gitanas, aunque, visto el asunto en retrospectiva, más le valdría haberlo desilusionado, probablemente. Gitanas era bastante mayor que ella y muy atento en la cama (no como Chip, se apresuró a añadir Julia, pero tampoco un horror, comprendes) y daba la impresión de estar muy convencido en lo tocante al matrimonio, de modo que un día fueron juntos al Ayuntamiento. Julia habría aceptado incluso lo de «señora Misevičius», si no hubiera sonado tan idiota. Una vez casada, se dio cuenta de que los suelos de mármol y los aparadores de laca negra y los complementos, muy modernos y voluminosos, de cristal ahumado, que tenía el embajador en su casa del East River, no resultaban tan divertidos, por lo camp, como a ella le habían parecido en principio. Eran más bien insoportablemente deprimentes. Hizo que Gitanas vendiera el piso (el jefe de la delegación paraguaya se lo quedó encantadísimo) y comprase algo más pequeño y más bonito en la Hudson Street, donde están algunos de los buenos clubes. Le encontró un buen peluquero a Gitanas y le enseñó a comprarse ropa de tejidos naturales. Las cosas parecían ir estupendamente. Pero tenía que haber habido algún momento en que Gitanas y ella se entendieran mal, porque cuando el partido político del embajador (el VIPPPAKJRIINPB17: el «Único y Verdadero Partido Inquebrantablemente Consagrado a los Ideales Revanchistas de Kazimieras Jaramaitis y el Plebiscito “Independiente” del Diecisiete de Abril») perdió las elecciones de septiembre y lo llamó a la capital, Vilnius, a que se incorporara a la oposición parlamentaria, Gitanas dio por sentado que Julia lo acompañaría. Y Julia comprendía perfectamente el concepto de que marido y mujer son una misma carne, etcétera; pero Gitanas, en su descripción del Vilnius postsoviético, le había pintado la constante falta de carbón, los cortes en el suministro eléctrico, las lloviznas heladas, los tiroteos desde vehículos en marcha y la fuerte dependencia alimenticia de la carne de caballo. Y le hizo una cosa terrible a Gitanas, seguramente la cosa más terrible que le había hecho a nadie nunca. Dijo que sí, que se iba con él a Vilnius, y ocupó su asiento de primera clase en el avión y se las apañó para escamotearse antes del despegue e hizo que le cambiaran el número de teléfono y le pidió a Eden que le dijese a Gitanas, cuando la llamase, que había desaparecido sin dejar rastro. Seis meses más tarde, Gitanas aprovechó un fin de semana para plantarse en Nueva York, logrando que Julia se sintiera muy, pero que muy culpable. Y sí, bueno, era indiscutible, había hecho el ridículo más espantoso. Pero Gitanas se puso a dedicarle epítetos altamente desagradables y a pegarle con gran dureza. Como consecuencia de lo anterior, ya era imposible que continuaran juntos, pero ella pudo seguir viviendo en el piso de la Hudson Street, a cambio de no tramitar el divorcio, por si Gitanas tenía que buscar asilo urgente en los Estados Unidos, ya que, al parecer, las cosas iban de mal en peor, allá en Lituania.

Total, que esa era la historia de Julia y Gitanas, y que esperaba que Chip no se enfadase demasiado con ella.

Y no se enfadó. De hecho, al principio no sólo no le importó que Julia estuviese casada, sino que le encantó el asunto. Lo fascinaban sus anillos, y la convenció de que debía acostarse con ellos puestos. En las oficinas del Warren Street Journal, donde había muchos momentos en que no llegaba a sentirse lo suficientemente trasgresor, como si en lo más profundo de sí mismo siguiera siendo el típico muchachito encantador del Medio Oeste, se complacía en dar a entender que estaba «poniéndole los cuernos» a un hombre de Estado europeo. En su tesis doctoral (Irguiose dubitativo: ansiedades del falo en el teatro Tudor) trató largo y tendido sobre los cuernos y, aunque lo disimulaba bajo el manto de su rechazo de la erudición moderna, lo cierto era que la idea del matrimonio como derecho de propiedad, o del adulterio como robo, le producía considerable excitación.

No hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, antes de que las correrías furtivas por el coto vedado del diplomático dejaran sitio a ciertas fantasías burguesas donde Chip se convertía en marido de Julia, es decir: en su dueño y señor. Le entraron unos celos espasmódicos de Gitanas Misevičius, lituano y hazmerreír, desde luego, pero también político de éxito y persona cuyo nombre Julia no podía pronunciar sin sentirse abochornada y culpable. En Nochevieja, Chip le preguntó a bocajarro a Julia si alguna vez se le pasaba por la cabeza la idea de divorciarse. Ella le contestó que le gustaba el piso («¡A barato no hay quién le gane!») y que no le apetecía ponerse a buscar otro en ese momento.

Pasado Año Nuevo, Chip retomó su borrador de La academia púrpura, cuyas últimas veinte páginas terminó en un arranque de euforia, dándole sin parar al teclado del ordenador, y se le plantearon muchos problemas. De hecho, aquello parecía, más que ninguna otra cosa, una chapuza comercialota y sin coherencia alguna. Durante el mes que invirtió en la muy costosa celebración de haber logrado terminar el texto, dio en pensar que eliminando los elementos más trillados —la conspiración, el accidente de automóvil, las lesbianas malísimas—, aquello seguiría siendo una buena historia. Pero resultó que sin los elementos más trillados la historia se quedaba en nada.

Con intención de rescatar sus ambiciones intelectuales y artísticas, añadió un largo monólogo teórico a guisa de apertura. Pero le salió tan ilegible, que cada vez que encendía el ordenador tenía que ponerse a remendarlo. Pronto resultó que estaba invirtiendo el grueso de su jornada de trabajo en compulsivos esfuerzos por perfilar el monólogo. Y, cuando renunció a toda posibilidad de seguir acortándolo sin sacrificar material temático importante, se puso a jugar con los márgenes y las particiones de palabra para lograr que el monólogo terminase en la página 6, sin saltar a la 7. Sustituyó la palabra «continuar» por «seguir», para ahorrar tres espacios, dando lugar así a que la palabra «(trans) acciones» partiera entre las dos es, tras lo cual se produjo un reajuste en cascada, con líneas más largas y más eficaces particiones. Pero en seguida llegó a la conclusión de que «seguir» rompía el ritmo de la frase y que «(trans)acciones» no toleraba ninguna clase de partición, y pasó minuciosa revista del texto en busca de palabras largas que sustituir con sinónimos más cortos, tratando mientras de mantenerse en el convencimiento de que las estrellas y los productores, todos con sus chaquetas de Prada, se lo iban a pasar estupendamente leyendo seis páginas (¡nunca siete!) de indigestas lucubraciones académicas.

Una vez, cuando Chip era pequeño, en St. Jude, hubo eclipse total de sol en el Medio Oeste, y una niña de uno de los pueblecitos de la otra orilla del río se sentó fuera de su casa y, haciendo caso omiso de los miles y miles de advertencias recibidas, estuvo escudriñando el menguante del sol hasta que se le quemaron las retinas.

—No sentí dolor ninguno —declaró la niña ciega al St. Jude Chronicle—. No sentí nada.

Cada día que Chip gastaba embelleciendo el cadáver de un monólogo muerto en trágicas circunstancias era un día más en que sus gastos de alquiler, manutención y esparcimiento se sufragaban, en buena parte, con el dinero de su hermanita pequeña. Y, no obstante, tampoco puede decirse que ello le infligiera graves padecimientos, al menos mientras el dinero le duró. Iban pasando los días. Rara vez se levantaba antes de las doce. Comía y bebía a gusto, se vestía lo suficientemente bien como para convencerse a sí mismo de que no era una masa gelatinosa y temblona, e incluso se las apañó, tres o cuatro noches, para esconder lo peor de su ansiedad y su mal fario y pasárselo estupendamente con Julia. Dado que la suma que le debía a Denise era grande comparada con lo que ganaba corrigiendo textos, pero pequeña para lo que se pagaba en Hollywood, cada vez trabajaba menos para Bragg Knuter & Speigh. Sólo tenía un motivo de queja: la salud. En un día cualquiera de verano, habiendo consistido su jornada de trabajo en volver a leer el Acto I y quedarse otra vez atónito ante su irredimible falta de calidad —y echarse a la calle a tomar un poco el aire—, bien podía bajar por Broadway hasta el parque de Battery y sentarse en un banco con la fresca brisa procedente del Hudson metiéndosele por el cuello de la camisa y escuchar el incesante fut-fut del tráfico de helicópteros y los gritos distantes de los niñitos millonarios de Tribeca y dejarse abrumar por la culpa. Tanto vigor y tanta fuerza como poseía, para nada: ni aprovechar, para hacer algo válido, lo bien que había dormido la noche anterior, y cómo se había librado de un catarro, ni meterse de lleno en el espíritu festivo y ponerse a coquetear con desconocidas y echarse al coleto unos cuantos margaritas. Más le habría valido, pensaba, cumplir ahora con lo de ponerse enfermo y sufrir muchísimo en pleno fracaso, reservando su salud y su vitalidad para alguna fecha posterior, si alguna vez, por inimaginable que ello resultara en este momento, dejaba de ser un fracasado. De todas las cosas que estaba tirando por la ventana —el dinero de Denise, la buena voluntad de Julia, su propia formación y su propio talento, las oportunidades que ofrecía la más sostenida expansión económica de la historia de los Estados Unidos—, lo que más daño le hacía, ahí al sol, junto al río, era su despampanante salud.

Se quedó sin dinero un viernes de julio. Ante la perspectiva de un fin de semana con Julia, que podía costarle quince dólares en el bar de un cine, expurgó el marxismo de su librería y lo llevó todo junto, en dos pesadísimas bolsas, a la Strand. Los libros conservaban sus sobrecubiertas originales y sumaban un total de 3900 dólares a precio de catálogo. Un librero de viejo de la Strand les echó un vistazo, sin mucho interés, y emitió su veredicto:

—Sesenta y cinco.

Chip se rio por lo bajo, en su deseo de no discutir; pero la edición británica de Razón y racionalización de la sociedad, de Jürgen Habermas, que no había logrado leer, y mucho menos anotar, estaba impecable y le había costado 95 libras. No se pudo privar de señalarle este extremo al comprador, a guisa de ejemplo.

—Pruebe en otro sitio, si le parece —dijo el librero, con la mano como si no hubiera sabido si posarse o no en la caja registradora.

—No, no, tiene usted razón —dijo Chip—. Sesenta y cinco está muy bien.

Era patéticamente obvio su convencimiento previo de que esos libros iban a proporcionarle cientos de dólares. Se dio media vuelta, para no ver el reproche que había en sus lomos, pero recordando muy bien que cada uno de ellos había significado, en la librería, una promesa de crítica radical de la sociedad tardocapitalista, y con qué alegría se los había llevado a casa. Pero Jürgen Habermas no tenía las piernas largas y frescas, vegetales, de Julia; ni Theodor Adorno emanaba el aroma frutal de lujuria adaptable que desprendía Julia; ni Fred Jameson dominaba las mismas artimañas que la lengua de Julia. A principios de octubre, cuando envió el manuscrito final a Eden Procuro, Chip ya había vendido el feminismo, el formalismo, el estructuralismo, el postestructuralismo, la teoría freudiana y todos los homosexuales. Para sufragar el almuerzo con sus padres y Denise sólo le quedaban sus amados historiadores de la cultura y su edición crítica Arden de las obras completas de Shakespeare en tapa dura; y dado que en Shakespeare habitaba una cierta magia —aquellos volúmenes, todo iguales, de color azul pálido, eran como un archipiélago de refugios en la tempestad—, metió sus Foucault y sus Greenblatt y sus hooks y sus Poovey en bolsas de supermercado y los vendió todos por 115 dólares.

Se gastó sesenta dólares en cortarse el pelo, en dulces, en un estuche quitamanchas y en dos copas en la Cedar Tavern. En agosto, que era cuando había invitado a sus padres, contó con que para cuando llegaran éstos Eden Procuro ya habría leído su guión y ya le habría entregado un adelanto, pero a la hora de la verdad el único logro que estaba en condiciones de ofrecerles era una comida en casa. Fue a una tienda de ultramarinos del East Village donde solían tener unos tortellini excelentes y buen pan de corteza. Tenía en mente una comida italiana, rústica y asequible. Pero resultó que la tienda había cerrado y que no le apetecía andar diez manzanas hasta una panadería donde le constaba que tenían buen pan, así que anduvo a la deriva por el East Village, entrando y saliendo de diversas tiendas de alimentación más bien meretricias, sopesando quesos, rechazando panes, examinando tortellini de baja extracción. Al final abandonó la idea italiana y optó por la única comida que se le ocurrió: una ensalada de arroz salvaje, aguacate y pechuga de pavo ahumada. El problema era encontrar aguacates maduros. Tienda tras tienda, o no tenían aguacates, o los tenían duros como nueces. Encontró aguacates maduros del tamaño de un limón pequeño y a 3,89 dólares la pieza. Se quedó pensando qué hacer, con cinco aguacates en la mano. Los soltó, los volvió a coger, los volvió a soltar, y no había modo de tomar una decisión. Logró capear un espasmo de odio a Denise por haberle hecho sentirse tan culpable que no le había quedado más remedio que invitar a sus padres a comer. Era como si en toda su vida no hubiese comido más que ensalada de arroz salvaje o tortellini, tan en blanco tenía la imaginación culinaria.

A eso de las ocho de la tarde se encontró frente a la nueva Pesadilla del Consumo («todo… por un precio»), en la Grand Street. La humedad se había apoderado del ambiente, un viento sulfuroso e incómodo, procedente de Rahway y Bayonne. La súper alta sociedad de SoHo y Tribeca entraba y salía apresuradamente por las puertas de acero pulido de la Pesadilla. Los hombres eran de diversos tamaños y formas, pero las mujeres eran todas esbeltas y de treinta y seis años; muchas eran esbeltas y estaban preñadas. Chip tenía el cuello irritado por el corte de pelo, y no se sentía con ánimo para ser visto por tantas mujeres perfectas. Pero más allá de la puerta de la Pesadilla atisbo un cajón de verduras con el rótulo acederas de Belice, 0,99 dólares.

Entró en la Pesadilla, agarró una cesta y metió en ella un manojo de acederas. Noventa y nueve centavos. Instalada en lo alto del café bar de la Pesadilla había una pantalla donde iban apareciendo las cuentas irónicas de RECAUDACIÓN BRUTA DEL DÍA Y BENEFICIOS DEL DÍA Y DIVIDENDO POR ACCIÓN EXTRAPOLADO TRIMESTRAL (Cálculo no oficial y no vinculante según resultados del trimestre anterior / Este dato sólo se suministra a título orientativo) Y VENTAS ESTACIONALES DE CAFÉ. Chip, sorteando paseantes y antenas de teléfonos móviles, logró llegar a la pescadería, donde vio, como en un sueño, SALMÓN NORUEGO PESCADO CON CAÑA, a un precio razonable. Señaló un filete de tamaño medio y al «¿Algo más?» del pescadero contestó con un escueto, casi altanero «Es todo, gracias».

