John Tenis

¿Por qué el dolor del aislamiento le impide a un chico sentir el frío? Puede que sea sencillamente porque el frío de su interior es más frío que el del exterior. Mientras el resto del mundo se estremece para entrar en calor, el chico del Dilly piensa y sueña para entrar en calor. Piensa en los amores perdidos, sueña con la hoguera del amor imaginado. Siente cómo su calor envuelve sus sueños con absoluta protección. Sueña con lo que podría ser, pero por estar pensando en su sueño, sabe que todo es ficticio y, como el resto del mundo, acaba estremeciéndose él también con la verdad. ¡Maldita verdad! La verdad es que prefiero mil veces estar aquí solo, pasando frío, en una ciudad extraña, haciendo la calle, que volver a Liverpool con mi padre.

Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda y mil veces mierda! Estas oraciones fustigan mi yo interior con tanta regularidad que me dan ganas de gritar a pleno pulmón para que cesen de una vez. Pero nunca lo hacen. Siempre saben cuándo atacar, esperan hasta que he bajado la guardia, cuando estoy un poco deprimido y entonces me asaltan, irrumpen a través de mis defensas y cantan su himno de victoria en mi consciencia. A los quince años, los mensajes católicos están grabados con hierro candente en el interior de mis huesos, viven allí, a sabiendas de que se hallan a salvo de cualquier amenaza y mientras permanecen allí, yo no puedo ser libre. Dominan mi identidad espiritual y soy su prisionero, encerrado lejos de mi propio ser, incapaz de decidir quién soy. Las poderosas palabras de mi madre se repiten como un eco en mi cabeza: «¡Un católico lo es para siempre!», pero se equivoca, tiene que estar equivocada. Si tiene razón, entonces estoy atrapado para siempre, atrapado en una especie de muerte en vida, impuesta. Es como si una fuerza empujara a mi verdadero yo a un lado, descastado, y este otro yo viniese a ocupar su lugar. Se supone que esa fuerza es buena porque se supone que es Dios o algo así, pero yo no lo siento así, de modo que no puede ser buena, ¿no? Es decir, si es buena… ¿por qué me siento tan mal? Supongo que es porque mi verdadero yo no tiene sitio para crecer en mi interior, supongo que sabéis qué quiero decir. Lo que quiero decir es que si es otra persona quien decide quiénes somos, entonces nosotros morimos, así de sencillo. Estoy tan confundido porque no sé qué parte de mí soy yo, ¿me comprendéis? Sé que el Bufón lo entendería, pero no sé si volveré a verlo alguna vez. Los adultos no sirven de ayuda, parece que dejan de hacer preguntas en cuanto se hacen adultos. Se rinden, simplemente.

Las preguntas me atormentan. ¿Cómo es posible que algo malo salga de algo bueno? Los poemas que le envié a Alexander eran buenos, no me refiero a la poesía en sí, sino a la intención. Y a pesar de ello, mirad lo que sucedió, mirad qué resultado. No sé, mi mente se derrumba sólo de pensarlo.

Rebuscando entre mis bolsillos para encontrar un cigarrillo, mis manos se topan con la nota que me dio el Banquero. En ella hay escritos un nombre y un número de teléfono. Agradezco tener algo en qué ocupar mi mente y, olvidándome de que he quedado con el Bufón y Angel, decido en ese preciso instante telefonear. Cualquier sitio es un mejor sitio en donde estar. Se llama John y me dice que tome un taxi para llegar a la dirección que me da por teléfono; él pagará el taxi cuando llegue. ¡Perfecto!

