Cuando me despierto de mi estado inconsciente, lo hago casi a regañadientes, pues al abandonar mi letargo, abandono también mis sueños. Sueños de amigos de adolescencia y lealtad. Sueños de obstáculos superados con la facilidad que sólo proporcionan los sueños. Hace ya tiempo descubrí que los sueños son postes indicadores que, a modo de contraste y compensación, señalan el camino de la supervivencia. O eso o terribles pesadillas. Los sueños convierten en poderosos a quienes se sienten impotentes y a veces de un modo aterrador. Por suerte, cuando era niño, mis sueños me transportaban a un mundo de indios y vaqueros, de buenos y malos. Mediante una especie de mecanismo redentor, yo casi siempre era el vaquero. Veréis, los vaqueros, por aquel entonces, siempre eran los buenos o por lo menos eso era lo que me decían los mensajes del cine. Las pesadillas, por el contrario, son como advertencias sobre los peligros para la salud, las cosas que más debería temer: sobre todo mi padre o el hecho de quedarme atrapado en habitaciones infinitas con puertas incontables que conducen a otras habitaciones y luego a varias más. A veces, las pesadillas me advierten sobre mi yo potencialmente negativo. El yo que emplea la violencia y el odio. Esta clase de pesadillas son las peores de todas porque se alimentan de ese resquicio de mí que se empeña en negar que puedo ser violento.
Aunque parezca extraño, desde que estuve a punto de matar a ese violador, he aceptado más o menos, gracias al Motorista, que puedo ser igual de violento que cualquiera y las pesadillas casi han cesado por completo. Es como si, por el hecho de reconocer mi propio potencial violento, hubiese adquirido mayor control sobre él y sobre mí mismo. Sé que tengo la capacidad o la fuerza de matar, así que ya no necesito soñar que las tengo nunca más, al menos eso es lo que espero. Siempre nos queda la esperanza, ¿verdad?
Apretando una almohada contra mi pecho desnudo, trato con todas mis fuerzas de oler el amor que tres seres humanos han compartido en esa misma cama, aunque puede que sólo esté intentando aferrarme a las personas que se han ido. Es muy extraña la forma en que la gente entra y sale de tu vida. Es como si estuviera en una calle de dirección única y todos fuesen en el mismo sentido, unos más rápidos que otros. Es así como nos conocemos, unos adelantando a los otros. Se interponen en tu camino y te pisan. Nunca conoces a la gente que viene en la dirección contraria, de vuelta. Todos se dirigen a alguna parte, cualquier sitio es un sitio mejor en donde estar, ¿no os parece? ¿Por qué demonios no nos paramos todos aunque sea sólo un día y hablamos? Tal vez porque la verdad nos asustaría demasiado, la certeza de que casi todos están emprendiendo un viaje lejos de sí mismos.
Los adultos corren a nuestro alrededor tratando de convencerse unos a otros de que el lugar adonde se dirigen es «el lugar donde hay que estar», y algunos niños y también adultos los siguen a ciegas, generación tras generación, creyendo a pies juntillas que el lugar donde hay que estar es donde se hallan los adultos aparentemente fuertes. Cuanto más los siguen, más razón creen llevar los autoproclamados líderes. ¡No es que lo crean, lo saben! Porque el camino está plagado de postes indicadores colocados por los viajeros anteriores a ellos en el tiempo. La mayoría de las señales dicen: «Dinero y poder», mientras que las otras, sólo para echarle más salsa al asunto, señalan: «Poder y dinero». El único requisito a lo largo del camino consiste en que cada viajero mantenga las señales bien pintadas y señalando la dirección correcta, lejos del propio yo. De ese modo, las señales se convierten en santuarios de homenaje y todos se sienten seguros sabiendo que está bien vivir para poder recibir. De algún modo, es más honesto y correcto ser un chapero que recibe para poder vivir.