El precio del filete que le entregaron hermosamente envuelto en papel era de 78,40$. Afortunadamente, el descubrimiento lo dejó sin habla, porque ya estaba a punto de montar el número cuando se dio cuenta de que la Pesadilla marcaba los precios por cuarto de libra. Dos años antes, dos meses antes, Chip nunca habría cometido un error así.

—Ajá —dijo, palmeando el filete de setenta y ocho dólares como si hubiera sido un guante de béisbol.

Puso una rodilla en el suelo y se tocó los cordones del calzado e introdujo el salmón dentro de la cazadora de cuero y debajo del jersey y se metió el jersey por dentro del pantalón y se volvió a poner de pie.

—Papá, quiero pez espada —dijo una vocecilla a su espalda.

Chip dio dos pasos, y el salmón, que pesaba bastante, se le salió del jersey y le cubrió la entrepierna, durante un inestable momento, como una coquina.

—¡Papá! ¡Quiero pez espada!

Chip se llevó la mano a la entrepierna. Al tacto, el filete en suspensión parecía un pañal fresco y bien cargadito. Volvió a colocárselo contra los abdominales y se metió el jersey más a fondo en el pantalón, se subió la cremallera de la cazadora hasta arriba, y avanzó resueltamente hacia donde Dios le dio a entender. Hacia la góndola de lácteos. En ella encontró una selección de crêmes fraiches francesas que, a juzgar por el precio, tenían que haber llegado por transporte supersónico. La menos inasequible nata doméstica tenía el acceso cortado por un tipo con gorra de los Yankees que le aullaba a su móvil mientras una niña, probablemente suya, se dedicaba a arrancar los precintos de aluminio de las botellas de medio litro de yogur francés. Ya había arrancado como cinco o seis. Chip se inclinó hacia adelante para alcanzar su objetivo desde detrás del hombre del teléfono móvil, pero notó la resistencia del pescado que llevaba en la tripa.

—Perdón —dijo.

Como un sonámbulo, el hombre se hizo a un lado.

—¡Te digo que le den por el culo! ¡Que le den por el culo! ¡Que le den por el culo al gilipollas ese! No llegamos a cerrar. No hay nada firmado. Baja otros treinta, el gilipollas ese, ya verás. No, cariño, no las rompas, que si las rompes tenemos que pagarlas. Te digo que es un festival comprador, igual que ayer. No cierres nada hasta que la cosa toque fondo. ¡Nada de nada!

Chip se estaba acercando a las cajas con cuatro cosas presentables en la cesta, cuando vislumbró una cabeza con un pelo tan de moneda recién acuñada, que no podía pertenecer más que a Eden Procuro. Y ella era, en efecto: esbelta, treinta y seis años, ajetreada. Su hijo pequeño, Anthony, iba sentado en la parte de arriba del carrito de la compra, de espaldas a una avalancha de más de mil dólares en mariscos, quesos, carnes y caviares. Eden iba ligeramente inclinada hacia Anthony, dejándolo tirar de las solapas, entre marrón y gris, de su vestido italiano y llenarle la blusa de babas, mientras ella, sosteniéndolo por detrás del crío, hojeaba un guión que lo único que podía pedirle Chip al cielo era que no fuese el suyo. La humedad del salmón noruego pescado con caña estaba impregnando el envoltorio, porque el calor corporal de Chip había hecho que empezaran a derretirse las grasas que hasta entonces habían conferido cierto grado de rigidez al filete. Quería salir de la Pesadilla, pero no estaba con ánimos para hablar de La academia púrpura en las circunstancias actuales. Dando un viraje, se internó en un pasillo muy frío, donde vendían gelati en envases blancos rotulados en letra negra muy pequeña. Un hombre de chaqueta y corbata estaba en cuclillas junto a una niña con el pelo como el cobre cuando resplandece al sol. Era April, la hija de Eden. Y el hombre era Doug O’Brien, el marido de Eden.

—¡Chip Lambert! ¿Qué tal? —dijo Doug.

Chip no encontró el modo de sostener su cesta de la compra y estrechar la cuadrada mano de Doug al mismo tiempo sin adoptar una postura de niñita.

—April está eligiendo su postre para la cena —dijo Doug.

—Mis tres postres —dijo April.

—Vale, tus tres postres.

—¿Qué es éste? —dijo April, señalando con el dedo.

—Sorbete de granadina y capuchina, mi amor.

—¿Me va a gustar?

—Eso no lo sé.

Doug, que era más joven y más bajo que Chip, insistía tantísimo en su estupefacción ante el cacumen de Chip y había dado tantas pruebas de no poner en ello ninguna clase de ironía ni de condescendencia, que Chip había acabado por aceptar plenamente el hecho de que Doug lo admiraba. Una admiración que resultaba más desalentadora que el menosprecio.

—Me cuenta Eden que ya has terminado el guión —dijo Doug, mientras recomponía la fila de helados que April acababa de desordenar—. Me tienes alucinado, tío. Es un proyecto que suena fenomenal.

April acunaba tres envases con reborde contra su pichi de pana.

—¿Qué es lo que has elegido? —le preguntó Chip.

April se encogió de hombros extremadamente, en un encogimiento de principiante.

—Llévaselos a mamá, mi amor, que yo tengo que hablar con Chip.

Mientras April se alejaba por el pasillo, a Chip le habría gustado saber cómo sería eso de tener un niño, de que lo necesiten a uno todo el rato, en lugar de estar necesitando a alguien todo el rato.

—Te quería preguntar una cosa —dijo Doug—. ¿Tienes un segundo? Vamos a suponer que alguien te ofrece una nueva personalidad. ¿La aceptarías? Vamos a suponer que alguien viene y te dice: te puedo recablear la cabeza como más te guste. ¿Estarías dispuesto a pagar para que te lo hicieran?

El envoltorio del salmón se había adherido a la piel de Chip, por efecto del sudor, y además se estaba rompiendo por la parte de abajo. No era el momento ideal para suministrarle a Doug la compañía intelectual que parecía estar deseando, pero Chip quería que Doug lo siguiera teniendo en muy alta consideración y animase a Eden a comprarle el guión. Le preguntó que por qué lo preguntaba.

—Por mi mesa pasan un montón de cosas rarísimas —dijo Doug—. Sobre todo ahora, con todo el dinero que está llegando de fuera. Todo eso de las punto-com, claro. Seguimos poniendo el máximo empeño en convencer al norteamericano medio de que gestione beatíficamente su propia ruina financiera. Pero la biotecno es fascinante. He leído folletos enteros sobre las calabazas con alteraciones genéticas. Parece ser que en este país comemos muchísima más calabaza de lo que yo suponía, y las calabazas son propensas a más enfermedades de las que uno se imagina al verlas por fuera, con lo robustas que son. Es eso o… Southern Cucumtech está muy sobrevalorado a treinta y cinco por acción. Yo qué sé. Pero, oye, Chip, lo del cerebro sí que me llama la atención, tío. La cosa rara número uno es que estoy autorizado a hablar de ello. Es de dominio público. ¿No te parece raro?

Chip estaba intentando mirar a Doug con cara de máximo interés, pero los ojos se le comportaban como niños pequeños, se le iban corriendo por los pasillos. Por decirlo de algún modo, era como si hubiera estado a punto de salir de su cuerpo y dejarlo abandonado.

—Sí que es raro.

—La idea —dijo Doug— es rehabilitar lo básico del cerebro. Dejar la cáscara y el techo, cambiar las paredes y las cañerías. Eliminar el rinconcito del comedor, que no sirve para nada, e instalar en él un moderno interruptor de circuito.

—Ajá.

—Conservas tu atractiva fachada —dijo Doug—. Sigues pareciendo la mar de serio y la mar de intelectual, con el toque nórdico, por fuera. Un tipo sobrio e instruido. Pero por dentro eres más habitable. Un salón muy grande, con una consola de juegos. Más espacio para la cocina, y mayor facilidad de manejo. Tienes triturador de basura en el fregadero, horno de convección. Dispensador de cubitos de hielo en la puerta del frigorífico.

—¿Pero sigo identificando mi propia persona?

—¿Quieres identificarte? Los demás sí te identificarán, por lo menos en lo que se refiere al aspecto exterior.

El rótulo, aparatoso y destellante, de RECAUDACIÓN BRUTA DEL DÍA hizo una pausa en 444.447,41$ y luego siguió subiendo.

—Mi mobiliario es mi personalidad —dijo Chip.

—Digamos que es una rehabilitación gradual. Digamos que los obreros trabajan con mucho aseo. Te hacen limpieza en el cerebro todas las noches, cuando vuelves a casa del trabajo, y no está permitido molestarte durante los fines de semana, por ordenanza local y por las restricciones normales pactadas. Todo sucede por fases, te vas haciendo a ello. O ello se va haciendo a ti, si quieres. Nadie te obliga a comprar muebles nuevos.

—¿Tu pregunta es hipotética?

Doug levantó un dedo en el aire.

—Lo único es que puede haber algo de metal en el asunto. Cabe la posibilidad de que se activen las alarmas a tu paso, en el aeropuerto. Me figuro, además, que también puedes recibir alguna emisora de radio, en según qué frecuencias. El Gatorade y otras bebidas de alto valor electrolítico pueden plantear algún problema. Pero ¿qué contestas?

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—Compruébalo tú mismo en la página web. Ya te daré la dirección. «Las consecuencias son inquietantes, pero nada podrá detener esta nueva tecnología». Algo así podría ser la divisa de nuestra época, ¿no te parece?

El hecho de que un filete de salmón estuviera ahora escurriéndosele a Chip por los calzones abajo, como una babosa ancha y calentita, parecía guardar una estrecha relación con su cerebro y con cierto número de decisiones equivocadas que éste había tomado. En el plano racional, Chip sabía que Doug no tardaría en dejarlo ir e incluso que acabaría escapando de la Pesadilla del Consumo para meterse en el servicio de algún restaurante y sacarse el filete de donde estaba y recuperar sus plenas facultades críticas; que llegaría un momento en que ya no estaría ahí, entre gelati carísimos, con un trozo de pescado tibio en los calzones, y que ese momento sería de extraordinario alivio. No obstante, por ahora seguía habitando un momento anterior, mucho menos placentero, desde cuyo punto de vista la posibilidad de hacerse con un nuevo cerebro era justo lo que le hacía falta.

—¡Los postres eran como de un palmo de altos! —exclamó Enid, a quien el instinto le decía que a Denise no iban a interesarle nada las pirámides de gambas—. Todo elegante, elegante. ¿Has visto alguna vez una cosa así?

—Seguro que todo estuvo estupendo —dijo Denise.

—Los Driblett hacen las cosas de súper lujo, no te quepa duda. Nunca he visto un postre de semejante calibre. ¿Tú sí?

Los sutiles signos de que Denise estaba ejerciendo la facultad de la paciencia —los suspiros algo más profundos de lo normal, el modo de depositar el tenedor en el plato, sin hacer ruido, y beber a continuación un sorbo de vino y volver a poner el vaso en la mesa— le resultaban a Enid más dolorosos que cualquier explosión violenta.

—He visto postres bastante altos —dijo Denise.

—¿No son tremendamente difíciles de preparar?

Denise cruzó las manos sobre el regazo y exhaló lentamente el aire.

—Tiene que haber sido una fiesta estupenda. Me alegro mucho de que os lo pasarais bien.

Enid, desde luego, se lo había pasado la mar de bien en la fiesta de Dean y Trish, y le habría encantado que Denise hubiera podido asistir, para que hubiera visto con sus propios ojos lo elegante que era todo. Pero también se temía que a Denise la fiesta no le habría parecido nada elegante, que habría desmenuzado todos sus aspectos especiales hasta convertirlos en puras y simples cosas ordinarias. El gusto de su hija constituía un punto ciego en la visión de Enid, una especie de agujero en su experiencia por el que sus propios placeres siempre parecían a punto de sumirse y desaparecer.

—Ya se sabe: sobre gustos no hay nada escrito —dijo.

—Eso es verdad —dijo Denise—; pero hay gustos y gustos.

Alfred se mantenía muy encorvado sobre el plato, para estar seguro de que todo pedacito de salmón o de judías verdes que se le cayera del tenedor aterrizaría en loza. Pero escuchaba.

—Ya está bien —dijo.

—Eso pensamos todos —dijo Enid—. Todo el mundo cree que su gusto es el mejor.

—Pero casi todo el mundo se equivoca —dijo Denise.

—Todo el mundo está en su derecho a tener su propio gusto —dijo Enid—. En este país, cada persona es un voto.

—¡Por desgracia!

—Ya está bien —le dijo Alfred a Denise—. ¡Nunca ganarás!

—Hablas como una verdadera esnob —dijo Enid.

—Madre, te pasas el día diciéndome cuánto te gusta la buena comida casera. Bueno, pues a mí me pasa lo mismo. Hay una especie de vulgaridad disneyiana en un postre de palmo de alto. Tú eres mejor cocinera que…

—Ah, no —Enid sacudió la cabeza—. Yo de cocinera no tengo nada.

—¡Eso es totalmente falso! ¿Dónde crees que yo…?

—No de mí —la interrumpió Enid—. No sé de dónde habrán sacado mis hijos sus talentos. Pero no de mí. Yo de cocinera no tengo nada. Pero nada, nada.

(¡Qué extraño placer le producía estar diciendo aquello! Era como verter agua hirviendo en una erupción cutánea por contacto con hiedra venenosa).

Denise se puso derecha en la silla y levantó su vaso. Enid, que toda su vida había sido incapaz de no observar lo que ocurría en los platos ajenos, la había visto comer un trocito de salmón que no daba para más allá de tres bocados, una pizca de ensalada y una corteza de pan. Raciones que, por su tamaño, eran en sí un reproche a las raciones de Enid. Ahora, el plato de Denise estaba vacío, y no había repetido de nada.

—¿Eso es todo lo que vas a comer? —dijo Enid.

—Sí. Con esto he comido.

—Has adelgazado.

—De hecho, no, no he adelgazado.

—Pues no sigas adelgazando —dijo Enid, con la risa estrecha tras la cual solía esconder sus sentimientos más amplios.

Alfred se llevaba a la boca un tenedor con salmón y salsa de acedera. La porción se desprendió del cubierto y se rompió en pedazos de formación violenta.

—La verdad es que este plato le ha salido estupendamente a Chip —dijo Enid—. ¿No te parece? El salmón está muy tierno y muy bueno.

—Chip siempre ha sido muy buen cocinero —dijo Denise.

—¿Te gusta, Al? ¿Al?

