VII

Una lágrima recorría mi mejilla cuando el tren se detuvo, otra vez. Ya no me quedaba mucho, ya casi habíamos llegado. ¿Media hora? ¿Tres cuartos? ¡Qué más daba ya! Ahora no había marcha atrás. Y menos mal, porque seguro que la habría dado. Pero debía volver y reconquistar mi vida, o intentarlo, aunque ya fuese tarde…

Otra vez la tierra se deslizaba hacia atrás. Otra vez la distancia volvía a encogerse para que yo llegase a mi pasado, y quizás, a mi futuro.

Aquella noche constituyó el principio del fin. A partir de entonces, todo ocurrió a velocidad de vértigo.

Fue, sin duda alguna, la noche más maravillosa de toda mi vida. Fue la única noche en la que realmente me he sentido vivo, feliz y libre.

Mis recuerdos son brumosos, pero no porque fuera una noche oscura, cerrada. No, sino porque tantas sensaciones no son fáciles de ordenar en el cerebro. Y los seres humanos, tan racionales nosotros, tenemos la costumbre de archivar nuestros recuerdos con etiqueta. Tal día a tal hora pasó esto; era verde, dulce o frío… Pero una caricia fue dulce, un beso intenso, un susurro tierno… No es fácil ordenar y clasificar estas sensaciones por orden cronológico. Se siente tanto y se es tan feliz, que no se observa con racionalidad. No; simplemente se disfruta tal cual son, sin pararse a analizarlas. Y eso nos ocurrió aquella noche. Que nos amamos tanto y tan intensamente que no podríamos decir qué pasó antes o después de cada momento. Fue, y fue maravilloso.

No puedo decir en qué momento me quedé dormido. Si antes de que pasase la tormenta o después. Hubo una tormenta tan poderosa en el interior del molino, que la de fuera, la de los rayos eléctricos de un azul argentino que formaban escaleras hacia el cielo, y la de truenos intimidantes como voces del Olimpo, nos pasó desapercibida.

Sólo sé, sólo recuerdo, que poco a poco, tras subir a lo más alto, fui bajando y sumiéndome en un sueño reparador que me secuestró de la vigilia. Aunque estoy seguro de que me dormí sonriendo.

Me pareció que era de día, sin embargo algo no cuadraba. La luz del sol no daba, no podía dar directamente sobre la cama. Los ventanucos del molino estaban demasiado altos y eran demasiado pequeños para que los rayos áureos del alba nos alcanzasen en el lecho.

Pero yo veía una luz. Con los ojos cerrados incluso, podía sentir la luz a mi lado, a mi alrededor. ¿Habré muerto de felicidad? No, no podía ser. Estaba despierto y consciente y sentía la calidez del cuerpo de Álex a mi lado. Podía escuchar, dentro de un silencio de paz como pocos, el latir de su corazón, e incluso sentía, levemente, el subir y bajar de su pecho al respirar. ¡Estaba abrazado a él y recostado sobre su torso! Abrí los ojos lentamente. La claridad de una luz me hizo cerrarlos de nuevo y abrirlos más lentamente aún, hasta que mis ojos se habituaron a la claridad ya que, durante la noche, fueron el resto de mis sentidos los que sustituyeron a la vista en la captación de las sensaciones.

¡Velas! Aquella luz eran las velas de un candelabro que Álex había encendido y que se derretían, poco a poco, sobre la mesita de noche.

Sin moverme un ápice, miré a mi alrededor. Álex leía un libro. Estaba tumbado boca arriba, con los brazos extendidos sosteniendo el libro. ¡Leía! Pero ¿qué leía? Agudicé la vista sin moverme. Era un manuscrito. Era un cuaderno, un cuaderno de poesías. ¡Sus poemas!

—Hola —dije sin más.

Cerró el cuaderno. Deslicé hacia arriba la cabeza hasta que nuestros ojos se encontraron y me encontré, además de con su profunda mirada, con una sonrisa. Me acarició el pelo y se deslizó hacia abajo hasta que nuestros rostros estuvieron a la misma altura. Y todo ello sin dejar de abrazarnos.

—Hola —susurró.

—¿Qué hora es? ¿Ha amanecido?

—Aún no. Perdona, te he despertado.

—Tranquilo. Mejor así. No dejes que me pierda un minuto contigo por dormir. Ya tendré tiempo para dormir.

—Claro —rio—. Toda la eternidad.

—¿Qué leías?

—Poesías. Quería buscar una para ti, aunque ninguna me convence.

—Pues entonces, escríbeme una.

—Sí, eso haré. Después de esta noche, podré escribir todas las poesías que quiera sobre ti —sonreí halagado, enamorado—. ¡Dios! —exclamó apretándome contra él—. ¡Cómo te quiero!

El tiempo parecía haberse detenido en el molino. Y ojalá hubiese sido así. Ojalá nunca hubiéramos salido del molino para volver al mundo, al hostil y cruel mundo que nos esperaba lleno de cadenas.

Las velas estaban prácticamente derretidas cuando volví a emerger del torbellino de amor en el que nos adentramos juntos, más calmados ya, juntos, más conscientes ya, pero juntos.

—¿Te has fijado alguna vez en la vela que mi abuela tiene siempre en casa?

—Ahora que lo dices, sí. La he visto. Sí, tiene una vela encendida constantemente en el recibidor. Incluso de día. ¿Por qué?

—Pues verás, esa vela representa a mi abuelo —Álex me miró sorprendido y con curiosidad—. Según me explicó, hay una leyenda, o un antiguo saber popular que atribuye a las velas el simbolismo de la dualidad del hombre: la cera, el cuerpo que se va estropeando, envejeciendo, y la llama, el alma inmortal que abandona el cuerpo cuando este muere.

—No la conocía. Es una leyenda muy hermosa. Me gustaría escribir algo sobre ella.

—Estaría bien, es un símbolo que está en casi todas las culturas y religiones del mundo. Y no creo que haya mucha gente que conozca el significado. Si escribes algo, ¿me lo dejarás leer?

—Claro, no lo dudes, serás el primero en leerla.

—Dime, ¿escribes a menudo?

—Bueno, no demasiado, cuando estoy inspirado.

—Creo que yo sería incapaz de escribir una poesía. Y no es por la rima, eso no me preocupa, es que no creo que sabría expresar mis sentimientos con claridad como para escribirlos. Sé decir «te quiero», «te amo»… Pero no creo que pueda desarrollar el sentimiento con palabras mucho más allá de eso.

—¡Claro que puedes! —objetó poniendo cara de profesor que da una reprimenda al más inteligente y difícil de sus alumnos—. Pienso que si se siente mucho, se puede expresar. No tiene por qué ser con palabras. Yo escribo, pero hay quien compone canciones, o quien pinta un cuadro… Se trata sólo de encontrar el medio de expresión adecuado a cada uno.

—Sí, quizá sea así. Tendré que probar otros medios de expresión —y me eché a reír mientras le hacía cosquillas. Tras unos minutos, continué—: ¿Has escrito mucho? ¿Tienes muchas poesías?

—No, no demasiadas. Bueno, según se mire. Tres o cuatro cuadernos. Los guardo en la cómoda, en la caja de mi madre —señaló el mueble, asentí—. Los numero, aunque también tienen título.

—¿Y cuáles son? —Mi insaciable curiosidad por el ser que amaba crecía por momentos.

—Bueno, no sé por qué, al primero lo llamé Primavera —sonreí y me acompañó—. ¡Sí! Quizá porque era el despertar, mi despertar a la poesía.

—Está bien.

—No creas. Cuando las releo ya no me convencen. Creo que he cambiado mucho desde que las escribí, ya no me identifico con aquel Alejandro.

—Quizá hayas cambiado, pero gracias a aquel Alejandro, hoy estás aquí, le debes mucho.

—Visto así, tienes razón. Primavera fue el génesis de mi poesía. Tiene setenta y tres poemas. También los numero.

