La recuperación de Alejandro fue increíble. Al día siguiente al de la paliza, fue él quien me despertó. Fue algo indescriptible. Yo soñaba que él venía hacia mí, que me rescataba… y desperté.
No conseguí nada con regañarlo y rogarle que volviera a la cama. Se limitó a tomarse la pastilla y sentarse en el sofá. Aún se notaba que le dolía aunque él trataba de disimularlo.
No me dio tiempo a recoger la casa. A eso de las diez, llegó el doctor.
—¡Es increíble! —exclamó cuando Alex le abrió la puerta—. Pensaba que hasta mañana o pasado no podrías levantarte.
—Se equivocó, doctor —dijo alegremente—, soy más fuerte de lo que aparento. Nada me retenía en la cama. Soy joven y no puedo perder el tiempo. La vida es demasiado corta para verla a través de la ventana.
Mi vida sí que había pasado por una ventana. Más bien, estaría mejor dicho que la tiré por la ventana.
Los pueblos se sucedían; el paisaje imponente seguía meciéndose al viento mientras el Sol empezaba a declinar. Molinosviejos estaba cada vez más cerca.
Era curioso recordar aquellas situaciones tan lejanas en el tiempo y tan latentes en mi corazón. Aún podía sentir en mis manos el tacto de su rostro o escuchar, clara como una fuente, su risa. Él dijo que la vida había que vivirla, y viajando hacia él, hacia todo lo que él significaba, veía por una ventana todo lo que hice y dejé de hacer. Y me di cuenta de que él marcó mi vida encauzándola hacia un destino que ninguno de los dos le deseó al otro.
Comimos juntos. Pero no hablamos demasiado. El aire que circulaba entre nosotros estaba enrarecido, había algo en el ambiente que se imponía a todo lo demás, algo imperceptible pero que sentíamos los dos. Podía sentir la fuerza que luchaba por surgir, pero que ocultábamos. Miradas fugaces, miradas cómplices. Primer plato. El segundo. Un «cómo te sientes». Un «gracias por todo». Un «yo… no, nada…».
No podía soportarlo, así que después de recoger la cocina, recogí mis cosas y me marché.
—Creo que será mejor que te deje solo. Ya estás bastante bien y sé que no te gusta que te hagan sentir como un inútil.
—¿Te vas?
—Es lo mejor, Álex. Debes superar este capítulo y volver a hacer tu vida normal.
—Tú formas parte de mi vida, Marcos —me dijo agarrándome por el brazo, dejándome sin respiración durante un instante.
Un escalofrío de proporciones colosales me recorrió de arriba a abajo. No sé cuánto tiempo estuvimos así, en silencio, mirándonos a los ojos, mirándonos el alma.
Me solté bruscamente, tan nervioso que no pude articular más que un «hasta luego, Alex». Cogí mis cosas y cerré la puerta tras de mí. Salí corriendo mientras mi corazón corría aun más que yo.
Encontré la casa desierta. El silencio era total y la penumbra de persianas bajadas mantenía a raya la luz y el calor del Sol. La casa sólo estaba iluminada por la luz de la vela que siempre ardía en casa de mi abuela. Me quedé observándola, aunque mi mente todavía estaba en casa de Alex.
—Hola hijo, no te esperaba —dijo la abuela rescatándome de mis pensamientos.
—¡Oh! ¡Abuela! —exclamé dando un salto.
—¿Te pasa algo? —Agudizó la mirada, quería ver más allá de mi expresión.
—No, no, nada, qué va. Me has asustado, sólo eso, me había quedado ensimismado mirando la vela, sólo eso.
La abuela cogió la vela y con cuidado caminó hacia la cocina. Se sentó en una silla, ofreciéndome otra. Dejé la bolsa en el suelo del recibidor y tras servirme un vaso de agua, acepté el asiento. La abuela posó la vela sobre la mesa y tras observarla unos instantes, me miró.
—Dice una antigua creencia que el ser humano es como una vela. La cera es el cuerpo, y el fuego, el alma.