Después de arrojar la almohada ahora contaminada al otro extremo de la cama, retiro las sábanas y observo mi cuerpo desnudo. No acierto a comprender qué es lo que los demás encuentran atractivo en mí. Tengo el pelo liso y rubio, los ojos azules y la piel clara. La mata de vello púbico que hay bajo mi vientre es como me gustaría que fuese el pelo de mi cabeza, oscura y rizada. ¿Por qué el vello púbico siempre es rizado? Lo acaricio con los dedos y me sorprende ver cuán mullido es. Mi otra mano explora el pelo de mi cabeza. El contraste es extraño. La pequeña cantidad de vello bajo cada una de mis axilas vuelve a ser distinta. Busco los indicios de vello corporal sobre mi pecho y no encuentro ninguno. Rozo mi cara con la palma de mis manos y sé que pasarán mucho años antes de que tenga que empezar a afeitarme. Tengo algo de pelo en las pantorrillas, pero es tan rubio que apenas es visible. Me siento muy extraño al contemplar con mis ojos de viejo la carne del chico joven. Sé que es extraño porque el chico debería ver al chico, ¿no? Lo que veo es a mí mismo como objeto de todos los clientes. Un objeto de deseo para darles placer. ¿Soy tan guapo como ellos dicen? ¿Mi piel suave y desnuda es tan fina como el marfil del que siempre me hablan? ¿Mi erección enhiesta es un signo de mis propias necesidades o sólo una respuesta a las de ellos? La palpitación entre mis piernas exige que me mueva, de modo que se queda prieta contra mi vientre. Reclama ser tocada. Al instante, el ojo de mi mente se llena con los colores gloriosos de Alexander. Sus manos se deslizan entre las mías y se convierten en las nuestras.
Oigo su voz en mi cabeza y dejo que sus manos recorran la carne cálida que templa el lecho. Siento sus labios gruesos y voluptuosos sobre los míos mientras sus dedos envuelven la prueba que demuestra mi virilidad al cien por cien. Mientras se cierran a mi alrededor, mis caderas se alzan en perfecta armonía cada vez que sus dedos tiran hacia abajo. Me coloco de costado y siento cómo lo embisto, mientras la firmeza de sus nalgas dibuja las formas a las que me uno incondicionalmente. Mis caderas se aprietan hacia delante, nuestras manos se mueven cada vez más rápido, mi aliento encuentra una nueva razón de ser mientras gimo, repito su nombre sin cesar, una y otra vez, como si mi corazón entero estuviese proclamando su existencia. Más tarde, en el cuarto de baño, me miro al espejo y descubro el rubor de mis mejillas, arrebol de placer, sin reparos, sin pudor.
Ahora el tiempo se me echa encima. Debo poner en práctica mi plan para reunirme con Alexander. Dicho plan, como sabéis, es bastante simple: me enrolaré en la marina mercante, tomaré un barco con destino a Singapur y… Eso es cuanto me atrevo a imaginar por el momento. Bueno, ¿y ahora, qué? Tengo que volver a Londres un par de semanas al menos para juntar algo de dinero, pues no puedo regresar a Liverpool sin un penique en el bolsillo. Podéis llamarlo orgullo, porque eso es lo que es, pero no quiero que mi gente me vea como a un perdedor. Cuando mis pies pisen las calles de Liverpool deberán calzar zapatos nuevos.
Antes de marcharme de Farnborough llamé a John Tenis para preguntarle si podía quedarme con él un par de semanas. No lo dudó un instante. Tampoco me hizo ninguna pregunta, como era de esperar.
—Mi querido niño, la habitación estará esperándote.
Efectivamente, las sábanas limpias, las flores frescas y una tarjeta en la almohada me dieron la bienvenida. Le devolví su regalo paseándome por el apartamento con el mínimo de ropa encima, a veces incluso semidesnudo. Cuando le conté con más detalle mis planes de alistarme en la marina mercante, me sugirió que no tenía necesidad de regresar a Liverpool.
—¿Por qué tienes que ir a Liverpool? Mi querido niño, puedes enrolarte desde aquí mismo. Puedes utilizar esta dirección.
—¿Y eso no te causará problemas? Ni siquiera sé por dónde empezar…
—¿Problemas? ¡En absoluto! Estoy… ¿cómo se dice?… inmunizado contra esas cosas. Mañana te conseguiré toda la información sobre cómo alistarte. Ahora, relájate.
Estaba encantado y me fui a toda prisa a mi habitación para ponerme las zapatillas de tenis blancas. Al volver al salón, me entusiasmó ver el brillo de placer en los ojos de John.
—Mi querido niño… Gracias… Estás guapísimo.
