La jodida fiesta del Aviador iba a ser el mejor baile de travestidos que hubiese visto Londres, y todos los inquilinos del apartamento habían sido reclutados para que así fuera. Habíamos invitado a todo el mundo: chaperos y putas, travestidos y transexuales, drag queens y lesbianas, jóvenes y viejos. Se suponía que todos debían disfrazarse para la fiesta, las chicas de chicos y los chicos de chicas. Por encima de cualquier otra cosa, tenía que ser algo absolutamente escandaloso. Yo estaba aterrorizado.
Por suerte para mí, el Motorista compartía mi terror.
—¡No pienso ponerme ningún jodido vestido, joder, ni aunque me lo pidiese el puto Dios en persona! —había asegurado.
Me hice eco de sus protestas y me uní a su diatriba masculina. Los otros, sin embargo, tras alcanzar la unanimidad en su deseo de disfrazarse, hicieron todo lo posible por convencernos a mí y al Motorista hasta la mismísima noche de la fiesta. Las últimas palabras del Motorista al respecto, poco antes de que diese comienzo el provocador acontecimiento y puede que un tanto previsiblemente fueron:
—¡He dicho que no pienso disfrazarme! ¡Joder!
Un par de horas y de cervezas más tarde, el Motorista y yo estábamos bastante guapos con nuestras improvisadas faldas de paja y nuestros torsos desnudos. Incluso bailamos juntos. Se armó una buena jarana. Se trataba simplemente de participar en el jolgorio mientras durara, de entrar en el torbellino de risas o de hacer caso omiso de ellas. Todos los asistentes —y vinieron muchísimos— trajeron bebidas. Algunos trajeron canutos, pero yo decliné sus invitaciones, más por miedo que por conciencia.
A pesar de que sabíamos que lo único que pretendía el Banquero era «ligar» con nosotros, el Motorista y yo le dejamos convencernos para que nos pusiera un poco de maquillaje del Aviador en la cara, el torso y las piernas, para darnos «un aire más nativo». ¡Qué cojones! Al fin y al cabo era una fiesta, ¿no? O, para usar las palabras del Motorista: «¡Joder! ¡Hazlo, tío!». Y vaya si lo hizo. Encerrados en el cuarto de baño, casi no podía contener su risa al vernos de pie ante él, despojados de nuestras faldas de paja y en calzoncillos. Primero untó al Motorista, por razones que se hicieron evidentes una vez que lo envió de nuevo a la fiesta. A solas con él en el cuarto de baño, el Banquero se arrodilló delante de mí restregando aquel potingue sobre mi piel.
—Sería más fácil si te quitases los calzoncillos, ¿sabes? —me sugirió con la mirada fija en ellos.
—Por favor, Banquero… ya sé por dónde vas —repuse riéndome en tono festivo.
—Lo digo porque puede que te manche los bordes… por aquí… y por aquí… —dijo mientras rozaba mi piel justo por debajo de las costuras—. Escucha, es que… eres un chico muy guapo… Tienes una piel deliciosamente suave… Te pagaré… Ten… —añadió e hizo el patético amago de sacar el dinero—. Me da lástima mancharte esos calzoncillos blancos, ¿sabes? Deja que te ayude a quitártelos…
Recordé lo que me había dicho Angel acerca de que el Banquero era cliente suyo a veces, de modo que acepté el dinero y dejé que me los bajara hasta los tobillos. Me tomó en su boca y tuve grandes dificultades para conseguir una erección mientras miraba a aquel chico travestido chupándome la polla flácida. Sin embargo, la flacidez parecía complacerle, le daba algo en lo que concentrarse, supongo. Demostró ser todo un experto en la técnica y muy pronto, para mi sorpresa, se me puso dura. Me corrí sin demasiados problemas pero sin ningún interés real tampoco. Después me suplicó que no mencionase nada de lo que había pasado a los demás y me dijo que me pagaría más la próxima vez y que me presentaría a gente con «dinero de verdad» y con ganas de gastárselo en un chico joven y guapo como yo.
