Despierta con dulzura mi corazón

Con todo el coraje que soy capaz de reunir, marco el número. Una voz femenina me contesta. Me quedo paralizado.

—¿Diga?

¡Contrólate! ¡Contesta!

—Hola —digo con la voz quebrada—, ¿puedo hablar con Alexander?

—Sí, un momento. ¿De parte de quién?

¿Qué voy a decir? No me atrevo a decir Scouse. A punto estoy de decir Poeta. Vamos, piensa.

—Mark, Mark Crosbie —suelto, empleando el nombre de mi antigua calle.

—Espera un momento, ahora se pone.

Cuando deja el teléfono en espera al otro lado del hilo, siento la tentación de colgar. Estoy a punto de hacerlo. ¿Qué pensará cuando le digan que le llama un tal Mark Crosbie?

—Hola, ¿quién es?

—Alexander, soy yo, Scouse…

—¿De verdad? ¿De verdad eres tú, Scouse? ¿Cómo me has encontrado? Creí que nunca volvería a tener noticias tuyas. He estado esperando que me enviases mi poema…

—Oh, me alegro tanto de volver a oír tu voz de nuevo… Escucha, ya te lo explicaré todo más tarde, ¿puedes salir?

—Sí, pero… ¿dónde estás?

—Aquí mismo, en Farnborough. Me han dejado un apartamento. Verás, es muy complicado de explicar. ¿Quieres venir aquí? Sólo me lo han dejado para esta tarde.

—Sí, sí, por supuesto. Quiero verte. ¿Tienes mi poema? Bueno, dame la dirección, rápido. Aquí hay demasiada gente, no puedo hablar.

Cuando le doy la dirección, me dice que estará aquí en menos de veinte minutos. A continuación, cuelga el teléfono. El cosquilleo que me recorre la espina dorsal me recuerda la sensación que tuve cuando nuestros labios se encontraron un instante en el tren.

Acabo de terminar de escribir sus poemas cuando llama a la puerta, sin resuello. Su impresionante belleza es tal como la recordaba. Su pelo oscuro brilla como si estuviese empapado de luz. Sus pupilas de color de avellana se acomodan de manera perfecta en el blanco niveo de sus ojos. Su rostro joven, lleno de palpitante color, esboza una sonrisa y sus dientes blanquísimos exhiben su refulgente perfección. Está radiante. No podemos hacer otra cosa que mirarnos el uno al otro, él todavía en el descansillo y yo en el interior del piso, aguantando la puerta. Yo también le sonrío y nos quedamos allí, sonriéndonos el uno al otro, como si esto mismo ya nos bastase, como si esto mismo fuese el clímax de nuestra amistad. La unión mutua de nuestra risa espontánea me permite hacerme a un lado para que entre.

Con la puerta cerrada, nos abrazamos y nos besamos. Sus labios son tan suaves y delicados como el pétalo de una flor bañado en rocío una mañana de primavera. Sabe a gloria, a juventud, a frescura y a pura vida. Nuestros brazos y manos exploran nuestras respectivas caras y la suavidad de sus manos en mis mejillas envía mensajes de felicidad táctil al centro mismo de mi ser. A medida que despierta con dulzura mi corazón, empiezo a saber que lo quiero. Este momento, aunque nunca podría haberlo imaginado, es el momento que he estado esperando toda mi vida. Lo sé porque moriría con tal de retenerlo para siempre. Si merece la pena vivir por algo, seguramente también merece la pena morir por ese algo. Echa la cabeza hacia atrás y mientras nos abrazamos por la cintura, nos miramos el uno al otro. No hace falta pensar, pues los instintos naturales de la juventud nos dictan que empecemos a besarnos el uno al otro, tanteando, en los labios, en la cara, en los ojos, en el cuello… Mis manos, obedeciendo el momento, se deslizan en el interior de su chaqueta abierta y suben hasta su pecho firme, hasta sus hombros, bajan por sus brazos y la chaqueta cae al suelo dócilmente. Como si ya fuéramos uno solo, empezamos a desabrocharnos los botones de la camisa, empezando por el primero. Con cuatro botones desabrochados, inclina el cuerpo hacia delante y me besa el pecho desnudo. Luego, percibiendo mi placer, empieza a lamerme la piel, alrededor de los pezones. Deslizando mis dedos entre su cabello, le pido que lo haga de nuevo. Obedece y le oigo decir: «Tienes una piel tan suave…». Con cuidado, apoyo mi mano en su mentón y levanto su cabeza para poder besar los mismos labios que me han besado antes. Unos labios tan redondos y voluptuosos como sólo un chiquillo puede tener. Nos abrazamos, aferrándonos con fuerza a los brazos del otro. Sería capaz de estallar de felicidad, pues tiene el poder de convertirme en cantor, es soberano y es una flor. Es puro y adolescente, más de lo que cantarse puede. Sus ojos cautivan mi corazón, es la dicha y el galardón. Le tomo de la mano y lo conduzco al dormitorio, donde le digo, en voz muy baja:

—Me muero de ganas de verte desnudo.

—Y yo a ti también.

