Sentí cómo la inercia se apoderaba de mi cuerpo. El tren no iba rápido, pero el armónico traqueteo del camino había entrado en mí convirtiéndome en una más de las piezas del vagón. Vibraba con él y traqueteaba con él. Ya, después de tantas horas, formaba parte de él. Aquellos vagones se habían impregnado de mis recuerdos, de mis emociones y de mis miedos. Y yo empezaba a sentir la seguridad de sus paredes de metal.
Por fin se detuvo y una expiración metálica anunció el final de mi trayecto. Recogí mis cosas y descendí. El tren se marchó alejándose por su metálica senda, y yo me quedé solo. Y sentí la desnudez al ver alejarse el convoy con el que había compartido mis recuerdos…
El andén estaba desierto, para mi sorpresa. Busqué con la mirada a Elena, pero no estaba. Pensé que como ya era bastante tarde, no habría venido. O que quizá el tren, entretenido con mi historia, se habría retrasado. Esperé unos minutos y cuando el hambre rugió de nuevo en mi estómago, abandoné la estación. Todo aquello era nuevo para mí. El pueblo había crecido mucho en los veinticinco años que habían transcurrido desde la última vez que estuve allí. Caminé por aquellas desconocidas calles hasta que vi algo que me resultó familiar: la calle Primo de Rivera. Aunque ya no se llamaba así. El mundo había cambiado y ahora la calle se llamaba Fantasía. Era raro, pero bonito.
Avancé calle abajo. Allá estaba el Don Quijote. Estaba totalmente transformado. Manolo había desaparecido y en su lugar una jovencita en top servía combinados. Y el rústico cartel de madera había dado paso a un neón azul y rojo que formaba la silueta del hidalgo manchego. Seguí adelante y enseguida encontré la plaza. Todo era nuevo, todo diferente.
Algo me hizo mirar hacia allí. Una sombra se detuvo al otro lado de la plaza. Estaba fuera del alcance de las farolas, y no era más que una silueta. Pero me era familiar. Estaba seguro.
Me pareció que sonreía. Parecía tener una melenita hasta los hombros; saludó con una mano. Avanzó unos metros hasta hacerse visible.
¡Era él! ¡Álex! Tan guapo como antes. Parecía que el tiempo no hubiera pasado para él. Estaba exactamente igual que la última vez que lo vi, en 1970…
Sentí como si una inercia se apoderase de mí. Una fuerza que tiraba de mí hacia delante. Corrí hacia él. Abrió sus brazos. La fuerza aumentaba, casi me arrastraba, ya estaba frente a mí…
—¡Álex, Álex…!
Caí de bruces al suelo de mi compartimento en el vagón del tren que, ahora sí, llegaba a Molinosviejos. Me incorporé aturdido. Era de noche y me vi reflejado en el cristal de la ventana. Sonreí ante mi reflejo, me parecía ridículo. Me puse la americana, recogí la maleta y bajé del tren. En la vida real, el tren no me parecía tan entrañable como en mis sueños. Se alejó estruendosamente y allá dejó a sus pasajeros, sin decir siquiera adiós, sin importarle si habíamos llorado o reído en su interior, sin pegársele ni un poco del calor de nuestros corazones.
No había mucha gente en la estación: un par de familias que se reunían, viajeros solitarios, alguna pareja de ancianos que regresaba de Ciudad Real de hacer compras…
—¡Marcos! —exclamó una voz que reconocí al instante, me volví y la estreché entre mis brazos.
—Elena, cariño. Me alegro de verte.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal el viaje?
—Bien, bien. Demasiados recuerdos, quizá. Pero bien. He llegado, ¿no?
Elena me miró comprensiva. Sonrió y me dio otro abrazo.
—No has cambiado nada, primo —me dijo tras observarme de arriba a abajo durante un instante.
—No, qué va. Las arrugas y las canas empiezan a ganar terreno, y he engordado unos kilos desde entonces.
