Cuando se hizo evidente que no teníamos ningún sitio adonde ir, le dije al Motorista que se dirigiera a Farnborough, al piso de Joseph. Todavía tenía las llaves y, con el alquiler pagado por adelantado, era el escondite perfecto, al menos hasta que decidiésemos qué hacer a partir de entonces. Sin embargo, debo confesar que retrasé el momento de mencionarles el lugar tanto como pude. El llevar a otras personas, aunque fuesen amigos, al lugar donde Alexander y yo habíamos hecho el amor me hacía sentir una extraña sensación…
Después de abrir la puerta y meterme las llaves en el bolsillo, me tropecé con la pequeña pila de cartas que había en el suelo y me detuve en el recibidor. Inspiré hondo. Percibía el recuerdo de Alexander con mis cinco sentidos. Lo veía quitándose la camisa blanca… Olía… Notaba el tacto y el sabor de sus labios rozando los míos…
—Vamos, Poeta. Enséñanos esto —dijo Angel interrumpiendo mi ensoñación.
—Aquí es —acerté a decir mientras los demás entraban en el piso—. Aquí estaremos a salvo.
La mayoría de las cartas eran para Joseph, pero había una con mi nombre escrito en el sobre. Sólo mi nombre. Evidentemente, alguien la había traído en mano. Dejé las otras y rasgué el sobre.
Mi querido Richie:
Imploré y supliqué a mis padres que me enviasen a estudiar a Inglaterra, pero insistieron en que me fuese con ellos. Me siento tan vacío y perdido al saber que nos van a separar… Lo cierto es que ni siquiera sé si recibirás esta carta, eres tan escurridizo… De modo que he enviado una copia a la dirección que me diste, la de Londres, al piso de John. Ni siquiera tengo ninguna foto tuya. Espero que no pienses que tengo un aspecto ridículo en la mía. Odio el uniforme de la escuela, pero es el único retrato del que he podido echar mano con las prisas. Creo que mi padre sospecha de nosotros. Evita hablar del tema y sólo hace el ridículo, ya sabes cómo son los padres… Creo que te vio el otro día, cuando me acompañaste a casa. De todos modos, me trae sin cuidado lo que piense porque te quiero con toda mi alma. Te escribiré a casa de John y te mandaré la dirección de Singapur en cuanto lleguemos. Por favor, cuídate mucho amor mío, y escribe cuando puedas.
Te quiere,
Tu querido Alexander.
Leí y releí la carta una docena de veces, mirando la fotografía de vez en cuando. Mis amigos se quedaron de pie en un extremo de la habitación, observando y esperando. Los tres empezaron a carraspear y a mover los pies, ruidos que me devolvieron a la realidad, ¿o era a la fantasía?
—Es de él, del chico del que os hablé, Alexander. ¿Os acordáis? Es una carta de él. De Alexander.
—O sea, que has recibido una carta de él, ¿no es eso? —dijo el Bufón con sorna.
—Sí, es de él. Es su letra.
—Apártala de mi vista. Joder, ¿no os dan ganas de vomitar? ¿El amor? ¡Puaj! Me revuelve las tripas —exclamó fingiéndose asqueado—. Es de él —me imitó—. La carta es de él. ¡Oh, Dios mío! ¡Es de él!
Agarré lo primero que encontré a mano, que resultó ser un cojín, y se lo arrojé al Motorista. Lo atrapó en el aire y me lo tiró. Acto seguido, decidí lanzárselo al Bufón quien, a su vez, empezó a imitarnos. Era maravilloso volver a ver reír a Angel, era maravilloso que todos tuviéramos ganas de reír. A pesar de sus burlas, los tres quisieron ver la foto de Alexander y fue Angel quien resumió su silenciosa aprobación.
—¡Muy guapo! ¡Está francamente bien, Poeta!
