Soldadito azul

En el correo de la mañana ha llegado una carta para mí. Es de Joseph, el soldadito de los codazos cariñosos, y en ella me invita a pasar un fin de semana con él. Me explica que tiene un pequeño apartamento no demasiado lejos de su base en Farnborough, y que puedo ir a visitarlo cuando quiera. Dice que lo llame por teléfono cualquier tarde a partir de las seis. ¿Cómo puedo ir? No puedo. Me encantaría, pero… El timbre de la puerta interrumpe mis pensamientos. John abre la puerta y saluda al Banquero con el mismo entusiasmo con que saluda a todo el mundo. Cuando John sale de la habitación para preparar el café, le doy las gracias por haberme presentado a un hombre tan bueno.

—Oye, Banquero, ¿qué ha pasado con el Bufón y Angel? ¿Sabes dónde están? —le pregunto, temeroso de averiguar la respuesta.

—No te preocupes por ellos, se han ido con el Motorista a casa de su hermana, a Cornwall —dice al tiempo que empieza a rebuscar en sus bolsillos.

—¿Están bien?

—Sí, el Bufón se fue con un cliente muy rico y ahora tienen un montón de pasta —me contesta y extrae algo del bolsillo de su chaqueta.

—No, no te pregunto si están bien de dinero. Quiero saber si están bien por haber tenido que marcharse de la casa del Actor.

—¿Te refieres a si están cabreados contigo? ¡No, hombre, no! El Bufón me dijo que te diera esto. Dijo que estarías preocupado.

Abrí el sobre con sumo cuidado y muy despacio, temiéndome lo peor y deseando lo mejor. En su interior estaba la dirección de Islington y una nota que me convenció de que no había problemas entre nosotros.

Querido Poeta:

No hemos podido encontrarte. ¿Dónde coño te has metido? Hemos encontrado un sitio estupendo en Islington y tenemos una habitación reservada para ti para cuando volvamos. Nos hemos ido con el Motorista a ver a su hermana, está preocupado por ella. Tiene problemas con un tío o algo así. Angel quiere saber si has untado nata fresca últimamente. No sé cuándo volveremos, pero tú te puedes instalar allí cuando quieras, ¿de acuerdo? Sólo tienes que mencionarle mi nombre a la chica de allí. Se llama Esbelta y te está esperando. Es muy maja. Te echamos de menos, Poeta.

Con cariño,

El Bufón, Angel y el Motorista.

Cuando John volvió con una bandeja de café y la dejó en la mesita que había junto al sofá, lo agarré del brazo y me puse a bailar con él por toda la habitación. Se echó a reír y, sin pensarlo dos veces, se sumó con entusiasmo a mi celebración, gritándole al Banquero que pusiera música. Estábamos muertos de risa, pero seguimos bailando al son de la música que el Banquero había escogido. Puso lo primero que encontró; era la Chanson du toréador de Carmen, la ópera de Bizet. No olvidaré aquello en los años que me quedan de vida. John se puso a cantar y el Banquero lo imitó. Era uno de esos momentos explosivamente hermosos en los que todas las diferencias y los problemas se desvanecen con el abandono de uno mismo. Un momento que no se pierde jamás. Me quedé con ese instante y seguí bailando como un poseso. Más tarde, le di las gracias al Banquero por haberme traído la nota y le dije que a partir de entonces siempre pensaría en él como en el «Buen Mensajero» y en la persona que me dio a conocer los compases de la ópera. Esa misma tarde llamé a Joseph y le dije que iría a verlo el fin de semana siguiente.

John insistió en que utilizase una de sus maletas y me comprase ropa nueva. Me acompañó a la estación y me dijo que me lo pasara bien. Joseph estaba esperándome, cosa que me hizo sentirme querido. Iba vestido con su ropa informal de civil y casi no lo reconocí. Estaba tan guapo y era tan alto… En cuanto me vio, echó a correr en mi dirección y me abrazó.

—Deja que te lleve eso —dijo al tiempo que levantaba mi maleta.

—¿Cómo estás, Joseph? —le pregunté, sin saber muy bien cómo hablarle.

—Mucho mejor ahora que estás aquí, Scouse. —Me lanzó una sonrisa radiante y me dio una palmada en el hombro.

