Comprobé una vez más que llevaba suficientes monedas para hacer mi llamada. Luego volví a comprobarlo, para estar del todo seguro. ¿Por qué lo estaba retrasando? Las preguntas se agolpaban en mi mente: ¿Esperaría mi llamada? ¿Cómo íbamos a consolidar nuestra amistad? ¿Estaría en casa? Sin necesidad de abrir de nuevo mi libreta para recordarlo, marqué su número y esperé. Al cabo de apenas unos segundos, una voz respondió al teléfono.
—¿Diga?
¡Era él!
—Hola, ¿Alexander?
—Sí, ¿eres tú, Scouse?
—Vaya, lo has adivinado enseguida.
—Llevo esperando junto al teléfono todo el día, por miedo a que lo contestara mi padre. Creía que no ibas a llamar nunca. ¿Dónde estás?
—En Picadilly Circus. ¿Cómo estás?
—Ahora mucho mejor, después de haber oído tu voz. ¿Qué estás haciendo ahí? Bueno, no importa. ¿Puedes venir? Vivimos en Hampstead, ¿lo conoces?
—¿Cuándo?
—Mis padres dan una fiesta esta noche. ¿Qué tal si nos vemos mañana por la mañana? Podríamos dar un paseo por Heath.
—Muy bien, ¿a qué hora?
—A las diez en el Castillo de Jack Straw.
—¿Qué?
—Es un pub, ¿sabrás encontrarlo?
—Sí, claro.
—Tengo que colgar, pero debo decírtelo.
—¿Qué? No cuelgues todavía, por favor.
—En esta casa, las paredes oyen, tengo que colgar. Anoche soñé contigo.
—Nos veremos mañana a las diez.
Al otro lado del hilo, ahora sólo se oía el tono de marcado, pero permanecí aferrado al auricular, mirando sus ojos de color avellana, muriéndome de ganas de introducir mi cuerpo en el micrófono y salir por el otro lado para echarme en sus brazos. Cuando la realidad consciente empezó a apoderarse de mí de nuevo, me di cuenta de que debía de estar haciendo el ridículo, ahí pasmado mirando el teléfono que sostenía en la mano. Eché un vistazo a mi alrededor para ver si alguien me estaba mirando y colgué el receptor. A las diez en punto en el Castillo de Jack Straw de Hampstead, sí.
Cuando avanzaba de mala gana hacia la boca del metro de la línea uno, vi a Angel acompañado de dos hombres muy bien vestidos, con sendas maletas en la mano. Me detuve a observarlos y encendí un cigarrillo. Angel estaba señalando las maletas con el dedo y parecía estar diciéndoles que pesaban mucho. ¿Querían que se las llevase? Seguro que no, pues los hombres eran igual de enormes que las maletas y parecían arreglárselas perfectamente sin él. Sin saber si dejar que Angel me viera o no, me aproximé despacio para entrar en su línea visual, aunque no en la de ellos. Cuando me vio, su cara se iluminó y me llamó. Cuando llegué hasta él, los hombres se fueron y dejaron las maletas.
—¡Qué alegría verte! —exclamó aliviado.
—¿Qué pasa? ¿Qué haces con esas maletas? —le pregunté, señalándolas con el dedo.
—Necesito que me hagas un favor, o las voy a pasar canutas.
—Dime, ¿qué pasa? Estás temblando.
—Tú también te echarías a temblar si supieses quiénes eran esos dos tipos. Escucha, no lo vas a entender, pero tengo que meter esas maletas en la línea de Circle pitando.
—No tienes que darme explicaciones si no quieres —le dije al tiempo que levantaba una de las maletas, que resultó ser tan pesada como Angel había indicado con sus aspavientos—. ¿Qué cojones hay aquí dentro, si es que lo sabes?
Mientras levantábamos, arrastrábamos, empujábamos y bajábamos las maletas por las escaleras mecánicas de la línea de Picadilly y hacíamos transbordo a la de South Kensington para ir a Circle, Angel me puso al corriente y me dijo que me daría un billete de diez libras por ayudarlo.
Me explicó que era algo que hacía esporádicamente para ganarse algún dinerillo y conseguir que aquellos dos hermanos lo dejasen en paz una temporada. Los hermanos, uno de ellos un homosexual con tendencias pederastas, tenían montado un negocio pornográfico en varios garitos del Soho y sus alrededores. Angel los había conocido cuando se había tirado al homosexual en sus primeras dos semanas en Londres. El tipo había sido cliente suyo. Al parecer, también andaban metidos en otros asuntos, siendo la protección personal uno de los más importantes.
—Verás, Poeta. No conviene llevarle la contraria a esa clase de gente, ¿me comprendes?
—¿Por? —me aventuré a preguntar.
