Avanzaban por la sala central con paso inseguro, Enid procurando no dañarse la cadera lesionada, Alfred remando en el aire con esas manos suyas de goznes sueltos y pateando la moqueta del aeropuerto con su pies mal controlados; ambos con bolsas de mano de las Nordic Pleasurelines y concentrados en la parte del suelo que tenían delante, midiendo la azarosa distancia de tres en tres pasos. Cualquiera que los hubiese visto apartar los ojos de los neoyorquinos de pelo oscuro que los adelantaban a toda prisa, cualquiera que se hubiera fijado por un momento en el sombrero de fieltro de Alfred, que asomaba a la misma altura que el maíz de Iowa en el Día del Trabajo, o en los pantalones de lana amarilla que cubrían la cadera dislocada de Enid, se habría percatado inmediatamente de que venían del Medio Oeste y de que estaban intimidados. Para Chip Lambert, que los esperaba al otro lado de los controles de seguridad, eran, sin embargo, un par de asesinos.

Chip tenía los brazos cruzados, a la defensiva. Levantó una mano para tirarse del remache de hierro forjado que llevaba en una oreja. Lo ponía muy nervioso la posibilidad de desgarrarse el lóbulo con él: de que el máximo dolor que los nervios de su pabellón auditivo pudieran generar quedara por debajo del mínimo que él necesitaba ahora para tranquilizarse. Desde su situación, junto a los detectores de metal, vio que una chica de pelo azulado adelantaba a sus padres, una chica de pelo azulado y en edad de estar estudiando, una extraña muy deseable, con piercings en los labios y en las cejas. Se puso a pensar que si podía mantener relaciones sexuales con esa chica durante un segundo, sería capaz de afrontar a sus padres confiadamente, y que si podía seguir manteniendo relaciones sexuales con esa chica una vez por minuto, mientras sus padres permanecieran en Nueva York, conseguiría sobrevivir a la visita. Chip era un hombre alto, de constitución como trabajada en gimnasio, con patas de gallo y un pelo amarillo manteca que ya raleaba. Si aquella chica se hubiese fijado en él, quizá habría pensado que ya era demasiado talludo para vestirse de cuero. Mientras ella pasaba de largo, Chip se tiró con más fuerza del remache, para contrarrestar el dolor de verla marcharse para siempre de su vida y para concentrar luego la atención en su padre, cuyo rostro iba iluminándose al descubrir un hijo suyo entre aquella multitud de personas extrañas. Braceando como quien se hunde en el agua, Alfred cayó sobre su hijo y se agarró a su mano y su muñeca como a un cable que le hubieran arrojado.

—¡Vaya! —dijo—. ¡Vaya!

Enid llegó detrás de él, renqueando.

—¡Chip! —gritó—. ¿Qué te has hecho en las orejas?

—Mamá, papá —murmuró Chip entre dientes, esperando que la chica del pelo azulado estuviese ya demasiado lejos para haberlo oído—. Me alegro de veros.

Aún le quedó tiempo para un pensamiento subversivo sobre las bolsas Nordic Pleasurelines de sus padres (una de dos: o bien la Nordic Pleasurelines le enviaba una bolsa a todo el que compraba un billete para un crucero suyo, como procedimiento bastante cínico para obtener publicidad andante y gratuita, o como procedimiento para llevar etiquetados a sus viajeros y así manejarlos mejor en los puntos de embarque, fomentándoles de paso, graciosamente, el espíritu corporativo; o bien Enid y Alfred habían conservado a propósito esas bolsas, de algún viaje anterior, y ahora, dejándose guiar por un equivocado sentido de la lealtad, habían decidido llevarlas también en su próximo crucero. Fuera cual fuera el caso, a Chip le resultaba horrorosa la facilidad con que sus padres se avenían a convertirse en vectores de la publicidad comercial), antes de echarse las bolsas al hombro y asumir el peso de ver el aeropuerto de La Guardia y la ciudad de Nueva York y su vida y su ropa y su cuerpo a través de los ojos decepcionados de sus padres.

Se fijó, como por primera vez, en el linóleo sucio, los chóferes con pinta de asesinos mostrando carteles en que se leía el nombre de otras personas, la maraña de alambres que colgaba de un agujero del techo. Oyó con toda claridad la palabra «cabrón». Al otro lado de los ventanales de la planta de equipajes, dos bangladeshíes empujaban un taxi averiado bajo la lluvia y en el estrépito de las bocinas airadas.

—Tenemos que estar en el muelle a las cuatro —le dijo Enid a Chip—. Y creo que papá quería ver tu lugar de trabajo en el Wall Street Journal —elevó el tono de voz—. ¿Al? ¿Al?

Aunque ahora se le estaba torciendo hacia abajo el cuello, Alfred seguía siendo una figura imponente. Tenía el pelo blanco y espeso y lustroso, como un oso polar, y los largos y potentes músculos de sus hombros, que Chip recordaba en ejercicio, dándole azotes a un niño —el propio Chip, las más de las veces—, aún llenaban los hombros de tweed gris de su chaqueta sport.

—Al, ¿no querías ver el sitio donde trabaja Chip? —gritó Enid.

Alfred negó con la cabeza:

—No hay tiempo.

El carrusel del equipaje daba vueltas en vacío.

—¿Te has tomado la píldora? —le preguntó Enid.

—Sí —contestó Alfred.

Cerró los ojos y repitió muy despacio:

—Me he tomado la píldora. Me he tomado la píldora. Me he tomado la píldora.

—El doctor Hedgpeth le ha cambiado la medicación —le explicó Enid a Chip, quien estaba seguro de que su padre no había expresado el más mínimo interés por ver su puesto de trabajo.

Y, dado que Chip no tenía relación alguna con el Wall Street Journal —la publicación en que colaboraba sin cobrar era el Warren Street Journal: A Monthly of the Transgressive Arts, revista mensual de las artes transgresivas; también había terminado, muy recientemente, un guión cinematográfico, y trabajado a tiempo parcial como corrector de textos legales en Bragg Knuter & Speigh, durante los casi dos años siguientes a su cese como profesor ayudante de Artefactos Textuales en el D—— College de Connecticut, a resultas de una falta cometida contra una estudiante, comportamiento al que había faltado muy poco para hacerle incurrir en responsabilidad penal y que sus padres nunca llegaron conocer, pero que había bastado para poner fin al desfile de logros de que pudiera presumir su madre, allá en St. Jude; les había dicho a sus padres que había abandonado la enseñanza para dedicarse a escribir y, más recientemente, ante el acoso de su madre para que le diera más detalles, mencionó el Warren Street Journal, nombre que su madre oyó mal y del que instantáneamente empezó a alardear delante de sus amigas Esther Root y Bea Meisner y Mary Beth Schumpert, y aunque Chip, que llamaba por teléfono a su casa todos los meses, muy bien podría haberla sacado de su error, lo cierto es que más bien contribuyó a fortalecer el malentendido; y aquí se complica el asunto, no sólo porque el Wall Street Journal se vendía en St. Jude y su madre nunca le había dicho que hubiera buscado algo de Chip en sus páginas, sin encontrarlo (lo cual significaba que, en su fuero interno, sabía muy bien que no colaboraba en el periódico), sino también porque el autor de artículos como «Adulterio creativo» y «En alabanza de los moteles pringosos» estaba siendo cómplice de mantener vivo en su madre precisamente el tipo de espejismo que el Warren Street Journal explotaba, y ya había cumplido los treinta y nueve años, y seguía echándoles la culpa a sus padres de ser como era—, le pareció muy bien que su madre cambiara de conversación.

—Está mucho mejor de los temblores —añadió Enid en un tono de voz inaudible para Alfred—. El único efecto secundario es que puede tener alucinaciones.

—Pues menudo efecto secundario —dijo Chip.

—El doctor Hedgpeth dice que lo que tiene es muy leve y que se puede controlar casi por completo con la medicación adecuada.

Alfred vigilaba la gruta de los equipajes, mientras los pálidos pasajeros se situaban estratégicamente ante el carrusel. Había una confusión de líneas indicadoras de marcha en el linóleo, que se había vuelto de color gris por efecto de los contaminantes arrastrados por la lluvia. La luz tenía el color del mareo en coche.

—¡Nueva York! —exclamó Alfred.

Enid miró con gesto torvo los pantalones de Chip.

—No serán de cuero, ¿verdad?

—Sí, son de cuero.

—¿Cómo los lavas?

—Son cuero, como una segunda piel.

—Tenemos que estar en el muelle no más tarde las cuatro —dijo Enid.

El carrusel soltó unos cuantos bultos.

—Ayúdame, Chip —dijo Alfred.

Poco después, Chip se adentraba en la lluvia traída por el viento, llevando las cuatro maletas de sus padres. Alfred iba un paso por delante, dando traspiés, con el andar de un hombre a quien le consta que si tiene que pararse le va a costar ponerse en marcha otra vez. Enid los seguía como a rastras, atenta al dolor de la cadera. Había engordado un poco y perdido quizá algo de altura desde la última vez que Chip la había visto. Siempre había sido una mujer guapa, pero a ojos de Chip era, más que ninguna otra cosa, una personalidad, hasta el punto de que podía mirarla de hito en hito y seguir ignorando cuál era su verdadero aspecto.

—¿Qué es, hierro forjado? —le preguntó Alfred mientras la cola de los taxis iba avanzando poco a poco.

—Sí —contestó Chip, tocándose la oreja.

—Parece un remache de un cuarto de pulgada, de los de toda la vida.

—Sí.

—¿Qué haces? ¿Lo achatas a martillazos?

—Sí, a martillazos —dijo Chip.

Alfred guiñó los ojos y emitió un silbido bajo, inhalando el aire.

—Vamos a hacer el crucero de lujo Colores del Otoño —dijo Enid cuando ya iban los tres en un taxi amarillo, atravesando Queens a toda marcha—. Subimos hasta Quebec y luego vamos todo hacia abajo, disfrutando de cómo cambian de color las hojas de los árboles. Papá se lo pasó tan bien en el último crucero que hicimos. ¿Verdad, Alfred? ¿A que te lo pasaste muy bien en aquel crucero?

En el puerto del East River, la lluvia aplicaba un severo correctivo a las empalizadas de ladrillo. Chip habría preferido un día de sol, un claro panorama de sitios famosos y agua azul, sin nada que ocultar. Aquella mañana, los únicos colores del camino eran los rojos corridos de las luces de freno.

—Ésta es una de las grandes ciudades del mundo —dijo Alfred, muy emocionado.

—¿Cómo te encuentras últimamente, papá? —logró Chip preguntarle.

—Ni mejor que en el cielo, ni peor que en el infierno.

—Estamos muy contentos con tu nuevo trabajo —dijo Enid.

—Uno de los grandes periódicos de este país —dijo Alfred—. El Wall Street Journal.

—¿No huele a pescado?

—Estamos muy cerca del océano —dijo Chip.

—No, eres tú.

Enid se inclinó hacia delante y acercó la nariz a la manga de Chip.

—Tu cazadora huele muchísimo a pescado —dijo.

Él apartó el brazo.

—Mamá. Por favor.

El problema de Chip era haber perdido la confianza. Atrás quedaban los días en que pudo permitirse épater les bourgeois. Dejando aparte su apartamento en Manhattan y su muy agraciada chica, Julia Vrais, ahora no poseía casi nada capaz de convencerlo de que era un hombre adulto en buen estado de funcionamiento, ningún logro que comparar con los de su hermano, Gary, que era banquero y tenía tres hijos, ni con los de su hermana, Denise, que con treinta y dos años era jefa de cocina de un restaurante de primera categoría recién inaugurado en Filadelfia. Había abrigado la esperanza de tener vendido el guión cuando llegaran sus padres, pero la verdad era que no había terminado el primer borrador hasta pasadas las doce de la noche del martes, y luego había tenido que trabajar tres turnos de catorce horas en Bragg Knuter & Speigh, para pagar el alquiler de agosto y tranquilizar al dueño de su apartamento (Chip estaba subarrendado) en cuanto a los pagos sucesivos de septiembre y octubre, y luego había unas compras que hacer, para la comida, y una casa que limpiar, y, por último, un poco antes del amanecer, esa misma mañana, un Xanax, largo tiempo en reserva, que echarse al cuerpo para alivio de la ansiedad. A todo esto, se había pasado casi una semana sin ver a Julia ni hablar directamente con ella. En respuesta a los muchos mensajes acongojados que le había dejado en el buzón de voz en las últimas cuarenta y ocho horas, pidiéndole que viniera a conocer a sus padres y a Denise, el sábado a las doce, en su apartamento, y que por favor, si no le importaba, que no mencionase delante de sus padres el hecho de que estaba casada, Julia había mantenido el teléfono y el correo electrónico en un silencio total, de lo cual incluso una persona más estable que Chip habría podido extraer conclusiones muy inquietantes.

En Manhattan llovía de tal modo, que el agua caía en cataratas por las fachadas de los edificios y se arremolinaba en las bocas de las alcantarillas. Delante de su casa de la calle East Ninth, Chip tomó el dinero que le daba Enid y se lo pasó al taxista por la ranura, pero antes de que el enturbantado chofer le diera las gracias ya comprendió que se había quedado corto con la propina. Se sacó dos billetes de dólar del bolsillo y los dejó en equilibrio cerca del hombro del taxista.

—Vale con eso, vale con eso —chilló Enid, tratando de sujetar a Chip por la muñeca—. Ya ha dado las gracias.

Pero el dinero ya no estaba a la vista. Alfred intentaba abrir la puerta tirando de la manivela de la ventanilla.

—Espera, papá, que es aquí —le dijo Chip, alargando el brazo por encima de las rodillas de su padre para abrirle la puerta.

—¿Cuánta propina le has dado en total? —le preguntó Enid a Chip cuando ya estaban en la acera, bajo la marquesina de su casa, mientras el taxista iba sacando el equipaje del maletero.

—Quince por ciento, más o menos —dijo Chip.

—Más bien veinte por ciento, diría yo —contestó Enid.

—Anda, sí, vamos a pelearnos un poco. No te prives.

—Veinte por ciento es demasiado, Chip —sentenció Alfred en un tono de voz muy resonante—. No es razonable.

—Ustedes lo pasen bien —dijo en ese momento el taxista, sin ninguna ironía discernible.

—La propina es por el servicio y el trato que recibes —dijo Enid—. Si el servicio y el trato son especialmente buenos, no me importa llegar al quince por ciento. Pero si la propina se convierte en algo automático

—Llevo toda la vida sufriendo por culpa de la depresión —dijo Alfred, o pareció que lo decía.

—¿Perdón? —dijo Chip.

—Los años de la depresión me cambiaron la vida. Cambiaron el sentido del dólar.

—Hablamos de depresión económica.

—Luego, si el servicio es especialmente malo o especialmente bueno —prosiguió Enid—, no hay forma de expresarlo monetariamente.

—Un dólar sigue siendo mucho dinero —dijo Alfred.

—El quince por ciento de propina tiene que ser algo excepcional, verdaderamente excepcional.

—Me gustaría saber por qué nos hemos metido en este tema —le dijo Chip a su madre—. Por qué este tema, precisamente, y no otro cualquiera.

