El Vindi

Es la primera vez en mi vida que percibo el significado simbólico de hacer el equipaje: con cada una de las prendas, perfectamente dobladas y colocadas una encima de otra en la maleta, siento cómo un pedazo de mí se va de Londres y emprende el camino hacia Singapur. También siento que estoy diciéndole adiós al mundo de la prostitución para siempre. La sensación de estar abandonando lo que ha sido mi vida hasta entonces es tan intensa que mis movimientos físicos se ven ralentizados por una llamada que procede de lo más hondo de mi alma. Saborea este momento. No olvides nunca este momento. Vívelo tan intensamente como puedas, el mayor tiempo posible. Estos momentos, lo sé, son raros y delicados.

El último objeto que introduzco en la maleta es el cuaderno en el que tan poco tiempo he tenido para escribir últimamente. Lo sostengo entre mis manos como se podría, como se debería sostener algo frágil y precioso, y me permito hojear sus páginas, ahora ya muy gastadas. Con cierta extrañeza, siento que me estoy sosteniendo a mí mismo en mis manos, leyéndome a mí mismo. De repente, tengo la certeza de que en los días que estoy demasiado ocupado como para escribir algo en mi pequeño librito, eso significa que no estoy haciendo lo correcto con esos días. Así es como han sido las cosas últimamente, ¿verdad? Sin tiempo para pensar ni para escribir. Me siento obligado, por mi propio bienestar y paz interior, a escribir algo en el cuaderno. Se trata de lo siguiente:

Adiós, chaperos

Adiós, adiós, chaperos, amantes sin parangón,

Duele, es hora de abandonar toda simulación, para luego

Irse, marcharse, volar hacia una nueva ontología.

Oscuras luces atraviesan los cuerpos del Soho, mientras

Salaces noches confiesan con arrojo una verdad cargada

Con sueños utópicos entre usureros vómitos.

Hasta la vista, adiós, hermano helénico, y

Acuérdate de aquél que rompió el cerco,

Para enterrar anhelos con cuerdas sujetos.

Entona canciones Neptuno, bendito dios del mar, para

Rotundas victorias, buenas nuevas, celebrar, de un

Obsceno muchacho que en pos de otro muchacho va.

Separémonos ahora amigos, hasta siempre.

Tras guardar mi cuaderno, mi salvaguarda contra la locura, en la maleta, vacilo un poco antes de cerrarla, pues siento que les estoy dando la espalda a aquéllos que más se asemejan a mí, más que cualquier otro grupo de personas que pueda encontrar a bordo del buque escuela. Sin embargo, cierro fuertemente la maleta con absoluta convicción y siento un gran alivio.

Puesto que no quiero una larga despedida en la estación, le digo adiós a John en la puerta de su casa y tomo un taxi. Al doblar la esquina le pido al taxista que vayamos por el Soho y alrededor de Picadilly Circus. Los rostros y las escenas que tan bien conozco aparecen ante mí de manera intermitente mientras me despido de ellos en silencio. Este lugar quedará grabado para siempre en mi alma, en lo más hondo de mi corazón, lo sé. También sé que lo llevaré conmigo dondequiera que vaya, igual que llevo a cuestas buena parte de mi infancia y demasiados recuerdos de Irlanda y Liverpool.

Me gusta el tren porque avanza cada vez más rápido, alejándose de Londres cada minuto que pasa. Sé que la gente dice que la vida es un viaje, pero yo sólo soy plenamente consciente de ello cuando viajo de veras. No importa demasiado cuál sea el medio de transporte. Lo más importante es la sensación física de movimiento mezclada con las esperanzas y los anhelos de lo que podrá ser. Es una especie de libertad. Puede que también sea un hacerse ilusiones. Ojalá, ojalá, vano deseo, ojalá fuese puro de nuevo. Pero puro otra vez ya no puedo ser, hasta que los naranjos, manzanas den. Aunque quizá, sólo quizá, en la próxima curva, en el siguiente monte, en el próximo bosque, tal vez allí, envuelto en un halo de misterio, haya un naranjo cargadito de manzanas.

En Gloucester tengo que realizar un transbordo con destino a Sharpness y al hacerlo, reconozco a otros chicos que se dirigen a mi mismo buque escuela. Nos apiñamos educadamente en el pequeño tren, evitando las miradas de unos y de otros. Cuento unos cincuenta muchachos y oigo a muchos hablar con acento de Liverpool. Es todo un enigma saber cuánto tiempo más seguiremos siendo educados los unos con los otros, puesto que el otro acento dominante proviene de los labios de chicos de Glasgow. Cuando el tren arranca, comienzan las bromas. Los muchachos se juntan con los de su misma procedencia: los de Liverpool con los de Liverpool y los escoceses con los suyos. Mantengo la boca bien cerrada y miro por la ventanilla. En el reflejo del cristal, veo a un chico haciendo lo mismo y le lanzo una sonrisa.

