Supuestamente desaparecido.

La noche en que Angel no apareció por el piso, ninguno de nosotros se preocupó demasiado, pues todos nos tomábamos nuestras horas libres de vez en cuando para nuestros propios asuntos sin dar explicaciones. A veces necesitábamos espacio para nosotros mismos. Angel no era ninguna excepción: en ocasiones salía por su cuenta a hacer la calle, igual que yo. Era una especie de adicción que sentíamos por aquel submundo. Necesitábamos tocarlo de cerca sólo para asegurarnos de que todavía estábamos en forma. No es que necesitásemos el dinero, era más complicado que eso. Los chicos como Angel y yo llevábamos en la calle tanto tiempo que la llevábamos en la sangre, formaba parte de nosotros, y no estar en contacto con ella de vez en cuando era como no ser nosotros mismos.

No fue hasta al cabo de dos días cuando empezamos a expresar nuestra preocupación en voz alta. ¿Lo habrían detenido? ¿Lo habrían secuestrado, como me había pasado a mí? ¿Habría vuelto a algún correccional desconocido? Ninguno de nosotros lo sabía, y sólo podíamos hacer conjeturas al respecto. El Motorista estaba convencido de que la policía lo había atrapado y lo había mandado de nuevo al reformatorio.

Comenzamos la búsqueda. Fuimos a todos los lugares que sabíamos que le gustaban. Llamamos a varios clientes y fuimos a los sitios que no le gustaban. Nada. Ninguna de nuestras pesquisas dio resultado. El Motorista, convencido como estaba de que lo habrían mandado a algún correccional, persuadió al Bufón para que telefonease a todos ellos, aunque lo cierto es que no le hizo falta demasiado poder suasorio para convencerlo. Llamó a su asistente social, que pretendía que el mismo Bufón se entregase y volviese por su propia voluntad al reformatorio. El Bufón lo escuchó con frustración y al final le arrancó la promesa de que comprobaría si habían detenido a Angel. Cuando el Bufón volvió a telefonearle a la hora acordada, supimos por su cara que Angel no estaba en comisaría ni en ningún correccional. El Bufón colgó el aparato y nos miró, ansioso y azorado. No se le ocurría ninguna frase ingeniosa para la ocasión. Le dije a la Esbelta que me diera el dinero que había estado guardándome y lo repartí entre el Bufón, el Motorista, su chica, la propia Esbelta y varios chicos de la calle. Enseguida me quedé sin un penique y seguíamos sin tener ni idea del paradero de Angel.

Decidimos emprender la búsqueda por distintas partes de la ciudad y regresamos al piso al final de la noche con las manos vacías y una ansiedad creciente. El Bufón nos dijo que había intentado que el Banquero le diese los nombres y direcciones de todos los clientes que preferían irse con los más jovencitos, pero el Banquero se había negado a dárselos. La solución que ideó el Motorista era expeditiva e inmediata a la vez: él y yo irrumpiríamos en el piso de Earl’s Court al día siguiente y nos llevaríamos la agenda.

Llegamos a Earl’s Court hacia mediodía y esperamos un rato para ver si veíamos movimiento por el piso. El Actor salió con la colada a cuestas: aquello nos dejaba un margen de una hora. Después de comprobar si la llave estaba en el sitio de costumbre, el Motorista soltó un exabrupto, pues no lo estaba. Aporreó la puerta para ver si había alguien dentro y, como no respondiera nadie, se puso manos a la obra. Sacó una barra de acero del interior de su abrigo y en un abrir y cerrar de ojos, forzó la puerta. Dirigiéndome directamente a la cama del Banquero, encontré su agenda de direcciones casi con demasiada facilidad. Estaba encima de un montón de libros. El Motorista, animado por la emoción de haber entrado por la fuerza en la casa, empezó a registrar todo el apartamento en busca de… bueno, ya os lo podéis imaginar. Estaba excitadísimo. Antes de darme tiempo siquiera a protestar, ya había forzado los cerrojos de la puerta de la habitación del Actor y estaba en su interior como si fuera un harón persiguiendo un conejo. Sabía exactamente lo que quería y se fue directo a las maletas. Sin más ceremonias, abrió una de ellas por la fuerza.

