Oda al bufón

Aspiré el glorioso anonimato vespertino de la hora punta en el bullicio de la estación de Euston y emití un silbido de absoluta felicidad colegial. Nunca había visto a tanta gente junta en el mismo sitio en toda mi vida. Si aquello era Londres, ya me encantaba, porque ni una sola persona se percató de mi presencia y así era justo como quería vivir mi vida a partir de entonces. Tan sólo tenía que fundirme con el lugar y convertirme en parte de él. ¿Por qué me había advertido Joseph que Londres iba a comerme vivo para escupirme después? ¡De eso ni hablar! Evidentemente, él no tenía ni idea de lo espabilado que era yo; para empezar, ya había llegado a Londres con más dinero en el bolsillo del que llevaba al subirme al tren. Además, tenía su dirección y, lo más importante, había conocido a Alexander. ¿Londres? La ciudad era pan comido para mí.

Compré un paquete de cigarrillos, una caja de cerillas, un bolígrafo y un cuaderno de tamaño de bolsillo en un quiosco. En el reverso del cuaderno escribí el nombre de Alexander y su número de teléfono, no porque pudiese olvidarlos, eso era imposible, sino porque quería ver cómo quedaba su nombre al escribirlo en letras. A continuación, debajo, copié el nombre y la dirección de Joseph porque con él sí que había muchas posibilidades de que olvidase ambos. ¿Por qué hay cosas que son más fáciles de recordar que otras? Volví a la primera página del cuaderno y escribí con mi mejor caligrafía:

Alexander

Alexander, creo

que te quiero;

pese a ser un extraño

en tu universo.

Dondequiera que estés, allí

estar yo querría, aunque sea

una dicotomía.

Tuyo siempre,

Richie.

Esa sola página contenía dos secretos muy especiales para mí: mi amor por un muchacho de pelo oscuro y mi amor por los sonidos y las formas de las palabras. A pesar de que no era la persona más extrovertida ni sociable del mundo, lo cierto es que tenía una facilidad interior para crear imágenes en mi mente. Aquel don era producto de la necesidad, era una forma de huir de la cruda realidad de mi padre y de su violencia alcohólica, de modo que me adentraba en un viaje interior hacia un mundo más bello. Un mundo de color y palabras de encantamiento. Un mundo donde podía emplear los vocablos a mi antojo. Tal como descubriría más adelante, otros consideraban dichas palabras poesía y, sin embargo, yo siempre había aborrecido la «poesía» y, por lo general, cuando hablaba con otra gente, casi siempre lo hacía con monosílabos. ¿Por qué lo hacía? Lo siento, ya estoy otra vez con mis porqués. No puedo evitarlo, de verdad. Tal vez vosotros sepáis sumar dos y dos mucho mejor de lo que yo sabía hacerlo entonces.

Cerré el cuaderno y lo guardé con cuidado en el bolsillo interior de mi abrigo, junto a mi corazón. Estaba demasiado entusiasmado para pensar con claridad pero sí sabía con certeza que no tenía ningunas ganas de subirme a otro tren tan pronto, aunque lo llamasen «metro» en vez de tren y aunque sólo tardase unos pocos minutos en llegar al West End. Necesitaba caminar, sentir el aire, penetrar en el espacio abierto de mi nueva libertad. Así pues, después de que una mujer un tanto cursi y enfundada en un abrigo de pieles me diese instrucciones para ir hasta el Soho, fui en busca de lo que éste tuviera que ofrecerme. Llamaría a Alexander al día siguiente.

El Soho era inconfundible. La vida al completo estaba allí reunida, una amalgama internacional de risas, color y comportamientos extraños. Sentí una adicción instantánea por aquel lugar. El tiempo y el orden carecían de significado: era el Cielo encarnado en anarquía adolescente. Luces parpadeantes y antros de strip-tease; restaurantes y tahúres; chicas provocativas y teatros; todos los idiomas y todas las fantasías; dinero y riqueza; cafeterías y máquinas de discos… ¡y más dinero todavía! ¡Estaba en el paraíso!

El frío, el hambre y el cansancio me llevaron a una cafetería que se llamaba Two’I’s en la calle Old Compton, donde tomé café exprés por primera vez y donde cometí mi primer error: pagar yo. El tiempo me enseñaría a no hacerlo demasiado a menudo. Mientras me bebía aquel extraño y agradable mejunje, recordé que unos meses atrás yo mismo había escrito: «Capta a los clientes, apréndete el truco: primero el dinero y luego su placer. Haz que el cliente te desee más aún». Sin embargo, me convencí de lo acertado de mis actos diciéndome que aquélla era mi primera noche y que además, estaba rodeado de montones de billetes que sólo estaban esperando a que alguien se los llevase. Una vez convencido, pedí una hamburguesa y otro café exprés y me senté para escuchar una canción, que acababa de aparecer apenas un par de meses antes, de la máquina de discos. Era el nuevo ídolo del rock and roll, Cliff Richard, con los Drifters cantando «Move it». Mientras escuchaba el disco, oí a los tipos de la mesa de al lado contándose unos a otros con entusiasmo que Cliff Richard había empezado su carrera musical cantando allí mismo, en aquella cafetería, igual que Tommy Steele. Verdaderamente, estaba en el paraíso. Cliff Richard era el primer «ídolo del pop» británico que me había atraído, y caí en la cuenta de que era más que probable que hubiese estado sentado tan cerca de la máquina de discos como yo lo estaba ahora, puede que hasta en el mismo asiento. El paraíso, sin duda. ¿Por qué creéis que hay tantos adultos incapaces de entender la adoración que siente un chico hacia su ídolo musical favorito?

A regañadientes, me marché del Two’I’s y seguí a mi nariz por calles que llegaría a conocer como la palma de mi mano, como la calle Old Compton, la calle Brewer, girando a la izquierda en la calle increíblemente estrecha y abarrotada de gente de Great Windmill y luego a la derecha hacia la avenida Shaftesbury. Y entonces, ante mí, apareció el objeto de mi viaje: Picadilly Circus.

Después de rodear la plaza al menos una docena de veces, captando su magia, me apoyé en las verjas de hierro, bajo los arcos del Barclays Bank, junto a la salida del metro de la línea uno, y encendí un cigarrillo. Sin saberlo, había ido a parar casi instintivamente, a un lugar conocido con el nombre de «la chacinería».

Era una elección natural. La arcada del edificio servía de cobijo del frío y la lluvia de noviembre, mientras que el aire cálido que se elevaba del tren subterráneo le daba a uno una marcada ventaja sobre los colegas del otro lado de la calle. ¿Por qué la «chacinería»? Porque los chicos merodeaban por las verjas esperando a los clientes como si fueran una mercancía de consumo en una carnicería mientras la postura del cuerpo y el contacto visual hacían las veces de carteles que anunciaban «en venta».