Su sonrisa de respuesta, larga y acompasada, viene acompañada por un movimiento de la cabeza en dirección al alboroto del pasillo, con el que parece decir que no quiere tener nada que ver con las facciones que hay a su alrededor. Asiento, de acuerdo con él. Sonríe de nuevo y ambos volvemos a nuestras vistas panorámicas por la ventanilla.

En Sharpness nos recibe un oficial del buque escuela que luce un aspecto impresionante con su uniforme. Nos llaman por nuestros nombres y tomamos asiento en un autobús que nos espera. Localizo un asiento vacío lejos de los liverpoolienses y los escoceses, pensando que todo el mundo debería tomarse su tiempo y examinar a los miembros de un mismo grupo antes de sumarse a él. El hecho de identificarse con la gente al instante sólo porque provenga del mismo sitio que uno siempre me ha parecido una inequívoca señal de inseguridad. Sin embargo, una vez más, creo que es comprensible. Además, debo recordarme a mí mismo que soy un viajero avezado y veterano. Mi recompensa por este acto de independencia es que el chico sonriente del tren se acerca hasta mí y me tiende la mano.

—Hola, me llamo Sean. He oído que decían tu nombre. ¿Te llamas Richard?

—Richie —le corrijo al tiempo que mi nuevo amigo toma asiento junto a mí.

—Richie, de acuerdo. Pues encantado de conocerte, Richie —dice, todavía extendiendo la mano.

Cuando nuestras manos se unen, nuestras miradas también se encuentran y permanecen así esas milésimas de segundo imperceptibles para cualquiera que nos esté observando pero que para nosotros significan que acabamos de conocer a alguien especial. Resulta que Sean es hijo de inmigrantes irlandeses, nacido en Estados Unidos, de modo que hacemos buenas migas enseguida. Su acento es una mezcla de irlandés y de ligero inglés americano. Hablamos de los problemas de haber nacido en un país extraño. Tenemos mucho en común.

En la escuela de instrucción nos dividen en distintos grupos. Al igual que en el tren, los oriundos de Liverpool se agrupan con sus paisanos y los escoceses hacen lo propio. Siento un gran alivio al ver que, puesto que he subido al tren en Londres, me colocan junto al resto y, por lo tanto, con Sean. Permanecemos juntos todo el tiempo para indicarles a los demás que pretendemos seguir así.

La escuela de instrucción se parece más a un campamento militar que a una escuela. Nos alojan en diversos barracones, que suman unos veinte en total. Hay una plaza de armas y las astas de bandera habituales. Los chicos vestidos con el uniforme del ejército, de color azul oscuro, desfilan de un lugar a otro dirigidos por instructores uniformados en elegantes trajes navales. El campamento alberga a casi quinientos chicos de la misma edad más o menos. En uno de los extremos y al pie de una profunda pendiente, atracado en un muelle cerrado justo en la orilla del río Severn, se halla el buque escuela, el Vindicatrix. La eficiencia y el orden son los elementos preponderantes. Los bordillos pintados de blanco relucen alrededor de cada uno de los barracones, como todo lo demás. Cada barracón sirve de alojamiento a unos cuarenta chicos en literas. Sean y yo nos apropiamos de una de ellas al fondo de uno de los barracones. Entre los barracones hay otros más pequeños: las letrinas. Los demás barracones sirven para los entrenamientos. Uno de ellos es una iglesia y otro, un cine. Un par de horas después de nuestra llegada, ya llevamos el uniforme, hemos limpiado el barracón, nuestro instructor ya nos ha pasado revista y el capitán nos ha dado un discurso de bienvenida. Nos explica que a lo largo de los dos meses siguientes, nos impartirán una instrucción completa, a algunos como marineros y a otros como camareros de a bordo. Sean y yo vamos a ser camareros. Durante su discurso menciona que Tommy Steele recibió la instrucción allí algunos años atrás. Al parecer, Sean va a dormir en su antigua litera.