Era estupendo que la risa fuese lo primero en aparecer en nuestro nuevo escondrijo: rompió el maleficio de las pasadas lágrimas de un modo que todos podíamos entender y compartir. Supuse que aquello tenía que ser un buen augurio, así que recé una oración dando gracias a un dios en el que no creía. La risa nos permitió aliviarnos de algún modo, cambió el estado de ánimo de todos nosotros.
No tardamos en sentarnos con una taza de té en las manos para planear dónde dormiría cada cual. El Motorista y el Bufón decidieron que Angel y yo debíamos quedarnos con la cama y que ellos dos se las arreglarían en el salón. Al principio, Angel y yo protestamos un poco, pero cedimos enseguida cuando el Motorista señaló con mucho tacto que los dos habíamos pasado por un infierno. Aceptamos. Era un buen amigo, hasta había enviado a su chica a casa de su hermana para que pudiéramos estar juntos.
Cada uno de nosotros colocamos encima de la mesita del café nuestras pertenencias en forma de montoncitos de dinero. La pila del Motorista nos recordó de dónde había salido aquello y todos sentimos un escalofrío, pero el Motorista hizo algún comentario jocoso acerca de mi carta y el buen humor volvió a reinar en el ambiente. Teníamos lo suficiente para ir tirando durante un par de semanas siempre y cuando no nos excediésemos en los gastos. Incluso teníamos dinero suficiente para alquilar un televisor, señaló Angel, de manera que acordamos que así lo haríamos.
El Bufón dijo que tenía que ponerse en contacto con su asistente social para informarle de que Angel había aparecido. Nos lo explicó como si estuviese pidiendo nuestra aprobación, de modo que todos asentimos. El teléfono del piso estaba desconectado, así que el Bufón salió en busca de una cabina. También se llevó algo de dinero para hacer algunas compras. A su regreso, le ayudé a deshacer las bolsas en la cocina mientras Angel y el Motorista leían los cómics que había traído. Intuí que el Bufón quería decirme algo, así que dejé de moverme y me dispuse a esperar a que hablara.
—Quiere que nos veamos.
—¿El asistente social?
—Sí, se reunirá conmigo donde yo quiera. Dice que está preocupado y todo ese rollo.
—¿Y qué le has dicho?
—Que lo pensaría.
—¿Por qué está preocupado? ¿Por Angel? —pregunté, tratando de facilitarle la labor de contármelo todo.
—Verás, le conté lo que os pasó a ti y a Angel y me dijo: «Puedo encontrar un centro de acogida decente para que tú y Philip (ése es el verdadero nombre de Angel) podáis estar juntos». Y yo le contesté: «Sí, bueno, ya lo pensaré». Así que me dijo: «Tenemos que vernos y hablar», y yo le respondí que lo pensaría.
Los ojos del Bufón escudriñaron los míos tratando de adivinarme el pensamiento. Extendí el brazo para tocarle.
—Hablar no suele hacer ningún daño. ¿Por qué no te reúnes con él? —pregunté, presintiendo que aquello era lo que mi amigo quería hacer de todos modos—. Yo no creo que vuelva a Londres, ¿sabes? Creo que ya he tenido bastante, ¿me entiendes?
—Ya sé qué quieres decir. ¿Y qué vas a hacer? ¿Volver a tu casa?
—¡La marina! ¡La marina mercante! Puede que vuelva a casa una temporada breve, pero creo que me alistaré en la marina mercante. ¿Cómo si no voy a volver a ver a Alexander?
—¿Tanto significa para ti?
—Es alguien especial, Bufón. Llevo pensándolo bastante tiempo. Lo más curioso es que el dueño de este piso, Joseph, ya me lo sugirió cuando llegué a Londres por primera vez. Parece que haga siglos. A John Tenis también le pareció una buena idea. Supongo que de no haber sido por ti y por Angel, me habría enrolado hace tiempo.
—Hace siglos que nos conocimos. Han pasado tantas cosas… ¿Te acuerdas de la primera vez que te vi en el Dilly?