—Échale un vistazo a esto, Poeta —dijo, asombrado.

—Déjalo, Motorista. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar. Larguémonos de aquí.

—Tenemos mucho tiempo todavía, vamos, sé que sientes la misma curiosidad que yo. Ven a ver esto.

Por supuesto, tenía razón. Miré por encima de su hombro y mis ojos se detuvieron en el contenido de la maleta.

—¿Qué es eso? —pregunté—. Parece mazapán.

—Creo que son explosivos. ¡Explosivos plásticos!

—Déjalo, Motorista. Eso no es asunto nuestro.

—Dame un minuto —dijo al tiempo que abría otra de las maletas.

—¡Detonadores! ¡Joder, Poeta! ¡Es un puto arsenal! Nos han tenido dando vueltas con suficiente mierda como para volar diez bancos. ¿El cliente del Actor? ¿Lo has conocido personalmente?

—¡No, ni ganas! Larguémonos de aquí a toda leche, por favor, Motorista. No puedo soportarlo.

—Debe de estar compinchado con los hermanos Dalton, ¿no crees?

—¡Motorista! Me importa un carajo quién está compinchado con esos dos. Vámonos. Ya tenemos lo que queríamos. ¡Motorista! Es Angel quien nos interesa, y no esta maldita mierda.

—No creas que es tan sencillo, Poeta. Lo sabrán, él lo sabrá, me refiero al Actor. Sabrán que hemos sido nosotros los que hemos forzado la puerta.

—¿Ah, sí? A ver, dime cómo coño lo van a saber.

—Venga, Poeta. ¿Quién si no iba a hacerlo?

—Bueno, ¿y qué hacemos? No tenemos mucho tiempo, ¿no?

—Le prendemos fuego al piso y hacemos que parezca un accidente.

—La puerta principal… ¡La hemos forzado, por el amor de Dios! Eso no parecerá un accidente. Por Dios santo, Motorista, puede haber gente en el piso de arriba. ¡Déjalo! ¡Déjalo y vámonos!

—¡Pero vendrán a por nosotros!

—¡No si lo dejamos todo tal como lo encontramos!

—No seas estúpido, Poeta. Escucha, tenemos que protegernos, ¿verdad? Supongo que no hace falta que te recuerde lo que le hacen a la gente, ¿no?

—¿Y por qué no le damos el chivatazo a la poli?

—¿Qué? ¿Hacer que encuentren este alijo?

—¿Por qué no? Parecería como si supiesen lo que andaban buscando.

—No soy ningún soplón, Poeta.

—Escucha, Motorista, sólo quiero salir de aquí y encontrar a Angel, y soplarnos a la poli es mucho menos peligroso que prenderle fuego al piso, ¿vale? ¿De verdad crees que el Actor no sabía nada de todo esto? Bueno, vámonos de aquí. Vámonos he dicho, ¿vale?

—¡Yo digo que le peguemos fuego! —exclamó mientras tiraba la barra de acero en lo alto de una caja—. Nos han tenido transportando esta mierda por todo el puto metro por una miseria. ¡Podrían habernos matado!

—¡Te digo que no, Motorista! Por favor, sólo lo estás utilizando como excusa. Sólo piensas que te han estado engañando y estafando. Es evidente que tu vida debe de haber sido un infierno y que te habrán estafado un millón de veces. ¡Pero si quieres prenderle fuego al mundo entero, por amor de Dios! Lo pasado, pasado está, ¿vale? Déjalo ya.

—¡Sólo pienso que quiero seguir con vida mañana y que no me corten las pelotas! —gritó al tiempo que abría una caja de cerillas.