No había escasez de oferta aquella noche. Me quedé de pie entre un chico de rostro atractivo de unos dieciséis años y otro chico con chaqueta de motorista de quien supuse que debía rondar los dieciocho. Parecían conocerse. ¿Demasiada competencia? Al principio creí que sí, pero no bien hube encendido mi cigarrillo cuando los clientes empezaron a fijarse en mí: ya había colocado mi cartel. Los hombres iban de chico en chico, tanteando sus preferencias sexuales y el precio. Rechacé tres ofertas porque me parecieron demasiado degeneradas: uno quería que le pegase, otro quería que me vistiese de chica y el tercero pretendía que me bebiese mi propia orina. No es que estuviera escandalizado ni mucho menos —ya me habían hecho ofertas similares en mi ciudad—, es sólo que no era lo mío. El chico de la cara bonita se fue alegremente con el bebedor de orina y me guiñó un ojo al marcharse. Al cabo de unos minutos, el chico de la chaqueta de motorista se fue con el tipo que quería que le pegasen. Yo seguí esperando.

De repente, la Chacinería se vació de chicos y de clientes por igual. Estaba perplejo y, en este punto, cometí mi segundo error, uno que podría haber tenido unas consecuencias funestas: me quedé. Al ver el uniforme azul, logré atar cabos por fin y puse pies en polvorosa. Cuando la figura azul hubo desaparecido, la Chacinería reanudó su actividad normal. Supe que había tenido mucha suerte y la sola idea de que me llevasen de vuelta a Liverpool hizo que estuviese alerta ante la aparición de un policía para el resto de mis días. Regresé a mi sitio y esperé, pero debía de estar emitiendo las señales equivocadas, porque todos los clientes caminaban con cautela cuando pasaban por mi lado. Con el tiempo aprendí que un cliente huele a un chico nervioso y asustado a kilómetros de distancia. Las señales de agitación nerviosa que emiten los chicos son como reclamos de cárcel, rápidamente soslayables. ¿Por qué arriesgarse con un chico poco seguro de sí mismo cuando la Chacinería estaba llena de chicos dispuestos a todo?

Para cuando hube recobrado mi compostura, el chico de la cara bonita ya había regresado a la Chacinería y estaba sonriendo y charlando con los demás muchachos. Saltaba a la vista que se trataba de un chico muy popular y parecía mostrar cierto interés por mí, así que le sonreí. Reconoció la invitación de inmediato y se me acercó directamente, como si me conociese de toda la vida.

—Hola, ¿qué tal? Eres nuevo, ¿verdad? Nunca te había visto por aquí. ¿Cómo te va? Hace bastante fresco esta noche, ¿no te parece? ¿Sabes lo que dijo Baden-Powell cuando fundó los Boy Scouts? Pues dijo, y tengo que imitar a Churchill para poder decir esto: «He visto miles de chicos jóvenes famélicos, encorvados, unos especímenes de lo más lamentable, fumando un cigarrillo tras otro (…)». —Me eché a reír ante su genial interpretación. Luego añadió—: Tendría que haberse dado una vuelta por aquí, ¿no te parece? ¿Te lo imaginas? Todos llevaríamos unos gorritos graciosísimos y uniforme y pantaloncitos cortos, y los putos clientes se volverían locos de contentos. No eres muy hablador, ¿a que no? ¿Cómo te llamas? No se puede vivir sin echar unas risas, ¿no te parece? ¿Te gusta Skiffle? A mí Lonnie Donegan me parece fantástico. Vamos, di algo.

Todavía me estaba riendo. Le ofrecí un cigarrillo y nos pusimos a fumar.

—Me llamo Richie, ¿y tú? —le pregunté, ansioso por hacerme amigo de aquel chico tan simpático.

—Joder, salta a la vista que eres nuevo por aquí —me reprendió.

—¿Por qué lo dices?

—En boca cerrada no entran moscas, ¿me comprendes? Me llaman el Bufón.

—Ah, claro, yo soy Scouse.

—Luego nos vemos, Scouse. ¿Ves a ese tipo de allí? ¿El que lleva la gabardina colgada del brazo? Te ha echado el ojo. No hagas nada que yo no haría. Nos vemos luego, ¿vale?

—Vale —asentí.

El cliente era un tímido hombre de negocios estadounidense, se sentía solo y ardía en deseos de disfrutar de la compañía de un chico. Se hospedaba en el hotel Regent’s Palace justo al otro lado de la calle y apestaba a dinero.

—No he comido todavía. ¿Tienes hambre? —me preguntó, tanteándome.

—Los chicos en edad de crecer siempre tenemos hambre, debería saberlo.

Comimos unos platos exquisitos en el restaurante chino con vistas a la Chacinería. Evitó hábilmente hablar de sí mismo, salvo cuando me contó que estaba en viaje de negocios, y centró la conversación en torno a mi vida. Parecía ansioso por saberlo todo de mí. ¿Por qué sería? Le dije una mentira tras otra. Le expliqué que me llamaba Mark Crosbie, que conocía Londres muy bien, que vivía con unos amigos de mi familia en un piso cerca de allí, que iba a una escuela privada del sur de Irlanda y que me había gastado mi mensualidad demasiado alegremente. Me preguntó si tenía algún inconveniente en que él me ayudase haciéndome un pequeño obsequio. Me ruboricé, sintiéndome culpable porque el tipo se hubiese creído todas aquellas patrañas, pero él interpretó mi sonrojo como simple y pura vergüenza. Me pidió disculpas por haberme ofendido y me aseguró que no pretendía herirme. Le agradecí su generosa oferta y le dije que, teniendo en cuenta las circunstancias, la aceptaría, pero sólo si aceptaba tomarse un café conmigo en su hotel. Su rostro se iluminó, depositó el dinero para pagar la cuenta en un platillo y me tendió un billete de veinte libras por encima de la mesa. Lo doblé con cuidado para colocarlo a continuación entre las páginas de mi cuaderno, dentro del bolsillo de mi chaqueta. Nos entendimos el uno al otro perfectamente.

Una vez en la calle, cuando nos acercábamos a su hotel, sugirió entrar él primero para «pedir el café» y que yo le siguiese diez minutos más tarde. Luego podríamos tomárnoslo en la intimidad de su habitación. Dije que me parecía bien, puesto que tenía que ir a por cigarrillos de todas formas. Lo dejé en la esquina y no volví a verlo nunca más. Cuando lo vi entrar en el interior del hotel, volví al lado del Bufón.

—¡Eh, Scouse! ¿Cómo te ha ido? Era un yanqui, ¿no? Ya sabes lo que dice Henry Miller de los yanquis, ¿verdad? Dice: «El ideal norteamericano es la juventud: la juventud hermosa y vacía…». Pero ¿tiene razón? Quiero decir, ¿quién es vacío? ¿La juventud o el yanqui? ¿Pesa menos la cartera del yanqui o no? Y… ¿está la hermosa juventud llena? ¿Tú qué crees? Puedes hablar…

—No sé de dónde sacas todo eso —dije, hechizado por su seductor encanto.

—No es más que una señal de una buena educación. ¿Qué me dices? ¿Tú qué crees?

—¡He sacado una comida y un billete de veinte!

—No está mal. No señor, no está nada mal, pero hay que elegir entre recaudar la pasta o gastarla. Tengo un talego de diez libras, ¿qué me dices de ir al cine? Luego nos pegamos un hartón de hamburguesas y te puedes venir a dormir al piso. Pero habla, nórdico mortal, habla.

—Me parece genial —respondí con entusiasmo, ansioso por pasar el mayor número de horas posible con el Bufón—. ¿Tienes tu propio piso?

—No, lo comparto con una gente en el zoológico. No te preocupes, son buena gente.

—¿Y eso del zoológico?

—Olvídalo, pronto lo entenderás.