Volví a la fiesta, me encontré con Angel y le conté que el Banquero acababa de pagarme por hacerme una mamada.
—Eso esta muy bien, Poeta. ¿Y sin salir de casa, eh? ¿Qué te parece? —Se echó a reír—. Seguro que luego se arrepintió muchísimo. Siempre se arrepiente. Les pasa a todos los de su calaña. ¿Dónde has guardado el dinero?
—¿Tú qué crees? —dije mientras me metía la mano por debajo de la falda y daba un chasquido con la goma elástica de mis calzoncillos.
—¡Ahí estarán muy calentitos! ¿Le concedes este baile a una dama? —me preguntó al tiempo que me tomaba de las manos y se ponía a bailar.
—¡Pareces un fantoche! —exclamé a voz en grito para que me oyera a pesar de la música—. ¿De dónde has sacado ese vestido? ¿De un mercadillo?
—¡Mira quién habla! Aún no te has mirado a un espejo, ¿verdad que no? Además, si es así como piensas hablarle a una dama, no le vas a dar otra opción que darte un bofetón en esa bocaza que tienes. Y ahora… ¡mueve el culo y empieza a bailar!
Bailé alegremente durante toda la noche y me quedé dormido mientras la fiesta seguía a mi alrededor.
Me desperté a mediodía del día siguiente y encontré al Motorista, su novia, Angel y una oronda lesbiana amiga del Bufón durmiendo en mi cama. La habitación estaba abarrotada de cuerpos que no paraban de roncar y que olían a ese aroma característico post-fiesta: cerveza y vino rancios envueltos en olor a cenicero. Todas las personas que ocupaban mi cama y las mismas sábanas estaban embadurnadas de maquillaje, más aún del que cubría mi cuerpo. Me encontraba estupendamente y me permití el lujo de volver a ese plácido estado de duermevela.
Alguien estaba llamando a la puerta del piso y dando voces.
—¡Abrid esta maldita puerta de una vez! —La puerta se abrió y un coro de voces se desparramaron por el apartamento.
—¡Preguntan por alguien llamado Richie! ¿Hay alguien aquí que se llame Richie? Es Alexander no sé cuántos que pregunta por un tal Richie.
Sorteé los cuerpos desperdigados por el suelo, me dirigí a toda prisa hacia el recibidor, que también se había convertido en dormitorio, y pasé por encima de las figuras durmientes de al menos diez Miss Mundo hasta toparme cara a cara con un hombre alto y bien vestido. Su cara me resultaba familiar, pero…
—¿Tú eres Richie McMullen?
—¿Quién quiere saberlo? ¿Quién es usted? —repuse, confuso y aún medio dormido.
Extrajo una hoja de papel del bolsillo y la agitó en el aire para enseñármela.
—¿Has escrito tú… esta… esta… porquería?
—¿De qué diablos me está hablando? ¿Qué porquería?
Me puso la hoja delante de la cara, la agarré y tardé una fracción de segundo en descubrir que se trataba del poema que le había enviado a Alexander.
—¿De dónde ha sacado esto? ¿Quién es usted? —pregunté, a pesar de que ya conocía la respuesta.
—No sé cómo lo has conocido, pero tú… ya veo qué clase de… persona eres… —dijo mofándose y contemplando las figuras ahora completamente despiertas—. Eres menor de edad para… todo esto… Tú le enviaste esta mierda a mi hijo. Me parece que la policía tendrá mucho que decir acerca de lo que está pasando en este piso. ¿Cuántos años tienes? ¡Tú y los de tu calaña deberíais estar entre rejas!
Inmediatamente después de aquellas palabras, se armó la de Dios es Cristo: la gente empezó a correr de acá para allá, recogiendo sus pertenencias, quitándose la ropa e imprecándome para que me deshiciese de él.
—Usted… usted no lo entiende —imploré.
