IX

Vi salir el Sol. La verdad es que apenas dormí un par de horas. Los recuerdos se amontonaban en mi mente y la calurosa noche les ayudó, poco a poco, a dominar mis pensamientos. Así que, al alba, me levanté y coloqué mis cosas en el armario. Ordené el cuarto, me duché y bajé en albornoz a desayunar. La leche empezaba a caldearse cuando la abuela entró en la cocina. El Sol iluminaba la estancia, y al mirarla, así, de soslayo, me pareció que una luminosidad especial rodeaba a la anciana. Sonrió y se acercó a darme un beso.

Desayunamos juntos, en silencio. Un silencio que aquel verano rompía Gus con sus historietas y sus bromas. Era tan exagerado…

Alguien llamó a la puerta. La abuela salió a abrir mientras yo fregaba las tazas. Elena apareció ante mí, en pantalones cortos y camiseta, y con un bolso de bandolera. La miré, puso los brazos en jarra y dijo:

—Venga, vamos a andar en bici un rato.

—Buenos días, Elena —dije yo como si no hubiera oído su proposición.

—Venga, no seas vago. Te gustaba andar en bici.

—Hace muchos años.

—No tienes excusa. Estás de vacaciones, venga. —Tiraba de mi brazo—, vístete y vámonos.

—Elena, estás embarazada —le dije esperando que desistiese de su idea.

—Tú lo has dicho. Estoy embarazada, y voy a montar en bici. Así que tú que no lo estás, no tienes excusa. Vamos, primo.

No tuve opción. A decir verdad, sí me apetecía, pero hacía mucho que no montaba en bicicleta. Y esa mañana me encontraba algo melancólico.

Subí al cuarto y me enfundé en unos pantalones cortos y una camiseta. Me calcé playeras y suspiré antes de reunirme con mi prima.

—Hijo. —Me detuvo la abuela antes de salir, emanando ese fulgor que vi antes, en la cocina—. Sé valiente. Te quiero. —Y me besó.

No entendía a qué venían esas palabras, y ese tono tan ahogado que utilizó. Le di un beso y salimos.

—Creo que esta estará a tu medida —dijo Elena montada en su bici, señalándome una mountain bike roja que me aguardaba apoyada en la pared.

—Sí, está bien. No he crecido nada en los últimos veinticinco años —respondí al montar—. Por cierto, Elena, ¿adónde me llevas?

—¡De paseo! —exclamó y se lanzó calle abajo, hacia la plaza, pedaleando a toda velocidad.

Imploré al cielo fuerzas para seguirla. En un momento llegué a la plaza. Elena me esperaba junto a la fuente.

—No creo que estas carreras sean buenas en tu estado —le advertí preocupado. Ella bebía del caño.

—Tranquilo, sólo estoy de un mes.

—¡Precisamente! Soy médico, ¿recuerdas? Los primeros meses son especialmente delicados, el feto aún no está formado completamente y…

—Cálmate Marcos —me interrumpió mi prima—, además, la salida era sólo para impresionarte. Iremos más despacio. Hay que mantener el ritmo.

—¿El ritmo? Para ir adonde.

—Mira, Marcos —me interrumpió, señalándome con los ojos el fondo de la plaza.

Un hombre, que no era muy mayor, aunque se le veía bastante envejecido, salía del bar. Estaba calvo y muy delgado. En su rostro se habían marcado los años con verdadera fiereza; y sus ojos denotaban apatía hacia todos.

—¿Quién es? —pregunté, temiendo sin saber por qué la respuesta.

—David —me miró, yo no caía—. El hijo huérfano del general.

Un torbellino de furia despertó en mi interior. En ese momento me hubiera lanzado sobre él y lo hubiera estrangulado con mis propias manos. Pero la lástima que me produjo me detuvo.

—Quiero hablar con él.

—¡Qué dices! —dijo Elena cogiéndome del brazo—. Déjalo. Gus murió y él pagó su deuda.

—A mí todavía me debe un hermano y una madre. —Elena bajó la mirada—, o al menos un lo siento.

—De nada serviría ya. No sólo cumplió condena en la cárcel, ahora es un indeseable, un repudiado. No vale la pena, primo. Vamos.

El sentido común me convenció. Salimos de allí dejando a aquel rastrojo humano en su triste deambular por los restos de su vida, por los que no iba a llegar muy lejos, como el tiempo demostró.

Había salido de la cárcel hacía unos meses, y volvió a Molinosviejos. Pero el poder del que disfrutó antaño había desaparecido con el régimen al que fielmente e hipócritamente había servido, así como el respaldo de sus secuaces. Todos los que lo conocieron glorioso y temido, lo despreciaban, y los que no lo conocieron, o se reían de él o les inspiraba tal repulsión que se alejaban en cuanto lo veían.

Dejamos el pueblo atrás y nos internamos en un camino que atravesaba los campos de trigo. El Sol empezaba a elevarse y el calor asfixiaba. Elena iba delante de mí, a unos metros, silbando mientras pedaleaba grácilmente.