—Eres un bohemio increíblemente metódico, ¿no?

—A lo mejor demasiado ordenado. Me gusta la libertad sin límites, la improvisación y la sorpresa; pero creo que las cosas hay que dejarlas bien atadas.

—Te cargas la espontaneidad así.

—Creo que en realidad no tengo mucho de bohemio y que lo que de verdad he hecho ha sido montarme una oficina en el campo, original, pero todo organizado y en su lugar.

—Yo en cambio, soy un desastre completo. Siempre pierdo los apuntes porque los dejo entre una montaña de papeles que tengo sobre el escritorio… y acabo copiando los de Gus. Mi madre ya desistió de mandarme que ordenase la habitación. Y dime —dije recordando los cuadernos—, ¿cómo se llaman los otros tres?

—Cuando empecé el segundo, no se me ocurría ningún título. Las primeras poesías eran muy diferentes entre sí, no encontraba algo que las uniera. En fin, que me dejé llevar por la inercia de la comodidad y le puse Verano.

—Entonces los otros, Otoño e Invierno, ¿no?

—Exacto, muy poco original, ¿verdad?

—Vaya, pero la pregunta interesante es: ¿cómo se llamará el quinto?

—Eso será un problemilla de sencilla solución, como escriba mucho sobre ti, le tendré que poner tu nombre.

—¡Sí, hombre! —exclamé entre carcajadas.

En ese instante, la última vela que quedaba encendida se extinguió y volvimos a perdernos bajo las sábanas.

Dicen que vivir eternamente debe de ser aburrido. Creo que si se es feliz, la eternidad pasa tan deprisa que ni te das cuenta. Eso más o menos es lo que nos pasó aquella noche. Fuimos felices, y el tiempo pasó volando.

La cera ya se había enfriado, pero el molino estaba iluminado. Se trataba de una claridad difusa por la que se veía flotar las partículas de polvo en una danza inconfesable tan antigua como remota es la Luna.

Me encontré solo en la cama. Oí la puerta que se abría y salté a la balaustrada. Un temor me envolvió y se concentró en la boca del estómago. Miré con cautela, acurrucándome detrás de la cómoda, desde donde podía mirar sin ser visto. Observé intentando descubrir al intruso.

Era Álex. Había entrado y llevaba una bolsa en la mano en la que distinguí una barra de pan. Miró hacia arriba y cuando me descubrió, sonrió.

—¡Buenos días!

—¿Has ido al pueblo tan temprano?

—No había nada para comer.

—¿Comer? —me inundó un interrogante, y una aguda preocupación—. Pero ¿qué hora es?

—No lo sé. Odio los relojes.

—Pero ya es de día —apunté.

—Y tanto. El Sol está muy alto. Serán por los menos, las doce.

Sentí como si un relámpago me atravesara.

—¡Dios mío! —exclamé poniéndome los pantalones (secos ya, como el resto de la ropa que fui recogiendo por todo el interior del molino) de un salto. Salí del molino, con los zapatos en una mano y la camisa en la otra—. Cuando llegue a casa, la abuela me va a matar.

—Pensaba que íbamos a comer juntos —se lamentó.

—Álex, lo siento —dije calzándome, sintiendo de corazón no poder quedarme—. No saben dónde estoy. Y la abuela estará histérica —me miró sin acabar de comprender—. Mi abuelo murió porque un rayo le cayó encima; y si nos da la murga con algo, es con cobijarnos de las tormentas. Y sin saber nada de mí, imagínatela. Ya la otra vez estaba nerviosa, así que hoy no quiero ni pensarlo. Tengo que marcharme. Lo siento.

—No te preocupes, ve a casa. Tienes razón, estarán asustados. —Y me abrazó con inmensa dulzura—. ¿Vendrás a cenar? Haré algo especial.

—Te lo prometo. —Y lo besé como si fuese la primera vez, tímidamente primero, después con pasión.

En un flash de racionalidad, me ordené a mí mismo separarme de él, de otro modo, creo que no hubiera podido hacer otra cosa que adentrarme de nuevo en el molino. Lo solté, rodeé su figura y me deslicé encaminándome hacia el sendero. Salió corriendo detrás de mí.

—Coge la bici, llegarás antes.

—¿Tienes la bicicleta aquí?

—Detrás. Apoyada en el molino.

Rodeé el gigante blanco y encontré la bici. Antes de partir, Alex me besó de nuevo.

—Te la traigo esta noche.

—Entonces, hasta la noche.

Pedaleé con fuerza. Unos segundos después un grito rayó el mediodía trayéndome un mensaje que me conmovió de tal forma que me dieron ganas de dejarme caer sobre los trigales.

—¡¡Te quiero!! —gritó Alex agitando los brazos mientras corría por el sendero.

Diez minutos más tarde pasaba junto a la puerta de casa. Iba a entrar pero, de repente, pensé que aparecer así, tal y como había salido la noche anterior, con una explicación llena de mentiras, no era una buena idea. Así que se me ocurrió bajar calle abajo hasta la plaza y comprar unos pasteles en la tienda de Rosa, junto al bar.

Monté de nuevo en la bici y en un segundo llegué a la plaza. Salía ya de la pastelería con una bolsita en la mano con una docena de pasteles, cuando me encontré con unos chicos que rodeaban la bici de Álex.

—Perdón, ¿me dejáis? Es mi bici —dije distraídamente, sin apenas mirarlos, pensando en mi abuela. Entonces se volvieron y descubrí con terror que se trataba de los «Hijos del General» al completo y capitaneados, por supuesto, por David.

—Esta bici es de Alejandro —dijo en tono acusatorio.

—Bueno, sí, es que me la ha prestado.

—Y eso, ¿por qué?

Me estaba empezando a cansar, pero no quise ayudarle a provocarme.

—Me la ha dejado para hacer un recado. Y ahora, si me disculpáis, tengo prisa.

David se apartó de la bici. Y sus colegas hicieron lo propio. Parecía que todo iba bien. Creí haberlos convencído. Estaba a punto de irme cuando una voz me interpeló.

—¡Marcos!

Era Max, corría hacia mí, parecía cansado y preocupado.

—Hola Max.

—¿Dónde estabas? Llevamos buscándote toda la mañana. No has ido a dormir y tu abuela estaba muy preocupada.

—Lo siento, ahora iba para casa.

—Podrías haber avisado, desde que te vimos salir del Don Quijote con Álex no hemos sabido nada de ti. Y luego encima, la tormenta, los rayos… Tu abuela tiene un ataque de nervios.

Obviamente, Max no se fijó en quiénes eran aquellos chicos, el miedo a que me hubiese pasado algo le impidió percatarse del peligro en el que nos estaba poniendo, y eso precisamente, el miedo, fue nuestra perdición.

—Sí, Max —dije presurosamente, alejándome lo más rápido que pude de David y sus secuaces, hacia el centro de la plaza, muy nervioso y rezando por dentro para que no hubieran escuchado nada. Pero David lo había oído todo, y en aquel momento no me atreví a pensar en las consecuencias—. Gracias, Max. Estoy bien. Ahora mismo voy a casa. —Y pedaleé lo más rápidamente que pude.

Cuando entré, el silencio aparente se tornó en voces como: «¿Lo has visto? ¿Eres tú, hijo? ¿Dónde estaba? ¿¿¡¡Dónde demonios te habías metido!!??»

La abuela apareció por la puerta de la cocina con una cara que, de la tensión del enfado, se reblandeció hasta la ternura emocionada. Gus y Elena aparecieron por las escaleras, con cara de sorpresa. Ante aquello, no supe qué decir, así que me limité a sonreír y levanté la bolsa para que la vieran mientras decía:

—Os he comprado pastelitos.

—¡¿Dónde te habías metido?! —fue el grito unánime.

Me colé en la cocina. Saqué los pasteles de la bolsa y los metí en el frigorífico. Me serví un vaso de agua fresca antes de contarles mi historia.

—He dormido en casa de Álex.