—Tonterías, estás muy guapo, y de peso estás genial. Lo que pasa es que por aquel entonces estabas en los huesos, Marcos —me dijo halagándome, con una sincera sonrisa y un brillo en sus ojos que me decía que realmente se alegraba de verme, que no me odiaba por todo lo que ocurrió.
—Tú también estás muy guapa, Elena. Conservas la misma dulzura en la mirada que tanto nos gustaba… —La melancolía me inundó de nuevo.
—Vamos —dijo Elena pasándome un brazo sobre los hombros—, la abuela está impaciente por verte.
Junto a la acera, nos esperaba un coche que reconocí al instante.
—¡El Peacemovil! —exclamé al ver el viejo seiscientos de Max—. ¿Cómo es posible?
—Max lo limpia y revisa a diario. Incluso le ha puesto un motor nuevo. Lo mima más que a mí.
—Increíble. Por lo menos tiene treinta años.
—Sí. Le tiene mucho cariño. Llevo tiempo diciéndole que tenemos que comprar otro, pero Max dice que lo enterrarán dentro de su seiscientos.
Montamos en el viejo coche. Elena arrancó y el rugido del motor confirmó sus palabras. Aquel coche era eterno.
—Desde luego, suena como nuevo.
—Si funcionar, funciona. Y corre como un demonio. Pero ya casi no cabemos. Y cuando llegue Agustín habrá que comprar una furgoneta —dijo tocándose el vientre.
—¿Estás…?
—Sí, el cuarto ya.
—¿No es un poco tarde para tener otro hijo?
—¡Eeehh! Que Max también me pone a punto de vez en cuando —reímos abiertamente, como si nos viésemos a diario, y hacía años que no la veía, pero entre nosotros, pese a todo lo ocurrido, seguía habiendo confianza—. No, es cierto. Estoy mayor para otro embarazo. Pero ocurrió. Y los médicos me han dicho que estoy muy sana, como si tuviera treinta y cinco.
Elena metió la marcha y nos pusimos rumbo a casa.
—¿Agustín? —sonreí mirando en lontananza—. Gracias.
—O Agustina, si es niña. Era algo que deseaba desde hace tiempo. Pero primero fue Juan, aunque lo llamamos John —la miré de soslayo—, por Lennon, vaya; cosas de Max —sonreímos—. Luego Pedro, por mi padre, Palmira y ahora, ya se lo he dicho a Max y a los chicos, será Agustín.
—O Agustina.
—Exacto. Están muy ilusionados. Imagínate, se va a llevar doce años con Palmira. Va a ser un juguete para todos.
—Enhorabuena.
El Peacemovil enfilaba ya la calle Fantasía. ¡Era real! Tuve que mirar dos veces el cartel para cerciorarme de que no era una ilusión óptica. Allí estaba el moderno Don Quijote con sus luces de neón y su camarera destapada. Servía cervezas y combinados a jovencitos que bailaban bacalao como poseídos por un espíritu enloquecido.
Bajamos hasta la plaza. Estaba totalmente renovada. Era peatonal, aunque se permitía el paso de vehículos por un costado para llegar al otro lado del pueblo. La vieja taberna había desaparecido. Ahora era otro estruendoso pub; y la tienda de Rosa se había transformado en una enorme heladería. La gente, forasteros de vacaciones, hijos y nietos de ancianos rurales, se divertían al son de los nuevos ritmos de las listas de éxitos. Debían de ser cerca de las doce de la noche. Y el mundo seguía girando igual que lo hacía veinticinco años atrás.
¿Por qué me marché? Me lo había preguntado un millón de veces, quizá más. Miedo a morir, miedo a que lo mataran, miedo a la sociedad, a que se nos echase encima y nos devorase… No sé, me fui. Y ¿por qué no regresé? Esta pregunta me atormentaba aún más. Ardía en deseos de volver. De volver y amarlo. Verlo de rodillas al final del andén, con el rostro entre sus manos, llorando, pidiéndome que no me fuera, rogándome que no lo dejara, era una imagen con la que aún me despertaba por las noches.