Yo conocía aquel camino, aunque no sabía de qué. El pavimento estaba asfaltado, aun así, me resultaba familiar aquel camino. Según avanzábamos, más convencido estaba de que nuestro destino me era conocido.

—Elena, ¿adónde me llevas?

—¿No lo has adivinado aún? —Redujo un poco su velocidad, hasta que la alcancé.

—Creo que sí, pero todo está diferente.

—¡Claro que está diferente! Aquí la vida también ha continuado, primito. Todo ha cambiado.

—¿Por qué me llevas allí?

—Para que lo veas.

—¿A Alex? —El corazón me empezó a latir a toda velocidad, emocionado.

—Sí.

—¿Está ahí?

—Siempre está ahí —dijo—. A decir verdad, él tiene la culpa de que el camino esté asfaltado. Debido a él, la gente conoció vuestro oasis. Y como empezaron a venir los domingueros, asfaltaron el camino.

—¿Cómo sabes que lo llamábamos oasis?

—Álex me lo contó después de que te fueras —contestó Elena sin mirarme.

Guardé silencio, aceleré. Una alegría desconocida desbordaba mi cuerpo, y se transformó en energía que me hizo correr más. Elena me siguió de cerca.

A los veinte minutos, me encontré ante el oasis. El estanque, aquella tarde, los árboles, la hierba, las flores, el viento… todo seguía allí, igual de hermoso que entonces, igual que en mi memoria y en aquellas fotografías en blanco y negro que saqué una tarde, veinticinco años atrás.

Dejamos las bicis al final de la carretera, justo a la entrada del oasis. Una señal indicaba que los coches había que aparcarlos en el parking lateral. Nos adentramos en la nave forestal. Creo que reconocí cada árbol, cada rama, incluso la rama donde Álex hizo el mono para mí. Habían puesto mesas y bancos de madera, y algunas papeleras para las basuras de los excursionistas. Caminamos entre los árboles en dirección al lago. Por suerte, a esas horas de la mañana, todavía no había ido nadie y pudimos estar a solas.

—¿Dónde está? —le pregunté sin ver a Alejandro por ningún lado.

—Aquí —respondió ella, contemplando la arboleda, señalando en una y en todas direcciones. Miré a mi alrededor, escruté cada rincón, cada sombra, cada instante. No estaba, no lo veía.

—¡¿Dónde?! —me estaba poniendo muy nervioso—. ¡Álex! ¡Álex!

—Está aquí, Marcos, en todas partes —la miré implorante y enfadado, me estaba tomando el pelo, se reía de mí. Su rostro se tornó serio, duro, agrio—. En cada árbol, en cada brizna de hierba, en cada flor. —Avanzó hacia el estanque. Yo la miraba ansioso, aunque temeroso a la vez—, en el estanque, incluso en el aire. —Alzó los brazos, miró al suelo, me miró, sus ojos brillaban con una extraña mezcla de furia y compasión—. Yo misma esparcí sus cenizas por todas partes.

—¡¡¡¿Quééé?!!!

—Que Álex está muerto, Marcos. Murió, ¡lo mataste!

Su voz resonó en cada árbol como un nuevo rayo que me atravesaba, hasta que se extinguió.

Elena me miraba serena, había recuperado la calma. Estaba inmóvil, como un árbol más. Algo en mi interior había estallado en mil pedazos. Y como un castillo de naipes, fue desmoronándose todo lo que albergaba dentro de mí: mis esperanzas, mis sueños, mis miedos, mis deseos, todo, excepto mis recuerdos.

Caí de rodillas. La tormenta había salido al exterior. Lloré. Oculté mi rostro entre las manos maduras y lloré, como un niño. Hundí la cabeza en la hierba y lloré. Arranqué a puñados las flores mientras lloraba y sentía que el medio corazón que me quedaba, comenzaba a desangrarse.

Elena se sentó a mi lado y me abrazó. Trató de tranquilizarme acariciándome el pelo, susurrándome como si de una madre se tratara.

—Lo siento, Marcos, lo siento. Perdona por lo que te he dicho, no quería decir eso, no lo pienso, de verdad, lo siento, lo siento. Tranquilo, trata de calmarte, tengo mucho que explicarte.

Al poco pude incorporarme. Mis ojos estaban nublados, mis dientes castañeaban y lo único que ocupaba mi mente era él. Lo había perdido, para siempre. Ahora sí, para siempre.

—Ven, Marcos, tienes que ver algo. —Se puso en pie y tirando de mí, me llevó hasta un árbol. Al pie del mismo, semioculta entre la hierba, yacía una lápida.

Me arrodillé frente a la piedra. Me temblaban las manos. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, aparté la hierba del frontal, y descubrí la vieja inscripción:

R.I.P.

Alejandro Torres Quesada

22 de enero de 1948 - 30 de septiembre de 1970

Dios es Amor

Siempre te querremos

Agarré la piedra con ambas manos y apoyé la cabeza sobre el mármol. Lloré en silencio. El viento me revolvió el cabello y elevó, haciendo que revolotearan como mariposas, las primeras hojas caídas.