—Estamos los dos muriéndonos de ganas de ver el sitio en que trabajas —replicó Enid.

Zoroaster, el portero de Chip, acudió corriendo a recoger el equipaje e instaló a los Lambert en el renuente ascensor del edificio. Enid dijo:

—El otro día me encontré en el banco con tu amigo Dean Driblett. Siempre que me lo encuentro me pregunta por ti, sin falta. Se ha quedado impresionadísimo con tu nuevo trabajo de redactor.

—Dean Driblett nunca fue amigo mío. Era un simple compañero de clase —dijo Chip.

—Su mujer y él acaban de tener el cuarto hijo. Ya te lo he dicho, ¿verdad?, se han construido una casa enorme en Paradise Valley… ¿No fueron ocho los dormitorios que contaste, Al?

Alfred se la quedó mirando, sin pestañear. Chip se inclinó hacia delante para pulsar el botón de Cerrar Puerta.

—Papá y yo estuvimos en la inauguración de la casa, en junio. Tenían catering y sirvieron verdaderas pirámides de gambas. Eran gambas, sin ningún añadido, en pirámides. Nunca había visto una cosa igual.

—Pirámides de gambas —dijo Chip. Por fin se había cerrado la puerta del ascensor.

—Total, que es una casa preciosa —dijo Enid—. Tiene por lo menos seis dormitorios, y qué quieres que te diga, da la impresión de que van a acabar ocupándolos todos. Hay que ver lo bien que le va a Dean. Se metió en el negocio de cuidar jardines en cuanto vio que eso de las pompas fúnebres no era lo suyo, ya sabes que Dale Driblett es su padrastro, el de la Capilla Driblett, y ahora se ven carteles publicitarios suyos por todas partes y ha abierto un centro de salud. Vi en el periódico dónde está el centro de salud de mayor índice de crecimiento de St. Jude, y se llama DeeDeeCare, igual que el servicio de cuidado de jardines, y ahora también se ven carteles publicitarios del centro de salud. Es una persona muy emprendedora, me parece a mí.

—Qué ascensor tan le-eento —dijo Alfred.

—Es un edificio de antes de la guerra —explicó Chip con voz tensa—. Un edificio extremadamente apetecible.

—Y ¿sabes qué regalo de cumpleaños me ha dicho que le va a hacer a su madre? Ella todavía no lo sabe, pero a ti sí puedo decírtelo. Ocho días en París, llevándola él. Ida y vuelta en primera, ocho noches en el Ritz. Muy propio de Dean. Para él, la familia siempre es lo primero. Pero ¿te das cuenta qué regalo de cumpleaños? Al, ¿no me has dicho tú que sólo la casa ya vale un millón de dólares? ¿Al?

—Es una casa muy grande, pero de construcción barata —dijo Alfred, con súbito vigor—. Las paredes son de papel.

—Todas las casas modernas son así —dijo Enid.

—Tú me preguntaste si la casa me había impresionado. A mí me pareció muy ostentosa. Y también las gambas me parecieron una ostentación. Una cosa barata.

—Puede que fueran congeladas —dijo Enid.

—La gente se deja impresionar muy fácilmente con esas cosas —dijo Alfred—. Las pirámides de gambas pueden dar que hablar durante meses. Ya lo ves tú mismo —le dijo a Chip, como dirigiéndose a un espectador neutral—: tu madre aún no ha dejado de hablar de ellas.

Por un momento, Chip tuvo la impresión de que su padre se había transformado en un agradable desconocido; pero sabía que Alfred, en el fondo, era una persona autoritaria y vociferante. La última vez que había estado en St. Jude, a hacerles una visita a sus padres, hacía ya cuatro años, Chip había ido con su chica de aquel momento, una tal Ruthie, una marxista del norte de Inglaterra con el pelo oxigenado, y ella, tras haber cometido innumerables ofensas a la sensibilidad de Enid (encender un cigarrillo dentro de la casa, reírse a carcajadas de las acuarelas de Buckingham Palace que a Enid le encantaban, presentarse a la hora de la cena sin sujetador, no probar siquiera la «ensalada» de castañas de agua y guisantes y cubitos de queso cheddar, con salsa mayonesa muy densa, especialidad de Enid para las grandes ocasiones), se había pasado el rato pinchando y provocando a Alfred, hasta que consiguió hacerle decir que «los negros» iban a ser la ruina de este país, que «los negros» eran incapaces de coexistir con los blancos, que se creían con derecho a que el gobierno se ocupara de ellos, que no sabían lo que era trabajar de verdad, que, más que ninguna otra cosa, lo que les faltaba era disciplina, que todo aquello iba a terminar en una matanza callejera, una matanza callejera, y que le importaba un rábano lo que Ruthie pudiera pensar o dejar de pensar de él, porque Ruthie estaba de visita, en su casa y en su país, de modo que no tenía ningún derecho a criticar lo que no entendía; tras lo cual, Chip, que ya antes había advertido a Ruthie de que sus padres eran las personas más retrógradas de Estados Unidos, le dirigió a la chica una de esas sonrisas que quieren decir: ¿Lo ves? No digas que no te había avisado. Cuando Ruthie rompió con él, apenas tres semanas más tarde, le dijo a Chip que se parecía a su padre mucho más de lo que él creía.

—Al —dijo Enid, mientras el ascensor se detenía dando bandazos—: tienes que reconocer que fue una fiesta estupenda, y que igual de estupendo fue el detalle que tuvo Dean al invitarnos.

Alfred dio la impresión de no haberla oído.

Junto a la puerta del piso de Chip, apoyado contra la pared, había un paraguas de plástico transparente que él, con alivio, identificó como propiedad de Julia Vrais. Aún estaba tratando de encaminar el equipaje de sus padres desde el ascensor hasta la puerta, cuando ésta se abrió de pronto y por ella apareció Julia.

—¡Ay, ay! —dijo, como aturullándose—. Llegas antes de lo previsto.

En el reloj de Chip eran las 11:35. Julia llevaba un impermeable color lavanda, sin forma, y una bolsa de mano DreamWorks. Tenía el pelo largo y del color del chocolate oscuro, abullonado ahora por la humedad y la lluvia. En el tono de quien se dirige a un animal de buen tamaño, tratando de llevarse bien con él, le dijo «Hola» a Alfred y luego «Hola» a Enid, por separado. Alfred y Enid le mascullaron sus nombres y le tendieron las respectivas manos, arrastrándola con ellos hacia el interior de la casa, donde Enid empezó a acribillarla a preguntas en las que Chip, mientras entraba con el equipaje a cuestas, detectó toda una serie de sobreentendidos y planes:

—¿Vive usted en la ciudad? —dijo Enid—. (No cohabitarás con nuestro hijo, ¿verdad?). ¿Y también trabaja usted en la ciudad? (¿Tienes un buen empleo? ¿No serás de alguna de esas familias raras y cursis y ricas que hay en el este?). ¿Se crio usted aquí? (¿O procedes de algún estado de más allá de los Apalaches, donde la gente es afectuosa y está llena de sentido común y no suele pertenecer a la raza judía?). Ah, ¿y sigue usted teniendo familia en Ohio? (¿O tus padres han optado por la moderna y muy objetable opción de divorciarse?). ¿Tiene usted hermanos? (¿Eres una niña mimada, o perteneces a una de esas familias católicas con montones y montones de hijos?).

Una vez concluido el examen inicial de Julia, Enid trasladó su foco de atención a la casa. Chip, en una crisis de confianza de última hora, había hecho un intento por adecentarla, eliminando la aparatosa mancha de semen de la tumbona roja, con un juego de quitamanchas recién comprado, desmontando el muro de corchos de botella que había ido levantando en la hornacina de la parte superior de la chimenea, a un ritmo de media docena de Merlot y otra media de Pinot Grigio por semana, retirando de las paredes del cuarto de baño los primeros planos de genitales masculinos y femeninos que eran la flor y nata de su colección de arte y sustituyéndolos por tres diplomas que Enid se había empeñado en enmarcar, hacía ya mucho tiempo.

Aquella mañana, pensando que ya se había sometido lo suficiente, decidió reajustar su presentación vistiéndose de cuero para ir al aeropuerto.

—Esta habitación viene a ser como el cuarto de baño de Dean Driblett —dijo Enid—. ¿Verdad, Alfred?

Alfred giró sus movedizas manos y se puso a examinarlas por el dorso.

—Nunca había visto un cuarto de baño tan enorme.

—No tienes tacto ninguno, Enid —dijo Alfred.

A Chip podría habérsele pasado por la cabeza que aquella observación tampoco era precisamente discreta, porque de ella se desprendía que su padre estaba de acuerdo con la actitud crítica de su madre ante la casa y que lo único que le parecía mal era que la hubiese expresado en voz alta. Pero Chip en lo único que podía fijarse era en el secador de pelo que asomaba de la bolsa de mano DreamWorks. Era el secador de pelo que Julia había dejado en el cuarto de baño de Chip. De hecho, ahora parecía encaminarse hacia la puerta.

—Dean y Trish tienen jacuzzi y ducha y bañera, cada cosa por separado —prosiguió Enid—. Y cada uno su propio lavabo.

—Lo siento mucho, Chip —dijo Julia.

Él alzó la mano para retenerla.

—Comeremos en cuanto llegue Denise —informó a sus padres—. Nada del otro mundo. Ahora, haced como si estuvieseis en vuestra propia casa.

—Ha sido un placer conocerlos —dijo Julia a Enid y Alfred. A Chip, bajando el tono, le dijo—: Va a estar contigo Denise. No te preocupes.

Abrió la puerta.

—Mamá, papá —dijo Chip—, perdonadme un momento.

Salió de la casa con Julia y cerró la puerta.

—Esto es lo que se llama elegir el peor momento —dijo—. El peor posible.

Julia se sacudió el pelo de las sienes.

—Por lo menos, me gusta el hecho de que ésta sea la primera vez en mi vida en que he actuado por propio interés en una relación.

—Eso está muy bien. Un gran paso adelante —Chip se esforzó en sonreír—. Pero ¿qué ocurre con el guión? ¿Lo está leyendo Eden?

—Puede que se ponga a ello en algún momento de este fin de semana.

—¿Y tú?

—Yo he leído… —Julia apartó la vista—. Casi todo.

—La idea —dijo Chip— era poner una especie de obstáculo que el espectador tuviera que superar. Poner algo disuasorio al principio. Es un procedimiento modernista clásico. Pero al final hay un suspense riquísimo.

Julia se volvió hacia el ascensor y no contestó.

¿Has llegado ya al final? —le preguntó Chip.

—Mira, Chip —soltó ella, penosamente—, tu guión empieza con una conferencia de seis folios sobre la ansiedad fálica en el teatro de la época Tudor.

Le constaba. De hecho, llevaba semanas despertándose casi todas las noches antes del alba, con el estómago revuelto y los dientes apretados, para a continuación enfrentarse con la tremebunda certeza de que un largo monólogo erudito sobre el teatro de la época Tudor no tenía sitio en el acto primero de un guión comercial. Solía costarle horas —tenía que salir de la cama, ponerse a dar vueltas por la casa, beber Merlot o Pinot Grigio— recuperar el convencimiento de que abrir con un monólogo teorizante no sólo no era una equivocación, sino que constituía el más favorable argumento de venta del guión; y ahora le había bastado mirar a Julia para convencerse de su error.

Diciendo que sí con la cabeza, para mostrar que agradecía de todo corazón la crítica, abrió la puerta de su piso y les dijo a sus padres:

—Un segundo, mamá, papá. Sólo un segundo.

No obstante, mientras cerraba de nuevo la puerta le volvió con toda su fuerza la anterior convicción.

—Pero mira —dijo—: toda la historia viene prefigurada en el monólogo. Ahí está cada uno de los temas posteriores, en píldoras: lo masculino y lo femenino, el poder, la identidad, la autenticidad… Y la cosa es… Espera, Julia, espera.

Agachando la cabeza mansamente, como esperando que él, así, no se diera cuenta de su marcha, Julia le volvió la espalda para situarse frente al ascensor.

—La cosa es —dijo él—, que la chica está en la primera fila del aula, escuchando la conferencia. Es una imagen de vital importancia. El hecho de que sea él quien controla el discurso…

—Y también da un poco de repelús —dijo Julia— eso de que te pases el rato hablando de sus pechos.

También era verdad. Y que fuera verdad se le antojaba muy injusto y muy cruel a Chip, porque nunca habría tenido impulso suficiente para escribir el guión sin el acicate de estar todo el tiempo imaginando los pechos de la joven protagonista.

—Seguramente tienes razón —dijo—. Aunque lo físico, en parte, es intencionado. Porque ésa es la ironía, comprendes, que ella se siente atraída por la mente de él, mientras que a él lo atrae…

—Ya, pero leído por una mujer —dijo Julia, obstinadamente—, es como la sección de aves de corral: pechugas, pechugas, pechugas y patas.

—Puedo eliminar algunas de esas referencias —dijo Chip en voz baja—. También puedo abreviar la conferencia inicial. El caso es que haya ese obstáculo que…

—Sí, que el espectador tiene que superar. Es una idea muy ingeniosa.

—Por favor, quédate a comer. Por favor, Julia.

Acababan de abrirse las puertas del ascensor.

—Lo que digo es que una se siente un poquito insultada.

—Pero la cosa no va contigo. Ni siquiera está inspirado en ti, el guión.

—Estupendo. Está inspirado en las tetas de alguna otra.

—Dios. Por favor. Un segundo.

Chip volvió ante la puerta de su apartamento y, cuando la abrió, se llevó la sorpresa de encontrarse cara a cara con su padre, cuyas enormes manos temblaban con mucha violencia.

—Hola, papá. Sólo un minuto más, por favor.

—Chip —dijo Alfred—, ¡pídele que se quede! ¡Dile que nosotros queremos que se quede!

Chip asintió con la cabeza y cerró la puerta en las narices del anciano; pero en los pocos segundos que permaneció de espaldas el ascensor se había tragado a Julia. Apretó inútilmente el botón de llamada y luego abrió la salida de incendios y se lanzó por la espiral de la escalera de servicio. Tras una serie de deslumbrantes conferencias en que se celebraba el incansable seguimiento de la felicidad en cuanto estrategia para subvertir la burocracia del racionalismo, BILL QUINTANCE, un joven y atractivo profesor de Artefactos Textuales, es seducido por MONA, una bella estudiante que lo adora. No obstante, apenas acaba de iniciarse su relación, desenfrenadamente erótica, cuando son descubiertos por HILLAIRE, la mujer a quien Bill ha abandonado. En una tensa confrontación, que representa el conflicto entre la visión Terapéutica y la visión Transgresiva del mundo, Bill y Hillaire pelean por el alma de la joven Mona, que yace desnuda entre ambos, en una cama con las sábanas revueltas. Hillaire consigue seducir a Mona con su retórica criptorrepresiva, y Mona denuncia en público a Bill. Bill pierde su trabajo, pero no tarda en descubrir unos archivos de correo electrónico en que se demuestra que Hillaire ha pagado a Mona para que eche a perder su carrera. Cuando Bill se dirige a ver a su abogado, llevando un disquete con la prueba incriminatoria, su automóvil se sale de la carretera y cae en las furiosas aguas del río D——, de modo que el disquete se sale del automóvil y es arrastrado por la indomable e incesante corriente hacia el proceloso y erótico/caótico mar abierto. El accidente recibe la clasificación de suicidio vehicular y, en las últimas secuencias de la película, vemos que Hillaire, contratada por el centro de enseñanza en sustitución de Bill, está pronunciando una conferencia sobre los males del placer incontrolado; y entre los alumnos se halla Mona, su diabólica amante lesbiana. Éste era el tratamiento de un folio que Chip había conseguido preparar con ayuda de unos cuantos manuales baratos sobre cómo escribir un guión, y que había enviado por fax, una mañana de invierno, a una productora cinematográfica radicada en Manhattan, una tal Eden Procuro. Cinco minutos después sonó el teléfono, y al contestarlo oyó la voz, tan guay como neutra, de una señorita que le decía «un momento, por favor, le paso con Eden Procuro», seguida por la propia Eden Procuro, gritando:

—¡Me encanta, me encanta, me encanta, me encanta!