—Había un chico, un chaval muy guapo, de Manchester o algo así. Bueno, pues era chapero y un día se fue con uno de ellos, con el que le van los jovencitos, y el chico le robó. Le quitó el reloj y la cartera, y lo cabreó de mala manera. Le cortaron las pelotas, por el amor de Dios. No se andan con chiquitas, ¿me entiendes?
—¿Y cómo lo sabes? ¿Cómo estás tan seguro de lo que estás diciendo?
—Todo el mundo lo sabe, todos los que trabajamos en el Dilly.
—Y entonces, ¿por qué te mezclas con ellos?
—Yo no me mezclo con ellos, joder. Sólo cargo con maletas de vez en cuando por la línea de Circle cuando me lo piden y todo el tiempo que me ordenan que lo haga. Ellos me pagan bien y yo no hago preguntas.
—¿Y no sabes lo que hay dentro?
—Me lo imagino. Tiene que ser algún rollo relacionado con el porno. Revistas y cosas así. Pesan demasiado para poder ser otra cosa, ¿no te parece? Tienen a la pasma metida en el bolsillo, así que siempre saben cuándo va a haber una redada o algo así. ¿Tienes idea de cuántas maletas como éstas circulan por esta línea ahora mismo? No pueden perder, ¿lo ves o no? Lo que quiero decir es que si me pilla la pasma, no hay muchas posibilidades de que cante, ¿no te parece? No si aspiro a levantarme en mi cama por las mañanas y no en una celda, ¿me sigues?
—¿Sabe el Bufón algo de esto? —pregunté, seriamente preocupado por la seguridad de Angel.
—Joder, pues claro que lo sabe, lo hacemos todos. Bueno, el Banquero no. Ése sí anda metido hasta el cuello con ellos: es quien le consigue los crios al pedófilo. Fue el Banquero quien me lo presentó.
—¿Al pedófilo? ¿Qué es eso?
—Pedófilo, pederasta… Alguien a quien le gustan los chavales jóvenes, ya sabes, como tú o como yo. Suelen preferir a los que están a punto de pasar por la pubertad o que acaban de salir de esa etapa, ¿lo entiendes?
—Sí, sé lo que significa «pubertad», lo busqué en el diccionario, cuando busqué la palabra «homosexual». Te refieres a cuando nos empieza a salir pelo, ¿verdad? Yo me afeité una vez —confesé, a sabiendas de que nadie me iba a censurar.
—¡Todo el mundo lo hace! Y nos cambia la voz, eso es la pubertad, ya lo sabes. Pero un pedófilo no tiene por qué ser homosexual. —Siguió hablando, consciente de que tenía ante sí a un alumno aplicado.
—¿Y cómo sabes todo eso? —le pregunté, impresionado por su elocuencia.
—Lo aprendí en el correccional, ¿dónde si no? Había un asistente social, se llamaba Alan. Me lo tiraba y me pagaba por mis servicios, ¿sabes? Me lo explicó todo sobre el sexo. Era un pederasta y tenía montones de libros con fotos. Bueno, como iba diciendo, al pedófilo le gustan los niños y las niñas, antes de que alcancen la pubertad.
—¿Niños y niñas?
—Sí.
—¿Los dos?
—Eso es.
—Pero ¿cómo pueden gustarle a alguien las dos cosas? —pregunté, perplejo.
—Eso es un pedófilo.
—Joder, qué extraño. Pero ¿un pederasta es un homosexual? —pregunté, todavía más confuso.
—Algunos sí y otros no, aunque no a todos los homosexuales les gustan los niños, claro está. Algunos prefieren los hombres de su edad e incluso más mayores. He oído que hay tíos de sesenta que se lo hacen con otros de su misma edad.
—¡De sesenta! —exclamé, horrorizado sólo de pensarlo.
—Sí señor. Y también están los bisexuales, los que les gustan los hombres y las mujeres.
—Pero ésos son los pedófilos, ¿no?
—No, a los pedófilos sólo les gustan los crios, los niños y las niñas, antes de que lleguen a la pubertad.
—A ver si lo entiendo, si a los pedófilos les gustan los niños y las niñas, entonces son bisexuales, ¿no?
—No exactamente, porque los bisexuales prefieren a los adultos, a hombres y mujeres que ya han pasado de la adolescencia.
—Y nuestros clientes… ¿qué son?
—Pederastas, sobre todo, como ya he dicho, y homosexuales solitarios a quienes no se les levanta con la gente de su edad. Luego están los homosexuales casados, que tienen hijos propios.
—¿Casados? ¿Homosexuales casados? —exclamé, ahora escandalizado de verdad—. Pero ¿cómo…? Es decir, ¿me estás diciendo que se acuestan con mujeres, pero que prefieren a los de su mismo sexo?
—¡Eso es, Poeta! Es fácil de entender en nuestros días, y la verdad es que siempre ha sido así. Cuando llegas a una determinada edad, tienes un buen trabajo pero aún no estás casado, la gente empieza a murmurar, ¿me comprendes?
