Cuando subí al tren en la estación de Lime Street de Liverpool aquella fría mañana de noviembre del año 1958, tenía tres puntos a mi favor: mi cuerpo, mi mente y la ropa que llevaba puesta. Mi cuerpo tenía quince años y estaba ansioso por emprender el camino hacia lo desconocido, ávido de toda clase de aventuras sexuales y de dinero. Mis carnes palpitaban una energía que a mi cerebro le resultaba difícil de asimilar: era un muchacho fuera de control y mi mente pertenecía a un niño y a un viejo, todo al mismo tiempo. Más que cualquier otra cosa en el mundo, mi cuerpo quería amor y mi mente exigía respuestas a las preguntas que me atormentaban y que, invariablemente, siempre empezaban con un «por qué».
Llevé mis tres frágiles bazas a un compartimento vacío, con el mismo puntilloso cuidado con que los demás pasajeros transportaban su equipaje, y las deposité con orgullo en un asiento de cara a la locomotora. No llevaba ninguna bolsa ni dinero, tan sólo una cabeza llena de sueños de lo que podía llegar a ser mi porvenir. No podía haberme sentido más feliz. No llevaba nada en los bolsillos salvo mi billete de ida, como tampoco me había llevado nada de la casa que con tanta satisfacción acababa de abandonar. Por mí, hasta me habría ido desnudo, como san Francisco de Asís. De todos los santos cuyas hagiografías habíamos tenido que estudiar en la escuela, san Francisco era mi favorito; es decir, era un tipo con el que cualquier chico de los arrabales podía identificarse, un tipo que le robó a su padre rico toda la ropa de su tienda para poder pagar los materiales para reconstruir una iglesia. Un bonachón que hizo lo que creía que debía hacer. Luego, cuando su padre se dio cuenta y llamó a las autoridades, el bueno de Francisquito se quitó la ropa, se la dio a su padre y salió en pelota picada a buscarse la vida en un viaje hacia lo desconocido. A eso lo llamo yo un tío con cojones, ¿verdad?
Pero yo iba más preparado que san Francisquito, ¿no es así? Quiero decir que tenía un billete de tren para Londres y un conjunto de ropa más o menos decente. Ahora bien, la verdad es que no me proponía construir ninguna iglesia, ni muchísimo menos. Liverpool —y, por lo que yo sabía, casi todas las demás ciudades— estaba abarrotada de iglesias, todas ellas llenas a rebosar y pidiendo dinero a los pobres hijos de puta que estaban enganchados a los mensajes adictivos con que los sermoneaban todos los domingos: «Dad limosna ahora y seréis recompensados en el Cielo». Si Dios, de cuya existencia estaba empezando a dudar muy seriamente, quería reconstruir su iglesia, lo cierto es que estaba haciendo llegar su mensaje a los fieles de una forma muy, pero que muy extraña. Los que mejor comían, los que mejor vestían y los que tenían una casa más grande y hermosa en la sociedad de posguerra de Liverpool eran los curas. Mi joven cerebro no veía la justicia por ninguna parte. La iglesia había sido construida y reconstruida tantas veces que los años venideros iban a ver muchas de ellas reconvertidas en bingos y talleres.
¡Ya había bastantes iglesias! Yo tenía que construirme una vida y los únicos medios a mi alcance para hacerlo eran mi mente y mi cuerpo. Apoyé los pies en el asiento de enfrente y maldije mi mente por permitir que una vez más una plegaria a san Francisco de Asís viniese a invadir mi consciencia. ¿Por qué seguía recitando aquellas absurdas oraciones? Tal vez fuese porque era un chico inglés de primera generación que se creía completamente irlandés. O puede que porque había habido veces, cuando tenía doce años o así, en las que había querido complacer a mi madre —natural de Wexford, en el sureste de Irlanda— convirtiéndome en el sacerdote que ella siempre había querido que fuese. O quizás porque me carcomía la culpa por haber practicado el sexo con Pip en el colegio, con varios hombres en los lavabos públicos, en los cines, en la parte de atrás de un coche, detrás de unos arbustos y en cualquier otra maldita parte. Tenía que estar atento a las señales ¿sabéis?, cuando las plegarias me empiezan a llenar la cabeza y a cambiar mis ideas, tengo que pensar en algo distinto. Era una técnica que ya había desarrollado para deshacerme de esas erecciones que siempre te vienen en los momentos menos oportunos. En esos momentos, solía ponerme a pensar en los reconocimientos médicos de la doctora del colegio, una mujer vieja y gorda. Siempre daba resultado, bueno… casi siempre.