Una vez en el cine, saqué mi cuaderno y extraje el dinero. Los ojos del Bufón se fijaron en el poema que había escrito a Alexander mientras también los míos se detenían en él.

—¿Has escrito eso?

—Sí, hoy —contesté, un poco molesto porque lo hubiese visto, pero halagado por su interés.

—¿Puedo leerlo?

Parecía sincero y se había ganado mi simpatía, de modo que decidí correr el riesgo de dejárselo leer.

—Está muy bien, pero que muy bien.

—No tienes por qué halagarme, Bufón, de verdad…

—Pero, oye, ¿por quién me tomas? ¿No te estoy diciendo que está muy bien? ¿Él también es un scouse?

—No, vive en Londres. Un día de éstos te hablaré de él, ¿vale?

—De acuerdo.

El Bufón me dejó pagar las entradas del cine y le dije que esta vez lo invitaba yo.

—Al fin y al cabo, fuiste tú quien viste al yanqui.

El súbito cambio de expresión en su rostro me hizo poner en funcionamiento mi cerebro. En ese momento caí en la cuenta de que el Bufón me había dejado a mí el cliente, que podía muy bien habérselo quedado él.

—Espera un momento… Me lo dejaste a mí, ¿verdad?

El Bufón parecía complacido porque me hubiese percatado al fin de su generosidad y se encogió de hombros como diciendo: «¿Y qué?».

—Gracias, Bufón.

—No me lo agradezcas, no fue nada, olvídalo y diviértete, ¿vale?

—Vale, pero hoy pago yo, ¿eh? —insistí.

—Bueno, parece que ya vas entendiendo cómo funciona esto… —Se echó a reír, cediendo.

—¡Serás hijo de puta! ¡Te las sabes todas!

—Considéralo una lección de tu maestro, amigo mío. Ya aprenderás tú también. Todos los días se aprende algo nuevo.

Y eso es justo lo que hice. Me gustaba el Bufón, ¿cómo no iba a gustarme? Su hermosa cara, su risa cálida y afable, su experiencia en la calle, sus citas constantes sacadas de Dios sabe dónde, su actitud solícita, su picardía, su habilidad para sobrevivir… Sentía mucha admiración por él y así se lo hice saber mientras nos sentábamos a ver una película de terror de Hammer.

—Tú tampoco estás mal —fue su lacónica respuesta, y no volvió a decir una sola palabra hasta que hubo terminado la película. Después de unas cuantas hamburguesas y un par de Coca-Colas cogimos un taxi para ir a Warwick Road en Earl’s Court. Dentro del coche, le pregunté cómo demonios se las arreglaba para estar siempre tan alegre. Tardó unos segundos en contestar, me miró y luego, muy seriamente, me dijo:

—Ese poema, ya sabes, el que le has escrito a ese Alex… como se llame…

—Alexander —le corregí.

—Sí, eso es. Bueno, estás enamorado de él, ¿verdad?

—Creo que sí. No estoy seguro.

—Hazme caso, sí lo estás, o por lo menos, en algún rincon-cito de tu interior, lo estás. Bueno, pues él no está aquí contigo, ¿verdad que no? Quiero decir… hay algo que os separa, ¿no es así? Bueno, pues eso es justo lo que me pasa a mí.

—Creo que no acabo de entenderte.

—Es muy sencillo, escucha. Yo amo la felicidad pero ¿dónde diablos voy a encontrarla en estas putas calles? ¡En ninguna parte! Así que yo mismo me fabrico mi propia felicidad, es muy sencillo.

Extrajo un pequeño libro de su bolsillo y me lo enseñó. Era un libro de citas.

—Voy a contarte un secreto. ¿Ves esto? Este libro es mi pasaporte para salir de aquí. Cada día me aprendo una de estas citas y algún día iré a la universidad y diré adiós para siempre a las calles.

—Ya entiendo, pero ¿cómo te fabricas tu propia felicidad?

—De la misma manera que se cometen los errores: siendo uno mismo. Escúchame, a los demás no les importa una mierda la gente como tú y como yo. Creen que somos unos degenerados y unos sinvergüenzas y todo eso, ¿verdad? Así que esperan que nos comportemos como unos degenerados a todas horas. Bueno, pues yo les rompo los esquemas, ¿sabes? Me cargo sus prejuicios, nunca soy como ellos esperan que sea y eso me encanta. Contigo ocurre lo mismo, ¿verdad? Un chapero que escribe poemas, ¿ves lo que quiero decir?

—Sí, creo que sí. Eres muy distinto de lo que aparentas, mucho más. Eres alguien especial, Bufón. Me alegro de haberte conocido, de verdad —le dije de todo corazón mientras le tendía mi mano.

—Eso es lógico. Perfectamente comprensible —bromeó, estrechándome la mano con efusividad y recuperando su personalidad dicharachera.

El Bufón ordenó al taxista que parara en la esquina, junto a un pub llamado «The Lord Ranelagh», y esperó a que pagara yo, cosa que hice con diligencia.

—Vas a tener que hacer un par de cosas para allanarte el camino, por así decirlo, con los otros —me indicó mientras me guiaba como si fuese un alumno hasta la tienda de la esquina.

—¿Qué clase de cosas? ¿Todas las tiendas siguen abiertas hasta tan tarde?

—No es tan tarde, pero bueno, supongo que sí, nunca había pensado en ello. Venden cosas normales: café, té, galletas, leche… esa clase de cosas. Oye, ¿te afeitas?

No me afeitaba, pero mis mejillas se tiñeron de rojo al recordar la vez que había intentado hacerlo, unos seis meses antes. Como no había encontrado ni un centímetro de mi rostro que afeitar, decidí eliminar mi vello púbico y me recreé con las sensaciones de mi cuerpo pubescente.

—No, no me afeito todavía.

—Yo tampoco, gracias a Dios. En ese caso, compra un poco de jabón solamente. Puedes usar mi toalla. ¡Ah! Y compra unos cuantos dulces para Angel.

—¿Angel?

—Verás, es un buen tipo, pero ten cuidado con él, puede ser un auténtico hijo de puta cuando se lo propone.

Una vez finalizadas las compras nos dirigimos a una casa de Warwick Road, cerca de la plaza de Earl’s Court. El Bufón me condujo por los escalones del sótano, se puso a hurgar en unas macetas y sacó una llave que utilizó para abrir la puerta.

—Anda, vuélvela a poner en su sitio —me dijo, dándome la llave—. Siempre está ahí, así que a partir de ahora ya sabes cómo entrar, ¿vale?

Devolví la llave a la maceta, pero sentí la tentación de dar media vuelta y girar sobre mis talones a causa del nerviosismo por no saber dónde me estaba metiendo. ¿Por qué se tomaba tantas molestias el chico de la cara bonita por mi causa? ¿No me estaría tendiendo una trampa simplemente porque tenía ganas de follarme? El Bufón cerró la puerta de una patada y, al verme la cara, me dijo:

—Vamos, relájate, aquí vas a estar bien.

—Entonces, ¿por qué diablos estoy temblando?

El Bufón no tuvo tiempo de responder. En la puerta de la cocina apareció el chico más guapo que había visto en mi vida vestido con un albornoz de color blanco e igualito a uno de esos niños de doce años que cantan en el coro de la iglesia, con una tostada en la mano. Sin apartar la vista de mí pero dirigiéndose al Bufón, preguntó:

—¿Quién es éste?