A lo largo de las tres semanas siguientes, con la ayuda de John, rellené las solicitudes, tuve una entrevista y me aceptaron en un programa de entrenamiento que debía celebrarse en un lugar de Gloucester llamado Sharpness. En sólo dos meses me incorporaría al buque escuela «Vindicatrix» y a una nueva vida completamente distinta.
Ansioso por compartir las buenas noticias con el Bufón y Angel, llamé al asistente social, Andy.
—¿Poeta? Me alegro de que hayas llamado.
—Escuche, tengo buenas noticias para el Bufón y para Angel…
—Poeta, verás, podrías tener serios problemas…
—¿Qué? ¿Están bien? ¿Dónde están?
—No estoy autorizado para decírtelo, pero escucha…
—¿De qué diablos me está hablando? ¿Que no está autorizado dice? Pero nos prometió…
—El asunto se me ha ido de las manos…
—Pero usted prometió…
—¡Poeta, podrías tener sífilis!
—¿Qué?
—Lamento ser tan franco, Poeta, pero tienes que ir a una clínica especializada en enfermedades venéreas cuanto antes. El hecho es que tanto el Bufón como Angel están infectados y…
—¿Dónde están? Tengo que hablar con ellos…
—Eso no va a ser posible, lo siento. ¿Vas a ir a que te hagan un reconocimiento?
—¡Pues claro que iré! ¿Les dará un recado de mi parte?
—Lo siento, Poeta, tengo instrucciones muy estrictas…
—¡Y una mierda! Nos prometió…
—Lo siento de veras, Poeta.
En mi acceso de ira, estuve a punto de romper el auricular del teléfono contra la horquilla. ¡El Bufón estaba en lo cierto! La sinceridad del asistente social era una patraña. El Bufón y Angel pronto se darían cuenta y se largarían de dondequiera que estuviesen retenidos. No había ninguna duda, estaban retenidos en contra de su voluntad, como tampoco había duda de que se escaparían a la menor ocasión.
Al día siguiente me dirigí a la clínica aterrorizado, no por miedo a tener gonorrea, sino por la experiencia misma de acudir a un sitio así. Lo desconocido siempre es lo que nos provoca mayor miedo. Le dije al médico que creía que podía tener sífilis y que era un chapero. Me pidió que me desvistiera, me examinó las manos y los pies y luego habló por fin.
—Tienes razón, pero hay que hacer unas cuantas pruebas para estar seguros.
Las manos y los pies eran las últimas partes de mi cuerpo que podía imaginar que me examinarían. Cuando le pregunté por qué esas partes en particular, me contestó que podía haber manchas justo debajo de la epidermis, una especie de sarpullido bajo la superficie de la piel. Las otras pruebas se ajustaban más a mis expectativas. Me tomaron muestras del pene, la garganta y el culo. Me hicieron un análisis y al cabo de media hora confirmaron el primer diagnóstico. El tratamiento consistía en acudir a la clínica todos los días durante dos semanas para que me pusieran una inyección y evitar cualquier contacto sexual. También me pidieron que fuese a ver a un asistente social, pero me negué en redondo. Insistieron. Me mantuve en mis trece. Me explicaron que tenían que ponerse en contacto con las personas con quienes había mantenido relaciones sexuales. Les dije que no sabía sus nombres. Lo dejaron así. Sin embargo, un nombre se repetía sin cesar en mi interior, como un eco infinito: Alexander.
Así pues, cada mañana durante las dos semanas siguientes, entraba en la clínica, me ponían una inyección y me pasaba el resto del día merodeando por el Dilly. Me esforzaba por no pensar en Alexander, pero todos los días lo veía reflejado en mi alma, ajeno al hecho de que podía padecer una enfermedad de transmisión sexual. ¿Podía la vida ser tan cruel? ¡Yo sabía que sí! Al cabo de dos semanas, después de ponerme todas las inyecciones y de realizarme todas las pruebas imaginables, me dieron un certificado que atestiguaba mi curación. ¡Me sentí fatal! No podía haber nada más terrible que el hecho de que, a través de un acto de amor, hubiese infectado precisamente a la persona a quien tanto amaba. Además, por si fuera poco, seguía sin tener noticias suyas y sin saber cómo ponerme en contacto con él. Me sentía muy mal conmigo mismo y me dije que tenía que arreglármelas como fuese para dejar la calle.