—Tienes toda la razón, no lo entiendo. Pero ¡mírate! ¿Has…? ¿Has tocado a mi hijo?
—¡Por supuesto que no! Mi poema, mi… mellizo sin mácula… Si lo ha leído usted… habrá visto que…
—¿Poema dices? ¡Pornografía!
—Por favor… Lo siento, no estaba dirigido a usted…
—¡Pues claro que no! Es muy frecuente… en las familias decentes… que un hijo lleve el mismo nombre que su padre. Si vuelvo a verte alguna vez McMullen, o si intentas ponerte en contacto con mi hijo, te daré una paliza que no olvidarás en la vida.
—¡Pues tendrá que vérselas conmigo primero, amigo! —intervino el Motorista, frío como el hielo.
—Motorista por favor, no te metas en esto —dije al tiempo que me volvía para suplicarle a mi amigo que se calmase. Vi a Angel y al Bufón flanqueándole.
—Uno para todos, y todos para uno, Poeta. Más vale que te largues cagando leches de aquí, amigo… —lo amenazó con una malévola sonrisa al tiempo que sacaba un cuchillo—. Vete antes de que te raje y me mee en tus jodidas tripas.
La escena era ridicula: ahí estaba el Motorista ataviado con una falda de paja y flanqueado por dos chicos disfrazados de mujer, defendiéndome. Me entraron ganas de echarme a reír a carcajadas… ¿o lo que quería era llorar?
—¡Todavía no se ha dicho la última palabra! ¡Maricones pervertidos de mierda! —Salió a toda prisa y el Motorista cerró la puerta de una patada tras él.
—¡No le hagas caso, Poeta! ¡Es la última vez que ves a ese hijo de puta! —exclamó el Motorista tratando de consolarme mientras Angel secaba mis lágrimas, que no trataba de ocultar.
—Venga, Poeta… —dijo Angel—, los chicos de alquiler no lloran.
—¿Quién coño era ése? —preguntó el Bufón, arrancándome la hoja de papel de la mano—. Vaya, mierda. Lo siento, Poeta.
—De hecho, yo también lo siento… De hecho… —intervino el Actor—. ¿Cómo ha conseguido esta dirección? ¡Y sabía tu verdadero nombre, por el amor de Dios! Lo siento mucho, Poeta, pero esto es intolerable. De hecho, lo último que necesitamos es una visita de la bofia, ¿me comprendes? Lo que trato de decir es que no es justo para los demás, ¿verdad que no? Y, de hecho, eso significa que vamos a tener que… deshacernos… de ciertas cosas, cuanto antes. Me consta que algunos van a tener que deshacerse de… unas cuantas cosas. ¿Aviador? Hay personas… a ciertas personas… no les va a hacer mucha gracia todo esto, de hecho. ¿Me comprendéis?
Mi mundo se estaba derrumbando a mi alrededor. Sentí deseos de gritarle al Actor que se callara, pero sabía que tenía razón. No tenía ningún derecho a poner en peligro a otras personas. Lo que había hecho había sido irreflexivo y desconsiderado. Le dije al Actor que tenía razón y que lo sentía muchísimo, y que me marcharía del piso en cuanto me lavase y me vistiese. Todo el mundo le suplicó que me dejara quedarme, pero sólo era una muestra simbólica de afecto, porque todos sabían que tenía razón.
Cuando estaba a punto de marcharme, el Banquero deslizó algo de dinero en mi mano junto con una nota y me dijo que me cuidase. Le di las gracias y quedé con Angel y el Bufón en vernos más tarde, en el Dilly.
Al cabo de una hora estaba en la Chacinería, de pie en una esquina de la calle Glasshouse, solo, helándome de frío y desesperado porque había perdido a Alexander. Quería morirme. ¿Y ahora qué? ¿Qué haría a partir de entonces? Ahora tenía que valerme por mí mismo y sobrevivir en Londres. Eso era lo que debía hacer.