Alfred, ahora, sostenía el tenedor con menos fuerza. Le colgaba un poco el labio inferior y había una torva sospecha en su mirada.

—¿Te gusta lo que estás comiendo? —le preguntó Enid.

Alfred se asió la mano izquierda con la derecha y se la estrujó. Las manos emparejadas prosiguieron juntas su oscilación, mientras él miraba los girasoles del centro de la mesa. Dio la impresión de tragarse la agria disposición de su boca, de desatragantarse la paranoia.

—¿Ha sido Chip quien ha hecho todo esto? —dijo.

—Sí.

Sacudió la cabeza como si el hecho de que Chip hubiera cocinado, de que Chip estuviera ausente, lo abrumara más allá de toda medida.

—Esta enfermedad me fastidia cada vez más —dijo.

—Lo que tú tienes es muy leve —dijo Enid—. No hace falta más que ajustarte un poco la medicación.

Él negó con la cabeza.

—Según Hedgpeth, eso es algo que no puede predecirse.

—Lo importante es seguir haciendo cosas —dijo Enid—, mantenerse activo, seguir adelante.

—No. No te has enterado bien. Hedgpeth puso especial cuidado en no prometer nada.

—Por lo que yo he leído…

—Me importa un bledo lo que diga el artículo de la revista esa. No estoy bien, y el propio Hedgpeth lo reconoció.

Denise depositó el vaso de vino en la mesa, estirando el brazo en toda su extensión.

—Bueno y ¿qué te parece el nuevo trabajo de Chip? —le preguntó Enid, con mucho ánimo.

—¿El qué de Chip?

—Lo del Wall Street Journal.

Denise bajó los ojos al mantel.

—No tengo opinión al respecto.

—¿No te parece interesantísimo?

—No tengo opinión al respecto.

—¿Sabes si es de jornada completa?

—No.

—Es que no acabo de entender en qué consiste el trabajo.

—No sé nada de ese asunto, madre.

—¿Sigue en la abogacía?

—¿La corrección de pruebas, quieres decir? Sí.

—Luego sigue en el bufete.

—No es abogado, madre.

—Ya sé que no es abogado.

—Eso de «abogacía» y «bufete», ¿es lo mismo que les dices a tus amigas?

—Les digo que trabaja en un bufete. Nada más. Un bufete de Nueva York. Y es la verdad. Trabaja en un bufete.

—Eso se presta a confusiones, y lo sabes muy bien —dijo Alfred.

—La verdad, más me valdría no decir nunca nada.

—Lo que tienes que hacer es decir la verdad —dijo Denise.

—Bueno, pues yo creo que tendría que dedicarse al Derecho —dijo Enid—. El Derecho se le daría perfectamente. Necesita estabilizarse en una profesión. Necesita estructura en su vida. Papá siempre creyó que podía ser un excelente abogado. Yo me inclinaba más bien por la medicina, porque le gustaban las ciencias, pero papá siempre lo vio como abogado. ¿Verdad, Al? ¿No pensaste siempre que Chip podía ser un excelente abogado? Con lo bien que se le da hablar.

—Ya es muy tarde para eso, Enid.

—Pensé que trabajando en el bufete a lo mejor se le despertaba el interés y volvía a estudiar.

—Demasiado tarde.

—Porque el caso es, Denise, que hay que ver la cantidad de cosas que se pueden hacer con Derecho. Presidente de una compañía. ¡Juez! Profesor. Periodista. Hay tantos caminos que Chip podría emprender.

—Chip hará lo que quiera hacer —dijo Alfred—. Nunca lo he entendido, pero tampoco va a cambiar a estas alturas.

Tuvo que hacerse dos manzanas a pie, bajo la lluvia, para encontrar un teléfono con línea. En la primera cabina abierta y pareada con que tropezó, un aparato estaba castrado, con borlitas de distintos colores asomando por el cabo del cable, y del otro sólo quedaban los cuatro agujeros de sujeción. El teléfono del cruce siguiente estaba con chicle en la ranura, y a su compañero se le había muerto la línea. La reacción típica de cualquier hombre en las circunstancias de Chip habría sido estrellar el auricular contra la caja y dejar los restos de plástico por el suelo, pero él llevaba demasiada prisa para eso. En la esquina de la Quinta Avenida había un teléfono con línea, pero que no respondía a las teclas de marcación y que no le devolvió el cuarto de dólar cuando colgó de buenas maneras el aparato, ni tampoco cuando lo hizo a golpetazo limpio. El otro teléfono tenía línea y aceptó la moneda, pero una voz de la Baby Bell le comunicó que no entendía lo que había marcado, y además tampoco pudo recuperar el dinero. Volvió a intentarlo y se quedó sin su última moneda de cuarto.

Sonrió a los todoterreno que pasaban muy despacio por su lado, con los conductores en postura automovilística de hace mal tiempo y lo mismo hay que frenar. Los porteros del barrio riegan las aceras dos veces al día, y los camiones de limpieza, con unos cepillos como bigotes de guardia urbano, restriegan las calles tres veces por semana, pero en Nueva York nunca hay que andar mucho para encontrar suciedad y cabreo. Chip llegó a leer Filth Avenue, avenida de la porquería, en lugar de Fifth Avenue, quinta avenida, en un cartel callejero. Las cosas esas celulares estaban acabando con los teléfonos públicos. Pero, a diferencia de Denise, para quien un teléfono móvil era el complemento perfecto de la plebeyez, y a diferencia de Gary, que no sólo no los odiaba, sino que había dotado a sus tres hijos de sendos móviles, Chip odiaba los teléfonos móviles sobre todo porque él no tenía uno.

Bajo la escasa protección del paraguas de Denise, desanduvo parte de lo andado y cruzó a la acera de enfrente para meterse en una tienda de comestibles de la University Place. Habían colocado cartones en el umbral, para mejor agarre, pero estaban empapados de agua y parecían un montón de algas pisoteadas. Al lado de la puerta, los titulares, en sus cestas de alambres, daban cuenta de que ayer se habían hundido otras dos economías de América del Sur y de que ciertos mercados clave del Lejano Oriente volvían a reflejar graves recesiones. Detrás de la máquina registradora había un cartel de la lotería: No es por ganar. Es por pasarlo bien.™

Con dos de los cuatro dólares que llevaba en la cartera Chip compró un regaliz 100% natural que le gustaba mucho. Por el tercer dólar el dependiente la entregó cuatro monedas de 25 centavos.

—Querría también un Leprechaun de la Suerte, por favor —dijo Chip.

El trébol de tres hojas, el arpa de madera y el caldero de oro que dejó al descubierto no formaban una combinación ganadora, ni divertida.

—¿Sabe usted si hay por aquí algún teléfono que funcione?

—No hay teléfono público —dijo el dependiente.

—Quiero decir si hay alguno por aquí cerca.

—No hay teléfono público —el dependiente sacó de debajo del mostrador un teléfono móvil—. ¡Este teléfono!

—¿Puedo hacer una llamada rápida?

—Ya es demasiado tarde para hablar con el broker. Haber llamado ayer. Haber comprado productos norteamericanos.

El dependiente se rio de un modo que resultaba aún más insultante por el buen humor que manifestaba. Pero también era cierto que Chip tenía sus motivos para estar muy sensible. Desde el momento en que lo despidieron del D—— College, el valor de mercado de las compañías norteamericanas con cotización en Bolsa se había incrementado en un treinta y cinco por ciento. En esos mismos veintidós meses, Chip había tenido que liquidar un fondo de jubilación, que vender un buen coche, que trabajar a media jornada por un salario situado entre el 20% de los más altos del país… y aún seguía a la cuarta pregunta. Eran años aquellos, en Estados Unidos, en que resultaba prácticamente imposible no hacer dinero, años en que los recepcionistas podían firmarles a sus brokers talones de MasterCard al 13,9% de interés anual y, aun así, obtener beneficio, años de Compra, años de Demanda, y Chip había perdido el tren. En su fuero interno, sabía que si alguna vez conseguía vender La academia púrpura, sería a la semana siguiente de que los mercados hubieran alcanzado su pico máximo, dando lugar a que él perdiese cualquier dinero que pudiera invertir.

Eso sí: teniendo en cuenta la reacción negativa de Julia ante el guión, la economía norteamericana no estaba al borde de la catástrofe.

Calle arriba, en la Cedar Tavern, encontró un teléfono público en buen estado. Era como si hubieran pasado años desde las dos copas que se había tomado en ese mismo local la noche antes. Marcó el número del despacho de Eden Procuro y colgó nada más oír la voz del servicio de mensajería, pero cuando ya había caído la moneda. El servicio de información pudo facilitarle el número de teléfono del domicilio de Doug O’Brien, y éste contestó la llamada, pero estaba cambiándole los pañales a su criatura. Tuvieron que pasar varios minutos para que Chip pudiera preguntarle si Eden había leído ya el guión.

—Fenomenal. Es un proyecto con una pinta fenomenal —dijo Doug—. Creo que lo llevaba consigo cuando salió de casa.

—¿Y adónde iba?

—Tú sabes que no puedo decirle a nadie dónde está, Chip. Lo sabes muy bien.

—Creo que la situación merece el calificativo de muy urgente.

Por favor deposite——ochenta centavos——para los próximos——dos minutos.

—¡Dios del cielo! ¡Un teléfono público! —exclamó Doug—. ¿Estás en un teléfono público?

Chip cebó el aparato con sus dos últimas monedas de cuarto de dólar.

—Tengo que recuperar el guión antes de que ella lo lea. Hay una corrección…

—No es cosa de tetas, ¿verdad? Según Eden, a Julia le parecían demasiadas tetas. Pero yo, en tu lugar, no me preocuparía. Por lo general, demasiado no existe. Julia está pasando una semana muy intensa.

Por favor deposite——treinta centavos——en este momento——

—… que tú… —dijo Doug.

para los próximos——dos minutos——en este momento——

—… el sitio más lógico de…

de otro modo su llamada quedará interrumpida——en este momento——

—¡Doug! —dijo Chip—. ¡No te he oído lo último que has dicho, Doug!

Lamentamos——

—Sí, sí, te digo que por qué no…

Adiós y muchas gracias, dijo la voz de la compañía, y el teléfono enmudeció, con los cuartos de dólares resonándole en las tripas. La placa de identificación era del color de la Baby Bell, pero decía: ORFIC TELECOM, 3 MINUTOS 25 centavos, CADA MINUTO ADICIONAL 40 CENTAVOS.

El sitio más lógico donde encontrar a Eden era su despacho de Tribeca. Chip se acercó a la barra preguntándose si la chica nueva, una rubia con mechas y con pinta de líder de una de esas bandas que tocan en los bailes de colegio, lo recordaría de la noche anterior lo suficiente como para aceptar su permiso de conducir a título de garantía por un préstamo de veinte dólares. Ella y dos clientes sueltos permanecían atentos a un nebuloso partido de fútbol americano que daban por la tele, algo de la liga colegial, los Nittany Lions, figurillas de color castaño, como garabatos, en un charco blanquecino. Y junto al brazo de Chip, muy cerca, apenas a un palmo de distancia, había un manojo de billetes de un dólar. Ahí encima, a la vista. Se preguntó si una transacción de tipo tácito (echarse el dinero al bolsillo, no volver a asomar la gaita por ese local, reintegrar el préstamo dentro de un sobre sin firmar, más adelante) no implicaría menos riesgos que pedir un préstamo: podía ser, de hecho, la trasgresión que preservara su cordura. Hizo una bola con los billetes y se situó más cerca de la chica, que era bastante guapa, la verdad; pero la pelea en pantalla de los hombrecillos de cabeza redonda y de color castaño seguía acaparando su atención, de modo que Chip se dio media vuelta y salió de la taberna.

Una vez dentro de un taxi, mientras contemplaba la sucesión de actividades húmedas que discurrían por la ventanilla, se metió el regaliz en la boca. Si no había modo de recuperar a Julia, iba a necesitar de mala manera una sesión de cama con la chica del bar. Que tendría unos treinta y nueve años, también. Quería llenarse las manos de su pelo fumoso. La imaginó viviendo en un edificio rehabilitado de la East Fifth Street, bebiéndose una cerveza antes de irse a dormir y metiéndose en la cama con una camiseta desteñida y sin mangas y con pantaloncillos de gimnasia; la imaginó en actitud cansada, con un piercing discreto en el ombligo, con el coño como un guante de béisbol muy zurrado, con las uñas de los pies pintadas de un color rojo muy normalito. Quería sentir contra los hombros las piernas de la chica, quería escuchar el relato de sus cuarenta y tantos años de vida. Le habría gustado saber si de verdad cantaba rock and roll en bodas y bar mitzvahs.

Por la ventanilla del taxi leyó JUEGOS PATÉTICOS donde ponía JUEGOS ATLÉTICOS. Y leyó Vituperio donde ponía Villa Imperio.

Estaba enamorándose de una persona a quien nunca volvería a ver. Le había robado nueve dólares a una honrada trabajadora aficionada a ver fútbol por la tele. Aun suponiendo que regresase más adelante y le devolviera el dinero y le pidiese perdón, nunca dejaría de ser el hombre que la había desvalijado cuando no miraba. Había quedado excluida de su vida para siempre, nunca podría recogerle el pelo entre los dedos, y no era buena señal que esta última pérdida le estuviese provocando hiperventilación; que el dolor lo desbarajustase de tal manera que no fuese capaz ni de seguir comiendo regaliz.

Leyó Putas Cross donde ponía Plumas Cross, leyó COBRAS donde ponía OBRAS.

El escaparate de un óptico ofrecía: POSTURAS GRATUITAS.

El problema era el dinero, y lo indigna que sin él resultaba la vida. Cada transeúnte, cada móvil, cada gorra de los Yankees, cada todoterreno que veía eran motivo de tormento. Chip no era ambicioso, no se dejaba llevar por la envidia. Pero el caso es que sin dinero apenas podía considerarse un hombre.

¡Cuánto había cambiado desde que lo despidieron del D—— College! Su anhelo ya no consistía en habitar un mundo diferente; ahora quería vivir en éste, pero con dignidad. Y puede que Doug tuviera razón, puede que los pechos de su guión no importaran gran cosa. Acababa de comprender —por fin se le había hecho la luz— que le bastaba sencillamente con cortar en toda su integridad el monólogo de apertura. Una corrección que podía efectuar en diez minutos, en el despacho de Eden.

Una vez frente al edificio le dio al taxista los nueve dólares recién robados. A la vuelta de la esquina, en una calle empedrada, había un equipo de rodaje de seis capitonés, haciendo una película, con los focos abrasando y los generadores apestando bajo la lluvia. Chip conocía las claves de seguridad del edificio de Eden, y el ascensor estaba desbloqueado. Pidió a los cielos que Eden todavía no hubiera leído el guión. La nueva versión corregida que tenía en la cabeza era el único y verdadero guión; pero el viejo monólogo de apertura, por desgracia, seguía vivo en el papel marfil del ejemplar de Eden.

