El primer viaje

¡Liverpool! ¡La estación central de ferrocarril de Lime Street! Me quedé de pie en el andén y me dispuse a asimilar las imágenes que me rodeaban. No estaba tan mal después de todo’. Observé las escenas que se sucedían a mi alrededor y reparé en una imagen de mí mismo, reflejada en la ventanilla del tren: bien vestido, una gabardina por encima del hombro, un corte de pelo elegante, dinero, un título de capacitación de la marina mercante en el bolsillo y dos maletas llenas de ropa de primerísima calidad… ¡No estaba nada mal! No estaba mal para un chico de dieciséis años. Eché a andar hacia la salida principal, dejando atrás la parada de taxis y me dirigí a Lime Street. De pie en el mismo lugar donde solía traficar con mi cuerpo, saqué un cigarrillo y lo encendí. No había vuelta atrás posible. La calle familiar, con el bullicio del tráfico, me retuvo allí más tiempo del que había pretendido en un principio. No estoy seguro de si la sensación que tenía era de triunfo o de dolor. Puede que de ambas cosas. Recorrí la manzana y me metí en la cafetería donde tantas veces me había sentado en las noches frías. El té estaba tan malo como de costumbre. Al cabo de unos minutos, un crío de unos diez u once años se sentó a mi lado. Le ofrecí mi paquete de cigarrillos deslizándolo por encima de la mesa.

—Hola, colega —dijo al tiempo que tomaba un cigarrillo.

—Quédatelos.

—¿Qué? ¿El paquete entero?

—El paquete entero. Es tuyo.

—¡Qué bien!

—¿Cuántos años tienes? —le pregunté, sin pensar.

—Acabo de cumplir once. ¿Te gusto?

—¿Once?

—Acabo de cumplirlos.

—Sí, sí que me gustas, pero la pregunta es: ¿te gustas a ti mismo?

—¿Que si qué?

—Olvídalo. ¿Cómo te llamas?

—Me llaman Rod.

—Pero ése no es tu verdadero nombre, ¿a que no?

—Todo el mundo me llama Rod. Bueno, y entonces… ¿te gusto?

—¿Todo el mundo?

—Todo el mundo de por aquí, vaya.

—¿Cuánto?

—¿Qué?

—¿Cuánto?

—Ah, sí. Ya sabía yo que te gustaba. ¿Dos libras?

—¿Dos libras?

—Sí. Es que necesito el dinero…

—No hace falta, Rod —dije mientras abría mi cartera. Extraje dos billetes de una libra y se los tendí por encima de la mesa al reflejo de mi yo más joven. El chico agarró los billetes, se los metió en el bolsillo y esperó a que yo hiciese el próximo movimiento. Éste suele ser el momento en que el cliente te lleva a su casa o al lavabo público más cercano. Me puse de pie.

—Cuídate mucho, Rod. ¿Me oyes?

El chaval parecía confuso cuando salí de la cafetería y levanté el brazo para llamar a un taxi. Lo saludé con la mano para despedirme desde el interior del taxi y me lanzó una enorme y cálida sonrisa. ¿Cambiará Liverpool alguna vez? Lo dudo. Mientras haya pobreza, habrá padres borrachos y violentos y hombres con dinero dispuestos a pagar por los niños que no quiere nadie más. Cuando falla todo lo demás, siempre queda el sexo, ¿no es así? Es decir, cuando a uno no le queda nada más por vender, siempre tiene el sexo como solución. Todo el mundo lo necesita, ¿verdad? Recé en silencio porque Rod no tuviera que esperar tanto tiempo como yo para obtener un poco de placer personal del sexo. Esperaba que él fuese uno de los afortunados y escapase de la vida en las calles antes de que ésta lo destrozase por completo. ¿Qué parte de su verdadero yo sobreviviría?

Cuando el taxi abandonó Stanley Road para enfilar Hertford Road el corazón empezó a latirme desbocado. El taxista me hizo una pregunta.

—¿Qué numero?

Tuve que respirar hondo para que me salieran las palabras.

—El cuarenta y ocho.

El vehículo se detuvo justo enfrente de la casa que creía haber abandonado para siempre. La gente que había en la calle, los niños y los adultos a quienes conocía, me miraron y asintieron con la cabeza. Les devolví el saludo mientras seguían mirándome, mientras hablaban entre ellos. Podía adivinar lo que estaban diciendo. Como no tenía llaves, tuve que pulsar el timbre. La puerta se abrió y la figura de mi madre apareció ante mí. Su rostro mudó de expresión miles de veces.

—Hola, mamá. He vuelto a casa a pasar unos días.

Se quedó inmóvil en su sitio y noté cómo las lágrimas asomaban a mis ojos al tiempo que las suyas empezaban a resbalar sin pudor por su bello rostro irlandés.

—Jesús, María y José. Oh, Dios mío. Eres tú… —Su forma de recibir las buenas noticias no había cambiado.

Me echó los brazos al cuello y ambos dimos rienda suelta a nuestras emociones. Empezamos a llorar a mares y nuestros fuertes abrazos casi nos rompieron las costillas.

—Oh, gracias a Dios. He rezado a san Antonio todos los días. He rezado a san Simón y a san Judas Tadeo porque estuvieras sano y salvo. Sabes que son tus santos protectores, ¿verdad? Les puse unas velas el día de tu cumpleaños. Oh, Dios mío, ya tienes dieciséis. Mírate. Deja que te eche un vistazo. Oh, gracias a Dios que estás bien. Alabado sea el Señor porque hayas vuelto a casa sano y salvo.

—Estoy aquí mamá, eso es lo que importa. Mamá, te quiero muchísimo.

—Oh, Jesús, María y José. Creía que me odiabas.

—No, mamá. A ti no. Nunca te he odiado —dije entre sollozos, hablando con el corazón en la mano.

Sacando su diminuto pañuelo del bolsillo de su delantal, empezó a secar mis lágrimas y las suyas al tiempo que seguía dando las gracias a todos los santos del santoral. De no haber agarrado mis maletas y a ella y haberlas empujado a las tres al interior de la casa, se habría ido derecha a la iglesia a realizar alguna ofrenda.

Naturalmente, cuando me llegó el turno de explicar qué había hecho durante todo aquel año, mentí como un bellaco. Le conté que había ido a la universidad a Londres para hacer un curso de poesía, que había conseguido un trabajo a tiempo parcial en una pequeña cafetería y que había asistido a un programa de instrucción de la marina mercante. Cuando le expliqué que esperaba embarcar rumbo a Extremo Oriente al cabo de una semana aproximadamente, rompió a llorar de nuevo. Sin embargo, puesto que veía que estaba sano y salvo, se calmó enseguida y entendió por qué un chico quería zarpar a bordQ de un barco para adentrarse en alta mar. Los habitantes de las ciudades portuarias comprendían muy bien la llamada del mar. Sin embargo, no era la llamada del mar el motivo de mi marcha, como bien sabéis, pero no me atreví a decirle la verdad. En vez de eso, decidí contarle algo que pudiese asimilar: empecé a hablarle del romanticismo del océano, de los viajes a tierras lejanas y de todas esas cosas. Lo entendió.

—¿Y tu fe? ¿Le has estado dedicando tiempo a tu fe? —me preguntó mientras sujetaba mis manos entre las suyas.

—Sí, por supuesto —mentí—. Bueno, casi todo mi tiempo.

—Has estado yendo a misa, ¿verdad? ¿Has cumplido con tus deberes de la Pascua?

—Claro que sí, mamá.

—Alabado sea Dios. ¿Sabes una cosa? Siempre creí que tú serías el sacerdote de la familia. ¿Has pensado en serlo alguna vez? Siempre has tenido madera de sacerdote.

—No creo, mamá. Yo no.

—Yo quería ser monja —dijo, rememorando su juventud.

—Ya lo sé. ¿Qué fue lo que te lo impidió?

—Tuve que ponerme a trabajar. Así eran las cosas entonces, bien lo sabe Dios. Bueno, ya basta de melancolías. Te prepararé un té. ¿Todavía es tu bebida favorita? Quiera Dios que aún lo sea.

—Todavía lo es, no te preocupes.

—Gracias a Dios.

—¿Dónde está él?

—¿Tu padre?

—¿Quién si no?

—No deberías ser demasiado duro con él. Ahora mismo está trabajando en Blackburn. La compañía tiene un contrato para reconstruir una cosa u otra, sabe Dios el qué. No volverá hasta el mes que viene. Sentirá no haberte visto.

—Lo dudo. Yo no siento no haberlo visto.

—¡Que el Señor nos asista! ¡No hables así! No quiero que mi familia se vuelva en contra de su propia sangre.

—Mamá, ¿cuándo vás a abrir los ojos?