Sin embargo, esa misma noche descubrí que hay todo un abismo entre el mundo de las intenciones y el mundo de las determinaciones. Puedes sacar al chapero de su mundo, pero no puedes sacar el mundo del interior del chapero. Lo verdadero del caso es que me acosté con un cliente de cincuenta libras que pagó por adelantado. Me folló hasta hacerme daño. Me sentía tan mal conmigo mismo que casi disfruté con el dolor y el tipo se excitó aún más al ver mis lágrimas. Tanto fue así que me dio veinte libras más y me suplicó que nos viéramos otro día. Le dije que nunca repetía dos veces con un mismo cliente y que, además, prefería a los chicos de mi edad. Aquello le volvió loco y me ofreció cantidades exorbitantes de dinero por participar en el trío conmigo y el otro chico. En un intento por deshacerme de él, le pedí quinientas libras. Aceptó el trato sin rechistar. El tipo estaba loco por mí y además tenía el dinero para satisfacer sus locuras. Le dije que nos veríamos la noche siguiente. Afrontémoslo, quinientas libras es un dineral para un chapero de quince años. Lo único que tenía que hacer era encontrar a otro chapero de mi edad, lo cual no podía ser demasiado difícil. Vamos a ver, ¿cuántos chaperos serían capaces de rechazar doscientas cincuenta libras? Ninguno.
Encontré a un chico de mi edad al día siguiente dispuesto a tomar parte en el asunto por la mitad de la pasta. El chico creía que le había tocado la lotería y estaba entusiasmado por la suerte que había tenido. Le dije que su entusiasmo desanimaría al cliente y que tenía que actuar como si no estuviese disfrutando en absoluto y que cuando se lo estuviese follando, intentase llorar si podía. El chico conocía el percal e interpretó su papel a la perfección. El cliente se quedó más que satisfecho.
Más tarde, cuando los tres nos hubimos dado un baño y tomado unas cuantas copas, el tipo nos entregó a ambos un sobre. Yo quería esperar hasta habernos marchado para contar mi parte, pero el chico abrió su sobre al momento.
—¿Qué coño es esto? —inquirió, mirando primero al cliente y luego a mí—. ¿Es una broma o qué?
Abrí el mío y conté el dinero. Cincuenta libras.
—Esto no es lo que acordamos. El trato eran quinientas libras.
El cliente llenó nuestras copas y sonrió mientras colocaba la botella en el centro de la mesa. Parecía bastante seguro de sí mismo al hablar.
—Vamos a hablar en serio. Los dos tenéis cincuenta libras cada uno, más de lo que ganáis normalmente, así que tomad el dinero y dejemos las cosas como están, ¿vale?
Naturalmente, tenía razón, un cliente de cincuenta libras era un sueño hecho realidad, pero…
—¡Vete a la mierda, cabronazo! Le dijiste a este chaval quinientas libras y eso es lo que vas a pagar, ¿lo has entendido? —exclamó mi nuevo compañero, furioso.
—Te equivocas. Hazte un favor a ti mismo y considéralo otra experiencia más. —Se puso en pie mientras hablaba y nos señaló que debíamos irnos.
Me levanté, derrotado y listo para marcharme. ¿Qué otra cosa cabía hacer? La respuesta a esa pregunta vino en forma del estrépito que hizo la botella al estrellarse contra el costado de la cabeza del cliente. La sangre dibujó un arco agrietado en el aire, como si la escena se desarrollase a cámara lenta, y el cliente lo siguió de la misma manera. Chocó contra la pared con tanto impulso que los cuadros salieron despedidos y cayeron alrededor del charco ensangrentado del suelo. La situación, bastante confusa ya de por sí, empeoró aún más con los gritos que se sucedieron: primero, los chillidos de ira violenta del chico mientras golpeaba al cliente y luego, los aullidos de dolor de aquel hombre cuando la botella se estrelló contra su cabeza, seguidos de mis propias exclamaciones de horror al ver la sangre brotar de la enorme brecha en la cabeza del tipo. Inmediatamente, como aguardando una respuesta, se produjo un silencio ensordecedor. El chico me miró, yo miré al cliente y éste miró al chico. Tuve que tomar la iniciativa.