Tiene unos cuarenta y cinco años, poco pelo, es agradable, culto y educado y está un poco nervioso, lleva gafas y fuma sin parar. Le tiembla la mano y sus tics corporales me recuerdan los movimientos de un niño a quien acaban de pillar haciendo algo malo. Tiene un piso enorme, amueblado con gusto y con calefacción central. Después de enseñarme el piso me conduce a la gigantesca cocina. Prepara el almuerzo y no hace ninguna alusión al sexo, sino que me cuenta que su pasión en la vida es el tenis, que estudió en la escuela privada y que trabaja en el Departamento de Juventud. Su buena disposición para hablar tan libremente me hace sentirme cómodo y lo escucho mientras este hombre extraño y sensible se destapa, haciéndose cada vez más vulnerable. Sé que es un cliente, sabe que yo sé que le gustan los chicos jóvenes, y sin embargo, sigue sin mencionar ni una sola palabra sobre sexo. Me imagino que es de los habladores, ya he estado con tipos así antes. Sólo hablan y pagan bien. Me cuenta absolutamente todo sobre su vida, me habla de su familia, de su pasión por el tenis, de su trabajo y hasta de su atracción por los chicos, pero no me hace una sola pregunta acerca de mí. Sigue hablando sin cesar, preparando la comida y bebiendo vino, como si nos conociéramos de toda la vida. Yo escucho y observo. Él mantiene las distancias sin invadir mi espacio.

El almuerzo se compone de cinco primeros platos, cada uno acompañado de un vino distinto. Él habla, yo escucho. Ambos estamos satisfechos con este acuerdo. A medida que el vino hace su efecto, empiezo a hacerle preguntas sobre el tenis, que responde muy complacido. Es un anfitrión perfecto, pues presta toda su atención a cada una de mis necesidades. Disfruto de su conversación, de su voz, de la música clásica que suena de fondo. Todas las señales no verbales indican seguridad, relajación, protección, infinitud del tiempo, confort, bienestar y placer. No permito que mi mente empiece a vagabundear entre las recónditas horas del pasado, sino que, con la ayuda del vino, celebro el presente y dejo que mi mente se adentre en el futuro. Me imagino una vida como ésta, una acogedora casa propia. ¿Acaso es mucho pedir?

Enseguida descubro que lo que a John le gusta es estar cerca de un chico, observarle, estar a su alrededor. Seré yo quien tenga que tomar la iniciativa con respecto al sexo, si es que va a haber sexo, de modo que cuando me dice que puedo quedarme todo el tiempo que quiera y que tendré mi propia habitación, acepto. Me gusta, no es un pesado y eso me hace querer complacerle. A última hora de la tarde, después de una ducha, me envuelvo en una toalla y empiezo a pasearme por el apartamento, secándome el pelo. Veo que se siente complacido. Son sus ojos los que me tocan, y no sus manos. Me gusta exhibir mi cuerpo de chico ante su mirada de admiración, complacida, y dejo caer la toalla desde mi cintura hasta los pies. Me quedo de pie ante él, desnudo, le ofrezco la toalla y le pregunto si quiere secarme el pelo y la espalda. Acepta gustoso y empieza a secarme con suavidad, como el hombre tierno que es. Intuye mis necesidades y me dice que soy guapo. Cuando lo hace, nuestras necesidades se funden la una en la otra, como la mantequilla en una tostada de pan caliente. No hay sexo, tan sólo dos personas vulnerables imbuyéndose mutuamente de la fuerza de la otra. Le doy las gracias y me voy a la cama. Al cabo de cinco minutos me trae un vaso de leche caliente y sale de la habitación diciéndome que «duerma calentito». Así lo hago.

Por la mañana, me despierto y encuentro una nota, las llaves del piso y algo de «calderilla». ¿Habría obtenido el mismo placer mirándome mientras dormía que el que yo había obtenido mirando a Angel? Esperaba que sí. En la nota me explicaba que se había ido a su oficina y que regresaría hacia las siete de la tarde. Llamo a Alexander y descubro que se ha mudado de casa.

Un poco más tarde, en la calle Oxford, la «calderilla» me da para comprar un par de vaqueros, una camisa, un par de pantaloncitos blancos para jugar a tenis, una camiseta de tenis blanca, calcetines blancos y unas zapatillas de deporte que, me imagino, me pondré para estar en el piso de John. Con «calderilla» más que suficiente, me dirijo al bar Two Ts con la intención de pasarme más tarde por el Dilly para compartir mi buena fortuna con el Bufón y Angel. Después de dos hamburguesas y dos cafés exprés, saco mi cuaderno y me pongo a escribir.