—No lo toleraré, ¿me oyes? Él es tu padre y no se hable más. Todos tenemos nuestra cruz, y tu padre no es ninguna excepción.

—Muy bien, te oigo. ¿Qué me dices de una buena taza de Earl Grey para el hijo pródigo?

Su rostro se animó y esbozó una enorme y radiante sonrisa.

—Eso es muy poético, ¿verdad?

Ambos nos echamos a reír.

—Sí señora, bien lo sabe Dios —la imité, con mi mejor acento irlandés.

—Vaya, vaya… ¿Qué te parece? —exclamó con orgullo, colocándose las manos en las caderas—. Poesía por Dios. Quién lo habría dicho…

Era estupendo estar con ella de nuevo, charlando. Nos quedamos levantados hasta las tantas, intercambiando historias y peripecias. Me explicó que mi padre todavía tenía problemas con la bebida y que se había vuelto un hombre muy triste. Ella lo resistía, según decía, porque tenía a Dios y a todos los santos para ayudarla. Antes de irse a la cama me estrechó entre sus fuertes brazos y me pidió que rezase una oración por mi padre. Lo hice por ella.

Antes de dormirme, pensando en el joven Rod y en tantos otros chicos como él, como yo, abrí mi cuaderno y después de quedarme pensativo largo rato, me decidí a escribir.

Chicos de Liverpool

Los chicos de Liverpool se alzan y arrojan piedras

por las calles de Liverpool, calles sabías y desconocidas.

Arriesgaos, destrozad todo cuanto halléis a vuestro paso,

ampliad vuestros horizontes, que Inglaterra salde su deuda.

Atreveos a escapar de una vez del lodo,

echad abajo la ciudad antes de haceros viejos.

Los grupos organizados se preparan para la tropa,

pero abrid sus ojos, exigid cosas mejores,

chicos de Liverpool, todos vosotros reyes.

Luchad por traer el cambio mientras podáis,

la opresión exige que compartamos un mismo plan.

La juventud es el momento en que los jóvenes apuran su paso,

luchan por salir adelante, como los chicos fuertes que son.

A la mañana siguiente, antes de salir hacia la oficina de la marina mercante, también conocida como el Bote, llamé a Andy a su despacho de asistente social.

—¡Poeta, me alegro de oírte! ¿Fuiste?

—¿A dónde?

—¡A la clínica!

—Ah, eso. Sí, sí que fui. Ningún problema.

—¿Los has visto? ¿Están contigo?

—¿Quiénes? ¿Te refieres al Bufón y a Angel?

—Sí. Escucha, Poeta… Verás, las cosas no salieron según lo previsto…

—¿Y qué esperaba? Usted nos engañó.

—Lo siento de veras. ¿Están contigo?

—No. ¿Cuándo se escaparon?

—Hace una semana más o menos. De centros de acogida distintos.

—No debería haberlos separado.

—Ahora lo sé. Sólo iba a ser por una breve temporada, hasta que se elaborase una evaluación.

—No debería haberles mentido. No son tontos, ¿sabe?

—Lo sé, lo sé. ¿Puedes ponerte en contacto con ellos?

—No, no puedo. Y aunque pudiera, tampoco se lo diría —dije, y colgué inmediatamente.

En cuanto hube colgado, lo descolgué de nuevo. Llamé a John Tenis y le pregunté si sabía algo del Bufón o de Angel.

—Mi querido niño… ¡Cuánto me alegra oír tu voz! Espera un momento…

—Poeta, ¿eres tú?

Era el Bufón.

—Bufón, ¿qué ha pasado? ¿Angel está bien?

—Nos separaron y nos encerraron en reformatorios diferentes. Angel está aquí. Está bien, no te preocupes. Nos vamos a ir a casa de la hermana del Motorista. No nos buscarán allí. ¿Y tú cómo estás? Me han dicho que has estado de entrenamiento…

Le expliqué cuanto pude acerca de la instrucción y de que iba a embarcar muy pronto. El Bufón me dio la dirección de la hermana del Motorista y me dijo que escribiera a menudo. Me contó cómo habían escapado y se habían reunido más adelante. Le pregunté al Bufón si sabía quiénes podían ser los dos tipos que andaban tras de mí. No tenía la menor idea. Le sugerí quiénes creía yo que podían ser y me sorprendió su respuesta.

—No pueden ser los hermanos Dalton, eso es imposible. Están en España y llevan allí mucho tiempo. Celebraron una gran fiesta antes de marcharse. La cosa está mucho más tranquila desde que se fueron.

—En ese caso… ¿quién diablos puede estar buscándome?

—No se me ocurre nadie, Poeta. Pero yo que tú no me preocuparía; vas a salir del país muy pronto, ¿no?

—Sí, es cierto —convine, aún muy preocupado.

Estuve mucho rato al teléfono hablando con el Bufón, Angel y John Tenis. Despedirme de ellos era tan difícil… Ninguno de nosotros quería poner fin a la conversación. Me vi obligado a colgar cuando mi madre regresó de hacer la compra. Le ofrecí un par de libras por el coste de la llamada, pero se negó a aceptarlas. Las puse bajo el listín telefónico. John Tenis se había portado muy bien conmigo después de todo. Se había asegurado de que tuviese dinero de sobras durante y después del periodo de instrucción.

Estaba muy nervioso en el Bote. Había varios veteranos charlando animadamente en grupos. Se veía a la legua que yo era un novato. Aquélla iba a ser mi primera travesía a bordo de un barco. Lo primero que tenía que hacer era afiliarme al Sindicato Nacional de Marinos. Sin tarjeta de afiliación no había barco. Una vez que me sellaron la tarjeta, me dirigí a la oficina principal y le dije al tipo que había tras el mostrador, lo más seriamente que pude, que quería un barco con destino a Singapur. El tipo se echó a reír y me preguntó si quería cortinas en el ojo de buey de mi camarote. Me ruboricé y le contesté que no me importaba adonde fuese el barco con tal de que hiciese una parada en el puerto de Singapur.

—¿Es tu primer viaje? —me preguntó, esforzándose por mantener una expresión grave.

—Sí.

—Sí —repitió, sonriendo.

—Bueno, ¿y entonces? Tiene que haber algo, un Blue Funnel o algo así, ¿no?

—¿Un barco Blue Funnel? ¿Te refieres a uno de los de Alfred Holt?

—No lo sé.

—Bueno, escucha, la línea Blue Funnel pertenece a Alfred Holt y Compañía y se encarga de los barcos de la compañía naviera China Mutual Steam. Uno de sus barcos, el Memmon, nuevecito, de la clase «M», hélices de acero, zarpa con destino a Singapur, entre otros puertos, la semana que viene. ¿Te interesa?

—Sí.

—Bien. Necesitan a dos camareros auxiliares. Lleva esta tarjeta a Birkenhead e inscríbete.

—¿Cuándo?

—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, ¿no te parece?

—Sí, supongo que sí. Gracias. Por cierto, ¿cuánto pagan?

El tipo hojeó unos cuantos papeles con la innecesaria eficiencia aparente de alguien que trata de impresionar a otro.

—Ayudante de camarero… déjame ver… Sí, aquí está: catorce libras, doce chelines y seis peniques.

—¿A la semana?

—¡Al mes! ¿Algún problema?

—No, está bien, gracias. —El sueldo era lo de menos.

Al salir de su oficina, el tipo me deseó buen viaje.

—Y si alguien quiere enseñarte el río de oro, echa a correr. Buena suerte, chico.

Al oír aquello, los veteranos empezaron a aullarme y a silbar. Algunos también me gritaron.

—¡Ten cuidado con tu tesoro, pipiolo!

Me paré en seco, inspiré hondo, me volví y pregunté:

—¿Qué es un pipiolo?

Aquello provocó las carcajadas burlonas de los veteranos, que se echaron a reír como locos. Me ruboricé y me fui de allí a todo correr. Tengo que averiguarlo antes de zarpar o mi vida será un infierno.

Tras muchos esfuerzos, sin saber lo inmensos que eran los muelles de Birkenhead, encontré el Memmon. Era muy bonito. Antes de enfilar la plancha del barco, le pregunté a uno de los estibadores del muelle si sabía algo de aquel barco. No, no sabía nada. Le pregunté qué era un pipiolo. Sonrió y me contestó.

—Tú tienes toda la pinta de serlo, hijo.

Me inscribí y descubrí que había otros tres novatos a bordo, dos marineros y un ayudante de camarero. Por lo menos, eso era todo un alivio. Debíamos zarpar al cabo de una semana, el 20 de noviembre, el día del cumpleaños de mi hermana pequeña. También descubrí que lady Jenkins lo había botado el 28 de octubre de 1958, el día que había cumplido los quince. Supuse que sin duda aquél debía de ser un buen presagio. El que fuera mi viaje iniciático a bordo de un barco para el cual también aquél era su primer viaje parecía tener mucho sentido. El barco era un carguero, pero también transportaba a doce pasajeros. El capitán era un hombre con aspecto de persona segura de sí misma y respondía al nombre de E. M. Robb. Yo debía incorporarme al barco el día antes de zarpar. El corazón me vibraba con entusiasmo al pensar que por fin iba a ver a Alexander.