Al final del primer día, y puesto que somos los novatos, somos las víctimas de numerosas e inofensivas bromas por parte de los demás chicos, sobre todo de la quinta anterior a la nuestra. Sus chanzas nos enseñan muchas cosas sobre lo que significa convivir con tantísimas personas: nos hablan del «antipajas» que, al parecer, se mezcla con la bebida a base de chocolate de la noche. También descubrimos que el no formar parte de uno de los dos grupos dominantes significa sufrir los abusos de ambos. Las peleas entre los de Liverpool y los escoceses se organizan casi todos los días, detrás de uno de los barracones, cuando se apagan las luces. No obstante, obligan a boxear a todo aquél que sorprenden peleando delante del resto del campamento. Se habla mucho de sexo y todos fanfarronean sobre quién ha hecho qué. Me imagino que el lugar debe de ser un hervidero de actividad sexual. Quinientos chicos encerrados durante meses no pueden pasarse los días dependiendo de la energía de su mano derecha, ¿no? Antes de acostarnos esa noche, un instructor nos informa de que debemos lavarnos antes de irnos a la cama y que debemos ponernos un pijama sin ropa interior.

Después de lavarnos, el instructor nos ordenó ponernos firmes junto a nuestras literas y nos dijo que iba a pasar revista. Avanzó por la fila de chicos e inspeccionó la parte delantera de los pijamas de cada uno. Les ordenó a los que todavía llevaban los calzoncillos puestos que se los quitasen inmediatamente. Mi experiencia en el mundo de la prostitución masculina me dijo al instante que aquél era el perfecto prototipo de cliente. El placer que obtenía viendo a unos chicos semidesnudos obedecer sus órdenes, aunque disfrazado bajo una cara de póquer, era demasiado evidente para mí, de modo que cuando llegó hasta donde yo estaba, me deshice el nudo del cordón que sujetaba el pijama a mi cintura y dejé que los pantalones cayeran al suelo de golpe. Se quedó paralizado. Permanecí así largo rato y lo miré directamente a los ojos. Tengo que derrotar a este tipo en su propio terreno. Cuando al fin su mirada se encontró con la mía, le guiñé un ojo. Volvió a mirarme la polla, y decidí menearla un poco. Su cara estaba roja como la grana. Cuando levantó la vista de nuevo, volví a guiñarle un ojo. Rápidamente pasó a inspeccionar al próximo muchacho y luego al siguiente. Cuando al final salió del barracón, seguía estando rojo como un tomate. Sabía que lo habían calado y no volvió a pasarnos revista de ese modo nunca más.

La disciplina en el campamento no se parecía en nada a la del ejército. Por lo general, los chicos y los instructores se llevaban a las mil maravillas. El castigo más severo consistía en sancionarnos con una sesión de «trabajos forzados», lo cual consistía a su vez en bajar al buque escuela y ponerse a pelar patatas durante un par de horas por la noche, mientras todos los demás se estaban divirtiendo. Todos lo hacíamos de vez en cuando. No era ningún suplicio, ni mucho menos; de hecho, en compañía de un amigo, era un verdadero placer. Con un amigo podías pelar todas las patatas con mucha rapidez y luego podías quedarte por allí tomando todo el té y las tostadas que quisieras. Fue en una noche de ésas, solos Sean y yo, cuando tuvimos ocasión de conocernos un poco mejor. Sugirió que fuésemos a dar un paseo, lejos del campamento, por la playa, hacia la arboleda. Mientras paseábamos, le dije que pronto iba a cumplir los dieciséis años.

—Eso es estupendo —exclamó, me rodeó los hombros con el brazo y lo dejó allí mientras seguíamos caminando por la hierba, cerca de la playa.

—¿Sabes una cosa, Sean? Creo que me gustas mucho —me aventuré a decir a través de la oscuridad.

—A mí me pasa igual. Es decir, tú también me gustas. Deberíamos ser amigos siempre.

—¿Amigos? Sí, siempre.

—¡Siempre! —repitió al tiempo que unía nuestros hombros con su musculoso brazo.

—¿Sean?

Intuyendo algo, ambos nos detuvimos.

—Sean, me gusta el tacto de tu brazo en mi hombro.

—¿Sí?

—Sí. Hace que me sienta seguro. ¿Te parece ridículo?

—No. En absoluto.

—No lo dirías si no lo creyeses así, ¿verdad?

Sujetándome por los hombros con las manos extendidas, me volvió para que estuviéramos frente a frente, escudriñando mi rostro. Pasaron siglos antes de que me contestara.

—Richie, dímelo. Vamos.

Tartamudeé, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Es que… bueno… me gustan… me gustan tus brazos… me gusta tu…

Atrayéndome hacia sí, me envolvió en sus brazos.

—¿Y esto? ¿Te gusta esto?

—Sí —le confesé al oído, mientras sus manos acariciaban mi espalda.

—Entonces, esto seguro que te va a gustar. —Sus labios me rozaron la nuca con un beso vacilante.

—Sí.

—¿Qué más? ¿Qué más te gusta? —me susurró al oído.