Supongo que me ruboricé, porque me guiñó un ojo y se echó a reír con su risa contagiosa mientras nos dirigíamos a la salida. De repente, me detuve, horrorizado. Allí delante, a apenas dos pasos de mí, había un oficial del ejército. Joseph se paró y me miró, luego miró al oficial y se volvió de nuevo hacia mí.

—¿Lo conoces?

—Sí, y él me conoce a mí —contesté, recordando su amenaza de que me pegaría una paliza que no iba a olvidar en mi vida si intentaba ver a Alexander de nuevo.

—¿Y de qué lo conoces?

—Es alguien que no entiende la poesía.

—¿Qué? —exclamó Joseph, perplejo.

—Nada. Ya te lo explicaré luego. Tengo que seguirle —dije, y empecé a hacer lo que acababa de decir.

—Scouse, ¿qué pasa? ¿Por qué tienes que seguirle? ¿Quién es? —dijo Joseph, agarrándome del brazo.

—Joseph, por favor, ayúdame. Tengo que averiguar dónde vive. Luego te lo explicaré todo, pero ahora tengo que seguirle.

—Explícamelo ahora. Te ayudaré, claro que sí, pero ahora explícame…

—Es el padre de un… amigo mío y no quiere que vuelva a ver a su hijo. Joseph, tengo que verle, ¿lo entiendes?

—¿Alguien especial?

—Muy especial, y no sé dónde encontrarle. Tengo que seguir a ese hombre… —repetí al tiempo que me zafaba del brazo de Joseph.

—Escucha, cálmate. No hace falta que le sigas…

—¡Creía que lo entendías! —grité.

—Y lo entiendo. ¡Sé quién es!

—¿Lo sabes? ¿Sí? Dímelo, Joseph…

—No hace falta que le sigas, tranquilízate. Es comandante de nuestro batallón, del mismo regimiento, mi compañero es su ordenanza. Sé dónde vive. Tiene una mujer que está para comérsela, dos hijos, un chico más o menos de tu edad y una niña de diez. Tienen un perro…

—Sí, son ellos. ¿Está lejos? —le supliqué que me respondiese.

—Vive a minutos escasos de mi casa, así que vamos allí primero para que dejes la maleta y tengas un poco de tiempo para poner tu cabeza en orden. Luego iré a ver a mi compañero y le pediré el teléfono de tu amigo, ¿de acuerdo?

—Joseph, eres maravilloso. Debes de pensar que estoy como una cabra o algo peor.

Me miró durante unos segundos que se me antojaron eternos y luego empezó a hablar dulcemente, sin apartar sus ojos de los míos, y sus palabras me llegaron al alma.

—No, no creo que estés loco. Sencillamente, reconozco las señales. Sé por lo que estás pasando, eso es todo.

—Joseph, mi amigo… es especial. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, lo sé, no te preocupes. Pero tú también lo eres, ¿lo sabías?

—Joseph. —Eso fue todo cuanto acerté a decir. Sabía que él sentía por mí lo mismo que yo sentía por Alexander y sin embargo, ahí estaba, ayudándome a encontrar a la única persona en el mundo capaz de impedir que algo surgiera entre nosotros. Antes de que pudiera decir algo más, me dio un codazo en las costillas.

—Vamos, Romeo.

No podía dejar que las cosas quedasen así, de modo que decidí hablar.

—Espera un minuto, tenemos tiempo de sobra, ¿verdad? Así que escúchame un momento, ¿de acuerdo? Mi amigo Alexander es especial, muy especial, pero eso, Joseph, no debería interponerse en nuestra amistad. Lo que quiero decir es que todas las amistades deberían ser especiales, ¿no? Así que… ¿por qué no me das un fuerte abrazo ahora mismo?

Dejó la maleta en el suelo y me rodeó con los brazos; le respondí estrechando su cintura entre los míos y dándole un beso en la mejilla. ¡Qué diablos! Me importaba un bledo lo que pensase la gente. Joseph me gustaba muchísimo y quería que él lo supiese. Sin mirar a su alrededor para ver si alguien nos estaba mirando, me devolvió el beso atrevidamente y me dijo que yo era especial.