¿Por qué los chicos siempre tenemos una erección justo cuando tenemos que bajarnos del autobús, o cuando el profesor nos ordena que nos pongamos de pie, o cuando queremos echar una meadita? ¿Y cómo es que la erección siempre parece saber dónde está exactamente la abertura de los calzoncillos? Abriéndose espacio, asomando y empujando por el paquete de los pantalones.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando el revisor abrió la puerta del vagón, se deslizó en el compartimento como una serpiente y me dijo, con voz cansina y sibilante —propia del hombre adulto que ya está de vuelta de todo—, que quitase los pies del asiento, que le enseñase mi billete y que mostrase un poco de respeto por las cosas ajenas. ¿Cómo es que a un chico en tales circunstancias se le ocurre tener una erección y no puede encontrar su billete? Con una mano tratando desesperadamente de ocultar el bulto que estaba seguro había visto aquel hombre y la otra registrando los bolsillos, por lo demás vacíos, en busca del billete perdido… ¡no podía encontrarlo! El tren todavía estaba parado en la estación y el revisor empezó a balancearse, con su ritmo de áspid, trasladando el peso del cuerpo de un pie al otro con creciente impaciencia. Estaba listo para enseñarme sus dientes y clavármelos para envenenarme, y a pesar de ello yo seguía sin encontrar el billete que me había costado todo el dinero que tenía.
—¿Tienes de verdad el billete o no? O lo tienes, o no lo tienes, dímelo —silbó.
¿Cómo es que todos los adultos que llevan uniforme parece que hablan igual?
—Por supuesto que tengo el billete, ¿por quién me toma?
—Entonces, ¿te importaría enseñármelo, por favor?
¿Por qué aquel por favor había sonado como un «Ya sé que no llevas el billete encima y te voy a echar de mi tren a patadas, maldito cabroncete sabihondo»? No tenía otro remedio: la erección no desaparecía y tenía que levantarme para buscar en los bolsillos traseros de mi pantalón. Adelante, anda, siéntete orgulloso. Si tienes ese paquetorro, ¿por qué no ibas a enseñarlo? Me puse de pie y encaré al revisor, con la erección ahí delante, para que todo el mundo la viera. El hombre me miró a la cara, miró mi erección, de nuevo a mi cara y luego apartó la vista abochornado. ¡Por fin! ¡Estaba avergonzado! Le había dado la vuelta a la tortilla. Disfruté viendo a la serpiente convertirse en un gusano tratando de encontrar una vía de escape. Ya no enseñaba los dientes.
El billete estaba metido en la solapa de mi bolsillo trasero, de modo que lo saqué con tanta parsimonia como me fue posible, lo miré titubeando un poco y se lo enseñé al gusano transformado. Lo agarró de un manotazo, ansioso por escabullirse bajo la piedra más cercana mientras yo exhibía una sonrisa triunfante. Salió del compartimento mascullando algo sobre «los chicos de hoy en día». Me desplomé sobre el lujoso asiento mientras la puerta se cerraba y volví a colocar los pies sobre el asiento de delante, admiré mi bulto y celebré mi victoria con una risa sonora y prolongada.
No tardaría en estar lejos de aquella ciudad mugrienta para siempre. Adiós a los golpes con el cinturón de cuero de mi padre, adiós a la violencia. Ahora odio la violencia. Adiós a tener que romper los bastones del colegio para proteger a los crios pequeños de los maestros sádicos. Adiós a tener que follar con profesores pervertidos en los cuartos trasteros mientras mis compañeros juegan al fútbol. Adiós a tener que hacer enfadar a las mujeres en la calle para así distraerlas y conseguir que dejen de pegar una paliza a los hijos que tan despreocupadamente han traído a este mundo. Adiós a la cháchara de borrachos católicos y protestantes sobre la política en Irlanda. Adiós al esnobismo de la «clase trabajadora». Adiós a tener que vender mi cuerpo por un puñado de cacahuetes. ¡Adiós! ¡Adiós!
A pesar de mis denodados esfuerzos por aferrarme a mi risa con uñas y dientes, ésta se convirtió en llanto, en lágrimas que enjugué con las mangas de mi chaqueta a la misma velocidad a la que iban cayendo. «¡Todo eso se ha acabado! —me dije—. ¡Olvídalo! Los chicos de alquiler no lloran».
El vagón dio una sacudida en el momento en que los maquinistas lo engancharon a la locomotora. Muy pronto estaríamos en marcha. Cada vez quedaba menos… Bajé la ventanilla hasta el tope, asomé la cabeza y recorrí con la mirada la curva del ajetreado andén hasta llegar a la majestuosa máquina, que vibraba y despedía chorros de vapor blanco y caliente. Shssh… Intenté no mirar a la gente que había en el andén y que ahora empezaba a decir adiós a sus seres queridos con efusivos ademanes mientras la locomotora empezaba a ponerse en marcha. Shssh, shssh, shssh… La larga hilera de vagones que formaban el tren estaba llena de viajeros asomados a las ventanillas despidiéndose con la mano. Una sucesión de rostros sonrientes empezaron a desfilar por mi lado mientras el tren avanzaba hacia delante.