—Tú. Me gustas tú.

—Dímelo. Dime lo que te gusta.

—Sean… —balbucí.

—Dímelo. Quiero oírtelo decir. Sé valiente —dijo, besándome el cuello de nuevo.

—Me gustaría…

—Sí, dímelo. Quiero complacerte. Dímelo.

—Me gustaría poner mis manos…

—¿Dónde?

—En tu pecho, en tu pecho desnudo.

—Entonces, hazlo —murmuró.

Apartando sus manos de mis hombros pero manteniendo la cabeza enterrada en mi cuello, sin dejar de besarme, se quitó la chaqueta de su traje de campaña y se arrancó el corbatín.

—Hazlo tú. Desabróchame los botones —dijo, adueñándose de la situación.

Mis manos le obedecieron gustosamente y, muy despacio, los botones fueron cediendo uno a uno.

—Ahora, quítamela.

Temblé mientras mis manos tiraban de los faldones de su camisa y de los hombros hasta que ésta se deslizó hasta el suelo por detrás de él.

—Tócame —ordenó su joven voz.

El tacto de su piel suave y desnuda era electrizante. Mientras exploraba su torso al descubierto con mis manos, se quitó los zapatos de un puntapié y luego, subiendo sus piernas una a una, por detrás, tiró de sus calcetines.

—Arrodíllate.

Sus manos me guiaron hasta que caí de rodillas ante él.

—Desabróchame el cinturón. Yo sé lo que te gusta, ¿a que sí? —dijo con firmeza.

Asentí con la cabeza. Su cinturón se soltó y colgó abierto bajo su vientre liso y plano.

—Levántate.

Me puse de pie y miré a mi hermoso amigo.

—Quítate la ropa. Quiero verte desnudo, como tu madre te trajo al mundo.

Inclinó el cuerpo hacia delante al hablar. Sus labios rozaron los míos. Empecé a desvestirme siguiendo el mismo orden con que él se había quitado la ropa. Cuando llegué a los pantalones, vacilé unos instantes.

—Quítatelos, ahora.

Obedecí y me quedé de pie ante él en calzoncillos.

—Eso también. Te he dicho completamente desnudo.

Sólo había una forma de estar en manos de un chico tan apuesto y seguro de sí mismo que sabía exactamente lo que estaba haciendo. Deslicé mis calzoncillos hacia abajo y me quedé en cueros delante de él. Mi erección se erguía en el aire.

—Arrodíllate.

Me arrodillé.

—Quítame los pantalones.

Se deslizaron por sus piernas lampiñas con toda facilidad y dio un paso para salir de ellos. Mi cara, ahora justo en frente del bulto de sus calzoncillos, empezó a acalorarse. El aire fresco a nuestro alrededor me enviaba sensaciones insólitas por todo el cuerpo.

—¿Quieres bajármelos?

—Sí —acerté a decir.

—Entonces pídemelo. Quiero oír cómo me lo pides.

Sentí palpitar mi erección y me oí a mí mismo tartamudear, tratando de encontrar las palabras mientras mis manos se aproximaban a su estrecha cintura.

—¡Pídemelo!

—¿Puedo quitarte los calzoncillos?

—Sí, bájamelos. Déjame desnudo, igual que tú.

Mis manos se deslizaron en el interior de la cinturilla elástica y se los bajé. Era magnífico. Era un puro gozo ver su orgullo desnudo. Ayudé con mis manos a quitárselos de los tobillos y mi cara rozó su enhiesta erección. Ya no necesitaba recibir más instrucciones, pues sabía perfectamente qué quería mi compañero. Tomé su polla en mi boca y empecé a chupársela. Caímos sobre la hierba que había a nuestros pies y su boca imitó las acciones de la mía, realizando una exploración acompasada de lamidos y succiones. Nos colocamos el uno encima del otro, besándonos, sintiéndonos, tocándonos… Nuestras extremidades se enroscaban alrededor de nuestra orgullosa virilidad, resbalando por la piel suave del otro como si estuviera recubierta de aceite corporal. En un enorme estallido triunfante, explotamos el uno sobre el otro y las palpitaciones de nuestras respectivas erecciones volvieron a latir normalmente al unísono. Permanecimos tendidos en la hierba, sin hablar, otra media hora, abrazados, satisfechos.

Más tarde, le pregunté dónde había aprendido a llevar la batuta de esa manera. Me dijo: «En casa» y me siguió explicando que un muchacho mayor de su escuela se lo había enseñado haciendo lo mismo.

—Tenía que hacer lo que él dijese. Aquello me ponía muy cachondo. ¿Te ha gustado?