Esa noche escribí cuatro cartas: una a Alexander, otra a Joseph, una tercera para el Bufón y Angel y otra para John Tenis. Estaba tan nervioso que no conseguí pegar ojo y me pasé toda la noche leyendo y escribiendo retazos de poemas. Llegué incluso a buscar «pipiolo» en mi rudimentario diccionario pero, por supuesto, no lo encontré. Traté de adivinar qué podía querer decir. Tal vez porque parecía tener catorce años en lugar de dieciséis, quisiese decir que era muy joven, aunque a lo mejor sólo era un sinónimo de novato. Era imposible que hiciese alusión al hecho de ser homosexual, ¿no? ¿Tanto se me notaba? Tam no lo había creído así. No, no podía ser eso. Debía de tener algo que ver con el hecho de ser inexperto en algo. Sin duda se referían a que era un novato a bordo de aquel barco. No tardaría en averiguarlo.

El 19 de noviembre recogí mi equipaje y me dirigí al barco que iba a ser mi hogar durante los tres o cuatro meses siguientes. Me sentía como un viajero experimentado, como un aventurero en busca de su amor perdido.

Me tocó compartir el camarote con otro chico el cual, según mi opinión, no tenía ningún encanto. Veréis, tenía el pelo de color rojo panocha. No sé por qué, pero lo cierto es que no puedo soportar el cabello pelirrojo. A pesar de este gran inconveniente, enseguida hicimos buenas migas, tal vez por la sencilla razón de que era nuestro primer viaje para ambos, de que los dos éramos auxiliares de camarero y, lo más importante, compartíamos un camarote. Cuando el barco empezó a avanzar por el río Mersey, el Panocha y yo nos quedamos apoyados en la barandilla sin hablar. Vi a otros dos chicos en la cubierta principal y supuse que debían de ser los nuevos marineros. Al ver pasar los sitios que ambos conocíamos tan bien, tuve que secarme las incipientes lágrimas con el dorso de la mano. Esperaba que el Panocha no lo hubiese advertido, pero si así fue, lo cierto es que nunca llegó a mencionarlo.

Las barreras entre los distintos miembros de la tripulación me confundían enormemente. No sólo eran físicas sino también sociales: cada uno de los miembros permanecía siempre en su parte del barco y junto a los de su misma especie. Los oficiales sólo se codeaban con otros oficiales y con los pasajeros. Los marineros tenían su propia sección y los camareros, otra. Los maquinistas también tenían la suya y una pequeña tripulación china tenía una sección en la popa del barco. Cada grupo hacía rancho aparte en su propia sala, es decir, en un comedor donde además de comer se dedicaban a hacer vida social. Después de una cena, que el Panocha y yo servimos y después recogimos, nos sentamos con los demás camareros en nuestra sala, aterrorizados. No tuvimos que esperar demasiado rato. Empezaron a acribillarnos a preguntas: de dónde éramos, dónde habíamos hecho las maniobras de instrucción. Al parecer, logramos pasar la prueba.

—Sois dos pipiolos, ¿verdad? —preguntó el capitán de los camareros.

Mantuve la boca cerrada y esperé que el Panocha dijese algo. Así lo hizo.

—¿Qué quiere decir?

Aquello bastó para que toda actividad cesara de inmediato y las cabezas de los demás camareros se volvieran para mirarnos.

—¿Nunca habéis echado uno?

Así que era eso. No tenía de qué preocuparme. Sin embargo, el Panocha siguió preguntando.

—¿Un qué?

—¡Un polvo!

El Panocha se ruborizó y sentí lástima por él. Obviamente, el chico era virgen. Supuse que probablemente yo tenía más experiencia sexual que la mayoría de ellos. Sólo había una forma de salir airoso de aquella situación, así que decidí hablar sin dejar de reír.

—Si la pregunta es si me he acostado con una chica alguna vez, la respuesta es no. Así que supongo que sí, soy un pipiolo, pero no hay que perder las esperanzas, ¿no?

Se produjo una carcajada general y se oyeron varios comentarios con la intención de provocar más risas. Había salido del atolladero. El silencio del Panocha hablaba por sí solo, pero los demás, algunos con los dieciocho recién cumplidos, querían oírlo de sus propios labios.

—¿Y tú qué?

El Panocha cometió el error de tomarse las cosas demasiado en serio.

—Lo que haya hecho con mi vida sexual no es de vuestra incumbencia.

Por supuesto, tenía razón, pero la chanza sólo tenía como objeto romper el hielo. Los otros le dieron la espalda y el Panocha salió como un rayo de la habitación. Nadie dijo una sola palabra. ¿Debía ir tras él? No tuve tiempo de reaccionar, pues uno de los hombres me pidió que le preparase un café. Sentí un gran alivio. Cuando se lo traje, me indicó que me sentase a su lado. Estaba jugando a las cartas y me preguntó si sabía jugar. Le contesté que sí y dijo algo de que, evidentemente, yo era un chico de buena familia. Era muy popular entre los otros hombres, porque no dejaron de repetir su nombre durante toda la noche. Se llamaba Jake, tenía alrededor de veinticinco años, era alto, musculoso y tenía el pelo negro azabache y rizado. Por el color de su piel deduje que debía de llevar muchos años en alta mar. Se mostraba seguro y tranquilo a la vez en su forma de dirigirse a los demás. Parecía respetar a la gente. No dejé de llenarle su taza de café y empecé a llevar la cuenta de los tantos que se apuntaba en su juego de naipes. Se hacía querer muy fácilmente. Trabamos una sólida amistad esa misma noche y me enseñó muchos de los secretos de la vida a bordo de un barco. Supongo que yo también le caí en gracia.

Nuestra primera parada fue en el puerto de Rotterdam. Sólo nos quedamos un par de días y zarpamos de nuevo el 25 de noviembre. Nadie parecía interesado en bajar a tierra y el Panocha y yo estábamos demasiado ocupados trabajando en la cocina como para desembarcar. Hice todo lo posible para que el Panocha no se tomase las cosas tan a pecho, para que aprendiera a aguantar una broma. Supongo que, sencillamente, estaba asustado por estar lejos de casa porque, por las noches, en la intimidad de nuestro camarote, no dejaba de hablar de su familia. Casi envidiaba su añoranza del hogar. Le pedí a Jake que convenciese a los demás para que ayudasen al Panocha a sentirse un poco más cómodo, pero me dijo que las cosas no funcionaban así en los barcos.

—El Panocha tendrá que arreglárselas él solito. Cuando la gente, vea que se está esforzando, a nadie le importará echarle una mano, pero si no lo hace, estará solo todo el viaje. Así van las cosas por aquí.

—Jake, ¿cuándo llegaremos a Singapur?

—Dentro de un mes, más o menos. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, es que parece que todo el mundo habla maravillas del lugar. —¿Me estaba ruborizando?

—Sí, es un sitio estupendo. Te encantará.

—Seguro que sí. Bueno, supongo que sí… Vaya, que espero que sí.

—Chico, te expresas de maravilla.

—Lo que quiero decir es que tengo muchas ganas de llegar a Singapur.

—Bien, porque para entonces ya te habrás acostumbrado a los vaivenes del barco. ¿No te has mareado todavía?

No, todavía no me había mareado, pero no tardé en ponerme a la altura de cualquier lobo de mar que se precie. Cuando el barco abandonó las tranquilas aguas costeras de Francia y empezó a surcar el golfo de Vizcaya, el Panocha y yo nos turnamos para encaramarnos a las barandillas del barco y arrojar nuestras tripas al viento. En la parte norte del golfo se decía que el movimiento del mar solía ser de moderado a ligero. Para cuando atravesamos la mitad, los informes meteorológicos nos informaron de que se acercaba una fuerte marejada. Cuando alcanzamos la parte meridional y las aguas costeras de España y Portugal, los vientos con intensidad de tormenta empeoraron aún más las cosas. Yo estaba mareado casi todo el tiempo. Sentí un gran alivio al descubrir que un buen número de veteranos lobos de mar estaban igual que yo. Curiosamente, había tenido suerte, porque a partir de entonces ya no volvería a marearme en un barco nunca más. La peor parte no eran los vómitos, sino el hecho de obligarte a comer alimentos que no te apetecían en absoluto con el fin de tener algo que vomitar. Cuando rodeamos la punta meridional de España y nos adentramos en el estrecho de Gibraltar, el mar se calmó a una suave mareta. El Mediterráneo trajo consigo una considerable reducción del oleaje y un necesario respiro para todos cuantos estábamos a bordo, que se vio incrementado con la intensidad del calor del sol. Pasé mi primera tarde libre tumbado en la cubierta, empapándome con los gloriosos rayos táctiles del astro rey. Habría pagado de buen grado a la compañía naviera Blue Funnel catorce libras, doce chelines y seis peniques al mes sólo por la experiencia de aquella tarde.