El cuerpo se va derritiendo, se estropea con el paso del tiempo, mientras el alma brilla siempre con la misma luminosidad. Y cuando al final, el cuerpo se termina de consumir, el alma, intacta como el primer día, abandona el cuerpo muerto para unirse a la luz celestial, que para los cristianos sería Dios. Y por eso se encienden velas a los difuntos, para simbolizar el ciclo de la vida, el cuerpo que muere y el alma inmortal.
—Entonces, esta vela que siempre tienes encendida es…
—Simboliza a tu abuelo Francisco, hijo. Teniendo una vela encendida, siento que está con nosotros, que está vivo, que llena la casa de luz y calor, como cuando vivía. —Sus ojos brillaban y la llama se reflejaba en ellos.
—Es una creencia muy hermosa. No la conocía —le dije embargado por un sentimiento de paz indescriptible.
—Sí, es curioso. Muy pocos la conocen, y sin embargo siempre se ha hecho. Creo que es algo que todos sabemos desde que nacemos, algo que Dios nos da para que iluminemos el sendero de los muertos, nuestros propios caminos y la esperanza en una vida después de la muerte. —Mi abuela me cogió las manos—. Cuando tu abuelo murió, la oscuridad me llenó, llenó la casa, mi vida ya no tenía rumbo sin él. ¿Y sabes por qué? Porque lo amaba como jamás amé a nadie en este mundo; incluso más que a mi vida. Por eso, al encender una vela para él, siento de nuevo el calor de su Amor, su luz que me guía, su compañía, y ya no estoy sola —bajé la mirada—. Quizá, a ti que eres joven y vives en una ciudad llena de relojes y automóviles, esto te parezca una tontería, pero yo creo que si el Amor es verdadero, es para siempre. Y no existen barreras que no pueda atravesar, incluida la Muerte. El Amor, el verdadero Amor, es eterno, aunque sólo haya vivido unos pocos días. Es como el fuego, que desde el primer instante brilla con la misma intensidad que mantendrá siempre. Por suerte, mi Amor, aquí, en esta vida, duró muchos años, pero hay que tener en cuenta que hay Amores eternos que duran un fin de semana.
La abracé. Me había emocionado. Realmente se sentía el Amor que ella llevaba dentro, el Amor que aún, después de sufrir el desgarro de la Muerte, sentía y que siempre sentiría. Hasta sentí envidia.
Me encerré toda la tarde en mi habitación. Estuve leyendo mientras mi abuela escuchaba la radio en la cocina y preparaba un flan para después de la cena. Gus y Elena estaban en la piscina y no llegaron hasta las nueve de la noche.
Me encontraba triste y no sabía por qué, o más bien, me negaba a saberlo. Las poesías de Antonio Machado, sus poemas a Leonor, su tristeza… No sé, me sentí identificado con él. Quise reaccionar, quería subir de nuevo, salir del pozo de tristeza y melancolía en el que de repente me vi sumido. Quería sonreír, reír a carcajadas. Deseé que mi gemelo estuviera ahí, conmigo, para hacerme reír y sacarme de la oscuridad. Él era muy a menudo mi fuente de alegría. Pero aquella tarde estuve solo. Gus me encontró acostado. Me empezó a contar no sé qué historias de Carmen. Venía contento, las cosas habían salido bien, por lo que pude entender, ya que hablaba muy deprisa y yo estaba soñoliento. Se habían reconciliado y lo habían celebrado a lo grande, ¡en el vestuario de las piscinas!
Esa noche no salí. No tenía ánimos. Mi autoestima estaba por los suelos, pese a todos los esfuerzos de Gus por animarme. Aunque él dirigía la mayor parte de sus energías a planear una velada perfecta con Carmen en casa de sus padres, que se habían ido a la sierra a pasar un par de días.
Al día siguiente me levanté pronto y me fui solo a la piscina. Un par de horas después llegó Elena.
—Te acostaste muy pronto anoche —me recordó—. ¿Estás bien? Te noto algo deprimido.