—Hasta cierto punto, de acuerdo, tienes razón, pero no hagas algo que podría matar a gente inocente, porque te arrepentirías durante el resto de tu vida. Escucha, se necesita más valor para salir como si tal cosa de este piso, y tú lo sabes. Así que vamos, yo sé que no eres ningún gallina. Vámonos de aquí. ¡Maldita sea, Motorista, no hablaría así si no me importases! ¡Tú sabes que me importas! Tú me enviaste esos documentos de identidad con el Bufón porque estabas preocupado por mí. Bueno, pues ahora soy yo quien está preocupado por ti. Tú sólo confía en mí, deja que me ocupe de ti ahora mismo porque no estás pensando con claridad. Y ahora, vámonos, ¿vale?

—Eso no es justo, Poeta.

—¡Tú cierra esas maletas y vámonos de aquí! Además, la explosión haría volar por los aires todos los edificios de la puta calle, mira cuánta mierda hay aquí. Piénsalo. Yo me voy, contigo o sin ti.

—Eso es un golpe bajo, Poeta. Juegas sucio.

—Sólo con las personas a las que quiero, Motorista. Venga, vámonos.

Con gran alivio por mi parte, el Motorista guardó las cerillas y me siguió hasta el exterior del cuarto del Actor y del piso. Dejamos la puerta tal como estaba, abierta de par en par. Mientras nos dirigíamos a la estación de metro, no pude evitar pensar que es mejor no saber ciertas cosas. El saber las cosas implica que luego hay que tomar decisiones y que nada vuelve a ser lo mismo de nuevo. Ahora conocíamos el gran secreto del Actor: era un almacenista para los matones de Londres. Estaba metido en el ajo hasta el cuello y, teniendo en cuenta los vínculos que había entre el Banquero y su cliente, seguramente el propio el Banquero también estaba metido en el asunto. Era mejor para nosotros no saber nada. Podríamos haber estado transportando algo tan inofensivo como unas cuantas revistas porno por el metro, pero por otra parte… en fin, ¿quién sabe?

En la agenda del Banquero sólo había un par de nombres y direcciones que no conociésemos entre todos. Mientras el Bufón y yo nos dirigíamos a una de ellas, el Motorista salió con su novia a ver qué sabían de Angel en la otra. De camino a la primera, puse al Bufón en antecedentes acerca del secreto del Actor. No pareció impresionarle mucho, estaba demasiado inquieto por la ausencia de Angel. El cliente resultó ser un tipo al que conocíamos con otro nombre y nos dijo que la última vez que había visto a Angel había sido en nuestro piso. Las indagaciones del Motorista resultaron igual de infructuosas, con el agravante de que el tipo al que había ido a ver se había cagado en los pantalones ante la sola idea de que pudiesen implicarlo en un asunto tan sórdido.

—Sólo nos queda una alternativa, Poeta. Tenemos que encontrar esa fábrica del East End donde ese cabrón te retuvo —dijo el Bufón esa noche—. Nos equiparemos y nos pondremos en marcha mañana mismo.

Equiparse significaba echar mano de todas las armas que pudiésemos y así lo hicimos: el Motorista con su barra de acero, el Bufón con un martillo y yo mismo con un cuchillo. Nos encaminamos hacia el East End y los muelles con paso decidido y mientras seguíamos andando y recorriendo todas las calles, mis dos amigos me preguntaban y me animaban a recordar, pero todo era inútil. Todos los edificios me parecían iguales. Cuando estábamos a punto de darnos por vencidos, al cabo de unas seis horas, el Bufón habló de repente.

—¿Y ése, Poeta?

—Podría ser, no estoy seguro. Todos los coches se parecen mucho.

—¡Pero éste está aquí, Poeta! ¿Qué me dices del color? Es azul… Dijiste que te parecía que el coche era azul.

Al asomarme al interior del coche, me vinieron a la mente los recuerdos de todo lo ocurrido. Era el mismo coche.

—¡Es éste!

—¿Estás seguro? —me preguntó el Bufón.

—Si él lo dice, con eso me basta —dijo el Motorista entre dientes.

—Estoy seguro, éste es el coche —dije, atragantándome con las palabras.