En el extremo oriental del Mediterráneo atracamos en Port Said y nos embarcamos a bordo de un velero cuya tripulación estaba dando la vuelta al mundo. De hecho, los habían recogido para hacer una travesía por el canal de Suez. También a bordo se hallaba el mago Gilly Gilly, un mago árabe que sacaba polluelos recién nacidos de los sitios más insospechados. Realizaba sus actuaciones para la tripulación y los pasajeros y todos le pagaban una pequeña cantidad de dinero. El Panocha le dio un paquete de cigarrillos. Salimos de Port Said a las dos de la mañana del 5 de diciembre y entramos en el canal de Suez. Cuando me desperté a las seis para empezar a trabajar, la vista me dejó estupefacto. La vasta inmensidad del desierto. Miles de hombres transportaban cestos entretejidos llenos de arena lejos de la orilla del canal para mantener limpias sus estrechas aguas. Tardamos cuatro días en ir de un extremo al otro, antes de alcanzar Adén y el mar Rojo. El calor del sol era casi insoportable y nos pasábamos el día en pantalones cortos. Me alegré de haber traído conmigo mis calzones de tenis blancos. Iba con el torso desnudo y me calzaba mis chanclas de reciente adquisición. Cada vez me sentía más cómodo, como en mi propia casa, en alta mar. Desde el mar Rojo debíamos surcar el mar de Omán hasta llegar al océano Índico, bordear la punta meridional del golfo de Bengala, bajar por el estrecho de Malaca, llegar a Malasia y atracar en Singapur. Llegaríamos a nuestro puerto de destino hacia la tarde del 17 de diciembre. Casi no podía esperar.

Con la imagen de Singapur firmemente grabada en mi mente, emprendía mis tareas diarias con el alma satisfecha. Me levantaba minutos antes de las seis de la mañana y bregaba con alegría, cantando, durante las catorce horas que duraba mi jornada laboral. Mi buen humor llegó incluso a ejercer sus efectos sobre el Panocha, que ahora se estaba esforzando por formar parte de la tripulación. Cantaba canciones populares de Liverpool y tonadas irlandesas. El jefe de cocina y el panadero, que también las conocían, cantaban conmigo con voz fuerte y animosa. Cuando me inventaba mis propias canciones, se echaban a reír, pero pronto se aprendían la letra. Ésta es la canción que sirvió de ayuda para que el Panocha rompiera el hielo.

Soy un pipiolo, soy un pipiolo,

Y estoy muy lejos de mi querido hogar;

Y si no te caigo bien, déjame en paz.

Me haré una paja cuando me dé la gana,

Me haré una paja con una palangana;

Y si el Panocha no se ríe pronto, le cortaré la garganta.

Esta canción, con sus muchas otras estrofas, cada una dedicada a una persona en particular, se convirtió en un auténtico éxito y cada vez que había una fiesta, me obligaban a cantarla. A bordo del barco, las fiestas podían empezar en cualquier momento y sólo eran una forma de romper con la monotonía interminable del ciclo de trabajo. Jake nos vigilaba a los más jóvenes y sólo nos permitía beber una pequeña cantidad de alcohol. El componer canciones sólo era una forma aceptable de puertas afuera de satisfacer mi creciente necesidad interior de escribir poemas y cuentos. Tanto fue así que empecé a escribir delante de los demás miembros de la tripulación, quienes creían que sólo estaba trabajando en otra ridicula canción. Mis cuadernos se convirtieron en mis posesiones más preciadas, y supongo que todavía lo son.

Cuando abandonamos las aguas del océano Índico para dirigirnos al golfo de Bengala, el clima era estupendo y el humor que reinaba a bordo del barco, inmejorable. Vestido únicamente con mis pantaloncitos cortos y mis chanclas, estaba en la cocina preparando café, lo cual significaba que tenía que vérmelas con una docena o más de cafeteras a la vez. Las ordené tal como hacía todos los días, colocándolas en fila, y vertí el agua hirviendo en su interior. Lo que sucedió a continuación pilló a todos cuantos estaban en la cocina por sorpresa. Una ola tremenda y repentina en un mar por lo demás tranquilo, zarandeó el barco, que se alzó en la marejada y luego descendió de golpe haciendo un ruido sordo que hizo vibrar todos y cada uno de los rincones del navio. En apenas unos instantes, las cafeteras que estaban perfectamente ordenadas en filas quedaron suspendidas en el aire, ante mí, como si alguna fuerza inexplicable las sujetase con hilos invisibles. El panadero, que ya tenía experiencia en casos similares, me gritó que me apartara de ellas inmediatamente, pero su aviso llegó demasiado tarde. Las cafeteras aterrizaron de nuevo en la superficie de trabajo con tanta fuerza que todas reventaron y me arrojaron el líquido hirviente por la totalidad de mi cuerpo. Cuando sentí cómo el fluido burbujeante me escaldaba la cara, el pecho y las piernas, me puse a chillar con todas mis fuerzas. Acto seguido, el panadero me arrojó un cubo de agua salada por encima, y luego otro y otro más. Todavía seguía chillando. El dolor era tan intenso que me desgarraba la piel y aporreaba mi cerebro con su mensaje. El jefe de cocina se sumó a la tarea de arrojarme agua fría. No lo supe entonces, pero de no haber sido por aquellos dos hombres, me habría abrasado vivo.

Me llevaron a la enfermería en estado de shock y me dejaron en manos de un hombre que supuse sería el médico. En realidad se trataba de un enfermero, y uno muy bueno, por cierto. Fue muy eficiente y logró tranquilizarme y aliviar un poco mi dolor. En un abrir y cerrar de ojos, estaba cubierto de vendajes de pies a cabeza. Por suerte, mis pantalones cortos habían evitado que se quemaran las partes más delicadas de mi cuerpo. El enfermero se quedó a mi lado, hablándome para ayudarme a superar el trauma emocional. Era el hombre más afeminado que había conocido. Después de veinticuatro horas de permanecer bajo su supervisión (en todo ese tiempo no se había separado de mí un solo instante) me dijo que no me iban a quedar cicatrices pero que iba a tener que permanecer en cama durante una semana o dos como mínimo. ¡Íbamos a llegar a Singapur al día siguiente! Le supliqué que me dejase levantarme de la cama, pero él insistió amablemente en que si lo hacía, me quedarían cicatrices.

—Tienes que moverte lo menos posible.

Lo único que podía hacer era hablar a través de la rendija de las vendas.

—Usted no lo entiende. Tengo que bajar a tierra en Singapur.

—Tesoro mío, no vas a levantarte de esa cama hasta que yo lo diga, puedes estar seguro, tan seguro como que me llamo Judy Garland.

—Por favor, se lo suplico. Ayúdeme. Tengo que hacerlo.

—Tranquilízate, tesoro. Ya tendrás tiempo de eso. Tienes que ponerte bien. Ya irás a Singapur en otra ocasión.

—Por favor, escúcheme. Tiene que entenderlo, tiene que ayudarme…

—Pues claro que te ayudaré, para eso estoy aquí.

—No, escuche… por favor…

—Soy todo oídos, tesoro. ¡Mira qué lóbulos!

—Hay un chico…

—¿Dónde, tesoro?

—En Singapur…

—Hay chicos en todas partes, tesoro. Si lo sabré yo…

—Es mi…

—¿Amigo?

—¡Un amigo muy especial!

—¿Especial? Tesoro, ¿me estás diciendo que somos hermanas tú y yo?

—Tengo que verle. Tengo que verle como sea.

—¡Somos hermanas! Vaya, vaya… Cada vez son más jóvenes. ¿Quién lo habría dicho? ¡Tan joven y tan machote!

—Tengo que confiar en usted. Le quiero muchísimo. Se llama Alexander. Su padre está destinado aquí, con el ejército. —Tenía los ojos anegados en lágrimas y empecé a llorar a mares—. Tengo que verle. Por favor, ayúdeme. Le quiero. ¿Lo entiende? ¿Entiende que quiero a otro chico? ¡Le quiero! ¡Le quiero!

Mi enfermero ideal me abrazó mientras lloraba. Cuando volvió a hablarme, lo hizo con el corazón en la mano.

—Sí, lo entiendo. Sé lo que significa querer a otro chico. Te doy mi palabra, haré todo lo posible por ayudarte, pero debo serte sincero: no puedes moverte. Tienes que quedarte en esta cama una semana al menos.