—Pero eso debe ser terrible, acostarse con una mujer cuando prefieres a los de tu mismo sexo. Supongo que tienen que estar pensando en los hombres cuando lo hacen. A veces pienso en los chicos de mi edad cuando estoy con un hombre, ¿a ti no te pasa?
—Montones de veces. Al Bufón también.
—Bueno, y entonces… ¿qué somos nosotros? —pregunté, un poco asustado.
—Todos somos distintos, ¿no? En cuanto a mí, creo que soy cien por cien homosexual. ¿Y tú? —me tanteó.
—Eso creo. Bueno, sólo pienso en los de mi mismo sexo, cuando me masturbo y todo eso.
—Y no hay nada malo en ello, ¿no? El Bufón hace lo mismo. Hace años que lo conozco, somos íntimos amigos. Luego está el Motorista, que tiene una novia. La novia a veces se queda a dormir en el apartamento, ¿sabes? Y luego está el Banquero, que es un pederasta pero que también hace de chapero, para conseguir dinero para pagar a sus chicos. Ha sido cliente mío. En cuanto al Aviador… Ten cuidado con él, está metido en drogas, hace de todo: se viste con ropa de mujer… cualquier cosa. Pero la verdad es que prefiere a las mujeres.
—Ropa de mujer. Sí, ya sé lo que quieres decir.
—Claro, hay muchos clientes a quienes les gustan esas cosas —me explicó como el maestro que era.
—Y entonces… ¿el Aviador qué es? ¿Un bisexual?
—No exactamente. Más bien es un travestido —respondió, rebosante de erudición.
Vio escrita la pregunta en mi rostro, de modo que siguió hablando.
—A los travestidos les gusta vestirse de mujer, pero casi siempre prefieren hacérselo con una mujer, aunque la verdad es que a muchos les gustan más los hombres, aunque no son transexuales.
—¿Qué? —exclamé, casi a voz en grito—. ¡Te lo estás inventando!
—¡Es verdad, te lo juro! Los transexuales preferirían ser del sexo opuesto. —Exhibió una sonrisa triunfante.
—Voy a ser incapaz de recordar todo esto. ¿Me estás diciendo que hay gente, hombres y mujeres, que quieren ser del sexo opuesto?
—Y algunos hasta se operan y todo. Sí, hombre. Los tíos se la cortan y…
—¡Basta! —grité, y crucé las piernas—. Es como ese chico que mencionaste antes, al que le cortaron las pelotas. ¿Le pasó de verdad?
—De verdad de la buena. Pero cambiemos de tema, ¿vale? —dijo con tristeza, ya sin el menor atisbo de confianza.
Había estado bien hablar de algo distinto de lo que estábamos haciendo, dando vueltas y vueltas por la línea de Circle con dos amenazadoras maletas. El sexo siempre era un buen tema de conversación para los chicos como nosotros. Luego le pregunté dónde estaba Hampstead y si conocía un pub llamado el Castillo de Jack Straw. Me dijo que Hampstead estaba muy lejos, en algún lugar al norte de Londres, pero que nunca había oído el nombre del pub. La verdad es que era comprensible, pues los chicos de nuestra edad conocían los nombres de los cines de barrio y las cafeterías, pero no de los pubs. Angel, contento de poder hablar de otra cosa que no fuese el chico mutilado, me siguió diciendo que podía obtener un mapa del metro cuando nos bajásemos en la estación de St. James’s Park, un poco más tarde.
Un poco más tarde resultó ser mucho más tarde. Pese a lo mucho que me gustaba Angel, y me gustaba de verdad, empezaba a aburrirme, y se me empezaba a notar. Se esforzaba por distraerme contándome chistes y anécdotas del correccional, y yo hice el esfuerzo de contarle mis propios chistes e historias de mi infancia en Liverpool. Al final, empezamos a contarnos historias bélicas, pues ambos habíamos nacido en plena guerra. Por lo menos, teníamos una especie de vínculo, algo que nos unía a los dos. Ambos éramos «niños de la guerra» de 1943 y tal como descubrí, a los dos nos chiflaba todo lo americano, especialmente los cómics americanos. ¿Qué diablos estaban haciendo dos niños de la guerra dando vueltas y más vueltas por la línea de Circle?
A las nueve salimos a St. James’s Park y nos detuvimos junto a una parada de autobús, como si estuviéramos esperando uno. Al cabo de minutos, un coche se nos acercó, cargamos las maletas en el maletero y nos aproximamos a la ventanilla, donde vi al tipo que Angel había descrito como el pederasta. Le dio a mi amigo un periódico, nos guiñó un ojo a ambos, se despidió con un amigable gesto y se fue con el coche como alma que lleva el diablo. Escondidas en el interior del periódico había veinte libras, todas en billetes de una. Nos repartimos el dinero y, una vez liberados de la preocupación y de la carga, nos encaminamos hacia el Dilly como si fuéramos un par de chiquillos de vacaciones, cantando el «Move it» de Cliff Richard.