—¡¡Mentira!! —gritó Elena—. Fue el primer sitio donde busqué.

—Perdón, Sherlock Holmes. Tiene usted razón —me miraron inquisitivamente—. He dormido en el molino de Álex —precisé.

—¿En el molino? —preguntaron al unísono.

—Sí, en el molino. Lo acompañé y llegando nos pilló la tormenta. Álex no me dejó volver y he tenido que esperar a que la ropa se secase.

—Hijo, estaba muy preocupada —me dijo la abuela abrazándome. Gus reía por lo bajo y Elena me observaba con los brazos cruzados.

—¿No te pasó algo así hace poco? —preguntó irónicamente Elena.

—Sí, qué curioso, ¿verdad?

—Aquella vez Álex te dejó ropa —continuó el interrogatorio Elena.

—Pero hoy no tenía para dejarme. Además, me he quedado dormido. Y bueno, podíais haberos imaginado que estaba allí, como la otra vez, en vez de llamar a la policía montada del Canadá.

—Y ¿por qué lo acompañaste?

—Porque sí —contesté secamente—. Ya está bien de interrogatorios, Elenita.

—Venga, lo importante es que estás bien —intervino la abuela tratando de quitarle hierro al asunto—. Y ahora, cámbiate que vamos a comer.

—Sí, abuela.

—Te acompaño —dijo Gus.

Cerró la puerta tras de sí echando el pestillo. Me volví y cuando quise darme cuenta, me había sentado en la cama, y Gus, sentado junto a mí, me pedía que le contase todo.

—Vamos, Gus… No seas pelma.

—¡Marcos! Quiero que me digas la verdad.

Por una parte, me sentía como si rompiese una promesa si le contaba algo; por otro, me moría por contárselo.

—Gus, ha sido increíble.

—¡¿Qué pasó?!

—Bueno, digamos que casi no he dormido en toda la noche —dije mirándolo de soslayo—. Y Álex, tampoco —añadí.

—Marcos, ¿me estás diciendo que habéis hecho… que os habéis pasado la noche…?

—¡Ssssh! Baja la voz —le pedí mirando hacia la puerta, imaginándome a mi prima con una oreja pegada a la puerta—. Sí, lo hicimos.

—¡Dios mío! —exclamó llevándose las manos a la cabeza—. Todavía no acabo de creerlo.

—Pues es la verdad —le confirmé—. Y puedo decir que ha sido la noche más feliz de mi vida.

La acostumbrada expresión de Gus desapareció tornándose en una dulzura inédita en su rostro. Por fin había comprendido. Relajó sus músculos y me abrazó.

—Me alegro, Marcos. Si realmente eres feliz, me alegro muchísimo.

—Gracias, Gus —respondí emocionado—. Tenerte de mi parte significa tanto… Es como confirmarme a mí mismo que no tengo que arrepentirme de nada.

—Cuenta conmigo, siempre —dijo dirigiéndose hacia la puerta—. Y en cuanto vea a Alejandro, le voy a decir que como se le ocurra hacerte algo, se las verá conmigo —concluyó riendo.

Después de comer, un voraz sueño se apoderó de mí; así que, como preveía otra noche inolvidable, decidí acostarme para estar descansado para la velada. No eran aún las tres y el Sol abrasaba Molinosviejos con todo su poder. La casa estaba casi a oscuras en pos del ansiado fresco, y Gus y Elena habían salido a tomar algo con la cuadrilla.

—Abuela, voy a echarme un rato.

—Bien, hijo, duerme tranquilo.

—¿Puedes despertarme a las ocho?

—Claro, no voy a salir. Pero mucho tiempo vas a dormir, ¿no? ¿No has descansado esta noche?

—Verás, no he dormido mucho. Álex y yo estuvimos charlando mientras nos secábamos y nos dieron las tantas…

—Claro, claro. No te preocupes, descansa que yo te despierto a las ocho.

Y vaya si descansé. En cuanto subí los pies a la cama me perdí en un profundo sueño del que no pude recordar absolutamente nada. Descansé, sin preocupaciones, pero por última vez en mi vida. Ese fue el último sueño reparador que tuve en mi vida. ¡Por qué me iría a dormir! Me lo he recriminado cada día durante estos largos veinticinco años. Y nunca he obtenido una respuesta que me haya devuelto la paz.

Mientras yo dormía tranquilamente, en el mundo se desencadenaba la guerra, una guerra cruel, injusta, donde todos pierden, como siempre… Una guerra cuyos detalles tuve que ir recopilando después de que terminara, para saber lo que pasó, para imaginar lo que pasó, para volver a sufrir…

Hacia las siete y media, Gus volvió a casa. Vino solo, ya que Elena se había quedado en el bar de la plaza con la cuadrilla. Nada más entrar no se dio cuenta porque llevaba puestas las gafas de sol, pero cuando cerró la puerta, la corriente que se formó la elevó en espirales y entonces, mi gemelo se dio cuenta.

Era una hoja de papel tamaño cuartilla doblada por la mitad. Gus la recogió. Por un lado estaba en blanco. Al darle la vuelta, descubrió que venía dirigida a mí. A punto estuvo de llamarme, pero la curiosidad lo persuadió. Desdobló la hoja y leyó su contenido.

Querido Marcos:

Necesito hablar contigo urgentemente. Es importante que nos encontremos a solas. Ven a las siete y media a la trasera de la iglesia. Te quiere,

Álex

—… la trasera de la iglesia… —murmuró Gus—, vaya un sitio tan desolado para una cita.

Pero mi gemelo no me avisó. Ya me había dicho varias veces que quería hablar con Álex, y me lo repitió cuando le conté mi noche con él. Y ahora tenía su oportunidad. Yo estaba durmiendo y seguramente pensó que no me importaría que hablase con Álex.

Se dirigió a la cocina en busca de la abuela. Eran las siete y media pasadas.

—Abuela.

—Hola, Agustín —respondió dejando por un momento el pastel de queso que estaba preparando para después de la cena.

—Marcos sigue durmiendo, ¿no?

—Como un tronco. Tengo que despertarlo dentro de un rato.

—Bueno, cuando lo despiertes, dale esta nota, ¿vale? —Gus le entregó el papel doblado.

—De acuerdo, hijo —dijo ella dejando el papel sobre la mesa, sin darle importancia.

—Bueno, me voy —dijo él ocultando su verde mirada bajo las gafas oscuras—. Esto tiene una pinta estupenda. —Y metió un dedo en la masa que batía la abuela.

—¡Niño! ¡Saca la mano de ahí!

—Buenísimo, abuela —rio Gus—. Adiós preciosa, te quiero… —Y desapareció tras la puerta de la calle.

La abuela siguió con su pastel mientras sonreía recordando las gracias de mi hermano. Cuando lo metió al horno, recordó el recado de Gus y cogió la nota. La leyó empujada por la curiosidad.

—Qué nota tan rara… —se dijo antes de subir a despertar a Marcos, ya demasiado tarde.

Gus corrió calle abajo hasta la plaza. Eran casi las ocho menos veinte, llegaba tarde. Pasó por delante del bar donde estaban los chicos, a los que saludó, sin entretenerse más. Enfiló la calle Góngora y allí mismo encontró la iglesia. Un viejo templo con reminiscencias románicas y góticas que luchaba por mantenerse en pie. Unos arcos de herradura denotaban la influencia islámica y unos relieves naturalistas, el contrapunto renacentista. Era un templo no demasiado grande, chato y oscuro, y daba una enorme sensación de pesadez y solidez. Sólo la torre del campanario destacaba del resto de la obra. Un nido de cigüeña coronaba la torre. Y la mamá cigüeña alimentaba a los pequeñuelos. Gus rodeó la iglesia para llegar a la cita, a mi cita.