—Lo siento —dijo Elena.

—¡¡Elena!! —grité mirándola con rabia infinita—. ¡Murió hace veinticinco años! ¡Aquel mismo maldito verano!

—El 30 de septiembre. Yo misma lo encontré.

—¡¿Por qué nadie me avisó?!

—Porque Alejandro no quiso que te enteraras.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo?

—Marcos —dijo arrodillándose frente a mí—, deja que te lo explique todo.

—Adelante. —Me aparté el pelo de la frente y me acomodé para escucharla.

—Está bien. —Elena respiró profundamente y comenzó su relato—: El día que te fuiste regresó destrozado. Vino a casa y pasó el día conmigo, estaba hundido. Jamás lo había visto tan deprimido —bajé la mirada, un sentimiento de culpa me colmó—. A partir de entonces estuvo siempre triste. Andaba de un lado para otro como un alma en pena. Dejó de cuidarse, no comía, no se lavaba, se hundía cada día más en el pozo en que se convirtió tu ausencia. Incluso su mirada, ¿la recuerdas?, se había apagado, ya no expresaba nada… Nos pidió tu número de teléfono, pero por lo visto nunca te llamó.

—Y tú, ¿por qué no me avisaste? —le recriminé.

—Porque no quise. Claro que lo pensé. El hombre al que amaba se estaba derrumbando y tú eras el único que podría rescatarlo. Pero al mismo tiempo pensé que tú te habías ido, te habías escapado y lo habías abandonado. Pensé que no lo merecías. Así que decidí salvarlo yo.

—Y de paso conquistarlo.

—Sí —sonrió abatida—. Creí que a lo mejor, si veía que lo estaba ayudando, acabaría por quererme. —Meneé la cabeza—. Lo sé. Era un imposible. Pero entonces estaba locamente enamorada y no lo veía así. ¿No lo entiendes? ¡Yo lo amaba! —dijo en un ahogo de emoción—. Después empezó su retiro en el molino. Pasaba allí todo el día encerrado. Día y noche sin salir, como un prisionero. Prisionero de sí mismo, claro. Yo iba constantemente a verlo. No comía y su mirada se estaba apagando tan rápidamente inundada por la tristeza que empecé a asustarme de verdad. Le llevaba comida, trataba de animarlo, pero era como intentar derribar un muro con piedras de papel.

»Casi enloquecí. Estaba tan desesperada por conseguir que reaccionara que me olvidé de mí misma y me volqué en él. Ni siquiera fui a los funerales que se hicieron por Gus en el pueblo. Luchaba por salvarlo, y un día, no sé cómo, acabamos riéndonos —me miró, me acusaba—. Pero fue como un rayo de luz, nada más, una ilusión.

»El día 28 de septiembre me quedé con él hasta medianoche. Al irme me abrazó y me dijo que ya estaba cansado de esperar, y después me besó, ¡me besó! Lo había conseguido, pensé. Lo dijo con una seguridad y una entereza tal, que sentí que me quería. Y volví a casa dando saltos de alegría. Apenas dormí, estaba loca de emoción, «¡Me quiere!» me decía a mí misma una y otra vez. Tonta y ciega es lo que fui, y sigo culpándome por ello.

»El día 29 fui con la abuela a Ciudad Real, él ya lo sabía, se lo dije la noche anterior. Pasamos el día allí, haciendo compras. Regresamos entrada la noche, y como me parecía muy tarde, decidí esperar a la mañana siguiente para acercarme al molino.

»Por desgracia, el 1 de octubre tenía que volver a Valencia para empezar las clases. Yo no quería, pero me prometí a mí misma que volvería al pueblo todos los fines de semana. O quizás podría ir él a verme y pasar unos días en casa. Lo que fuera, con tal de tenerlo a mi lado. —Cerró los ojos unos instantes, las emociones se agolpaban en su corazón—. Así que a la mañana siguiente, el día 30, me dirigí al molino más feliz que unas castañuelas. Iba a proponerle mis ideas para poder vernos durante el curso, estaba radiante.

»Al llegar y ver el molino frente a mí, tuve una sensación extraña. Hasta sentí un escalofrío. Pensé que eran los típicos miedos de enamorada, en fin, bobadas de adolescentes. Encontré la puerta medio abierta y al entrar, cuando la luz bañó el interior del molino, lo vi. —Las lágrimas brotaron de sus ojos—. Se mecía suavemente… —la miré sin comprender, mientras llorar era lo único que podía hacer para desahogarme, Elena cogió aire y completó su frase—: ahorcado desde la barandilla de la entreplanta.

De todos los pensamientos que llenaban mi mente al escuchar su relato, uno de ellos se impuso a todos los demás con una fuerza y una rapidez extraordinarias. De todas las palabras, imágenes y sensaciones que recordaba, sólo una cosa prevaleció: un sonido, una canción, La canción del molino.

—¡Dios mío! —exclamé desmoronándome.

—Fue terrible, Marcos.