—¿Bromeas? ¡Ha sido fantástico! ¿Cuándo podemos hacerlo de nuevo?

Se echó a reír.

—Ya te avisaré, ¿vale? —dijo.

—De acuerdo, como tú digas —convine.

—Bien, aprendes muy rápido, chaval.

Me había topado con muchos clientes a quienes les gustaba ser dominados y solía interpretar mi papel sin llegar a disfrutar demasiado. Ahora, sin embargo, en manos de un hermoso muchacho de dieciséis años, había tenido la oportunidad de explorar, sin amenazas ni prejuicios de ninguna clase, esa parte de mi yo sexual que clamaba a gritos no tener que llevar la iniciativa, aunque sólo fuese por una vez. Había descubierto que vale la pena explorar la energía y la imaginación sexual de otra persona cuando uno se siente seguro con ella.

A medida que fueron transcurriendo las semanas, aprendí el arte de poner y servir la mesa. Sin duda, la colocación de la cubertería de plata es todo un arte. También aprendí los secretos de la marcha militar y a participar en el desfile de la iglesia los domingos. Con creciente seguridad, empecé a gastar bromas yo también a los chicos de las nuevas quintas, y con cada vez más práctica, Sean y yo aprendimos a elaborar los juegos sexuales más maravillosos. La tercera semana recibí mi primera carta: era de John Tenis y contenía una carta de Singapur. Decidí guardar la carta de Singapur y leer primero la de John.

Mi querido niño:

Perdóname. Rezo porque ojalá seas capaz de hacerlo. Ayer recibí la visita de dos caballeros que querían saberlo todo acerca de ti y tu paradero. Naturalmente, me negué a darles cualquier información y les rogué que se fueran, pero ellos, dada la clase de caballeros que eran, me ordenaron que «cerrase el pico». ¿Te lo puedes creer? Al parecer, pretendían desvelar mis secretos y mis preferencias en determinados círculos a menos que me aviniese a hacer lo que decían. Mi querido niño, ¿qué podía hacer yo? Les dije lo que querían saber acerca de tus «actividades» en el West End. Se marcharon después de amenazarme un poco más y de decirme que no me metiese en líos. Gracias a mi cobardía, ahora saben dónde estás. De lo que estoy prácticamente seguro es de que no eran policías. ¿Podrás perdonarme? A pesar de mis temores, confio en no haber hecho nada que pueda perjudicarte.

Tuyo siempre,

John

Me quedé desconcertado. ¿Quiénes podían ser? De repente, caí en la cuenta de que podían ser los hermanos Dalton. ¿Por qué querrían saber lo que hacía y dónde estaba? El episodio en el piso de Actor había ocurrido hacía siglos y no podían estar seguros de que yo hubiese tenido algo que ver con aquello, ¿o sí? Además, ¿para qué armar tanto jaleo sólo con el propósito de encontrarme? Supuse que lo descubriría tarde o temprano y me guardé la nota en el bolsillo. Ahora mismo, la otra carta era más importante.

Mi querido Richie:

No puedo creer que todavía no hayas contestado mi última carta. ¿Ocurre algo malo? Seguro que sí. Lo presiento. ¿Podría ser que las cartas tarden mucho tiempo en llegar desde Inglaterra? Por favor, escribe. Por favor, dime cómo estás. Estoy trabajando con ahínco en el código secreto y muy pronto te enviaré una copia, pero por favor, escribe y dime si estás vivo. Con una postal será suficiente. Me muero de ganas de saber de ti. Te quiero muchísimo. ¿Acaso todo es imposible para nosotros? Escribe pronto, mi amadísimo amor.

Tuyo,

Alexander

La inmensa pena de saber que no había recibido mi carta me desgarraba el cuerpo y me partía el corazón en mil pedazos. ¿Qué clase de tortura era ésta? Le escribí una respuesta ahí mismo y le envié dos copias separadas. También escribí a John diciéndole que había hecho lo único que podía hacer bajo aquellas circunstancias. Ahora sólo podía esperar. Esperar a que los hermanos Dalton viniesen a por mí. Esperar a ver si Alexander recibía mis cartas.

Embargado por la ira y el dolor, empujé a un chico al entrar en la letrina y al cabo de unos segundos estaba enzarzado en una pelea. El ruido de los puñetazos no sólo atrajo a los demás chicos, curiosos, sino también a un instructor, que nos informó de que tendríamos que pelear fuera en el cuadrilátero esa misma noche. A mí me dio igual. Por desgracia, al otro chico también le daba igual. Iba a ser una pelea clásica: un chico de Glasgow con un chico de Liverpool.