La trasera de la iglesia no era más que el campo abierto. Caprichos del urbanismo habían hecho que la iglesia quedase en el límite exterior del pueblo, en vez de en su centro, como ha ocurrido en la mayoría de los pueblos y ciudades de España. El caso es que en Molinosviejos, la iglesia quedó así, y su parte trasera se había convertido en el lugar ideal para una cita solitaria. Allí iban las parejas a hacer el amor y, años después, frecuentarían esos lares quienes se iban de viaje a mundos delirantes varios.

—Este ya no viene —dijo una voz.

—¡Ssssh! Parece que se acerca —informó otra.

En cuanto Gus llegó al lugar indicado, cuatro sombras saltaron sobre él hasta que lo inmovilizaron por completo obligándole a arrodillarse. Dos le sujetaban las piernas, y otros dos, los brazos. En vano intentó liberarse, lo aferraban fuertemente, pero nada más. Lo sujetaban sin decir nada, esperando algo.

Una quinta sombra surgió de entre las del viejo templo hasta dejarse ver bajo la luz del Sol. Era David, y los que lo mantenían inmovilizado, sus esbirros.

—Volvemos a encontrarnos —siseó él, blandiendo un cuchillo de cocina que emanaba destellos cuando lo alcanzaba el Sol.

—¿Qué te propones, hijo de puta?

—Voy a enseñarte de una vez para siempre quién manda aquí. Ya que no me has obedecido a las buenas, lo harás a las malas.

—Así que tú eres uno de esos cabrones de los de «la letra con sangre entra», ¿no?

—Llámalo así si quieres, por qué no. —Se acercó hasta Gus y le cogió por el cuello de la camiseta, zarandeándolo atrás y adelante con una mano mientras con la otra, lo amenazaba con el cuchillo que reflejaba el fuego del Sol, que moría ya.

—No deberías haber metido las narices en asuntos ajenos, chaval. Tendrías que haberte apartado de mi camino cuando pudiste, pero te empeñaste en interponerte, en llevarme la contraria, en retarme. Y nadie, ¡nadie! reta a David sin salir mal parado.

—Creo que ya comprendo… —dijo Gus al darse cuenta de que David hablaba de Álex y de que lo estaba confundiendo con su hermano gemelo.

—Buen comienzo, Marquitos, pero no me basta con que comprendas. —Y elevó el cuchillo hasta colocarlo en el cuello de Gus.

—¡Soltadme!

—Vamos, David, córtale el cuello —dijo uno.

—¡Sí! —apoyó otro—. O mejor, las pelotas.

—Pero David, ¿qué pasa con eso que decías de que no podemos matar a nadie? —preguntó un tercero visiblemente nervioso.

—¡Silencio! —gritó David, añadiendo lentamente—: Como premio a todo nuestro trabajo durante el verano, este chico va a ser la excepción a esa regla.

—¡¿Qué?! —preguntó Gus, asustado—. ¡¡NO!! —le dio tiempo a gritar justo antes de que David hundiera el cuchillo en su pecho.

Me desperté sobresaltado. Sin embargo, no recordaba haber tenido ninguna pesadilla, pero estaba intranquilo, y sentía un agudo dolor en el pecho.

Me puse el bañador y me dispuse a bajar al salón. Justo en el momento en el que abrí la puerta, mi abuela hizo lo propio, y ambos saltamos sobresaltados.

—¡Hijo! ¡Qué susto! Venía a despertarte —dijo ya más tranquila—. Tu hermano me dijo que te diera esto cuando te levantaras, pero lo he leído, lo siento. La curiosidad me venció, y verás, Marcos, me parece una nota muy extraña, ¿qué crees que pasa?

La abuela me entregó la nota. Abrí un poco la persiana y desdoblé la hoja. Fue como un relámpago que ilumina la noche. El poema de Álex, la nota, el poema, la nota, el poema, la nota…

—¡No puede ser! —exclamé.

—¿Qué pasa? —preguntó la abuela viendo la preocupación en mi mirada.

—¡Hostia! ¡Es falsa! —La abuela me miró con curiosidad—. Esta no es la letra de Álex, yo la he visto, no es esta…

—Pero, entonces… —empezó a decir la abuela cuando me invadió una extraña sensación de vacío.

—¡No habrá ido Gus a esta cita!, ¿verdad?

—No me lo dijo, hijo, pero creo que sí.

—Hostia, no, por Dios, no…

Dicen que los gemelos están unidos por un vínculo especial más poderoso que el que une al resto de los hermanos. Como si se tratara de un alma muy grande que necesitó dos cuerpos para nacer en este mundo. No lo sé. Sólo sé que Gus cambió su vida por la mía y yo sentí el frío acero atravesando su piel.

Salí corriendo hacia la trasera de la iglesia embargado por un sentimiento de culpa y de dolor que ya me hizo llorar antes de llegar siquiera a la plaza.

Cuando Gus recibió la cuchillada, quedó mudo. Sus opresores lo soltaron, pero él no reaccionó. David se asustó, sacó el cuchillo de su pecho y, antes de echar a correr blandiendo el arma ensangrentada, escupió al gemelo y dijo:

—Muerto el perro, se acabó la rabia. Adiós, Marcos.

Gus sin fuerzas, cayó de lado sobre la hierba seca. Sólo entonces las gafas de sol que cubrían sus ojos verdes se desprendieron de su rostro descubriendo su identidad.

—Ha dejado usted la iglesia impecable, Clotilde —dijo el párroco abriendo la puerta.

—Bueno, padre, qué menos se puede pedir para la casa de Dios…

—Sí, pero también la casa de Dios se llena de mierda si no se limpia, tanto en cuerpo como en alma… —decía el párroco cuando los cinco jóvenes pasaron como una exhalación ante ellos. Sin fijarse en demasía en sus rostros, tanto el cura como Clotilde vieron el cuchillo, ensangrentado.

—¡Dios bendito! —exclamó ella santiguándose. Rápidamente rodearon la iglesia. Y allí encontraron a un muchacho tumbado en la tierra, con la mirada esmeralda cruzada de dolor y un agujero en el pecho por el que se le escapaba el alma.

Clotilde empezó a gritar. El cura trató de calmarla, pero al final optó por mandarla en busca de ayuda mientras él hacia lo que podía por el joven, por su alma.

Se arrodilló junto a Gus. Le apoyó la cabeza en su regazo y descubrió su mirada agonizante. Le sonrió con toda la dulzura que supo encontrar ante una persona en aquel estado. Cuando Gus se dio cuenta de que había alguien con él, sacó fuerzas de donde pudo y agarró al párroco por la sotana acercándolo a su cara.

—Dígale a mi hermano que el amor no mata… —susurró.

—Hijo mío, ¿quién te ha hecho esto?

—Dígaselo. Se puede morir, pero no mata… no mata… que sea feliz…

Esas fueron sus últimas palabras en este mundo. Su cuerpo se convulsionó y sus bellos ojos verdes se apagaron para siempre. El párroco se los cerró y rezó un padrenuestro por él.

Clotilde era verdulera, la típica verdulera de pueblo. Solía poner un puesto de verduras en el mercado semanal, los jueves, y ofrecía su género a voz en grito. Su poderosa voz alarmó a todo el pueblo en un momento. Los primeros en escuchar la alarma fueron los chicos que estaban en el bar de la plaza, y entre ellos, Elena. Oyeron algo de un crimen en la iglesia, y corrieron hacia el templo.

Creo que me crucé con ella llegando a la plaza, no lo sé. Recuerdo que cuando llegué a la iglesia ya había allí una multitud, incluida la Guardia Civil. Atravesé la barrera humana y me deslicé por entre los curiosos hasta la trasera. Entre el cúmulo de voces distinguí una, los gritos de mi prima Elena.