Las caras siguieron moviéndose y pasando por mi ventanilla cada vez con mayor velocidad hasta que mis ojos se detuvieron en el cálido rostro de una mujer lo bastante mayor para ser mi madre. Ante una cara como aquélla, no pude hacer otra cosa que devolverle la sonrisa. Era como si estuviese allí con la única misión de sonreír y despedirse de todos aquéllos de nosotros que no teníamos seres queridos. Levanté ambos brazos bien arriba para despedirme de la mujer y la ciudad que odiaba y amaba a un tiempo. La locomotora, adquiriendo velocidad, empezó a emitir su rugido de autoridad atlética y enérgica. No más mierda, se acabó, no más mierda, se acabó. No llores, ¿por qué ibas a hacerlo? No llores, oh, no yo, oh, no yo. Los chicos de alquiler no lloran.
El humo y el vapor me envolvieron cuando entramos en el túnel que había al final del andén y me hicieron recobrar el sentido. Era la última persona que quedaba asomada a la ventanilla. Borré Liverpool de mi cara para siempre y me desplomé con infinito cansancio sobre mi asiento.
Marcharme de Liverpool era fácil, pues no había nada que me retuviese allí. Cuando un chico abandona los brazos de un amante cariñoso y por el que siente verdadero afecto, sabe instintivamente que el amante desea que vuelva a la calidez de las sábanas de nuevo. Liverpool el vampiro, en cambio, me había utilizado y chupado la sangre y se había cansado de mí: necesitaba sangre fresca. Liverpool era un amante con el corazón de piedra y quería la gratificación instantánea e inmediata de su propia lujuria, la que él mismo había generado. Deseaba con vehemencia las imágenes y fantasías de su propia invención y, por lo tanto, nunca podía quedarse satisfecho. Su apetito de chicos de rostro joven era —y probablemente lo sigue siendo— insaciable. Como amante, era un ninfómano perverso y sádico, usaba y abusaba de los chicos; siempre insatisfecho, iba de un chico de carne joven y fresca a otro en busca de lo que el primero le había proporcionado en realidad: su inocencia. ¿Por qué iba a contentarse con un solo chico cuando tenía un suministro inagotable? ¿Por qué? ¿Por qué yo, con apenas quince años, me sentía tan sumamente viejo?
Dejar a mis padres había sido casi igual de fácil. Me sentía atado a ellos, con una mezcla de asfixia, pañales y cadenas. El único contacto físico que mi padre había tenido conmigo era a través de su rabioso cinturón de albañil. ¿Por qué creía que podía insuflarme amor o buen juicio a base de golpes? ¿Por qué nunca me tomó entre sus brazos, ni tan siquiera una vez, y me dijo que me quería o que quería que estuviese a su lado? ¿Tan malo era yo? Y si era tan malo, ¿por qué todos aquellos hombres me acariciaban con sus manos el pelo rubio, mi piel suave, mis piernas lampiñas y mi culo redondo y me decían que era tan guapo? ¿Por qué me derretía entre sus brazos cuando me decían todas esas cosas? ¿Por qué deseaba con todas mis fuerzas complacerlos a todos? ¿De verdad había una explicación tan sencilla como decir que odiaba a mi padre y sin embargo, anhelaba ganarme su amor y encontraba ese amor en aquellos hombres? ¿Hombres homosexuales? ¿Acaso complaciendo a aquellos hombres estaba en realidad tratando de complacer a mi padre? Debo decir que también quería, en algunos momentos, matarlo. De hecho, sólo fue la falta de valor y un rechazo interno hacia la violencia lo que me impidió hacerlo. En esa zona privada de mi cerebro, donde un chico puede hacer de sí mismo un rey o un vaquero del Oeste, planeé el asesinato infinidad de veces, pero nunca pude llevarlo a cabo ni encontrar el momento oportuno.
También era consciente de que el hecho de matarlo liberaría a mi atormentada madre de su agresión dominante y de que, al mismo tiempo, eso haría que ella me odiase para siempre. Creo que la quería, pero era la clase de amor que tiene que negar todo dolor previo para poder materializarse. Ella, mi padre y mis dos hermanos mayores, mi hermana pequeña y yo, éramos verdaderos maestros en el arte del fingimiento. Era una especie de mecanismo innato e ilusorio que nos permitía autoengañarnos hasta el punto de creernos cualquier cosa. Recuerdo, por ejemplo, un día en que mi madre me estaba moliendo a golpes cuando apenas era un crío y de repente, puede que por mis gritos o porque ella misma se hubiese dado cuenta de lo que estaba haciendo, dejó de golpearme y me dijo que no pasaba nada, que era un buen chico. Creía, quería creer, todo lo que ella decía. Era muy extraño, pero sabía, pese a todo, que me quería de veras. Con mi padre, en cambio, nunca lo supe. Se encerraba en su propio mundo y no dejaba entrar a nadie. Debía de ser un mundo infernal, o puede que fuese un paraíso. Nunca lo sabré, y todavía me muero de ganas de saber qué fue lo que convirtió a mi padre en aquel hombre colérico y borracho al que veía pudrirse en su propio estiércol.