—Oh, Dios mío…

—Pero puedo llevarle un recado de tu parte. Puedo llevarle una nota, lo entenderá. ¿Siente lo mismo que tú? ¿Sabe cuánto significa para ti?

—Nos queremos. Él me quiere y yo le quiero a él. Somos dos maricones en un puto mundo normal de mierda.

—No es tan normal como crees, tesoro, créeme.

—Lo sé, la verdad es que lo sé, pero… en fin, ya sabes cómo es esto.

—Sí, tesoro… ¡Maravilloso!

—¿Maravilloso? ¡Y una mierda!

—¡De verdad, tesoro! No ahora, no ahora que estás enfermo…

No pude reprimir una carcajada.

—Cuando estés mejor, entonces… —siguió hablando, sin dejar de sonreír.

—¿De verdad que le llevarás un recado de mi parte?

—Como la hermanita de la caridad que soy, te lo prometo, tesoro. Y sí, es maravilloso ser lo que eres, no lo olvides. Nunca te avergüences de ser tú mismo.

—Pero…

—Nada de peros, tesoro. Somos lo que somos.

—Ojalá fuese tan sencillo —repliqué con tristeza.

—¡Lo es!

—¡No, no lo es!

—¡Lo es! ¿Quién lo va a saber mejor que tu enfermero?

—¡Me he pasado los tres jodidos últimos años haciendo la calle! ¡No lo es!

—Bravo por ti, tesoro. ¿No es eso?

—¡Sí, eso es! —exclamé.

—¿Y qué? ¿Adónde quieres ir a parar?

—Lo que quiero decir es que… yo no quería que las cosas fuesen así…

—Ninguno de nosotros quiere que sean «así», tesoro. A nadie le gustan las cartas con las que le toca jugar. Escúchame, tesoro, escucha a una tiíta experta, no podemos cambiar las personas que somos. Tú has hecho la calle, pues bien, todos hemos hecho la calle alguna vez. Todos y cada uno de nosotros. Es lo que hacemos ahora lo que importa, no lo que hicimos en el pasado. Tenemos que construir nuestra vida sobre los cimientos de nuestro pasado, como las capas de una tarta. Ahora deja que te traiga un papel y un bolígrafo y escribe a ese chico al que quieres.

Como correspondía al hombre sensible y comprensivo que era, mi enfermero me dejó a solas un rato, lo suficiente para que me desahogase un poco, lo bastante para que llorase un poco más.

Primero escribí a Joseph, explicándole por qué no podía bajar a tierra y pidiéndole que le hiciese llegar la nota adjunta a Alexander como fuese. Cuando atrapamos en Singapur, mi enfermero se llevó consigo las notas y la dirección de Joseph. Volvió cuatro horas más tarde diciendo: «¡Misión cumplida!» y me dio un beso en la frente.

Zarpamos de Singapur el 21 de diciembre y tomamos rumbo al Norte, al golfo de Tailandia. Atracamos en Bangkok dos días antes de Navidad. Mi enfermero retiró los vendajes y me dio el alta médica. La iniciativa del panadero y el jefe de cocina, junto con sus excelentes cuidados médicos, demostraron haber sido eficaces. No me quedó ni una sola marca y me alegré de poder volver al trabajo. Sin embargo, todos cuantos me rodeaban mostraban una actitud extremadamente protectora y me impedían trabajar a la menor ocasión. Cada vez que intentaba levantar algo por mis propios medios, el Panocha lo levantaba en mi lugar. No había hecho nada ese día todavía cuando el jefe de los camareros entró en la cocina y me dio un permiso para los tres días que debíamos permanecer en Bangkok: la Nochebuena, el día de Navidad y el 26 de diciembre. Supongo que aquello debería de haberme entusiasmado, pero mis pensamientos y mi alma entera seguían en Singapur. Jake me llevó a tierra en Nochebuena y me enseñó la ciudad. Suponía que mi bajo estado de ánimo se debía al periodo de recuperación y se esforzó al máximo por levantarme la moral. No tuve valor para contarle la verdad.

El almuerzo de Navidad era un acontecimiento de primera magnitud, y todos los oficiales y los demás miembros de la tripulación, y hasta los pasajeros, iban ataviados con trajes de etiqueta. Me nombraron invitado de honor en la mesa de los camareros y en aquella ocasión fueron los oficiales y los pasajeros quienes sirvieron nuestra mesa. El vino fluía como el agua y Jake me animó a beber todo cuanto quisiese. La comida era sensacional y perdí la cuenta del número de platos. También perdí la cuenta del número de copas de vino que me había tomado. Después de comer, bebimos brandy y me fumé el primer puro de mi vida. Fue en algún momento de la sobremesa cuando oí al Panocha, entre la nube de humo del habano, decir algo acerca de las ganas que tenía de regresar a Singapur al mes siguiente.

—¿Vamos a volver a Singapur? —grité desde el otro extremo de la mesa.

—Sí, dentro de un mes…

Me puse a cantar inmediatamente y, al ver mi entusiasmo, todos cuantos me rodeaban se sumaron al jolgorio. Si Dios existe, no puede ser tan malo, ¿verdad? Siempre queda la esperanza, ¿no es así? Al final de las canciones, Jake se puso en pie e hizo un brindis.

—Por los que están a punto de perder la flor.

Todos los comensales que estaban sentados a la gigantesca mesa se pusieron de pie, levantaron sus copas en mi dirección y repitieron el brindis. Sin estar muy seguro de lo que estaba ocurriendo, me levantaron en volandas de mi silla y me llevaron hasta mi camarote. Todo el mundo se quedó en la puerta y ordenaron silencio. Jake dijo: «Feliz Navidad» y, después de abrir la puerta de mi camarote, me empujó adentro. Me volví y vi cerrarse la puerta tras de mí. Cuando di media vuelta y eché un vistazo a mi camarote, mis ojos se detuvieron en una hermosa muchacha de unos quince años. Me sonrió y yo me ruboricé. Me volví hacia la puerta y noté su mano sobre mi antebrazo. Me obligó a volver sobre mis pasos y me atrajo hacia sí.

—Tú… ¿pipiolo?

—Sí, yo pipiolo.

—Tú… ¿bueno pipiolo?

—Yo, no bueno pipiolo —contesté, tratando de que mis palabras tuvieran algún sentido para ella.

Empezó a quitarse la ropa. Tirando hacia abajo de la cremallera lateral de su ajustado vestido, lo hizo caer hasta el suelo y luego lo dobló sobre una silla. Se quedó de pie completamente desnuda, con los brazos abiertos y una pierna ligeramente flexionada hacia dentro.

—Tú… ¿pipiolo?

Tal vez fuese a causa de la bebida, pero lo cierto es que me parecía preciosa. La larga melena oscura y sedosa le caía sobre sus pechos firmes y turgentes. Su esbelta cintura daba paso a unas caderas sinuosas y redondas. La miré durante largo rato, tanto, que se me antojó una eternidad. ¿Podía aquello estar sucediendo realmente? ¿Me estaba excitando una chica? Fuese un sueño o no, empecé a desvestirme y a avanzar hacia ella desnudo yo también. Nos besamos. Sus voluptuosos labios tenían un sabor exquisito. Nos acercamos a la litera y ella se tumbó. Me quedé de pie un segundo, mirándola, sin poder creer lo que estaba ocurriendo. Inclinándome sobre ella, volví a besar sus labios, y luego sus senos, primero uno y luego el otro. Mis manos exploraron sus suaves caderas mientras las suyas se alzaban para acariciar mi erección. Me atrajo hacia sí y mi cuerpo la cubrió. Tomando mi erección entre sus manos, la guio hasta el interior de su cuerpo y la retuvo allí con exquisita habilidad. Cuando se movió y alteró el ritmo de ese control, yo apenas podía creer que existiese esa sensación. Ningún chico podía hacer aquello. Nuestros labios se entrelazaron en besos apasionados y mi instinto, siguiendo sus propios dictados, movió mis caderas primero hacia arriba y luego hacia abajo. Al moverme hacia abajo, la chica me agarró fuertemente. Seguí penetrándola, poco a poco, muy despacio. Recorrió mi espalda con sus dedos arriba y abajo, una vez tras otra, empujándome aún más hondo en el interior del misterio que se albergaba entre sus piernas. Yo no podía contenerme. No quería contenerme. Levantó sus caderas para apretarse contra mí. No podía contenerme. No podía contenerme. Exploté en su interior, una y otra vez, sin poder parar. Cuando por fin me quedé inmóvil, siguió estrujándome con movimientos delicados y sincopados.