Por la puerta cristalera exterior del quinto piso vio luz en el despacho de Eden. Que llevara los calcetines empapados y que su cazadora oliese como una vaca mojada a orillas del mar y que no tuviera modo de secarse las manos ni el pelo era, todo ello, muy desagradable, pero aún tenía que agradecer que las dos libras de salmón noruego no siguieran dentro de sus pantalones. Por comparación, se encontraba bastante a gusto.

Llamó a la puerta de cristal hasta que Eden salió del despacho y se quedó mirándolo. Eden tenía los pómulos altos y unos grandes ojos azul pálido y una piel traslúcida. Cualquier caloría extra que ingiriese comiendo en Los Ángeles o bebiendo martinis en Manhattan quedaba anulada en su bicicleta estática casera, o en la piscina de su club de natación, o en el propio frenesí de ser Eden Procuro. Normalmente, era una mujer eléctrica y flamígera, un manojo de cobre ardiente; pero ahora, mientras se acercaba a la puerta, se le veía una expresión dubitativa o contrariada. Caminaba con un ojo puesto en su despacho.

Chip hizo gesto de que lo dejara entrar.

—No está aquí —dijo Eden, a través del cristal.

Chip repitió el gesto. Eden abrió la puerta y se puso la mano en el corazón.

—Chip, de veras que siento mucho que Julia y tú…

—Vengo a buscar mi guión. ¿Lo has leído?

—¿Yo? A toda prisa. Tengo que volver a leerlo y tomar unas cuantas notas.

Hizo un gesto de apuntar algo, a la altura de la sien, y se rio.

—El monólogo de apertura —dijo Chip—. Queda suprimido.

—Ah, muy bien, me encanta la gente con propensión a cortar. Me encanta —miró de nuevo hacia su despacho.

—¿Crees tú, sin embargo, que sin el monólogo…?

—¿Necesitas dinero, Chip?

Eden le sonrió con una franqueza y una alegría tan raras, que era como si Chip la hubiese sorprendido borracha, o con las bragas en los tobillos.

—Bueno, no estoy totalmente arruinado —dijo.

—No, por supuesto; pero aún así.

—¿Por qué lo dices?

—Y ¿qué tal se te da Internet? —dijo ella—. ¿Sabes algo de Java, de HTML?

—No, por Dios.

—Bueno, da igual, ven un momento conmigo al despacho. ¿No te importa? Es un momento.

Chip, en pos de Eden y camino del despacho, pasó junto a la mesa de Julia, donde el único artefacto juliano era una rana de trapo puesta encima del monitor.

—Ahora que ya no estáis juntos —dijo Eden—, no hay motivo alguno para que tú no…

—No hemos roto, Eden.

—Que sí, que sí, créeme: se terminó —dijo Eden—. Por completo. Y estoy pensando que a lo mejor te viene bien un cambio de aires, para empezar a superarlo…

—Mira, Eden, Julia y yo estamos pasando por una situación transitoria…

—No, Chip, perdóname, pero de transitoria no tiene nada. Es permanente —Eden volvió a reírse—. Julia puede andarse con todos los rodeos que quiera, pero yo no. Así que, pensándolo bien, no hay razón alguna para que no te presente a… —entró en el despacho antes que Chip—. ¿Gitanas? Acabamos de tener una suerte increíble. Acaba de presentarse la persona ideal para lo que tú quieres.

Recostado en un sillón del despacho de Eden había un hombre de la misma edad que Chip, con una cazadora de cuero rojo con rayas paralelas en bajorrelieve y unos vaqueros blancos muy ceñidos. Tenía la cara ancha y mofletes de niño pequeño y llevaba el pelo tallado en una especie de concha rubia.

Eden estaba a punto del orgasmo, de puro entusiasmada.

—Mira que me he estado devanando los sesos, Gitanas, y no se me ocurría nadie que pudiera echarte una mano, y resulta que el hombre mejor cualificado de Nueva York llama de pronto a nuestra puerta… Te presento a Chip Lambert. ¿Te acuerdas de Julia, mi ayudante? —le guiñó el ojo a Chip—. Bueno, pues este señor es el marido de Julia, Gitanas Misevičius.

En casi todos los aspectos —coloración, forma de la cabeza, altura, constitución y, sobre todo, la sonrisa apocada que ahora mismo exhibía—, Gitanas se parecía más a Chip que cualquier otra persona con quien éste se hubiera encontrado antes. Era igual que Chip, sólo que mal compuesto y con los dientes torcidos. Dijo que sí con la cabeza, muy nervioso, sin ponerse en pie ni tenderle la mano a Chip.

—¿Cómo estás? —dijo.

Chip pensó que no cabía duda, que Julia tenía un gusto muy concreto.

Eden dio unas palmaditas en el asiento de un sillón desocupado.

—Siéntate, siéntate —le dijo a Chip.

Su hija, April, estaba en el sofá de cuero que había junto a la ventana, con una pila de lápices y una resma de papel.

—Hola, April —dijo Chip—. ¿Qué tal esos postres?

La pregunta no fue, al parecer, del agrado de April.

—Esta noche los probará —dijo Eden—. Anoche hubo alguien que estuvo tanteando límites.

—No tanteé nada en absoluto —dijo April.

Los folios que April tenía en el regazo eran color marfil y estaban escritos por la otra cara.

—Siéntate, siéntate —insistió Eden, mientras se retiraba tras su mesa de láminas de abedul.

El ventanal que había a su espalda estaba lenticulado de lluvia. Había niebla sobre el Hudson. Manchas negruzcas situaban New Jersey. Los trofeos de Eden, en la pared, eran fotos promocionales de Kevin Kline, Chloë Sévigny, Matt Damon, Winona Ryder.

—Chip Lambert —le dijo Eden a Gitanas— es un escritor muy brillante, y ahora mismo nos traemos él y yo un guión entre manos. Y además, es doctor en filología inglesa, y además lleva dos años colaborando con mi marido en lo de las fusiones y compras de compañías, y además se le da de maravilla lo de Internet, ahora mismo estábamos hablando de Java y de HTML, y, como puedes ver, tiene una pinta…

Al llegar a este punto, Eden se fijó por primera vez en el aspecto que traía Chip. Se le pusieron los ojos como platos.

—Caramba, tienen que estar cayendo chuzos de punta, ahí afuera. Por lo general, Chip no suele andar por ahí tan mojadísimo. (Por Dios, estás chorreando). Con toda honradez, Gitanas, no vas a encontrar a nadie mejor. En cuanto a ti, Chip, me ha… Me encanta que se te haya ocurrido pasar por aquí, chorreando y todo.

Estando a solas con ella, cabía la posibilidad de que un hombre lograse capear el entusiasmo de Eden; pero dos hombres juntos no tenían más remedio que fijar la vista en el suelo, si no querían perder la dignidad.

—Yo, desgraciadamente, ando con muchísima prisa en este momento —dijo Eden—. Es que a Gitanas se le ha ocurrido venir un poco sin avisar. Pero lo que me encantaría es que los dos os instalarais en mi sala de reuniones y os pusierais de acuerdo. Podéis quedaros todo el tiempo que haga falta.

Gitanas cruzó los brazos al estilo europeo cerrado, encajando los puños bajo las axilas. Sin mirar a Chip, le preguntó:

—¿Eres actor?

—No.

—Bueno, Chip —dijo Eden—, eso no es rigurosamente cierto.

—Claro que es cierto. Nunca he trabajado como actor.

—¡Ja, ja, ja! Ahora se está haciendo el modesto —dijo Eden.

Gitanas movió la cabeza y puso la mirada en el cielo raso.

Los papeles de April eran, sin duda alguna, un guión.

—¿De qué estamos hablando? —dijo Chip.

—Gitanas quiere contratar a alguien…

—A un actor norteamericano —dijo Gitanas, no sin repugnancia.

—Para ocuparse de sus… De sus relaciones públicas con grandes empresas. Y llevo más de una hora —Eden miró el reloj y ensanchó los ojos y la boca en un exagerado gesto de sorpresa— tratando de hacerle entender que a mis actores lo que les interesa es el cine y el teatro, y no las grandes finanzas internacionales. Y que todos ellos suelen tener una noción algo exagerada de sus propia formación. Y lo que estoy tratando de explicarle a Gitanas es que tú, Chip, no sólo posees un excelente dominio de la lengua inglesa y de su jerga, sino que tampoco tienes por qué fingir que eres un experto en inversiones, porque lo eres de verdad.

—Soy corrector de textos legales a tiempo parcial —dijo Chip.

—Experto en lenguaje. Y guionista de mucho talento.

Chip y Gitanas intercambiaron una mirada. Había algo en el aspecto físico de Chip —quizá el parecido— que daba la impresión de interesar mucho al lituano.

—¿Andas en busca de trabajo? —dijo Gitanas.

—Puede que sí.

—¿Eres drogadicto?

—No.

—Tengo absolutamente que ir al cuarto de baño —dijo Eden—. April, sé buena y vente conmigo. Tráete los dibujos.

April, muy obediente, se bajó del sofá y empezó a andar hacia Eden.

—No te olvides de los papeles, cielo. Anda. Eden recogió los marfileños folios y condujo a April hacia la puerta.

—Vosotros dos, hablad de vuestras cosas.

Gitanas se llevó la mano al rostro, se estrujó los redondos mofletes, se rascó la rubia barba de tres días. Miró por la ventana.

—Estás en política —dijo Chip.

Gitanas ladeó la cabeza.

—Sí y no. Lo estuve durante muchos años. Pero mi partido está kaputt y ahora me he metido a hombre de empresa. Un hombre de empresa político, por decirlo de alguna manera.

Uno de los dibujos de April había caído entre la ventana y el sofá. Chip lo alcanzó con la punta del zapato para acercárselo.

—Tenemos tantas elecciones —dijo Gitanas— que ya ni hablan de ellas en los medios internacionales. Tres o cuatro al año. Son nuestra principal industria. Poseemos el mayor índice de elecciones per cápita del mundo. Más que Italia, incluso.

April había pintado un hombre de cuerpo normal, con los consabidos cuadrados y líneas rectas, pero en lugar de cabeza, en lo alto, había una maraña de azules y negros, un desastre de rayajos, un lío de tachaduras. La capa de marfil dejaba traslucir párrafos de diálogo y acción.

—¿Tú crees en los Estados Unidos? —dijo Gitanas.

—La verdad es que no sabría cómo empezar a contestarte —dijo Chip.

—A nosotros nos salvó tu país, pero también nos arruinó.

Chip levantó con el pie una esquina del dibujo de April y pudo identificar las palabras:

MONA

(balanceando el revólver)

¿Qué tiene de malo estar enamorada de mí misma?

¿Dónde está el problema?

pero el folio se había vuelto pesadísimo, o a su pie le fallaban las fuerzas. Volvió a dejar el folio de plano contra el suelo. Lo empujó hasta meterlo debajo del sofá. Sentía frío en las extremidades, las notaba un poco adormecidas. No veía bien.

—Rusia fue a la bancarrota en agosto —dijo Gitanas—. Ya te enterarías. Con eso no ocurrió lo mismo que con nuestras elecciones, eso salió en todas partes. Era una noticia económica. Algo importante para los inversores. Y también para Lituania. El principal cliente de nuestro comercio tiene ahora unas deudas en divisas fuertes que lo dejan paralizado, y un rublo carente de valor. No hace falta decir qué es lo que utilizan para pagar nuestros huevos de granja, si rublos o dólares. Y para comprar los trenes de camión que fabricamos en nuestra planta de trenes de camión, que es la única buena que tenemos. Seguro que los pagan con rublos. Pero el resto del camión lo hacían en Volgogrado, en una planta que cerró. Y ahora ya no recibimos ni los rublos de antes.

A Chip le estaba costando trabajo sentir alguna desilusión en lo tocante a La academia púrpura. No volver a mirar el guión, no enseñárselo a nadie: eso podría aportarle un alivio superior incluso al que sintió en el servicio de caballeros de Fanelli cuando se sacó el salmón de los pantalones.

Salía de un encantamiento de pechos y guiones de partición y márgenes de dos centímetros y medio para despertar en un rico y variado mundo al que había permanecido insensible durante vaya usted a saber cuánto. Años.

—Me parece muy interesante lo que estás contando —le dijo a Gitanas.

—Es interesante. Es interesante —coincidió Gitanas, todavía con los brazos cruzados en tensión—. Lo dijo Brodsky: «El pescado fresco siempre huele; el congelado sólo huele al descongelarlo». De modo que después de la gran descongelación, cuando todos los pececitos salieron del congelador, nos apasionamos por esto y por aquello. Yo intervine en el asunto. Intervine mucho. Pero la economía estaba mal llevada. Me lo pasaba bien en Nueva York, pero al volver a casa todo era depresión, por todas partes. Luego, cuando ya era tarde, en 1955, enganchamos el litas al dólar y nos pusimos a privatizar, pero con demasiadas prisas. No fue decisión mía, pero quizá yo habría hecho lo mismo. El Banco Mundial tenía el dinero que necesitábamos, y el Banco Mundial nos decía: hay que privatizar. Y nosotros, vale, de acuerdo. Vendimos el puerto. Vendimos las líneas aéreas, la red telefónica. Por lo general, el mayor postor era norteamericano, o europeo occidental, otras veces. Era algo que no tenía por qué haber ocurrido, pero ocurrió. En Vilnius no había nadie con dinero contante y sonante. Y la compañía de teléfonos dijo vale, vamos a tener unos propietarios extranjeros con los bolsillos muy profundos, pero el puerto y las líneas aéreas tienen que seguir siendo lituanas al cien por cien. Y el puerto y las líneas aéreas pensaban lo mismo. Pero vale, sucedió. El capital acudía, se veían mejores cortes de carne en las carnicerías, había menos caídas del suministro eléctrico. Incluso hacía mejor tiempo. En su mayor parte, las divisas se las llevaron los delincuentes, pero así es la realidad postsoviética. Tras la descongelación viene la podredumbre. Brodsky no vivió para verlo. De modo que bueno, vale, pero es que entonces empezaron a colapsarse todas las economías del mundo, Tailandia, Brasil, Corea, y eso sí que fue un problema, porque todo el capital volvió corriendo a los Estados Unidos. Descubrimos, por ejemplo, que un sesenta y cuatro por ciento de nuestras líneas aéreas nacionales pertenecía al Quad Cities Fund. ¿Qué es eso? Un fondo de crecimiento, de los que funcionan sin cargar comisión, cuyo responsable es un jovencito llamado Dale Mayers. Tú nunca has oído hablar de Dale Mayers, pero no hay ningún ciudadano adulto de Lituania que no conozca su nombre.