El Bufón me rodeó los hombros con el brazo y trató de tranquilizarme.

—Tómate el tiempo que necesites, Poeta. ¿Qué edificio es? Tranquilo, no te precipites. Sólo mira a tu alrededor y trata de recordar. No hace falta que entres.

—¡Pero quiero entrar! ¡Quiero ir! ¡Quiero enfrentarme cara a cara con él! No estoy seguro, pero tiene que estar abandonado, vacío, con las ventanas tapiadas. ¡Como ése de ahí!

El edificio era un viejo almacén aparentemente vacío. Sin hacer ruido, comprobamos las ventanas y las puertas hasta que descubrimos un tablón suelto sobre una ventana rota. Como si fuéramos ratones, entramos en silencio y nos quedamos de pie en la oscuridad, dejando que nuestros ojos se acostumbrasen a la falta de luz. Al igual que un viejo aparato de televisión que acabase de encenderse, una escena empezó a dibujarse a nuestro alrededor, muy despacio. Delante de nosotros había un estrecho pasillo al fondo del cual se abría una puerta entornada. El corazón me palpitaba con fuerza en el pecho y los latidos retumbaban en mis oídos como si fuese un tambor. A mitad de camino por el pasillo, nos quedamos paralizados al oír una voz sorda. ¡Reconocía aquella voz! ¡Era él! Extraje mi cuchillo del cinturón y estuve a punto de abalanzarme sobre la puerta, pero el Motorista me agarró y me empujó con firmeza pero con suavidad contra la pared. En mi interior, había perdido el control por completo. Sentía deseos de matar a aquel mal nacido, y el Motorista había reconocido los signos. Mientras el Motorista me susurraba que me tranquilizase, el Bufón empezó a acariciarme el rostro.

—Cálmate, Poeta. Ése no va a ir a ninguna parte. Ahora me toca a mí cuidar de ti, ya te llegará tu oportunidad. Cuando abramos la puerta, nos separaremos y le atacaremos desde distintos ángulos, pero no hagáis nada hasta que yo dé la señal, ¿de acuerdo?

Nos separamos entre las sombras mientras aquel canalla le hablaba con su voz canalla a la figura agazapada que había en el suelo, debajo de él. Ese ser mezquino y asqueroso debe morir, y voy a encargarme de que así sea, pensé. En mi mente vi la imagen del cuchillo clavándose hasta el fondo del corazón de aquel ser despreciable, poniendo fin a su pervertida existencia para siempre. Si el Motorista no actuaba pronto, sería yo mismo quien me abalanzase sobre el monstruo, yo solo. Ya no podía esperar más. Me lancé hacia el espacio vacío y oí al Motorista gritar.

—¡Vamos a por ese cabrón!

El Motorista llega allí primero y deja caer su barra con fuerza sobre la espalda del miserable. A continuación, el Bufón golpea con su martillo el codo del ruin e infame mal nacido. El mal nacido grita y sus aullidos de dolor son como música para mis oídos. Quiero oírle implorar piedad antes de matarle. Lo embisto, con el cuchillo apuntándole al pecho, y tropiezo con el cuerpo que hay debajo de mí. Caigo a su lado y descubro que es Angel. Está perdido en algún mundo narcotizado y obviamente aterrorizado por cuanto está sucediendo a su alrededor. Para que todos me oigan pese al ruido de los puñetazos, los golpes y los insultos, tengo que ponerme a gritar con todas mis fuerzas.

—¡Es Angel! ¡Es Angel! ¡Es Angel!

Inmediatamente, los otros dos dejan de golpear el cuerpo maltrecho e inconsciente del canalla que hay en el suelo.

—¡Necesitamos luz! —exclamo.

El Motorista rompe uno de los postigos y la luz penetra en el interior y nos muestra la escena a plena luz del día. Angel está acurrucado en la misma postura en que había estado yo y no parece reconocernos. No deja de asentir con la cabeza. Sé lo que está haciendo: quiere vivir, está tratando de sobrevivir. El Motorista registra el cuerpo del mal nacido y encuentra las llaves para liberar a Angel.