Al caer la noche, ya hacía rato que me había dado cuenta de lo estúpido que había sido y media hora antes del momento pactado para la pelea, traté de hacer las paces con el otro chico, pero cometí el error de hacerlo delante de todos los demás. El chico no tuvo más remedio que enviarme al carajo. Me llamó gallina y me dijo que me iba a dar una paliza de muerte. Le creí. Fui en busca de Sean para que me ofreciera su apoyo, pero éste se limitó a decir:

—Puedes ganarle si te lo propones.

La pelea iba a consistir en asaltos de tres minutos cada uno. Bajo el ojo atento de un instructor, nos prepararon a los dos y nos encaminamos hacia el gimnasio. El hecho de aparecer ante quinientos chicos me dejó aterrorizado y, más que cualquier otra cosa, fue este terror el que hizo que la adrenalina se me agolpara en el cerebro. Si el chico sabía boxear, estaba perdido, pero si, tal como ocurría en la mayoría de los casos, los dos éramos unos novatos, entonces tenía una oportunidad. Cuando sonó la campana, el chico salió disparado desde su esquina y me pegó un puñetazo en el costado de la cabeza. Me dolía horrores. El siguiente golpe aterrizó en mi estómago y me doblé de dolor. Por suerte, vi venir el próximo y me aparté a un lado. El chico dio un golpe en el aire. Quinientas voces clamaban sangre, y el siguiente puñetazo las satisfizo. Me dio un gancho izquierdo que fue a parar directamente a mi cara. La nariz empezó a sangrarme y el chico esbozó una sonrisa triunfante. Una mezcla de orgullo, miedo e ira enviaba escalofríos por todo mi sistema nervioso. Sonó la campana y me fui a la esquina equivocada. Un instructor me llamó para que acudiese a la esquina correcta.

—Puedes devolverle los golpes, ¿sabes? Lo dice el reglamento —me soltó.

Aquello me enfureció y empecé a gritar con rabia.

—¡Váyase a la mierda! ¿Qué cojones cree que estoy intentando hacer? ¿Bailar con él o qué? No es mi tipo.

El instructor se echó a reír y me pasó un paño húmedo por la cara.

—Guárdate tu rabia para él, hijo. Si no le pegas en este asalto, te destrozará.

Sonó la campana y el instructor me empujó hacia delante. En mis días de estudiante, me había acostumbrado a pelear con la cabeza, con los pies o con alguna clase de arma, pero aquello era completamente distinto. El chico se abalanzó sobre mí tal como había hecho en el primer asalto. Uno tras otro, los golpes fueron cayendo sobre mi cuerpo y mi cara. Me abracé a él para tener un respiro y me llamó gallina. ¡Mi cara estaba a escasos centímetros de la suya y me había llamado gallina! Me resbalé y lo embestí accidentalmente. Una pequeña herida se abrió justo encima de su ojo izquierdo y una oleada de dolor inundó su cara. Durante una fracción se segundo, apartó su vista de mí y miró al instructor. Aproveché esas décimas de segundo para golpearle en el estómago y luego en la cara. Esta vez fue él quien se abrazó a mí. Nuestras cabezas entrechocaron de nuevo. Trató de zafarse de mí, pero le di un puñetazo bajo la caja torácica y luego otro en la herida abierta. Sonó la campana y esta vez acudí al rincón que me correspondía. El instructor no dijo nada; se limitó a pasarme el paño por la cara. Yo no quería perder. Ya había perdido demasiadas veces.

Un asalto cada uno. El tercero sería decisivo. Nos embestimos el uno al otro con todas nuestras fuerzas. Sólo se veían puños, cabezas y codos. Era la clase de peleas con las que había crecido. No tenía la menor duda de que el otro chico se sentía como en casa, igual que yo. Nos entregamos al máximo, y cuando sonó la campana de nuevo, no la oímos a causa del griterío que había en el gimnasio. Tuvieron que separarnos y nos levantaron el brazo a ambos. Había sido un empate. Miré al otro chico y éste me sonrió. Le devolví la sonrisa. Había sido una buena pelea. Era un resultado con el que ambos podíamos vivir. Más tarde descubrí que se llamaba Tam. Nos hicimos buenos amigos.

Después de una pelea, resulta extraño el modo en que puedes hablar con la misma persona contra la que has luchado. Es como la clase de honestidad que uno tiene con un amante después de haber hecho el amor de la manera más sublime. Me lo contó todo sobre sí mismo y su familia. Le dije a Tam que era homosexual. Simplemente, me salió.

—¿Estás seguro? —fue su respuesta—. No lo pareces y, desde luego, no peleas como si lo fueras.