Aquella crónica de fracasos parecía divertir enormemente a Gitanas. Chip llevaba mucho tiempo sin experimentar la sensación de que alguien le cayera bien. Sus amigos homo, los del D—— College y el Warren Street Journal, eran tan abiertos y tan impetuosos en sus confidencias que, de hecho, hacían imposible el verdadero contacto. En cuanto a los heteros, hacía ya mucho tiempo que Chip sólo conocía dos tipos de reacción ante ellos: ante quienes tenían éxito, temor y resentimiento; ante los fracasados, huida por miedo al contagio. Pero en Gitanas había algo que le resultaba atractivo.

—Dale Mayers vive en la zona este de Iowa —dijo Gitanas—. Tiene dos ayudantes, un ordenador muy grande y una cartera de tres mil millones de dólares. Dale Mayers declaró que nunca tuvo intención de hacerse con el control de nuestras líneas aéreas nacionales, que fue una operación de programa, que uno de sus ayudantes introdujo mal los datos en el ordenador y que el ordenador siguió incrementando su participación en Air Lithuania, sin informar sobre el tamaño acumulado del paquete de acciones. Muy bien, vale, Dale les pide perdón a los lituanos por el descuido y dice que comprende muy bien lo importantes que son unas líneas aéreas para la economía y la autoestima de un país. Pero el caso es que la crisis de Rusia y de los países bálticos hace que nadie quiera un billete de Air Lithuania. Y, claro, los inversores norteamericanos están retirando dinero de Quad Cities. A Dale no le queda otro modo de hacer frente a sus obligaciones que liquidar el principal activo de Air Lithuania. La flota, claro. Va a vender tres YAK40 a una compañía de flete aéreo con sede en Miami. Va a vender seis turborreactores Aerospatiale a una aerolínea de Nueva Escocia recién creada para el transporte diario de viajeros. De hecho, no es que vaya a vender los aparatos, es que ya los vendió ayer. Así que, nada por aquí, nada por allá, desaparecieron las líneas aéreas.

—Caray —dijo Chip.

Gitanas asintió con la cabeza, muy acaloradamente.

—¡Eso, eso! ¡Caray! Qué lástima que los trenes de camión no sirvan para volar. Bueno, vale, seguimos. A continuación, un grupo de empresas llamado Orfic Midland liquida el puerto de Kaunas. Lo mismo. De la noche a la mañana, nada por aquí, nada por allá. Y ¡caray! A continuación, el sesenta por ciento del Banco de Lituania se lo zampa un banco situado en la zona residencial de Atlanta, Georgia. Y vuestro banco residencial lo primero que hace es liquidar las reservas de divisas de nuestro banco. De la noche a la mañana, vuestro banco duplica el tipo de interés aplicable a las transacciones comerciales en nuestro país. ¿Por qué? Para cubrir las fuertes pérdidas que le supuso el fracasado lanzamiento de una Master Card patrocinada por Dilbert. ¡Caray y más caray! Pero muy interesante, ¿verdad? No puede decirse que a Lituania le estén saliendo muy bien las cosas, ¿verdad? ¡Lituania se ha ido a tomar por el culo!

—¿Cómo vais, chicos? —dijo Eden, entrando de nuevo en su despacho con April a rastras—. ¿No preferís la sala de reuniones?

Gitanas se colocó el maletín en el regazo y lo abrió.

—Estoy explicándole a Chip mi litigio con Estados Unidos.

—April, amor mío, siéntate aquí —dijo Eden. Tenía un taco de papel tamaño periódico y lo abrió en el suelo, junto a la puerta—. Este papel te va a gustar más. Puedes hacer dibujos grandes. Como yo. Igual que mamá. Haz un dibujo muy grande.

April se acuclilló en mitad del papel y trazó un círculo verde en torno a sí misma.

—Cursamos una petición de ayuda al FMI y al Banco Mundial —dijo Gitanas—. Ya que habían sido ellos quienes nos empujaron a privatizar, a lo mejor les interesaba el hecho de que nuestra privatizada nación se hubiera convertido en una tierra casi anárquica, de señores de la guerra que son unos delincuentes, de agricultura a nivel de subsistencia. Pero se da la desgraciada circunstancia de que el FMI va atendiendo las quejas de sus clientes arruinados según el tamaño de sus respectivos PNB. Lituania hacía el número veintiséis de la lista, el lunes pasado. Ahora estamos en el veintiocho. Nos acaba de pasar Paraguay. Siempre Paraguay.

—Caray —dijo Chip.

—No sé por qué, pero Paraguay ha sido siempre el azote de mi vida.

—¿Lo ves, Gitanas? Ya te lo dije: Chip es el hombre ideal —dijo Eden—. Pero, oídme…

—Según el FMI, habrá que esperar unos treinta y seis meses antes de que pueda ponerse en marcha una operación de rescate.

Eden se derrumbó en su sillón.

—¿Qué os parece? ¿Vais a terminar pronto?

Gitanas sacó de su maletín un papel de impresora y se lo enseñó a Chip.

—¿Ves esta página web? «Es un servicio del Departamento de Estado, Oficina de Asuntos Europeos y Canadienses». Dice que la economía lituana se halla en estado de acusada depresión, con el desempleo acercándose al veinte por ciento, con cortes frecuentes en el suministro de agua y de electricidad de Vilnius y carencia generalizada en el resto del país. ¿A qué hombre de negocios va a ocurrírsele meter dinero en un país así?

—¿A un lituano? —dijo Chip.

—Qué gracioso —Gitanas le dedicó una mirada de aprobación—. Pero ¿qué pasa si lo que yo quiero es que esta página web, y varias por el estilo, digan otra cosa? ¿Qué pasa si necesito borrar lo que dicen y poner, en buen inglés norteamericano, que nuestro país ha logrado superar la plaga financiera rusa? Por poner un ejemplo: Lituania tiene ahora una tasa de inflación anual por debajo del 6%, las mismas reservas en divisas fuertes que Alemania y un superávit comercial de cerca de cien mil millones de dólares, gracias a la sostenida demanda de recursos naturales lituanos.

—Eso te va como anillo al dedo, Chip —dijo Eden.

Chip había tomado la tranquila e irrevocable decisión de no volver a mirar a Eden, ni a dirigirle la palabra, en todos los días de su vida.

—¿Qué recursos naturales tiene Lituania? —le preguntó a Gitanas.

—Arena y grava, más que ninguna otra cosa.

—Enormes reservas estratégicas de arena y grava. Vale.

—Arena y grava en abundancia —Gitanas cerró el maletín—. Pero voy a ponerte un desafío. ¿Cuál es la razón de que estos curiosos recursos hayan alcanzado una demanda sin precedentes?

—¿El boom de la construcción en Letonia y Finlandia? ¿La desesperada necesidad de arena en que se halla Letonia? ¿La desesperada necesidad de grava en que se halla Finlandia?

—¿Y cómo fue que esos dos países no se contagiaron del colapso financiero mundial?

—Letonia posee unas instituciones democráticas fuertes y estables —dijo Chip—. Es la espina dorsal financiera de los países bálticos. Finlandia limitó de modo muy riguroso la salida de capital extranjero a corto plazo y logró salvar su mundialmente famosa industria de muebles.

El lituano asintió, visiblemente satisfecho. Eden golpeó el tablero de su mesa de despacho con los puños.

—Dios mío, Gitanas, ¡Chip es un tío fantástico! Tiene todo el derecho a un bono especial a la firma del contrato. Y también a alojamiento de primera clase en Vilnius, además de una dieta diaria en dólares.

—¿En Vilnius? —dijo Chip.

—Sí. Vamos a vender un país —dijo Gitanas—. Necesitamos un consumidor norteamericano satisfecho e in situ. Además, es mucho más seguro trabajar en la Red desde allí. Mucho más seguro.

Chip soltó la carcajada.

—¿De verdad esperas que los inversores norteamericanos te manden dinero? ¿En base a qué? ¿La escasez de arena en Letonia?

—El dinero ya me lo están mandando —dijo Gitanas—, en base a una pequeña ocurrencia mía. Ni arena ni grava. Una pequeña ocurrencia mía. Decenas de miles de dólares, a estas alturas. Pero quiero que me manden millones.

—Gitanas —dijo Eden—. Cuánto te quiero. Está claro que aquí viene a cuento un incentivo por escalones. Es una situación que ni pintiparada para una cláusula de aumento gradual. Cada vez que Chip multiplique por dos tus ingresos, tú le das un punto de porcentaje. ¿Eh?

—Si veo un aumento de cien veces en los ingresos, Cheep va a ser un hombre muy rico. En eso puedes creerme.

—Sí, pero vamos a ponerlo por escrito.

Gitanas captó la mirada de Chip y, sin decir nada, le transmitió su opinión sobre la anfitriona.

—¿En qué documento lo ponemos por escrito, Eden? —dijo—. ¿Qué designación vamos a utilizar para el cargo de Cheep? ¿Consultor para Fraudes Electrónicos Internacionales? ¿Adjunto a la Dirección General de Falsificación?

—Vicepresidente de Distorsiones Tortuosas Intencionadas —propuso Chip.

Eden soltó un gritito de placer.

—¡Me encanta!

—Mira, mamá —dijo April.

—Nuestro acuerdo es estrictamente verbal —dijo Gitanas.

—Pero ni que decir tiene que no hay nada verdaderamente contrario a la ley en lo que vais a hacer —dijo Eden.

Gitanas contestó mirando por la ventana durante un buen rato. Con su cazadora roja de rayas, parecía un piloto de motocross.

—Por supuesto que no —dijo.

—O sea que no es fraude electrónico —dijo Eden.

—No, no. ¿Fraude electrónico? Qué va.

—Porque, vaya, no es que me quiera hacer la melindrosa, pero todo esto suena casi, casi, a fraude electrónico.

—La riqueza colectiva de mi país se ha sumido en la del tuyo sin levantar una olita —dijo Gitanas—. Un país rico y poderoso ha fijado las reglas que le cuestan la vida a Lituania. ¿Por qué razón vamos a respetarlas?

—Una pregunta digna de Foucault —dijo Chip.

—Y de Robin Hood —dijo Eden—. Lo cual no me deja verdaderamente tranquila en materia jurídica.

—Voy a ofrecerle a Cheep quinientos dólares norteamericanos a la semana. También los bonos que me parezcan oportunos. ¿Te interesa, Chip?

—Puedo sacar más que eso sin moverme de Nueva York —dijo Chip.

—Estamos hablando de mil diarios, como mínimo —dijo Eden.

—En Vilnius, se puede ir muy lejos con un solo dólar.

—Sí, qué duda cabe —dijo Eden—. Y no digamos en la luna. En qué te lo vas a gastar.

—Cheep —dijo Gitanas—, cuéntale a Eden qué se puede comprar con dólares en un país pobre.

—Supongo que la mejor comida y la mejor bebida —dijo Chip.

—¿En un país donde la generación más joven se ha educado en una situación de anarquía moral y donde la gente tiene hambre?

—No creo que resulte muy difícil encontrarse una novia guapa, si es eso lo que quieres decir.

—Si no te rompe el corazón —dijo Gitanas— ver a una preciosidad de provincias ponerse de rodillas…

—Oye, Gitanas, que hay una criatura delante —dijo Eden.

—Yo estoy en una isla —dijo April—. Mira qué isla, mamá.

—Muchachitas, me refiero —dijo Gitanas—. De quince años. ¿Tienes dólares? De trece. De doce.

—Los doce no me atraen especialmente —dijo Chip.

—¿Prefieres diecinueve? Las de diecinueve son todavía más baratas.

—Bueno, oídme, francamente… —dijo Eden, dando una palmada.

—Sólo pretendo que Cheep se haga una idea de por qué un dólar es mucho dinero y por qué la oferta que le estoy haciendo es perfectamente aceptable.

—El problema —dijo Chip— es que yo mientras tendré que estar pagando mis deudas norteamericanas con esos mismos dólares.

—En Lituania conocemos muy bien ese problema, puedes creerme.

—Chip quiere una paga diaria de mil dólares, más incentivos por rendimiento —dijo Eden.

—Mil a la semana —dijo Gitanas—. Por dar legitimidad a mi proyecto. Por el trabajo creativo y por tranquilizar a los clientes potenciales.

—Uno por ciento de los ingresos brutos —dijo Eden—, una vez deducido su salario mensual de veinte mil dólares.

Gitanas, ignorando a Eden, se sacó de la cazadora un grueso sobre y, con unas manos muy rechonchas y muy poco cuidadas, se puso a contar billetes de cien. April permanecía sentada en mitad del papel tamaño periódico, en un cerco de monstruos colmilludos y muy crueles garabatos versicolores. Gitanas arrojó un fajo de billetes de cien sobre la mesa de Eden.

—Tres mil —dijo—, que cubren las tres primeras semanas.

—Todos los viajes en clase Business, por supuesto —dijo Eden.

—Vale, de acuerdo.

—Y alojamiento de primera categoría en Vilnius.

—Hay una habitación para él en el palacete. Ningún problema.

—Otra cosa: ¿quién lo protege de los señores de la guerra?

—Bueno, puede que yo también tenga un poquito de señor de la guerra —dijo Gitanas, con una sonrisa cauta y apocada.

Chip miraba aquel montón de verdes encima de la mesa de Eden. Algo le estaba provocando una erección, quizá la visión anticipada de unas chicas de diecinueve años tan corrompidas como espléndidas, aunque también podía tratarse de la perspectiva de subirse a un avión y dejar a ocho mil kilómetros de distancia la pesadilla de su vida en Nueva York. Lo que hacía de las drogas una perpetua propuesta sexual era la oportunidad de ser otro. Ya hacía años que había llegado a la conclusión de que el chocolate para lo único que le servía era para meterle la paranoia en el cuerpo y para dejarlo sin pegar ojo, pero aún se seguía empalmando cada vez que le pasaba por la cabeza la idea de fumarse un canuto. Todavía le levantaba la libido la idea de fugarse de la cárcel. Tocó los billetes.

—Si queréis, entro en Internet y os reservo vuelo a los dos —dijo Eden—. Podéis salir en cuanto queráis.

—¿Vas a hacerlo, pues? —le preguntó Gitanas a Chip—. Vas a trabajar muchísimo, y a divertirte otro tanto. Muy poco riesgo. Siempre existe algún riesgo, claro, en todas las cosas. Sobre todo cuando hay dinero por medio.

—Lo comprendo —dijo Chip, tocando los billetes.