Cuando por fin apartamos nuestras miradas, nos encontramos rodeados por un grupo de viejas escandalizadas tocadas con enormes sombreros que nos lanzaban miradas de desaprobación por encima de los lentes. Acto seguido, le di a Joseph otro beso para escandalizarlas aún más. Una locura, ¿verdad? Me refiero al hecho de que un chico no debe darle un beso a otro hombre en público. Siempre he aborrecido las reglas y las normas, sobre todo las reglas sociales que sirven para que las cosas sigan tal como han estado siempre. Me entran unas ganas incontenibles de romper una regla en el preciso instante en que me ordenan obedecerla. No me refiero a las reglas del tipo «No matarás», sino a esas reglas estúpidas y sin sentido como «Debes ser como los demás». Supongo que sabéis a qué me refiero. Hablo de esas reglas conformistas, ¿me comprendéis?

La regla que me exige que sea algo que no soy es estúpida, lisa y llanamente. Si está de moda llevar el pelo corto, yo me dejo melena porque quiero ser yo, y no los demás. Veréis, detesto el conformismo por encima de cualquier otra cosa. ¿Os habéis fijado en los carteles que hay en los lugares públicos, en los lugares donde juegan los niños? Todos empiezan con la palabra «prohibido». Prohibido pisar la hierba, prohibido jugar a la pelota… ¿Me entendéis? Pero lo cierto es que hay demasiados carteles cuando, de hecho, nunca cuelgan los peores. Se supone que todo el mundo conoce esas reglas en particular, como el cartel que dice: «Prohibido practicar el sexo con una persona del mismo sexo».

Mientras Joseph iba a casa de sus compañeros para conseguir el número de teléfono de Alexander, me di un baño en el diminuto lavabo, que Joseph había pintado completamente de blanco. Al deshacer la maleta de John, me percaté de que había colocado cinco billetes de una libra en el interior de una de las camisas. Le di las gracias telepáticamente. El dormitorio estaba amueblado con mucha delicadeza. En la repisa de la ventana había un jarrón lleno de flores recién cortadas. La enorme cama doble y dorada estaba cubierta por una colcha de patchwork hecha a mano en delicados tonos pastel. No era lo que alguien esperaría de un soldado, que digamos. En las paredes, enmarcados en sencillos marcos de madera, había varios bocetos al carboncillo de chicos semidesnudos, bastante bonitos. La habitación olía a cera, a muebles recién encerados. Una especie de paz invadía la estancia, y a mí también. Aquél podía ser mi hogar. Cuando Joseph regresó, estaba sentado en el pequeño salón con una tetera lista.

—Parece como si siempre hubieses vivido aquí —me dijo, como si pudiera ver a través de mí.

—Tienes una casa muy acogedora, Joseph. ¿Quién no iba a sentirse aquí como en su propia casa?

—Aquí puedo ser yo mismo, pero ahora que ya he pagado el alquiler de seis meses por adelantado, nos envían al extranjero. Te daré una llave y podrás utilizar el apartamento cuando quieras.

Le di las gracias por su ofrecimiento, pero lo que en realidad quería oír era el número de teléfono de Alexander.

—¿Adónde te envían? —le pregunté con el máximo y sincero interés que fui capaz de reunir.

—No estoy seguro. A Extremo Oriente, creo, pero podría ser cualquier parte. ¿Por qué no llamas a tu amigo mientras preparo algo de comer? —sugirió al tiempo que me entregaba un trozo de papel con la dirección y el teléfono de Alexander.

—Ya lo llamaré luego. Lo importante —dije mientras seguía a Joseph a la cocina— es que tengo su número. Joseph, creía que lo había perdido para siempre. Le envié un poema que su padre interceptó porque los dos se llaman igual, y no veas la que armó. No me atrevía a ponerme en contacto con él y luego, cuando al fin le llamé, me dijeron que se habían ido y que sólo habían alquilado la casa durante un par de semanas. Lo conocí en el mismo tren donde te conocí a ti.

—Pues ahora lo has encontrado y me alegro por ti, Scouse, de verdad. Me alegro mucho. Sólo espero que sepa la suerte que tiene. Y no lo olvides, puedes utilizar este piso cuando yo me vaya. No me gustaría haber pagado el alquiler en vano.