—Estoy seguro, créeme. Además, ¿qué pinta tiene que tener un homosexual?

Se echó a reír y me dio un golpe en el brazo como gesto de aceptación total.

—La misma que tú, supongo —dijo.

Me guardó el secreto y no tuvimos necesidad de aludir a ello de nuevo. Él era quien era y yo era quien era, podíamos aceptarnos el uno al otro.

Sean creyó que había sido una insensatez por mi parte confiarle a Tam mi secreto y estaba preocupado porque lo hubiese mencionado a él. Le aseguré que nunca haría una cosa así y me pidió perdón en el acto.

Como anticipo de mi cumpleaños, que iba a ser al cabo de dos días, Sean me dijo que me reuniera con él en el lugar de costumbre cuando apagaran las luces. Tenía planeado obsequiarme como nunca antes nadie me había obsequiado y tenía un plan especial para mi cumpleaños. Yo estaba entusiasmado y me presenté antes de la hora prevista.

Una tenue niebla caía suspendida sobre el río Severn y enturbiaba el puente del ferrocarril que se erguía sobre sus poderosas patas de hierro Victoriano. El puente abarcaba la totalidad del río con un glorioso esplendor de hierro. Lo habíamos cruzado a bordo del tren unas semanas atrás. La inmensa y plana extensión del caudaloso río había crecido y menguado bajo el puente durante casi un centenar de años. Era una vista majestuosa. Mientras esperaba a Sean, me senté a contemplar el espectáculo, maravillado al pensar en los ingenieros que lo habían construido. Cuando Sean llegó, intuyó el carácter especial de aquel momento y se sentó a mi lado, contemplando el puente. Sobraban las palabras. A veces, sólo es necesario observar y experimentar el momento. Aquél era uno de esos momentos. Permanecimos en silencio y encendimos un cigarrillo. El aire fresco de la noche se llevó colina arriba nuestro humo con su brisa, lejos, muy lejos, hasta fundirlo con la espesura de la niebla. No sé muy bien por qué, pero me vino a la mente la vez que me había sentado con el Bufón y el Motorista en la cocina del piso de Earl’s Court, cuando el Motorista se puso tenso y dijo algo acerca de alguien paseándose por encima de su tumba. Aquella sensación no parecía tener ningún sentido, de modo que decidí centrar mi atención en Sean. Me respondió insinuándome cuál iba a ser el juego sexual de la noche, lo cual me excitó al instante.

Tenía que adentrarme en el bosque iluminado por la luna y quitarme la ropa. Él me seguiría, vestido, pero seguiría oculto. Al verme desnudo, me seguiría adonde yo estuviera y me vería masturbarme. Entonces, en la cumbre de mi éxtasis sexual, atraído por mi disfrute de la música de la masturbación y a la señal de verme tendido sobre la hierba húmeda, saldría de su escondite y entonces yo tendría que hacer lo que él quisiera. Su imaginación bastaba para excitarme. Su belleza y su juventud eran dos bazas adicionales. Sentí sus ojos clavados en mí mientras me despojaba de mis ropas, las doblé con cuidado y me introduje en el bosque. Le perdí de vista en cuanto entró en el espíritu de nuestra aventura y se escondió. Sabía que estaba allí, que podía verme, pero yo no podía verlo a él. Era electrizante. Cuando al final se acercó a mí, trajo consigo su tremenda libertad y disfrutamos de una velada de sexo magnífico.

El juego se prolongó durante una hora larga y nos lo pasamos en grande. Después nos sentamos y hablamos de nuestros planes para la noche siguiente. Reímos y fumamos hasta que ya no podíamos reír más. Cogidos de la mano, caminamos por la playa de vuelta hacia el campamento.

De pronto, como si fuera una voz procedente del mismísimo infierno, se oyó el escalofriante estruendo de una explosión entre la niebla que provenía del puente del ferrocarril. Un resplandor iluminó el cielo y otra explosión sacudió la ribera del río. Bajo la luz del resplandor vimos dos barcos inmovilizados bajo el puente. Dos gigantescos arcos del puente chocaban entre sí en el aire y se derrumbaban sobre el lecho del río. Los barcos eran dos petroleros y su carga salía a borbotones de sus entrañas como si fueran las visceras de dos cadáveres destripados. Las llamas cubrían la superficie del agua y empezaban a propagarse en todas direcciones. Transportada por el viento y la corriente, la marea negra y llameante se abría paso por el río como si ella misma estuviese tratando de escapar de la masacre. Sean y yo nos quedamos paralizados. Oímos gritos y vimos a varios hombres saltando de los barcos, que estaban a punto de hundirse, hacia las llamaradas. Era un espectáculo atroz, verdaderamente horrible. Echamos a correr, puesto que era lo único que parecía tener sentido hacer, y nos dirigimos a nuestro buque escuela.