Pero de eso ya hacía un año y medio. El tratamiento de un folio se había trocado en un guión de 124, titulado La academia púrpura, y ahora Julia Vrais, la del pelo color chocolate, dueña también de aquella voz tan fría y tan neutra de ayudante personal, acababa de abandonarlo, y él, mientras se precipitaba escaleras abajo tras ella, colocando los pies de medio lado, para saltar los peldaños de tres en tres o de cuatro en cuatro, agarrándose al pasamanos en cada rellano para ayudarse a invertir la trayectoria de un solo movimiento brusco, lo único que recordaba o tenía en mente era una serie de anotaciones condenatorias en su índice mental casi fotográfico de aquellas 124 páginas:

3: labios hinchados, pechos altos y redondos, caderas estrechas y

3: por encima del jersey de cachemira que sostenía firmemente sus pechos

4: hacia delante, arrebatadoramente, con sus perfectos pechos adolescentes deseando

8: (mirándole los pechos)

9: (mirándole los pechos)

9: (atraídos sus ojos, sin remedio, por los perfectos pechos de ella)

11: (mirándole los pechos)

12: (acariciando mentalmente sus pechos perfectos)

13: (mirándole los pechos)

15: (mirando una y otra vez sus perfectos pechos adolescentes)

23: (agarrar, con sus perfectos pechos emergiendo de su

24: el represivo sujetador, para librar de trabas sus pechos subversivos).

28: para lamer rosadamente el pecho resplandeciente de sudor).

29: los pezones, emergentes como falos, de sus pechos empapados de sudor

29: me gustan tus pechos.

30: siento una total adoración por tus pechos henchidos de miel.

33: (los pechos de Hillaire, como balas gemelas de la Gestapo, pueden

36: una mirada puntiaguda, capaz de pinchar y dejar desinflados sus pechos

44: Los pechos arcádicos, bajo la austera y puritana felpa

45: recogiendo, avergonzada, la toalla que apretaba contra su pecho).

76: sus pechos inocentes, envueltos ahora en una camisa de aspecto militar

83: echo de menos tu cuerpo, echo de menos tus pechos perfectos, yo

117: los faros que se hundían y que iban desvaneciéndose como un par de pechos blanquísimos

¡Y más que habría, seguramente! Muchos más de los que recordaba. Y los dos únicos lectores que ahora contaban eran mujeres. Pensó Chip que Julia rompía con él porque en La academia púrpura había demasiadas referencias a los pechos y porque el arranque era muy penoso, y que si lograba corregirlo, tanto en el ejemplar de Julia como, más importante aún, en el ejemplar de Eden Procuro, que él mismo había hecho en su impresora láser, utilizando papel marfil de alto gramaje, quizá quedara alguna esperanza de salvar no sólo su situación financiera, sino también de volver a liberar alguna vez, y acariciarlos luego, los pechos de Julia, blanquísimos e inocentes. Lo cual, en ese momento del día, como prácticamente todos los días, entrada la mañana, en los últimos meses, era una de las últimas actividades de este mundo a que podía aspirar razonablemente para consuelo y solaz de sus fracasos.

Al salir de la escalera al rellano, vio que el ascensor ya estaba a la espera de su próximo usuario. Por la puerta abierta vio que un taxi apagaba la luz de libre y se ponía en marcha. Zoroaster secaba con una fregona el agua de lluvia que se había colado en el vestíbulo de mármol ajedrezado.

—Adiós, Mister Chip —dijo, cuando vio que Chip se marchaba, y no era ni mucho menos la primera vez que se lo decía.

Las gruesas gotas de lluvia que batían la acera levantaban una fresca y fría neblina de pura humedad. A través del cortinaje de goterones que caía de la marquesina, Chip vio que el taxi de Julia se detenía ante un semáforo amarillo. Al otro lado de la calle se estaba quedando libre otro taxi, y a Chip se le pasó por la cabeza la idea de subirse a él y de decirle al conductor que siguiera a Julia. La idea era muy tentadora, pero tenía sus dificultades.

La primera dificultad consistía en que al perseguir a Julia bien se podría afirmar que estaba incurriendo en la peor de las faltas por las que el Consejo General del D—— College, mediante una seca y muy moralizante carta de los abogados, lo había amenazado con ponerle una demanda y llevarlo a juicio, entre otras muchas falsas imputaciones, por fraude, incumplimiento de contrato, secuestro, acoso sexual tipificable en el Título IX, servir alcohol a una estudiante legalmente no autorizada a beberlo, posesión y venta de sustancias prohibidas; pero lo que más había aterrorizado a Chip, hasta dejarlo sin capacidad de movimiento, fue la acusación de «acoso», de haber efectuado llamadas telefónicas «obscenas» y «amenazadoras» e «injuriosas», vulnerando la intimidad de una joven con ánimo de violarla.

Otra dificultad, más inmediata, era que sólo tenía cuatro dólares en la cartera, menos de diez en la cuenta corriente y una disponibilidad igual a cero en sus principales tarjetas de crédito, sin posibilidad alguna de obtener dinero corrigiendo pruebas antes del lunes siguiente por la tarde. Teniendo en cuenta que la última vez que había visto a Julia, seis días atrás, ella se había quejado, muy en concreto, de que él siempre quisiera quedarse en casa y comer pasta y pasarse el día dándole besos y copulando (llegó a decir que a veces tenía la impresión de que Chip utilizaba el sexo como una especie de medicina y que lo único que le impedía no seguir adelante y automedicarse, metiéndose crack o heroína, era que el sexo le salía gratis, porque es que se estaba volviendo un auténtico gorrón; llegó a decir que, ahora que ella estaba siguiendo su propio tratamiento, a veces tenía la impresión de estar siguiéndolo por los dos, por Chip y por ella, lo cual resultaba doblemente injusto, porque era ella quien corría con los gastos de la medicación, y porque la medicación estaba haciendo que su interés por el sexo no fuera tan fuerte como solía; llegó a decir que, si de Chip dependiera, ya ni siquiera irían al cine y que se pasarían las tardes en la cama, dale que te pego, con las persianas echadas, y luego, hale, a recalentar la pasta), cabía sospechar que lo menos que le iba a costar una nueva charla con ella sería un carísimo almuerzo de verduras de otoño hechas a la plancha sobre leña de mezquite, más una botella de Sancerre, bienes para cuyo pago no disponía él de ningún medio concebible.

De modo que ahí se quedó, sin hacer nada, mientras el semáforo se ponía verde y el taxi de Julia iba desapareciendo de su vista. La lluvia blanqueaba la acera con sus gotas de apariencia infecta. En la acera de enfrente, una mujer de piernas largas, embutida en un par de vaqueros y luciendo unas botas negras de excelente calidad, acababa de bajarse de un taxi.

Que aquella mujer fuera su hermana pequeña, Denise —es decir: que fuera la única mujer atractiva de este planeta en la que no podía ni quería festejar los ojos, figurándose que se la tiraba—, no le pareció sino una mera injusticia más en aquella larga mañana de injusticias.

Denise llevaba un paraguas negro, un ramo de flores y una caja de pasteles atada con un bramante. Sorteando los charcos y torrenteras de la calzada, llegó hasta donde estaba Chip, bajo la protección de la marquesina.

—Oye —le dijo Chip, con una sonrisa nerviosa, sin mirarla—, tengo que pedirte un gran favor. Necesito que hagas tú la guardia mientras yo localizo a Eden y recupero mi guión. Tengo que introducirle una serie de correcciones rápidas, muy importantes.

Como si Chip hubiera sido su cadi o su criado, Denise le puso en las manos el paraguas, para sacudirse el agua y las salpicaduras de los bajos del pantalón. Denise tenía, de su madre, el pelo oscuro y la tez pálida, y, de su padre, el intimidatorio aspecto de autoridad moral. Era ella quien había dado instrucciones a Chip de que invitara a sus padres a hacer un alto en su viaje y almorzar hoy en Nueva York. Oyéndola, parecía el Banco Mundial imponiéndole las condiciones para el pago de su deuda a un país latinoamericano; porque, desgraciadamente, Chip le debía dinero. Tanto como lo que fuera que sumasen diez mil dólares, más cinco mil quinientos, más cuatro mil, más mil.

—Mira —trató él de explicarle—, Eden quiere leer el guión esta tarde, y, desde el punto de vista financiero, no hará falta decir lo importante que es para ti y para mí…

—No puedes marcharte ahora —dijo Denise.

—Será cosa de una hora —dijo Chip—. Una hora y media, como máximo.

—¿Está Julia arriba?

—No, se ha marchado. Dijo hola y se marchó.

—¿Habéis roto?

—No sé. Se ha puesto en tratamiento y ni siquiera me fío de…

—Espera un minuto. Espera un minuto. ¿Vas a localizar a Eden o a perseguir a Julia?

Chip se tocó el remache de la oreja izquierda.

—En un noventa por ciento, a localizar a Eden.

—¡Chip!

—No, pero escucha —dijo él—, es que ahora le ha dado por utilizar la palabra «salud» como si tuviera un sentido absoluto e intemporal.

—¿A quién? ¿A Julia?

—Lleva tres meses tomando unas píldoras que la dejan totalmente obtusa, y luego esa obtusidad se define a sí misma como buena salud mental. Igual que si la ceguera se definiese a sí misma como facultad de ver. «Ahora que estoy ciego, veo muy bien que no hay nada que ver».

Denise exhaló un suspiro y dejó que se le inclinase el ramo de flores en dirección a la acera.

—¿Qué estás diciendo, que quieres darle alcance y quitarle la medicación?

—Estoy diciendo que hay un fallo estructural en la cultura entera —dijo Chip—. Estoy diciendo que la burocracia se ha arrogado el derecho de adjudicar el calificativo de «patológicos» a ciertos estados mentales. La falta de ganas de gastar dinero se convierte en síntoma de una enfermedad que requiere una medicación carísima. Medicación que, luego, destruye la libido o, en otras palabras, elimina el apetito del único placer gratuito que hay en este mundo, lo que significa que el afectado tiene que invertir aún más dinero en placeres compensatorios. La definición de salud mental es estar capacitado para tomar parte en la economía de consumo. Cuando inviertes en terapia, inviertes en el hecho de comprar. Y lo que estoy diciendo es que yo, personalmente, en este mismísimo momento, estoy perdiendo la batalla contra una modernidad comercializada, medicalizada y totalitaria.

Denise cerró un ojo y abrió de par en par el otro. El ojo abierto era como un abalorio de vinagre balsámico casi negro en un cuenco de porcelana blanca.

—Si te doy la razón y te digo que todo eso es muy interesante —dijo—, ¿vas a callarte de una vez y subir conmigo?

Chip negó con la cabeza.

—Hay salmón escalfado en la nevera. Hay acederas con nata. Una ensalada de guisantes y avellanas. Tú misma verás el vino y la baguette y la mantequilla. Es mantequilla fresca de Vermont, buenísima.

—¿Se te ha ocurrido tener en cuenta que papá está muy enfermo?

—Va a ser una hora. Hora y media, como mucho.

—Digo que si se te ha ocurrido tener en cuenta que papá está muy enfermo.

A Chip le vino a la memoria la reciente visión de su padre en el umbral de su casa, tembloroso e implorante. Para eliminarla, trató de concentrarse en una imagen de cama con Julia, con la desconocida del pelo azul, con Ruthie, con cualquiera, pero lo único que consiguió fue conjurar una horda de pechos separados de sus cuerpos, acosándolo como Furias vengativas.

—Cuanto antes vaya a ver a Eden e introduzca las correcciones —dijo—, antes estaré de vuelta. Si verdaderamente quieres ayudarme.

Por la calle bajaba un taxi libre. Cometió el error de mirarlo, haciendo que Denise lo interpretara mal.

—No puedo darte más dinero —dijo.

Chip retrocedió como si su hermana acabara de escupirle a la cara.

—Dios, Denise…

—Me gustaría, pero no puedo.

—No pensaba pedirte dinero.

—Porque es el cuento de nunca acabar.

Chip dio media vuelta, se adentró en el chaparrón y echó a andar hacia University Place, con una sonrisa de rabia en el rostro. Iba hundido hasta los tobillos en un lago en forma de acera, hervoroso y gris. Llevaba agarrado el paraguas de Denise, sin abrirlo, y seguía pareciéndole injusto, seguía pareciéndole que no era culpa suya estar calándose hasta los huesos.

Hasta hacía poco, y sin haber dedicado nunca mucha reflexión al asunto, Chip había vivido en el convencimiento de que era posible tener éxito en Estados Unidos sin ganar dinero a espuertas. Siempre había sido buen estudiante, pero desde la más tierna infancia había dado claras muestras de falta de talento para cualquier tipo de actividad económica que no fuese comprar algo (eso sí que sabía hacerlo); y, en lógica consecuencia, optó por la vida mental.

Dado que Alfred, en cierto momento, suavemente, pero de un modo inolvidable, había comentado que no lograba verle la punta a la teoría literaria, y dado que Enid, en sus floridas cartas bisemanales, que tanto dinero le habían ahorrado en conferencias telefónicas, había rogado insistentemente a Chip que abandonara su intento de obtener un doctorado en humanidades que no iba a servirle para nada «práctico» («veo los viejos trofeos que ganaste en las ferias científicas de tu período escolar», le escribió, «y pienso en cuánto podría aportar a la sociedad, en la práctica de la medicina, un joven de tu talento; la verdad es que papá y yo siempre tuvimos la esperanza de haber educado a nuestros hijos para que pensaran en los demás, no sólo en ellos mismos»), a Chip no le faltaron incentivos para empeñarse en demostrar que sus padres se equivocaban. Madrugando mucho más que sus compañeros de clase, que se quedaban durmiendo sus resacas de Gauloise hasta las doce o la una de la mañana, fue amontonando esos premios, becas y subvenciones tan característicos del ámbito académico.