—¿Y cuando yo te pregunté cómo te llamabas? —dije, riendo.
—Y yo te contesté: «En boca cerrada no entran moscas». Sabía que eras nuevo. Mi verdadero nombre es Morris. Es horroroso, ¿verdad? Hace que me sienta como si fuera un jodido coche o algo así.
—Es un nombre precioso, pero siempre serás el Bufón para mí. ¡Bufón el sabio! Cuidaste de mí, Bufón, y nunca lo olvidaré. ¿Vas a quedar con el asistente?
—No podemos seguir así siempre, ¿no crees? Al fin y al cabo, quiero una educación, ¿no? Pero quiero seguir con Angel.
—Te lo mereces, Bufón. Además, Angel siempre estará a tu lado. Te necesita tanto como tú lo necesitas a él.
—Si pudiéramos ir al mismo sitio, tal como dice ese asistente, podríamos seguir juntos y no tardaríamos en cumplir la mayoría de edad. A lo mejor podría ir a la universidad… Podríamos encontrar un piso juntos…
—Ya verás cómo lo conseguirás, y Angel hará lo que tú digas. Quiere lo mejor para ti, eso lo sabes.
Al cabo de dos días, a pesar de que todos seguíamos sin expresar nuestros deseos con palabras, algo se respiraba en el ambiente, y fue el Motorista el primero en romper el hielo.
—Me largo a casa de mi hermana. No tiene ningún sentido volver a Londres, ¿verdad? Necesito a mi mujer, ¿no?
—¡Sí! —convinimos todos.
—Estoy pensando en enrolarme en la marina mercante —me aventuré a decir, mirando a Angel.
Angel me miró a mí y luego al Bufón.
—Y nosotros… ¿qué? —preguntó.
El Bufón titubeó un poco de modo que fui yo quien le contestó.
—¿Por qué no intentáis que os metan en otro centro de acogida, pero a los dos juntos?
El silencio se hizo ensordecedor hasta que Angel, sin apartar la vista del Bufón, volvió a hablar.
—¿Tú qué dices, Bufón?
—Depende de ti, ¿a ti qué te parece?
Angel me miró y le lancé una mirada de ánimo. Angel agachó la cabeza y su cuerpo entero respondió.
—Estoy harto de ser un chapero, Bufón.
—¿Estás seguro? —preguntó el Bufón al tiempo que nos miraba al Motorista y a mí.
—Bueno, yo me voy a casa de mi hermana y me llevo el puto coche —dijo el Motorista con determinación—, y el Poeta se va a alistar en la marina mercante, así que sólo quedáis vosotros dos. No podéis pasaros la vida huyendo, ¿no os parece? Bueno, sí que podéis, pero… ¿adonde os conducirá eso? Piénsalo, Bufón.
—¡Pero sólo si nos dejan estar juntos! —exclamó Angel.
—En ese caso, llamaré al asistente social y concertaré una cita. ¿Qué te parece, Angel? ¿Te parece bien?
—Sí, estupendo. Hagámoslo.
Una sensación de alivio invadió el apartamento y nuestros corazones mientras el Bufón y Angel se abrazaban. Tenía los ojos llenos de lágrimas cuando me dirigí a la cocina para preparar más té. ¡Estarán a salvo! ¡Eso es lo único que importa!
El Bufón quedó con el asistente social en la estación de ferrocarril al cabo de dos días y, si todo iba bien, lo traería al piso. El Motorista decidió marcharse a la mañana siguiente, de modo que todos bajamos a la calle para despedirlo. Era triste ver marcharse a un amigo, sobre todo cuando en el fondo de tu corazón sabes que no volverás a verlo nunca más.