Vamos, cariño, vamos a moverlo, vamos a vibrar.
Menéalo cariño, menéalo cielo, por favor no lo pierdas.
El ritmo que se te mete en el alma y en el corazón,
déjame decirte, cariño, se llama rock’n’ roll.
Dicen que va a morir, pero cariño, por favor, afrontémoslo,
es que no saben qué lo va a sustituir…
Angel sabía prácticamente todo lo que hay que saber sobre el sexo. ¡Joder, si hasta sabía deletrear las palabras! Sin embargo, su dualidad me confundía: era dos personas a la vez. En el mismo corazón de su persona había un niño trágico y atrapado en algo sobre lo cual no ejercía ningún tipo de control. Lo sé porque, en ese sentido, éramos hermanos, igual que él y el Bufón se habían convertido en hermanos. Incluso cantaba cancioncillas infantiles y tonadas de patio de colegio; sin embargo y al igual que muchos de nosotros, era un maestro artesano maduro y experimentado, especializado en el arte de trabajar con sus experiencias, un mundo que podía controlar. Se trataba de un mundo que yo respetaba y con el que podía identificarme, en el que podía vivir, pues era simple y comprensible. No era un mundo de imaginación y fantasía ya que ése —sabréis—, era el mundo real, el mundo en el que vivían otras personas… el mundo en el que vivía Alexander.
El mundo de Angel, mi mundo interior, era un lugar donde —y no lo digo en broma—, donde éramos reyes, vaqueros o estrellas del rock ‘n’ roll. Mientras enfilábamos el camino hacia el Soho, éramos Cliff Richard, tan real como podía serlo en realidad, y Angel era más atractivo.
Cuando descubrí que Angel no había oído habla del bar Two’I’s, me volví loco de alegría, por fin había llegado mi oportunidad de ser yo el maestro para variar. Le expliqué que el rock ‘n’ roll británico le debía sus orígenes al Two’I’s y que Tommy Steele y Cliff Richard habían empezado cantando allí. Angel demostró ser mejor maestro que discípulo, pues cada vez que empezaba a sentir que algo escapaba a su campo de conocimientos, cada vez que sentía que su mundo artesanal estaba en peligro, volvía a cambiar de tema para hablar de sexo, de modo que para poder explicarle algo más sobre el rock ‘n’ roll, tuve que escuchar una retahila interminable de historias de transexuales o dejar que me describiera con pelos y señales las bondades del sexo oral. Se trataba de un intercambio justo, pues no había perdedores y nuestros respectivos mundos interiores permanecían intactos.
De hecho, si no hubiese sido por mi insistencia en ir al Two’I’s, puede que no hubiese descubierto nunca lo que significaba «untar la nata», y el hecho de no saberlo me habría puesto por lo menos un año por detrás de Angel en el panorama del mundo de la prostitución masculina, del mismo modo que Angel se hallaba un año por detrás de mí en sus escasos conocimientos de la historia del rock’n’ roll. «Untar la nata» es cuando el chapero introduce su polla erecta en un bote de nata fresca y lo ofrece para el deleite oral del cliente. Angel siguió explicándome, con gesto grave, que también podía utilizarse miel y mermelada, pero que la nata era lo mejor, con diferencia. Tuve que prometerle que se lo diría la primera vez que lo probase.
Para mi gran desilusión, Angel ya conocía el café exprés y se pidió un refresco de cola en su lugar. Nos sirvió el propietario del Two Ts en persona, Tom Littlewood. Nos dijo que el Soho era el centro del mundo, pero eso ya lo sabíamos. Tom se había marchado de Leeds y había llegado a Londres a principios de los cincuenta, y había ganado suficiente dinero trabajando de especialista en el cine para abrir el Two’I’s. Explicándonos aquello, captó toda nuestra atención. Empezamos a hacerle preguntas sobre cómo era la vida de un especialista y sobre todos los famosos que conocía. Le suplicamos que nos contase todos los trapos sucios, todos los cotilleos sobre la gente guapa que tan bien conocía y que no sabía nadie más. Al principio opuso una leve resistencia pero luego, después de prometerle que no se lo diríamos a nadie, cedió encantado y empezó a contarnos historias que estábamos deseosos de escuchar. Nos sentamos y nos lo tragamos todo, al igual que nos tragamos hasta el último sorbo de los interminables refrescos de cola y cafés exprés. Le pregunté cómo era Cliff Richard.
—Es majo. Tiene futuro en el mundo del espectáculo, pero no llegará tan lejos como Tommy Steele, porque imita demasiado a Elvis la Pelvis. Se pasará la vida haciendo versiones de los éxitos norteamericanos y la verdad es que eso no es un gran porvenir, ¿no os parece?