—Hizo lo mismo que dice la canción. Me lo había dicho y no me di cuenta, no lo comprendí…

—No entiendo, Marcos, ¿qué te dijo?

—Esa canción —casi no podía articular palabra, ¡cómo pude ser tan idiota!—. La canción del molino. Era la preferida de Álex. Habla de una molinera que espera a su marido, que se fue a las cruzadas.

—La conozco, pero ¿qué tiene que ver?

—Él me lo dijo, era nuestra canción —sonreí fugazmente—. El día que me fui me dijo: «¿Recuerdas la canción? Cántala conmigo…». Y yo le dije que la había olvidado.

—Marcos…

El silencio recuperó su imperio durante un rato. Yo acariciaba la lápida sin poder dejar de llorar y pensando en qué habría pasado si yo… ¡qué más daba ya! Ya no había vuelta atrás. Álex había muerto y yo me sentía el principal responsable. Y ese sentimiento estaba empezando a volverme loco de impotencia.

—¿Cómo supiste que él no quería que yo supiese que había muerto?

—Porque me lo dijo en una carta.

—¿Una carta? ¿Te dejó una carta?

—Sí. Al principio no la vi. Cuando vi su cuerpo allí, colgando, lo abracé y corrí al pueblo en busca de ayuda. Vino la Guardia Civil, el párroco, todo el pueblo. Cuando llegó el juez y mandó registrar el molino, encontraron un sobre a mi nombre. Había dejado todo en orden: su testamento y un par de cartas.

Una ligera brisa se levantó, elevando en el aire algunas hojas caídas que revolotearon alegremente a nuestro alrededor, ajenas a nuestro dolor, hasta posarse suavemente sobre la hierba.

—¿Sabes qué estaba pensando ahora mismo? —le pregunté al cabo de un momento.

—Dime.

—Que tú lo habrías hecho realmente feliz. Y nada de esto habría ocurrido.

—Marcos, las cosas sucedieron tal y como tenían que suceder. —Elena se apartó el pelo de la cara—. Alex siempre supo que yo lo amaba. —Alcé la vista, un par de nubes perdidas atravesaban el cielo—. Lo sabía, y me lo agradeció de una manera preciosa —despertó mi curiosidad con aquellas palabras—. Creo que incluso le di pena.

—¡Elena…!

—¡Sí! —sonrió—. Yo, loca por él y él amando a otra persona, apreciándome sólo como amiga. Pero al menos me demostró que no le era indiferente mi amor.

—Y ¿cómo lo hizo?

—En forma de herencia, en su testamento —la miré con expectación—. Su único pariente vivo, como sabes, era su tío. Él fue su heredero. Se lo dejó todo, excepto una cosa. Una cosa que aunque legalmente no tenía gran valor, para Álex era como una joya. Y me la dejó a mí.

—¿Qué es?

—¿No lo adivinas?

—No será… —una imagen se dibujó en mi mente, allí nos habíamos amado, allí murió.

—Exacto, el molino. —Cerré los ojos y respiré profundamente. Me pareció un acto muy bonito por parte de Álex—. Me sorprendió mucho, nunca lo hubiera imaginado. ¿¡Para qué podría querer yo un molino!? No entendí la razón de su regalo hasta que fui al molino, días después del funeral y del esparcimiento de sus cenizas.

»El notario me entregó la llave el día de la lectura de su testamento. Y cuando las cosas se calmaron, una mañana soleada, fui en bici. Al entrar me sobrecogió un estremecimiento. Todo era tan reciente… Casi podía oír el ruido de la cuerda al mecerse, rozando con la madera de la barandilla.

»Cuando subí a la entreplanta, y me quedé observando, comprendí que aquel era precisamente su hogar. La casa del pueblo no era más que una casa, un edificio; pero el molino era parte de él. Entonces comprendí el significado de su regalo.

—Muy hermoso de su parte.

—Sí, Álex era así.

—No lo conservarás, supongo. Me habría gustado verlo.

—Claro que sí —sonrió—. Hace unos años el Ayuntamiento quiso comprármelo para edificar unos chalets, pero me negué. Y cuando creía que todo estaba en paz, aparecieron los de Patrimonio Nacional, del Ministerio de Cultura. Llevo años peleando, esperando que vinieras para que todo estuviera en orden antes de que me lo expropiasen. Max y los chicos nunca me han entendido, nos ofrecían un dineral. Pero tenía que esperarte.

—¿Esperarme? —pregunté sorprendido.

—Sí, Alex me pidió en la carta que acompañaba al testamento que cuando volvieras al pueblo, te dijera que fueras al molino.

—¿Para qué? —pregunté sintiéndome como uno de esos personajes de las novelas de misterio, envuelto en una trama que atraviesa el tiempo en hojas de papel.

—¿Sinceramente? —asentí inquieto—. Ni idea. No estuve más de diez minutos aquella mañana. Luego cerré con llave y nadie ha vuelto a entrar nunca más.

—¿Jamás?

—Ni mis hijos, siquiera.