El viento gélido que soplaba por la ventanilla abierta caldeó mi complejo de culpa católico. «Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». ¡Maldita sea! ¡Otra vez esas oraciones infernales en mi cabeza! Cerré la ventana y observé cómo el frío viento, mezclado con el humo y el vapor, lamía los cristales con gesto seductor y trataba de alcanzarme. Lanzaba su mensaje a lengüetadas: «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». Pero estoy a salvo, no puede atraparme. Me pongo de pie y compruebo otra vez que la ventanilla está totalmente cerrada. Sí, lo está. No tengo nada que temer. Regreso a mi asiento y me desplomo con todo el peso del alivio y digo en voz alta: «¡Gracias a Dios!». Entonces, al darme cuenta de lo que acabo de decir, me echo a reír con desesperación por mi propia incoherencia.
Los ruidos y el ritmo del tren me invitan a sumergirme despacio, con mi culpa, en una modorra intermitente. «Huir, huir, huir, huir…».
Llevaba huyendo desde que tenía seis o siete años, pero sólo dentro de los confines de la propia ribera del Mersey. Esta vez, sin embargo, no tenía ninguna intención de volver. Otra veces me había permitido el lujo de que me recogiera la policía y, pese a negarme a darles mi nombre, siempre lo averiguaban por sus propios medios y me devolvían a casa. Entonces, durante unos pocos días, las palizas cesaban. Huir era la única forma que conocía de controlar la violencia de mi padre. Sabía exactamente qué era lo que estaba haciendo, pero ni un solo maldito adulto a mi alrededor era capaz de verlo a través del ojo cerrado de su mente. Nunca traté de ayudarles, pues era cosa suya el darse cuenta, pero nadie se tomó nunca la molestia de averiguarlo.
Cuando tenía nueve años me escapé a Southport, una zona turística a treinta kilómetros escasos al norte de Liverpool. Me fui directamente a la feria: algodones de azúcar, tiovivos, autos de choque, el tren de la bruja, las salas de los espejos, las casetas de tiro, los cocos y los donuts, el arca de Noé, la Osa Mayor y la gitana que dice la buenaventura… Todos se balancean con la palabra «Southport» estampada por todas partes, perritos calientes con cebolla y «Aquí se sirve té caliente». Ruido de amarillos, rojos, verdes, naranjas y parejas de adolescentes. Olor a felicidad, bromas y «sólo son seis peniques y lo pasarán en grande».
Aquí estoy a salvo, pero me duelen los pies un montón. La suela de los zapatos me la noto en la planta de los pies por los agujeros de los calcetines y los pantalones que mamá me ha hecho con el traje viejo de papá se me meten en la entrepierna. Ah, pero ya sé, si me meto las manos en los bolsillos puedo tirar de los pantalones para que no me rocen los cataplines. A ver… ¡Ya está! ¡Qué bien! ¿Le harían daño a papá también? La casa de la risa está llena a reventar y el payaso que hay afuera siempre está contento. Ojalá tuviese un chelín. Toda esa gente ahí y yo estoy solo. Pero me alegro de que estén aquí. ¿Qué haré cuando se vayan? Siempre se van. Pero no voy a pensar en eso ahora. Todavía falta mucho para que cierren. Si me quedo ahí, junto a la puerta de ese tenderete, sentiré el aire caliente envolverme todo el cuerpo con el sabor de las cebollas y los donuts. Vaya, tengo la garganta seca. No puedo tragar. Me voy a sentar en uno de esos asientos, ¿no? Un gordo se acaba de ir y se ha dejado medio bocadillo. ¡Será tonto! Pasaré por allí, lo agarraré de un manotazo, me lo meteré en la camisa y me iré corriendo. ¡Ya lo tengo! Vaya, cuánta gente, no puedo echar a correr. El gordo me ha visto. Me largo volando. No puedo. «Bueno, ya te lo habías zampado casi todo de todas formas, gordo». ¡Qué aire más frío! Gracias a Dios. Mmm, está bueno. Pero ahora tengo hambre. Ojalá no tuviese que escaparme de casa. Mi mamá se preocupará y papá me pillará de todas formas. El niño va a tener la cama para él solito esta noche. Ojalá me hubiese traído un abrigo. Yo no quería escaparme. Están apagando las luces. ¿Por qué me miran todos de esa manera? Tengo nueve años y sé nadar, tengo un diploma de natación y todo. Hace frío y me duele la barriga. No sé en qué lado duerme el niño esta noche. Si duerme en mi lado, lo mataré. Ya es hora de dejar que me vea la policía. Ya ha pasado bastante rato. Ahora ya se le habrá pasado la borrachera. Ahora todo irá bien.
Huir, huir, huir, huir. Mi cuerpo durmiente percibe los cambios en el sonido y el ritmo del tren: Detesto su aliento, chirriante por dentro, viejo harapiento; le gusta mi pelo, me importa un bledo, consigue el dinero; hoy no estoy de suerte, prefiero la muerte, ¡pero puedo comerte! ¡Frenos sibilantes, errores fatales, estamos en paces! Me despierto de golpe cuando el tren se detiene en la estación de Crewe. ¿Por qué tengo tanto miedo y tanta hambre?