—Pues yo creo que es fantástico. ¡El mejor! ¡No va a haber otro igual en la música de este puñetero país! No hay más que ver lo que corre por ahí, me refiero a Lonnie Donnegan y esas tonterías que canta —protesté enérgicamente.
Angel repuso igual de enérgicamente que el skiffle enterraría al rock’n’ roll y no tuve más remedio que seguirle la corriente por miedo a que se pusiese a hablar del sexo oral.
En el camino de vuelta al piso en taxi (Angel me explicó que los chaperos toman un taxi siempre que pueden) le pedí que me hablase de las maletas.
—No hay nada que saber, Poeta ¿vale? Los hermanos Dalton nos las dan, nosotros cargamos con los trastos por ahí y nos pagan por llevarlas. Es un poco peligroso hacer demasiadas preguntas —me advirtió, indicándome que daba por zanjada la conversación.
A regañadientes, decidí no hablarle más del tema y lo animé a hablar de sexo. Aquella noche nos acostamos juntos y probamos a untar la nata, experimento que resultó un tanto engorroso porque, como no había nata, empleamos leche en su lugar. Cuando Angel se durmió, eché mano de mi cuaderno y me dirigí a la cocina para preparar mi bebida favorita: té. Desde la habitación del Motorista se oía el inevitable sonido de Radio Luxemburgo y la voz de Cliff Richard cantando su último tema: «High Class Baby». Abrí mi cuaderno y tomé unas cuantas notas que más adelante se convirtieron en un nuevo poema.
Círculos angélicos
En pleno fragor
aparece un chico con cuerpo de ninfa
que acoge un beso lácteo,
elocuente, existencialista…
¿Londres? Un juguete flácido,
intransigente y cabreado,
que forma una lona catalítica
bajo la cual conviven
unos chicos de alquiler
a quien nadie echa de menos.
Viviendo como en una rueda,
eminentemente circular
y surrealista.
Antes de volver a la cama junto a Angel, lavé mi ropa interior, mi camisa y mis calcetines y colgué una nota en la puerta de la cocina en la que le pedía al primero que se levantase que me llamase. Sin embargo, fue mi reloj interior quien me despertó hacia las siete y media, de modo que descolgué la nota yo mismo. Encendí el horno y dejé mi ropa en la puerta del mismo para que se secara mientras me daba un baño con agua tibia. Después, mientras buscaba una plancha, me puse a observar a mis compañeros dormidos. El Bufón estaba tumbado sobre su espalda, roncando ligeramente, mientras que Angel estaba hecho un ovillo en el centro de mi cama. ¿Cuántas veces no me habría despertado yo mismo en aquella posición? En el otro cuarto, la cama del Banquero estaba vacía, al igual que la del Aviador. El Motorista estaba acurrucado en una postura incómoda con el cuerpo retorcido, como si estuviera viviendo una horrible pesadilla. Había tirado de una patada las mantas a los pies de la cama, de tal manera que su piel blanca y desnuda quedaba al descubierto. Lo tapé y también le coloqué las mantas de la cama del Banquero por encima. Expresó su soñolienta gratitud dando un gemido y estuve tentado de inclinarme y darle un beso en la mejilla. Allí dormido, parecía el más vulnerable de todos cuantos compartían el apartamento. ¿Por qué nuestro verdadero yo sólo aflora en los sueños? Al parecer, el sueño es cuando nuestra cochambre presente y pasada se concilia de algún modo con nuestra gloria potencial.
A pesar de que la puerta del cuarto de Actor estaba cerrada, no tenía los candados echados, de modo que la abrí con cuidado y me asomé a su interior. La habitación estaba llena de cajas y recipientes de cartón bien ordenados a lo largo de las paredes. Aquello era un verdadero almacén. Actor estaba dormido en una enorme cama doble que había en el centro de la estancia. No vi ninguna plancha, pero me fijé en cuatro maletas exactamente iguales a las que Angel y yo habíamos estado arrastrando por la línea de Circle. Qué curioso, pensé. ¿Debía acercarme y ver lo que había dentro? Sentí la irresistible tentación de echar un vistazo; no podía ser muy difícil, ¿o sí? Puede que las maletas estuviesen cerradas a cal y canto y que despertase a Actor. Permanecí inmóvil unos minutos y traté de decidirme. ¿Qué relación podía haber entre Actor y los hermanos Dalton? ¿Y qué cojones tenía todo aquello que ver conmigo de todas formas? De pronto, el Actor se movió en la cama y decidió por mí. Salí de su habitación y cerré la puerta con el mismo cuidado con que la había abierto. Sin embargo, ahora sentía mucha más curiosidad que antes, pero también me daba apuro ser un fisgón. Al fin y al cabo, aquel tipo había dejado que me quedase en su piso, ¿no? Era asunto suyo, y no mío, pero… ¡Dios! ¡Qué gran curiosidad sentía!