Durante los quince primeros años de su vida adulta, la única experiencia de fracaso le vino de segunda mano. Su chica del college y de mucho después, Tori Timmelman, adepta del feminismo teórico, estaba tan en contra del sistema patriarcal de acreditaciones y su correspondiente calibración falométrica del éxito, que se negó a terminar su tesis (o no fue capaz de terminarla). Chip había crecido oyendo pontificar a su padre sobre el tema de los Trabajos de Mujer y los Trabajos de Hombre y lo importante que era mantener la diferencia entre unos y otros; por espíritu de corrección, siguió con Tori durante casi todo un decenio. Era él quien se ocupaba, casi por completo, de las tareas domésticas —lavar la ropa, limpiar, cocinar, cuidar del gato— en el pequeño apartamento que compartía con Tori. Se leyó por ella los textos de lectura complementaria y la ayudó a estructurar y volver a estructurar los capítulos de esa tesis que Tori, con la aceleración de la rabia, era incapaz de escribir. Sólo cuando el D—— College le ofreció un contrato de cinco años como profesor, con posibilidades de acceder a la titularidad (mientras Tori, que seguía sin doctorarse, aceptaba un contrato de dos años no renovables en una escuela de agricultura de Texas), logró Chip agotar por entero su reserva de culpabilidad masculina y seguir adelante con su vida.

Así, pues, cuando llegó a D—— era un hombre de treinta y tres años, muy promocionable y con un buen historial de publicaciones, y que, por añadidura, había recibido del rector del college, Jim Leviton, la casi completa garantía de que allí podría seguir hasta el final de su carrera docente. No había terminado el primer semestre cuando ya se estaba acostando con la joven historiadora Ruthie Hamilton y, jugando de compañero con Leviton, había conquistado para éste el campeonato de dobles del claustro de profesores que venía escapándosele desde hacía veinte años.

El D—— College, de prestigio elitista y mediano presupuesto, dependía para su supervivencia de los alumnos cuyos padres pudieran pagar matrícula completa. Con el propósito de atraerse a tales estudiantes, el college había construido un pabellón de recreo de treinta millones de dólares, tres cafeterías refinadas y un par de macizas «residencias» que, más que tales residencias, eran muy ilustrativas premoniciones de los hoteles en que los alumnos se alojarían en el bien remunerado porvenir que a cada uno de ellos iba a corresponderle. Había rebaños de sofás de cuero, y ordenadores en cantidad suficiente como para que ningún alumno potencial ni ninguna pareja de padres visitantes pudieran entrar en una habitación sin ver, como mínimo, un teclado disponible, incluso en el comedor y en el vestuario del campo de deportes.

Los profesores más novatos vivían en condiciones rayanas en la miseria. Chip tenía la suerte de disponer de una unidad de dos pisos, en un bloque de hormigón situado en Tilton Ledge Lane, en el lado oeste del campus. Su patio trasero daba a una corriente de agua que los regidores del college conocían por el nombre de Kyuper’s Creek, pero que todo el mundo llamaba Carparts Creek, es decir, el riachuelo de las piezas usadas de automóvil. En la orilla de enfrente del riachuelo había una cenagosa extensión de terreno invadida por un cementerio de automóviles perteneciente al Departamento de Rehabilitación del Estado de Connecticut. El college llevaba veinte años presentando demandas ante la justicia estatal y federal, en un prolongado intento de proteger esa zona húmeda del «desastre» ecológico que le sobrevendría si era sometida a desecación y en ella levantaban una cárcel de mediana seguridad.

Cada mes o dos, mientras las cosas le fueron bien con Ruthie, Chip invitaba a cenar en Tilton Ledge a sus colegas y vecinos y algún que otro alumno precoz, sorprendiéndolos con langostinos, o asado de cordero, o venado con nebrina, y con postres de verdadero chiste viejo, como la fondue de chocolate. En ocasiones, a última hora de la noche, presidiendo una mesa en que se apiñaban como rascacielos de Manhattan las botellas vacías de vino californiano, Chip se sentía lo suficientemente seguro como para reírse de sí mismo, abrirse un poco y contar embarazosos relatos de su niñez en el Medio Oeste. Que su padre no sólo trabajaba largas horas en la Midland Pacific Railroad, sino que luego llegaba a casa y les leía cuentos a los niños y mantenía el jardín y la casa y despachaba un maletín entero de trabajo nocturno para la empresa, y encima encontraba tiempo para llevar un laboratorio metalúrgico muy completo en su propio sótano, donde le daban las tantas sometiendo aleaciones extrañas a tensiones químicas y eléctricas. Y que Chip, a los trece años, se enamoró perdidamente de los mantecosos metales alcalinos que su padre conservaba en queroseno, del cobalto cristalino y su tendencia a ruborizarse, del mercurio pechugón y pesado, de las llaves de paso de vidrio molido y del glacial ácido acético, hasta el punto de levantar su propio laboratorio juvenil a la sombra del de su padre. Y que su nuevo interés por la ciencia dejó encantados a Enid y Alfred, y que, alentado por ellos, puso todos sus esfuerzos en el empeño de conseguir un trofeo en la feria científica regional de St. Jude. Y que en la biblioteca municipal de St. Jude desenterró un trabajo sobre fisiología de las plantas lo suficientemente oscuro y lo suficientemente simple como para pasar por obra de un muy brillante alumno de octavo. Y que construyó un entorno controlado de madera contrachapada para cultivar avena y que primero fotografiaba los brotes con mucha minucia y luego no volvió a acordarse de ellos en varias semanas, y que cuando fue a pesar el semillero para medir los efectos del ácido giberélico en combinación con un factor químico no identificado, la avena se había convertido en una especie de limo seco y negruzco. Y que él, sin embargo, siguió adelante, asentando en papel graduado los resultados «correctos» del experimento, inventándose los pesos anteriores del semillero por medio de un hábil procedimiento aleatorio, y añadiendo luego los posteriores de modo que aquellos datos ficticios produjeran los resultados «correctos». Y que como ganador del primer puesto en la feria científica consiguió una Victoria Alígera de un metro de altura, chapada en plata, junto con la admiración de su padre. Y que, un año después, por la época en que su padre andaba en los trámites de registro de la primera de sus dos patentes (a pesar de las muchas cuentas pendientes que tenía con su padre, Chip siempre ponía especial cuidado en trasmitir a los demás comensales la idea de que Alfred era, a su modo, un auténtico gigante), Chip empezó a hacer como que estudiaba la población de aves migratorias en un parque situado cerca de unas tiendas de artículos para consumidores de drogas y en una librería y en casa de unos amigos con futbolín y billar. Y que en cierto barranco de ese parque encontró material pornográfico barato ante cuyas páginas deformadas por la humedad, una vez regresado a su casa, en aquel sótano donde él, a diferencia de su padre, nunca había llevado a cabo ningún experimento ni sentido el más leve atisbo de curiosidad científica, se pasaba las horas frotándose en seco la punta de la erección, sin que jamás se le ocurriera pensar que ese atroz desplazamiento perpendicular era precisamente lo que le suprimía el orgasmo (un detalle, éste, en el que tomaban especial placer sus invitados, muchos de los cuales estaban puestísimos en teorías homo), y que, como recompensa a su mendacidad y su abuso del propio cuerpo y su general pereza, le entregaron una segunda Victoria Alígera.

Envuelto en los vapores de la sobremesa, mientras atendía a sus muy complacientes colegas, Chip se sentía seguro en el convencimiento de que sus padres no habrían podido estar más equivocados con respecto a cómo era él y qué camino debía seguir en la vida. Durante dos años y medio, hasta el fiasco de Acción de Gracias en St. Jude, no tuvo problemas en el D—— College. Pero luego Ruthie lo abandonó, y una alumna de primero se precipitó, por así decirlo, a llenar el vacío que la otra acababa de dejar.

Melissa Paquette era la alumna más dotada de la clase de Introducción Teórica a la Narrativa de Consumo que Chip enseñaba durante su tercera primavera en D——. Melissa era una chica majestuosa y teatral de quien los demás alumnos tendían a mantenerse alejados, con desdén, porque no les gustaba, pero también porque ella siempre se sentaba en primera fila, justo enfrente de Chip. Tenía el cuello largo y los hombros anchos y no era exactamente lo que se dice guapa, sino más bien espléndida en lo físico. Tenía el pelo muy liso, color madera de cerezo, como los aceites de motor antes del uso. Siempre llevaba ropa comprada en tiendas de segunda mano, que más bien tendía a no sentarle bien: un traje sport de hombre, de cuadros escoceses, un vestido moda trapecio, de estampado Paisley, un mono gris, modelo mecánico de servicio oficial de reparaciones, con el nombre Randy bordado en el bolsillo pectoral izquierdo.

Melissa no soportaba a nadie que ella considerase tonto. Ya en la segunda clase de Narrativa de Consumo, mientras un tal Chad, un afable muchachito de pelo rastafari (en todas las clases de D—— había siempre, como mínimo, un afable muchachito de pelo rastafari), se empeñaba en resumir las teorías de Thorstein «Webern», Melissa sacó a relucir su sonrisa de suficiencia, buscando la complicidad de Chip. Ponía los ojos en blanco y articulaba «Veblen» con los labios y se agarraba el pelo. Al cabo de muy poco rato, Chip ya estaba prestando más atención a la consternación de Melissa que al discurso de Chad.

—Perdona, Chad —interrumpió ella al fin—. ¿No será Veblen?

—Vebern. Veblern. Eso estoy diciendo.

—No. Estás diciendo Webern. Y es Veblen.

—Veblern. Muy bien. Muchas gracias, Melissa.

Melissa sacudió la melena y se volvió de nuevo en dirección a Chip, una vez llevada a buen término su misión. No prestó atención a las miradas aviesas que le lanzaban los amigos y simpatizantes de Chad. Chip, en cambio, se situó en el rincón más alejado del aula, para disociarse de Melisa, y pidió a Chad que siguiera con su resumen.

Aquella misma tarde, a última hora, delante del cine estudiantil Hillard Wroth, Melissa se abrió paso a empujones entre la multitud para comunicarle a Chip que le estaba encantando Walter Benjamín. A Chip le pareció que se había colocado demasiado cerca. Demasiado cerca, también, se le colocó unos días más tarde, en la fiesta de recepción de Marjorie Garber. Recorrió a galope tendido el Parque de Lucent Technologies (antes Parque Sur) para depositar en manos de Chip uno de los trabajos semanales obligatorios del Curso de Narrativa de Consumo. Apareció de pronto a su lado en un aparcamiento con dos palmos de nieve y, con sus propias manos enfundadas en mitones y su considerable envergadura, ayudó a Chip a dejar el coche libre de nieve. Abrió un sendero con sus botas forradas de piel. No paró de dar golpecitos en la capa de hielo que cubría el parabrisas hasta que él la agarró de la mano y le quitó el rascador.

Chip había copresidido el comité encargado de redactar las muy restrictivas normas del college en lo tocante al trato entre profesores y alumnos. No había en estas normas nada que prohibiera a un alumno echarle una mano a un profesor para desembarazar su coche de nieve; y, por otra parte, Chip tenía plena confianza en su autocontrol, de modo que no había nada que temer. Poco tiempo después empezó a quitarse de en medio cada vez que veía a Melissa en el campus. No quería que acudiese a galope tendido y se le colocara demasiado cerca. Y cuando se sorprendió pensando si aquel color de pelo sería de bote, cortó de raíz tales lucubraciones. Nunca le preguntó si era ella quien había dejado unas rosas delante de la puerta de su despacho el día de san Valentín, ni quiso saber nada el día de Pascua, cuando le llegó una estatuilla de chocolate con la efigie de Michael Jackson.

En clase empezó a llamar a Melissa con menor frecuencia que a los demás alumnos, prestando especial atención a su némesis, el llamado Chad. Chip sabía, sin necesidad de mirarla, que Melissa estaba diciendo que sí con la cabeza, para marcar su comprensión y su solidaridad, mientras él desentrañaba algún pasaje especialmente arduo de Marcuse o Baudrillard. Melissa, por lo general, ignoraba a sus compañeros de clase, salvo cuando de pronto se daba la vuelta para manifestar su vehemente desacuerdo o sacar del error a alguien; sus compañeros, en correspondencia, bostezaban aparatosamente cada vez que ella levantaba la mano.

A fines de semestre, en un cálido viernes, Chip, al volver de su compra semanal, se encontró con que alguien había practicado actos vandálicos en la puerta de su casa. Tres de las cuatro farolas públicas que había en Tilton Ledge estaban fundidas, y la administración del college, evidentemente, estaba esperando a que se fundiera la cuarta para invertir en reposición de material consumible. A la escasa luz, Chip alcanzó a ver que alguien había encajado flores y ramitas —tulipanes, hiedra— en los agujeros de su putrefacta puerta mosquitera.

—Pero ¿qué es esto? —dijo—. Puedo acabar en la cárcel por tu culpa, Melissa.

Quizá dijera otras cosas antes de darse cuenta de que la entrada estaba alfombrada de tulipanes tronchados, otro acto de vandalismo, aún en marcha; y de que no se encontraba solo: de detrás de la mata de acebo que había junto a la puerta surgieron dos jóvenes muy risueños.

—¡Lo siento, lo siento! —dijo Melissa—. ¡Estaba usted hablando solo!

Chip prefirió creer que ella no había oído lo que acababa de decir, pero el caso es que el acebo no estaba ni a dos pasos de distancia. Metió la compra en la casa y encendió la luz. Con Melissa se encontraba Chad, el joven de los ricitos.

—Hola, profesor Lambert —dijo Chad, muy serio.

Llevaba puesto el mono gris de Melissa, y ella una camiseta Libertad para Mumia Abu Jamal que tal vez perteneciera a Chad. Melissa le tenía echado un brazo al cuello y se mantenía con la cadera encajada por encima de la del chico. Estaba arrebolada y sudorosa y muy excitada por alguna razón.

—Estábamos decorando su puerta —dijo.

—Pues, la verdad, Melissa, es un horror —dijo Chad, examinando la obra bajo la poca luz que había. De todos los ángulos colgaban tulipanes mustios. Las matas de hiedra tenían terrones en los peludos pies—. Resulta un poco exagerado llamar a esto «decoración».

—Es porque aquí no se ve nada —dijo ella—. ¿Qué pasa con la luz?

—No hay —dijo Chip—. Esto es el gueto de los bosques. Aquí es donde viven vuestros profesores.

—Esa hiedra es algo patético, colega.

—¿De quién son los tulipanes? —preguntó Chip.

—Son del college —dijo Melissa.

—La verdad es que ni sé por qué hemos hecho esto, colega —dijo Chad, y a continuación toleró que Melissa le abarcara la nariz con la boca y se la chupara, algo que no pareció desagradarle, aunque reaccionara apartando la cabeza—. Yo diría que ha sido más bien idea tuya que mía, ¿verdad?

—Los tulipanes van incluidos en la tasa de matrícula —dijo Melissa, girando un poco para situar el cuerpo más frente a frente con el de Chad. No había vuelto a mirar a Chip desde que éste encendió la luz de la entrada.

—De modo que Hansel y Gretel se han presentado aquí y han encontrado mi puerta mosquitera.

—Lo limpiaremos todo —dijo Chad.

—Dejadlo —dijo Chip—. El martes nos vemos.

Y entró y cerró la puerta y puso en el tocadiscos una música airada de sus tiempos de college.