El mundo entero parece haberse dado cita en la estación de Crewe. Cientos de soldados, marineros y aviadores se mueven de aquí para allá sin parar, cantando y gritando. Las voces con acentos nada familiares se cruzan de un lado al otro del andén interminable. Algunos hombres con uniforme de ferroviario empujan gigantescas sacas de correo hacia el tren. Unas mujeres vestidas con monos de trabajo recorren el andén con los carritos vendiendo té y bocadillos. Las puertas de los vagones se abren y se cierran mientras son más los pasajeros que suben que los que bajan del tren. Todo aquel ajetreo me entusiasma y me olvido por un momento de mi miedo y mi hambre. Me fijo en una familia. Una madre y un padre, una niña de unos diez años y un chico muy guapo que debe de tener un año menos que yo. Viste un traje, lleva una bufanda y el abrigo le cuelga del hombro al estilo de la moda francesa. Sus padres están bregando con el equipaje mientras él está apoyando el peso de su cuerpo en una pierna con aire despreocupado, con la mano sobre la cadera. Su mirada se pasea por imágenes familiares; es un viajero experimentado y sin duda huele a jabón de tocador. Sus ojos se detienen en los míos y se quedan allí un rato, cuando me sorprenden mirándolo. El tiempo se congela. El muchacho se ruboriza y yo también. Esbozo una tímida sonrisa pero su atención se halla ahora con su madre, quien le entrega una pieza del lujoso equipaje, una bolsa de mano, al tiempo que señala los compartimentos de primera clase. El chico mira en mi dirección antes de dirigirse con su familia hacia esa zona del tren adonde también yo quiero ir, sonriendo. Me estremezco, pero consigo lanzarle una sonrisa yo también.
—¿Té? ¿Café? ¿Bocadillos?
La mujer del carrito, ahíta de música, está ante mí en la ventanilla abierta, ansiosa por obtener una respuesta y así vender el máximo posible antes de que el tren arranque otra vez.
—No, gracias. No quiero nada —miento mientras mi hambre vuelve a reafirmar su presencia.
—Como quieras, cariño —me canta, desplazándose hasta la siguiente ventanilla. Quiero preguntarle a qué hora llega el tren a Londres, pero la mujer ya se ha ido y se ha llevado la música consigo.
Impulsivamente, me precipito del tren hacia el andén abarrotado y echo a correr hacia los vagones de primera clase. Ahí está el chico, en el tercer vagón empezando por delante, a cuatro vagones del mío. El tiempo se detiene, los ruidos cesan y me oigo a mí mismo: «Oh, dulce y tierna juventud, ¿en verdad eres lo que aparentas?». Levanta su hermosa cabeza, el pelo negro le cae sobre su nítido rostro color de aceituna, alza sus largas pestañas y me guiña el ojo una sola vez. Todo me parece tan irreal…
La realidad me atrapó en cuanto el tren se puso en marcha. Eché a correr y encontré a cuatro soldados en mi compartimento.
—Justo a tiempo, chaval —me felicitó uno de los soldados.
—Como Flash Gordon —dijo otro.
Todos se echaron a reír y uno me dio un codazo en las costillas. Parecían una cuadrilla agradable.
—Sólo he ido a por un bocadillo —mentí.
—La cosa es, joven scouse, que parece que, o ya te lo has zampado, o lo has tirado o no has conseguido tu bocadillo —dijo el que me había dado un codazo, imitando mi acento. No entendí lo que había querido decir.
—¿Qué quieres decir con eso de scouse?
—Eres un scouse, ¿no?
Lo miré con gesto perplejo.
—Eres de Liverpool, ¿no?
Asentí con la cabeza.
—Entonces eres un scouse. Un scouse es alguien de Liverpool.
—¡Pero yo soy irlandés! —repuse con indignación—. Un scouse es un estofado.
—¡Y una mierda vas a ser tú irlandés! ¡Eres más inglés que este puto tren y un scouse de pies a cabeza! Nosotros somos todos de Taff, del norte de Gales.
—¡No soy inglés, soy irlandés! ¿Quién lo va a saber mejor que yo?
—¿Dónde naciste? —preguntó otro.
—En Liverpool, por supuesto.
—Entonces eres un scouse —replicaron todos al unísono.
—¿Un scouse? —pregunté.
—Un scouse. —Todos se echaron a reír.
De modo que era un scouse y era inglés. Qué extraño. Puede parecer estúpido, y desde luego lo es ahora, pero hasta ese momento siempre me había considerado irlandés de pura cepa. Nadie me había dicho nunca que fuese inglés; tenía una identidad nueva y eso me entusiasmaba.