John Tenis

Un todo provisional con alma de Peter Pan,

enriquecido por el chico, por el gitanillo,

alimentado por el naturalismo y

entrenado sin escuela en el absurdo,

me invita a compartir mi pelo rubio y húmedo,

luego, brillante, el premio, sus delicados ojos,

cuando al unirse a mis necesidades acepta sin palabras

nuestra necesidad

el uno del otro, no como el amante, sino que

crea una calma idílica con los brazos abiertos, con gentileza,

un espacio sin objetivo, en el que fluyo, en el que fluyo

Al pasar las páginas de mi cuaderno, leo los poemas inspirados en Alexander y no consigo encontrar la pornografía que su padre vio en ellos. ¿Pudiera ser que fuese ciego ante mi propia negatividad? ¿O acaso el padre de Alexander, sencillamente, tiene miedo de su propia imaginación?

Al hojear el cuaderno, veo el nombre de Joseph y su dirección en el Ejército y decido escribirle unas líneas. Mientras, recuerdo aquellos leves codazos, el pastel de carne que compartió conmigo, sus cigarrillos, su dinero, su cálida preocupación por mi seguridad en Londres y los chistes verdes. Utilizando la dirección del piso de John, le digo a Joseph que he encontrado un sitio donde vivir y que Londres no es nada del otro mundo, no supone ningún problema para mí. De camino al Dilly, entro en una oficina de correos para enviar la carta, sin atreverme a esperar respuesta.

Una vez en la Chacinería, empiezo a pensar en Actor y en su necesidad de «deshacerse» de ciertas cosas que hay en el apartamento, sólo por si a la policía se le ocurre, «de hecho», hacerles una visita. Debería haber fisgado en el interior de aquellas maletas cuando tuve ocasión. Sin embargo, lo más probable es que contuvieran revistas porno y cosas así, ¿no? El miedo se apodera de mí al instante. Si es cierto que contienen revistas porno, es posible que los hermanos Dalton me anden buscando en ese mismo momento. No hay tiempo para ir vagando por ahí, de modo que me dirijo al metro y regreso al piso de John.

Como hago siempre que me hallo bajo cualquier tipo de presión o cuando me siento sucio por dentro, me quito la ropa y me doy una ducha. El agua que lame mis heridas y me besa la piel me recuerda los plácidos días de mi niñez, cuando mi madre me bañaba. A medida que el agua empieza a arropar mi cuerpo con su calor, empiezo a tararear y luego a cantar mi propia versión de una tonada popular:

Ahora los chicos son complacientes y los hombres son ardientes,

y el sexo es un placer cuando lo pruebas por primera vez.

Pero conforme se hace más viejo, el sexo se vuelve gélido,

y se desvanece como el rocío de la mañana.

Ojalá, ojalá, vano deseo,

ojalá fuese puro de nuevo.

Pero puro otra vez ya no puedo ser,

hasta que los naranjos, manzanas den.

Vender mi cuerpo es fácil, vender mi cuerpo me libera,

y el dinero es poder, cuanto más gano,

pero conforme me hago más rico, mi salud es más precaria,

y me arriesgo a irme a la tumba al más mínimo descuido.

Ojalá, ojalá, vano deseo,

ojalá fuese puro de nuevo.

Pero puro otra vez ya no puedo ser,

hasta que los naranjos, manzanas den.

Cuando John llamó para decir que volvería tarde, ya me había calzado las zapatillas de deporte. Me dijo dónde encontraría algún dinero suelto para que saliera y me divirtiera un poco. No puedo explicarlo exactamente, pero sentí una ligera decepción por no poder enseñarle a John mi atuendo. Sin embargo, podría verme al día siguiente. Dejé las zapatillas de deporte encima de la cama, me enfundé los vaqueros y la camisa nuevos, me rocié con el mejor after shave de John, comprobé que había cerrado bien la puerta del apartamento y me encaminé al West End para ver una película. No quise llevarme más dinero de la casa, me había sobrado suficiente «calderilla» para pasar el resto de la tarde. Además, en el fondo me sentía un hombre rico.

