John Tenis me escucha mientras le hablo de la marcha de Alexander al extranjero. Como siempre, me brinda su apoyo. No emite ningún juicio, sino que me dice que debo hacer lo que creo que está bien y que, pase lo que pase, puedo contar con él. Sin embargo, no sé qué hacer. Lo único que sé es que el chico a quien quiero se marcha lejos de aquí, tres años nada menos.
Al cabo de un par de días de holgazanear en el piso de John, decido que ya va siendo hora de que deje de autocompadecerme y salga a tomar el aire. Echo de menos a mis amigos y necesito ver al Bufón, Angel y el Motorista. Es muy curioso el modo en que la ausencia es capaz de hacer aflorar la esencia de la amistad, sólo entonces conoce uno la verdadera naturaleza de la misma.
De igual modo, ahora parezco entender mejor a mi padre y mi cultura de Liverpool, más de lo que los entendía cuando me hallaba cerca de ambos. Con el tiempo y la distancia entre mi padre y yo, me he vuelto más tolerante y comprensivo. Hasta el sonido de la ciudad en mi cabeza, Liverpool, adquiere una nueva calidez, un nuevo significado. Es como si en alguna parte de mi corazón hubiese dotado al lugar de cualidades no visibles ni accesibles dentro de la propia ciudad. Puede que las cualidades pasionales que confiero al lugar sólo sean accesibles desde la lejanía o desde mi propia imaginación.
Como una paloma mensajera, me dirijo al Dilly y a la Chacinería y decido dar una vuelta para ver si aparecen el Bufón y los demás. De lo contrario, trataré de ir a su casa de okupas y buscar a la chica que el Bufón mencionó en su nota. ¿Cómo se llamaba? Recuerdo que era un nombre extraño. ¡Ah, sí! Esbelta. Bueno, supongo que es igual de extraño que llamarse Poeta, Apuesto a que fue el Bufón quien le puso ese nombre. El haber vuelto a la Chacinería me sumerge en una especie de unión espiritual con mis amigos, de modo que dejo que esa sensación me invada para así desterrar de mi mente el recuerdo de la sórdida violación. Me permito pensar un solo instante en aquello. Aquel hombre debía estar igual de enfermo que una víctima de cáncer.
Después de encender un pitillo, centro mi atención en la búsqueda de mis amigos y trato de encontrar una frase adecuada que decirles para cuando aparezcan, pero todas suenan igual de cursis en mi cabeza, así que las desecho y opto por darles un abrazo bien fuerte. Tocar, me figuro, vale más que mil palabras. Justo cuando estoy a punto de arrojar al suelo la colilla de mi cigarrillo, un chico de unos trece años se me acerca y me la pide. Le miro. Parece un poco gallito y un pillo. Tiro la colilla y le ofrezco un cigarrillo entero. Lo acepta y me pregunta si hay buenos clientes por ahí. No puedo evitar verme a mí mismo en él, apenas un par o tres de años atrás. Le digo que estoy esperando a unos amigos y que la verdad es que no he estado prestando demasiada atención a los tipos qué pasan por allí.
—La otra noche me tiré a uno de puta madre. Veinte libras y lo único que tuve que hacer fue meneársela. Veinte libras.
—¿Por hacerle una paja? ¿Veinte libras? ¡Venga ya! —bromeo con el chico.
¿Cuántas veces me habré oído a mí mismo y a otros chaperos contar esa misma mentira? Demasiadas.
—Sí, tío. Me dice: «Te daré veinte libras». Con que yo le digo: «¡Vale!». Era el manager o algo así de un vejestorio de ésos del cine. ¿Sabes ése que sale en todas las pelis? ¿El que sale en la portada de esa revista?
Le menciono los nombres de algunas estrellas cinematográficas famosas.
—Sí, ése es —me contesta.
No le pregunto a cuál se refiere. No quiero obligarle a inventarse más cosas de las estrictamente necesarias, de modo que le pregunto cómo se llama y de dónde es. Su hermosa carita negra me dice que no es de Mayfair.
—Billy, de Brixton. ¿Y tú?
—Poeta, de Liverpool.
—Entonces, ¿eres poeta?
—Bueno, algo así.
—Bueno, pues recítame uno —me pide, incrédulo.
Miro al chico y me entusiasmo con su inocencia y vulnerabilidad. Supongo que lo que veo en él es lo mismo que Joseph vio en mí. Parece seguro de sí mismo y espabilado, pero también parece carne de cañón.
—No me salen así como así —le explico, sonriendo.
—Entonces no eres poeta, ¿no?
—Pues supongo que no.
—Vamos, di uno.
—Pero si has dicho que no soy poeta, lo has dicho tú mismo.
—Di uno, venga.
—Tendré que inventármelo.
—¿Qué? ¿Así? ¿De repente?
—Es un limerick.
—¿Eso es un poema?
—Algo así. Es un tipo de poema irlandés, un poema divertido.
—O sea, que eres irlandés, ¿no?
—No, soy inglés, igual que tú. ¿Quieres oírlo o no?
—Sí, venga. Yo nací aquí, ¿sabes?
—Ya lo suponía. Yo también.
—Mis padres son de fuera.
—Y los míos.
—Pero tú eres blanco.
—¿Y?
—¿De dónde son los tuyos?
—De Irlanda.
—Eso no es ser de fuera. Me refiero a sitios como Jamaica. Eso sí que es ser de fuera.