—Sólo hemos hablado dos veces. La primera, en el tren, y la segunda, en el parque, y su hermana vino con nosotros.

—¿O sea, que nunca has estado a solas con él?

—No, es una pena, ¿verdad?

—En ese caso, tus deseos se harán realidad, amigo mío. Puedes invitarlo a venir aquí.

—¿Aquí? Pero…

—No hay pero que valga. Voy a salir y a pasar la tarde con alguno de mis amigos. Llámalo y dile que venga.

—Pero… —protesté—. Y nosotros, ¿qué?

—Mañana tendremos todo el día para nosotros. Llámalo.

Nos comimos la merienda y Joseph escuchó mi cháchara nerviosa sobre Alexander. La ternura de aquel soldado grande y fuerte era algo digno de ver y su acento galés era música para mis oídos. La mayoría de la gente habla, y muy mal, por cierto, pero los galeses y los habitantes de la margen del Tyne… ¡cantan! ¡Qué maravilla! La próxima vez que tengáis ocasión de oír a un galés o a alguien del Tyneside, escuchad cómo los sonidos vocálicos naturales suben y bajan en el registro. ¡Es pura magia! Escuché a Joseph, embobado, mientras me contaba cómo se había enrolado en el Ejército siendo un soldado raso, y cómo le habían pagado para nadar, correr y divertirse con miles de chicos jóvenes y guapos. Hacía que todo aquello pareciese tan maravilloso… Cuanto más se entusiasmaba, más subía el registro de su voz. Decidí que no era el momento más adecuado para señalar que el ser un soldado significa aceptar órdenes, conformarse, estar preparado para matar y hacer de la violencia un atributo humano aceptable, así que opté por preguntarle por sus amigos y lo que hacía con ellos.

—Eso no es apto para menores, jovencito.

De modo que sí tenía escarceos sexuales. Nunca había pensado demasiado en ello, lo cierto es que no tenía necesidad de hacerlo, pero tantos hombres juntos… en fin, debe de haber en sus filas una gran cantidad de hombres a quienes les guste el sexo con otros hombres, ¿no?

—Tus llaves están en el gancho de la cocina. Son tuyas, quédatelas. Nos vemos después de las once, ¿vale?

—Vale, soldadito. Nos vemos luego. Ah, por cierto, Joseph. Gracias.

—Olvídalo. Hasta luego. Pásalo bien.

Luego se fue. Solo en el piso, no me atrevía a acercarme a levantar el auricular del teléfono, de modo que fregué los platos y arreglé un poco la cocina. Luego me fumé un pitillo, limpié un poco más, después me duché, me fumé otro cigarrillo y luego me lavé los dientes. ¿De qué tenía miedo? Del rechazo, creo. ¿Y si no quería verme? Eso era absurdo. Bueno, antes había sentido el mismo miedo y él había estado encantado de verme, ¿no? Sin embargo, ahora… Tal vez su padre le había dicho algo. Todavía incapaz de coger el maldito teléfono, extraje mi cuaderno y me puse a escribir.

Soldadito azul

Ponte firme, soldadito azul,

un paso al frente, tripulación de gánsteres,

hijos amantísimos que juegan con armas,

cumplen con su deber, el pelo encanece,

ejércitos incestuosos que joden unos con otros,

recluta al chico para que cocine a su hermano.

Un robot para todos y todos los robots para uno,

en eso se convierten los chicos que obedecen la llamada,

perdiendo en su victoria y agotando el éxtasis juvenil.

Todos los ejércitos matan la libertad.

Descubro al cerrar mi cuaderno que tengo los ojos anegados en lágrimas. Descubro que estoy llorando al próximo soldado muerto, donde sea, en cualquier parte. El dolor me envuelve y la ira me invade ante la absoluta estupidez de la raza humana. Cómo nos engañamos con la creencia de que matar una vida puede justificarse de alguna forma. Que no se me malinterprete: si alguien intentase matarme, sé que sería capaz de matar para defenderme. Pero yo me pregunto: ¿cuántos asesinatos están justificados en realidad? ¿Es un absurdo idealista y emocional? Puede que sí, puede que no.