Quise volver pero no pude, no quise, o me dejé llevar por la corriente. Mis padres regresaron a los diez días, junto con el cuerpo de Gus. Lo enterramos en el panteón familiar. Y se acabó. Todas las declaraciones e interrogatorios se pusieron en manos de los abogados de mi padre y yo no tuve que intervenir, ni viajar, solamente firmar una declaración en los juzgados de mi ciudad. Al fin y al cabo, oculto el verdadero motivo del asesinato de Gus, yo no tenía nada que ver. Todos vieron a Gus defender a Álex el día del linchamiento en la plaza, David nos odiaba por eso, y ese fue el móvil. Los atraparon. David Cortés y sus colegas, los indignos «Hijos del General» fueron detenidos en una vieja casucha, a las afueras del pueblo de al lado. En la detención, como se resistieron, hubo disparos, y murió un chico. No sentí pena al enterarme, aunque con el tiempo comprendí que alegrarme de sus males no me devolvería a Gus. No merecía la pena vivir alimentándose de rencor.
Para mi sorpresa, cuando David se enteró de que al que había matado era a Gus en vez de a mí, no dijo nada. Es más. En el juicio, confesó que nos odiaba a los dos por haber defendido a un tipo al que estaba dando una lección. A David también le convenía ocultar los verdaderos motivos del crimen, así que no nos delató. La condena para todo el grupo fue de veinte años de prisión a cada uno. Sus abogados, financiados por el dinero de los fondos reservados del Estado al que, al fin y al cabo, servían, trataron de exculparlos argumentando trastornos mentales transitorios. Sin embargo, pese a la confianza de David en que las altas jerarquías influyesen en los jueces, por lo visto el general al que servían se desentendió de la suerte de sus hijos para que nadie se enterara de la existencia de estos grupos de matones a sueldo. De esta manera, los jóvenes fueron encarcelados como delincuentes comunes. Instaurada ya la democracia, David y su banda continuaron entre rejas cumpliendo la condena por asesinato. Supe, algún tiempo después, que David tuvo problemas en prisión y que perdió la oportunidad de salir bajo fianza, pero, al final, deseando retomar el curso de mi vida, perdí todo contacto.
Aun así, con los asesinos detenidos y sin peligro, no regresé. Ya no tenía excusas, ya no había por qué temer. Pero no regresé. Dejé pasar el tiempo y renuncié a Alejandro, al amor. El miedo que me daba la sociedad era más grande que el deseo de regresar. Me dejé vencer por el mundo, me dejé asesinar.
No hubo noche, a decir verdad, en la que no pensara en él. Ni una sola, en veinticinco años. Su recuerdo, su amor, permaneció intensamente en mi vida, pero esta, poco después del regreso, cambió radicalmente de rumbo encaminándome por una senda de la que no supe salir.
—¿Cómo está Max?
—Bien. Muy bien —me miró sonriendo.
—Me alegro mucho de que sus pasiones políticas dieran por fin fruto.
—Sí, ya ves. Desde hace diez años, alcalde de Molinosviejos, y parece que va a seguir unos cuantos años más. La gente lo quiere mucho y, bueno, ya no es tan radical como cuando lo conociste. Se ha moderado un poco, aunque sigue con su pelo largo, las gafitas redondas… —rompimos a reír—. Marcos. —Elena se puso seria—, Max lo intentó, de verdad, intentó que se conociera la verdad, intentó que se supiera que habían existido los «Hijos del General». Pero todo fue inútil. Nadie sabía nada, nadie decía nada. No sé si el miedo o yo qué sé qué, pero por más que preguntamos, que investigamos, no conseguimos demostrar nada.
—Tranquila, Elena —le dije acariciando su mejilla con el dorso de mi mano—. Ya sé que después de asesinar a Gus se dio marcha atrás desde Madrid y que las pruebas se evaporaron. Yo también investigué por mi cuenta. Ahora ya no vale la pena. El tiempo ha ido matando a todos los responsables —añadí resignado—. Pero bueno —dije obligándome a sonreír y cambiando de tema—, háblame de ti, Max y tú. Sois muy felices, ¿verdad?