Todavía estaba dentro de ella cuando la puerta del camarote se abrió de golpe y los demás camareros se precipitaron en el interior. Los flashes de sus cámaras nos cegaron a los dos. Escondimos la cabeza, pero ya nos habían sacado las fotos. Me volví y empecé a gritar, furioso.

—¿Por qué no crecéis de una puta vez? ¡Iros a la mierda!

Se marcharon inmediatamente y le pedí disculpas a la chica que estaba debajo de mí, que me abrazó con más fuerza y dijo:

—Tú, bueno pipiolo.

Se tomó la invasión con buen humor y ambos nos pusimos a reír. No lo habían hecho con mala intención. Hablamos como pudimos sobre nuestras vidas. Me explicó que había venido de Camboya a Bangkok para buscar trabajo y que se había tenido que dedicar a hacer la calle. Intenté explicarle que yo también había hecho la calle, pero no creo que entendiera el concepto, o puede que no me entendiera a mí. Tal vez me creyese un chico demasiado acomodado, por el hecho de ser europeo, como para haber tenido que buscarme la vida haciendo de prostituto. Cuando se fue, la eché de menos inmediatamente, pues seguía deseándola. Jake asomó la cabeza por la puerta y me arrojó un paquete.

—Es un botiquín antivenéreas. Las instrucciones están dentro. Ve al baño, mea, dúchate y úsalo, ¿vale? Pero mea primero.

Tras la ducha, seguí las instrucciones. El tubito de crema tenía una cánula pequeña y delgada que debía introducirme en el glande para luego inyectar un tercio de la crema. Debía frotarme el resto por encima de la polla y las pelotas. Una vez hecho esto y cuando me dirigía de nuevo hacia mi camarote, me pregunté qué tipo de tratamiento podría seguir la chica, si es que existía tal cosa para ella. Los hombres, al pasar junto a mí por los pasillos, me guiñaban un ojo con complicidad y me daban palmaditas en la espalda. Ahora era uno de ellos, uno de los chicos. El último en felicitarme fue Jake.

—Bueno, ¿y qué? ¿Cómo te ha ido? —me preguntó, sonriendo.

Todavía no sé por qué lo hice, pero le contesté:

—Ha estado bien, muy bien, pero no tanto como hacerlo con un chico.

La expresión del rostro de Jake se mudó de golpe y yo entré en mi camarote y cerré la puerta.

Bueno, así que eso era el sexo heterosexual. Estaba bien, era cierto, pero no era menos cierto lo que le había dicho a Jake: prefería el sexo con hombres. Me alegraba haberlo probado con una chica y sabía que volvería a probarlo, pero nunca podía ser tan bueno como con los chicos, nunca.

Zarpamos de Bangkok un día antes de lo previsto y cruzamos el golfo de Tailandia, avanzamos por las aguas costeras de Camboya, dejando atrás la capital, Phnom Penh, y rodeamos la punta de Bai Bung y el delta del Mekong. Al pasar junto a Saigón, pusimos rumbo hacia el misterioso mar de la China Meridional. Atracamos en el puerto de Manila, en el norte de las Filipinas, la mañana del 29 de diciembre. ¡Qué belleza más espectacular! Traté de eludir como pude mis obligaciones para poder absorber la vaporosa magia del lugar desde la barandilla del barco. Sin duda, debe de ser uno de los lugares más hermosos de la Tierra, capaz de conservar su belleza natural. Una armoniosa música procedente del cielo inundaba el aire mientras las olas acariciaban y besaban la nave. Por desgracia, sólo permanecimos allí un día y pronto nos pusimos en camino hacia el mar de la China Oriental y el corazón de la mismísima China comunista. Las celebraciones del año nuevo adquirieron un nuevo y extraño significado para mí. Cada vez me convencía más de que las fronteras nacionales no eran más que una ilusión creada por los temores insulares. Atracamos en Shangai la tarde del 2 de enero del nuevo año, 1961.

Shangai me dejó anonadado. De pie en cubierta, en mi lugar favorito de la barandilla, contemplé la vasta y confusa ciudad que se extendía ante mí. Lo que parecían millones de trabajadores, todos vestidos de la misma forma, de negro, parecían levantar los edificios. El color se me antojó de lo más apropiado. Las mujeres trabajaban codo con codo con los hombres. Trepaban por el andamiaje de bambú como si fueran atletas en pleno entrenamiento. Los camiones, cada uno con una gigantesca cisterna de gasolina en lo alto, que alimentaba los vehículos, correteaban en todas direcciones, llenos hasta los topes. Eso es justamente lo que pensé de Shangai: una ciudad abarrotada a más no poder.

Tuvieron que arrastrarme de vuelta a mis obligaciones, que consistían en preparar el pan para la cena. Retiré las cortezas como de costumbre y estaba a punto de colocar el pan en bandejas cuando vi las manos. Puede que sólo fuesen un par de docenas de manos extendidas, pero para mí era como si todas las manos de China tratasen desesperadamente de abrirse paso por las portillas. Era evidente lo que andaban buscando: comida. Miré a mi alrededor y descubrí que estaba solo. Tenía que tomar una decisión, lo cual no me llevó mucho tiempo. Agarré la bandeja del pan y recorrí con ella el perímetro de la cocina, levantando la bandeja para ponerla al alcance de aquellas manos hambrientas. Al cabo de unos segundos, la bandeja estaba completamente vacía, así que empecé de nuevo. Fue en la tercera tanda cuando irrumpieron los guardias. Cuando las manos hubieron desaparecido de los ojos de buey, me encontré con dos metralletas y una retahila de insultos en chino. Cada uno de los guardias llevaba una correa de balas entrecruzada en el pecho, como si acabaran de salir de una película bélica. Sin embargo, aquello no era ninguna película. Me apresaron y me ordenaron salir del barco. Me arrojaron a la parte trasera de un camión y me llevaron a un edificio que había en un apartado extremo del muelle. Me obligaron a permanecer de pie mientras varios soldados me hablaban, uno tras otro. Luego me llevaron frente a un escritorio vacío mientras un oficial de alta graduación me leía un papel. A continuación, me encerraron en una celda.

¿Que si estaba asustado? No, estaba aterrorizado. ¡Nunca antes me habían apuntado con un arma en las narices!

Horas más tarde, cuando llegó el capitán del barco acompañado de tres oficiales, me informaron de que me habían acusado de insultar a la República Popular China y que podían enviarme a la cárcel con una condena de hasta cinco años. A través del intérprete, me sermonearon diciéndome lo autosuficiente que era China y que lo último que necesitaba su pueblo eran las sobras de un barco inglés. La expresión del rostro del capitán me decía que mantuviese la boca cerrada. Escuchamos un sermón de dos horas largas. A falta de cualquier otra cosa, disponían de todo el tiempo del mundo. El capitán Robb les pidió disculpas con la máxima sinceridad posible y les explicó que yo era sólo un crío estúpido en su primer viaje a bordo de un barco de la marina. Hice lo posible por poner cara de estúpido, aunque me pareció que se había excedido un poco en su descripción. Al final, tras mucha charla policial, acordaron ponerme en libertad si firmaba un papel presentando una disculpa formal a la República Popular. Por absurdo que parezca, estuve a punto de negarme. Sin embargo, el capitán Robb me obligó a coger un bolígrafo y sólo dijo una palabra:

—¡Firma!

Firmé la declaración y me escoltaron de vuelta al barco. El capitán Robb, lejos de estar furioso conmigo, que era lo que yo había esperado, se limitó a decirme que lo considerase una experiencia más y que siguiese con mi trabajo. ¿Qué otra cosa podía hacerse? Le obedecí y proseguí con mis tareas. Al cabo de dos días, dejamos aguas chinas y nos dirigimos rumbo a Filipinas para atracar al norte de Manila, en San Fernando. Durante los diez días siguientes, nos movimos muy poco, sin abandonar las Filipinas pero yendo de puerto en puerto, de isla en isla: Mindoro, Culion, Palawan. Próxima parada: Singapur.

Arribamos a Singapur a las 18:42 del 19 de enero y no debíamos zarpar de nuevo hasta al cabo de dos semanas. ¡La esperanza es lo último que se pierde!, me dije de nuevo. Siempre queda la esperanza, ¿no es cierto? Ya había esperado demasiado para ver, para abrazar a mi chico, al dueño de mi corazón.

¡Tenía que esperar tres días más! ¡Tres días! Tres largos días antes de que me dieran permiso para bajar a tierra. Pensé seriamente en saltar y escaparme del barco, pero Jake me lo impidió al decirme que, efectivamente, nos quedaríamos en Singapur dos semanas enteras. Conseguí, a través de la hermana Judy Garland de la enfermería, hacerle llegar una nota a Joseph con otro mensaje para Alexander. En él le pedía que se reuniese conmigo en el hotel Raffles a las tres de la tarde, tres días después.