De repente me vi arrodillado junto al cuerpo de mi gemelo. Me quedé inmóvil, sin poder reaccionar, no podía creerlo, no podía ser, no era así, era mentira, era un mal sueño, lo veía allí, como dormido, era eso, estaba dormido, desmayado; incluso me pareció no oír nada más a mi alrededor, incluso me pareció escuchar su respiración, incluso me pareció que no era sangre, sería vino, estaba borracho, sí, eso era, tenía que ser eso… La gente, los gritos, la iglesia, el campo, todo se había instalado en nuestro dormitorio, en casa, en nuestra casa de la ciudad; sí, era eso, un mal sueño, no era real, ni siquiera estábamos en Molinosviejos, no, nada de eso existía, no, no…

Estallé. Me abalancé sobre mi gemelo, lo abracé y le grité que se despertara, que se levantara. Todos se asustaron y hasta se retiraron un poco. El párroco intentó calmarme, pero fue inútil. Entonces llegó el médico pero ya no había nada que hacer por Gus.

Quise llevarme a mi hermano de allí. Me lancé sobre su cuerpo e intenté cogerlo en brazos. Quería llevarlo a casa, que durmiera y se despertara tranquilo a la mañana siguiente. La Guardia Civil se lanzó sobre mí.

—El juez tiene que venir a levantar el cadáver —me decían. Pero a mí me daba igual lo que fuese preceptivo hacer. Yo quería a mi hermano… Sentí una punzada en el brazo.

—Con esto se calmará —oí antes de sentir como si de repente la noche me llevara, o como si pesara cincuenta kilos más de golpe, o como si en vez de en la Tierra, me encontrara en Júpiter, donde la gravedad es tantas veces superior…

Creo que uno de ellos era Max. Sí, fue él. Entre Max y otro chico me llevaron a casa. La abuela no entendió nada hasta que, una vez yo estuve en la cama, Max le explicó lo sucedido. La abuela se sintió desfallecer, si no la hubieran sujetado a tiempo, se habría desplomado en mitad del salón. La sentaron en el sillón del abuelo y allí lloró, otra vez.

Al principio sola, luego, cuando llegó Elena, abrazada a mi prima. El dolor compartido parece que se lleva mejor, pero, como en matemáticas, el resultado de dos más dos, siempre es cuatro.

El párroco llegó poco después. Echó a todo el mundo de casa y se quedó con las mujeres, tratando de tranquilizarlas desde el catolicismo. Elena buscó fuerzas para levantarse y le sirvió un café. Después subió a verme.

—Marcos… —acertó a decir antes de abrazarme. Yo yacía sobre la cama, boca arriba, con la mirada fija en el techo, más fuera del mundo que en él.

—Elena, me lo han quitado, me lo han matado. —Ella no respondió, no sabía qué decir, qué se puede decir—. Elena, es como si me hubiesen arrancado medio corazón, y la mitad que me queda tampoco es mía, tampoco es mía…

Mi prima me comprendió al instante. Me dio un beso en la frente y salió de allí. Sin decir nada a la abuela, cruzó el recibidor, salió, cogió la bici de Álex, aparcada junto a la puerta, y corrió en busca de ese ángel.

El párroco entró en mi cuarto y se sentó a los pies de la cama. Se aflojó el alzacuellos y me miró con ternura.

—Hijo —susurró—, tu hermano me dio un recado para ti —comenzó atrayendo mi atención, que captó al instante—. Te dedicó sus últimos pensamientos, sus últimas palabras. No quiso confesarse, ni delatar a sus asesinos. Dedicó sus últimas energías a su hermano gemelo, a ti, hijo mío.

Cerré los ojos.

—¿Qué dijo?

—Que seas feliz —lo miré—. Es cierto, que seas feliz —repitió y casi pude oírlo de labios de Gus—. Pero añadió algo más, algo que repitió varias veces —asentí con la mirada—. Dijo que el amor no mata, que se muere por amor pero que no mata —sonreí, una fugaz sonrisa—. Ignoro qué significa, supongo que tú sabrás lo qué quiere decir.

—Sí, sí, lo sé. Muchas gracias. —Y cerré los ojos de nuevo.

Se quedó todavía un rato conmigo, en silencio, a media luz.

—Que Dios te bendiga —dijo antes de salir.

Dejó la puerta entornada, y al comenzar a bajar en busca de la abuela, esta apareció corriendo escaleras arriba. Yo estaba totalmente aturdido; aquella locura; aquella tormenta de sonidos, luces y voces en que se había convertido mi mente, me torturaba. Aunque me esforzaba, no podía escuchar todo lo que hablaban fuera del dormitorio. Sólo logré oír algunas frases antes de quedarme dormido, por lo que fui ajeno a lo que estaba ocurriendo en la casa y fuera de ella hasta que al tiempo me contaron todo lo que pasó durante aquella angustiosa noche.

—La Guardia Civil dice que han escapado —le dijo la abuela al párroco.

—¿Qué?

—Acaba de venir el sargento y dice que David Cortés y sus amigos han escapado campo a través. No los han encontrado en sus casas, parece ser que alguien los vio huir.

—Los atraparán, tenga fe en la Justicia de Dios.

—Han encontrado el cuchillo. —Cerró los ojos intentando contener las lágrimas. El párroco la abrazó.

—Bien, tranquila, no llore, cálmese. Esta vez esos criminales irán a la cárcel. Ahora la Guardia Civil no los puede dejar escapar —añadió recordando la impunidad con la que habían actuado hasta entonces.

Al bajar la escalera, de repente, el párroco vio algo que le llamó la atención. Con la curiosidad típica de los sacerdotes, lo cogió, estaba a sus pies, descansando sobre el primer peldaño de la escalera. Era la nota. Antes de sucumbir a los efectos de los tranquilizantes, recordé vagamente que al salir corriendo del dormitorio en busca de mi hermano, llevaba la nota en mi mano, pero después no supe qué había sido de ella, hasta ese momento…

El párroco la leyó en voz alta forzando su vieja vista. Por unos momentos se quedó perplejo. Luego, tras meditar unos instantes, respiró aliviado, parecía que la había interpretado.

—¿Qué ocurre, padre? —le preguntó la abuela cuando se dio cuenta de que el cura se había quedado atrás.

—¡Vaya! Parece que con esto, el juez no tendrá ninguna duda sobre la culpabilidad de esos bandidos. Todo se reduce a un crimen por celos. ¡Ay, Dios mío! —suspiró el clérigo. La abuela miró con preocupación la nota—. Por cierto, ¿quién es Alejandra?

Alejandro irrumpió en la casa exhausto. Elena había corrido a buscarlo y él había volado al enterarse. Casi en el instante en que Elena le avisaba, él salía corriendo como si su vida le fuera en ello, por lo que llegó a Molinosviejos en unos minutos.

Abrazó a la abuela deshecho en lágrimas. Ella lo besó tiernamente y luego, acariciándolo, le dijo:

—Sube, hijo, Marcos te necesita.

Pasó por delante del párroco y subió hasta el dormitorio.

Álex llamó a la puerta dos veces, suavemente. No hacía ni dos minutos que el sueño inducido artificialmente me había atrapado por fin. Pero algo dentro de mí permanecía atento, y de alguna manera fui consciente de que llamaban a la puerta. No contesté, no podía y además no quería que me molestasen, quería estar solo, y morirme. Insistió. Un rayo de luz iluminó mi pensamiento, quizás fuera él…

—Adelante… —murmuré.

Abrió. La luz del pasillo bañó la estancia, y su silueta ocupó el lugar de la puerta. Era él. Cerró tras de sí y se acercó al lecho. Alargué los brazos y me agarré a su cuerpo tirando de él hasta abrazarlo con todas mis fuerzas. Álex me rodeó y entonces, brevemente como un suspiro, sentí un poco de seguridad.

—Lo siento, Marcos… —llegó a decir.

—Álex —musité—, sácame de aquí…

—¿Estás seguro? —dijo sin dejar de llorar—. Quizá la Guardia Civil te nece…

—Sácame, Álex… te lo ruego. No puedo seguir aquí. Me harán preguntas… —le pedí sin dejar de abrazarlo—. El molino, llévame al molino…

—¿Qué está pasando aquí? —inquirió el párroco a la abuela.