—Bueno, ayer estaba bajo de moral. Parece que hoy me encuentro mejor. No sé, ya se me pasará.
—¿Tiene que ver algo con Álex? —disparó sin rodeos.
—Y ¿eso? —espeté a la defensiva.
—Bueno, he pensado… No sé, una suposición…
—Todo va bien. No te preocupes, ¿vale? —dije esperando haber zanjado el tema. Pero no me lo permitió.
—Vamos, Marcos, confía en mí. ¿Habéis discutido?
—Que no pasa nada, ¿no lo he dejado claro? No-pa-sa-na-da. Y déjame en paz —estallé al final huyendo hacia la piscina.
Grave error el mío aquella mañana. Elena era una vía directa hacia Álex, ella era una gran amiga suya y me podría acercar a él, contarme qué le gustaba, qué le preocupaba, a qué temía… pero ¡qué estaba pensando! Mi cabeza se enredaba en cábalas más complicadas por momentos. Debía dejar de comportarme así, como un adolescente encaprichado y recuperar el equilibrio que tanto añoraba y que, al mismo tiempo, tanto me aterraba. Un equilibrio que representaba la seguridad y que me alejaba del miedo, del riesgo, y en última instancia, de la vida.
El resto del día pasó lentamente. Pero pasó. Cuando fuimos a comer, Gus se acababa de levantar y la sopa nos esperaba humeante en los platos. La tensión entre mi prima y yo fue patente, una tensión tan intensa como absurda para ambos. Era una situación de la que ambos éramos conscientes pero a la que no conseguíamos darle una explicación, la sentíamos, aunque sin saber por qué.
Gus estaba medio dormido aún y no se dio cuenta, sólo comía sin decir nada con los ojos medio cerrados, pero la abuela no era en absoluto tonta, y manteniendo la compostura no dejó de mirarnos inquisitivamente. Nadie dijo nada. Acabado el postre, cada cual retornó a su dormitorio.
Gus roncaba plácidamente cuando entré al cuarto. Me senté en el alféizar de la ventana y encendí un cigarrillo que le cogí a mi gemelo de la mesilla.
Retorné a mi ventana cuando la colilla se me deslizó entre los dedos cayendo sobre la pierna. Por fortuna, la colilla se había consumido y no fue una quemazón, sino un susto lo que me sustrajo de mis pensamientos; pensamientos que me habían llevado más allá de los recuerdos, internándome en el mundo de los sueños.
Recogí la ceniza. La tarde se había encapotado y parecía que, por fin, desde que llegué al pueblo, podría aprovecharla para algo más que dormir o bañarme: pasearía.
Bajé hasta la plaza. Apenas había un alma por allí. Vi el coche de Max aparcado junto al bar y me asomé. Pero tampoco estaba. «Así mejor», pensé. Aprovecharía para pasear conmigo mismo y quizá lograse aclararme un poco las ideas, que falta me estaba haciendo ya. Pasé por delante de la casa de Álex. Y pugné con la tentación de llamar, ganando al fin el sentido común, o el miedo, o la fuerza de los sentimientos enfrentados, o… Pasé de largo. La soledad era lo mejor para los dolores de cabeza como los que yo sufría aquella tarde.
Volví a eso de las ocho y media. La tarde se me había pasado sin apenas darme cuenta mientras paseaba por el campo, por las afueras del pueblo. Había ido caminando hasta perder de vista el pueblo, aunque tuve la precaución de no alejarme tanto como la tarde de la tormenta, aquella tarde en que Alejandro me salvó la vida, aquella tarde en que desperté a la verdad, a una verdad que seguía luchando en mi interior.
Molinosviejos es uno de esos extraños lugares que parecen sacados de la imaginación de un escritor. Nadie diría que pueda existir un paisaje tan árido y vivo a la vez. Unos contrastes de rojos y dorados de vida, y azules fríos que se mezclan con el lila y el escarlata del crepúsculo. Y unos molinos eternos que controlan que la vida fluya a su alrededor, que la vida los rodee, que la vida los inunde, mientras ellos, impotentes, ven cómo esa misma vida puede nacer y morir, una y otra vez, tan cerca de la eternidad que ellos respiran.