Al día siguiente, Angel y yo nos arreglamos y esperamos a que el Bufón vuelva acompañado del asistente social. No tengo ni idea de cómo es uno de esos tipos y siento curiosidad por conocerlo. Me imagino que será un tanto esnob y que no tendrá la menor idea de lo que significa ser un chapero. Mientras esperamos, Angel y yo nos sentamos cerca el uno del otro; sin embargo, mi mente vagabundea hasta regresar a mis primeras fantasías de cuando era aún más joven. Solía escaparme de la realidad realizando un viaje a mi interior, a mi propia imaginación. Me convencía de que un día mis verdaderos padres vendrían y me rescatarían de la vida que me había visto obligado a vivir. Era un deseo tan real que llegaba incluso a trascender el dolor de la correa de mi padre para ayudarme a escapar a un mundo interior lleno de colores. Tal vez porque presiente que estoy en alguna otra parte, Angel me rodea con el brazo y, unidos, nos besamos afectuosamente. Todavía seguimos abrazados cuando la puerta se abre y entra el Bufón con el asistente social. No tiene pinta de ser un esnob ni nada parecido, y sus vaqueros y sus zapatillas de deporte me pillan por sorpresa, al igual que su saludo.
—Tu debes de ser el Poeta. El Bufón me ha hablado de ti. ¿Podríais darme una taza de té? Estoy muerto de sed. Ah, por cierto, me llamo Andy.
Al estrecharle la mano le digo algo parecido a que estoy encantado de conocerle y si toma azúcar con el té. Angel me sigue a la cocina y se queda junto a mí mientras preparo la tetera. Al volver al salón, nos sentamos junto al Bufón, en el extremo opuesto de la habitación donde está Andy. Me resulta extraño llamar por su nombre de pila a un adulto que no es un cliente. El ambiente está tenso a causa de las expectativas.
—Me he enterado de que últimamente habéis pasado un mal trago —nos dice Andy a Angel y a mí, interrumpiendo nuestra charla sobre asuntos triviales.
Angel me toca con la mano, de modo que soy yo quien responde.
—Sí, supongo que se podría decir así.
—Pero por lo menos os teníais el uno al otro, ¿no?
Me oigo a mí mismo decir «sí». Estoy enfadado conmigo mismo por mostrarme tan alelado ante la autoridad. Toco a Angel y éste dice algo.
—Bueno, ¿cuántas posibilidades tenemos?
—¿De encontraros a ti y al Bufón una nueva casa? Pues yo diría que bastantes, si eso es lo que los dos queréis.
—¿Qué importa lo que nosotros queramos? —pregunta Angel.
—Bueno, la verdad es que mucho. Ya habéis demostrado que sabéis cómo fugaros de los sitios, así que no tiene mucho sentido enviaros, buscaros un nuevo hogar si no sois felices allí, ¿no os parece? Os escaparías más rápidamente que del anterior. Veréis, nos interesa a todos hacerlo lo mejor posible. ¿Me seguís?
—¿Y si no nos gusta? —apunta Angel, poniéndolo a prueba.
—Vayamos por partes. Por lo que a mí me consta, os escapasteis de aquel sitio porque… en fin, porque los demás chicos se enteraron de vuestra relación sexual y de la que manteníais con un miembro del personal del centro.
—¿Y qué? ¿Qué hay de malo en ello? —suelta Angel—. Allí todos follaban entre ellos, de todos modos. ¡Y no somos unos niños!
—Nunca llegó a demostrarse nada, pero se exigió la dimisión de ese miembro del personal, cosa que hizo sin rechistar.
—Ése no es nuestro problema —dice el Bufón—. Deberían preocuparse más por la gente a quien contratan para trabajar para ustedes. Los chicos ya tienen bastante con lo suyo.
—¡Completamente de acuerdo! Creo que tienes razón —concede Andy—. El caso es que tenemos un contacto en Kent. Un sitio fabuloso, ubicado en montones de acres de magníficas tierras, y creemos que podríamos meteros allí. Conocemos al personal y no tendréis esa clase de problemas.
—¿De verdad? Bueno, lo que quiero decir es que no podemos dejar de ser como somos, ¿no? No podemos cambiar así como así —se ríe el Bufón.