—Eh, scouse, híncale los dientes a esto —dijo el que me había dado el codazo en las costillas, y me arrojó medio pastel de carne.
Su generosidad y su buen humor me sentaron de maravilla. Le di las gracias e intenté no comer demasiado aprisa. Se pasaron una botella de cerveza y tomé un trago. Habría preferido un poco de té, pero lo cierto es que la cerveza me bajó por la garganta con toda facilidad. Sacaron un paquete de tabaco y me ofrecieron un cigarrillo a pesar de que yo ya les había dicho que no tenía nada para compartir con ellos. Me puse a beber en aquel ambiente masculino sintiéndome a mis anchas. Empezaron a contar una sarta de chistes verdes, alguno de los cuales no llegué a entender, pero me eché a reír igualmente para sentirme parte del grupo.
—Y dinos, scouse, ¿adónde vas? —me preguntó el codazos una vez que los demás ya se hubieron puesto a echar una cabezadita.
—A Londres —contesté con no poco orgullo—. Voy a Londres.
—Eso ya lo sé, quiero decir, ya me lo he imaginado. Este tren va a Londres, eso seguro, pero luego, ¿a dónde te diriges? —Su buen humor me resultaba muy agradable y su perspicacia me sorprendió. Debía de ser un experto en lenguaje corporal o algo así, porque no me dio ocasión de responder—. Andas huyendo de algo, ¿no es así?
—Bueno, sí; algo así.
—¿De la policía?
—De mi casa.
—Una vida dura, ¿no?
—Sí, algo así. Es que estoy muy cabreado, ¿me entiendes?
—¿Tu viejo?
—Sí.
—¿Tienes dinero?
—No, pero no importa.
—¿Y cómo coño te las vas a arreglar sin dinero? —preguntó, muy preocupado.
—No pasa nada, de verdad. Sabré apañármelas.
—¿Es que has estado antes en Londres?
—No, es la primera vez que voy.
—Pues no sé cómo te las vas a arreglar. Lo mejor será que te alistes en el ejército o en la marina mercante o algo así. Buena comida, buena vida, ¿sabes lo que te quiero decir? Muchos colegas. ¡Un montón de scouses como tú!
—Sí, ya, pero eso no es para mí. No necesito más lecciones de disciplina.
—No es tan malo, de verdad. Al menos no en la marina mercante.
—Saldré adelante, en serio. Me estoy meando, no tuve tiempo de ir en Crewe. Estoy a punto de mearme encima.
—Hay un váter al final del pasillo —dijo, asombrado de que no lo supiera.
—¿De verdad? Creía que tenía que esperarme hasta llegar a la próxima estación.
—¿Bromeas? ¡No, hombre! ¡Estás hablando en serio! Londres se te va a comer vivo y luego te escupirá en el suelo. Escucha, scouse, hazte un favor a ti mismo y métete en el ejército en cuanto tengas la edad. Por cierto, ¿cuántos años tienes? A lo mejor podrías enrolarte antes.
—Diecisiete —mentí mientras mi cara le decía la verdad adrede a mi genial inquisidor.
—Sí, claro; y yo soy Mickey Mouse. ¿Qué tienes, trece, catorce años?
Cuando salía del compartimento y cerraba la puerta tras de mí, le confesé a mi nuevo amigo que en realidad tenía quince años pero que me sentía mucho más viejo.
—¡Pero si es un monicaco! —exclamó riéndose mientras me indicaba el camino—. Anda, vete antes de que te mees encima.
Me caía bien porque me trataba como a un igual y no me había hablado en tono condescendiente. No se parecía en nada a la idea que tenía yo de un soldado y lo pasabas bien con él. Puede que el ejército estuviese repleto de chicos como aquél. O la marina mercante. ¿Ver mundo? ¿Lanzarse a la aventura? A lo mejor valía la pena pensarlo.
Después de utilizar el cuarto de baño durante largo rato, empecé a avanzar por el pasillo tímidamente en dirección a la zona de primera clase, a cuatro vagones de allí, el tercero empezando por delante. El corazón me latía con fuerza palpitando con la verdad: estaba colgado de un chico guapo que era un completo desconocido. No era amor, pues eso requiere conocer a la otra persona, cosa que no había hecho todavía. ¿Qué era lo que había en él que me tenía tan obsesionado? ¿Por qué me sentía así? ¿Cómo se llamaría? Pensé que tal vez se llamase «Simon». ¿Hacia dónde se dirigía? ¿De verdad me había visto y me había guiñado el ojo? ¿Estaría a punto de hacer el ridículo? ¿Se pondría a reírse de mí en mis narices?