—Vamos a asearle un poco y a vestirle —dice el Bufón con un hilo de voz y con la cara húmeda por la rabia y las lágrimas, temblando sin cesar.

Busco el cuchillo a tientas en el suelo y cuando mis manos lo encuentran, me abalanzo sobre el pecho del canalla. El Motorista por poco me rompe la muñeca de una patada y el cuchillo sale despedido por los aires.

—¡Tiene que morir! —grito.

—Tal vez —dice el Motorista mientras recoge el cuchillo y me lo ofrece con la mano—. No, tienes razón. ¡Debe morir! Adelante, Poeta, mátalo. ¡Clávale el cuchillo, híncaselo hasta que muera! ¿A qué estás esperando? ¡Hazlo! ¡Mata a ese cabrón! ¿A qué esperas? —grita, blandiendo el cuchillo en el aire.

Crispado por la ira, el Motorista me muestra una imagen de mí mismo y me quedo paralizado de horror ante lo que ven mis ojos. Miro al pobre Angel, completamente drogado, luego al Bufón, luego al cuerpo ensangrentado y tendido en el suelo de aquel ser despreciable y por fin, de nuevo al Motorista. Chillando, prorrumpo en un llanto incontrolado.

—Tiene que morir, tiene que morir… —digo entre sollozos, mirando el cuerpo de Angel, que el Bufón estrecha entre sus brazos.

Pese al dolor que siente, el Motorista se pone al frente de la situación.

—Bufón, viste a Angel. Vamos, yo te ayudaré. Poeta, busca las llaves del coche y trae el martillo y la barra.

Mientras el Bufón y yo sostenemos a Angel, el Motorista encadena al mal nacido a un poste que hay en medio del suelo y arroja las llaves al otro extremo de la habitación. Acto seguido, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, se pone a rebuscar en los bolsillos del canalla y le quita todo el dinero. Echando mano del cuchillo, le deja la ropa hecha jirones y con toda calma empieza a limpiar nuestras pisadas y cualquier otra huella.

—Volverá en sí dentro de un par de horas y hará sonar la voz de alarma. Va a tener que dar un montón de explicaciones. No le quedarán ganas de tocar a otro chapero en una buena temporada. Nos llevaremos a Angel a casa y luego nos desharemos del coche. Vámonos.

No fue hasta más tarde, en el coche, mientras me curaba las heridas de la muñeca, cuando me di cuenta del modo en que el Motorista había logrado salvar la situación. Le di las gracias y dijo que cualquiera de nosotros habría hecho lo mismo. Era una persona generosa hasta el límite, pues dudo que, en su lugar, yo hubiese sido capaz de detenerle. El saber que había estado a un paso de asesinar a alguien me daba escalofríos de terror. Supe entonces que era capaz de matar a otro ser humano.

El Bufón y yo nos acomodamos en el asiento de atrás con nuestro narcotizado amigo entre ambos. El Bufón no dejaba de hablarle, diciéndole que todo había terminado y que ya estaba a salvo, y los dos lo acariciábamos. En un momento dado, el Bufón me miró a los ojos y dijo que ahora entendía todo lo que había tenido que pasar.

—Lo más terrible —empecé a decir mirando al respaldo del asiento delantero— es que creía haber eliminado todo el odio que llevaba dentro. Creía que había superado lo ocurrido, que tenía mis instintos violentos bajo control, pero de no haber sido por ti, Motorista, lo habría matado. Crecí rodeado de violencia y la odiaba con todas mis fuerzas, y sin embargo, he estado a punto de convertirme en un asesino.

El Motorista me miró por el espejo retrovisor.

—Oye, después de lo que debes de haber pasado y de lo que Angel debe de haber pasado, cualquiera habría reaccionado igual que tú. Cualquiera. ¿Verdad, Bufón?

—Es cierto, Poeta. Pero ahora ya lo has exteriorizado, ya está fuera de ti y sabes que puedes enfrentarte a ello.