—Me temo que no te entiendo —dice Andy al tiempo que toma un sorbo de té.
—Verá, tenemos nuestras inclinaciones sexuales y no podemos dejar de tenerlas, ¿no? Me parece que no lo comprende: lo cierto es que disfrutamos practicando el sexo con otros hombres. No es sólo que seamos chaperos. Creo que podemos dejar esa clase de vida, pero no podemos evitar sentirnos atraídos por personas de nuestro mismo sexo, ¿no?
—¿Me estás diciendo que sois todos homosexuales? ¿Es eso lo que estás diciendo?
—¡Joder, claro que sí! —grita Angel, furioso.
—¡Espera un momento! —chilla el Bufón, enfurecido—. Lo que he dicho es que nos gusta irnos a la cama con otros hombres. Es usted quien quiere colgarle a eso una etiqueta, no nosotros. ¿Por qué siente esa necesidad de colgarle una etiqueta a las cosas? ¿Cree acaso que así tendrá algún tipo de control sobre ello o qué? ¿Por qué no puede aceptar lo que decimos, sin más?
—¿De qué otro modo quieres llamarlo sino homosexualidad? —pregunta Andy razonablemente—. ¡Eso es lo que es!
—¡Eso es una gilipollez! —grita el Bufón—. El hecho de describir la actividad no significa que se pueda aplicar la misma descripción a la persona que realiza la actividad. Eso es una puta solución demasiado fácil.
—No te sigo.
—Cuando hago algo homosexual significa que estoy haciendo algo homosexual, pero no significa que tenga que ser homosexual para disfrutar de ello o para hacerlo. Puede que sea homosexual, pero eso es algo que deberán descubrir los hombres, y no sobre lo que usted pueda especular. Escuche, las etiquetas son permanentes, ¿no? Excluyen todo lo demás y una vez que te la cuelgan, no te puedes librar de ella jamás.
Andy da un sorbo a su taza de té y asiente con la cabeza.
—Vale, de acuerdo, ya entiendo qué quieres decir. Estás diciendo… a ver si lo he entendido bien, estás diciendo que es la actividad la que debería etiquetarse, y no la persona. Porque si etiquetamos a la persona, lo más probable es que nunca deje de ser lo que dice su etiqueta. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—¡Exactamente! —proclama el Bufón—. Es lo mismo para usted, ¿no? Es usted asistente social, ¿verdad? Y distintas personas reaccionan ante usted por la etiqueta, ¿no? Es decir, ¿cuántas personas llegan a verle a usted en realidad, a la persona? Seguro que no muchas. Seguro que lo que ven es la etiqueta, ¿a que sí?
—Debo confesar que tienes razón.
Esto parece satisfacer la necesidad del Bufón de que le tomen en serio, de que piensen en él como en una persona excepcional. Se acomoda de nuevo en su silla y enciende un cigarrillo. Angel y yo esperamos a que Andy continúe, igual que el Bufón.
—¿Te he entendido bien? ¿A los dos os preocupa que la etiqueta de homosexual os quede colgada para siempre?
—A mí me importa un bledo que me quede colgada o no —replica Angel en tono resignado—. Lo único que me preocupa es que no nos separen a mí y al Bufón. Es más, si alguien lo intenta, me largaré al instante.
—Tienes mi palabra, nadie va a separaros —dice Andy con gesto grave.
—Bueno, en ese caso, ya está decidido —dice Angel mirando al Bufón.
Sin apartar la mirada de Angel, el Bufón se dirige a Andy.
—Quiero ir a la universidad o algo así y no quiero que me psicoanalice ningún psiquiatra por el hecho de ser un chapero o maricón, o lo que sea. Si aceptan mis condiciones, yo aceptaré las suyas hasta ser mayor de edad.
Todas las miradas se volvieron hacia Andy. Estaba asintiendo de nuevo con la cabeza.