Hampstead resultó no estar tan lejos como Angel había dicho. Llegué allí con más de una hora de antelación. Según las sencillas instrucciones del revisor, podía llegar al Castillo de Jack Straw en menos de quince minutos, por lo que disponía de bastante tiempo antes de reunirme con Alexander. Entré en una tienda de libros de segunda mano. Había un viejo con sombrero de ala ancha ordenando unas cajas de libros en el exterior de la tienda. En cada una de las cajas había una pequeña nota y me fijé en la que llevaba un cartel que decía: «Todo a seis peniques». Rebusqué con los dedos entre la pila polvorienta hasta dar con un libro que hablaba de los orígenes de los dichos populares y los refranes. Vi que mis dedos se demoraban entre sus páginas, diciéndole a mi cerebro que cogiese aquel libro. Obedecí la orden y lo hojeé. La voz de Angel empezó a sonar en mi cabeza, cantando una tonada infantil. ¿Cómo era aquello que siempre cantaba? Oh, sí. «Los niños y las niñas salen a jugar». Sí, eso era. Busqué la canción en el índice y allí estaba, en la página 185.
Los niños y las niñas salen a jugar,
la luna brilla con fuerza sobre el mar,
olvídate de la cena y del sueño,
y vente a jugar con tus compañeros;
trae tu aro, ven dando gritos,
ven alegre o si no, ven calladito,
trepa por la escalera y los recodos,
con medio penique habrá para todos.
Según todos los expertos, el contenido y el significado de aquel poema siempre había desconcertado a la gente. ¿Por qué —quería saber el autor del libro— salían los niños a jugar a la luz de la luna? Era una buena pregunta, y tanto yo como muchos otros chicos de alquiler teníamos una respuesta. Al parecer, en el siglo diecisiete se trataba a los niños como si fueran adultos en miniatura y por eso el autor se había aventurado a decir que tal vez los niños «jugaban» en el único rato libre que tenían. ¡Tal vez! ¡Pero parecía un auténtico disparate! ¿Y qué había cambiado entre el siglo diecisiete y el presente?, me pregunté. Todavía se trataba a los niños como si fuesen una propiedad privada, sólo que algunos clientes eran más honestos con su adquisición que muchos padres. ¡Nada había cambiado! Los niños son lo que los adultos quieren hacer de ellos, rara vez son ellos mismos. Me quedé inmóvil mirando el libro un buen rato y empecé a sentir cómo una ira irrefrenable se iba apoderando de mí. Me pareció que era el libro más escandaloso que había visto por el Soho. Lo arrojé a la pila y me marché de allí a todo correr, diciéndome que un día haría algo para ayudar a que se entendiera mejor a los chicos de alquiler, tanto ellos mismos como los demás. Me encaminé al Castillo de Jack Straw mientras aquel poema seguía zumbando en mi cabeza. ¡Maldita tonadilla! No conseguía librarme de ella.
Llegué al pub media hora antes de lo previsto, de modo que extraje mi cuaderno consciente de que para deshacerme de aquella musiquilla, debía hacerlo por escrito. Y así, escribí mi propia versión de «Los niños y las niñas salen a jugar».
Los jóvenes chaperos salen a cazar,
el Dilly brilla con fuerza sobre el bar,
olvídate de ti mismo y del cansancio,
ven y tráete tu pus blenorrágico;
trae tu cuerpo, ven tres veces,
por un chavo no te entregues,
bájate los pantalones, quítate la camisa,
¿será ésta la noche en que olvides la risa?
Como no podía ser de otro modo, había aprendido el término «pus blenorrágico» gracias a Angel. Es el flujo uretral purulento que acompaña a la gonorrea, pero para Angel también equivalía a la clase de cliente con el que uno no debía irse jamás. El señor Pus pertenecía a la clase obrera, no se lavaba nunca, bebía cerveza a espuertas, le olía el aliento y representaba todo aquello que un buen chapero quería evitar. De acuerdo con Angel, era el tipo de persona con más probabilidades de padecer una ETS y, por lo tanto, había que evitarlo a toda costa. Yo no sabía absolutamente nada acerca de las ETS y, sin embargo, sentía pavor auténtico hacia ellas. Tendría que pedirle que me explicase más cosas sobre ese tipo de enfermedades. De hecho, era tan ignorante al respecto que estaba convencido de que sólo podían transmitirlas las mujeres aunque, por fortuna, no se me había ocurrido comentarlo con Angel.
—Hola, ¿llevas mucho rato esperando?