Estaban en el salón. La abuela se había sentado en el sillón del abuelo Francisco y el párroco paseaba por la habitación. Sostenía la nota en la mano, y fruncía el entrecejo.

—Dios es Amor, ¿no?

—Por supuesto.

—Pues si dos personas se aman, entonces honran a Dios, ¿no cree usted?

—Claro, claro… —titubeó él sin vislumbrar adonde quería llevarlo la abuela.

Unos pasos crujieron en la escalera. El párroco se asomó al recibidor atraído por el ruido. Álex bajaba las escaleras llevándome en brazos. Al alcanzar la planta baja, me puso en pie.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde vais? —interrogó el párroco con reminiscencias del poder de antaño, y que aún conservaba en gran medida. La abuela apareció por detrás. Era más consciente que nunca del peligro que estábamos corriendo.

—Me llevo a Marcos, necesita salir de aquí.

Me aferré al cuello de Álex, me fallaban las piernas.

—Primero me tenéis que aclarar esto. Creo que esta nota es una prueba que la Justicia tendrá que tener en cuenta —dijo el párroco mostrándole la nota a Alejandro—. Soy testigo ocular del crimen y necesito saber qué embrollo es este.

—¡¡Hijos de puta!! ¡¡Malditos!! —exclamó el joven al comprender qué había ocurrido—. ¡¡Cabrones!! ¡¡Cómo han podido!! —La impotencia lo desbordaba.

—¿Quién ha escrito la nota? ¿Quién es Alejandra? —insistió el párroco.

—¡No es Alejandra! ¡¡Es Alejandro!! —gritó Álex destrozado, sin comprender el error que estaba cometiendo—. ¡Y soy yo! Vámonos, Marcos, te saco de aquí.

Al párroco se le salían los ojos de las órbitas, trataba de asimilar lo que acababa de saber.

—Un momento… —titubeó—. Entonces, ¿qué significa…? —Lo ignoramos. Nos dirigimos a la puerta—. ¡Sodoma y Gomorra! —gritó alzando los brazos.

La abuela se interpuso entre él y nosotros, lo miró fijamente, con mucha fuerza, pero con ternura:

—Dios es Amor.

Álex abrió la puerta y Elena apareció en el umbral junto a un Guardia Civil. Era un sargento y venía a informar de los últimos datos del caso.

—Buenas noches —dijo cuadrándose—. Sólo quería decirles que el juez ha ordenado levantar el cadáver. El cuerpo será trasladado a Madrid para que se le practique la autopsia, nada más, gracias.

—¡Agente! Tengo que informarle de algo importante. —El párroco avanzó hacia el guardia con la nota en la mano. La abuela lo miró fijamente, le rogaba piedad. No podía entregarle la nota al guardia, no podía decirle que Álex y yo nos amábamos, no podía. De saberse, nos denunciarían, nos detendrían, la ley de la dictadura nos consideraba criminales, y sólo por amarnos… Tenía que quedarse oculto, nadie debía saberlo. Habían matado a Gus por culpa de nuestro amor, David quería a Álex, y él a mí. No era más que un triángulo amoroso, una historia de amor y celos. Pero habían matado a mi hermano. Y debían ser juzgados por asesinato, y condenados por asesinar a un joven inocente. De saberse toda la verdad, hasta podrían haberse librado porque aunque se habían excedido en sus poderes, lo único que hacían era limpiar el país de los indeseables, como ellos nos llamaban. No podíamos ser juzgados nosotros. Si lo hacían, David habría conseguido su propósito: matarme y acabar con Álex.

Dios es Amor —le repetía la abuela al párroco con su penetrante mirada.

Él la miró, y por un instante palideció. El agente esperaba expectante, y Álex y yo, en el umbral con Elena, aguardábamos sus palabras con temor.

El párroco conocía las leyes del Estado, sabía qué nos podía pasar si salía a la luz nuestra relación. Y también conocía las leyes de la Iglesia Católica. En su mente, nos encontrábamos entre la espada y la pared. Se viera por donde se viera, éramos culpables. Dios es Amor… irrumpió de repente en su mente. Sus pensamientos se desmoronaban. «Quizá no comprendamos tan bien como creemos la Ley de Dios…», se dijo a sí mismo. La Iglesia había cometido muchos errores a lo largo de la Historia y él —pensó—, no quería cargar en su conciencia con dos crímenes más.

—Dígame, padre —inquirió el agente.

—Dios dijo: «No matarás». Y esos canallas le han desobedecido. —Arrugó la nota hasta reducirla a una bola de papel—. Atrápelos antes de que vuelvan a hacer daño.

Respiramos aliviados.

—Descuide, padre. Los atraparemos —sonrió al párroco—. Y tú, ¿qué haces? ¿Dónde te llevas al muchacho?

—Soy un amigo y lo llevo a un lugar más tranquilo para que descanse.

—De acuerdo, cuida de él.

—No se preocupe, está en buenas manos.

El agente se marchó y Álex y yo hicimos lo propio. Había una caminata hasta el molino y yo no andaba muy bien. Entre la emoción y los tranquilizantes, apenas me mantenía en pie. La noche se imponía y el fresco del crepúsculo nos traía aromas del campo que me hicieron sentirme algo mejor. Apoyado en Álex, caminamos en silencio hacia el molino.

Mientras, según me contaría después, en la casa continuaba la tragedia. El párroco cogió la mano de la abuela, luego la bendijo y se esfumó sin mediar palabra. Elena cerró la puerta. Alcanzó a la abuela en la cocina, estaba mirando algo en su mano: una bola de papel. La abuela la alisó y, acercándola a la vela del abuelo, le prendió fuego.

—¿Qué haces?

—Intento salvar a tu primo y a ese bendito de la injusticia del mundo.

Dejó el papel en llamas sobre un cenicero y lo contempló mientras se consumía, y con él, mucho más que aquellas palabras.

—Bueno, Elenita —dijo la abuela caminando hacia el teléfono—. Hay que llamar a tu tía.

—Dios mío, la tía…

—Dame la mano, hija. No sé cómo voy a decírselo.

Pero pese a sus dudas, se lo dijo tan tiernamente que pareció casi algo natural. Fue como si el orden natural se hubiera invertido y el que los padres sobrevivieran a los hijos fuera lo normal. Mi madre lloró, lloró hasta su última lágrima aquella noche. Lloró mientras localizaba a mi padre y lloró mientras se ponían de camino hacia La Mancha.

Tardamos casi una hora en llegar. Andando, lo normal, a un ritmo sosegado, era una media hora; corriendo, algo más de diez minutos. Pero yo estaba exhausto, abatido, desolado. Cada paso significaba subir un peldaño, un peldaño en mi vida, desde lo más profundo de mi depresión. Y tardé, tardé mucho, pero llegué.

Cuando el molino se alzó ante nosotros, era ya sólo una montaña negra, sólida como un castillo y cálida como un hogar. El cielo era un patio de estrellas que se asomaban a mi vida tiritando en su fulgor, quizá de miedo, de risa, o de dolor…

Cuando Álex cerró la puerta, me sentí revivir, en mi alma, pues mi cuerpo se desplomó. Alex me sostuvo y me subió en brazos, como pudo, hasta la cama. El silencio era hermoso. Ese silencio plagado de pequeños ruidos a los que acabas por acostumbrarte, esos sonidos de grillos, de brisa y trigo meciéndose que acaban formando parte del paisaje y se tornan en silencio, o paz.

El chasquido de una cerilla hizo que abriera los ojos. La luz de la candela virgen alumbró la entreplanta. Alex se acostó a mi lado y me abrazó. Yo me aferré a mi amor y así, abrazados, siendo uno, pasamos la noche, sobre las mantas.