—Angel, éste es el Poeta. Es uno de nosotros y va a quedarse aquí un tiempo.

Miré al Bufón con el rostro perplejo. ¿El «Poeta»? ¿Iba a ser ése mi nuevo nombre? Supuse que no se le ocurriría ponerse a hablar de Alexander…

Los ojos de Angel se fijaron en la bolsa de plástico.

—Ah, muy bien, tenemos sitio de sobras. Hola, Poeta, ¿has estado de compras?

—Sí, bueno, sólo unas cuantas cosillas básicas. He pensado, bueno, el Bufón ha pensado que a lo mejor te apetecía esto —le dije a Angel con voz temblorosa por los nervios mientras le tendía los dulces.

El nombre de Angel le iba que ni pintado. Era increíblemente guapo, angelical, con la piel blanca y suave. Se apretó el paquete de dulces contra el pecho como si fuera un niño con un juguete nuevo y precioso. La advertencia que me había hecho el Bufón acerca de aquel chico tan tierno debía de haber sido una falacia. ¿Por qué me habría mentido? ¿Serían amantes? Tal vez aquél fuese el modo que tenía el Bufón de decirme: «ni se te ocurra echarle el ojo». Angel me dio las gracias y nos siguió al Bufón y a mí en silencio hasta la cocina, donde descargué el resto de la compra sobre la abarrotada superficie del mostrador.

Mientras el Bufón preparaba el té, Angel me preguntó qué edad tenía. Por alguna razón desconocida, pareció sentirse muy complacido cuando le dije que tenía quince años. Quería saber cuándo había cumplido los quince exactamente y se puso a bailar con alborozo por la cocina en cuanto oyó que los había cumplido el mes anterior, el veintiocho de octubre. Mientras Angel desaparecía bailando por la puerta, el Bufón me explicó que él tenía dieciséis, mientras que el bailarín tenía quince y que éste había sido el más joven del piso hasta mi llegada. Resultó que Angel era dos meses mayor que yo.

Con las manos ocupadas con sendas tazas de té, seguí al Bufón por el piso mientras me iba explicando más cosas y me presentaba a los demás inquilinos.

Por lo visto, el piso era propiedad de un viejo rico que era el amante del Actor. Éste era una especie de alma distraída, perdido en su propio mundo de Hollywood y en sus fantasías de llegar a ser famoso algún día. Tenía diecinueve años, era atractivo y podía hacer lo que le diese la gana con el apartamento y con su vida siempre y cuando no se la «pegase» al viejo con otro, así que había decidido rodearse de aquellas criaturas con las que se sentía cómodo y superior a un tiempo: los chaperos. Al parecer, lo único que ponía freno a su carrera artística era su voz, y estaba poniendo todo su empeño en deshacerse de su acento de Birmingham, lo cual significaba que colocaba la apostilla «de hecho» al principio, unas veces en medio, y siempre al final de todas y cada una de las frases que decía. Las primeras palabras que me dirigió fueron:

—De hecho, puedes quedarte. Tendrás que pagar una libra a la semana; de hecho, me pagarás los viernes, al contado. Hay una cama libre en la habitación del Bufón, de hecho.

Iba a compartir habitación con el Bufón, Angel y un chico de diecisiete años al que llamaban el Urraca. Por lo visto, no esperaban que el Urraca regresase a la casa hasta al cabo de «una buena temporada» porque se dedicaba a robar todo lo que no estuviese sujeto por un clavo al suelo, aunque no del apartamento. Ahora mismo estaba cumpliendo condena.

Compartían la otra habitación el Motorista, y a veces su chica, el Aviador y el Banquero. Reconocí al Motorista: era el chico que había visto en la Chacinería, el de la chaqueta de cuero que se había ido con el tipo que quería que le zurrasen. Rezumaba agresividad por todos los poros y «joder» resultaba ser su palabra favorita.

—¡Joder, es de puta madre ver una jodida cara amiga por aquí! —fue su manera de darme la bienvenida.

A pesar de que me daba miedo, presentía que no era una mala persona. Tenía dieciocho años, la misma edad que el Aviador, que había salido a buscarse una dosis. Por lo visto, el Aviador se metía cualquier droga que le cayese en las manos, y hacía cualquier cosa con tal de poder pegarse un chute y volar. El Banquero, el más mayor del piso, con veinte años, era muy reservado y me pareció un tipo muy raro. Ahorraba todos los peniques que conseguía reunir. ¿Para qué? Ése parecía ser su secreto.

El Actor disponía de una habitación para él solo en la que nadie tenía permiso para entrar mientras él estuviese en el piso. Cuando salía, la habitación tenía dos enormes candados cerrados a cal y canto y que, según el Bufón, eran motivo del mayor problema de convivencia en él, por lo demás, cordial arreglo. Me contó que el Motorista había amenazado más de una vez con «echar abajo la jodida puerta» para ver cuál era el gran misterio que se ocultaba detrás de sus paneles.

Las reglas del apartamento eran simples; no había más que una sola: no podían entrar clientes. Por lo demás, era una casa muy abierta. Podíamos hacer cuanto quisiésemos, dormir cuanto y cuando nos viniese en gana. Si nos lo podíamos permitir, se suponía que teníamos que comprar comida.

Ninguno de los compañeros de piso me hizo preguntas sobre mi recién adquirido nombre. Para ellos, yo era el Poeta. Aquello me abochornaba y me divertía a la vez. Por un simple poema, me había convertido en todo un poeta. Sin embargo, el reconocimiento instantáneo e incuestionable supuso para mí una inyección de confianza en mí mismo. Tal vez el Bufón tuviese razón, tal vez uno podía crearse su propio mundo siendo sencillamente uno mismo. El truco consistía en hacer elecciones constantes y coherentes para ser lo que uno quisiera ser. Por encima de todo, el Bufón quería ser feliz, mientras que yo quería huir del rechazo a base de violencia y golpes. ¿Acaso había alguna diferencia?

De vuelta en la cocina —y más relajado tras de comprobar que, después de todo, lo desconocido no era tan malo—, presencié junto a Angel, que iba entrando y saliendo de la cocina, una nueva imitación improvisada de Churchill con la que nos deleitaba el Bufón. Lo escuchaba embelesado.

—Deberías escribir sobre chaperos, Poeta, pues tal como decía Henry Miller: «El poema es el sueño hecho carne, por partida doble además: como obra de arte y como vida, que es una obra de arte…». Y nosotros somos sueños hechos carne. Somos los sueños con los que sueñan los hombres hastiados y solitarios, la mayoría casados, que buscan recuperar o descubrir por vez primera la belleza de ser un chico. Hacemos un servicio público estupendo cuando fundimos nuestras vidas con sus sueños. La vida del chapero es una obra de arte multicolor, un tapiz, pero lamentablemente hay muchos tejedores y sólo un chico, un trozo de tela bellamente esculpida. El chapero es un poema viviente y el poeta debe encontrar las palabras que se esconden en su interior. ¿Crees que estoy de broma?

—Creo que estás como una puta cabra —dijo riendo Angel.

Mis risas se sumaron a las de Angel, pero deseé en secreto saber más cosas del Bufón. Aplaudí su discurso y le dije que era un verdadero artista, que debería estar en un escenario.