Esa voz… ¡era Alexander! La furia que llevaba dentro y que me había provocado la lectura del poema cedió ante el hermoso sonido de su voz. Lo miré fijamente mientras mis emociones se agitaban nerviosas hacia delante y atrás, como una pelota de pimpón. ¡Habla! ¡Por el amor de Dios, di algo! Traté de guardar mi cuaderno con torpeza mientras me quedaba embelesado mirando sus brillantes ojos de avellana. Me estaba sonriendo y ofreciendo su mano, que tomé enseguida. La suavidad sedosa de su piel hizo que un escalofrío me recorriera la espina dorsal. Estaba hablándome de nuevo.
—Ésta es mi hermana, Verity. Verity, éste es Scouse. Y éste de aquí es Tramp —dijo, señalando un pequeño perro lanudo—. ¿Andamos un poco?
Le estreché la mano a Verity y farfullé algo acerca de lo encantado que estaba de conocerla y que sólo llevaba allí unos minutos. Mis ojos escudriñaron los de Alexander. ¿Por qué se había traído a su hermana? Lo del perro lo entendía, pero lo de su hermanita pequeña… Respondió a mis preguntas mudas encogiéndose de hombros. Obviamente, a él tampoco le hacía ninguna gracia.
Echamos a andar hacia Hampstead Heath y Alexander soltó a Tramp de la correa. A continuación, agarró un palo y lo tiró. Tramp fue a buscarlo y lo trajo para dejarlo a nuestros pies e invitarnos a seguir con aquel juego. Alexander lo complació unas cuantas veces y luego dejó que su hermana se ocupara del perro. Mientras la niña jugaba alegremente con el animal, igual de retozón que ella, Alexander y yo nos adelantamos unos metros y nos sentamos en la fría hierba.
—Mi madre insistió y tuve que traerla —dijo en voz baja mientras sus ojos seguían a la niña—. ¿Qué podía hacer?
—Me alegro de que hayas venido, con o sin tu hermana.
—¿De verdad? Pues yo estoy furioso. ¿Lo dices en serio? —preguntó al tiempo que sus ojos buceaban en los míos en busca de… ¿consuelo?
—De verdad. No te preocupes. Sean cuales sean las circunstancias, me alegro de verte, sencillamente.
—¿Qué estabas escribiendo? Estabas tan absorto… —preguntó aliviado.
—Nada, sólo era un poema —contesté, restándole importancia—. La verdad es que sólo eran notas. —¿Cómo iba a decirle que era una cancioncilla infantil?
—¿Me las enseñas? —me pidió al tiempo que consultaba su reloj.
—Ya te enviaré otra cosa, algo especial, ¿vale? ¿A qué hora tienes que estar en casa?
Con gran alivio por mi parte, la insinuación de que le enviaría algo pareció complacerle, pero ahora tendría que enfrentarme a la tarea de escribir algo «especial».
—A las once. Es una lástima. ¿Te doy mi dirección? ¿Escribes mucho?
—No tanto como me gustaría.
Le ofrecí una página en blanco de mi cuaderno y recé porque no me pidiera la mía. Mientras escribía su nombre y dirección en una meticulosa caligrafía de colegial, dijo como si estuviese hablando para sus adentros:
—«Algo especial». —Al punto, poniendo en orden sus pensamientos, sonrió y siguió hablando—: Nos conocimos en un expreso especial, ¿recuerdas?
—¿Te refieres al tren?
—Sí, el tren expreso. Un tren especial, nuestro tren. —Se echó a reír—. ¿Te gustan los trenes? A mí me apasionan. Bueno, las máquinas de vapor en realidad. Si mis padres hubiesen querido, habríamos tomado el siguiente tren, el Red Rose. Tiene catorce vagones. El nuestro, el Merseyside Express, sólo tenía trece, pero ahora nunca lo olvidaré. Me encantan los trenes de vapor como el Merseyside y el Shamrock, pero salen demasiado temprano para nosotros, a las 8:05 de la mañana, y llegan a las 12:15 a Londres. Estuvimos a punto de tomar el Great Western que va a Paddington. Estuvimos en un tris de no conocernos nunca, lo sabes, ¿verdad? Mi padre quería que tomásemos el nuevo prototipo eléctrico inglés, ¿sabes cuál es? El Deltic. Bueno es un diesel eléctrico y mi padre dice que es el tren del futuro. Al final conseguí disuadirlo. ¿Te lo imaginas, ir subido en un diesel maloliente?
Estaba arrobado por su entusiasmo por los trenes. Se animaba cada vez más a medida que iba hablando. Empecé a hacerle preguntas y él me respondió con la misma erudición con la que Angel hablaba de sexo. Me habló de las formas y los sonidos únicos de las locomotoras, de la maravilla y la esencia del viaje en tren y de la naturaleza individual y el ritmo de cada una de las locomotoras.
—Hay gente capaz de distinguir una locomotora de otra sólo por el ritmo y los movimientos —comentó con un entusiasmo no exento de envidia.
Verity se acercó para sumarse a la conversación pero volvió a alejarse inmediatamente.
—¡Otra vez los dichosos trenes! —exclamó al marcharse.