Por un instante traté de imaginar cómo estaría el molino por dentro: polvo, telarañas… Y la imagen mental que hice me gustó.

—Elena, antes has dicho que en el sobre que te dejó había un par cartas, además del testamento.

—Sí, una para mí —con la mirada le pregunté para quién era la otra—, y la otra para ti.

Me dio un vuelco el corazón. ¡Me había escrito! ¿Qué me diría? ¿Me acusaría? ¿Me maldeciría? ¿Me explicaría el por qué? ¿Qué me quiso decir? ¿Qué…?

Elena se puso en pie. Abrió su bandolera y extrajo un sobre amarillento.

—¡La conservas!

—Ten, llevo veinticinco años guardando esto para ti. No pude entregártela cuando fui al entierro de tu madre ni te la he enviado nunca porque Álex me pidió expresamente que te la diese sólo cuando regresaras a Molinosviejos. —Y me la entregó.

—¿Por qué? Diga lo que diga, es muy tarde ya, para todo.

—En el instante en que saltó desde aquella barandilla empezó a ser tarde para todo, Marcos. Para todo, excepto para los remordimientos. Álex me pidió que te la diese cuando volvieses al pueblo, no antes. Tú has tardado veinticinco años en volver. Esa carta lleva veinticinco años en mi mesilla de noche, esperándote, eres tú quien se retrasó, desde el principio. —Elena me miraba con lástima, aunque enseguida se tornó en dulzura—. Pero conocía bien a Álex, y estoy segura de que diga lo que diga, es hermoso.

—¿No la has…?

—No. Lo he pensado miles de veces —sonrió bajando la mirada—, pero no fui capaz.

—¿Qué puedo decirte, Elena? —Se encogió de hombros—. Gracias.

Me puse en pie. Elena buscó en su bolso y me entregó una antigua llave de hierro, muy pesada y algo oxidada.

—La llave del molino. Date una vuelta por allá luego, Álex quería que fueras. Yo me voy. Es mejor que estés solo para que puedas estar con él.

Miré el sobre, la llave y la lápida.

—Elena, ¿por qué aquí?

—En su testamento, Álex pidió que lo incinerasen y que esparcieran sus cenizas en este lugar. Casi nadie lo conocía, yo sí. Yo encabecé la comitiva. El Ayuntamiento hizo la lápida y asfaltó el camino, ya ves, después de permitir que lo apalearan, el alcalde tuvo remordimientos. Qué gentuza. —Elena esbozaba un gesto de rabia—. Pero Álex quería descansar aquí. Decía que en este lugar aprendió a amar, y que aquí aprendería a esperar…

Sus palabras me estaban rasgando el corazón, la emoción me ahogaba y la impotencia era tal que durante un instante creí que me iba a derrumbar.

—Gracias por todo, Elena —dije acercándome a mi prima, estrechándola entre mis brazos.

—Quiero que sepas —susurró—, que creo que habríais sido felices. —Me besó en la frente y se fue.

Caminó entre la arboleda hasta que su figura se difuminó en una brisa de verano que la acompañó hasta su hogar, envuelta en aromas del campo y en unos recuerdos llenos de emociones.

Contemplé el sobre que tenía entre las manos. Era un sobre como cualquier otro, pero lo diferenciaban del resto dos cosas: la delicada caligrafía con la que había escrito mi nombre; y el color sepia adquirido en los veinticinco años de paciente espera. ¡Cuánto tiempo! Lo que Álex querría decirme estaba allí, entre mis manos, en un papel tan antiguo como mi dolor. ¿Sentiré lo mismo ahora que si la hubiera leído entonces? Me pregunté sin parar de contemplar el sobre. ¿Qué me dirás, Álex?

No estaba seguro de querer abrirlo. Aquellas líneas podrían ser mi condena eterna o el alivio al sentimiento de culpa que me embargaba. Aquellas palabras las escribió cuando más sentíamos el uno por el otro. Aunque quizá su amor se tornó en odio en los días de loca espera. Una cosa estaba clara: aquella carta era el último capítulo de mi relación con Alejandro, tenía que leerla, aunque me arriesgase a abrir la caja de Pandora.

Abrí el sobre, que se desgarró como si tuviera mil años. De su interior se deslizó un folio plegado en tres, que desdoblé cuidadosamente. Así, de repente, con una mirada fugaz, no se trataba de más de un conglomerado de borrones. La realidad era que temblaba cuando la escribió, y que la tinta corrida se debía a las lágrimas que cayeron sobre el papel mientras la escribía.

La debió de escribir con tinta azul. Tinta que con los años, había adquirido una tonalidad violácea. Aunque eso no hacía más que enfatizar la fuerza de las palabras. Respiré profundamente un par de veces, me senté sobre la hierba apoyándome en la lápida y sujetando el folio con ambas manos, comencé a leer las últimas palabras que Alejandro me dedicó:

Amado Marcos,

No sé si algún día leerás estas líneas, ya que vi en tu mirada un miedo demasiado grande como para llevarlo solo. Pero aun así, quiero hablarte, aunque no me oigas.