Pese a todo, en cuanto mis pies pisaron las aceras del West End, el miedo volvió a apoderarse de mí. La historia que me había contado Angel acerca del chico al que los hermanos Dalton habían mutilado hizo que un nuevo escalofrío me recorriera la espalda. ¿Habría ido a la policía el padre de Alexander? Seguramente. En ese caso, ¿qué les habría ocurrido al Bufón y a Angel? Si los habían detenido, sin duda volverían a encerrarlos en el reformatorio o, lo que era aún peor, los separarían y los meterían en correccionales distintos. Y todo sería por mi culpa. Tenía que averiguarlo. Al diablo con la película, tenía que comprobarlo por mí mismo.

Me puse a buscarlos por todo el West End y les pregunté a otros chicos de la calle si conocían al Bufón o a Angel. ¡Nada! Estuve esperando por la Chacinería un par de horas o así, pero seguía sin haber ni rastro de ellos. Sólo podía hacer una cosa: ir al apartamento de Earl’s Court. El Actor me abrió la puerta.

—Vaya, jamás habría imaginado que tuvieras la desfachatez de presentarte aquí otra vez…

—Escucha, Actor, lo siento, de verdad. No quería venir, pero necesito saber…

—¿Lo que ha pasado?

—Sí.

—Pues nada, de hecho —dijo, cruzándose de brazos.

—¿Qué quieres decir? ¿Dónde están el Bufón y Angel?

—¡Se han ido!

—Actor, por favor…

—De hecho, recogieron sus cosas y se fueron, con el Motorista. Se han ido a una casa de okupas de Islington. No me preguntes dónde; de hecho, no lo sé. Pero te diré una cosa, vosotros los chaperos dais muchos más problemas de los necesarios y teniendo en cuenta que te abrí las puertas de mi casa de par en par…

—¿Has dicho Islington?

—Ya te lo he dicho, no sé dónde. También se llevaron mi tetera, mis sartenes y mis mantas, esos malditos ladrones… ¡Sí, Islington! Y cuando los veas, diles de mi parte que no se molesten en volver.

—¿Y la policía? ¿Al final, vino, de hecho? —pregunté, empleando su expresión favorita en un intento de suavizar las cosas.

—Pues no, aunque no gracias a ti, de hecho —repuso, utilizando el último «de hecho» para cortarme.

—¿Te… deshiciste de aquello? —pregunté con preocupación sincera.

—De hecho, eso es asunto mío y no tuyo.

—Ya te dije que lo sentía y así es, de verdad.

—Bueno, pues entonces dejemos las cosas como están.

—No quiero meterme en líos, Actor. Voy a ser sincero contigo, tengo miedo de que alguien quiera vengarse de mí por todo esto…

—Poeta, te estás ahogando en un vaso de agua. De hecho, no tienes por qué tener miedo. Ya te he dicho que vamos a dejar las cosas como están.

—¿Me estás diciendo que no me busca nadie?

—No, que yo sepa, aparte de tu papá y tu mamá. Como ya te he dicho, Poeta, no ha pasado nada, no ha venido la poli, ni nadie preguntando por ti para rajarte, nada de nada. Ese hombre era un bocazas y sabe que si me trae a la policía, él también va a tener que dar unas cuantas explicaciones, ¿no te parece? Y un caballero como él no quiere tener nada que ver con la policía, de modo que considéralo una simple experiencia más y piensa un poco antes de hacer las cosas la próxima vez, ¿vale? Ah, y por cierto, dile a Angel que me debe una semana de alquiler y al Motorista que la tetera iba a ir a la basura de todas formas. Y Poeta… cuídate, ¿lo harás?

—Gracias, Actor. Eres un buen amigo. No lo olvidaré, gracias.

Sonrió y me guiñó un ojo al cerrar la puerta. A pesar de toda su ira anterior, plenamente justificada, por el lío que había armado, el Actor me acababa de salvar el pescuezo. Yo sabía —y él sabía que lo sabía— que, de haber querido, habría podido convertir mi vida en Londres en un infierno. Era un buen tipo.