Regalos de despedida

Acordamos que el Bufón y Angel se irían con Andy al día siguiente y éste salió en busca de un hotel cercano donde pasar la noche. Después de invitarnos a cenar a los tres, se despidió de nosotros en la esquina de la calle y nos dijo que nos vería a las diez de la mañana.

De vuelta al piso de Joseph, el Bufón se paró en una bodega y preguntó si teníamos suficiente dinero para comprar una botella de vino. Teníamos de sobras. El Motorista ya se había encargado de eso antes de marcharse: había repartido el dinero que le había quitado al mal nacido. Yo tenía suficiente para volver a Liverpool, e incluso algo más. Compramos dos botellas de tinto francés y las descorchamos en cuanto llegamos al apartamento. Brindamos por nosotros y por el futuro. El Bufón brindó por el mundo de los chaperos y por todos los chicos que se «correrían» sus juergas en él después de nosotros. Angel y yo teníamos ganas de reír y le pedimos al Bufón que nos hiciese una de sus famosas imitaciones de Winston Churchill. Se aclaró la garganta, levantó su copa de vino y empezó a hablar inmediatamente con su voz de Churchill.

—Andy, nuestro querido asistente social es un hombre íntegro, un buen hombre nada menos. Por encima de todo, es sincero, ¿no estáis de acuerdo conmigo? Sí, por supuesto que lo es. Bien, amigos míos, dejad que os cuente lo que un miembro del parlamento, un hombre llamado Tom Driberg, escribió en cierta ocasión al respecto, a finales de los años treinta. Luego preguntaos qué opinión debe merecernos la sinceridad de este sincero asistente social. ¿Es la sinceridad lo único necesario para convencernos? Tom Driberg escribió lo siguiente: «La sinceridad es lo único que cuenta. Es una herejía moderna generalizada. Piénsenlo bien: los bolcheviques son sinceros, los fascistas son sinceros, los lunáticos son sinceros, las personas que creen que la Tierra es plana son sinceras… No todos pueden estar en lo cierto. Más vale asegurarse antes de que tenemos algo con respecto a lo cual ser sinceros y con…». Bien, y entonces, ¿con respecto a qué está siendo sincero nuestro querido asistente social? ¿Podría ser acaso que estuviese siendo sincero con respecto al hecho de que es sincero para que podamos pensar que es un hombre sincero? Sinceramente, espero que no, pero sinceramente, así lo creo. Y un hombre más sabio que Driberg, un hombre llamado George Bernard Shaw afirmó lo siguiente: «Es peligroso ser sincero a menos que también seas estúpido». ¿Acaso es estúpido nuestro querido asistente social? Creo que no. Sin embargo, sinceramente, creo que él sí cree que lo somos. Sólo puede haber una medida de la sinceridad y es que, al igual que la Tierra pero a diferencia de los bolcheviques, los fascistas y los lunáticos, es redonda. Cuando regresa y se une consigo misma, ésa es la medida de la sinceridad, y no lo que aparente uno. Y ahora, para finalizar y antes de recibir vuestra ovación, para que no me consideréis poco sincero por el hecho de emplear citas de otras personalidades, dejad que os cuente lo que este gran hombre, Winston Churchill, dijo al respecto: «Es bueno que un hombre inculto lea libros de citas». Y no puede haber duda de que yo soy el más inculto de cuantos estamos aquí. Ahora bien, amigos míos, al menos sé lo suficiente como para saber cómo aprender.

El Bufón se quedó en silencio y, doblándose sobre su estómago, hizo una amplia reverencia dedicada a su público. Angel y yo aplaudimos y dije que la actuación era absolutamente brillante, y que él era la persona más sabía que había conocido. Angel se limitó a echarle los brazos al cuello y lo besó afectuosamente.

Cuando estábamos apurando la última copa de vino, Angel le preguntó al Bufón si de verdad creía que Andy estaba tratando de embaucarnos.

—Tal vez no conscientemente. Es decir, puede que sea buena persona, pero es obvio que una vez que haya conseguido llevarnos de vuelta al redil… En fin, ya no estará en sus manos y será la gran maquinaria la que se encargará de nosotros, ¿no?

—Y entonces… ¿qué hacemos? —preguntó Angel, confuso—. ¿Volvemos con él o no?

El Bufón apuró su copa con aire pensativo.

—Sí, sí, volveremos. Puede que todo salga bien, pero si intentan separarnos, aunque sólo sea por una noche, pondremos pies en polvorosa a la menor ocasión. Si eso ocurre, si tenemos que escapar después de que nos hayan separado, dirígete al Dilly y nos encontraremos allí, ¿de acuerdo? Angel, recuerda que somos nosotros quienes vamos a decidir las cosas de ahora en adelante, nosotros y nadie más, ¿vale?