Gus ya se había ido. Cenaba con Carmen aquella noche. Después irían al Quijote y allá nos reuniríamos todos. De estos planes me enteré por la abuela en el momento en que crucé el umbral de la puerta. «Qué lástima», pensé, me habría gustado hablar con él. Elena seguía subida a su pedestal de arrogancia y no me dirigió la palabra durante la cena. Por fortuna, el paseo me había devuelto el equilibrio emocional y ya no le daba la más mínima importancia a su hostilidad. Me seguía intrigando qué era lo que la molestaba tanto como para enfadarse así conmigo, supuse que alguna niñería, no quise darle más vueltas. En cuanto acabó la cena, se cambió de ropa y se marchó a la plaza sin esperarme. Había quedado con su cuadrilla, irían a los bares, al Quijote, así que no me preocupé. Quizá, después de un par de cervezas reconsideraría su actitud para conmigo y se daría cuenta de que no merecía la pena estar enfadada.
Mientras la abuela recogía la mesa, me duché y me vestí para salir.
—Ten cuidado, hijo —me dijo la abuela cuando bajé, vestido con un vaquero y la camisa verde que me regaló mi madre por mi cumpleaños. Me estaba acabando de peinar—. Y sobre todo, si ves a esos gamberros, aléjate de ellos. No les hables, ni los mires, ni nada. Cuanto más lejos, mejor.
—Claro, abuela. No te preocupes.
Me dio un beso en la mejilla.
—Estás muy guapo. Anda. —Abrió la puerta, me cogió la mano y me dio algo—, pásalo bien.
¡200 pesetas! ¡De entonces! Un pequeño tesoro que daba para una buena juerga con los amigos. Y eso era precisamente los que esperaba encontrar en la plaza. Y así fue.
El cielo se había despejado parcialmente y nos había revelado una luna creciente que adornaba una noche que nacía llena de ilusiones. Los chicos tomaban la primera cerveza de la noche rodeando la fuente, riendo y bromeando. Allá estaba Gus, con Carmen (muy acaramelados), Elena, Max y los demás. Pero de Álex, ni rastro.
Desde el primer momento noté a Elena distante, seria y algo desanimada. No quise darle importancia pero el hecho de que no me mirara y evitara hablarme me consumía por dentro.
Estuvimos un rato en la plaza y luego nos dirigimos hacia el Don Quijote. De nuevo el cielo se cubrió, y esta vez las nubes no eran densas y oscuras por ser de noche, sino por la amenaza que llevaban consigo, la amenaza de lluvia y truenos, la amenaza de una tormenta tan poderosa en la tierra, como en cielo.
Se levantó viento del nordeste que barrió de las calles las primeras hojas caídas aquel año. Gus me abrazó ofreciéndome un cigarro.
—¿Cómo está ese ánimo?
—Bien, hoy bien —respondí sorprendido—. ¿Cómo sabes…?
—La abuela me dijo que estabas pachucho. Como casi no nos hemos visto desde el otro día… —me recriminó—. Además, ya sabes que entre gemelos no hay secretos, ni dolor ni tristeza que no se comparta.
—Quisiera hablar contigo pero, bueno, mejor mañana.
—¿Pasa algo?
—No, creo que no. Bueno —vacilé—, Elena está rara conmigo y no sé qué es lo que le pasa.
—No te preocupes, ahora lo arreglo…
—¡No! Déjalo —protesté inútilmente.
—Calla y déjame hacer a mí. ¡Ah! Si ves a Álex dile que quiero hablar con él.
—¿Para qué?
—Sea lo que sea que pase entre vosotros dos, tú eres mi hermano y yo tengo que velar por ti y saber con quién andas.