Al llegar vimos que había otros chicos, cientos de ellos, algunos a medio vestir y la mayoría en pijama. Las voces doloridas de las víctimas nos llegaban con toda claridad entre el aire de la noche, y otras voces agonizantes clamaban pidiendo auxilio. Sin pensarlo dos veces, docenas de nosotros (¿o éramos cientos?) arrojamos al río una lancha de salvamento que estaba amarrada al muelle. La llegada de un instructor seguramente salvó muchas vidas. Ordenó que nadie subiese a aquel bote y, al instante, todos empezamos a proferir insultos contra él. Empezó a gritarnos él también, y antes de que hubiesen salido las últimas palabras de su boca, las llamas ya habían devorado la lancha. Al cabo de unos minutos, ya había desaparecido de la vista, como también habían desaparecido los gritos procedentes del río. Durante unos diez minutos, nadie dijo una sola palabra. Las implacables llamas nos tenían embrujados. Me abracé a Sean, que estaba llorando, como yo. Me atreví a mirar al resto de los cientos de otros chicos y vi que ellos también estaban haciendo lo mismo: llorando. Algunos se habían puesto de rodillas y otros rezaban sin disimulo. Otros, como Sean y yo, se abrazaban a sus amigos más queridos. Los instructores llegaron con otros chicos y ellos tampoco pudieron hacer otra cosa más que llorar.

El horror de aquella noche me acompañará mientras viva. Al día siguiente descubrimos que entre los cinco desaparecidos se hallaba un chico de diecisiete años llamado Malcolm Hart. Los dos petroleros habían chocado entre sí y luego contra el puente. El primer barco, el Arkendale, transportaba 295 toneladas de crudo, mientras que el Westdale llevaba 320 toneladas de gasolina. Una combinación mortal.

Ya no hubo más risas ni más peleas. Lo único que podíamos hacer era hablar unos con otros. La experiencia de formar parte de un grupo de quinientos chicos deprimidos por el horror y el sufrimiento que acaban de presenciar es algo que no le deseo a nadie. Durante el resto del periodo de instrucción, no era extraño ver a un chico prorrumpir en llanto de repente. Nadie gastaba bromas ni decía nada. Tan sólo los abrazos servían de consuelo y de apoyo. Pasó mi cumpleaños sin que nadie lo festejara. Ni siquiera me di cuenta.

Poco después de aquello, finalizó nuestro periodo de entrenamiento. Me despedí de Sean y nos prometimos, sin demasiada convicción, seguir en contacto. Tam me, dio un fuerte abrazo en la estación. El tocarse ya no era un tabú. El dolor neutraliza los tabúes y los borra sin dejar rastro. Para entonces, ya me había olvidado por completo de los dos tipos que habían ido a visitar a John Tenis. La segunda carta de Alexander había llegado dos días después de la tragedia. Todavía seguía sin recibir ninguna de mis misivas, pero ahora aquello carecía de importancia. Además, tenía que ponerme en camino hacia Liverpool y, con un poco de suerte, si había una plaza libre, embarcar en el Blue Funnel, un barco que me llevaría a Extremo Oriente y a Singapur.

La idea de regresar, casi al cabo de un año después, a la ciudad que había creído abandonar para siempre, me daba escalofríos. Suponía que se debía a una especie de temor a volver atrás en el tiempo: regresar a un padre borracho que me daba unas palizas de muerte con su correa. Sin embargo, el año que había pasado fuera había obrado grandes cambios en mí. Se había marchado la víctima y regresaba el superviviente. Se había marchado el chico inseguro, el que no sabía quién era, y regresaba un muchacho que estaba casi completamente seguro de ser homosexual. Se había marchado el chico que se escondía en el interior de su propia imaginación y regresaba un joven convencido de que, con el tiempo, llegaría a escribir.

Sin embargo, el temor de volver atrás en el tiempo me aterrorizaba de veras. Mi confianza apenas recubría la superficie, pero aun así, eso era más de la seguridad que tenía en mí mismo al marcharme. No había forma de saber cómo reaccionarían mis padres cuando me vieran. Por supuesto, siempre podía alojarme en una pensión para así evitar tener que verlos, pero a pesar de todo lo sucedido, lo cierto es que quería verlos, sobre todo a mi madre. En mi empeño por huir de mi padre, ni siquiera le había prestado atención a ella. En el último año, no nos habíamos puesto en contacto ni una sola vez. ¿Querría verme? Pronto lo averiguaría.