Entré en su vagón y caminé despacio por el pasillo mirando en todos los compartimentos. Lo que estaba haciendo era un disparate. Debía de haberme vuelto loco. ¿Qué demonios iba a tener en común un chico vagabundo sin un penique en el bolsillo con Simon? ¡Nada absolutamente! Cuando estaba a punto de dar media vuelta y dirigirme de nuevo a mi vagón, lo vi y seguí andando mientras trataba de recobrar la respiración. Era tan guapo… se parecía tanto a Mike, mi mejor amigo… El amigo a quien ni siquiera había dicho que me iba. Pero no podía decírselo, de verdad. No es que me fuese a ir a Londres para siempre, y además, me prometí a mí mismo telefonearle desde la ciudad, cuando ya me hubiese instalado. ¿Me habría visto Simon? Esperé al fondo del pasillo durante un lapso de tiempo que me pareció razonable y luego eché a andar por donde había venido. No hubo ninguna posibilidad de error esta vez, pues nuestras miradas se encontraron, nerviosas. Una vez más, me detuve en el hueco que había en el extremo del vagón, sin aliento y con el corazón desbocado. Oí el ruido de la puerta de un compartimento al abrirse y de unos pasos suaves acercándose en mi dirección. Cerré los ojos y al abrirlos, lo vi de pie a apenas treinta centímetros de distancia de mí. Oh, Dios mío… ¿y ahora qué?
—Soy Alexander. ¿Cómo te llamas?
—Me llaman Scouse.
—¿Scouse?
—Soy de Liverpool. ¿Y tú?
—Viajamos mucho. Mi padre está en el Ejército.
Era del todo incapaz de pensar en algo más que decir. Me limité a mirar su preciosa tez color aceituna. Se acercó un poco más. Su fragante aura envolvía nuestra vulnerabilidad dual.
—Te vi, desde el andén, en Crewe —susurró.
—¿Sí?
—¿Me estabas mirando?
—Sí, sí te miraba. —Su rostro estaba a apenas unos centímetros y sus ojos avellana bucearon en los míos, y éstos en los suyos.
—Eres muy guapo —dijo.
Me sonrojé.
—Gracias… quiero decir, tú también, bueno, que me gustaría…
—¿Sí?
—Ya me entiendes… estar contigo.
—Y a mí también me gustaría estar contigo.
La puerta de un compartimento se abrió y luego se cerró. Venía alguien. El tren pasó por un cruce y, como en respuesta a mis plegarias, el súbito traqueteo nos hizo caer al uno en brazos del otro. Las manos se enredaron en las caderas, los estómagos se unieron, las piernas se entrelazaron, nuestros labios se encontraron en el beso más débil e indeciso del mundo y ambos sonreímos, aliviados. Sabía a gloria y parecía radiante y satisfecho.
Oímos cómo los pasos se iban acercando y, presintiendo que nuestro instante mágico y fugaz estaba a punto de tocar a su fin, me susurró su número de teléfono de Londres al oído. Tuvo que repetirlo tres veces, pues su aliento en mis mejillas intensificó mis ya despiertos sentidos, me electrificó la piel e hizo que me rodara la cabeza en un mar vertiginoso. Luego, volviéndose deprisa, se dirigió hacia su compartimento justo cuando una mujer entraba en escena. El número de teléfono me daba vueltas en la cabeza mientras regresaba mareado por el pasillo hacia mi vagón, sabiendo que no iba a olvidar aquellas cifras en toda mi vida.
Los afables soldados dormían profundamente en mi compartimento, de modo que decidí no molestarlos y explorar el resto del tren por mi cuenta.
¿Por qué será que a los chicos les gusta asomarse por las ventanas de los trenes en marcha? Bien, pues eso es lo que hice en lugar de ponerme a mirar en un vagón tras otro, pues pensé que todos serían más o menos iguales de todos modos. Fui al final del pasillo, abrí la ventana hasta abajo y asomé la cabeza y los hombros entre el aire que se movía veloz. Era maravilloso.
No veía los prados al pasar, ni oía el traqueteo del tren sobre la vía, ni olía el olor de la locomotora ni notaba el sabor del humo. Sólo veía a Alexander en su habitación, sentía el contacto de su piel ávida y cálida mientras nos deslizábamos desnudos por entre las frescas sábanas, notaba el sabor de sus tiernos labios gruesos y oía su voz susurrante diciendo: «Quiero estar contigo». Seguí ajeno a todo lo demás hasta que una mano me tocó el hombro. Al volverme, vi a un hombre bien vestido de unos treinta años.
—¿Tienes fuego, por casualidad? —me dijo, ofreciéndome un cigarrillo.
No llevaba fuego, pero sí tenía una erección, que no pasó desapercibida para aquel hombre. Reveladoras señales delataban su aprobación y su interés. Yo ya había visto todos aquellos signos antes: miradas furtivas para comprobar que no hubiese moros en la costa, contacto visual prolongado, una cautela incómoda, un descenso en el nivel de comunicación verbal normal, el cierre de las fronteras físicas, el roce de su propio sexo erecto y las preguntas quedas.
—¿Adonde vas? —me preguntó, todavía tanteando el terreno.
—¿Hasta dónde quieres que vaya? —respondí, tranquilizándole.