Con los ojos clavados en los del otro, en perfecta armonía, primero nos quitamos la camisa. Su torso lampiño de piel aceitunada está perfectamente modelado para ser un chico tan joven. Sus hombros fuertes y musculosos y su pecho se asientan con delicadeza y proporción sobre su cintura estrecha. Su estómago, tan plano y sólido, parece labrado en un lomo de tierra musculoso. No puedo creer que esto esté sucediendo, que un chico tan hermoso esté quitándose la ropa a escasos centímetros de mí. Nunca antes me había sentido así, nunca. Tirando los zapatos y los calcetines a un lado, nuestras manos se dirigen a los pantalones del otro. Nuestros rostros se aproximan y le beso en el cuello y en la nuca. Nos bajamos las cremalleras y los pantalones caen al suelo sin ayuda. Apartándonos de ellos, apretamos nuestras caderas el uno contra el otro. A través del fino tejido blanco que aún lleva puesto, noto su masculinidad erecta y palpitante haciendo presión contra la mía. Da un paso hacia atrás, mientras sus ojos penetran a través de los míos hasta llegar al fondo de mi alma, y luego, llevando sus dedos a la cintura de sus calzoncillos, espera a que yo haga lo mismo y entonces, con un lento y uniforme movimiento, se deslizan hasta el suelo.

Por fin, estamos completamente desnudos, erectos y orgullosos. Qué gozo. Esta vez es él quien toma mi mano y me conduce hasta la enorme cama. Al encaramarme en las blancas sábanas siento su carne cálida sobre la mía mientras nos tumbamos, cara a cara, y nuestras manos exploran la suave piel del otro. No hay ningún plan preconcebido. No nos preguntamos con palabras lo que el otro quiere, sino que exploramos y escuchamos el lenguaje de nuestros cuerpos. Es el único lenguaje que necesitamos, y más. Ese idioma me dice que le gusta que recorra su pecho, su estómago plano e imberbe y sus muslos con mi lengua. Sé que le gusta cuando acaricio el bosque de vello negro que rodea su erección palpitante, pues sus caderas se yerguen para encontrarse con mis labios y mis manos. Ahora sé lo que quiere. Empezando por la parte interna de sus suaves muslos, no dejo de lamer y besar su piel hasta llegar a sus firmes testículos, paso por encima de ellos y recorro con la lengua el volumen henchido de su pene. Me detengo allí largo rato, succionado y besando con suavidad. Sus caderas se alzan cada vez que me acerco al promontorio rojo y orgulloso de su glande, de manera que, una vez domino con fluidez el lenguaje, lo llevo al interior de mi boca, consciente de que estamos en perfecta armonía. Muevo mis labios abiertos y ansiosos arriba y abajo y luego me detengo y espero que sea él mismo quien se mueva, dentro y fuera, dentro y fuera. Completo el movimiento y sigo el compás. Cuando se mueve hacia dentro, deslizo mi boca por su erección cálida y húmeda. Sus manos, que me tocan la nuca y la espalda, me dicen que está a punto. Un movimiento más me dice que quiere que pare. Cuando lo libero de mi boca, me atrae hacia sí y sus labios se ciernen con premura sobre los míos, mientras su lengua entra y sale sin parar. Deslizándose por mi pecho y mi estómago, me lleva directamente a su cálida boca y casi estallo instantáneamente. Él lo intuye y se limita a retenerme ahí, lamiéndome.

Me tumbo sobre mi espalda para dejarle sitio y su boca empieza a jugar con mi erección. Mi cabeza, a punto de explotar de gozo, se mueve de izquierda a derecha de manera que mis mejillas golpean casi desesperadamente cada lado de la almohada. Le toco la espalda y, captando lo que eso significa, se desliza por mi cuerpo prieto y dispuesto hasta colocarse encima de mí. Nuestras erecciones se frotan la una contra la otra y el momento se acerca. Nos apoyamos en el estómago del otro, palpitando, perdidos en el tiempo. Luego, en perfecta armonía, nos corremos, despidiendo un chorro que apunta cada vez más alto. Nuestros estómagos se convulsionan, y nuestros pechos laten con fuerza mientras sentimos cómo nuestras respectivas descargas se funden en un solo arroyo glorificado que fluye entre ambos. Permanecemos así diez minutos largos, al tiempo que nuestras erecciones expelen de manera espontánea los últimos restos de semen. Aun cuando ya no queda nada más, nuestros miembros parecen ajenos al hecho y siguen expulsando las últimas gotas. Nos quedamos en brazos del otro y escuchamos el lenguaje que sigue hablando entre nosotros. No hacen falta palabras mientras nos quedamos sumidos en un apacible y ligero sueño.

Me despierto y lo encuentro acariciándome el torso y los muslos. Siento cómo sus labios me rozan el cuello. Por un momento, como si aún estuviera dormido, sigo allí tendido disfrutando de la magia de aquel hermoso chico haciéndome el amor. Mi cuerpo, sin embargo, sin atender los mandatos de mi cabeza, responde por sí mismo y me incorporo en su busca. Empezamos a hacer el amor de nuevo y no quiero que se acabe nunca, pero termina y al cabo de dos horas estamos compartiendo la bañera. Nos reímos y nos tocamos sin parar. Nos frotamos el uno al otro con jabón. Me dice que me quiere.