—¡Ya lo estoy! —Se echó a reír y se inclinó para agradecer la ovación—. Vamos, deja que te enseñe dónde vas a dormir.

Las «camas» eran cuatro colchones, uno en cada esquina de la habitación y todos tenían un par de sábanas y mantas dispuestos con sencillez encima del catre. Mientras nos preparábamos para ir a la cama, e influido sin duda por el buen humor del Bufón, Angel me dijo que se sabía algunos poemas y empezó a recitarme el siguiente:

Allí estaba ella, en el puente a la luz de la luna,

de pie y con los labios temblorosos,

cuando le dio la tos,

la pierna se le cayó

y río abajo se fue hacia bosques frondosos.

Entre risas y bufidos nos metimos en nuestras respectivas camas y el Bufón apagó la luz. Al cabo de unos diez minutos, el Bufón me susurró:

—Poeta, ¿estás bien?

—Estupendamente, Bufón, gracias.

No tardé en quedarme dormido después de aquello y a pesar del sonido de Radio Luxemburgo procedente de la habitación contigua. Sin embargo, las pesadillas hicieron acto de presencia con la misma facilidad de siempre, y mi cabeza enseguida se llenó de confrontaciones violentas. Estaba peleándome con mi padre borracho y gritándole que dejase en paz a mi madre. Él estaba soltando tacos y lanzando platos de comida al fuego del hogar, y diciéndole a voces a mi madre que no sabía cocinar como la suya. Justo cuando estaba a punto de pegarle un golpe, cogí un cuchillo y me interpuse entre ambos. El cuchillo, a punto de introducirse en su pecho por segunda vez, tenía la hoja ensangrentada. Me incorporé de golpe en la cama, completamente despierto y empapado en sudor, con el corazón desbocado y los ojos llorosos, y aterrorizado de mi propio potencial violento. ¿Cuántas veces habré tenido ese mismo sueño? ¿Por qué lloro tanto? En la penumbra de la habitación, oí los ronquidos del Bufón y vi a Angel aproximarse hasta mi cama como su madre lo trajo al mundo.

—Necesitas compañía —me susurró. ¿Afirmaba o preguntaba? En cualquier caso, no esperaba una respuesta, porque inmediatamente se encaramó a la cama y se acostó a mi lado. Mis entrañas clamaban por un poco de consuelo para ahuyentar los malos sueños; todo mi cuerpo pedía a gritos un alivio, un poco de cariño. Extendí mis brazos para acoger los suyos y besé sus labios gruesos y voluptuosos mientras caíamos inevitablemente de espaldas sobre la almohada. Mis lágrimas le gotearon sobre el rostro y su respuesta fue inmediata. Sus piernas se enroscaron en mi cuerpo en suaves y placenteros movimientos. Sus manos exploraron y acariciaron mi rostro manchado por el llanto. Me confortó con su propia necesidad de cariño. Su virilidad erecta se apretaba contra el hueco de mi estómago. Tiró de mis calzoncillos y entre los dos conseguimos bajarlos sin que nuestros labios se separaran un instante. Después de quitármelos del todo, me vi libre de permitir a su carnalidad suave e imberbe moverse y rozarse mutuamente contra mi propia voluntad desnuda. Nuestras erecciones bailaron una danza acompasada y sensual. Sin más, reaccionamos como debíamos, en una combustión eléctrica, táctil y espontánea. No había más que una sola conclusión posible. Con palabras de innecesaria trascendencia, los sentidos cobraron vida.

Toco, oigo, huelo, saboreo y veo al chico que tengo entre mis brazos. Todo se desarrolla de forma natural, no hay ningún orden ni plan preconcebido. Es lo que es. No puede haber nada mejor, ¿no es así? Recorre mi pecho, mi estómago y mis muslos con la lengua hasta llegar a toda la plenitud de mi sexo. Separa los labios y me toma en su boca. ¡Oh, Dios! Estoy a punto de explotar, pero entonces, con calculada maestría, dirige su atención hacia mis nalgas, mientras su cuerpo le pide al mío que se dé la vuelta. Me lame despacio, dándome pequeños y suaves mordiscos. Nunca había imaginado que una lengua pudiese hacer aquello. Moviéndome para que su cuerpo cubra el mío, noto cómo su erección se desliza entre mis piernas. Percibe primero mi placer y a continuación, empleando su lubricante natural, penetra en el misterio de mi interior. No puedo contenerme, ya no puedo esperar más; siento que necesito explotar. Estoy estallando. Con pleno dominio del ritmo, acompasa su melodía armoniosa y compartida con nuestro clímax único, inestimable y simultáneo. Entre jadeos, tratando de recobrar el aliento, no queremos movernos. Permanecemos así un rato, en silencio, satisfechos. Con él todavía dentro de mí, con mi propio estómago maravillosamente colmado, ambos seguimos intentando recuperar el resuello acompasadamente; me besa el cuello y nos quedamos dormidos, un solo cuerpo.

Por la mañana volvemos a ser dos; muy juntos, todavía arrebujados en los brazos del otro, pero dos seres distintos. La unión es ahora un sueño, un recuerdo. Me despierto, miro el rostro de Angel y siento ganas de llorar de nuevo. ¿Acaso puede haber una imagen más bella que un chico durmiendo con gesto satisfecho? Sé, en lo más profundo de mi alma, que no puede durar, pues nunca es así. No puede durar. Tal como el Bufón había apuntado tan sabiamente, nuestras vidas, las vidas de los chicos de alquiler no son más que un tapiz, tejido por muchos tejedores, y estamos en sus manos. Pero… ¿qué más había dicho? Algo… sí, algo sobre desafiar sus expectativas. Mi mente se niega a pensar más en ello. No puedo entenderlo. Sólo quiero ser amado, y amar a cambio.

Contengo la respiración y empiezo a contar. Si pudiese contar hasta cien sin respirar… Si pudiese contener la respiración el tiempo suficiente entonces tal vez podría zambullirme en ese mundo de ensueño en el que Angel y yo éramos uno, sólo uno. Cuento hasta setenta y tres, y mi violento jadeo lo despierta. Se frota el pecho con las manos y luego se restriega el sueño de los ojos. Al apartarlas de ellos, su rostro ha cambiado. El nuevo día le reta a sobrevivir. Sus ojos se empequeñecen, su mente está en otra parte y él la sigue de cerca.

—Buenos días —le digo.

Mira a su alrededor, descifrando la luz del día con la minuciosidad con la que sólo un chapero puede hacerlo.

—¿Qué hora es? ¡Mierda! —exclama.

—No lo sé, no llevo reloj —me disculpo.

—¡Bufón! ¡Bufón! ¿Qué hora es? —grita mientras abandona mi cama de un salto y deja que una ráfaga de aire frío se cuele entre las sábanas.

—¿Que qué hora es? ¡Joder! Llevas años preguntándome lo mismo. Todos los putos días me preguntas la hora por las mañanas. ¿Por qué coño no te compras un reloj?

Angel se está vistiendo y se está poniendo cada vez más nervioso.

—Venga, Bufón, no te cabrees, por favor —le suplica.

—¿Qué hora es? Estás obsesionado. Siempre llegas demasiado pronto o demasiado tarde. ¡Pero si nunca estás cuando debes! Nunca llegas a tiempo a ninguna parte. Son las once y media —concede, y vuelve a arrebujarse bajo las sábanas.