—Estás diciendo que quieres estudiar y que no quieres que el pasado te lo impida, ¿no es eso?
—¡Eso es! —exclama el Bufón.
—No te prometo nada. Sabes que es necesario elaborar informes para que consten en tu expediente. Es probable que tengas que hablar con algún especialista, con un psiquiatra seguramente, pero, y es un «pero» importante, te prometo que haré todo cuanto esté en mi mano por matricularte en un curso de la universidad, el que sea. También recomendaré que sea en eso donde se inviertan los recursos del centro, y no en acudir a un psiquiatra de manera regular. Sin embargo, tal como ya he dicho, lo normal en estos casos es acudir al psiquiatra en primer lugar. ¿Ambos aceptáis eso?
—Yo haré lo que haga el Bufón —responde Angel con cautela.
—¿Bufón? —pregunta Andy.
—No estoy seguro. ¿Tú qué crees, Poeta?
—No lo sé, Bufón. A ver, yo puedo hacer lo que quiera, ¿no? Puedo volver a casa y enrolarme en la marina mercante, ¿verdad? No sé cómo se vive en uno de esos sitios.
—Sigo queriendo oír tu opinión, Poeta.
—Sé que te irá muy bien en la universidad y que vosotros dos tenéis que permanecer juntos. Sé que sois dos de las personas más fuertes que he conocido en mi vida y que sabréis enfrentaros a quien ellos digan que tenéis que ver, siempre y cuando lo hagáis con vuestro consentimiento, y eso es algo que debéis decidir vosotros. En resumidas cuentas, si aceptáis todos podremos empezar en otra parte.
El Bufón presiona el labio inferior contra el superior y asiente pensativamente conforme hablo. Sigue así durante un par o tres de minutos antes de hablar. Cuando por fin lo hace, se muestra, como siempre, muy contundente.
—De acuerdo, volveremos con usted y lo intentaremos. Pero, y éste también es un «pero» importante, a la primera cosa rara que veamos, nos largaremos. ¿Hay trato?
—¡Trato hecho! —exclama Andy, estrechando primero la mano del Bufón y luego la de Angel.
Todos nos ponemos a reír, pero en el fondo lo sabemos. Sabemos que ya está. Ha llegado el momento. Ahora debo abandonar a mis mejores amigos. Es una realidad que aparece de repente. Un sobresalto para mi conciencia, a pesar del hecho de que lo había visto venir desde el momento en que el Bufón y yo hablamos en la cocina. Ya ha llegado, ahora. De pronto me siento vacío, perdido. Durante el tiempo que llevábamos conociéndonos, se habían convertido en mi punto de referencia y de apoyo y ahora se iban, juntos. Para cualquier persona, abandonar a los amigos debe de ser la cosa más difícil del mundo: te parte el corazón en pedazos y te deja fragmentado, incompleto. Y yo, aterrorizado por todo eso, estando incompleto, sé que me verteré a mí mismo escribiendo un poema tras otro en mi cuaderno, con la esperanza de retener la esencia de lo que fue. En mi imaginación, ya estoy pensando en términos de un pretérito indefinido e imperfecto, pero el alivio que sienten mis amigos me imbuye de algo similar a la esperanza, por ellos, por mí, por todos nosotros.
Quieren acabar con la tensión de vivir de su propio ingenio y yo quiero que sean felices. A veces, según parece, cuando amas a alguien debes dejarlo marchar, si quieres lo mejor para ese alguien. Me obligo a mí mismo a pensar, a pensar más allá de mis propias necesidades. Recuerdo a esos padres que he visto aferrándose a sus hijos, los que no están preparados para dejarlos marchar hacia sus propios futuros únicos. Los retienen, como niños, con el mero propósito de retenerlos y, por supuesto, rara vez lo consiguen. Los niños se marchan de casa, a veces para no volver, por no hablar de los que nunca echan la vista atrás. Por otra parte —siempre hay otra parte—, yo soy el vivo ejemplo de que mis padres no sólo me dejaron marchar del nido demasiado pronto sino que además nunca intentaron aferrarse a mí emocionalmente. Era esta falta de aferramiento emocional lo que siempre me hacía sentirme un niño no deseado, no querido. Es esto lo que tiene la culpa de que quisiera caer en los brazos de cualquier hombre capaz de mimarme un poco. Quería que me amasen con tanta desesperación que aceptaba de buen grado las proposiciones de cualquier hombre, siempre y cuando fuese amable y cariñoso.