—Sí, creo que soy bastante feliz. —Frenó cuando alcanzamos la casa de la abuela.
—Aún recuerdo cuánto me sorprendí al enterarme.
—Sí, fue una sorpresa para todos. Aunque la primera sorprendida fui yo. Jamás pensé que me enamoraría de un espantapájaros como Max.
—Era muy peculiar por aquel entonces.
—Y lo sigue siendo ahora, pero lo quiero muchísimo.
—No sabes cuánto me alegro de que pudieras olvidar a Álex.
—Calla, Marcos —su semblante cambió radicalmente—. Ya hablaremos de eso mañana.
Salió súbitamente del coche. Había metido la pata al hablarle de Alejandro. Aún le importaba. Por mucho que quisiera a Max, entregó su corazón a Álex, y eso no tenía marcha atrás. Puedes enamorarte otra vez, pero el anterior amor siempre palpita, medio dormido, en tu interior.
La puerta se abrió. En el umbral apareció una figura encogida que caminaba apoyada en un bastón. Era la abuela Palmira. Me acerqué a ella. Me miraba con ternura y sonreía. Tenía el cabello blanco recogido en un moño y su rostro, arrugado y desdentado, había sucumbido al paso del tiempo. Aunque sus ojos, espejo del alma, me miraban con la misma frescura que tenían tantos años atrás. Se acercó y nos abrazamos.
—Hola, mi niño.
—Viejita…
—Mucho tiempo te has tomado para recapacitar, hijo —me dijo clavándome la mirada.
—Demasiado, abuela, lo sé.
Entramos. La casa había cambiado. Estaba, si cabe, más alegre que antes. Habían cambiado los suelos y las paredes habían sido pintadas en tonos claros. Incluso las viejas cortinas, habían dado paso a unas ligeras y frescas cortinas blancas con pajarillos de colores suaves bordados. La cocina, antaño gris y verde, era ahora blanca y amarilla, con detalles en negro, y con todos los electrodomésticos nuevos, modernísimos. Pero había algo que se había mantenido invariable durante todo aquel tiempo: la vela que ardía en el recibidor, la vela de mi abuelo Francisco.
—Por fin has llegado, tenía muchas ganas de verte —dijo una voz desde la escalera.
—¡Julia! ¿Cómo estás, hija?
Julia era mi hija, mi única hija. Tenía veintitrés años.
Como he dicho, el rumbo de mi vida cambió radicalmente en los meses siguientes a aquel verano.
Mi madre no superó la muerte de Gus y cayó en profundas depresiones que la fueron consumiendo hasta que aquellas mismas Navidades, murió de un infarto. Hice lo posible por ayudarla. La animé como pude. Le pedí que luchara, que aún quedábamos nosotros y que la necesitábamos. Le dije que Gus no querría verla así, hundida, que no se lo permitiría; pero todo fue inútil. No me escuchaba, añoraba demasiado a Gus; y mi padre, en vez de ayudarme, se resignó a lo inevitable. Hice lo que pude, pero el fuerte en casa, siempre había sido mi gemelo.
Mi madre murió el día de Navidad de 1970. Papá se fue, como siempre, al extranjero, a hacer negocios. Dijo que en aquel momento más que nunca, necesitábamos estabilidad económica, y tras los funerales, se evaporó. Pensó que alejándose olvidaría, ¡qué necedad! Y lo peor es que yo estaba sumido en el mismo error.
Me quedé solo. Y solo y desorientado, me refugié en la bebida. Nadie me controlaba y la vida era un infierno, así que decidí autodestruirme. Para la Semana Santa de 1971, yo era un borracho asqueroso de veinte años. Y en aquel momento apareció Cristina: papá, preocupado repentinamente por mí, contrató desde el extranjero una agencia de asistentas del hogar. Y de la agencia, me mandaron a ella. El primer día que llegó a casa, como entró con la llave que había enviado mi padre, me encontró totalmente borracho, tirado en el pasillo de casa. Ella sola, se las arregló para bañarme y acostarme. Y al despertar a la mañana siguiente y verla, perdí la cabeza definitivamente.