—Eso no es verdad, y algunos lo saben, ¿verdad, Poeta? —le contesta, mirándome directamente—. A veces sí que llego justo a tiempo.

Me ruboricé cuando los tres nos miramos a los ojos y lo vi desaparecer a toda prisa de la habitación con aire triunfante.

—No te preocupes, Poeta. Ése es de los que dan el beso de Judas. No lo puede evitar, siempre tiene que proclamarlo todo a los cuatro vientos. Sólo Dios sabe por qué. Se parece un poco a ese Holden de El guardián entre el centeno de Salinger. Sí, ya sabes, el que siempre está prometiendo no hacer algo y luego lo hace. Va y dice: «Siempre estoy imponiéndome mis propias reglas sobre el sexo y luego voy y las rompo inmediatamente (…)». Bueno, pues Angel nunca tiene intención de decir nada, y luego lo primero que hace es contarlo por ahí, no falla. Además, os oí anoche de todos modos… ¡Menudo par de salidos escandalosos!

Traté de recordar el título del libro que el Bufón acababa de mencionar y le pregunté dónde estaba la biblioteca más cercana para poder tomarlo en préstamo.

—El Motorista tiene un ejemplar en alguna parte. Puedes buscarlo mientras pones la tetera en el fuego.

—¡Vaya! Eres muy sutil… —No tenía más remedio que reconocer su habilidad, de modo que abandoné la calidez de las mantas para enfundarme mi ropa helada y meterme en una cocina aún más fría. Aquello parecía una leonera. ¿Por qué será que los adolescentes nunca friegan los platos después de comer? Mientras esperaba a que la tetera arrancase a hervir, eché un vistazo a la otra habitación. En la oscuridad, unos cuerpos se agitaban en un sueño irregular. La puerta de la habitación del Actor estaba cerrada con el candado. Debía de haber salido temprano. Angel salió disparado del cuarto de baño, me dio una palmada en la espalda, me guiñó un ojo y desapareció del piso, todo en cuestión de segundos hiperactivos.

El Bufón se levantó para tomarse el té y se echó una manta por los hombros. Volví a la cama e hice lo mismo. Decidí arriesgarme y hacerle una pregunta directa:

—Oye, eso que le estabas diciendo a Angel… Eso de que siempre llega tarde a todos los sitios… Dices que lleva años preguntándote la hora por las mañanas. Ya sé que no es asunto mío pero ¿cuánto tiempo hace que os conocéis?

Lejos de sentirse ofendido por la suspicacia de mi pregunta, me tranquilizó con su respuesta:

—No somos amantes ni nada por el estilo si te refieres a eso, aunque como amigos, nos acostamos de vez en cuando, pero es un poco extraño. Somos como hermanos, ¿sabes?

Siguió explicándome que su fraternal amistad había surgido cuando se conocieron en un reformatorio del cual ambos se habían escapado. Me senté en silencio y le escuché, petrificado. El Bufón era hijo único, pero nunca había conocido a su padre biológico. Su madre había vuelto a casarse cuando él tenía diez años. Su nuevo «padre» había mostrado un interés especial por él desde el principio, dedicándole todo su tiempo y esfuerzos. Era una buena persona y muy agradable. Llevaba al Bufón al cine, a la piscina… a todas partes. Al cabo de un tiempo, el Bufón empezó a depender por completo de su atención. Sin embargo, la atención fue convirtiéndose cada vez más en algo de tipo sexual, es decir, su padre lo bañaba y, con las manos enjabonadas, se entretenía largo rato en los genitales del Bufón. Éste no sentía ningún tipo de remordimiento ni de vergüenza por lo ocurrido, pues sabía que su padre lo «amaba» muchísimo. Así se lo dijo varias veces. Para cuando había cumplido ya los doce años, el Bufón se acostaba en secreto con su padrastro, cuando su madre no estaba en casa, y la relación se había convertido en algo mucho más sexual. Fue en una de aquellas ocasiones en las que tuvieron relaciones sexuales completas cuando los sorprendió su madre. Ésta llamó a la policía y enviaron al Bufón a un centro de acogida infantil para luego internarlo, con toda la culpabilidad que podía soportar, en un reformatorio. Metieron a su padrastro en la cárcel y su madre le echó las culpas a él de haber destrozado su matrimonio, que acabó en divorcio.

En el reformatorio se hizo amigo de otro recién llegado, Angel, a quien habían internado allí después de que hubiese prendido fuego a su escuela a consecuencia de un chantaje fallido a un profesor. El chantaje nunca había salido a la luz y mandaron a Angel a un psiquiatra, quien dictaminó que se trataba de un niño peligroso. Después de aquello, tenía que ir a ver al psiquiatra de pacotilla todas las semanas, a quien habían asignado el reformatorio. Era una situación de locos. El profesor había estado haciéndole tocamientos a Angel durante años y éste había intentado recuperar su propia sensación de poder y control de la situación del único modo que sabía: pidiéndole dinero al profesor. Éste, que tenía acceso a cientos de otros chicos, se negó a ceder al chantaje y a partir de ese momento, decidió expulsarlo del colegio. Fue entonces cuando, un día, Angel entró en el edificio, le prendió fuego a su clase y el incendio se propagó. Lo detuvieron mientras contemplaba las llamas. Nadie llegó a preguntarle por qué lo había hecho, se limitaron a asumir que se trataba de un chico con problemas emocionales que se había convertido en una amenaza para la sociedad.

Angel aprendió la lección enseguida: en el futuro, el dinero antes que nada. También aprendió que su cara hermosa y seductora era su mejor baza y no tardó en tener a uno de los asistentes sociales comiendo en la palma de su mano. Primero la pasta, y luego su placer. Nunca le faltaba dinero, cigarrillos o dulces, que sólo compartía con el Bufón. También quiso compartir con él al asistente social, y los dos hacían con él lo que querían. Cuando los demás chicos empezaron a atar cabos, el Bufón y Angel se dieron «a la fuga». Llevaban casi un año en Londres sin ser descubiertos.

—De modo que cuando te vi ayer en el Dilly, Poeta, me di cuenta de que eras un compañero de viaje, ¿no es así?

—Bueno, algo así. Me he escapado, pero no de un correccional; aunque parece que me haya pasado la vida huyendo. Antes soñaba con que me enviasen a un hogar infantil porque odiaba el mío con toda mi alma. Solía soñar despierto e imaginarme cosas, ya sabes, historias, fantasías… Podía escaparme allí y vivir en la historia que yo mismo había inventado. Llegué a imaginar incluso que mis padres no eran mis verdaderos padres y que un día éstos vendrían a rescatarme. Qué idea más tonta, ¿no?

El gesto serio del Bufón no se inmutó. Seguí hablándole de mi padre alcohólico, cuya respuesta para todo era la violencia, y de mi hermano mayor quien, aprovechándose de la adoración que sentía por él, la transformó en explotación sexual. Le conté cómo supe de la existencia de los chaperos en unos lavabos públicos, en un parque, cuando un hombre me había ofrecido dinero por mirarme la polla. Le hablé de mi educación católica, y del terrible complejo de culpa que sentía cada vez que me acostaba con un hombre. También le expliqué que me había ido con hombres amables y cariñosos gratis, con la esperanza de que se me contagiase una pizca de su amabilidad y su cariño. Le confesé que había sido un gran camorrista en el colegio simplemente porque tenía que serlo y lo mucho que me asustaba la violencia que albergaba en mi interior. Admití que mi amor por las palabras, sus sonidos y significados, se debía en buena parte a las historias que había inventado en mi mente y a las que había visto en el cine. Había leído muy poca poesía «auténtica».