En las celebraciones nupciales, Enid nunca dejaba de experimentar un amor, llevado al paroxismo, del lugar: del Medio Oeste, en general, y de la zona residencial de St. Jude, en particular. Era, para ella, el único patriotismo verdadero, la única espiritualidad viable. Habiendo vivido bajo presidentes tan bribones como Nixon y tan estúpidos como Reagan y tan repugnantes como Clinton, había perdido todo interés en ondear la bandera norteamericana, y no se había cumplido ni uno solo de los milagros que le había pedido a Dios; pero un sábado de boda, en temporada de lilas, sentada en un banco de la Iglesia Presbiteriana de Paradise Valley, le era posible mirar en torno y ver doscientas personas simpáticas y ni una sola mala persona. Todos sus amigos eran simpáticos y tenían, a su vez, amigos igual de simpáticos, y, además, como la gente simpática solía criar niños simpáticos, el mundo de Enid era como una pradera en que crecía tan espesa la hierba proa, que al mal no le quedaba un solo hueco donde poner su impronta: un milagro de bondad. Si, por ejemplo, era una de las chicas de Esther y de Kirky Root, quien avanzaba por el pasillo de la iglesia, del brazo de Kirby, Enid se acordaba del día en que la pequeña Root, se vistió de bailarina para hacer las rondas del Halloween, o de cuando vendía pasteles por cuenta de las Girl Scouts, o de cuando le hacía de canguro a Denise, o de cómo, cuando las niñas Root ya estaban ambas en sus buenas universidades del Medio Oeste, cada vez que volvían a casa, durante las vacaciones, ponían especial cuidado en llamar a la puerta trasera de Enid para ponerla al corriente de lo que sucedía en casa de los Root, quedándose de visita, en alguna ocasión, una hora o más (y no, como bien sabía Enid, porque Esther les hubiera dicho que fueran a verla, sino porque eran criaturas de St. Jude, como Dios manda, que se ocupaban del prójimo por propia inclinación); y a Enid se le llenaba el corazón de albricias viendo a otra encantadora y caritativa niña de los Root recibiendo ahora por marido, como premio, a un muchacho con el pelo bien cortado, como los que salen en los anuncios de ropa de caballero, un jovencito verdaderamente magnífico, bien predispuesto, muy atento con las personas mayores y nada inclinado a las relaciones prematrimoniales, y que tenía un puesto de trabajo desde el que aportar algo a la sociedad, como ingeniero electrónico o biólogo ambiental, y que procedía de una familia fundada en el amor, la estabilidad y la tradición, y que quería crear su propia familia fundada en el amor, la estabilidad y la tradición. Podía ser que Enid estuviera dejándose engañar por las apariencias, pero los jóvenes de esta condición, ahora que el siglo XX se iba acercando a su fin, seguían siendo la norma en la zona residencial de St. Jude. Todos los chicos que ella había conocido de Cachorros Scouts, los que habían utilizado su aseo de la planta baja, los que le habían limpiado la nieve de la entrada, los varios chicos Driblett, los diversos Person, los gemelos Schumpert, todos aquellos muchachos tan limpitos y tan guapos (a todos los cuales había despreciado Denise, en sus tiempos de adolescente, con su mirada de «extrañeza», ante la callada rabia de Enid), habían recorrido o estaban a punto de recorrer el pasillo de alguna iglesia protestante de aquella tierra, para casarse cada uno con una chica simpática y normal y establecerse, si no en el propio St. Jude, sí al menos dentro del mismo huso horario. Pero en lo recóndito de su corazón, donde no era tan distinta de Denise como ella pretendía, a Enid le constaba que hay tonos más adecuados, para un esmoquin, que el azul pálido, y que los trajes de novia bien podían hacerse de algún tejido mucho más interesante que la seda china de color malva; y, sin embargo, aunque la honradez le impidiera utilizar el adjetivo «elegante» en las bodas de ese tipo, había una parte de su corazón, más manifiesta y más feliz, a la cual le gustaba este tipo de bodas por encima de cualquier otro, porque la falta de refinamiento garantizaba a los invitados que para aquellas dos familias a punto de unirse había cosas mucho más importantes que el estilo. A Enid le encantaba casar a la gente y era de lo más feliz con esas bodas en que las damas de honor, renunciando a sus deseos personales, llevaban vestidos a juego con los ramos de flores, con las servilletas de cóctel, con los adornos del pastel y con las cintas decorativas del festejo. Para su gusto, tras una ceremonia celebrada en la iglesia metodista de Chiltsville tenía que venir una modesta celebración en el Chiltsville Sheraton. También para su gusto, una boda más elegante, en la iglesia presbiteriana de Paradise Valley, había de culminar en el Club de Deepmire, donde incluso las cerillas de recordatorio (Dean & Trish13 de junio de 1987) hacían juego con el decorado. Lo más importante de todo era que el novio y la novia hicieran juego: que procedieran de ambientes similares, que fueran más o menos de la misma edad y que hubieran recibido una educación parecida. Ocurría a veces, en alguna boda entre familias no muy amigas de Enid, que la novia abultara más que el novio, o que fuera mucho mayor, o que la familia del novio procediera del campo, de alguna finca de la provincia, y que se le notara demasiado el pasmo ante la elegancia de Deepmire. A Enid le daban mucha pena los protagonistas, en una boda así. No le cabía la menor duda de que aquel matrimonio iba a ser una auténtica lucha desde el primer día. Lo más normal, sin embargo, era que la única nota discordante en una celebración en Deepmire fuera un brindis impertinente por parte de alguno de los testigos de menor importancia, por lo general un amiguete del novio, mostachudo y con poco mentón, cargadito de alcohol y, por su acento, no procedente del Medio Oeste, en absoluto, sino de alguna ciudad del Este, pretendiendo lucirse con alguna referencia «humorística» a las relaciones prematrimoniales y consiguiendo que ambos, el novio y la novia, se ruborizaran o se rieran con los párpados bajos (no, según Enid, porque les hiciera gracia la cosa, sino por delicadeza natural, para que el ofensor no se diera cuenta de hasta qué punto era ofensivo lo que acababa de decir), mientras Alfred inclinaba la cabeza al modo de los sordos y Enid echaba un vistazo en torno a ver si localizaba a alguna amiga con quien intercambiar un gesto de complicidad.

A Alfred también le encantaban las bodas. Le parecían el único festejo de propósito verdaderamente justificado. Bajo su invocación autorizaba compras (un vestido nuevo para Enid, un traje nuevo para él, un juego de diez piezas para ensalada, de alta calidad, en madera de teca, para regalo) que normalmente habría vetado, por exorbitantes.

Enid alguna vez soñó, para cuando Denise fuera mayor y hubiera terminado en el college, con organizar una boda verdaderamente elegante (no, ¡ay!, en el Deepmire, ya que los Lambert eran un caso único, o casi único, en su más íntimo círculo de amigos, y no podían permitirse la astronómica factura del Deepmire), para Denise y un joven alto, ancho de hombros, quizá de origen escandinavo, cuyo blondísimo pelo compensara la negrura y los rizos que Denise había heredado de su madre, pero que en todo lo demás hiciera juego con la novia. Y, por tanto, a Enid estuvo a punto de partírsele el corazón una noche de octubre, cuando no habían pasado ni tres semanas de la boda que Chuck Meisner ofreciera a su hija Cindy, la más rumbosa nunca celebrada en Deepmire, con todos los caballeros vestidos de frac, y una fuente de champán, y un helicóptero en la calle 18 del campo de golf, y una banda de ocho componentes tocando fanfarrias, y Denise llamó a casa con la noticia de que su jefe y ella se habían metido en un coche, se habían plantado en Atlantic City y se habían casado ante un juez. Enid, que tenía muy buen estómago (en su vida había vomitado), tuvo que pasarle el teléfono a Alfred y arrodillarse en el cuarto de baño y hacer varias inhalaciones muy profundas.

La primavera anterior, en Filadelfia, Alfred y ella habían almorzado, ya muy tarde, en el ruidosísimo restaurante donde Denise se estropeaba las manos y, de paso, tiraba su juventud por la ventana. Tras la comida, que estuvo bien, aunque muy pesada, Denise se empeñó en presentarles al jefe de cocina de quien había sido alumna y a quien ahora dedicaba todos sus guisos y todas sus salsas. El tal «jefe» de cocina se llamaba Emile Berger y era un judío de Montreal, bajito, de mediana edad, nada simpático, cuya idea de cómo vestir para el trabajo era ponerse una camiseta blanca, de manga corta (como un cocinero, no como un jefe de cocina, pensó Enid; sin chaqueta ni gorro) y cuya idea de cómo afeitarse consistía en ir sin afeitar. A Enid le habría caído mal Emile y lo habría ignorado en todos los supuestos, sin necesidad, como ocurría ahora, de haber comprendido, por el modo en que Denise bebía de sus labios, que el hombre tenía enganchada a su hija hasta un límite poco aconsejable.

—Qué pesado el pastel de cangrejo —acusó en la cocina—. Al primer bocado ya no podía más.

A lo cual, en vez de pedir perdón y rebajarse, como habría hecho cualquier sanjudeano de pro, Emile respondió diciendo que sí, que si pudiera prepararse, y no fallara el sabor, un pastel de cangrejo de tipo «ligero» podría ser algo maravilloso, pero el problema, señora Lambert, era cómo prepararlo. ¿Eh? ¿Cómo se hace para preparar un pastel de cangrejo ligero? Denise seguía sus palabras con verdadera ansia, como si las hubiera escrito ella, o quisiera aprendérselas de memoria.

Ya fuera del local, antes de que Denise se reincorporara a su turno de catorce horas, a Enid no se le olvidó decirle:

—Qué bajito es, ¿no? Y qué pinta de judío tiene.

El tono no le salió tan controlado como había pretendido, sino bastante más alto y más agudo de lo pertinente, y Enid pudo darse cuenta, por la mirada distante de sus ojos y el rictus de desagrado de su boca, que había herido los sentimientos de Denise. Pero, a fin de cuentas, ella se había limitado a decir la verdad. Y ni por un segundo se le pasó por la cabeza que Denise —quien, por muy inmadura y muy romántica que fuese y por muy poco prácticos que fueran sus proyectos de futuro, acababa de cumplir los veintitrés y tenía una cara y un tipo muy bonitos, y toda la vida por delante— estuviese de veras saliendo con un individuo como Emile. En cuanto a qué era exactamente lo que una joven debía hacer con sus encantos físicos mientras le llegaba la plenitud, ahora que las chicas ya no se casan tan jóvenes como antes, Enid, a decir verdad, no tenía una noción muy clara. En general, lo que más adecuado le parecía eran las reuniones en grupos de tres o más personas; es decir, en una palabra: ¡las fiestas! Lo que sí le constaba, de modo categórico, el principio que ella defendía con más crecida pasión cuanto más lo hacían objeto de mofa y befa en los medios y en los programas de éxito popular, era el carácter inmoral de las relaciones prematrimoniales.

Y, sin embargo, aquella noche de octubre, allí, de rodillas en el cuarto de baño, a Enid le sobrevino la herética idea de que al fin y al cabo quizá habría sido mejor que sus homilías maternales no hubieran puesto tanto énfasis en el matrimonio. Se le ocurrió pensar que la precipitación de Denise bien podía tener origen, en alguna medida, por pequeña que fuera, en su deseo de dar gusto a su madre ajustándose a la moral. Como un cepillo de dientes en un váter, como un grillo muerto en la ensalada, como un pañal en la mesa del comedor, se le plantó delante esa asquerosa duda: quizá habría sido mejor que Denise hubiera tirado por la calle de en medio y hubiera cometido adulterio, mancillándose en un placer egoísta momentáneo, echando a perder la pureza que todo hombre como Dios manda tiene derecho a esperar de su futura mujer, en vez casarse con Emile. ¡Salvo que Denise, para empezar, nunca debería haberse sentido atraída por Emile! Era el mismo problema que Enid tenía con Chip, y hasta con Gary: sus hijos no encajaban bien. No deseaban las mismas cosas que ella y todos sus amigos, y todos los hijos de sus amigos deseaban. Sus hijos deseaban otras cosas, y las deseaban de un modo radical y bochornoso.

Observando, periféricamente, que en la moqueta del cuarto de baño había más manchas de las que ella tenía controladas, y habría que comprar una nueva antes de las vacaciones, Enid oyó que Alfred le ofrecía a Denise pagarles el billete de avión. Le chocaba la aparente tranquilidad con que Alfred recibía la noticia de que su única hija había tomado la decisión más importante de su vida sin consultarle. Pero cuando colgó el teléfono y ella salió del cuarto de baño y él se limitó a comentar que la vida estaba llena de sorpresas, Enid se dio cuenta del modo extraño en que le temblaban las manos a Alfred. Unas sacudidas más amplias y, al mismo tiempo, más intensas que las que a veces le daban por culpa del café. Y a todo lo largo de la semana siguiente, mientras Enid, tratando de salvar la cara ante la ignominiosa situación en que la había puesto Denise, (1) llamaba a sus mejores amigas y les anunciaba, con mucha alegría en la voz, que ¡Denise estaba a punto de casarse! con un canadiense muy agradable, pero que estaba empeñada en que la ceremonia sólo fuese para la familia más cercana, y que presentaría a su marido en el transcurso de una fiesta que se daría en casa de Alfred y Enid durante las Navidades (ninguna de las amigas se tomó en serio la alegría, pero todas le anotaron en el haber aquel esfuerzo por ocultarles su sufrimiento; algunas incluso llevaron su sensibilidad hasta el punto de no preguntarle dónde había puesto Denise la lista de bodas) y (2) encargaba, sin permiso de Denise, doscientas tarjetas de participación, no sólo para que la boda pareciera más normal, sino también para sacudir un poco el árbol de los regalos, en la esperanza de recibir alguna compensación por los montones y montones de juegos de ensalada en madera de teca que Alfred y ella habían regalado a los demás durante los últimos veinte años… toda esa larga semana, Enid estuvo tan pendiente de los extraños temblores que ahora padecía Alfred, que cuando, por fin, su marido consintió en ir al médico y éste lo mandó al doctor Hedgpeth, que le diagnosticó un Parkinson, una ramificación profunda de su inteligencia se empeñó en asociar la enfermedad con el anuncio de Denise, echándole así la culpa a su hija del subsiguiente derrumbe de su calidad de vida, sin tener en cuenta lo que el doctor Hedgpeth les explicaba con mucho énfasis, es decir, que el Parkinson es una enfermedad somática en origen y gradual en su manifestación. Cuando ya estaban encima las vacaciones y el doctor Hedgpeth les había proporcionado toda clase de folletos y manuales, cuyos mortecinos colores y deprimentes dibujos y espeluznantes fotografías, de consulta médica, les auguraba un futuro igual de mortecino y deprimente y espeluznante, Enid había llegado a la conclusión irrevocable de que Denise y Emile le habían arruinado la vida. Pero tenía órdenes muy estrictas de Alfred en el sentido de recibir a Emile como a un miembro más de la familia. De modo que durante la fiesta en honor de los recién casados se pintó una sonrisa en la cara y aceptó, uno tras otro, los sinceros parabienes de los viejos amigos de la familia, que querían mucho a Denise y que la consideraban un encanto (porque Enid la había educado en la importancia de ser bueno con las personas mayores) (y ¿era eso precisamente su matrimonio, un acto de extremada bondad con una persona mayor?), aunque Enid habría preferido, con mucho, que le diesen el pésame. El esfuerzo que hizo por jugar limpio y animar el ambiente, obedeciendo a Alfred y recibiendo a su maduro yerno de un modo cordial, y sin decir una sola palabra acerca de su religión, sólo sirvió para agravar el bochorno y la rabia que experimentó cinco años más tarde, cuando Denise y Emile se divorciaron y Enid tuvo que comunicar esa noticia, también, a todas sus amigas. Con la enorme importancia que ella atribuía al matrimonio, con lo mucho que había puesto de su parte para aceptar éste, lo menos que podía haber hecho Denise era seguir casada.