El Panocha, después de dos meses enteros a bordo del barco, por fin estaba dando muestras de estar siendo aceptado entre sus compañeros. Se sentó con el resto de nosotros en el comedor mientras intercambiábamos la ronda de bromas y chistes verdes habituales. Cuando le llegó el turno al Panocha, no lo dudó un instante.

—¿Sabéis la historia del marinero que hacía largos viajes a bordo de un petrolero? Echaba tanto de menos follar con su mujer que se compró una de esas muñecas hinchables. Sí, ésas que tienen lo más esencial, ya me entendéis. Bueno, pues el caso es que al cabo de dos meses de estar en el barco, sacó la muñeca y la infló. Justo cuando estaba a punto de metérsela, la muñeca se desinfló, así que la hinchó de nuevo, y luego un vez más. Cada vez que intentaba tirársela, se desinflaba. Al cabo de catorce meses, al final de la travesía, la llevó a la tienda donde la había comprado y le dijo al dependiente: «Cada vez que intento metérsela a esta muñeca de mierda, se desinfla y se me pone a la altura de los cojones». El dependiente, creyendo que la muñeca tenía «vida» propia, lo miró y le contestó: «Pues si lo llego a saber, le habría cobrado el doble».

¡El Panocha lo había conseguido! Todos empezamos a troncharnos de risa con su chiste. Sintiendo que se había quitado un peso de encima, el Panocha empezó a preparar café para todos y luego se sentó lo más cerca posible de Jake, quien lo recibió con una cálida y amigable sonrisa y luego me guiñó un ojo.

La mañana del tercer día, me duché y me lavé el pelo. Después de planchar mi ropa, una camisa blanca y un par de pantalones negros, le pedí prestado un poco de after shave a Jake y me rocié con él el vello púbico. Volví a sacarles brillo a mis zapatos negros. Cuando me miré al espejo, recordé que no había planchado mi pañuelo. Lo rocié también con un poco del after shave de Jake y luego lo planché dos veces, sólo para quedarme más tranquilo. Volví a mirarme al espejo. Comprobé mis bolsillos y conté el dinero que llevaba en ellos de nuevo. Aquello bastaría para pagar una pequeña habitación. Al ver todos mis preparativos, Jake me dio otro botiquín antivenéreas. Le aseguré que no lo necesitaba, pero él insistió, así que me lo guardé en el bolsillo. Me peiné el pelo por enésima vez y volví a mirarme al espejo. Estaba listo o, por lo menos, lucía el mejor aspecto posible teniendo en cuenta las circunstancias. Cuando estaba a punto de salir del barco, oí una voz procedente de la enfermería.

—Buena suerte, tesoro. No hagas nada que yo no haría.

Me volví y me despedí de mi maravilloso enfermero, que estaba abrazándose y lanzando besos en todas direcciones. Crucé los dedos y levanté la mano. Él hizo lo mismo. Al menos había una persona a bordo que me entendía.

Una vez que hube cruzado la verja del muelle, tomé un taxi para ir al mundialmente famoso hotel Raffles. Su esplendor me pilló por sorpresa. Aún con todo el dinero que les había pedido prestado a Jake y a mi enfermero, sólo tenía lo justo para pagar una noche en una habitación doble y comprar una botella de vino. Tomé mi llave con nerviosismo y me dirigí a la habitación. Eran las dos y media. Un joven botones me indicó el camino transportando la botella de vino en una cubitera sobre una bandeja de plata con un par de copas.

Los treinta minutos siguientes fueron los más largos de toda mi vida. Por muchas veces que consultase mi reloj, las manecillas no parecían moverse. Me paseé arriba y abajo por la habitación. Me atusé el pelo, peinándomelo una y otra vez. Tamborileé con los dedos sobre la mesita del café que había junto a la butaca. Caminé un poco más. Cuando faltaba un minuto para las tres, estaba a punto de explotar de los nervios. A las tres en punto, llamaron a la puerta. Me quedé paralizado y me oí a mí mismo inspirar hondo. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué diría él? ¿Me sonreiría como había hecho en Farnborough? ¿Sería todo igual de maravilloso que entonces? Me levanté y eché a andar hacia la puerta. Me froté las manos para secarme el sudor y luego repetí el mismo movimiento contra mis pantalones. Retuve el pomo de la puerta en mis manos. Sólo tenía que hacerlo girar y entonces lo vería. Abrí la puerta de golpe, dispuesto a echarle mis brazos al cuello y a sus fuertes hombros.

Ante mí, vestido con el uniforme militar, no se hallaba Alexander, sino su padre. Mi cuerpo entero se quedó paralizado por el terror. Tomó la iniciativa y se decidió a hablar.

—¿Puedo pasar?

Sin embargo, no esperó una respuesta y, sin más dilación, entró tranquilamente en la estancia. Yo me había quedado sin habla, y él lo sabía. Se sentó en la butaca y se colocó el maletín sobre las rodillas, esperando. Miró la botella de vino y luego le dio la vuelta para leer la etiqueta. Al parecer, no era de su aprobación. Me miró igual que había mirado la etiqueta.

—¿Es que no vas a cerrar la puerta? —preguntó con calma.

Miré el pasillo. Estaba vacío.

—He venido solo, te lo aseguro.

Su tono de voz no era desagradable. Por lo visto, esta vez no tenía intención de insultarme ni de amenazarme. Cerré la puerta y apoyé la espalda contra ella, sintiendo curiosidad. Una vez que hubo captado toda mi atención, abrió el maletín, extrajo una carpeta y la abrió. Contenía muchas páginas. No tardó en empezar a leer.

—«Richie McMullen, alias Richard John McMullen, Mark Crosbie y Poeta. Nacido el 28 de octubre de 1943 en Liverpool, de ascendencia irlandesa…».

—¿Qué diablos significa esto? —pregunté con enfado.

—«Detenido, acusado y hallado culpable de cometer un acto de lesiones corporales graves. Retenido bajo arresto y multado…».

—¿Qué es lo que pretende demostrar? ¿De dónde ha sacado esa información?

—«Trabajó de manera activa como prostituto común tanto en Liverpool como en Londres por un periodo no superior a tres años, antes de ingresar en la Escuela de Instrucción de la Marina Mercante de Gloucester. Se incorporó a la tripulación del Memmon en noviembre del pasado año…».

—¿Qué es lo que intenta hacer? ¿Asustarme?

—«Contrajo y transmitió una enfermedad de transmisión sexual a otras personas…».

—Así que me ha estado espiando. Muy listo. Supongo que esos dos gorilas trabajaban para usted, ¿no?

—Acabemos con esto de una vez. Has venido aquí para encontrarte con mi hijo, con quien ya has cometido un acto de suprema indecencia, con la esperanza de cometerlo de nuevo. A Dios gracias, él no tiene la más mínima intención de verte otra vez después de haber leído todo esto. —Levantó el expediente en el aire y lo agitó con gesto triunfante ante él.

—¡Es usted un cabrón de mierda!

—Sí, por supuesto, hice que una prestigiosa agencia de detectives privados de Londres te investigase. ¿Qué esperabas? ¿Que te permitiese arrastrar a mi hijo contigo al fango en el que vives? Tu querido amiguito no sé qué Tenis, ¿es así como hay que llamarlo? ¿Amiguito? Nos sirvió de gran ayuda.

—¿Qué cojones quiere?

—¿Que qué quiero? No quiero nada. Ahora mi hijo lo sabe todo, sabe la verdad. Sabe lo que eres. ¿Querer? No quiero nada de ti ni de los de tu calaña.

—¿Y espera que me lo crea?

—Me importa un bledo lo que creas o dejes de creer. Alexander ha visto el contenido de esta carpeta y, te lo aseguro, no quiere tener nada que ver contigo. ¿Me he explicado con claridad?

—Oh, sí. Se ha explicado con mucha claridad. Ha hecho todo lo posible para impedir que Alexander y yo…

—¿Os veáis? Por Dios, pues claro que he hecho todo lo posible.

—¿Por qué…?

—¿Por qué? No lo estarás preguntando en serio, ¿verdad?

—¿Por qué me odia tanto?

—No espero que lo entiendas.

—¿El odio? No, no entiendo el odio.

—¿Por qué los de tu especie salís de vuestras sucias cloacas para corromper a niños…?

—¿Niños? ¿De verdad cree que Alexander es un niño?

—¡Sí, por supuesto! ¡Es mi niño! ¡Es el niño de su madre!

—Y pretende que siga siendo así, ¿no es cierto?

—¡Todo el tiempo que haga falta!

—¡Pues ya es demasiado tarde! ¿Se entera?

—¡Cierra esa asquerosa boca!

—¡Ha crecido, por el amor de Dios! ¡Sabe perfectamente lo que es!