Seguimos relatándonos los detalles de nuestras vidas y respondiendo a nuestras preguntas respectivas sin reservas. Poco a poco íbamos cimentando una ligazón especial entre ambos.

—Tengo otra pregunta que hacerte, Bufón. ¿Recuerdas cuando me dijiste que Angel podía ser malo? ¿A qué te referías?

—Es muy sencillo. Es como cuando dices que tu viejo se pone violento cuando empina el codo, o cuando hablas del miedo que sientes de la violencia que albergas en tu interior. Bueno, pues eso es lo que pasa con Angel. Has probado el sabor de la violencia, ¿verdad? Sabes lo que es. Bueno, pues él ha probado el sabor de la maldad y sabe lo que es. Verás, el profesor no era ningún santo, y un niño, supongo que ya lo sabes, es como una jarra de agua vacía, y las experiencias de la vida lo llenan con lo que se tercie. Si va entrando algo bueno, no pasa nada, pero si se llena de maldad, bueno, pues se encona y se queda allí para siempre, ¿verdad? Pasa lo mismo con la violencia, pero el problema es que los niños no saben distinguir la diferencia entre el Bien y el Mal fácilmente, sino que aceptan las cosas tal como son, ¿no estás de acuerdo? ¿Lees el periódico? Pues deberías hacerlo. En Estados Unidos hay un vejete negro que ve las cosas con mucha claridad. Es uno de esos defensores de los derechos civiles, ¿sabes? Total, que se llama Martin Luther King y es un fenómeno. Siempre está hablando de la libertad y cosas así, pero lo tiene muy jodido, igual de jodido que nosotros, vamos. Bueno, pues el caso es que ha declarado en los periódicos lo siguiente: «Quien acepta el mal de forma pasiva es tan culpable como quien lo practica de forma activa». De modo que si vivimos en la mierda, somos conscientes de que vivimos en la mierda y lo aceptamos sin más, entonces estamos contribuyendo a crear más mierda, ¿me sigues? Tenemos que ser distintos de lo que esos cabrones esperan de nosotros. No me comprendes, ¿verdad que no? Angel es malo, de acuerdo, pero él no lo sabe todavía, de modo que su maldad sólo existe n un sentido potencial. A veces estalla y él se queda confundido, perplejo. Verás, son las fuerzas que otras personas crearon en él las que lo impulsan a actuar así, las que vertieron en su jarra, pero no es él. De manera que cada estallido que sale de él es peor que el anterior pero —y ésa es la diferencia entre Angel y la gente mala de verdad—, cuando sale de Angel, sale para siempre. El problema es que el peor estallido aún está por salir.

—Y dime, ¿cómo… de qué manera sale? ¿Y cómo sabrás… cómo sabrá él cuándo ha sacado lo peor?

—Angel engaña a todo el mundo, miente como un bellaco, roba, no da la cara y hace todo lo posible para que le hagan daño, ya le han violado en grupo una vez, ¿sabes?

—¿Violado? ¿Y él se lo buscó?

—No de manera consciente, pero no te equivoques, Poeta, si te quedas por aquí el tiempo suficiente, un año, por ejemplo, a ti también te violarán, ya lo verás.

—Ya me sucedió una vez. Hace siglos, en Liverpool, dos tipos en un lavabo público. Estuve sangrando una semana entera. Lo superé. Pero ¿cómo…? ¿Cómo va a saber cuándo ha sacado lo peor de sí mismo para siempre?

—Por Dios santo, Poeta. ¡Eres igual que él! ¿Qué quieres decir con eso de que lo superaste? ¿Qué significa eso? ¿Cómo lo has superado?

—Lo superas y ya está, ¿no? No te queda otro remedio.

—¡Y una mierda! ¿Es que no lo ves? Se te queda dentro, te llena de rabia, te llena de odio y si no haces nada al respecto, te pudrirá el alma.

—¿Y qué puedo hacer? Fue hace siglos.

—¡Puedes echarle las culpas a quien corresponda, para empezar! —exclamó indignado.

—No es tan fácil como dices. Lo que quiero decir es que si no hubiese estado allí dentro buscando clientes… bueno, ya me entiendes.

—No, no te entiendo. Escucha, Poeta, si sigues así vas a ser el primer chapero de la historia en sacar un diez en complejo de culpa católico. Todavía sigues sin entenderlo, ¿verdad?

—Me rindo, Bufón. Eres como un filósofo o algo así, ahora ya no entiendo nada —traté de defenderme.

—Lo siento. Estoy de tu parte, siento no haberme explicado bien, pero quiero que me digas una cosa: ¿te sentaste un día y te dijiste: «Voy a ser chapero»?

—Pues claro que no, la cosa no va así y tú lo sabes muy bien, ¿no? —Quería obtener una respuesta a esa pregunta.

—Sí, yo lo sé muy bien pero ¿sabes tú por qué eres un chapero?

—Pues supongo que lo llevo en los genes o algo así, como el hecho de que me gusten los hombres.

—¡Joder, Poeta! Ser un chapero no es una puta inclinación, sino una jodida consecuencia. Vaya, me estoy meando. Escucha, no estoy diciendo que todos los chicos de los que han abusado sexualmente acaben siendo chaperos, como tampoco que todos los chaperos sufriesen abusos sexuales de pequeños, pero ¿no te parece un poco extraño que tanto tú, como yo, como Angel los sufriésemos de hecho, por utilizar la palabra favorita de Actor? ¿Crees que es una coincidencia que Angel y yo creciésemos en un correccional? ¿Sabes cuántos chaperos pasaron su infancia en correccionales? Yo te lo diré: de esta habitación, Angel, el Urraca y yo. Del otro cuarto, tanto el Motorista como el Aviador. Respecto al Banquero, no lo sé con seguridad. Nadie lo sabe. En cuanto al Actor, como si la hubiera pasado, porque le dieron la condicional. Y tú… ¿crees que es otra coincidencia que tu viejo sea un borracho agresivo? ¡Y un jamón! Estamos aquí por todo lo que nos ha pasado antes. Todos nos hemos convertido en productos de consumo y la única salida consiste en admitir la verdad, en ganar a esos cabrones jugando a su mismo juego y en llegar a ser los artífices de nuestra propia identidad. ¡Tenemos que vaciar la maldita jarra y llenarla con lo que queremos! Decidir quiénes somos y serlo. Romperles los esquemas. ¿Lo entiendes ahora? Dime que sí, porque estoy a punto de mearme encima. Habla, hermano, di algo.

—Me gustan las cosas que dices. No siempre las entiendo, pero creo que… espera un momento, creo que empiezo a entender lo que dices, ¿vale? Pero tienes que ser paciente. No todos somos tan agudos y socarrones como tú. No me extraña que te llamen Bufón. Pero un diez en complejo de culpa católico quedaría estupendamente en una solicitud de empleo, ¿no te parece?