—¡Vale! —exclamó Angel con una mezcla de entusiasmo y alivio—. Y esta noche nos pertenece. Hagamos de ella un noche inolvidable. Vámonos a la cama, los tres juntos.

Puede que la mejor medida de cualquier amistad sean las inhibiciones que existen entre sus componentes. Entre el Bufón, Angel y yo mismo, si había alguna inhibición, pronto se convirtió en una cosa del pasado. Cuando nos encaramamos desnudos a la cama, sólo queríamos lo que iba a suceder: a cada uno de nosotros. Ya lo habíamos hecho muchas veces, pero casi siempre había sido por darle gusto al cliente. Esta vez iba a ser una celebración de nuestra amistad. Era para nosotros. Era nuestro regalo más preciado, cada uno para los demás. Era nuestro regalo de despedida. No conocíamos un regalo más precioso que dar que a nosotros mismos. ¿Qué más podíamos regalar? ¿Qué otra cosa podíamos darnos los unos a los otros? Y si había alguna otra cosa, ¿cómo lo habríamos sabido?

Nuestro acto de amor no es pudoroso, amor masculino palpitante, y cada uno de nosotros ocupa el centro de nuestro trío amoroso varias veces. Cuando uno ocupa el centro, los otros dos nos dedicamos a él en cuerpo y alma para darle todo el placer y el gozo posibles. Con suma facilidad, nos vamos cambiando de lugar. No existe la parte activa ni la pasiva, sino que de forma mucho más natural, somos tres amigos amándose de la manera más sensual posible. Con el paso de los años, hemos aprendido a la perfección nuestras dotes individuales y aquí, por primera vez, las compartimos y aprendemos más y más. Nos preocupamos por el otro y somos generosos. Cada una de nuestras acciones produce otra. Cada gesto fluye con armonía del gesto anterior, sin planearlo, sin ayudarnos con esfuerzos. Los tres moviéndonos y convirtiéndonos en uno solo. Luego en dos, luego en uno y luego en tres. Nos adentramos sin esfuerzo en el otro, fundiéndonos y alterando el sabor y la forma. Nos hallamos más allá de toda regla, más allá de nosotros mismos. Nos entregamos al máximo y alcanzamos el único momento posible, el momento cumbre. No tenemos ningún miedo, pues sólo nos conduce a la gloria mayor de las libertades desconocidas, a salvo, sin prejuicios. Aquí los chicos pueden amar a otros chicos plenamente y con su propio consentimiento. Cuando llega el sueño, también fluye de lo que ha sido.

Por la mañana, al volver del cuarto de baño, la imagen de mis dos hermosos amigos me inunda de amor. Los colores danzan en mi mente y mi corazón, incontrolados y espontáneos. Sólo veo belleza. Cuando se despiertan lentamente, unos brazos extendidos me acogen con alegría en el hueco que hay entre ellos. Los beso y les digo que pase lo que pase, siempre los querré. Me abrazan y nos sumimos en el silencio satisfecho que sigue a todo acto de amor creativo. Ninguno de nosotros tiene ganas de moverse y sólo nos vemos obligados a hacerlo cuando alguien llama a la puerta. Nos abrazamos aún más fuerte y dejamos que nuestros ojos mudos se encarguen de hablar. Dicen: «¡Eres mi amigo! ¡Eres parte de mí! ¡Siempre serás mi amigo!».

Sólo entonces nos levantamos de la cama de un salto y recogemos nuestra ropa, las prendas externas de la conformidad. Me veo obligado a vestirme, a colocarme el conformismo que disfraza mi verdadera identidad. Cuando entra Andy volvemos a ser los respetables adolescentes que dejó la noche anterior. La tristeza invade el apartamento como un monstruo depredador, infectándonos a todos. Arranca a mordiscos enormes pedazos de nuestra confianza y tengo que pensar de manera consciente en el amor que generamos la noche anterior, pues ya se está deslizando, ya mismo, hacia el reino de la memoria. Ahora, temerosos de mirarnos a los ojos por miedo a querer recuperar de nuevo ese amor, nos enfrascamos en la tarea de preparar nuestro equipaje. Intuyendo también la presencia del monstruo, Andy prepara un poco de té en la cocina. Cuando lo sirve, me entrega un trozo de papel donde ha escrito la nueva dirección de mis amigos y su propio número de teléfono. Asiento con la cabeza en señal de gratitud y tomo un sorbo de mi taza de té. Andy nos ofrece cigarrillos y abre su periódico. Por lo menos él ha encontrado una vía de escape. Dejo que mis ojos vaguen por el piso que tanta felicidad ha traído a mi vida. Aquí descubrí a Alexander, a Joseph y a mis dos mejores amigos. Miro en derredor y me pregunto si, de algún modo, parte del amor que fuimos capaces de crear permanecerá allí para siempre y pasará a formar parte de los tejidos. Miro al Bufón. ¡Qué apodo tan absurdo para alguien tan sabio! Miro a Angel. ¡Qué chico tan delicado para ser alguien tan fuerte! Miro a Andy y mi mirada se detiene en su periódico. Allí, en el rincón inferior de la primera plana, hay una fotografía de alguien a quien conozco. Me pongo de pie de un salto, le arrebato el periódico a Andy y examino aquel rostro. Los otros, confusos, se miran unos a otros con aire interrogador mientras observo la cara de Brixton Billy, el chiquillo negro que me había pedido un cigarrillo en la Chacinería.