No dormí ni un minuto. Me pasé toda la noche mirando a través de los ventanucos, que desde la cama no eran más que diminutos ojos al mundo, a ese cruel mundo que me había robado a mi hermano. Aunque las estrellas siguen siendo las mismas para todos. Pensé que no era posible que fuese tan cruel si lo alumbraba el mismo Sol que me había visto abrazar a Álex por primera vez, y la misma Luna que, oculta entre las nubes, nos vio besarnos. Pero me habían matado a mi gemelo, la mitad de mi alma. Y eso sólo para empezar.

Álex estuvo despierto mucho rato. Hablamos de todo, pero sin profundizar en el tema, no me quedaban fuerzas. Me acarició y besó con ternura, impotente ante mi dolor. Incluso cantamos, me hizo cantar La canción del molino hasta que la aprendí de memoria. Luego, guardó silencio y al final, el sueño lo venció. La vela no tardó demasiado en consumirse. Después, todo quedó a oscuras.

Cuántas cosas pensé aquella noche, cuántas. Tal vez si no hubiera pensado tanto, si no hubiera pensado con aquel estado de ánimo que me nublaba la razón… pero lo hice.

Me vinieron a la cabeza muchas cosas: frases, imágenes, fotos, palabras… ¡Sodoma y Gomorra!, la mirada de David el día de la pelea con Álex, la voz de Gus, la noche con Álex, las miradas de Elena, el Guardia Civil… han escapado, han escapado campo a través

Cuando empezó a clarear me levanté. Álex se dio media vuelta y siguió durmiendo. Estaba tan guapo así, dormido, con su cara de ángel. Recordé nuestra excursión al estanque. Era cierto, me di cuenta de que aquella tarde me enamoré de él. Pero ya había tomado una decisión.

Procurando no hacer ruido, abrí el primer cajón de la cómoda y saqué la caja de metal. La coloqué sobre la cómoda y con mucho cuidado, abrí la tapa. Vi las velas, las cerillas, los bolígrafos, los lápices y los cuadernos. Estos tenían tapas azules y estaban titulados con tinta negra y caligrafía de estilo gótico: Primavera, Verano, Otoño e Invierno. Ese era. Lo ojeé hasta llegar a la primera hoja en blanco, casi al final del cuaderno. ¡Por qué no prestaría más atención y leería una hoja atrás! ¡Por qué! Inútil lamentarse ya.

Cogí uno de aquellos bolígrafos y escribí:

Querido Alex,

Me cuesta mucho escribirte estas líneas, yo te quiero, pero tengo miedo. No quiero que te ocurra nada malo, no podría soportar que te hicieran daño a ti también por mi culpa. Así que he pensado que la única manera de evitar que te hagan daño es marchándome de Molinosviejos.

Quiero que sepas que eres lo mejor que me ha pasado en la vida, pero creo que este mundo, esta época, no es para nosotros, o quizás, nosotros para ella. Quien sabe, amor mío, quizá alguna vez nos reencontremos, quizá el mundo cambie y tú y yo tengamos un espacio para amarnos.

Adiós, Álex, hasta siempre.

Te ama, M.

Firmé M. ¿Por qué? No lo sé. Quizá pensé que si el cuaderno caía en otras manos, una inicial lo protegería de los eventuales problemas que pudiera crearle. Quizá recordé lo sucedido en casa de la abuela con la nota falsa de David. Quizá mi afán de protegerlo me hizo ser precavido hasta en los detalles. Quizá lo amaba tanto que creía que si le hacía pronunciar mi nombre, le haría daño.

Guardé todo en su sitio menos el cuaderno. Lo dejé abierto por aquella página a los pies de la cama. Luego, miré un instante a ese ser que tanto quise y antes de irme, lo besé por última vez.

Cerré la puerta con cuidado y me puse en marcha. Debían de ser las siete de la mañana. Quizás un poco más tarde. El Sol ardía con fuerza y se elevaba ya un par de metros sobre los trigales en el horizonte. Una brisa mecía el campo, que parecía saludarme con amabilidad y temor contenido. Hacía fresco. Me volví para ver el molino. Era hermoso, imponente, con sus aspas erguidas, solemne, y con un gran corazón en su interior…

La luna se desvanecía al otro lado del cielo y ya ni Venus se atrevía a brillar. Los tonos escarlata se difuminaban para dar paso al azul radiante de un día de verano, aunque ya el verano comenzaba a languidecer.

Media hora después entré en casa de la abuela. Salió como un rayo al recibidor desde la cocina. Me abrazó.

—Tus padres vienen hacia aquí.

—Bien, ¿cómo están?

—Mal, Marcos, muy mal. Pero creo que mi hija es fuerte, creo que saldréis adelante. Pero, tú, mi niño —me dijo mirándome a los ojos—, tendrás que ayudarlos todo lo que puedas.

—Sí, aunque no ahora. Me voy.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Me vuelvo a casa, no puedo seguir aquí.

—Pero ¿y tus padres?

—Ya los veré cuando vuelvan a casa. Yo tengo que marcharme.

Empecé a subir las escaleras. Mi abuela me seguía, intentando comprender por qué me iba; intentando hacerme volver a la realidad, pero yo no la escuché.

—¿Y Álex?

Me volví, miré alrededor, bajé un peldaño y fijando la mirada en mi abuela, le dije:

—Por él me voy, para salvarlo.

—Hijo…

No le dejé continuar. Subí y me encerré en mi cuarto. No recogí todas mis cosas; sólo metí algo de ropa y las cosas de aseo en la mochila. Estar en aquella habitación me provocó una angustia especial. Me parecía sentir a Gus allí, en la cama de al lado. Recogí mis cosas casi sin mirar, temiendo fijarme en su ropa, en su recuerdo. Casi podía escuchar su respiración, y evitar un espejo estaba a punto de enloquecerme. Acabé de recoger y salí de allí. Me metí bajo la ducha un momento, necesitaba refrescarme y limpiarme. Me vestí con vaqueros y camiseta y bajé al salón con la mochila en la mano.

Elena me vio cuando marcaba el número de Max. Se acercó, intrigada por mi conducta.

—¿Max? Soy Marcos, perdona que te llame tan pronto.

—¿Qué haces, Marcos? —me preguntó Elena fijándose en la mochila, tumbada a mis pies.

—Necesito que me hagas un favor… Sí, estoy bien, gracias… Mira, quiero que me lleves a Ciudad Real, a la estación… Sí, dejo el pueblo.

—¡¿Te vas?! —gritó Elena.

—Mira, son las… —busqué con la mirada el reloj de pared de mi abuela— ¡ocho! Vaya —dije haciendo cálculos mentales—, quiero coger el tren de las nueve en punto; ¿nos dará tiempo?

—Marcos, no puedes largarte así… —me imploró Elena.

—Vale, Max, gracias. Te espero en diez minutos, de acuerdo. Sí, en la puerta, ya estoy listo.

Colgué. Miré a Elena que, furiosa, me observaba desde el umbral de la puerta despeinada y con su camisón rosa.

—No puedes irte —repitió con una mirada fulminante.

—No puedo quedarme. Ya he hecho demasiado daño.

—Harás mucho más si te vas.

—Quizá así lo parezca al principio, pero te aseguro que es lo mejor. El tiempo se encargará de darme la razón.

Los dos sabíamos de qué y de quién hablábamos.

—No es justo, Marcos.

—¡Claro que no! Pregúntale a Gus a ver si le parece justo.

Recogí la mochila del suelo y rodeando a mi prima, me dirigí al recibidor. Elena corrió detrás de mí.

—No puedes irte así —su voz se desgarró cuando dijo—: ¡Qué pasa con Álex!

Me volví y la abracé.

—Lo amo tanto como una persona puede amar, pero si no me alejo de él, morirá.

—No, no, no es cierto…

—Sí que lo es. Yo maté a Gus, y si no me alejo, mataré a Álex… A nadie le duele tanto como a mí, pero si quiero salvarlo, debo irme…

La abuela apareció de repente, venía de la cocina. Traía un bulto envuelto en papel de aluminio. Me lo entregó.