Cristina era joven y muy hermosa. Era simpática, inteligente y dulce. Pensé que si me lo proponía, podría olvidar a Álex y vivir como una persona normal. Vaya un error tan absurdo. Aunque al principio, dio resultado. Empecé a comportarme bien, a ir a clase, dejé de beber y comencé a seducirla. No tardamos mucho en irnos a la cama. Ella vivía en casa y, como le gusté, todo fue sobre ruedas. Además, mis deseos de olvidar hicieron que no me costara nada ni sintiera remordimientos por engañarla diciéndole que la amaba cada vez que hacíamos el amor.
Aquel mismo verano, se quedó embarazada, así que decidimos casarnos. Realmente, quise a Cristina, la quise mucho, aunque jamás me llegué a enamorar de ella. En mi corazón, todavía, y creo que para siempre, siguió latiendo mi amor por Álex. Es algo que no comprendí entonces, pero que se me presentó después como una verdad indeclinable.
Julia nació en primavera, un mes de abril de 1972. Una niña preciosa que creció y se convirtió en una adolescente hermosísima a la que no le faltaron pretendientes.
Cristina y yo no tuvimos más hijos. Ella quería trabajar y, como sentía que ya había cumplido con su faceta de madre, y mi padre le consiguió un puesto en la empresa, decidimos que con Julia era suficiente. Cristina trabajó duro para sacarnos adelante a los tres. Yo continué mis estudios y cuando acabé la carrera, empecé como médico de cabecera en el ambulatorio de nuestro barrio. Entre los dos, trabajando sin descanso, conseguimos formar un hogar y educar a Julia lo mejor que supimos. Mientras tanto, yo iba enterrando a Álex en mi memoria y en mi corazón.
Poco antes de que Julia nos dijera que se quería ir a vivir con su novio, Cristina empezó a sentir las primeras molestias. No tardó en desarrollarse la enfermedad, y yo, pese a todo lo que había estudiado y aprendido en quince años de profesión, fui incapaz de salvarla. La agonía duró tres años. Tres años de pruebas, de mejoras, de recaídas, de pastillas, de dolores… pero fue como el agua que se te escurre entre los dedos.
Al menos fui capaz de quitarle el dolor, murió sin dolor, sonriendo, entre mis brazos. La lloré muchísimo, mucho más de lo que hubiera imaginado. Recuerdo que en el funeral, al salir de la iglesia, cuando nos quedamos a solas mi hija y yo, Julia me dijo:
—Papá, ahora tienes que seguir viviendo. Recuerda que mamá sólo te pidió una cosa, que siguieras viviendo, que no murieras con ella. Mira al futuro, intenta ilusionarte con el futuro. Y si lo necesitas, busca en tu pasado la llave que te abra la puerta del futuro.
Esas palabras se me clavaron en la mente y como máquinas excavadoras, hurgaron en mi memoria hasta que, una noche, rescataron a Álex. Siempre pensé en él, pero aquella noche, reapareció con todo su esplendor.
Una idea loca se me coló en la cabeza. Una tontería, al principio, pero que fue creciendo hasta tener fuerza de obsesión: ¿y si volvía a buscarlo? Julia ya vivía con su novio desde hacía algún tiempo, así que yo me quedaba completamente solo. Papá había muerto unos años antes, y con la herencia, más la pensión de viudedad de Cristina, podía vivir holgadamente sin trabajar, al menos una temporada. Además, tras perder a Cristina, la medicina ya no me decía nada, me sentía fracasado. Pedí la excedencia y me concentré en mí mismo.
Volver en busca de Alejandro, qué peligrosa idea… ¿Y él? ¿Cómo reaccionaría? Ahora tendría cuarenta y siete años. Qué locura. Pero yo lo amaba. Todavía, al volver a pensar en él con fuerza, sentía esas cosquillas en el estómago, ¡como cuando tenía diecinueve años!