—¡Por Dios santo! ¿Por qué cojones has hecho eso?
Antes de haber terminado de formular mi pregunta, supe que el chico no tenía ninguna respuesta. Había sido un acto reflejo ante el hecho de que lo hubiesen engañado. En muchos sentidos, no había sido una reacción demasiado distinta de cuando yo mismo había querido matar a aquel cabrón en el almacén. Lamentablemente, fue esta idea la que rigió mis siguientes actos.
—¡Larguémonos de aquí!
Sin embargo, el chico tenía otras cosas en mente. Arrojó la botella rota al suelo y se puso a registrar la casa del tipo. ¿En busca de qué? De dinero, supongo. Mientras ponía la casa patas arriba, el cliente me miró y percibí su dolor.
—Llamaré a una ambulancia —acerté a decir. El cliente hizo un gesto de gratitud, lo cual me hizo sentir aún peor. Quise decirle que en realidad no conocía a aquel chico, que no era amigo mío ni nada por el estilo, que yo no tenía nada que ver con lo que había hecho, pero sabía que era demasiado tarde para eso. Recogí mi abrigo y me encaminé hacia la puerta, seguido por el chico y su botín. A pesar de lo que él había hecho, yo intuía que estaba con quien debía estar. Pertenecíamos al mismo mundo. Él era un idiota, claro, pero era un chapero. Jamás en mi vida me había sentido tan desgarrado por dentro. Quise quedarme allí para ayudar al pobre diablo, Dios sabe que eso es lo que debería haber hecho, pero en vez de eso, me identifiqué con otro chapero y me largué de allí a todo correr.
Maldita sea, sé que me equivoqué, pero… ¿en quién coño se supone que debe confiar un chapero en apuros si no en otro chapero? ¿Cómo es posible tener razón y estar equivocado al mismo tiempo? Lo correcto era marcharse y lo correcto era quedarse. El destino, consciente acaso de mi conflicto, se hizo cargo de la situación y encontró un modo de resolver el problema. Cuando abrimos la puerta principal, caímos en los brazos de dos agentes que pasaban por allí. Debo confesar que sentí un gran alivio cuando los polis descubrieron que el chico llevaba los bolsillos llenos de objetos robados. Al cabo de una hora los dos estábamos en el calabozo de la comisaría.
Nos acusaron de provocar lesiones corporales graves y de robo y, puesto que una vez más decidí seguir el ejemplo del chico y, como un tonto, declararme inocente, decretaron prisión preventiva para los dos en la unidad de delincuencia juvenil de la cárcel de Brixton mientras la policía llevaba a cabo sus investigaciones.
Para llevarnos a la prisión, nos colocaron las esposas y nos subieron a un furgón para el traslado de presos. El furgón, más bien del tamaño de un autobús, tenía un estrecho pasillo que recorría toda su longitud y que estaba flanqueado por pequeñas celdas individuales de poco más de cien centímetros cuadrados. Apenas había espacio para sentarse en el banco de madera desnudo. El minúsculo ventanuco disponía de cristales tintados para que la gente no pudiera ver su interior. Cuando cerraron la puerta, el terror de estar en un espacio tan sumamente reducido se apoderó de mis huesos. Los viejos sueños de estar encerrado, atrapado y sin poder salir, inundaron mi mente con vividas imágenes de la infancia. Para poder soportarlo, me recordé que yo era el único responsable de hallarme en semejante situación. Me había equivocado y ahora debía pagar por ello. No tenía ningún derecho a quejarme de las consecuencias. Cuando volviéramos ante el juez, me declararía culpable.
La cárcel es un sitio deprimente. Su tenebrosa estructura victoriana parece infectar a todo aquél que entra, incluyendo a los miembros del personal. El hecho de estar bajo el control de esas personas es aún más deprimente, pues la mayoría carece de cualquier sentido de lo que significa ser humano y dan las instrucciones más básicas como si fuésemos animales irracionales: «Desnúdate, báñate, ponte esto, nada de hablar, ven aquí». Se pavonean y posan como si fueran pavos reales de feria y hacen tintinear sus llaves con la esperanza de que todo el mundo pueda oír su derroche de autoridad. ¡Qué criaturas tan tristes y patéticas son cuando se esfuerzan por impresionarse unos a otros!