Me he dado cuenta, en estos últimos días, de cuál es el sentido de mi vida. Y es amar. Y es amarte. Creo que esta vida no merece la pena vivirse sin Amor; y en mi caso, sin ti. Sé que te has ido y que no vas a volver. Sé que me amas, pero que ahora tienes demasiadas complicaciones y miedos como para estar junto a mí. No creas que te estoy culpando de nada, al contrario. Te doy las gracias. Sí, gracias por haberme amado y por dejarme amarte. Gracias por una noche que traspasó los límites de lo meramente carnal.

Gracias por un Amor eterno que guardaré por ti y que me enseñó una vida entera, en un instante. Gracias por hacerme sonreír.

Sólo quiero decirte que me quito la vida porque te quiero, y no porque tú te hayas ido, no. Sino porque así, esperarte, será más sencillo.

La canción del molino tiene otra estrofa que muy poca gente conoce (ya que la escribí yo), y dice así:

Tras batallas y cruces

tras tiempos de locura,

el caballero murió.

Y en el lugar desconocido

con su Dama se encontró,

la buena molinera

a la que tanto añoró.

Y juntos, envueltos en paz,

vivieron por siempre,

amándose,

sin mirar atrás

Recuerda, Marcos, que nunca te culpé de nada, y que tenemos toda la eternidad para recuperar el tiempo perdido.

Tuyo por siempre,

Alejandro

El silencio fue mi único compañero de camino. Regresaba al pueblo. Ni siquiera se mecía el campo; y el calor parecía no afectarme.

Actué de forma mecánica. Monté en la bici y pedaleé sin recordar cuánto y cómo. Mi mente estaba absorta en mi mundo, no en la tierra. Creo que jamás había sentido un dolor tan intenso como el que sentí al leer la carta. Pero, como cuando una mujer da a luz, la paz y la confusa alegría me llegaron después.

Ya no me sentía tan culpable. Y no por sus palabras, sino porque, mientras leía, sentí una sensación extraña, un calor interno y externo, una sensación que penetraba en mí por cada poro de mi piel. Sentí como si alguien me abrazara, como si un susurro, y no yo, me estuviese leyendo la carta al oído. Sentí una sonrisa y la alegría de una mirada. Sentí su calor, su voz, y su compañía. Y él, no sus palabras, me dio la paz.

No lloré, no. Doblé el papel y con cuidado, lo guardé en su sobre, y este, en el bolsillo de mi pantalón. La guardaría junto a las fotos, envejecidas y amarillentas, de aquella excursión que hicimos al estanque. Y sería mi único equipaje el día que me reuniera con él.

Rodeé el pueblo, no quería encontrarme con nadie. Y avancé entre los trigales, hacia el molino. Al rato, se alzó ante mí. Allí seguía, hierático y poderoso, resistente al tiempo y al viento, desgastado, descuidado, pero en pie.

Las aspas estaban rotas y parte del encalado había desaparecido mostrando la verdadera naturaleza del gigante: los gruesos sillares de piedra que formaban su cuerpo. Parte del tejado se había hundido, la madera era vieja y la lluvia y el granizo la habrían astillado hasta tirarla. Lo rodeé y me situé frente a la puerta. La vieja puerta de madera resistía el tiempo a duras penas. Estaba muy carcomida y apolillada, incluso le faltaban algunos trozos en la parte de abajo, obra de las ratas, supuse.

Saqué la llave del bolsillo y la introduje en la cerradura. Me costó trabajo que encajase, pero al fin lo hizo. Al chirriar de la cerradura, le acompañó un sordo sonido, hueco, como un golpe seco. Y la puerta se abrió. La empujé hasta atrás y la luz lo bañó todo. Las viejas y húmedas paredes recibieron el calor de los rayos del Sol con una alegría desbordante. De repente, todo se llenó de color. Entré. Las arañas, que en otros tiempos Álex mantenía a raya, habían trabajado a sus anchas y ahora el interior del molino era una verdadera ciudad de arácnidos. El polvo había inundado todo, cubriéndolo con una gruesa capa blanquecina. Y la luz, en cuanto abrí, luchó por llegar a todos los rincones.

Avancé, retirando a mi paso las mansiones y palacios de las arañas. Miré hacia arriba. Vislumbré la balaustrada. Cerré los ojos. Después de leer la carta y sentir a Álex, me resultaba imposible imaginarlo colgado, ahorcado; así que lo único que pude imaginar fue a Álex sonriéndome desde la entreplanta.

Subí las escaleras. A cada paso dejaba mis huellas hundidas en el polvo. Parecía que estuviera en un lugar olvidado, en un lugar que gozó de días gloriosos, descubriendo el pasado. Y estaba en un lugar bien conocido y recordado, en el que sólo se vivió un sentimiento compartido entre dos personas, pero en el que, sí, iba a descubrir otra parte del pasado.