—¿Tienes alguna noticia de Emile, de vez en cuando? —preguntó Enid.

Denise secaba los platos en la cocina de Chip.

—De vez en cuando, sí.

Enid se había aparcado en la mesa del comedor y recortaba cupones de las revistas que llevaba en la bolsa de mano de las Nordic Pleasurelines. La lluvia caía sin orden ni concierto, golpeando los cristales y empañándolos. Alfred estaba en la tumbona de Chip, con los ojos cerrados.

—Estaba pensando ahora —dijo Enid—, Denise, que si todo hubiera ido bien, y siguierais casados, lo cierto es que a Emile no le quedan muchos años para convertirse en un anciano. Y eso es muchísimo trabajo. No te puedes imaginar qué responsabilidad tan enorme.

—Dentro de veinticinco años seguirá siendo más joven de lo que papá es ahora —dijo Denise.

—No sé si alguna vez te he hablado de una compañera mía de instituto, Norma Greene —dijo Enid.

—Me hablas de Norma Greene literalmente cada vez que nos vemos.

—Pues entonces ya estás al corriente de su historia. Norma conoció a un señor, Floyd Voinovich, que era un perfecto caballero, unos cuantos años mayor que ella, con un sueldo estupendo, y se quedó fascinada. Siempre la llevaba a Morelli’s, y al Steamer, y al Bazelon Room, y el único problema…

—Madre…

—El único problema —porfió Enid— era que estaba casado. Pero no se suponía que Norma tuviera que preocuparse por tal cosa. Floyd la convenció de que el impedimento era temporal. Le dijo que había cometido un tremendo error, que había hecho un matrimonio espantoso, que nunca había querido a su mujer…

—Madre…

—Y que iba a divorciarse.

Enid dejó caer los párpados en un arrebato de placer narrativo. Sabía muy bien que a Denise no le gustaba nada su relato, pero anda que no había cosas que a ella no le gustaban nada en la vida de Denise.

—Bueno, pues la cuestión se prolongó durante años. Floyd era un hombre la mar de zalamero y encantador, y podía permitirse cosas que un hombre de edad más parecida a la de Norma no podía permitirse. Norma se aficionó verdaderamente al lujo y, además, hay que tener en cuenta que había conocido a Floyd a esa edad en que las chicas se vuelven locas cuando se enamoran, y que Floyd no hacía más que jurarle una y otra vez que se iba a divorciar y que se casaría con ella. Por aquel entonces papá y yo ya estábamos casados y habíamos tenido a Gary. Recuerdo que Norma vino a vernos una vez, cuando Gary era pequeño, y todo se le volvía cogerlo en brazos y hacerle carantoñas. Le encantaban los niños, le encantaba tener en brazos a Gary, y a mí me hacía sentirme muy mal, porque llevaba años saliendo con Floyd, y él seguía sin divorciarse. Le dije mira, Norma, no puedes continuar así para siempre. Y ella dijo que había tratado de romper con Floyd, que había salido con otros, pero que eran demasiado jóvenes y que los encontraba faltos de madurez… Floyd le llevaba quince años y era un hombre muy maduro, y comprendo muy bien que un hombre maduro tiene cosas que pueden resultar atractivas a las jovencitas…

—Madre…

—Pero, claro, los chicos jóvenes no siempre podían permitirse eso de llevarla a sitios de postín y de comprarle flores y de hacerle regalitos, como Floyd (porque, además, tampoco era ella manca sacándole cosas, sólo con ponérsele arisca). Y luego, claro, los chicos jóvenes quieren crear su propia familia, y Norma…

—Ya no era tan joven —dijo Denise—. He traído postre. ¿Os apetece algo de postre?

—Bueno, ya sabes lo que pasó.

—Sí.

—Es una historia tristísima, porque Norma…

—Sí, ya conozco la historia.

—Norma se encontró…

—Madre: ya lo sé. Y cualquiera diría que, según tú, esa historia tiene algo que ver con mi situación.

—No, Denise, qué va. Yo ni siquiera sé cuál es tu «situación». Nunca me la has contado.

—Entonces, ¿por qué te empeñas en colocarme una y otra vez la historia de Norma Greene?

—No sé por qué te molesta tanto, si no tiene nada que ver contigo.

—Lo que me molesta es que tú lo creas. ¿Piensas que estoy liada con un hombre casado?

Enid no sólo lo pensaba, sino que de pronto la irritó tanto la idea, la llenó de tanta desaprobación, que se quedó sin aliento.

—Por fin. Por fin voy a poder deshacerme de estas revistas —dijo, pasando violentamente las páginas de papel cuché.

—Madre.

—Es mejor que no hablemos del asunto. Como en el ejército: el que pregunta se queda de cuadra.

Denise permanecía en el umbral de la cocina, con los brazos cruzados y una bayeta en la mano, hecha una bola.

—¿Qué te hace pensar que estoy liada con un hombre casado?

Enid pasó otra página, con la misma violencia.

—¿Es por algo que te haya dicho Gary?

Enid hizo un enorme esfuerzo para decir que no con la cabeza. Denise se habría puesto como una furia si hubiera descubierto que Gary había traicionado su confianza, y Enid, aunque se pasaba buena parte de la vida muy enfadada con Gary, por una razón o por otra, también se enorgullecía de saber guardar un secreto, y no quería meter a su hijo en apuros. Era verdad que llevaba meses dándole vueltas a la situación de Denise, y que había acumulado grandes depósitos de rabia. Mientras planchaba, mientras podaba la hiedra, durante las noches sin dormir, ensayaba los juicios —Éste es el típico comportamiento terriblemente egoísta que nunca comprenderé ni perdonaré y Vergüenza me da tener por hija a una persona capaz de vivir de ese modo y En una situación así, Denise, mis simpatías están al mil por ciento con la esposa, al mil por ciento— que sobre el modo de vida de Denise, tan inmoral, estaba ansiosa de emitir. Y ahora se le presentaba una oportunidad de emitirlos. Y, no obstante, si Denise negaba los cargos, toda la rabia de Enid, todo el refinamiento y todos los ensayos de su sentencia, quedarían totalmente desperdiciados. Y si, por otra parte, Denise lo admitía todo, también sería mejor, para Enid, tragarse sus juicios reprimidos, para no correr el riesgo de un enfrentamiento. Enid necesitaba a Denise como aliado en el frente navideño, y no quería embarcarse en un crucero de lujo con un hijo desaparecido inexplicablemente, otro hijo echándole en cara su traición y una hija que acabara de confirmarle sus peores temores.

De modo que hizo un considerable esfuerzo de humildad para decir que no con la cabeza:

—No, no. Gary no me ha dicho nada al respecto.

Denise amusgó los ojos.

—Al respecto de qué.

—Denise —dijo Alfred—. Déjalo estar.

Y Denise, que no obedecía a Enid en nada, dio media vuelta y se metió en la cocina.

Enid encontró un cupón de sesenta centavos de descuento sobre «I Can’t Believe It’s Not Butter!», con la compra de panecillos ingleses Thomas. Las tijeras cortaron el papel y, de paso, el silencio recién creado.

—Una cosa voy a hacer en este crucero, sin la menor duda —dijo—. Voy a librarme de una vez de todas estas revistas.

—Ni señal de Chip —dijo Alfred.

Vino Denise con tres pedazos de tarta, cada uno en su plato de postre.

—Me temo que por hoy ya no volvemos a verle el pelo a Chip.

—Es una cosa rarísima —dijo Enid—. No comprendo por qué no llama por teléfono, al menos.

—He soportado cosas peores —dijo Alfred.

—Hay postre, papá. Mi jefe de repostería me ha preparado una tarta de pera. ¿Quieres sentarte a la mesa para comértela?

—Ay, no, me has puesto un trozo demasiado grande —dijo Enid.

—¿Papá?

Alfred no contestaba. Al ver cómo se le había aflojado la boca y qué expresión de amargura se le había vuelto a poner, Enid pensó que podía estar a punto de suceder algo terrible. Él se volvió hacia las ventanas, cada vez más oscuras, manchadas de lluvia, y se quedó mirándolas sin expresión, con la cabeza gacha.

—¿Papá?

—Hay postre, Al.

Dio la impresión de que algo se deshacía dentro de él. Sin apartar la vista de la ventana, levantó el rostro con algo parecido a una expresión de alegría, como si acabase de reconocer ahí afuera a alguien de su afecto.

—¿Qué te pasa, Al?

—¡Papá!

—Hay niños —dijo él, incorporándose en el asiento—. ¿No los veis? —alzó un dedo índice tembloroso—. Ahí —el dedo se desplazó lateralmente, para mostrar el movimiento de los niños—. Y ahí. Y ahí.

Se volvió hacia Enid y Denise como esperando que ambas se echaran a brincar de gozo ante la noticia, pero Enid no estaba para ninguna clase de alegría. Estaba a punto de embarcarse en el elegantísimo crucero de los Colores del Otoño, y durante su transcurso iba a ser extremadamente importante que Alfred no cometiera errores de ese tipo.

—Alfred, son girasoles —dijo, mitad enfadada, mitad suplicante—. Estás viendo el reflejo de los girasoles en la ventana.

—¡Bueno! —Alfred meneó la cabeza ante el descubrimiento—. Para mí que eran niños.

—No —dijo Enid—. Son girasoles. Has visto girasoles.

Tras haber perdido las elecciones y haberse visto obligado a abandonar el poder, liquidada ya la economía lituana por la crisis del rublo, Gitanas, según contó, se pasaba el día solo en los viejos locales del VIPPPAKJRIINPB17, dedicando sus horas de ocio a diseñar un sitio web cuyo nombre de dominio, lithuania.com, le había comprado a un especulador prusiano oriental, por un camión de fotocopiadoras, de máquinas de escribir de margarita, de ordenadores Commodore de 64 kilobytes y otros materiales de oficina de la era Gorbachov —últimos vestigios físicos del Partido—. Para dar a conocer la grave situación en que se encontraban las pequeñas naciones deudoras, Gitanas creó una página web satírica en que ofrecía DEMOCRACIA CON LUCRO: COMPRE USTED UN TROZO DE LA HISTORIA DE EUROPA y que había sembrado de enlaces y referencias a grupos de noticias norteamericanos y chats para inversores. Los visitantes del sitio eran invitados a enviar dinero al antiguo VIPPPAKJRIINPB17, —«uno de los más venerables partidos políticos de Lituania»—, «piedra angular» de la coalición que gobernó el país «durante tres de los siete últimos años», partido más votado en las elecciones generales de abril de 1993 y, ahora «partido pro occidental y favorable al mundo de los negocios», que, tras la pertinente reorganización, había pasado a llamarse «Partido del Mercado Libre y Compañía». La página web de Gitanas prometía que tan pronto como el Partido del Mercado Libre y Compañía hubiera comprado los votos suficientes para ganar las elecciones nacionales, sus inversores extranjeros no sólo se convertirían en accionistas ordinarios de Lithuania Incorporated («Estado nacional de carácter mercantil»), sino que también se verían recompensados, en proporción al tamaño de sus inversiones, con recordatorios personalizados de su «heroica contribución» a la «liberación mercantil» del país. Así, por ejemplo, con sólo enviar 100 dólares, cualquier inversor norteamericano tendría derecho a que le pusieran una calle en Vilnius («de no menos de doscientos metros de longitud»); por 5000 dólares, el Partido del Mercado Libre y Compañía colgaría un retrato del inversor («tamaño mínimo: 60 cm. x 80 cm; marco dorado incluido») en la Galería de Héroes Nacionales de la histórica Casa de los Slapeliai; por 25.000 dólares, el inversor tendría derecho a que se bautizara con su nombre una ciudad («de no menos de 5000 habitantes») y a ejercer una modalidad «moderna e higiénica del derecho de pernada» que cumplía con «casi todas» las directrices establecidas en la Tercera Conferencia Internacional sobre Derechos Humanos.

—Era un chistecillo mal intencionado —dijo Gitanas desde el rincón del taxi en que se había encajado—. Pero ¿crees tú que alguien se rio? Nadie se rio. Lo que hizo la gente fue mandar dinero. Di una dirección y empezaron a llegar los talones de ventanilla. Cientos de consultas por correo electrónico. ¿Qué fabricaría Lithuania Incorporated? ¿Qué personas llevaban el Partido del Mercado Libre y Compañía? ¿Tenían un sólido currículo en el campo de la dirección de empresas? ¿Estaba yo en condiciones de acreditar pasadas ganancias? ¿Era posible que el inversor optara por bautizar la calle o la localidad con el nombre de alguno de sus hijos, o del personaje de Pokemon que eligiera alguno de sus hijos? Todo el mundo quería más información. Todo el mundo pedía un folleto. ¡Y prospectos! ¡Y títulos de acciones! ¡E información de corretaje! Y si cotizábamos en tal o cual bolsa, etcétera, etcétera. La gente pretende venir a visitarnos. Y nadie se ríe.

Chip golpeteaba su ventanilla con los nudillos y pasaba revista a las mujeres de la Sixth Avenue. La lluvia estaba amainando, se arriaban los paraguas.

—Los beneficios ¿son para ti o para el partido?

—Bueno. Mi filosofía, en este punto, se halla en período de transición —dijo Gitanas.

Extrajo del maletín una botella de akvavit de la que ya habían salido, en el despacho de Eden, unos cuantos chupitos para celebrar el acuerdo. Se corrió un poco en la banqueta para tendérsela a Chip, que echó un buen trago y se la devolvió.

—Eras profesor de inglés —dijo Gitanas.

—Sí, he enseñado inglés en un college.

—Y ¿de dónde procede tu familia? ¿De algún país escandinavo?

—Mi padre es escandinavo —dijo Chip—. Mi madre es mezcla de varios países del este de Europa.

—En Vilnius, la gente, al verte, va a pensar que eres de allí.

Chip tenía prisa por llegar a casa antes de que se marcharan sus padres. Ahora que llevaba un buen dinero en el bolsillo, un fajo de treinta billetes de cien, ya no le importaba tanto lo que sus padres pensaran o dejaran de pensar de él. De hecho, le parecía recordar que unas horas antes había visto a su padre todo tembloroso e implorante, en la entrada de su casa. Mientras bebía akvavit y pasaba revista a las mujeres de la acera, no lograba concebir que su viejo hubiera podido parecerle tan asesino alguna vez.