Miro a mis compañeros presos y sospecho, por lo que me cuentan sus ojos, que todos somos prisioneros aquí. La única diferencia entre los guardias y nosotros es que ellos están aquí porque quieren, llevan distintas ropas y unas llaves amarradas al cinto. Nosotros, por el contrario, estamos aquí porque aquí nos han enviado. Al observar el comportamiento de los guardias, llego a la conclusión de que el ingrediente básico que se necesita para llegar a ser celador es la necesidad de ejercer poder sobre los demás. Y sólo son las personas impotentes quienes satisfacen los requisitos. En este sentido, no son demasiado distintos de aquellos a quienes vigilan.
Un guardia que no me mira a los ojos me encierra en una celda, solo. Me dice que la cama sólo se puede utilizar por las noches, por lo que, durante el día, debe plegarse contra la pared. La celda mide poco menos de un metro cuadrado, tiene las paredes cubiertas de azulejos, un suelo frío y duro y una ventana demasiado alta para poder mirar por ella. Aparte de la cama, que ya está plegada en la posición reglamentaria, los únicos enseres adicionales son una mesita de madera tosca, una silla y un orinal. Podría estar en el siglo pasado y no me daría cuenta. Los únicos ruidos son el sonido de las botas al chocar contra el cemento, el tintineo de las llaves y el ruido de las puertas al cerrarse. Pruebo la silla y me parece muy incómoda. La cama se me antoja más atractiva, así que decido sentarme en ella. Como si ya estuviera previsto, pues saben de qué va la historia, un guardia aparece en la mirilla de la puerta y me ordena que me levante de la cama. Oigo el dejo de regodeo en su voz y el odio en mi corazón.
Sin libros, sin papel donde escribir ni cigarrillos que fumar, me tienen encerrado veintitrés horas al día. Me traen la comida a la celda y los guardias no sólo siguen sin mirarme a los ojos sino que tampoco me hablan. Permanecen inmóviles, en actitud vigilante, mientras el preso me tiende una bandeja. Me percato de que si me miran a los ojos, me verán. Obviamente, eso es lo último que desean, de modo que observan el movimiento de las bandejas pasando de unas manos a otras. Hay poco que hacer aparte de comer, dormir y jugar conmigo mismo. La masturbación debe de ser la terapia más común, la mejor manera de encontrar un poco de alivio en prisión. Pronto descubro que el verdadero arte consiste en meneársela lentamente y no correrse hasta al cabo de mucho rato. Cuanto más largo es el proceso de meneársela, más alivio y consuelo obtiene uno. Las pajas de la cárcel no sólo se convierten en un acto sexual sino también en uno mental y emocional. Es un mecanismo para mantenerse cuerdo. Consiste en proporcionarse a uno mismo consuelo en un entorno cruel y deshumanizado. Me la machaco todo el tiempo. Al menos hasta que de pronto, sin venir a cuento, me dan unos cigarrillos, un libro y utensilios para escribir. Los cigarrillos consisten en tabaco de liar. Aprendo enseguida a liar cigarrillos muy finos y divido las cerillas en cuatro. El libro es una porquería de novela del oeste, pero leo cada puta palabra al menos tres veces. Con los utensilios para escribir, redacto una carta para John Tenis. Al cabo de unos días viene a visitarme y me trae unos cuantos libros decentes, cigarrillos y papel de escribir. Me dice que ha llegado una carta de Singapur. Le pido que me la guarde.
Intento explicarle a John qué se siente estando encerrado durante veintitrés horas al día, día sí y día también, semana tras semana.
—Prueba a sentarte en una habitación vacía durante un par de días y sabrás a qué me refiero.
Por suerte, al cabo de unas semanas me presenté en el juzgado con el otro chico y ambos nos declaramos culpables. La espera había acabado. John Tenis se presentó como testigo de referencia y le explicó al juez que iba a iniciar un periodo de instrucción en la marina. El juez dijo que lo tendría en cuenta y me puso una multa de quince libras. Al otro chico le impuso otra de cuarenta. John pagó la mía y me invitó a una auténtica comilona. Como siempre, no me hizo preguntas, no quiso juzgarme y se mostró tan digno de confianza como de costumbre.