Ya con mayor seguridad en sí mismo, se acercó, apartó los cigarrillos y me tocó el bulto del pantalón. Las perlas de sudor que le brillaban en la frente delataban su avidez.
—Ven aquí —me ordenó en tono suplicante mientras mantenía la puerta del lavabo entreabierta y esperaba que lo siguiera.
—Puede —dije, y esperé a ver cuál sería su próximo movimiento.
—¡Te pagaré! —exclamó casi a modo de disculpa.
—¿Cuánto?
Aquél no era momento de jugar al gato y al ratón. Tenía ante mí a un cliente medianamente atractivo con dinero para gastar y yo estaba sin un penique. Sacó su cartera y yo tendí mi mano y la dejé allí hasta que hubo depositado la cantidad necesaria en la palma.
Dentro del cubículo del retrete, con la puerta completamente cerrada, me desabrochó el cinturón y los pantalones, bajó la cremallera y dejó que los pantalones resbalasen hacia el suelo mientras me desabotonaba la camisa, exhibiendo mi torso desnudo.
—Eres tan hermoso… —me alabó. Oh, cómo me gustó su halago… Respondí intensificando por completo mi erección. Poco a poco empezó a deslizar sus manos y sus labios por mi cuerpo hasta quedarse de rodillas ante mí y se detuvo para bajarme los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos. Cerró la boca en torno a mi polla erecta y empezó a lamerla y chuparla como un verdadero experto mientras sus manos se entretenían en la suavidad de mi estómago y mi pecho. Cerré los ojos y dejé que mis pensamientos regresaran a Alexander.
Como casi todos los clientes, en el momento de la descarga, se apartó del objeto de su deseo con la mayor rapidez posible. Me quedé en el lavabo, completamente desnudo y me puse a limpiarlo como loco tratando de dejar un baño decente porque, como la mayoría de los chaperos católicos, siempre me sentía más culpable que el mismísimo Judas después de hacerlo. Sin embargo, el tiempo es una cura fabulosa, tanto para la culpa como para el dolor.
¿Qué pensaría Alexander de mí si supiese que el chico rubio al que había besado en un tren no era más que un desgraciado chapero? Me respondí a mí mismo que lo más seguro era que no quisiese saber nada de mí nunca más, ¿quién querría? ¿Cómo hacer cuadrar lo que era con lo que quería ser, junto a Alexander? Traté de no pensar en ello.
Sólo logré sentir un poco de alivio cuando el tren se detuvo por fin en la estación de Euston de Londres. Los viajeros de segunda clase, cargados con pesadas maletas, estaban buscando mozos desesperadamente, pero éstos ya estaban descargando los lujosos equipajes de los vagones de primera clase en carritos. No eran como yo. Es decir, se trataba de una clase sirviendo a otra. Yo quería ser esa otra, llevar ropas caras como Alexander y disponer de mozos que me llevasen el equipaje como aquellos mozos llevaban ahora el de su familia. Decidí, justo en ese momento, vivir y viajar en primera clase en cuanto pudiese. No supe decir si se volvió o no para despedirse porque la muchedumbre empezó a empujarme y yo me limité a quedarme quieto y dejar que siguieran arrastrándome a empellones. Oí una voz a mis espaldas que me llamaba.
—¡Scouse! ¡Eh, Scouse! —Era el codazos. Se precipitó sobre mí y depositó un sobre en mis manos—. Cuídate, monicaco —me dijo mientras se iba corriendo para alcanzar a sus amigos. Me despedí con la mano, pero pronto lo perdí de vista entre la multitud y luego desapareció. El sobre contenía un billete de una libra y una breve carta con su dirección.
Querido Scouse:
¿O debería llamarte ya «carne de estupro»? Sabes por dónde voy, ¿no? Ja, ja, ja. Tómatelo con calma en el Dilly. Te lo digo en serio, aunque me encantaría acariciarte esa melena rubia. Eres un buen chico y me preocupa que estés pasando una mala racha, así que espero que aceptes lo que hay en el sobre. Sé que no es mucho pero es que acabo de venir de permiso. Me caes bien, Scouse, y si alguna vez te sientes solo, escríbeme unas líneas. Me gustaría verte otra vez, de verdad. Echo de menos a alguien como tú.
Tuyo siempre,
Taff (Joseph)
Leí y releí la carta mientras mis lágrimas caían sin ningún pudor sobre la página del cuaderno de Joseph. ¡Así que lo sabía! ¿Cómo lo había sabido? ¡Había visto en mi interior! ¡Quería estar cerca de mí! ¡Lo sabe! Me voy a ese lugar llamado «el Dilly» y él sabe por qué y, a pesar de ello, ¡quiere estar conmigo!
Después de lo que me pareció apenas un segundo, fui la única persona que quedaba en el andén. Miré a mi alrededor, era más grande que Liverpool. Un miedo súbito se apoderó de mí, de modo que me serené, recordé que los chicos de alquiler no lloran y me dirigí a la salida.
Había llegado. Estaba en Londres y ahora ya no había marcha atrás.