Cierto que, para Alfred, lo único malo de la pena de muerte era que no se aplicase con la debida frecuencia; cierto, también, que los hombres cuya ejecución por gas o en la silla eléctrica tantas veces reclamó, a la hora de la cena, durante la niñez de Chip, eran casi todos negros de los barrios bajos del norte de St. Jude. («Por favor, Al», solía decir Enid, porque la cena era la «comida en familia», y es que no le entraba en la cabeza que se la pasaran hablando de cámaras de gas y de asesinatos callejeros). Y una mañana de domingo, tras haberse pasado un rato mirando por la ventana y contando las ardillas, para evaluar el daño a sus robles y a sus zoisias, al modo en que los blancos de los vecindarios marginales tomaban nota de cuántas casas iban perdiendo a manos de «los negros», Alfred llevó a cabo un experimento de genocidio. Indignado ante el hecho de que las ardillas de su no muy extenso jardín delantero carecieran de la autodisciplina suficiente como para dejar de reproducirse o para organizarse mejor, bajó al sótano a buscar una trampa para ratas, dando lugar a que Enid, cuando lo vio subir las escaleras con ella en las manos, dijera que no con la cabeza y emitiera pequeños ruidos de negación.

—¡Hay diecinueve! —dijo Alfred—. ¡Diecinueve!

Hacer apelación a los sentimientos carecía de toda eficacia ante la autodisciplina de tan exacta y tan científica persona. Cebó la trampa con el mismo pan blanco integral que Chip acababa de tomar en el desayuno, en tostadas. A continuación, los cinco Lambert acudieron a la iglesia, y entre el Gloria Patri y el Laus Deo un joven macho de ardilla, incurriendo en un comportamiento de alto riesgo propio de los económicamente desesperados, intentó servirse un poco de pan y resultó con el cráneo aplastado. Al regresar a casa, la familia se encontró con un enjambre de moscas verdes dándose un festín de sangre y de sesos y de pan integral masticado que rebosaba por las mandíbulas rotas de la ardilla. En lo que a Alfred se refiere, su boca y su barbilla quedaron selladas ante el asco que siempre le producía el ejercicio especial de la disciplina: darle una azotaina a un niño, comer rutabaga en ensalada. (Era totalmente inconsciente de que ese asco constituía una traición a la disciplina). Cogió una pala del garaje y con ella metió la trampa y la ardilla muerta en la misma bolsa de papel que Enid había llenado de garronchuelo, una plaga del césped, el día anterior. Chip seguía todo aquello a unos veinte pasos de distancia y, por consiguiente, pudo ver a Alfred bajar al sótano desde el garaje, con las piernas un poco dobladas, de lado, darse un encontronazo con el lavavajillas, pasar corriendo junto a la mesa de ping-pong (siempre lo asustaba ver correr a su padre: era demasiado viejo para eso, demasiado disciplinado) y desaparecer en el cuarto de baño del sótano. Y a partir de ese momento las ardillas fueron libres de hacer lo que les vino en gana.

El taxi se iba acercando a la University Place. A Chip se le pasó por la cabeza la idea de volver a la Cedar Tavern a devolverle el dinero a la encargada, dándole incluso cien dólares extra como compensación, e incluso, quizá, pidiéndole la dirección para escribirle desde Lituania. Estaba inclinándose hacia delante para pedirle al taxista que pusiera rumbo a la taberna, pero no llegó a hacerlo, porque de pronto se le vino un pensamiento completamente distinto: He robado nueve dólares, eso es lo que he hecho, eso es lo que soy, y, en cuanto a la chica, que tenga mucha suerte.

Volvió a apoyar la espalda en el asiento y extendió la mano en dirección a la botella.

Delante de su casa, le tendió un billete de cien al taxista y éste lo rechazó con un gesto de la mano: demasiado grande, demasiado grande. Gitanas extrajo algo más pequeño de su cazadora roja de motocross.

—¿Por qué no nos encontramos en tu hotel? —dijo Chip.

A Gitanas pareció divertirle la propuesta:

—¿Estás de broma, o qué? Hombre, no es que no me fíe de ti, muy al contrario, pero de todas formas voy a esperarte aquí. Haz las maletas, tómate el tiempo que quieras. Coge algo de abrigo y un sombrero. Trajes y corbatas. Piensa como un hombre de negocios.

Zoroaster, el portero, no estaba a la vista. Chip tuvo que utilizar su llave para entrar. En el ascensor respiró varias veces, muy profundamente, para aliviar su nerviosismo. No tenía miedo, se sentía generoso, estaba dispuesto a darle un abrazo a su padre.

Pero encontró el piso vacío. Su familia tenía que haberse marchado unos minutos antes. Había temperatura humana en el ambiente, una leve presencia de White Shoulders, el perfume de Enid, un olor a cuarto de baño, a persona mayor. La cocina estaba más limpia de lo que Chip la había visto nunca. En la sala, su fregoteo y sus arreglos se notaban más que la noche anterior. Y las estanterías de la biblioteca habían sido despojadas. Y Julia se había llevado sus champús y su secador de pelo del cuarto de baño. Y estaba más borracho de lo que había pensado. Y nadie le había dejado una nota. Lo único que había encima de la mesa del comedor era un pedazo de tarta y un jarrón con girasoles. Tenía que hacer el equipaje, pero todo, en su entorno y en su interior, se le había vuelto tan ajeno, que por unos instantes sólo alcanzó a quedarse ahí parado, mirando. Las hojas de los girasoles tenían manchas negras y pálidas senescencias en los bordes; las cabezas, en cambio, eran carnudas y espléndidas, pesadas como bizcochos de chocolate, gruesas como palmas de la mano. En mitad del rostro, tan de Kansas, de un girasol, había un botón sutilmente pálido sobre una aréola sutilmente oscura. Chip pensó que la naturaleza difícilmente podía haber concebido un lecho más provocativo para que un insectito con alas se dejara caer dentro. Tocó el terciopelo marrón y el éxtasis se apoderó de él.

El taxi con los tres Lambert dentro llegó a uno de los embarcaderos del centro de Manhattan, donde un buque blanco de recreo, de planta muy alta, el Gunnar Myrdal, tapaba el río y New Jersey y medio firmamento. A la puerta se arremolinaba una multitud compuesta casi exclusivamente de ancianos, que luego se ahilaba en el largo y brillante pasillo. Había algo ultraterreno en aquella migración voluntaria, algo escalofriante en la cordialidad y en la impoluta indumentaria del personal de tierra de las Northern Pleasurelines, y también en aquellos nubarrones que se dispersaban demasiado tarde para salvar el día; todo ello en silencio. Multitud y crepúsculo junto al río Éstige.

Denise pagó el taxi y puso el equipaje en manos de los maleteros.

—Bueno, y ahora ¿qué piensas hacer? —le preguntó Enid.

—Volverme a Filadelfia a trabajar.

—Estás guapísima —dijo Enid, espontáneamente—. Me encanta tu pelo cuando lo llevas así.

Alfred asió las manos de Denise y le dio las gracias.

—Ojalá hubiera sido mejor día para Chip —dijo Denise.

—Habla con Gary sobre las Navidades —dijo Enid—. Y piénsate lo de venir una semana.

Denise levantó el puño de cuero para mirar el reloj.

—Estaré cinco días. Pero no creo que Gary haga lo mismo. Y quién sabe en qué andará Chip cuando llegue el momento.

—Denise —dijo Alfred impacientemente, como si su hija hubiese estado diciendo tonterías—, por favor, habla con Gary.

—De acuerdo, de acuerdo, hablaré con Gary.

Las manos de Alfred se levantaron en el aire.

—¡No sé cuánto tiempo me queda! Tu madre y tú tenéis que llevaros bien. Gary y tú tenéis que llevaros bien.

—Al, te queda mucho…

—¡Todos tenemos que llevarnos bien!

Denise nunca había sido de lágrima fácil, pero se le estaba contrayendo el rostro.

—Está bien, papá, ya hablaré con él —dijo.

—Tu madre quiere celebrar la Navidad en St. Jude.

—Hablaré con él. Te lo prometo.

—Bueno —Alfred se dio media vuelta súbitamente—. No se diga más.

El viento azotaba su impermeable negro, pero, aun así, Enid se atuvo a su esperanza de que el tiempo fuera perfecto para hacer un crucero, de que la mar se mantuviera en calma.

Con ropa seca, con una maleta plegable y un petate y con cigarrillos —Muratti, suave y letal, a cinco dólares el paquete— Chip llegó al Kennedy con Gitanas Misevičius y embarcó en el vuelo a Helsinki, donde, en flagrante violación de su acuerdo verbal, Gitanas y él no tenían reservada clase business, sino turista.

—Esta noche, a beber, y mañana, a dormir —dijo Gitanas.

Tenían asientos de pasillo y ventanilla. Chip, mientras ocupaba el suyo, recordó el modo en que Julia había dejado colgado a Gitanas. La imaginó recorriendo rápidamente el avión y luego esprintando por el vestíbulo del aeropuerto para al final meterse de cabeza en un acogedor taxi amarillo, de los de toda la vida. Chip sintió una punzada de nostalgia —terror a lo ajeno, amor a lo conocido—, pero, a diferencia de Julia, no le vinieron ganas de salir huyendo. Se quedó dormido apenas había terminado de abrocharse el cinturón de seguridad. Despertó un instante durante el despegue y en seguida volvió a quedarse frito, hasta que la población entera de la aeronave, como un solo hombre, encendió los cigarrillos.

Gitanas sacó un ordenador de su funda y lo puso en marcha.

—Así que Julia —dijo.

Por un momento, alarmado entre las nubes de la modorra, Chip creyó que Gitanas lo estaba llamando Julia.

—Mi mujer —dijo Gitanas.

—Ah, sí, claro.

—Sí. Está con antidepresivos. Creo que fue idea de Eden. Tengo la impresión de que Eden le controla la vida en este momento. Se notaba que hoy no me quería en el despacho. Vamos, no quería ni que apareciese por Nueva York. Ahora soy un estorbo. Y, bueno, vale, Julia empieza a tomar esos medicamentos, y de pronto, un día, se despierta y resulta que se niega a estar con ningún hombre con quemaduras de tabaco en la ropa. O eso dice. Que está harta de hombres con quemaduras de tabaco. Que ha llegado el momento de cambiar. Se acabaron los hombres con quemaduras de tabaco.

Gitanas introdujo un CD en la ranura correspondiente del ordenador.

—Pero el apartamento sí que lo quiere. O, por lo menos, su abogado quiere que lo quiera. El abogado divorcista que le paga Eden. Alguien cambió las cerraduras, y tuve que sobornar al portero para que me dejara entrar.

Chip cerró la mano izquierda.

—¿Quemaduras de tabaco?

—Sí, sí. Yo siempre llevo unas cuantas.

Gitanas alargó el cuello para ver si había algún vecino a la escucha, pero todos los pasajeros de sus cercanías, menos dos niños con los ojos muy cerrados, estaban ocupadísimos fumando.

—Presidio militar soviético —dijo—. Voy a enseñarte el recuerdo que tengo de mi agradable estancia allí.

Se sacó una manga de la cazadora roja y se arremangó la camiseta amarilla que llevaba debajo. Desde la axila, por la cara interna del brazo, y hasta el codo, le corría una cicatriz como de viruela, una especie de constelación de tejido dañado.

—Esto fue en 1990 —dijo—. Ocho meses en un cuartel del Ejército Rojo en el estado soberano de Lituania.

—Fuiste disidente —dijo Chip.

—Sí, eso, disidente.

Se volvió a meter la manga.

—Algo horrible, por supuesto. Agotador, aunque la verdad es que no notábamos el cansancio. El cansancio vino después.

De aquel año, 1990, lo que Chip conservaba en la memoria eran tragedias de la época Tudor, interminables riñas fútiles con Tori Timmelman, una secreta y nada saludable compenetración con determinados textos de Tori que ilustraban las objetificaciones deshumanizadoras de la pornografía, y poco más.

—Total —dijo Gitanas—, que me da un poco de miedo mirar esto.

En la pantalla del ordenador había una imagen en blanco y negro, una cama vista desde lo alto, con un bulto bajo las mantas.

—El portero dice que tiene un novio, y yo he reunido alguna información. El inquilino anterior dejó un sistema de vigilancia en el piso. Un detector de movimiento, rayos infrarrojos, fotografía digital. Puedes verlo si quieres. Lo mismo te interesa. Lo mismo se pone caliente la cosa.

Chip se acordó del detector de humo que había en el techo del dormitorio de Julia. Muchas veces se había quedado con la vista clavada en él, hasta que se le secaban las comisuras de la boca y los ojos se le iban hacia atrás. Siempre le pareció un detector de humos extrañamente complicado.

Se enderezó en su asiento.

—Quizá sería mejor que no lo mirases.

Gitanas movía el ratón y lo pulsaba intrincadamente.

—Voy a ladear la pantalla, para que no tengas que verlo si no quieres.

Nubarrones de humo se iban formando en los pasillos. Chip llegó a la conclusión de que tenía que encender un Muratti; pero la diferencia entre la inhalación de humo y la inhalación de aire no resultó digna de consideración.

—Lo que me parece —dijo, tapando con la mano la pantalla del ordenador— es que sería mejor para ti que sacases ese disco sin verlo.

Gitanas se quedó verdaderamente sorprendido.

—¿Por qué no voy a verlo?

—Bueno, vamos a pensar un poco por qué.

—Pues más vale que me lo digas tú.

—No, no, vamos a pensar los dos.

Por un momento, la situación se hizo furiosamente jocosa. Gitanas miró un hombro de Chip, luego las rodillas, luego la muñeca, como escogiendo dónde pegarle la primera dentellada. Luego sacó el disco y se lo arrojó a Chip a la cara.

—¡Que te den por el culo!

—Ya, ya.

—Quédate con él. Que te den por el culo. No necesito verlo otra vez. Quédatelo.

Chip se guardó el CD en el bolsillo de la camisa. Se sentía la mar de bien. Estupendamente. El avión había alcanzado su altitud de crucero y el ruido tenía el vago y sostenido rozamiento blanco de unos senos nasales resecos, el color de las ventanillas de plástico, con sus ralladuras, el sabor del café frío y pálido en vasos reutilizables. La noche del septentrión atlántico era oscura y solitaria, pero allí, en el avión, había luces en el cielo. Había sociabilidad. Era muy bueno estar despierto y sentir tanta gente despierta alrededor.

—O sea que tú también te quemas con el tabaco —dijo Gitanas.

Chip le enseñó la palma de la mano.

—No es nada —dijo.

—Una autolesión. Eres un americano patético.

—Otro tipo de presidio —dijo Chip.