Cuando llegó la última clase de Narrativa de Consumo ya empezaba a hacer calor. Resplandecía el sol en un cielo henchido de polen, mientras las angiospermas del recién rebautizado Arboreto Viacom florecían con todas sus ganas. Para el gusto de Chip, el aire resultaba desagradablemente íntimo, igual que una zona de agua más caliente en una piscina. Ya tenía sintonizado el vídeo y bajadas las persianas del aula cuando entraron Melissa y Chad y se sentaron en un rincón del fondo. Chip recordó a los alumnos que debían mantener el cuerpo erguido, en posición de crítica activa, en lugar de comportarse como consumidores pasivos, y los alumnos compusieron la postura lo suficiente como para acusar recibo de la recomendación, pero sin llevarla en realidad a la práctica. Melissa, que normalmente era la encarnación de la crítica activa, hoy se sentaba en posición especialmente pasiva, con un brazo cruzado sobre los muslos de Chad.

Para averiguar hasta qué punto dominaban sus alumnos las perspectivas críticas explicadas en clase, Chip les estaba pasando el vídeo de una campaña publicitaria en seis partes llamada «Atrévete, chica». Esta campaña era obra de la misma agencia, Beat Psychology, que había creado «Aulla de rabia» para G—— Electric, «Ensúciame» para C—— Jeans, «J**ida anarquía total», para el W—— Network, «Underground Psicodélico Radical» para E——.com y «Amor & Trabajo» para M—— Pharmaceuticals. «Atrévete, chica» se había emitido por primera vez el otoño anterior, a un episodio por semana, en las pausas publicitarias de una serie de médicos de máxima audiencia. Estaba rodada al estilo en blanco y negro del cinéma-vérité. El contenido, según los respectivos análisis del Times y del Wall Street Journal, era «revolucionario».

Éste era el argumento: Cuatro mujeres que trabajan en una pequeña oficina (la afroamericana encantadora, la rubia tecnófoba de mediana edad, la preciosidad sensata y dura, llamada Chelsea, y la jefa de pelo gris, resplandecientemente bonachona) están siempre juntas y se gastan bromas y, al poco tiempo, al final del segundo episodio, se disponen todas a luchar ante el sorprendentísimo anuncio de que Chelsea lleva casi un año con un bulto en el pecho y no se atreve a ir al médico, porque le da mucho miedo. En el tercer episodio, la jefa y la encantadora afroamericana deslumbran a la rubia tecnófoba utilizando la versión 5 del Global Desktop de la W—— Corporation para obtener la información sobre el cáncer más actual posible y para poner al día a Chelsea en las redes de ayuda mutua y los mejores proveedores de atención médica de la localidad. La rubia, que aprende muy de prisa a amar la tecnología, está maravillada, pero tiene una objeción: «Chelsea no puede pagárselo de ninguna manera». A lo cual replica la jefa angelical: «Yo pongo hasta el último céntimo». No obstante, hacia la mitad del quinto episodio —y ahora viene la inspiración revolucionaria— ya es evidente que Chelsea no logrará sobrevivir al cáncer de pecho. Vienen a continuación varias escenas lacrimógenas, con bromas muy valientes y abrazos muy apretados. En el último episodio la acción vuelve a la oficina, donde la jefa está escaneando una foto de la difunta Chelsea, y la ahora rabiosamente tecnófila rubia está utilizando con mucha pericia la versión 5 del Global Desktop de la W—— Corporation; y vemos, en montaje rápido, cómo en todos los rincones del mundo hay mujeres de todas las edades y todas las razas que sonríen y se secan las lágrimas al ver la imagen de Chelsea en sus Global Desktops. El espectro de Chelsea, en un videoclip digital, solicita: «Ayúdanos a luchar por la curación». El episodio cierra ofreciendo, en muy sobria tipografía, el dato de que la W—— Corporation ha donado más de 10.000.000 de dólares a la American Cáncer Society para contribuir a su lucha por la Curación…

Los muy hábiles valores de producción de una campaña como «Atrévete, chica» podían seducir a los alumnos de primero que aún no hubieran entrado en posesión del necesario utillaje crítico de resistencia y análisis. Chip sentía curiosidad, y algo de miedo, por verificar qué progresos habían hecho sus alumnos. Dejando aparte a Melissa, que redactaba sus trabajos con gran vigor y claridad, no estaba convencido de que ninguno de ellos fuera más allá de repetir como loros las palabras de cada semana. Los alumnos eran cada año un poco más resistentes a la teoría pura y dura. Cada año se retrasaba un poco más el momento de iluminación, de masa crítica. Ahora ya se vislumbraba el final del semestre, y Chip no estaba convencido de que, además de Melissa, hubiera algún otro alumno suyo con capacidad para ejercer un juicio crítico sobre la cultura de masas.

El clima tampoco le estaba haciendo ningún favor. Levantó las persianas y un sol de playa se coló en el aula. Una concupiscencia de verano revoloteaba en torno a las piernas y los brazos desnudos de los chicos y las chicas.

Una joven muy menuda llamada Hilton, una de esas personas tipo chihuahua, apuntó que era «valiente» y «realmente interesante» que Chelsea muriera de cáncer en lugar de salvarse, como cabía esperar en una campaña de promoción.

Chip se mantuvo a la espera, a ver si alguien observaba que era precisamente ese toque argumental conscientemente «revolucionario» el que había generado tanta publicidad en torno al anuncio. En condiciones normales, siempre se podía dar por hecho que Melissa emitiría un comentario así desde su asiento en primera fila. Pero hoy estaba sentada junto a Chad, con la mejilla apoyada en el pupitre. En condiciones normales, cuando algún alumno se quedaba dormido en clase Chip le llamaba inmediatamente la atención. Pero hoy se resistía a pronunciar el nombre de Melissa. Temía que le temblase la voz.

Al final, con una sonrisa tensa, dijo:

—Por si acaso alguno de vosotros ha pasado el otoño en otro planeta, vamos a revisar lo sucedido con estos anuncios. Acordaos de que la Nielsen Media Research tomó la «revolucionaria» decisión de medir independientemente el índice de audiencia semanal del Sexto Episodio. Era la primera vez que se daba el índice de audiencia de un anuncio. Y, una vez medida por Nielsen, la campaña tenía prácticamente garantizada una audiencia enorme cuando la volvieran a emitir en noviembre. Recordemos también que los índices Nielsen vinieron tras toda una semana de cobertura del toque argumental «revolucionario» de la muerte de Chelsea en la prensa, la radio y la televisión. Por Internet se extendió el rumor de que Chelsea existía en la vida real y que de veras había muerto. Y, por inverosímil que parezca, hubo cientos de miles de personas que se lo creyeron. Acordaos de Beat Psychology, que falsificó el historial médico y el personal y los colgó en la página web. Ahora me toca preguntarle a Hilton: ¿qué hay de valiente en el hecho de maquinar un efecto publicitario infalible para una campaña de publicidad?

—Seguía siendo un riesgo —dijo Hilton—. Quiero decir que la muerte es siempre un descoloque. Podía haberles salido mal.

Chip volvió a quedarse esperando, a ver si alguien se ponía de su parte en la discusión. Nadie lo hizo.

—De manera que un planteamiento estratégico totalmente cínico —dijo— se convierte en un acto de valentía artística sólo con que haya un riesgo financiero implícito.

Una brigada de máquinas cortacésped descendió por el parque contiguo al aula, asfixiando la discusión bajo un manto de ruido. El sol resplandecía.

Chip siguió a lo suyo. ¿Era verosímil que la propietaria de una pequeña empresa se gastase el dinero en cubrir los gastos sanitarios de una empleada?

Una alumna contribuyó con el dato de que su jefa del verano pasado se había portado estupendamente con ella y había sido la mar de espléndida.

Chad, sin hacer ruido, trataba de apartar la mano de Melissa, que le estaba haciendo cosquillas, mientras él con la otra mano contraatacaba por la zona de su vientre desnudo.

—¿Chad? —dijo Chip.

Fue impresionante, pero Chad logró contestar la pregunta sin hacérsela repetir.

—Bueno, no era más que una oficina —dijo—. Puede que otra jefa no se hubiera portado tan estupendamente. Pero ésa, en concreto, era estupenda. Nadie pretende que ésa sea la oficina típica, ¿no?

En este punto, Chip trató de plantear el tema de la responsabilidad del arte ante lo Típico; pero también eso murió nada más nacer.

—Total —dijo—, la conclusión es que nos gusta esta campaña. Nos parece que este tipo de anuncios es bueno para la cultura y para el país. ¿De acuerdo?

Hubo encogimientos de hombros y gestos de afirmación en el aula asoleada.

—Melissa —dijo Chip—: no hemos oído tu opinión.

Melissa levantó la cabeza del pupitre, apartó la atención de Chad y, mirando a Chip con los ojos entornados, dijo.

—Sí.

—Sí, ¿qué?

—Que sí, que este tipo de anuncios es bueno para la cultura y para el país.

Chip tuvo que respirar hondo, porque aquello le había dolido.

—Muy bien. De acuerdo —dijo—. Gracias por darnos tu opinión.

—Como si le importara a usted un pito mi opinión —dijo Melissa.

—¿Perdona?

—Como si le importara a usted un pito la opinión de ninguno de nosotros, a no ser que coincida con la suya.

—Aquí no estamos ocupándonos de la opinión de nadie —dijo Chip—. Aquí, de lo que se trata es de aprender a aplicar los métodos críticos a los artefactos textuales. Para eso estoy aquí, para enseñaros eso.

—Pues a mí no me lo parece —dijo Melissa—. A mí lo que me parece es que está usted aquí para enseñarnos a odiar las mismas cosas que usted odia. Porque no me negará que usted odia los anuncios. Se le nota en cada palabra que dice. Los odia usted totalmente.

Los demás alumnos escuchaban arrobados. La relación de Melissa con Chad más bien había ido en perjuicio de la cotización del chico que en beneficio de la cotización de la chica, pero ella, ahora, estaba atacando rabiosamente a Chip, y no como alumna, sino de igual a igual, y la clase no perdía ripio.

—Es verdad que odio los anuncios —reconoció Chad—; pero ésa no es…

—Sí es —dijo Melissa.

—¿Por qué odia usted los anuncios? —intervino Chad.

—Sí, explíquenos por qué los odia —ladró la pequeña Hilton.

Chip miró el reloj del aula. Faltaban seis minutos para que terminara el segundo semestre. Se mesó el pelo con los dedos abiertos y miró en derredor, como tratando de localizar un aliado, pero los alumnos, ahora, lo tenían acorralado, y lo sabían muy bien.

—La W—— Corporation —dijo— está ahora mismo haciendo frente a tres demandas por infracción de las leyes antitrust. Sus ingresos del año pasado fueron superiores al producto interior bruto de un país como Italia. Y ahora, para exprimir dólares del único sector demográfico que aún no domina, pone en marcha una campaña donde se explota el miedo de las mujeres al cáncer de mama y su compasión por las víctimas. ¿Sí, Melissa?

—No es cínica.

—¿Qué es, si no?

—Es un planteamiento muy positivo del trabajo femenino —dijo Melissa—. Es obtener fondos para trabajos de investigación oncológica. Es fomentar que nos examinemos nosotras mismas y que acudamos en busca de ayuda. Es contribuir a que las mujeres sientan como propia la tecnología, en lugar de tenerla por cosa de hombres.

—Muy bien, vale —dijo Chip—. Pero la cuestión no es si nos preocupamos o no nos preocupamos por el cáncer de mama. La cuestión es qué tiene que ver el cáncer de mama con la venta de material informático para oficina.

Chad salió en defensa de Melissa:

—Pero es que ahí está el intríngulis del asunto: que tener acceso a la información te puede salvar la vida.

—¿O sea, que si Pizza Hut coloca una notita sobre el auto examen testicular junto a los copos a la pimienta, ya puede anunciarse como partícipe en la gloriosa y aguerrida lucha contra el cáncer?

—¿Por qué no? —dijo Chad.

—¿Nadie ve nada malo en ello?

Ningún alumno veía nada malo en ello. Melissa, repantigada en su asiento y con los brazos cruzados, mantenía una expresión de estarse divirtiendo a su pesar. Con razón o sin ella, Chip pensó que le había echado abajo en cinco minutos todo un semestre de clases muy bien preparadas.

—Vamos a ver: tengamos en cuenta que W—— en modo alguno habría producido «Atrévete, chica» si no hubiera tenido algo que vender. Y tengamos en cuenta que el objetivo de quienes trabajan para W—— es ejercer sus stock options y retirarse a los treinta y dos, y que el objetivo de quienes poseen acciones de W—— —el hermano y la cuñada de Chip, Gary y Caroline, poseían una buena cantidad de acciones de W—— — es hacerse casas más grandes y comprarse un todoterreno más grande y consumir una parte cada vez mayor de los recursos del planeta, que no son infinitos.

—¿Qué tiene de malo ganarse la vida? —dijo Melissa—. ¿Por qué ha de haber una maldad intrínseca en el hecho de ganar dinero?

—Baudrillard podría argumentar —dijo Chip— que lo malo de una campaña como «Atrévete, chica» estriba en que separa el significante del significado. Que una mujer llorando ya no sólo implica tristeza, sino también «deseo de comprar material informático para oficina». Y significa: «nuestros jefes se preocupan muchísimo por nosotros».

El reloj del aula señalaba las dos y media. Chip hizo una pausa, esperando que sonase el timbre y pusiera fin al semestre.

—Perdóneme —dijo Melissa—, pero todo esto es una chorrada.

—¿A qué le llamas chorrada? —dijo Chip.

—Al curso entero —dijo ella—. Es una nueva chorrada cada siete días. Es un crítico tras otro rasgándose las vestiduras por el estado de la crítica. Ninguno explica exactamente dónde está el problema, pero todos saben sin duda alguna que lo hay. Todos saben que «sociedad anónima» es una expresión soez. Y si alguien se lo pasa bien o gana dinero, ¡qué asco, qué horror! Y es andar a vueltas constantemente con la muerte de tal cosa o tal otra. Y quienes se creen libres no son «verdaderamente» libres. Y quienes se creen felices no son «verdaderamente» felices. Y ya no es posible ejercer una crítica radical de la sociedad, aunque nadie alcance a explicar con precisión qué es lo que tiene de malo la sociedad para que le resulte indispensable esa crítica radical. Es tan típico y tan perfecto que odie usted los anuncios —añadió, mientras el timbre, por fin, resonaba en todo Wroth Hall—. Aquí, las cosas están mejorando día a día para las mujeres, para las personas de color, para los gays y las lesbianas. Todo se integra cada vez mejor, todo se abre cada vez más. Y a usted todo lo que se le ocurre es salir con un estúpido e inconsistente problema de significantes y significados. O sea, que el único modo que tiene usted de denigrar un anuncio muy positivo para las mujeres, porque tiene que denigrarlo, porque tiene que haber algo malo en todo, consiste en afirmar que es malo ser rico y que es malísimo trabajar para una sociedad anónima, y sí, ya sé que ha sonado el timbre.

Cerró su cuaderno de apuntes.

—Muy bien —dijo Chip—. Eso es todo. Habéis cumplido los requerimientos mínimos de Estudios Culturales. Os deseo a todos un buen verano.