Más tarde, ya vestidos y en el salón, aunque no llevamos zapatos ni calcetines, le cuento a Alexander lo que pasó con su padre y las cosas que dijo. Le explico que el poema cayó en manos de su padre y le doy la nueva versión que acabo de escribir. Le explico de nuevo cómo lo encontré y le digo que le amo y que no quiero separarme de él nunca más. Sus ojos tristes me dicen que hay un problema. Le suplico en silencio que me lo cuente.

—Nos marchamos al extranjero muy pronto, a Singapur.

—¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo?

Sus hermosos ojos se llenan de lágrimas al hablar.

—Es terrible. No es justo. Acabamos de encontrarnos…

Pero siempre tendremos este día, nuestro día. Nos marchamos pronto, dentro de un par de semanas. Es un destino de tres años.

Lo abrazo y le digo que dondequiera que vaya, hallaré el modo de encontrarlo.

—Igual que te he encontrado aquí. —Aunque entonces se me ocurre que tuve mucha suerte de encontrarme con su padre en la estación—. No permitiré que estemos separados mucho tiempo. Te quiero más de lo que puedas imaginar.

Creo en mis propias palabras apasionadamente, pero las lágrimas también asoman a mis ojos y veo cuán difícil es librar esta batalla. ¿Cómo demonios puede un poeta chapero sin un penique en el bolsillo llegar a Singapur? Su silencio me dice que él también sabe que es una tarea imposible. Chico de Singapur, ahora te vas; canta, pobre chico, canta tu letanía de náufrago.

Más tarde, las lágrimas ya secas, acompaño a Alexander el trecho máximo que nos atrevemos a andar juntos hasta su casa. Le doy el número y la dirección de John Tenis y le repito que encontraré la manera de estar juntos. Le recuerdo que si por cualquier motivo, no puedo ponerme en contacto con él ni él conmigo, me envíe un mensaje a través del ordenanza de su padre. Nos despedimos en la esquina de la calle y veo cómo lo engulle el portón de su casa. Juro por mi propia vida que lo veré en Singapur, aunque sea lo último que haga.

Cuando Joseph llegó con una caja de pescado con patatas fritas, nos sentamos en la cocina y comimos mientras le contaba la historia completa con Alexander. Me escuchó atentamente y aceptó actuar como intermediario con su amigo el ordenanza en caso necesario. Me confesó que no tenía idea de que estuviese tan sumamente enamorado y que eso hacía que su amor por mí fuese aún más fuerte. Más tarde, en la cama, compartí unas horas de sexo con él, de la manera en que uno se acuesta con un simple amigo. No es hacer el amor, sino compartir el instinto sexual sin tener de qué avergonzarse en el ámbito más humano, y no es menos importante ni menos gratificante por eso. Pasamos un buen rato y después dormimos a pierna suelta. Ciertamente, era un buen amigo a quien merecía la pena querer.

En el camino de vuelta a Londres escribí a Joseph dándole las gracias por ser como era y por todo lo que había hecho por mí. Luego sentí la imperiosa necesidad de escribir sobre Alexander, pero no logré plasmar una sola palabra en mí cuaderno, pues hay cosas demasiado grandes como para poder expresarlas con palabras. Son lo que son, momentos hermosos y deberían sentirse así, deberían quedar así. Sentía que había compartido una experiencia con otro chico que me tenía embrujado, como cautivo de un hechizo, pues en esa experiencia yo era amor y él era amor. Algo muy difícil de palpar con las manos. Sentí un dolor inmenso al pensar que jamás volvería a verlo. ¿Cómo puede semejante amor no ser capaz de atreverse a gritar su nombre en voz alta? ¿Cómo puede pensarse en semejante amor como en algo inferior a cualquier otro amor? Cuando nos dijimos el uno al otro que nos queríamos, sólo estábamos empleando palabras para encontrar el modo de decir lo que sabíamos era una realidad sublime, superior a todo lo demás. Estaba más allá de cualquier interpretación, más allá de cualquier invención. Por primera vez en mi vida llegué a creer que sabía lo que significaba «estar enamorado». Significa que yo soy amor, que él es amor, que juntos somos amor, que lo que hacemos es amor y que lo que queremos para el otro es amor.

También descubrí que el amor engendra amor porque es desinteresado, como también sé que nunca volveré a ser el mismo. No sé cómo, pero sé que a pesar de su inherente naturaleza adictiva, tengo que salir del mundo de la calle. Tengo que seguir el consejo del Bufón y vaciar mi jarra de todo cuanto no sea algo bueno elegido por mí mismo. Tengo que amar mediante otra clase de vida, y no vivir mediante una clase pagada de amor. Mi cuerpo entero se entusiasma ante el descubrimiento revelador de que puedo tomar las riendas de mi propia vida, pero en el fondo de esa maldita jarra mía hay una voz que grita, diciéndome que pienso así porque acabo de acostarme con un chico guapo. ¡Pero no es cierto! No lo es, ¿o sí?