—Tendrás hambre, es un viaje muy largo el que estás a punto de emprender hoy, hijo.

No comprendí la profundidad de sus palabras.

—Gracias, abuela. Gracias por entenderme.

—Te entiendo, pero escucha esto: Dios nos dio libertad para vivir; pero existe un límite a esa libertad: la unión con los demás —no alcanzaba a comprender sus palabras. Ella lo vio en mis ojos y me lo aclaró—: Mientras somos independientes por completo, nuestros actos sólo nos afectan a nosotros mismos. Pero cuando hay gente unida a nosotros de cualquier forma, nuestras decisiones afectan a esas personas en mayor o menor medida.

Guardó silencio. Yo también. Tenía razón: mi huida podía afectarlas a ellas, a mis padres, a Alejandro…

Un bocinazo rasgó la mañana. Abrí la puerta y el Peacemovil, con Max al volante, esperaba ante la fachada. Max abrió la puerta del copiloto. Le alcancé la mochila. Mientras la dejaba en el asiento de atrás, yo me despedí.

—Adiós, abuela. —Nos fundimos en un sincero abrazo.

—Espero que la tormenta de tu cabecita pase pronto, hijo. Pero sé consciente de que la de tu corazón seguirá viva, te lo aseguro. Recapacita, Marcos, ya eres un hombre.

—Este pueblo es Gus, abuela.

—Y Álex —intervino Elena, de brazos cruzados, apoyada en el quicio de la puerta.

—No te esfuerces, Elena. He tomado una decisión, y él lo entenderá. —Meneó la cabeza. Acaricié la bici de Álex, apoyada en la pared de la casa, junto a la puerta. Un relámpago en mi mente me mostró todo lo que había vivido con Alejandro en Molinosviejos. Aparté la mano súbitamente—. Devuélvele la bici de mi parte.

—Vamos, Marcos, se hace tarde —apuntó Max encendiendo el motor.

—Adiós —dije montando en el coche. Abrí la ventanilla—. ¡Os quiero!

El seiscientos rugió y se alejó de la casa de mi abuela calle abajo. Cuando la perdí de vista, miré hacia delante y me sequé las lágrimas con el dorso de la mano. Max me observaba mirándome de soslayo, pero no dijo nada. Puso música y aceleró. Enseguida dejamos atrás Molinosviejos y nos internamos en la carretera en la que Max nos había recogido a Gus y a mí el día que llegamos al pueblo. Qué lejano quedaba ese día en el tiempo y qué cercano en la memoria. Hasta me pareció ver a Gus sentado en el asiento de atrás… Miré el campo. Hermoso, dorado, tan cómplice de nuestras vidas…

Elena me contaría años después que en cuanto Max y yo nos fuimos, ella salió a toda velocidad hacia el molino. En camisón, despeinada, tal y como estaba, montó en la bici y pedaleó hasta el molino donde dormía Alejandro.

—¡¡Álex!! ¡¡Álex, abre la puerta!! —gritaba mi prima mientras aparcaba junto a la puerta.

Álex se vio, súbitamente, sustraído de sus sueños. «¡¡Abre la puerta, Álex, abre!!» debió de oírle gritar a mi prima, que sin saberlo lo estaba rescatando por última vez.

Álex saltó de la cama tirando el cuaderno al suelo. Medio dormido bajó las escaleras y abrió la puerta. Ante él apareció Elena, en camisón y muy alterada.

—Marcos se ha ido. Ha ido a Ciudad Real para coger el tren de las nueve. Tienes que detenerlo, Álex.

Alejandro tardó unos momentos en asimilar lo que mi prima le estaba diciendo. Entonces recordó que yo había dormido con él. ¡Y ya no estaba! Como un rayo subió a la entreplanta. Vio el cuaderno en el suelo y lo recogió. Buscó la última página y encontró mi carta de despedida.

Se llevó una mano al pecho. Pareció sentir un ahogo y perdió fuerzas. Elena lo alcanzó y lo abrazó por la espalda. Le hubiera gustado consolarlo, acariciarlo y besarlo, ¡lo amaba! Y sabía que él me quería a mí. Aún y todo, corrió en busca de Álex, deseando de corazón que me alcanzara y que no me permitiese huir.

—Todavía puedes alcanzarlo. El tren parte a las nueve. Puedes alcanzarlo, Álex.

Eran las ocho y veinte. Molinosviejos está a unos cuarenta kilómetros de Ciudad Real. Cuarenta por la carretera general. Si Álex iba en línea recta, cogiendo los atajos, caminos comarcales y caminos de cabras, la distancia se reducía a unos veintidós, o veintitrés kilómetros. Podía llegar. Nosotros teníamos que dar todo el rodeo. Podía llegar.

Álex la besó antes de partir, como muestra de agradecimiento y de afecto, sabía el sacrificio que aquello significaba para ella, conocía sus sentimientos y la respetaba por ello.

Elena observó, con lágrimas en los ojos, cómo su amor se alejaba a toda velocidad entre los trigales dorados. No lloraba porque fuera en mi busca, sino porque uno de sus sueños más frecuentes con Álex consistía precisamente en esa misma escena; sólo que al revés: ella lo aguardaba en el molino y él, atravesando los campos, la abrazaba y la llevaba en brazos al interior del molino…

Llegamos a la estación a las nueve menos veinte. Saqué el billete y Max me acompañó hasta mi vagón.

—Bueno, Marcos. No sé qué decirte —sonreí, cabizbajo—, supongo que buen viaje.

—Max, gracias por todo.

—Marcos, eres mi amigo, y con eso basta, no tienes que agradecerme nada. —Max se acercó y me dijo en voz baja—: Marcos, te prometo que haré todo lo que pueda para encerrar a esos cabrones y para que el mundo conozca su existencia.

—Gracias, Max, pero sabes que eso será casi imposible. El mismísimo caudillo los protege, ¿no?

Max me miró impotente. Me ofreció su mano. Yo la tomé, pero un impulso me hizo abrazarlo. Después, emocionado, se marchó. Subí al tren. Aún había muchos asientos vacíos. Me senté junto a la ventana. Siempre me ha gustado ver el paisaje, ayuda a olvidar…

A las nueve y cinco todavía estábamos en la estación. El vagón estaba ya repleto y el revisor, nervioso por el retraso, corrió hasta una de las escalerillas, se encaramó y gritó tras sonar un silbato:

—¡Todos al tren!

La salida era inminente. La locomotora rugió y las ruedas chirriaron sobre los raíles. Nos pusimos en marcha. Lentamente, como despertando de un sueño, el tren empezó a deslizarse sobre las vías.

—¡¡Maaarcooos!! —gritó una voz en el andén. Una voz ahogada, al borde de la extenuación.

Abrí la ventana y me asomé. ¡Era Álex! Cuando me vio, corrió hacia mi ventana. Su rostro denotaba una fatiga impresionante, pero sonreía.

—¡No me dejes!

—¡Álex! —No sabía qué decir. Me había resultado fácil justificarme ante la abuela o Elena, pero confiaba en no tenerlo que hacer ante él. «¡Maldito cobarde!», pensé odiándome—. Es la única solución…

—¡Te quiero!

—Yo también a ti, como a nadie en el mundo —todo mi ser temblaba, me estaba muriendo por dentro.

Álex corría paralelo al tren, que poco a poco ganaba velocidad. Extendió su mano hacia mí. Saqué el brazo por la ventana y lo alcancé, le tomé la mano. Una batalla se fraguaba en mi interior. Un torrente desbordaba mi alma, la parte de mi alma que no había muerto. Su tacto, su mirada suplicante, su voz desgarrada…

—¡¿Recuerdas la canción?! ¡Cántala conmigo! ¡Nuestra canción! —me suplicó llorando cuando ya sólo nos rozábamos las yemas de los dedos.

Me sentí morir. El andén se acababa. El tren aceleraba, tenía que tomar una decisión, ¡tenía que decirle algo!

—Álex, la he olvidado…