No fue capaz de eliminar la amargura de su voz. Se inclinó sobre el aparato de vídeo y se concentró en rebobinar y localizar el arranque de «Atrévete, chica», apretando botones por apretar botones. Notó a su espalda la presencia de unos cuantos alumnos, que quizá se hubieran quedado a agradecerle sus denodados esfuerzos por enseñarles algo, o a decirle que les había gustado mucho el curso; pero él no apartó la mirada del aparato de vídeo hasta que el aula quedó vacía. Luego se fue a casa, a Tilton Ledge, y se puso a beber.

Las acusaciones de Melissa le habían llegado al alma. Nunca había comprendido en todo su alcance hasta qué punto se había tomado en serio el mandato paterno de hacer algo «útil» por la sociedad. Ejercer la crítica de una cultura enferma, aunque nada se consiguiera mediante la crítica en sí, siempre le había parecido un trabajo útil. Pero si la supuesta enfermedad no era tal enfermedad, si el gran Orden Materialista de la tecnología y del apetito consumista y de la ciencia médica estaba en realidad contribuyendo a que viviesen mejor los oprimidos de antaño, si sólo los varones blancos heterosexuales, como Chip, se sentían a disgusto dentro de ese Orden, entonces no quedaba ni la más abstracta utilidad que atribuir a su esfuerzo crítico. Por decirlo en las palabras de Melissa, todo era una chorrada detrás de la otra.

Como se había quedado sin ánimos para trabajar en su nuevo libro, que era lo que tenía previsto para aquel verano, se compró un billete de avión a Londres, pasado de precio, y se plantó a dedo en Edimburgo y se pasó en la visita a una artista escocesa de performances que había dado una conferencia y actuado en D—— el invierno anterior. Al final, el chico de la artista acabó diciéndole: «Tocan retirada, amigo», y Chip se largó con una mochila repleta de libros de Heidegger y Wittgenstein que era incapaz de leer, porque se sentía demasiado solo. Detestaba la idea de ser uno de esos hombres que no pueden vivir sin una mujer, pero el caso es que no había echado un polvo desde que Ruthie lo abandonó. Era el único profesor varón de la historia de D—— que había enseñado Teoría del Feminismo, y comprendía muy bien lo importante que era para las mujeres no equiparar «éxito» con «tener un hombre» y «fracaso» con «no tener un hombre», pero él no era más que un hombre normal que estaba solo, y los hombres normales que están solos no tienen una Teoría del Masculinismo que los exculpe y que los saque de este atolladero, clave de todas las misoginias:

¶ Considerarse incapaz de vivir sin una mujer hace que el hombre se sienta débil.

¶ Y, no obstante, sin una mujer en su vida, el hombre pierde el sentido de la acción y de la diferencia que, para bien o para mal, constituye el fundamento de su masculinidad.

Hubo muchas mañanas, en los verdes parajes escoceses salpicados de lluvia, en que Chip se creyó a punto de superar aquella espúrea limitación sin salida y recobrar su sentido de la identidad y del propósito de la vida, para al final encontrarse, a las cuatro de la tarde, bebiendo cerveza en la cantina de alguna estación, comiendo patatas fritas con mayonesa y tratando de ligarse alguna estudiante yanqui. Como seductor, le sobraba ambivalencia y le faltaba ese acento de Glasgow por el que se derretían literalmente las norteamericanas. Ligó exactamente una vez, con una joven hippie de Oregón que llevaba manchas de ketchup en la camisa y a quien le olía el pelo de tal modo, que Chip se pasó gran parte de la noche respirando por la boca.

Sus fracasos se volvieron más divertidos que sórdidos, sin embargo, cuando, ya de vuelta en Connecticut, dio en deleitar con ellos a sus inadaptados amigos. Le habría gustado averiguar si su depresión escocesa fue producto de una dieta demasiado rica en grasas. El estómago se le revolvía al recordar aquellas grandes y resplandecientes porciones de cualquiera sabe qué pescado, las glaucas tiras de patas lipidosas, el olor a cuero cabelludo y a fritura, o incluso las palabras «Firth of Forth».

En el mercado agrícola semanal que se celebraba en las cercanías de D—— hizo buena provisión de tomates como los de toda la vida, berenjenas blancas y ciruelas de finísima piel. Comió una ruca («rocket», cohete, le llamaban los agricultores de más edad) tan fuerte, que se le saltaron las lágrimas, como le pasaba cuando leía un pasaje de Thoreau. Cuando recordó lo Bueno y lo Saludable comenzó a recuperar su autodisciplina. Se destetó del alcohol, durmió mejor, bebió menos café y empezó a acudir al gimnasio del college dos veces por semana. Se leyó al puñetero Heidegger y no dejó pasar una mañana sin hacer sus estiramientos. Otras piezas del rompecabezas de la autoayuda fueron encajando poco a poco y, durante una temporada, mientras iban regresando al valle de Carparts Creek las bajas temperaturas de la época laboral, llegó a experimentar un bienestar casi thoreauviano. Entre set y set de sus partidos de tenis, Jim Leviton le comunicó que la revisión de su contrato sería una mera formalidad, que no tenía por qué inquietarle la competencia de la otra joven teórica que había en el departamento, es decir, Vendla O’Fallon. En otoño, Chip debía dar clase de Poesía Renacentista y Shakespeare, y ninguna de estas dos materias lo obligaba a reconsiderar sus planteamientos críticos. Mientras se preparaba para el último tramo de su ascenso al Monte de la Renovación, lo reconfortó la idea de viajar ligero de equipaje y, a fin de cuentas, se sintió casi feliz de que no hubiera una mujer en su vida.

Se encontraba en su casa, un viernes de septiembre, preparándose rizos de brócoli con calabaza bellota y abadejo fresco para la cena, y deleitándose de antemano en la noche que iba a disfrutar corrigiendo ejercicios, cuando un par de piernas pasó bailoteando por el ventanuco de su cocina. Conocía ese modo de bailotear. Conocía el modo de caminar de Melissa. No era capaz de pasar junto a una valla de madera sin ir dando golpecitos en las estacas con las yemas de los dedos. Antes de cruzar una puerta tenía que marcarse unos pasos de baile o una rayuela. Hacia atrás, hacia los lados, un brinco, un pasito.

No había arrepentimiento alguno en su modo de llamar a la puerta. A través de la mosquitera, Chip pudo ver que traía consigo una fuente de pasteles recubiertos de glaseado rosa.

—Sí, ¿qué hay? —dijo Chip.

Melissa inclinó hacia abajo las palmas de las manos para mostrarle el contenido de la fuente.

—Pasteles —dijo—. Se me ha ocurrido que a lo mejor le venía bien poner unos pasteles en su vida, en este preciso momento.

No siendo él nada teatral, Chip siempre se sentía en desventaja ante quienes sí lo eran.

—¿Por qué me traes pasteles? —dijo.

Melissa, poniéndose de rodillas, colocó la bandeja encima del felpudo, sobre pulverizados restos de hiedra y tulipanes.

—Yo los dejo aquí —explicó—, y usted hace con ellos lo que le parezca. Adiós.

Desplegó los brazos y se apartó del porche haciendo una pirueta y subió por el sendero de losetas corriendo sobre las puntas.

Chip volvió a su pelea con el filete de abadejo, por cuyo centro corría una falla cartilaginosa de color marrón sangre que estaba dispuesto a eliminar fuese como fuese. Pero el pescado era bastante resistente, y resultaba difícil sujetarlo bien.

—Que te den por saco, niñita —dijo, arrojando el cuchillo al fregadero.

Los pasteles llevaban muchísima mantequilla, y el glaseado también era de mantequilla. Una vez se lavó las manos y abrió una botella de Chardonnay, se comió cuatro de ellos y, sin haber terminado de prepararlo, metió el pescado en el frigorífico. Los pellejos de la calabaza bellota, demasiado hecha, eran como la parte interior de un neumático. Cent ans de cinema érotique, un edificante vídeo que llevaba meses en la estantería, sin conseguir que nadie le echara un somero vistazo, reclamó de pronto su inmediata y plena atención. Bajó las persianas y cató el vino, y se la meneó una y otra vez, y se comió otros dos pasteles, detectando la presencia de menta en ellos, una leve menta de consistencia mantecosa, antes de quedarse dormido.

A la mañana siguiente estaba levantado a las siete, e hizo cuatrocientos abdominales. Sumergió Cent ans de cinema érotique en el agua de fregar los platos, haciéndolo, por así decirlo, no combustible. (Así se había desecho de más de un paquete de cigarrillos, cuando estaba dejando de fumar). No tenía ni idea de qué había querido decir cuando tiró el cuchillo al fregadero. Ni siquiera su voz le había sonado como propia.

Fue a su despacho del Wroth Hall y se puso a corregir trabajos de los alumnos. En un margen escribió: El personaje de Cressida puede informar la elección de nombre de producto por parte de Toyota; que el Cressida de Toyota informe el texto shakespeariano es algo que requiere más argumentación de la que hay en este trabajo. Añadió una exclamación para suavizar la crítica. A veces, cuando destrozaba algún trabajo especialmente débil, añadía unos cuantos smileys.

¡Comprueba la grafía!, exhortó a un alumno que había escrito «Trolio» en vez de «Troilo» en todas y cada una de las ocho páginas que ocupaba su ejercicio.

Y un punto de interrogación, que siempre suaviza. Junto a la frase «Aquí Shakespeare demuestra que Foucault tenía razón en lo relativo a la historicidad de la moral», Chip escribió: ¿Redactar de otra manera? Quizá: «Aquí, el texto shakespeariano casi parece anticiparse a Foucault (¿mejor Nietzsche?)…».

Corrigiendo ejercicios seguía, cinco semanas más tarde, diez o quince mil errores estudiantiles más tarde, en una noche de mucho viento, justo después de Halloween, cuando oyó que alguien hurgaba en la puerta de su despacho. Al abrirla, se encontró con una bolsa barata, llena de caramelos, colgando del pomo de la puerta por la parte de fuera. La donante de tal ofrenda, Melissa Paquette, daba marcha atrás por el pasillo.

—¿Qué haces? —dijo él.

—Sólo pretendo que seamos amigos —dijo ella.

—Muy bien, gracias —dijo él—; pero no lo entiendo.

Melissa regresó por el pasillo adelante. Llevaba un mono blanco de pintor, con peto, y una camiseta térmica de manga larga y calcetines de color rosa muy fuerte.

—Fui a pedir de puerta en puerta. Eso es la quinta parte de mi botín.

Dio un paso de aproximación a Chip y él retrocedió. Lo siguió al interior del despacho y se puso a recorrer el sitio sobre las puntas de los pies, leyendo los títulos de los libros que había en la biblioteca. Chip se apoyó en la mesa y cruzó resueltamente los brazos.

—Voy a dar Teoría del Feminismo con Vendla —dijo Melissa.

—Ése es el siguiente paso lógico, sí. Ahora que has rechazado la tradición nostálgica patriarcal de la teoría crítica.

—Eso es exactamente lo que yo pienso —dijo Melissa—. La lástima es que sea tan mala dando clase. Los que la dieron contigo el año pasado dicen que es un curso estupendo. Pero la idea de Vendla es que hay que sentarse a su alrededor y hablar de nuestros sentimientos. Porque la Vieja Teoría era cosa de la cabeza, comprendes, y, por tanto, la Nueva Teoría Verdadera tiene que ser cosa del corazón. Ni siquiera estoy convencida de que se haya leído todo lo que nos pone para leer.

Por la puerta de su despacho, que había quedado abierta, Chip veía la del despacho de Vendla O’Fallon. La tenía empapelada de saludables imágenes y adagios (Betty Friedan en 1965, resplandecientes campesinas guatemaltecas, una triunfadora del fútbol femenino, un póster Bass Ale de Virginia Woolf, TRASTORNA EL PARADIGMA DOMINANTE), y ello lo hizo pensar, deprimiéndose, en su antigua amiga Tori Timmelman. En lo que a él respectaba, lo que había que preguntarse en cuanto a la ornamentación de puertas era: «¿Es que aún no hemos salido del instituto? ¿Es esto el dormitorio de un adolescente?».

—De modo que, básicamente —dijo—, mi curso te pareció una sarta de chorradas, pero ahora se convierte en una sarta de chorradas de primera clase, porque estás probando las de Vendla.

Melissa se ruborizó.

—Básicamente, sí. Sólo que tú eres mucho mejor profesor. La verdad es que me has enseñado un montón. Era eso lo que quería decirte.

—Pues dicho queda.

—Mis padres se separaron en abril, ¿sabes?

Melissa se tendió en el sofá de cuero modelo college del despacho de Chip y se colocó en postura terapéutica total.

—Durante una temporada me pareció estupendamente que fueras tan contrario a las sociedades anónimas, pero luego, de pronto, empezó a cabrearme. Mis padres tienen un montón de pasta, y no son malos, aunque mi padre acabe de largarse con una tal Vicky, que es algo así como cuatro años más joven que yo. Pero él sigue queriendo a mi madre. Lo sé. Tan pronto como yo salí de casa empezaron a deteriorarse las cosas, pero sé que la sigue queriendo.

—El college dispone de varios servicios —dijo Chip, sin descruzar los brazos— para alumnos que están pasando por situaciones como ésa.

—Sí, gracias. En conjunto, lo estoy haciendo maravillosamente, menos en lo de haberme comportado groseramente contigo en clase, aquel día.

Melissa se quitó los zapatos utilizando el brazo de sofá como banco de apoyo y dejó que cayeran el suelo. Chip observó que unas blandas curvas de tejido térmico se extendían a ambos lados del peto de su mono.

—Tuve una niñez magnífica —dijo ella—. Mis padres siempre fueron mis mejores amigos. Me enseñaron en casa y no me hicieron ir al colegio hasta séptimo. Mi madre estaba estudiando medicina en New Haven y mi padre tenía un grupo punk, los Nomatics, que andaba de gira, y, en el primer concierto punk a que asistió, mi madre salió con mi padre y acabó la noche en su habitación del hotel. Ella dejó la facultad, él dejó los Nomatics, y no volvieron a separarse. Totalmente romántico. Aunque mi padre tenía un dinero procedente de un fondo fiduciario, y lo que hicieron después fue realmente maravilloso. Había todas esas nuevas ofertas públicas iniciales, y mi madre estaba harta de tanta biotécnica y de tanto leer el Journal of the American Medical Association, y Tom, mi padre, pescó muy bien la parte numérica del asunto, y juntos hicieron unas inversiones estupendas. Clair, mi madre, se dedicó exclusivamente a ocuparse de mí, y andábamos por ahí todo el día, comprendes, y yo me aprendí la tabla de multiplicar, etcétera, y siempre estábamos juntos, los tres. Estaban tan enamoradísimos. Y fiesta todos los fines de semana. De modo que en un momento determinado se nos ocurrió: conocemos a todo el mundo, somos muy buenos inversores, ¿por qué no montamos un fondo común de inversión? Y eso hicimos. Y fue increíble. De hecho, todavía es un fondo de inversión estupendo. ¿Cómo se llama? Westportfolio Biofund Forty. Pusimos en marcha otros fondos, también, cuando el ambiente se hizo más competitivo. En la práctica, estás obligado a ofrecer servicios plenos. Eso es lo que le decían a Tom los inversores institucionales, en todo caso. De modo que puso en marcha esos otros fondos, que, por desgracia, en su mayor parte se han venido abajo. Creo que ése es el gran problema que hay entre Tom y Clair. Porque el Biofund Forty, donde es ella quien decide, sigue funcionando estupendamente. Y ahora está deprimida y acongojada. Se ha atrincherado en la casa y no sale jamás. Mientras, Tom está empeñado en presentarme a la tal Vicky, que por lo visto es divertidísima y le encanta patinar. Pero el caso es que todo el mundo sabe que mi padre y mi madre están hechos el uno para el otro. Son perfectamente complementarios. Estoy convencida de que si supieras lo guay que se pasa montando una empresa, y lo estupendo que es cuando empieza a entrar el dinero, y lo romántico que puede resultar, no serías tan duro.