Pensé en pedirle perdón, aunque me parecía un poco absurdo después de tantos años. Incluso llegué a rechazar la idea durante un tiempo. Pero cuando la soledad de la casa lo inundó todo, la idea retornó con fuerza, con más fuerza que nunca.
Álex también me seguiría queriendo, seguro. Lo tenía claro: iría al pueblo, lo buscaría, hablaría con él, y ya veríamos cómo reaccionaba. El mundo había cambiado y ya no temía demasiado a nadie. Había que intentarlo. Y qué mejor ocasión que el cumpleaños de la abuela Palmira para regresar a Molinosviejos.
Julia y su novio habían ido al pueblo a primeros de agosto; y yo, como siempre desde que murió Gus, había viajado solo, unos días más tarde.
Casi eran las dos de la madrugada, y el calor era agobiante. No recordaba el calor de las noches manchegas, y la noche, confusa de por sí, se presentaba imposible para poder conciliar el sueño.
Tras mi llegada, Elena y Max, que apareció ante mí como un recuerdo viviente del pasado, con su melena rubia y sus gafas a lo Lennon, se marcharon a casa porque Max tenía un pleno del Consistorio a primera hora de la mañana. Pero antes de irse, nos fundimos en un abrazo que aunque sin palabras sirvió para comunicar, agradecer y perdonar muchas cosas que compartíamos y que habíamos vivido aquel viejo hippy y yo.
Elena me dijo, antes de marcharse, que vendría a la mañana siguiente a buscarme porque teníamos mucho de qué hablar.
Cené un sabroso solomillo en salsa, queso manchego y vino, naturalmente. La abuela se sentó a mi lado y cuando Julia y su novio se fueron a dormir, nos quedamos solos, con toda la noche a nuestra disposición para poder confesarnos.
—¿Por qué has vuelto, Marcos? —me preguntó sin rodeos la abuela.
—Abuela, ahora no creo que sea el momento de…
—Es el momento —dijo secamente, aunque sin perder nunca la ternura de su mirada—. Has tardado veinticinco años en regresar. Y yo voy a hacer ochenta y cinco años, no creo que me quede mucho, así que aprovechemos ahora, que aún podemos —asentí con la cabeza, tenía razón—. Olvidaste este pueblo y a su gente. —Arqueó una ceja y yo bajé la mirada, abatido por su fuerza—, y ahora de repente vuelves. ¿Por qué?
—Abuela, al morir Cristina me quedé solo. Papá había muerto también y Julia se había ido de casa. De repente comprendí que tenía que rehacer mi vida. Me quedaba igual de solo que cuando murieron Gus y mamá, y mi padre me dejó para irse a trabajar.
—Y recordaste aquel verano, ¿no?
—Sí, así es.
—Y a aquel muchacho —lo dijo bajando la voz, casi en un susurro.
—Sí, abuela. Pensé que podría encontrar mi futuro volviendo a mi pasado. Buscándolo.
—Ya es un poco tarde, ¿no crees?
—Ha pasado mucho tiempo, sí, pero quién sabe…
—¡Han pasado veinticinco años! —No me dejó acabar. Creo que llevaba un cuarto de siglo esperando la ocasión de cogerme, y ahora me tenía en bandeja de plata, en su terreno, el terreno de la razón y del sentido común—. Marcos, lo abandonaste, no volviste más, te casaste, tuviste una hija, ¿cómo…?
—Yo quise a Cristina, abuela —lo reivindiqué con total sinceridad—. De verdad —asintió—. Quizá vi en ella más salvación que pasión, pero la quise, y me sentí feliz con ella.
—¿La quisiste como a él?
—No…
—¿Fuiste tan feliz con ella durante todos los años que estuvisteis juntos que con Alejandro en unos pocos días?