—¡Cállate de una puta vez!

—¿O qué?

—¡O haré oue el contenido de esta carpeta llegue a las manos adecuadas! ¿Me he explicado bien?

—Es usted un estúpido.

—¡Lo digo en serio!

—¿De verdad cree que me importa?

—¡Me trae sin cuidado si te importa o no! Tu enfermiza relación con mi hijo se ha terminado para siempre y tú… tú deberías acudir a un psiquiatra, ¿me oyes?

Meneé la cabeza con impotencia, temiendo que el poder de aquel hombre hubiese destruido por completo lo que Alexander y yo habíamos tenido una vez. De no haber sido un cobarde, le habría contado a Alexander la verdad yo mismo. Ahora era demasiado tarde. ¡Era demasiado tarde! Mi ira abandonó mi cuerpo y un sentimiento de pena inconmensurable vino a ocupar su lugar.

Presintiendo su triunfo, se puso en pie, guardó la carpeta con cuidado y la devolvió al interior del maletín. Antes de cerrarlo del todo, extrajo un sobre y lo colocó encima de la mesita. ¿Sería una carta de Alexander? Me precipité hacia la mesa y abrí el sobre con impaciencia. En su interior había alrededor de cien libras en billetes de una libra. Me quedé mirando a mi verdugo, exigiéndole una explicación.

—Soy una persona razonable. Comprendo que debes de haber sufrido lo tuyo, durante tu infancia…

Antes de dejarle acabar de hablar, le arrojé el sobre a la cara con virulencia y el dinero cayó meciéndose en el aire a su alrededor.

—¡Llévese sus treinta monedas de plata y métaselas donde le quepan! ¡No me vendo por tan poco!

No había nada más que decir. Salí como un torbellino de la habitación y luego del hotel.

Volví en mí, horas más tarde, caminando por una zona que se hallaba a kilómetros del centro de la ciudad. Un coche de policía se detuvo a mi lado y me preguntó si me había perdido. Debí de haberles llamado la atención, un chico blanco llorando. Me llevaron a los muelles y señalaron con el dedo los barcos ingleses. Les di las gracias y eché a andar hacia el Memmon. Una vez a bordo, me encerré en mi camarote y me quité la ropa. Me sentía cómodo con mis pantalones cortos de tenis de nuevo sobre mis caderas. ¿En verdad estaba tan enfermo como él había dicho? Reparé en mi imagen en el espejo y sólo a vi a un muchacho asustado y frágil. Todo había sido en vano. Todos los esfuerzos para ir a Singapur, todo el periodo de instrucción, mi inscripción a bordo del barco… Tendría que haber ido a que me visitase un loquero por haberme permitido pensar siquiera que podía salir algo bueno de una relación entre un chapero y un chico como Alexander. No podía culparle. Tenía que haberle impresionado mucho lo que había descubierto de mí y la manera en que lo había averiguado. No podía culparle. Sólo podía culparme a mí mismo. Hay algo reconfortante en el hecho de echarse las culpas a uno mismo. La culpa, actuando hacia el interior del yo, se filtra a través de la ira y emerge en forma de una vieja y cómoda depresión, en la que puedes confiar por completo. Luego, la depresión le permite a uno mismo odiarse con todas sus fuerzas. Nunca sería capaz de odiar a Alexander, pero desde luego, sabía cómo odiarme a mí mismo. Ni siquiera podía odiar a su padre porque, a fin de cuentas, estaba haciendo lo que en el fondo de su corazón creía que era lo mejor para su hijo, ¿o no?

Me sumí en mi depresión como un buen estudiante se entrega a sus estudios, sólo que con mayor dedicación. Le di el resto de mis días de permiso al Panocha y me dediqué en cuerpo y alma a mi trabajo. La cocina nunca había estado tan limpia, ni el Panocha tan confuso. Cuando zarpamos de Singapur, me quedé en la cocina, trabajando. No quería ver cómo mis sueños se perdían en el horizonte para siempre. No había nada que ver, ya habían desaparecido. Me maldije a mí mismo por creer en la esperanza. No permitiría que ese delirio me engañase nunca más.

El dolor del rechazo de Alexander me acompañaría a todas partes. El 10 de febrero, después de habernos adentrado de nuevo en las aguas del océano Índico, avistamos el precioso puerto natural de Trincomalee, en el extremo nororiental de Sri Lanka. Jake me obligó a ir a nadar con el resto de la tripulación. Pese a mis esfuerzos y los suyos por tratar de que lo pasara bien, al cabo de unos minutos estaba llorando en el agua. Es un buen lugar para llorar, porque nadie puede ver tus lágrimas. Nadé muchísimo ese día. Al cabo de tres días zarpamos rumbo a Colombo, en la parte occidental de la isla, y me sumé a un grupo de chicos nativos en la playa, que estaban jugando a fútbol y bañándose. Más que cualquier otra cosa, me pasé el rato bañándome.

Guardo pocos recuerdos de nuestro viaje de vuelta por el mar de Arabia hacia el golfo de Adén, como también son escasos los recuerdos de la travesía por el mar Rojo. El canal de Suez había perdido toda su magia para mí por aquel entonces. El Mediterráneo trajo consigo un descenso en las temperaturas y la obligación de volver a vestirnos con pantalones largos. Me moría de ganas de llegar a Inglaterra. Evité las reuniones en el comedor y las bromas. Las canciones en la cocina ahora se me antojaban más ridiculas que nunca, de modo que decidí no sumarme al coro de alegres voces. El 4 de marzo entramos en el río Mersey y hacia las once de la mañana ya habíamos atracado en el muelle de Gladstone, en la ribera norte, mi ribera del río, la ribera de Liverpool. De niño había robado comida en esos mismos muelles y conocía hasta el último centímetro como la palma de mi mano. Era estupendo estar de vuelta en mi sitio otra vez.

A media tarde, con los petates colgados al hombro, los miembros de Liverpool de la tripulación acudimos a la plancha para que nos pagasen nuestros salarios y para desearnos una feliz vuelta al hogar. El segundo camarero, tablilla en mano, seleccionó a los que querían volver para el próximo viaje. Me preguntó si quería embarcar en el Memmon de nuevo y le contesté que no. Me dijo que había sido un buen trabajador y que me pagarían más en el próximo viaje. Le di las gracias y repuse que no iba a volver ni a éste ni a cualquier otro barco, que mi días como lobo de mar habían terminado para siempre.

—¿Qué? ¿Un solo viaje y ya echas el ancla?

Asentí con la cabeza y se alejó, riendo. Fui a la enfermería para despedirme de mi enfermero y, abrazándolo, le dije que io echaría mucho de menos. Nos besamos y dejamos escapar unas lágrimas. Jake, como el hombretón que era, me estrechó la mano y me dijo que dejase de ir por ahí haciendo pucheros. Le di las gracias por su amistad y le dije que era un buen hombre. Me dio un golpe en la espalda, como hacen los hombres que no han aprendido a abrazar a otros hombres. Esperé a que se fueran los demás y, una vez solo, me encaminé hacia la verja del muelle. El policía de la verja inspeccionó mis papeles y me despidió con un gesto. Estaba de vuelta pisando el suelo de Liverpool.

Miré los coches aparcados junto a la verja en busca de un taxi. La portezuela de un coche se abrió y de su interior salió una figura que me resultaba familiar. Dejé caer mi petate al suelo, inspiré hondo el frío aire de Liverpool y eché a correr hacia allí. Los brazos de Alexander me estrecharon con fuerza y los míos rodearon su cuerpo. Aquél no era un momento para llorar así que, ¿por qué diablos estábamos llorando como magdalenas? Nos abrazamos, nos besamos y nos abrazamos de nuevo.

—Richie, te quiero tanto…

—¡Por todos los santos! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Le dije a mi padre, después de que fuera a verte, que si no me dejaba volver a casa les diría a todos sus compañeros oficiales que soy homosexual. No podía soportar la idea de enfrentarse a semejante vergüenza, así que… aquí estoy. Tenemos un piso, tú y yo, con el beneplácito de mi madre, en Londres. ¿Vendrás a vivir conmigo? Es muy pequeño, pero es nuestro. Dime, ¿vendrás?

—¿Contigo? Pero ya sabes que yo…

—Sí, me enseñó el informe. Lo sé todo de ti y también sé que te quiero. Te quiero. Mi padre interceptó tus cartas, pero yo nunca perdí la esperanza. Sabía que encontraríamos la forma de estar juntos.

—Iré contigo. Te quiero con toda mi alma, y dondequiera que tú vayas, allí iré yo.

Cuando el coche de su madre arrancó, mientras los dos nos abrazábamos en el asiento de atrás, recordé aquella frase: «La esperanza es lo último que se pierde, ¿verdad? ¡Siempre nos queda la esperanza!».