—Supongo que tienes razón, nunca me lo había planteado —confieso.
—Bueno, venga, dilo.
—¿El limerick?
—Sí, venga.
—Vale, pero recuerda que me lo voy a ir inventando sobre la marcha, ¿vale?
—Sí, ya me lo has dicho. Venga, haz uno sobre mí.
—¿Sobre ti?
—Sí, eres poeta, ¿no?
—A mí me parece que el poeta eres tú.
—No me líes. Todavía voy al colegio. Anda, dilo.
—Un chiquillo de Brixton dijo un día…
—Ese soy yo, ¿a que sí?
—Todavía no he terminado. ¿Puedo seguir?
—Sí, anda, sigue —dice, echándose a reír.
Un chiquillo de Brixton dijo un día,
de buena gana en la cama me quedaría,
en vez de andar entre rufianes,
recostándome en sus divanes,
así que decidió que a la escuela iría.
—¿Ya está? ¡Estás de guasa! ¿A la escuela? ¡Ni hablar! Oye, ¿y qué es un rufián?
—Es en lo que te convertirás si sigues merodeando por aquí, en un maleante, en un ladrón, en un pequeño granuja.
—Entonces, ¿tú eres un rufián? No tienes pinta de rufián, sólo haces la calle, ¿verdad?
—Sí, y muchas gracias —digo, haciéndome el ofendido.
—Bueno, es que salta a la vista, ¿no? Además, fuiste tú quien preguntó primero, ¿no? ¿Cómo te llamas?
—Ya te lo he dicho, Poeta.
—No, me refiero a tu verdadero nombre.
—¿Cuánto tiempo hace que te dedicas a esto, Billy?
—El suficiente.
—¿El suficiente como para saber que nunca hay que preguntarle a otro chapero su verdadero nombre?
—Ya lo sabía. Sólo estaba poniéndote a prueba, ¿eh?
—Sí, claro.
—¡De verdad! Además, Billy no es mi verdadero nombre.
—Ya, claro —repuse, siguiéndole la corriente.
—Sí, odio mi verdadero nombre porque es el mismo que el de mi padre, así que nunca lo uso.
—Qué bien. ¿Y cómo se llama tu padre?
—Igual que yo, tonto del culo. No me pillarás así de fácil, ¿sabes? Te veo venir de lejos.
—Eres un chico listo —le digo, y le ofrezco otro cigarrillo.
—Ya lo sé, Poeta. Ya lo sé —se echa a reír, indicando que está a punto de irse.
—Ya veo. Oye, Billy… cuídate, ¿vale?
—No te preocupes por mí, estoy bien. De verdad.
Luego se marchó y se perdió entre la multitud, llevándose consigo su inocencia y su poesía, junto con otro de mis cigarrillos. Meneo la cabeza asombrado por la seguridad de este pillo y su atractiva aunque aterradora vulnerabilidad.
Billy es la nueva clase de chapero y, casualmente, también el primer chapero negro que conozco. Vive en casa con sus padres y hace la calle sin que nadie lo sepa. Entra y sale de este submundo cuando le da la gana. Los Billys de este mundo no huyen sino que llevan una doble vida. Un buen número de chicos a quienes les gusta acostarse con otros chicos y con otros hombres adoptan un estilo de doble vida similar. Existen los que van en busca de una buena experiencia sexual, quienes de algún modo emiten la señal no verbal de que están en el panorama del sexo por dinero, de modo que cuando triunfan, cuando se les acerca un hombre y les ofrece dinero, es posible que se sorprendan pero también pueden pedir dinero la próxima vez. La señal no verbal que emite un chapero es muy similar a las señales que emite un chico que va en busca de una aventura con alguien de su mismo sexo. Se convierte en parte de la farsa, en parte del juego, pero es un juego distinto al que el Bufón, Angel, el Motorista y yo practicamos. Nosotros estamos en el juego de la supervivencia, mientras que ellos se hallan en una especie de viaje placentero o hedonista.
A los adultos, es decir a los padres, no les gusta pensar en sus hijos adolescentes como en seres sexuados, por no hablar de la posibilidad de que sean homosexuales. Así, cuando un adolescente quiere explorar una experiencia con alguien de su mismo sexo, suele recurrir a un chapero porque sabe dónde buscar. Es más frecuente de lo que los chicos quieren creer. Es algo extraño cuando te vas con un cliente de tu misma edad más o menos. Es decir, ya lo imagino, un chico atractivo que podría tener a quien quisiera, paga a otro chico por acostarse con él. He llegado a tener clientes más jóvenes que yo, y eso que sólo tengo quince años, y tampoco son niños ricos. Algunos pagan sólo para saber si les gusta, otros para poner a prueba sus propias inclinaciones sexuales de una forma que no les resulte amenazadora. Ya se sabe, es probar con un chapero a quien no tendrás que ver nunca más y que no sabe absolutamente nada de tu vida. Mientras que otros, como muchos clientes adultos, pagan para sentir un mayor control de la situación. Carecen de confianza y seguridad en sí mismos y no pueden obtenerla a menos que se sientan al mando de lo que está ocurriendo.
Antes estaba diciendo cómo me suelo derretir en los brazos de un cliente especialmente meloso, sobre todo cuando me dice que soy guapo o algo así, bueno, pues esos clientes se derriten igual que yo cuando les dices que son muy sexys.