Antes siquiera de leer el artículo, ya sé lo que va a decir. Me obligo a mí mismo a leerlo. Me dice que han encontrado el cuerpo semidesnudo de un chico en una zanja de Kent y que la policía ha iniciado la búsqueda del asesino. Cuando mis manos se abaten a ambos lados de mi cuerpo y el periódico cae al suelo, noto que me falta el aire en los pulmones y me desplomo en la silla. Cuando por fin logro responder a las preguntas cargadas de inquietud de mis amigos, les digo que conocía a Billy y que podría haberle tocado a cualquiera de nosotros.

En mi interior, tiemblo y me estremezco. Grito con todas mis fuerzas pero no sale un solo sonido. Ni el Bufón ni Angel conocían a Billy, pero pese a ello también están deshechos por la noticia de que era uno de nosotros, un chapero. No era el primero a quien mataban, pero sí el primero que uno de nosotros conocía. Es como si estuvieses viendo la muerte cara a cara, ¿sabéis? Podemos distanciarnos de las historias que leemos en la prensa, pero no podemos hacerlo cuando hemos conocido a la persona. Oigo su voz en mi cabeza diciéndome lo genial que era todo. Lo veo alejarse de mí y perderse entre la muchedumbre de camino hacia su muerte. La rabia y los remordimientos se apoderan de mí. ¿Por qué no me habría hecho cargo de él tal como el Bufón había hecho conmigo? De haberlo hecho, tal vez ahora no estaría muerto. Los chaperos deberían mantenerse unidos, ayudarse unos a otros. En mi egoísmo arrogante, no había llevado al chico al círculo protector que yo mismo había encontrado. Les digo esto a los presentes y es Andy quien me contesta. Dice algo de que no me eche las culpas, de que no estaba en mis manos. Que si no hubiera sido él, habría sido algún otro chico. Sé que tiene razón, pero también sé que se equivoca.

—Los chaperos —sigue diciendo— deben de ser uno de los «grupos de riesgo» más dejados de la mano de Dios de este país hoy en día y sin embargo, sigue sin hacerse nada por ayudarlos ni por comprenderlos. El Gobierno no invierte en ellos ni un solo penique. Cerramos los ojos ante estas cosas porque no podemos afrontar la verdad. Nosotros, los asistentes sociales, los políticos, todos los miembros de la sociedad, todos nosotros, los adultos con derecho a voto, somos más culpables que tú, Poeta.

—Tiene razón, Poeta —interviene el Bufón—. Les importamos una mierda. Vamos, Poeta, sabes que tiene razón. Es absurdo que te culpes a ti mismo porque otros quieran mantener los ojos cerrados.

—Sé que tiene razón, pero podría haberme hecho cargo del chico tal como hiciste tú conmigo, Bufón. Es así de sencillo.

—Eso suponiendo que el chico estuviese de acuerdo, ¿no te parece? —señala el Bufón razonablemente.

—Tal vez —le concedo.

—¿Tal vez? Sé sincero, mira atrás y piensa si eso es lo que el chico parecía querer o necesitar. Vamos, Poeta, sé honesto.

—Tal vez no. Era un chulito, un buen chico. No, no quería que nadie cuidase de él, pero sí me pareció un chiquillo vulnerable.

—Dime algún chapero que no lo sea —dice Angel tomándome del brazo—. Todos nosotros lo somos, ¿no?

—Supongo. Es sólo que es una pérdida tan terrible e irreparable… Sólo era un crío, ¿sabéis?

—Lo sabemos, Poeta. De verdad, lo sabemos —responde el Bufón al tiempo que se levanta y recoge sus bolsas.

Aunque resulta extraño, el hecho de que nuestra separación esté rodeada de dolor, parece lo más apropiado. El dolor existe de todos modos, pero ahora tenemos una razón más legítima para justificar nuestras lágrimas. Junto al coche de Andy, nos besamos y abrazamos y yo lloro, prometiendo escribirles y mandarles mi dirección. Se suben al vehículo y éste arranca al cabo de escasos minutos. Los rostros de mis amigos se asoman al parabrisas trasero, sonriendo, llorando, riendo, animándome, enviándome besos, haciéndose los fuertes y empequeñeciéndose cada vez más hasta que al final desaparecen de mi vista.

De vuelta en el apartamento, me quito la ropa y me meto en la cama que aún conserva el fresco aroma a chico de mis amigos, para que me haga compañía.