Cuando salía disparado hacia el baño, le oí decir:

—Genial, ¿y qué me dices de un cero en hacerse pajas?

Mientras el Bufón estaba en el baño hice las tres camas y llevé las tazas a la cocina. Era lo único que se me ocurría para compensar de algún modo la revelación que el Bufón había querida compartir conmigo. Era un gran tipo: admiraba su vehemencia y su sinceridad. En cuanto hube acabado de recoger la cocina entró el Motorista, tiritando y en calzoncillos.

—¿Hay té para mí? —preguntó, como un crío pequeño.

—Sí. Ponte algo antes de que pilles una pulmonía y luego te serviré una taza. ¿Te apetecen tostadas?

—Sí, ¡qué bien! Córtamelas en trozos pequeños, ¿vale?

Cuando regresó, vestido pero aún sin asear, como yo, el Bufón se sumó a nosotros y nos sentamos en torno a la cocina de gas para bebemos el té y comernos las tostadas.

Retomé la conversación con el Bufón, aunque esta vez hablé en términos más generales para no mencionar a Angel.

Me senté junto al Motorista con la intención de animarlo a participar en la conversación, un gesto que agradeció ofreciéndome sus cigarrillos.

—¿Por qué crees que los niños no conocen la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal?

Deduciendo que mi pregunta hacía referencia a una conversación anterior, el Motorista permaneció en silencio y escuchó la respuesta del Bufón.

—¿Habéis visto esas películas bélicas en las que un grupo de soldados aparece en un páramo desolado, dominado por el caos…?

—Joder, como mi habitación y la puta cabeza del Aviador —lo interrumpió el Motorista.

—… y todos esos cadáveres tirados por el suelo. Luego, uno de los soldados ve un reloj con incrustaciones de diamantes en la muñeca de uno de los muertos…

—Vaya, pues entonces no es como mi habitación…

—Total, que se acerca y empieza a quitarle el reloj, pero entonces le explota en la cara y lo destroza a él y a sus compañeros.

—No lo pillo —confesé con sinceridad.

—Pues el soldado sí que lo pilló, ¿no te jode? —señaló el Motorista, y se echó a reír a carcajadas—. Y luego: ¡boom!

Cuando cesaron las risas, el Bufón siguió hablando.

—La idea de que había algo valioso a su alcance lo sedujo, como ese rollo de las calles de Londres pavimentadas de oro. Porque no era tan evidente, no pensó ni por un momento que podía tratarse de una trampa. Bueno, pues eso es lo que les pasa a los niños, cuando el mal aparece en sus vidas, suele ir envuelto en papel de colores y disfrazado de algo bueno.

—Joder, tío, tienes toda la razón. Cuando quieres robar a alguien, no te acercas con pinta de ladrón ni nada, sino que le sonríes y te lo camelas hasta que le caes bien. Y luego, ¡zas! Le pegas el sablazo y lo dejas tieso —explicó el Motorista con vehemencia.

—Eso es exactamente, Motorista —dijo el Bufón satisfecho.

Sabía que llevaba razón, pero aun así quise intervenir.

—Haces que parezca que los niños son completamente inocentes.

—Son inocentes, siempre son inocentes hasta que prueban el mal adulto y éste los corrompe. Un mal que los adultos vierten en su jarra vacía e inocente disfrazados de seres humanos, de padres, de maestros, de asistentes sociales. Los niños son lo que los adultos hacen que sean.

—Joder, Bufón, ¿has estado leyendo mi ficha del correccional o qué? —preguntó el Motorista con un escalofrío.

—Es lo mismo en todos los casos, Motorista, un tapiz de confección adulta hecho con trozos individuales de cada uno de nosotros para poder destrozarnos.

—Siempre supieron quién era yo. Ya me encargué de que lo supieran —dijo el Motorista mientras daba un sorbo a su taza de té.

—El Poeta nunca ha estado en un correccional, Motorista.

—¡Pues qué suerte el cabrón! —exclamó alzando de nuevo su taza. Luego se dirigió a mí—: ¿Pero te has escapado de algún sitio?

Asentí y supe que aquélla era una de esas veces en las que hay que permanecer en silencio, pues el Motorista estaba a punto de tener un ataque de agresividad. Adelantó un poco los hombros, se irguió en el asiento y su rostro se transformó mil veces. Sentí deseos de abrazarlo, pero el cartel de su cara decía: «Mantenerse alejado». Llené las tazas con té recién hecho y esperé. Se quedó un buen rato con la mirada fija en el vacío y me dieron ganas de preguntarle dónde estaba. Se estremecía de vez en cuando, pese a que para entonces, el calor de la cocina de gas ya había templado la habitación. Mis ojos buscaron los del Bufón pidiéndole instrucciones, y éste miró al Motorista, me lanzó una sonrisa serena y, como yo, esperó a que se produjera el estallido. Aunque a punto estuvo de romper la taza en pedazos con la fuerza de sus manos, la descarga no llegó a materializarse. Con la misma facilidad con que se había sumido en su estado de dolor interior, regresó de él, se echó a reír y dijo algo acerca de alguien paseándose por encima de su tumba. Siguiendo con su costumbre, nos ofreció más cigarrillos. Necesitaba amor desesperadamente, pero era incapaz de pedirlo. Como a tantos de nosotros, le resultaba más fácil entregarse, pero a su manera; con el tiempo descubriría que siempre daba demasiado. Por primera vez en mi vida vi que la agresividad exterior no era más que una pantalla para ocultar el dolor interno. ¿Podía haber experimentado mi propio padre aquel dolor? Me arriesgué a rodearle el hombro con un brazo, le di un suave y rápido apretón y luego, respetando su deseo de que nadie se le acercara, lo retiré igual de rápido. No se apartó, sino que se volvió para mirarme y dijo:

—Eres un buen tipo, Poeta.

—Y tú también, Motorista, tú también. Como también lo es el Bufón, y Angel, y he tenido mucha suerte de haberos conocido a todos, pero no esperes que te prepare el té y las tostadas todos los días, ¿vale? —bromeé.

—¿Sabéis qué? Mañana os invitaré a desayunar. A los dos y a Angel también si se queda quieto un par de minutos. Nos daremos una comilona. ¿Qué me decís? —Nos lanzó una exagerada sonrisa, como siempre.

Para cuando nos dejamos de cháchara, ya era media mañana y todos teníamos que salir a ganarnos la vida. Sabiendo la hora que era, y tal como Angel había hecho antes, nos pusimos en marcha y nos duchamos a toda prisa, listos para la calle. Nadie quiere pagar por irse con un chico sucio. La primera hora de la tarde es el mejor momento del día para un chapero en este país. No decidimos ir al Dilly, pero nos dirigimos hacia allí de todas formas. Aprendí a colarme en el metro y al llegar a Picadilly Circus, me separé de ellos para ir en busca de una cabina. Tenía que llamar a Alexander.

Antes de usar el teléfono, encontré un rincón tranquilo, abrí mi libreta por la página número dos y, después de cavilar un buen rato sobre todo cuanto había dicho el Bufón, me puse a escribir.

Oda al Bufón

Ocasionalmente

Disfrutan los chicos de alcanzar

A comprender la razón

Aunque no sin antes

Lamentablemente conocer

Bien a fondo

Un lado inmutable,

Fuente de disipación,

Oscuro rostro,

Núcleo del libertinaje.