Alexander hizo caso omiso de ella salvo para realizar un comentario desdeñoso.
—¡Chicas!
Podría haberme pasado todo el día escuchándole, pero el solo hecho de pensar en el tiempo hizo que su disertación se detuviera en seco. Alexander miró su reloj y yo empecé a maldecir para mis adentros.
—Vaya, mira qué hora es ya. Será mejor que nos marchemos o habrá problemas. ¿Me enviarás algo especial?
—Puedes estar seguro.
Los dejé en el otro extremo del Heath y los vi alejarse hacia su dulce hogar. De mala gana, de mal humor, me encaminé hacia la estación del metro y hacia el Soho.
El mundo de Alexander, tan diametralmente opuesto al mío, era el mundo sobre el que había leído con avidez en los tebeos de mi infancia. Un hermoso mundo de niños bien alimentados y colegios privados, de amigos íntimos y familia seguras, de largas y gloriosas vacaciones veraniegas y camisas blancas y almidonadas. ¿Me sentía atraído por Alexander o por su mundo? Creo que ambas cosas. En realidad, no lo envidiaba por lo que él y su familia tenían, pero sí estaba furioso por las visibles diferencias que separaban nuestros dos mundos. ¿Tan malo era eso? ¿Por qué había semejante separación? ¿Por qué algunos de nosotros tenemos padres alcohólicos y otros no? ¿Por qué algunos chicos acaban en reformatorios y otros en internados privados? ¿Por qué diablos no estaba yo en alguna librería comprando libros sobre las cosas que importaban a la mayoría de los chicos, como las máquinas de vapor y los deportes? ¿Por qué tenía la sensación de que Alexander y yo no nos conveníamos el uno al otro?
¿Acaso era yo como la jarra de la que había hablado el Bufón, llena con la maldad de otros? Mi amigo tenía razón al decir que yo nunca me había sentado a pensar: «¡Me voy a hacer chapero!». Y por eso mismo es por lo que no seguir siendo lo que era no consistía sencillamente en decirme a mí mismo: «Creo que voy a dejar de ser chapero». ¿O es que sólo estoy inventándome excusas para ser fundamentalmente inmoral? Es decir, ¿mi voluntad moral se ha sumergido en la jarra del Mal y ha alimentado mi propio compost? ¿Puede una persona SER mala? ¿O acaso es el Mal algo externo que influye y corrompe el alma viva desde el exterior? ¿Tan frágil es el alma? Yo quería ser un niño feliz en una familia feliz, quería ir a una escuela feliz y hacer cosas felices. Quería tener tiempo para que me interesasen las máquinas de vapor. Quería ser un buen chico, de modo que… ¿por qué no lo era? ¿Por qué era tantas personas distintas a la vez? Era esto, o lo otro. ¿Soy yo mismo, o sólo un amante a quien pagan por horas? ¿Soy lo que algunos dicen que soy, o soy los intersticios que hay entre los mundos que utilizan para describirme? ¿Es así como es la gente? ¿Una mezcla de esperanzas y sueños, del Bien y el Mal, de aflicciones y búsquedas? ¿Por qué la tristeza domina siempre el pensamiento verdadero? Hay tantas preguntas, tantos porqués danzando incesantemente en mi corazón y en mi cabeza…
Al pasar de nuevo por la librería de segunda mano, me detuve para buscar el libro que había arrojado a la pila apenas unas horas antes. Cuando lo encontré, garabateé mi propia versión del poema justo encima de la versión impresa y volví a dejarlo en su sitio con cuidado. Una auténtica gamberrada, ¿verdad? No era la clase de cosas que hacía un buen chico.
Dos semanas después de haberme puesto a trabajar en el poema, encerrado en la biblioteca local y luego de haberme acostado con unos pocos clientes, desvelé mi nombre auténtico y la dirección del piso y le envié a Alexander el siguiente poema:
Algo especial
Algo especial,
nuestro navío, nuestro ser,
moviéndose, sensual,
derroche de erotismo;
y allí refleja,
la luz helenística,
abismos impenitentes,
aureola cegadora,
chiquillo harapiento y señor,
cetro y pichón,
espada protectora,
epopeya de amor.
Casandra espera
a su mellizo sin mácula, pero
Apolo propicia
la construcción de su prisión.
En el dorso escribí mi anterior composición, la que llevaba por título «Alexander» y que me había valido el sobrenombre de Poeta. ¿Lo entendería él? Pero sólo podía esperar y dejar que mi mente retozara con una fantasía interminable:
… su fascinación por los trenes, ¿quién la ama?, ¿quién la teme? Sus palabras de humo, enloquezco, me abrumo… Vanas esperanzas espoleadas por sus bridas, por las mías, cuerdas de clase y de familia. Padre y madre, ebrio o sobrio, el chico desnudo querría ser otro… ¿Por qué me torturo así?