—Sí, Poeta. Es como aquello que me dijiste el otro día. Lo pasado, pasado está, ¿recuerdas?

—Lo sé, pero estoy muy confuso. Lo que quiero decir es que no entiendo cómo alguien que odia la violencia puede querer matar a otra persona. Es una locura, ¿no? —pregunté, aunque no esperaba una respuesta.

—¡Eso es! ¡Tú mismo lo has dicho! —exclamó el Motorista—. Es una locura. Todo lo que ha ocurrido era una locura. Es una locura, así que ¿cómo puedes esperar comportarte como una persona cuerda en una situación completamente irracional? Si lo hicieses, eso sí sería una auténtica locura, ¿no te parece? No fuimos nosotros quienes creamos la locura, recuérdalo, lo único que hicimos fue enfrentarnos a ella del mejor modo posible e hicimos lo que teníamos que hacer, nada más y nada menos.

—¡Pero me da pánico saber que soy capaz de matar! —grité.

—Todos somos capaces de matar, Poeta, todos. No estás solo —dijo el Motorista mirando al retrovisor—. En determinadas circunstancias, hasta tu abuela sería capaz de matar. Tienes suerte de haberlo descubierto ahora que aún eres un niño.

—Tiene razón, Poeta —intervino el Bufón tomándome de la mano—. Y no olvides que las palabras son del todo inútiles cuando el enemigo habla otro idioma. Sí, claro que utilizamos la violencia, pero nos detuvimos antes de que la violencia nos utilizase a nosotros. Hay una gran diferencia.

—Pero yo no quería detenerme. Quería oírle implorar misericordia y quería verlo muerto. Para serte sincero, aún quiero. —De pronto, el Motorista paró el coche a un lado de la carretera.

—Mierda, mirad quién está ahí —dijo al tiempo que golpeaba el volante.

Entrando en la parte de atrás de un coche, un coche que todos reconocimos, justo en la puerta de nuestro piso, estaban el Actor y el Banquero. En el asiento del conductor iba el pederasta de los hermanos Dalton y junto a él iba otro hombre con aspecto de tipo duro. El Bufón creía que era el viejo rico amante del Actor. Ninguno de ellos parecía excesivamente contento. Una vez más, dejamos la situación en manos del Motorista. Nos dijo a mí y al Bufón que esperásemos en el coche mientras él comprobaba que no hubiese moros en la costa. Regresó al cabo de unos minutos.

—Tenemos pista libre. Vosotros dos llevad a Angel adentro y yo aparcaré el coche en la esquina. Tengo el presentimiento de que vamos a necesitarlo.

Después de darle a Angel un baño y de meterlo en la cama, acordamos que uno de nosotros debía quedarse con él hasta que se le pasase el efecto de las drogas. No logramos conciliar el sueño y a la mañana siguiente supimos que teníamos que desaparecer de Londres por una temporada. Lo único que la Esbelta supo decirnos era que habían venido unos tipos preguntando por nosotros, pero con aquello teníamos más que suficiente: evidentemente, sabían que habíamos sido nosotros quienes habían entrado en el apartamento de Earl’s Court. Cuando Angel se despertó, lo pusimos al corriente de los últimos acontecimientos y estuvo de acuerdo con nosotros en que teníamos que marcharnos. El Motorista aconsejó a la Esbelta que les dijera a los hombres la verdad la próxima vez que viniesen buscándonos, que nos habíamos ido y que ella no tenía ni idea de dónde estábamos. Le dimos un beso y la abrazamos y al cabo de una hora íbamos de camino al Norte, fuera de Londres. Angel se sentó junto a mí y yo lo rodeé con mis brazos. No hacían falta palabras. Me limité a acariciarlo y a dejarlo tranquilo. En mi mente y en mi corazón, se convirtió en todos los chaperos que lo han sido algún día y en los que van a serlo. Algún día, algún día la gente lo sabrá. Cuando Angel se echó a llorar, yo hice lo mismo, y también el Bufón, e incluso el duro del Motorista. Algún día, algún día.