—Posiblemente —dijo Chip.

—El caso es que pensé que contigo se podría hablar. En conjunto, estoy llevándolo maravillosamente, pero tampoco me vendría mal un amigo, la verdad.

—¿Qué tal Chad? —preguntó Chip.

—Muy majo. Ideal para tres fines de semana —Melissa levantó una pierna del sofá y situó un pie enfundado en nailon contra el muslo de Chip, muy cerca de la cadera.

—No es fácil imaginar dos personas menos compatibles a largo plazo que ese chico y yo.

Chip percibía, a través de los vaqueros, los intencionados movimientos que ella hacía con los dedos de los pies. Estaba atrapado contra su mesa de trabajo, de modo que, para escaquearse, tuvo que agarrar la pierna por el tobillo y dejarla caer sobre el sofá. Melissa, inmediatamente, le retuvo la muñeca con ambos pies, color de rosa, y trató de atraerlo hacia ella. Todo resultaba la mar de divertido, pero la puerta estaba abierta, las luces encendidas, las persianas levantadas y había alguien en el vestíbulo.

—Las normas —dijo él, apartándose—. Hay normas.

Melissa se dejó caer del sofá al suelo, se levantó y se aproximó a Chip.

—Son unas normas estúpidas —dijo—, cuando alguien te gusta de verdad.

Chip retrocedió hacia la puerta. Al otro extremo del vestíbulo, junto a la administración del departamento, una mujer diminuta, con cara de tolteca y uniforme azul, pasaba la aspiradora.

—Hay muy buenas razones para que las normas existan —dijo.

—O sea, que no puedo ni abrazarte un poco.

—Exacto.

—Qué estupidez.

Melissa se metió en sus zapatos y se situó junto a Chip, en la puerta. Le dio un beso en la mejilla, muy cerca de la oreja.

—Pues hasta luego.

Chip la vio alejarse, deslizándose de lado y haciendo piruetas, por el vestíbulo adelante, hasta perderse de vista. Le llegó el ruido de una salida de incendios al cerrarse con estrépito. Pasó minuciosa revista a todas y cada una de las palabras que acababa de pronunciar, y se otorgó un sobresaliente en actitud correcta. Pero cuando volvió a Tilton Ledge, donde ya se había fundido la última de las farolas públicas, sufrió una inundación de soledad. Para borrar la memoria táctil del beso de Melissa, y sus pies tan vivos y tan cálidos, llamó a un antiguo compañero de college de Nueva York y quedó en comer con él al día siguiente. Cogió Cent ans de cinema érotique de la estantería donde, en previsión de una noche como la que se le venía encima, había vuelto a colocarlo, tras la inmersión en agua de fregar los platos. La cinta aún funcionaba. La imagen, sin embargo, se veía con algo de nieve, y cuando llegó el primer trozo verdaderamente interesante, una secuencia de habitación de hotel con doncella licenciosísima, la nieve se trocó en niebla espesa, y la pantalla se puso azul. El aparato emitió una tosecilla seca. Aire, necesito aire, parecía decir. La cinta se había salido de sitio y estaba enrollándose al endoesqueleto de la máquina. Chip extrajo el cajetín y varios puñados de cinta de poliéster, pero inmediatamente se rompió algo, y el aparato escupió una bobina de plástico. Bueno, por supuesto, son cosas que pasan. Pero el viaje a Escocia había sido un Waterloo financiero, y no podía comprarse un vídeo nuevo.

Tampoco era Nueva York, en un sábado frío y lluvioso, la cura que necesitaba. Todas las aceras del bajo Manhattan estaban sembradas de etiquetas antirrobo, con su espiral metálica. Las etiquetas quedaban pegadas a la acera con el pegamento más fuerte del mundo, y Chip, tras la consabida compra de quesos de importación (que efectuaba, sin falta, en todas sus visitas a Nueva York, para no volverse a Connecticut sin haber hecho algo de provecho, y ello a pesar de que resultara un poquitín deprimente comprar el mismo baby Gruyere y el mismo Fourme d’Ambert en la misma tienda, tras lo cual se veía abocado a considerar el fracaso generalizado del consumismo en cuanto camino hacia la felicidad humana), y tras haber almorzado con su antiguo compañero (que acababa de abandonar la enseñanza de la antropología para incorporarse a la nómina de Silicon Alley en calidad de «psicólogo de marketing», y que ahora aconsejaba a Chip que espabilase de una vez e hiciera lo mismo), regresó a su automóvil para encontrarse con que cada uno de sus quesos envueltos en plástico estaba protegido por su propia etiqueta antirrobo y que, de hecho, él llevaba pegado en la suela un fragmento de etiqueta antirrobo.

Tilton Ledge lo esperaba cubierto de escarcha y muy oscuro. En el buzón encontró una carta de Enid en que lamentaba los fracasos morales de Alfred («se pasa el día sentado en su sillón, todo el día, todos los días»), y un prolijo perfil de Denise, con un recorte de la revista Filadelfia, con una reseña babosamente elogiosa de su restaurante, Mare Scuro, y con una glamorosa foto a toda página de su joven jefa de cocina Denise, en la foto, llevaba vaqueros y una camiseta sin mangas y era toda hombros musculosos y pectorales satinados («Muy joven, aunque muy buena: Lambert en su cocina», decía el pie de foto), y aquello, pensó Chip amargamente, era la mierda de siempre, la chica objeto que vende revistas. Unos años atrás, las cartas de Enid nunca dejaban de contener un párrafo de desesperación por culpa de Denise y el inminente fracaso de su matrimonio, con frases como es demasiado VIEJO para ella subrayadas con doble trazo, y también un párrafo festoneado de emocionadas y orgullosos referidas al cargo de Chip en el D—— College, y aunque Chip conocía la gran habilidad de Enid para enfrentar a sus hijos entre ellos, y aunque le constara que todas sus alabanzas eran armas de doble filo, le producía un gran desánimo que una chica tan lista y tan íntegra como Denise se hubiera avenido a utilizar su cuerpo con propósitos mercantiles. Tiró el recorte a la basura. Desplegó la mitad del Times del domingo que se entrega los sábados y —sí, sí, lo sabía muy bien, se estaba contradiciendo— recorrió el suplemento en busca de anuncios de ropa interior o de baño, para descansar en ellos sus fatigados ojos. No encontró ninguno, y se puso a leer la «Revista de Libros», en cuya página 11 un libro de memorias llamado Daddy’s Girl (La preferida de papá), de Vendla O’Fallon, recibía los calificativos de «asombroso» y «valiente» y «hondamente gratificante». El nombre no era nada frecuente, pero a Chip ni siquiera se la había pasado por la cabeza la posibilidad de que Vendla publicara un libro, de modo que se negó a creer que fuese ella la autora de Daddy’s Girl, hasta que, al final de la reseña, tuvo que rendirse a la evidencia, porque allí decía: «O’Fallon, profesora del D—— College…».

Cerró la «Revista de Libros» y abrió una botella.

En teoría, Vendla y él estaban en cola para ser nombrados profesores titulares de Artefactos Textuales, pero la realidad era que el departamento ya tenía demasiados profesores. El hecho de que Vendla se desplazara todas las mañanas desde Nueva York (infringiendo así una norma no escrita del college, según la cual todos los profesores debían vivir en el campus), de que se saltara las reuniones más importantes y de que impartiera clase sobre toda víscera posible, todo ello venía constituyendo, desde hacía tiempo, una continuada fuente de placer para Chip. Seguía muy por delante de ella en publicaciones académicas, en las evaluaciones de los estudiantes y en el apoyo de Jim Leviton; pero resultó que no le hicieron ningún efecto los dos vasos de vino.

Se estaba sirviendo el cuarto cuando sonó el teléfono. Era Jackie, la mujer de Jim Leviton.

—Sólo te llamo para que sepas que Jim va a recuperarse —dijo.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Chip.

—Bueno, está descansando. Estamos en el hospital de St. Mary.

—¿Qué ha ocurrido?

—Mira, Chip: le he preguntado si cree que va a poder jugar al tenis y ¿sabes qué? ¡Me ha dicho que sí! Le he dicho que te iba a llamar y él ha dicho que sí, que estaba bien para jugar al tenis. Su capacidad de movimiento parece completamente normal. Completamente normal. Y está lúcido, eso es lo importante. Ésa es la buena noticia, Chip. Le brillan los ojos. Es el mismo de siempre.

—Jackie, ¿ha tenido un ataque?

—Va a necesitar rehabilitación —dijo Jackie—. Ni que decir tiene que ésta va a ser su fecha de retiro efectivo, Chip, y conste que, en lo que a mí respecta, es una verdadera bendición. Ahora podemos hacer algunos cambios, y dentro de tres años… Bueno, la rehabilitación no va a durar tanto. De modo que, sopesándolo todo, el resultado es que vamos a ir por delante en este juego. Le brillan los ojos, Chip. Es el mismo de siempre.

Chip apoyó la frente en la ventana de la cocina y situó la cabeza de modo que le resultara posible abrir un ojo directamente en contacto con el frío y húmedo cristal. Sabía lo que iba a hacer.

—¡El mismo Jim de siempre! —dijo Jackie.

El jueves siguiente Chip invitó a Melissa a cenar e hizo el amor con ella en su tumbona roja. El capricho de comprarse esa tumbona le vino en los días en que pagar ochocientos dólares por un súbito amor a las antigüedades resultaba algo menos suicida desde el punto de vista financiero. La tumbona tenía el respaldo inclinado en ángulo erótico, con los almohadillados apoyabrazos echados hacia atrás; el relleno de su torso y de su abdomen henchía el cuero, tensando el capitoné como si fuera a hacer saltar los botones que lo retenían. Interrumpiendo su abrazo inicial con Melissa, Chip se excusó por un segundo para apagar las luces de la cocina y pasar por el cuarto de baño. Cuando regresó al salón, la encontró repantigada en la tumbona, luciendo sólo el pantalón de su traje sport de cuadros escoceses. Con aquella luz, cualquiera podría haberla tomado por un hombre lampiño y de mucha teta. Chip, más favorable a lo homosexual en la teoría que en la práctica, odiaba aquel traje y habría preferido que Melissa no lo llevara puesto. Aun después de haberse quitado los pantalones persistía en su cuerpo un residuo de confusión sexual, por no mencionar ese castigo de las fibras sintéticas, el fétido olor corporal. Pero de sus braguitas, que, para gran alivio de Chip, eran delicadas y ligeras —sin la más leve ambigüedad sexual—, saltó una especie de conejillo cálido y lleno de afecto, un húmedo animal con autonomía de movimientos. Era más de lo que Chip podía soportar, o casi. No había dormido ni dos horas durante las dos noches anteriores y tenía la cabeza repleta de alcohol y las tripas llenas de gases (no lograba recordar por qué había hecho cassoulet para cenar; quizá porque sí, sencillamente), y le preocupaba no haber cerrado con llave la puerta principal, o que hubiera algún resquicio en las persianas, porque podía pasar por allí un vecino y probar a ver si abría y meterse en el porche y mirar por la ventana de la cocina y verlo en plena infracción de los apartados I, II y VI de las normas a cuya redacción él mismo había aportado su granito de arena. En conjunto, para él fue una noche de desasosiego y de concentración obtenida con esfuerzo, una noche marcada por intermitencias de placer acelerado; menos mal que Melissa, al menos, daba la impresión de encontrarlo todo muy excitante y muy romántico. Pasaban las horas y no se le borraba de la cara aquella sonrisa en forma de U.

Fue propuesta de Chip, tras un encuentro amoroso en Tilton Ledge especialmente estresante, que Melissa y él abandonaran el campus durante el fin de semana de Acción de Gracias y buscaran en Cape Code una casita donde no sentirse observados ni juzgados; y fue propuesta de Melissa, mientras, amparándose en las sombras de la noche, salían por la puerta este de D——, apenas utilizada, que hicieran alto en Middletown para comprarle droga a un amigo suyo de tiempos del instituto, que estaba en la Wesleyan University. Chip se quedó esperando en el coche, delante del Recinto Ecológico de la Wesleyan, impresionantemente blindado contra las inclemencias del tiempo, tamborileando en el volante de su Nissan con tanta fuerza que se le hinchaban los dedos, porque era imprescindible no pensar en lo que estaba haciendo. Había dejado atrás una cordillera de ejercicios y exámenes sin corregir y aún no había encontrado tiempo para visitar a Jim Leviton en la unidad de rehabilitación. Que Jim hubiera perdido la capacidad del habla y que ahora forzase penosamente la mandíbula y los labios para formar palabras, que se hubiera convertido —según contaban los colegas que lo habían visitado— en una persona colérica, hacía que a Chip le apeteciera aún menos visitarlo. Ahora estaba en racha de evitar cualquier cosa que pudiera conducirlo a experimentar un sentimiento. Estuvo dando golpecitos en el volante hasta que se le quedaron tiesos los dedos y empezaron a arderle, y Melissa salió del Recinto Ecológico. Trajo al automóvil un olor a leña y a lechos de pétalos secos, a lo que huele una aventura amorosa de finales de otoño. Le puso en la palma de la mano a Chip una tableta dorada con lo que parecía ser el logotipo de la vieja Midland Pacific Railroad, pero sin el texto.

—Tómatelo —le dijo ella, mientras cerraba la puerta del automóvil.

—¿Qué es esto? ¿Una especie de éxtasis?

—No. Es Mexican A.

A Chip le entró la ansiedad cultural. Estaba aún muy cercano el tiempo en que no había una droga que él no conociera.

—¿Qué hace?

—Todo y nada —dijo ella, tragándose una pastilla—. Ya verás.

—¿Qué te debo por esto?

—No te preocupes.

Durante un rato, la droga, en efecto, dio la impresión de no hacer nada. Pero en la zona industrial de Norwich, cuando todavía les quedaban dos o tres horas para llegar a Cape Cod, Chip bajó el volumen del hip hop que había puesto Melissa y comunicó a ésta:

—Tenemos que parar ahora mismo a echar un polvo.

Ella se rio.

—Supongo que sí.

—Voy a aparcar en el arcén —dijo él.

Ella volvió a reírse.

—No, vamos mejor a buscar una cama.