—Abuela…
—¡Marcos! —exclamó dejando caer el puño sobre la mesa y poniéndose en pie—. He rezado por ti todas las noches desde hace veinticinco años. He rogado para que te dieses cuenta de lo que habías hecho, pero mis plegarias no han sido escuchadas.
—Tenía miedo —me excusé, y mi voz se ahogaba.
—Mi niño. —Se sentó y me tomó ambas manos, las besó—, ¿no te has dado cuenta todavía de que hay amores eternos que duran un fin de semana?
El contacto de mis labios con la leche caliente fue reconfortante; el tomarla, vivificante. La abuela me echó un terrón de azúcar en la taza. Otro en la de ella, y volvió a sentarse a mi lado.
—¿Por qué no viniste a mi boda? Siempre quise, preguntártelo.
—Ni tu prima ni yo vimos con buenos ojos esa boda —su sinceridad me abatía—. Sé que Cristina fue una mujer excepcional.
—Una Dama.
—Lo sé. Pero una Dama engañada —disparó.
—No.
—Sí. Vivió engañada. Amando a quien no la amaba.
—¡No! La quise.
—¿La amabas?
No pude resistirlo, rompí a llorar. La abuela me abrazó y me acarició como lo hace una madre. Era cierto, la abuela me estaba poniendo frente a frente a la verdad a la que tantas veces di esquinazo cuando las dudas me colmaban.
—No como a él —dije al fin con un hilo de voz.
—Tranquilo, hijo.
—¿Y qué puedo hacer ya? —pregunté de repente incorporándome—. Cristina ha muerto. Y por eso he venido, para buscar a Alejandro. Para poner algo de verdad en la farsa que he vivido.
La abuela guardó silencio, parecía que me comprendía, aunque su mirada escondía algo.
—Mañana lo buscaré y entonces ya se verá. —Ella permanecía con la mirada baja—. Por lo menos, si me dice que me vaya por donde he venido, podré decir que lo intenté, que intenté rectificar mi vida.
—Claro, hijo —dijo al fin—, haces lo que debes. ¿Qué hora es? —preguntó de repente—. Se ha hecho muy tarde. Has tenido un largo viaje y deberías descansar. —Se puso en pie y, tomándome del brazo, salimos de la cocina. Subimos las escaleras y abrió la puerta del cuarto que antaño ocupara Elena.
—Tu hija está en esa otra, la que tú y tu hermano usasteis aquel verano. Pensé que se te haría duro dormir en esa habitación. Además, ellos son dos, y este cuarto es más pequeño.
—Gracias abuela. Piensas en todo.
—Soy vieja ya, hijo. He visto muchas guerras, a los hombres matarse entre sí, he visto el sufrimiento y la felicidad. Ya no hay nada que me sorprenda y mi cabeza va muy bien, así que no tengo problemas en conocer a mi propia familia. Quién sabe dentro de unos años… Ya veremos en el año 2000, a lo mejor sois vosotros los que me tenéis que cuidar a mí.
—No dudes de que así lo haremos. Buenas noches, abuela.
La besé en la frente y me interné en el dormitorio.
—Buenas noches, Marcos. Duerme bien, hijo, mañana será un día muy duro —y sonriendo añadió—: ¡Como todos!
Cerré la puerta. A oscuras me desnudé y me acosté. No tenía sueño, así que me levanté y abrí la ventana. Me senté en el alféizar y encendí un pitillo.
La noche estaba estrellada y oscura. El pueblo me observaba en silencio y respiré profundamente los añorados aromas del campo. El cigarrillo se consumió enseguida, una suave brisa lo quemó y de repente, me vi contemplando la ceniza que desprendida, salió volando por la ventana, deshaciéndose en minúsculas fracciones de polvillo que en un instante se disolvieron en la noche. Entonces, contemplando las ascuas del pitillo, me di cuenta de que cada calada que le das a la vida es importante, porque la ceniza desaparece en lo inmenso del mundo, porque el fuego dura instantes y el sabor, si se aprovecha, eternamente. En aquel momento me di cuenta, de lo poco que dura la vida.