Esa noche, en la placidez de mi cama, descubro que no puedo dormir ni abrir la carta de Singapur. Coloco el sobre encima de la mesita de noche y me quedo mirándola, lleno de odio hacia mí mismo. Los pensamientos invaden mi mente desde lo más hondo de mi corazón mientras doy vueltas en la cama tratando de deshacerme de ellos. Vuelvo a clavar la mirada en aquella carta. ¡No logro decidirme a abrirla! Mis emociones son demasiado fuertes mientras vuelvo a revivir mi vida en Londres en mi cabeza. En el tiempo que llevo en Londres, y a pesar de que aún no he cumplido los dieciséis, me han torturado y violado, he estado a punto de matar a un hombre, he tenido sífilis, seguramente se la he contagiado a Alexander, han asesinado a un joven chapero negro, me han perseguido los hermanos Dalton y he probado la vida en prisión. Y sin embargo, en el fondo de mi corazón, sé que no soy una mala persona. ¿O acaso me estoy engañando? Podéis juzgar por vosotros mismos, yo estoy demasiado confuso para averiguarlo. Es decir, si soy malo… ¿cómo he llegado a serlo? Y si lo soy, entonces tal vez sólo debería dedicarme a ello con más ahínco. Sí, ya sabéis, ser muy bueno en ello.
A las tres de la mañana me incorporo de golpe en la cama, sudando y jadeando. Me doy cuenta en ese momento de que en lugar de haberme librado con una pequeña multa, podría estar cumpliendo cadena perpetua por asesinato. El hombre podía haber muerto por el impacto de la botella en su cráneo y por el mero hecho de haber estado allí, me habrían declarado igual de culpable que al otro chico. ¡Dios, tengo que salir como sea de esta clase de vida! La marina mercante no podría haber llegado en mejor momento. Estoy realmente harto del mundo de los chaperos y de la mierda que lo acompaña.
No quiero que se me malinterprete, no estoy tan harto de practicar el sexo por dinero como de aguantar toda la mierda que conlleva. El problema es la clase de vida, y no la venta del sexo. Maldita sea, al fin y al cabo todo el mundo vende algo de sí mismo, sea cual sea su profesión. ¡Todo el mundo está metido hasta el cuello! Recuesto la cabeza sobre la almohada con la esperanza de que el mundo de los chaperos y yo lleguemos a un acuerdo de divorcio o al menos a una sentencia de separación.
Con renovada valentía, abro la carta de Singapur a la mañana siguiente.
Mi querido Richie:
¡Cuánto te echo de menos! Ni siquiera te lo imaginas. Te quiero mucho y pienso en ti todo el tiempo. ¿Piensas tú en mí? Si me quisieras la mitad de lo que yo te quiero a ti, con eso tendría suficiente. Aquí la situación es insostenible. Mi padre no deja de referirse a ti de un modo que me hace pensar que sabe más de lo que debería saber. No le he dicho nada, naturalmente. He tenido una especie de infección en las partes pudendas pero después de muchas inyecciones, ahora ya estoy curado del todo. Ésas son las novedades en Singapur. Me tuvieron en cama un par de semanas, lo cual fue muy aburrido, sobre todo teniendo en cuenta que en realidad no me encontraba mal ni nada parecido. Pero quédate tranquilo, estoy fuerte como un roble y sanísimo. Para no correr riesgos innecesarios, creo que lo mejor será que no seas demasiado explícito en tus cartas. Mi padre es un verdadero incordio. Idearé una especie de código secreto y te lo enviaré cuando lo tenga listo. Entonces podremos decir cuanto queramos sin tener que preocuparnos por los demás. Te quiero. Escribe pronto.
Tuyo,
Alexander
Todavía estaba llorando de alegría cuando John entró en mi cuarto con la bandeja del desayuno. Le di la carta. La leyó y luego me abrazó.
—Mi querido niño, todo saldrá bien. Un amor como el vuestro sabrá cómo arreglárselas para salir adelante —me dijo.
Mientras hablaba, recé porque tuviera razón. Sin embargo, mi experiencia me advertía que era un imposible. Pero a pesar de todo, le escribí mi respuesta ese mismo día, con el corazón rebosante de esperanza.