Pensándolo bien, supongo que la forma sana de dejar que alguien se vaya es haciéndolo con un ligero dejo de lágrimas auténticas, con un cálido abrazo y la certidumbre de que se puede regresar en cualquier momento, en caso necesario. Sin embargo, ninguno de nosotros vive en un mundo ideal. Tenemos que sacar partido de todo cuanto se cruza en nuestro camino, eso es todo; pero el maldito proceso de lamentarse por lo que pudo haber sido dura una vida entera. No es algo que se pueda hacer de una vez por todas y para siempre, no sé si me entendéis. A veces, cuando llega la ocasión, como ahora mismo, como cuando tienes que decir un adiós definitivo a tus amigos, en fin, no puedes evitar sino enfrentarte cara a cara con emociones como el dolor y la separación. Cuando dichas emociones afloran a la superficie, traen consigo todos los demás pedacitos de dolor y pena de las heridas que aún siguen sin cerrarse, de manera que no tienes más remedio que revivirlas. En verdad no tienes ni voz ni voto, ¿no os parece? Por el hecho de que mis padres me dejaron de la forma en que lo hicieron, más bien echándome de sus vidas que dejándome marchar libremente, el separarme de los seres queridos se me antoja la cosa más difícil del mundo. Veréis, quiero que sepan bien que, cuando los estoy dejando marchar, sigo queriéndoles, sigo amándoles. Siempre me ha parecido una auténtica locura que para conducir un coche tengas que aprobar un examen y sin embargo, para traer hijos a este mundo no tengas más que follar. Supongo que algún día, cuando el mundo esté superpoblado, también habrá que aprobar un examen para ser padre. Puede que entonces el mundo no sea un lugar tan jodidamente asqueroso con respecto al sexo. Os parecerá una locura, pero espero que algún día las personas disfruten del sexo por lo que es, sin querer ni necesitar describirlo de una forma que resulte aceptable para la mayoría, ni describirse así a ellos mismos tampoco.
Creo que el Bufón tiene razón, que el mero hecho de querer colgarle una etiqueta descriptiva a una persona, basándose en lo que esa misma persona ha estado haciendo hasta entonces con su vida sexual, es más una forma de medir la inseguridad de quienes colocan esa etiqueta que una descripción rigurosa de la persona y, de hecho, puede que ni siquiera sea una descripción rigurosa de la acción en sí. Tal como veo las cosas, lo normal se define por el mayor número, eso es todo. Por tanto, consideran anormal a cualquiera que no encaje y le animarán o lo obligarán a que vuelva a incorporarse a las filas de la normalidad de nuevo. Si no lo hace, lo meterán entre rejas o le colgarán otra etiqueta aún más espeluznante, esto es, la de enfermo mental. Prefiero la unicidad y la individualidad de personas tan audaces y generosas como el Bufón, Angel y el Motorista antes que la gente que se conforma con todas las putas normas del reglamento destructor de almas de esta maldita sociedad. Incluso aquí mismo, en esta página, me encuentro aferrándome a mis amigos, asustado de dar un paso hacia delante. En vez de eso, divago sobre esto y aquello todo el tiempo con tal de evitar el dejarlos marchar. ¿La verdad? Tengo miedo de contaros lo que sucede después. Tal vez porque, si os lo cuento, tendré que aceptar por fin algunas cosas. Pero os lo contaré, no temáis. Al final, compartiré la verdad.