La cama estaba destrozada. Algunas tablas del tejado habían caído sobre ella y la lluvia y el granizo, la habían ido carcomiendo durante años. Las mantas estaban sucias y raídas. Aunque a mí me pareció un lecho acogedor. Junto a ella estaba la mesita de noche, sobre la cual yacía un candelabro antaño plateado, y tras tantos años, sin brillo ni color. Lo puse en pie. Sus tres brazos seguían erguidos y se me ocurrió encender unas velas.

Los viejos libros de Álex habían sufrido impotentes, sin que nadie los protegiese, el paso del tiempo, y aunque muchos todavía yacían en las viejas estanterías, enmohecidos y polvorientos, otros habían caído al suelo y muchas de sus páginas, desgarradas, habían revoloteado cual palomas de paz, empujadas por el viento, por el interior del molino, depositándose ora aquí, ora allá, olvidadas…

Me acerqué a la cómoda. Abrí el primer cajón, sabía lo que estaba buscando. Y efectivamente, allí estaba. La vieja caja de metal de la madre de Álex, aquella caja de hilos que guardaba con tanto cariño. Me acerqué a la cama y me senté junto a la mesita de noche. Coloqué la caja sobre mis rodillas y de repente me inundó una sensación de solemnidad. La caja, en aquel momento, representaba todo lo quedaba de Alejandro, y al igual que el molino, llevaba veinticinco años cerrada.

La tapa se abrió sin dificultad. Las viejas bisagras gimieron como quien despierta de un sueño reparador, y como transportados en una máquina del tiempo, los objetos que yacían allí dentro, se unieron otra vez a la realidad. La caja había preservado todo su contenido de las inclemencias del tiempo durante un cuarto de siglo. Y allí estaban, incorruptas, las velas, la caja de cerillas, los bolígrafos, los lapiceros y, añorando a su autor, los cuadernos de poesía.

Por un instante olvidé todo lo demás. Dejé la caja sobre la mesita y me levanté. Retiré la manta y las sábanas, en ese momento salieron muchos bichos espantados, algunos volando y otros corriendo con sus innumerables patas. Sacudí el colchón con la almohada hasta asegurarme de que los insectos se hubieran ido. Después me senté. Un haz de luz que penetraba por entre los restos del tejado, iluminaba el lecho. Saqué las velas y la caja de cerillas dejándolo todo junto al candelabro. Entonces cogí los cuadernos, respiré profundamente y, embargado por una mezcla de sentimientos que hacían que me temblasen las manos, abrí el primero.

Era Primavera, sus primeras poesías. Leí algunas; eran hermosas y estaban llenas de sentimiento. Reflejaban sus dudas, sus deseos, cómo descubrió el amor… Eran muy románticas. Verano y Otoño eran mucho más maduros, y mucho más íntimos. Reflexionaba sobre la vida y su sentido, la muerte, Dios, la sociedad, el más allá, la nada… Me encantaron, reflejaban al Álex inquieto y meditabundo que conocí, tan diferente al resto de los chicos de su edad, preocupados por banalidades sin importancia.

Y abrí el último cuaderno, Invierno. Álex no tuvo tiempo de escribir más. Acabado el ciclo de las estaciones, acabó su vida.

Lo leí tranquilamente, el tiempo pasaba pero nada me urgía en la vida, aquel momento era único e irrepetible, como todos, pero aquel momento en que leía los poemas de Álex, constituía uno de los más gratificantes de mi vida; el mundo podía esperar.

No había una temática común. Era una especie de epílogo y resumen de toda su poesía anterior, aunque mucho más evolucionada. Ya no planteaba solamente las preguntas, sino que fue capaz de encontrar las respuestas. Sus respuestas, pero que para él, bastaron. Continué leyéndolas con relativa tranquilidad hasta que empecé una cuyo título me llamó la atención: Me estoy enamorando. Leí con especial atención aquella poesía. Hablaba de una excursión a un lago, de un amor que nacía y de una tarde que acabó con un abrazo. ¡Hablaba de mí! ¡De nuestra excursión! Me acomodé y leí con atención las siguientes. Había más de una docena tras ella, y todas hablaban de mí. Álex hablaba de lo que sentía por mí, del miedo que le provocaba el que yo me enterara de sus sentimientos, de aquella noche… Pero en todas ellas había omitido mi nombre. En vez de Marcos, me había bautizado como Dulce M. Y pensé, tras la primera impresión, que era bonito.

Entonces la encontré. Era la poesía número 57 de Invierno y se titulaba Carta a Dulce M.

Una luz en la memoria me retrotrajo a la noche que pasamos juntos. Álex me había dicho que me escribiría una poesía, pero una realmente especial, una sólo y exclusivamente dedicada a mí. Dijo que podría escribir libros enteros, pero que aquellos versos sintetizarían todo su sentir por mí.

Noté el nudo que se me estaba formando en el estómago. Iba a oír de nuevo la voz de Álex, otra vez iba a sentir su abrazo y sus susurros al oído. Después de veinticinco años sin saber nada de él, Álex se me aparecía tal y como había sido cuando nos amamos.

Carta a Dulce M

Llegaste a mi vida

en el momento adecuado.