Pararon en un albergue de la cadena Comfort Inn que había perdido la franquicia y ahora se llamaba Comfort Valley Lodge. La recepcionista de noche era obesa y tenía el ordenador colgado. Tomó nota manual del ingreso de Chip, respirando trabajosamente, como quien acaba de sufrir un mal funcionamiento del sistema. Chip colocó una mano en el vientre de Melissa y estaba a punto de introducirla por debajo del pantalón cuando se le ocurrió pensar que meterle mano a una mujer en público no sólo no era correcto, sino que además podía traerle problemas. Por muy parecidos motivos, puramente racionales, se suprimió el impulso de sacarse el pito de los pantalones y enseñárselo a la sudorosa y resollante empleada. No pensó que le interesara verlo.

Hizo que Melissa se tendiera en la moqueta de la habitación 23, perdigada de quemazones de cigarrillo, sin molestarse siquiera en cerrar la puerta.

—Es muchísimo mejor así —dijo ella, cerrando la puerta con el pie. Se quitó los pantalones de un tirón, aullando prácticamente de placer—. ¡Es muchísimo mejor así!

Chip no se vistió en todo el fin de semana. La toalla que se puso para abrirle la puerta al pizzero se le cayó antes de que el hombre pudiera darse media vuelta.

—Hola, cariño mío, soy yo —dijo Melissa a su teléfono móvil, mientras Chip, tendido a su lado, le trabajaba el cuerpo. La chica, manteniendo libre el brazo del teléfono, emitía sonidos filiales de apoyo—. Ay, ay… Ay, ay… Claro, claro… No, eso es muy difícil, mamá… Que no, que tienes razón, que eso es muy difícil —repitió, con un centelleo en la voz, en tanto que Chip ajustaba la postura para obtener un poquito más de deliciosa penetración mientras se corría.

El lunes y el martes le dictó prolongados fragmentos de un trabajo trimestral sobre Carol Gilligan, porque Melissa estaba demasiado cabreada con Vendla O’Fallon como para escribirlo ella. Su recuerdo casi fotográfico de las exposiciones de Gilligan y su dominio total de la teoría lo excitaron de tal manera que le dio por atizar el pelo de Melissa con la erección. Luego pasó la punta, arriba y abajo, por el teclado del ordenador y dejó un borrón brillante en la pantalla de cristal líquido.

—Cariño —dijo ella—, haz el favor de no corrérteme en el PC.

Él le apretó las mejillas y los oídos y le hizo cosquillas en las axilas y finalmente la puso contra la puerta del cuarto de baño mientras ella lo bañaba en su sonrisa de color cereza.

Todas las noches, a la hora de cenar, cuatro noches consecutivas, Melissa abría la maleta y sacaba otras dos tabletas doradas. Luego, ya el miércoles, Chip la llevó a un multicine y por el precio especial de la matinée vieron de gorra otra película y media. Cuando volvieron al Comfort Valley Lodge, tras una cena tardía a base de tortitas, Melissa llamó a su madre y la conversación se prolongó de tal modo que Chip se quedó dormido sin haberse tomado su pastilla.

Despertó el día de Acción de Gracias iluminado por la luz grisácea de su yo sin drogas. Durante un buen rato, mientras escuchaba los escasos ruidos del tráfico vacacional de la Route 2, no consiguió localizar qué era lo que había cambiado. En el cuerpo dormido a su lado había algo que lo hacía sentirse incómodo. Le vino el impulso de darse la vuelta y hundir el rostro en la espalda de Melissa, pero pensó que la chica tenía que estar harta de él. Difícilmente le entraba en la cabeza que no le hubieran molestado sus agresiones, tanto apretujón, tanto agarrarla por todas partes, tanto zarandeo; que no la hubieran hecho sentirse como una especie de trozo de carne puesto a su entera disposición.

En cuestión de segundos, igual que un mercado bajo el impacto del pánico vendedor, se encontró sumido en la vergüenza y los complejos. No podía seguir ahí acostado ni un momento más. Se puso los calzoncillos y agarró al paso la bolsa de aseo de Melissa y se encerró en el cuarto de baño.

Su problema consistía en un ardiente deseo de no haber hecho lo que había hecho. Y su cuerpo, su química, tenía una clarísima percepción intuitiva de qué era lo que tenía que hacer para que desapareciera ese ardiente deseo. Tenía que meterse otro Mexican A.

Registró minuciosamente la bolsa de aseo. Nunca le había parecido posible tamaña dependencia de una droga sin ningún toque hedonístico, una droga que la noche antes de su quinta y última toma ni siquiera había tenido la sensación de necesitar para nada. Desenroscó los lápices de labios de Melissa y extrajo dos tampones gemelos de un estuche de plástico y hurgó con una horquilla en el frasco de limpiador cutáneo. Nada.

Con la bolsa en la mano, volvió al dormitorio, donde ya había penetrado la plena luz del día, y musitó el nombre de Melissa. En vista de que no obtenía respuesta, se puso de rodillas y empezó a registrar su maleta de lona. Rebuscó con los dedos en las copas vacías de los sujetadores. Estrujó los rollos de calcetines. Palpó los diversos bolsillos y compartimentos privados de la maleta. Esta nueva y diferente violación de Melissa le resultaba sensacionalmente dolorosa. A la luz anaranjada de su vergüenza, se sintió como si estuviera abusando de los órganos internos de la chica; como un cirujano que le manoseara atrozmente los jóvenes pulmones, que le mancillara los riñones, que le hincara el dedo en el perfecto y tierno páncreas. La suavidad de sus pequeños calcetines, que más pequeños aún habrían sido no mucho tiempo antes, en la cercanísima infancia de Melissa, y la imagen de una brillante alumna de segundo año preparando las maletas para irse de viaje con su muy estimado profesor… Cada una de aquellas asociaciones sentimentales añadía leña al fuego de su vergüenza, cada imagen le recordaba la grosera y nada divertida comedia que le había infligido a la chica. A topetazos en el culo, gruñendo como un cerdo. Con las pelotas zarandeándosele frenéticamente.

Su bochorno había alcanzado tal grado de ebullición, que bien podía reventar y destrozarle cosas dentro del cerebro. No obstante, sin quitar ojo del bulto durmiente de Melissa, se las apañó para volver a hurgarle en la ropa. Tuvo que estrujar y manosear de nuevo cada objeto para llegar a la conclusión de que el Mexican A tenía que estar en el bolsillo lateral exterior de la maleta. Descorrió la cremallera diente por diente, apretando los suyos, para mejor sobrevivir al ruido. Había abierto lo suficiente como para introducir la mano en el bolsillo lateral (y la zozobra por esta última penetración le produjo nuevos accesos de memoria inflamable; era una verdadera mortificación para él pensar en cada una de las libertades manuales que se había tomado con Melissa aquí, en la habitación 23, por culpa de la insaciable avidez lujuriosa de sus dedos; ojalá hubiera podido dejarla en paz), cuando tintineó el teléfono móvil que habían dejado encima de la mesilla de noche, y Melissa se despertó con un gemido.

Sacó inmediatamente la mano del lugar prohibido, corrió al cuarto de baño y se dio una prolongada ducha. Cuando volvió al dormitorio, Melissa estaba ya vestida y tenía la bolsa preparada. Su aspecto, a la luz del día, estaba totalmente desprovisto de carnalidad. Silbaba una alegre cancioncilla.

—Cambio de planes, cariño —dijo—. Mi padre, que en realidad es un tipo encantador, va a pasar el día en Westport. Y yo quiero estar allí con ellos.

Chip habría querido no sentir la vergüenza, lo mismo que ella no la sentía; pero mendigarle otra pastilla le resultaba extremadamente embarazoso.

—¿Y qué hay de nuestra cena?

—Lo siento. Es verdaderamente importante que esté allí.

—O sea que no basta con que te pases dos horas al día charloteando por teléfono con ellos.

—Lo siento, Chip, pero estamos hablando de mis dos mejores amigos.

A Chip nunca le había parecido bien lo que le contaba ella de Tom Paquette: al principio, rockero aficionado; luego, niñato de fondo fiduciario; para al final marcharse con una patinadora. Y, durante los últimos días, la ilimitada capacidad de Clair para hablar de sí misma sin parar, mientras Melissa escuchaba, le habían ganado también la animadversión de Chip.

—Muy bien. Pues te llevo a Westport —dijo él.

Melissa sacudió la cabeza de modo tal que la melena le recorrió la espalda de un lado a otro.

—No seas loco, cariño.

—Si no quieres ir a Cape Cod, no quieres ir a Cape Cod. Te llevo a Westport.

—Muy bien. ¿Te vistes?

—Lo único, Melissa, es que, la verdad, hay algo un poco enfermizo en estar tan cerca de los propios padres.

Ella no dio señal de haberlo oído. Fue al espejo y se puso rímel. Se pintó los labios. Chip seguía plantado en mitad de la habitación, con una toalla en la cintura. Se sentía egregiamente repulsivo. Le constaba que Melissa tenía todos los motivos del mundo para estar asqueada de él. Aun así, quería dejar las cosas claras.

—¿Entiendes lo que te digo?

—Cariño, Chip —juntó los labios recién pintados—, vístete, anda.

—Te digo, Melissa, que los hijos no deben llevarse bien con sus padres; que tus padres no deben ser tus mejores amigos; que ha de haber algún tipo de rebeldía. Así es como llegas a definirte en cuanto individuo.

—Así será como te definiste tú —dijo ella—. Pero, mira, tampoco eres el spot del perfecto adulto.

Él absorbió aquello con una sonrisa.

—Yo me gusto a mí misma —dijo ella—. Tú, en cambio, no pareces gustarte un pelo.

—También tus padres parecen muy a gusto consigo mismos —dijo Chip—. Se diría que en vuestra familia todos estáis la mar de a gusto con vosotros mismos.

Nunca antes había visto a Melissa enfadada de verdad.

—Me quiero a mí misma —dijo—. ¿Qué hay de malo en ello?

Chip no era capaz de explicarle qué había de malo en ello. No era capaz de explicar qué había de malo en nada de lo tocante a Melissa: sus padres y el amor que a sí mismos se tenían, su teatralidad y su confianza, su enamoramiento del capitalismo, su falta de amigos de su edad. La sensación que tuvo el último día de Narrativa de Consumo, la sensación de estar en un completo error desde todos los puntos de vista, que al mundo no le ocurría nada malo, que no había nada malo en ser feliz, que el problema era suyo y sólo suyo, le volvió con tanta fuerza, que se vio obligado a sentarse en la cama.

—¿Cómo andamos de material? —preguntó.

—No nos queda nada —le contestó Melissa.

—Vale.

—Pillé seis tabletas y cinco de ellas te las metiste tú.

—¿Qué?

—Y evidentemente fue un tremendo error no haberte dado las seis.

—¿Qué has tomado tú?

—Advil, cariño —su tono, en este último apelativo, había pasado de levemente irónico a descaradamente irónico—. Para las agujetas.

—Nunca te pedí que pillaras el Mexican A.

—No, directamente, no —dijo ella.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Anda que nos íbamos a haber divertido mucho sin el Mexican A…

Chip no le pidió que se explicase. Temía que la explicación consistiese en decirle que había sido un amante espantoso e inseguro hasta que tomó la droga. Y por supuesto que había sido un amante espantoso e inseguro, pero con la esperanza de que ella no se hubiese dado cuenta. Bajo el peso del nuevo oprobio, y sin droga a la vista que le permitiese aliviarlo, inclinó la cabeza y se presionó el rostro con las manos. Cedía la vergüenza y entraba en hervor la cólera.

—¿Vas a llevarme a Westport? —le preguntó Melissa.

Él dijo que sí con la cabeza, pero ella no debió de captar el gesto, porque la oyó pasar las páginas de la guía de teléfonos y luego pedir un taxi a New London. La oyó decir:

—El Comfort Valley Lodge. Habitación veintitrés.

—Te voy a llevar a Westport —dijo él.

Ella cerró el teléfono.

—No, no te preocupes.

—Melissa, anula el taxi. Yo te llevo.

Ella abrió las cortinas traseras de la habitación, dejando expuesto un paisaje de cercas Cyclone, arces tiesos como palos y la parte trasera de una planta de reciclado. Ocho o diez copos de nieve caían lánguidamente. A oriente se veía un trozo de cielo desnudo, una zona desgastada de la manta de nubes a cuyo través se abría camino la luz del sol. Chip se vistió rápidamente, sin que Melissa dejara de darle la espalda. Si no se hubiera hallado en tal condición de insólito bochorno, se habría acercado a la ventana y le habría puesto las manos en los hombros y ella se habría dado la vuelta y lo habría perdonado. Pero se notaba un ánimo depredador en las manos. Se la imaginó apartándose de él, y el caso era que no estaba totalmente convencido de que alguna siniestra porción de sí mismo no sintiera deseos de violarla, de darle un escarmiento por gustarse de un modo en que él no podía gustarse. Cuánto odiaba y cuánto amaba su voz cantarina, sus brinquitos al andar, la serenidad de su amor propio. Ella era ella misma, y él no era él mismo. Y se daba cuenta de que estaba perdido, de que la chica no le gustaba, pero que la iba a echar desastrosamente de menos.

Melissa marcó otro número.

—Oye, cariño mío —le dijo a su móvil—, voy camino de New London. Cogeré el primer tren que pase… No, no, es sólo que quiero estar con vosotros… Totalmente… Sí, totalmente… Vale, besito, besito. Os veré cuando os vea… Sí.

Fuera sonó una bocina.

—Ya está aquí el taxi —le dijo a su madre—. Muy bien, vale. Besito, besito. Adiós.

Se encajó en la chaqueta, encogiendo los hombros, agarró la bolsa y bailó un valsecito por la habitación. Al llegar a la puerta puso en general conocimiento que se iba.

—Hasta luego —dijo, casi mirando a Chip.

Éste, mientras, no sabía qué pensar, no sabía si Melissa era una persona inmensamente bien ajustada o seriamente desequilibrada. Oyó el ruido de la puerta del taxi, oyó la aceleración del motor. Se acercó a la ventana y alcanzó a vislumbrar el pelo color madera de cerezo por la ventanilla trasera de un taxi rojo y blanco. Decidió que, tras cinco años de abstinencia, había llegado la hora de comprar tabaco.

Se puso una chaqueta y cruzó grandes extensiones de asfalto sin fijarse en los peatones. Metió dinero en una ranura de una máquina a prueba de balas que había en el pequeño centro comercial.

Era la mañana del día de Acción de Gracias. Había dejado de neviscar y el sol hacía amago de asomarse. Oyó el chasquido vibrátil de unas alas de gaviota. La brisa tenía un tacto de plumas y era como si no alcanzase a tocar el suelo. Chip se sentó en una barandilla gélida y fumó y halló confortación en la inquebrantable mediocridad del comercio norteamericano, en la falta de pretensiones del equipamiento viario, de metal y plástico. El sonido seco de la boquilla de una manga de gasolina, indicando que el depósito de un automóvil ya estaba lleno: lo humilde y presto de su servicio. Y una pancarta de La gran panzada por 99 centavos, henchida de viento, rumbo a ninguna parte, con los cabos de nailon dando latigazos y chirriando, sujetos a un estandarte galvanizado. Y los números negros, sin serif o remate, de los precios del carburante, la superabundancia de números 9. Y las berlinas de fabricación norteamericana desplazándose por la vía de acceso a velocidades casi estacionarias, por debajo de los cincuenta. Y los gallardetes de plástico de color naranja y amarillo, tremolando por encima de los cables tensores.