Llegaste a mi vida

en un momento marcado

por estrellas y cometas,

por designios superiores,

por el viento, o las veletas.

Me diste lo que más anhelaba,

me diste la alegría

que un vacío dominaba.

Sentí como crecía un sentimiento hacia ti.

Sentí como nacía una vida nueva

para mí.

Me has hecho subir tan alto,

que juego con las estrellas,

que cuido al Sol, al cosmos,

que ya no veo el pasado.

Más nunca podré mirar

otros ojos,

otra risa escuchar,

contagiarme de otra alegría

que no sea la que tú me has dado,

que no sea la que amo.

Pues mi vida, ya sin ti,

no tiene Norte, ni Sur,

ni Luna, ni Sol.

Y la vida, contigo,

solamente Corazón.

El papel apenas opuso resistencia. Quizá por su antigüedad y fragilidad, quizá porque lo que decía era para mí, no me costó nada arrancarlo del cuaderno.

Se liberó fácilmente, de arriba a abajo, tirando con cuidado. Su sordo dolor enseguida se enfrió.

Doblé la hoja con cuidado y la metí en el sobre, junto a su carta. En veinticinco años reinó el silencio, y en un día, Álex me habló dos veces.

Cuando pasé de página, vi algo que me dejó pétreo. Aquel nuevo texto que no parecía para nada un poema, estaba escrito con una caligrafía diferente. Aquella letra no me era desconocida. E inmediatamente supe qué ponía y quién lo había escrito.

La hoja estaba escrita en letras grandes y con trazos irregulares. Escrita con nervios y con miedo. Y la firma consistía en una sola letra: una M.

Sí, era mi mensaje. El mensaje que le escribí la mañana que lo abandoné, la mañana que tiré mi vida a la basura y arrastré en mi caída a quien más amé en mi equivocada existencia.

Por un momento permanecí pensando. Ambos habíamos escrito mi nombre con una simple y solitaria M. M de miedo, M de muerte…

Cerré el cuaderno. Pero tenía que continuar. Había leído la alegría de Álex, había compartido su ilusión, su amor… tenía que compartir su soledad, su tristeza, su depresión.

Las poesías posteriores a las de aquella mañana me descubrieron el pozo en el que Álex se fue hundiendo progresivamente hasta que decidió dejar de sufrir. En ninguna de ellas me culpaba de su dolor, incluso, me justificaba y decía comprender mi decisión.

Guardé los cuadernos en la vieja caja de metal, y esta en el cajón. Sus poemas no me pertenecían, no podía llevármelos, solamente aquel que me dedicó, que escribió para mí, podía abandonar su casa conmigo. Su obra, su creación, debía permanecer en su templo, en su molino.

Regresé a la cama. El silencio era total. Parecía que fuera no hubiese nada, o que las paredes del viejo gigante, al igual que antaño, me protegieran del mundo exterior. Una sensación de paz me invadió y entonces, espontáneamente, me brotó la sonrisa. Y recordé las palabras de la abuela. … Dice una antigua leyenda que el ser humano es como una vela, el cuerpo se va derritiendo mientras el alma brilla siempre. Y cuando el cuerpo se acaba por consumir del todo, el alma lo abandona para unirse a la luz celestial

Y el chasquido de la cerilla rasgó un momento el silencio. Y su luz, las tinieblas. Y encendí una vela que coloqué en uno de los brazos del candelabro.

—Cristina, gracias por amarme tantos años sin recibir lo mismo de mí. Gracias por ser una Dama y cuidarme, a mí y a nuestra hija.

Y de nuevo rasgué el silencio, que había vuelto a imponerse, demostrando su omnipresencia. Y con el segundo fósforo encendí una segunda vela, que coloqué en otro brazo del candelabro.

—Gus, gemelo, hermano. Llevo tanto tiempo luchando por sobrevivir que casi había olvidado que lucho porque tú no estás. Aunque en el fondo sé que sigo adelante gracias a ti.

Y una tercera cerilla brilló fugazmente. La mecha prendió enseguida, y un soplido extinguió el fuego. Y coloqué la tercera y última vela en el tercer y último brazo de plata.

—Álex… Sólo puedo decirte que te quiero. Porque así resumo mi vida. Toda mi existencia ha consistido en buscarte primero, quererte después, y añorarte siempre…

»Diste tu vida por mí. Y yo sólo puedo amarte aún más, si es que es posible, y tener fe en que algún día, tus sueños, se hagan realidad. Te quiero Álex, te quiero…

Y lloré en silencio, por respeto a las paredes que me acogían y me abrazaban. Y me tumbé en el lecho, mirando el cielo a través del techo, roto por el tiempo. Y observé el día a través de los tablones mientras las velas se extinguían, no por mis lágrimas, sino por el tiempo, el único que no tiene respeto ni preferencias.

Y por fin llegó la noche. Y ya no había luz, ni del Sol, ni de las almas. Solamente la de las estrellas que me miraban a través del tejado mientras bailaban su danza celeste. Y yo, al final, viendo el titilar de los astros, dejé de llorar.