Me reí. Esa era la típica frase de Gus. Él siempre quería protegerme y yo, por naturaleza más débil, o quizá más sensible, siempre protegido por el halo irresistible de mi gemelo de ojos verdes. Era fácil distinguirnos por la forma de comportarnos, aunque dice un refrán que de noche todos los gatos son pardos. Y yo extiendo ese dicho a los ojos.
Nino Bravo reinaba en las ondas cuando Elena se acercó a la barra.
—Hola Marcos —dijo tímidamente.
—Hola —rompí el hielo—, ¿quieres una cerveza?
—No, no. Yo, sólo quiero hablar contigo. Yo…
Le ayudé a pasar el mal trago.
—Vámonos fuera, estaremos más tranquilos.
Bebí un último trago de cerveza y, mientras Nino Bravo daba paso a los incombustibles Beatles, Elena y yo abandonamos el bar. Gus me guiñó un ojo y yo le sonreí dándole unas gracias que seguro captó.
Caminamos calle arriba, alejándonos de la zona de bares. Cogimos la calle Lope de Vega y nos sentamos en el umbral de una casa.
Durante un rato estuvimos callados. Se veía claramente que Elena luchaba consigo misma en su fuero interno. Quería decirme algo y no sabía cómo… Respeté su confusión, su indecisión, pero ella sufría.
—Vamos… confía en mí…
—He hablado con Álex —me cortó mirándome a los ojos—. Esta tarde he estado en su casa y hemos hablado, largo y tendido —asentí—. Como antes, una de esas charlas íntimas que tanto me gustan.
—Y ¿qué te ha dicho? Sé que es eso lo que te está martirizando. Y hay algo que te hace estar hostil conmigo.
Retiró la mirada.
—Hemos hablado de ti —su voz se quebraba, rozaba la debilidad extrema—. Verás, Álex me ha confesado algo que no puedo callarme —su voz se desmoronaba, se ahogaba por momentos, la impotencia y la curiosidad me desbordaban—. Él me ha dicho, me ha dicho que… que él… bueno que él…
—¡¿Qué?!
—¡Que te quiere! —estalló en lágrimas—. ¡Que está enamorado de ti!
Se cubrió el rostro con ambas manos intentando ahogar el dolor de su llanto. Yo no supe reaccionar, ni la abracé, ni me moví… Sólo miré al infinito repitiendo aquellas palabras en mi mente. Está enamorado de ti… ¿De mí? No puede ser, no es posible que me quisiera. ¿A mí? Yo sólo soy un chico tímido de ciudad, un delgaducho pálido que no tiene mucho que decir, yo…
Volví al instante. Elena sollozaba. ¿Por qué? ¡Claro! ¡Qué tonto había sido! ¡Qué ciego!
—Elena —dije por fin haciendo ademán de abrazarla—, no llores. ¿No sabías que es homosexual?
—¿Tú sí? —reaccionó bruscamente.
—Bueno, sí. Me lo dijo el otro día. Pero no creas que no confía en ti, qué va. Eres su mejor amiga. Lo que pasa es que tuvo bronca con David y necesitaba hablar. Yo estaba a su lado…
—Claro, tú estabas a su lado… —repitió casi en un susurro.
—Y crees que por eso se ha enamorado de mí y no de ti como tú hubieras querido, ¿no?
Sus ojos se encendieron abriéndose como platos. Me miró de soslayo y guardó silencio. Había metido el dedo en la llaga.
—No…
—Tú lo amas, ¿verdad?
Elena me miró a los ojos. Al principio, seria, luego sonrió levemente mientras cerraba sus enormes ojos verdes. Por fin estalló en sollozos y me abrazó con fuerza.
—Con toda mi alma…
Aquellas palabras se me clavaron en el fondo del corazón. Oír a mi prima confesar su amor por la misma persona a la que yo amaba era algo turbador. Me sentí mal, muy mal, como una especie de usurpador. Juro que deseé, por un instante, que Álex la amase a ella en vez de a mí. Pero realmente me quería, a mí, sólo a mí. Aún no acababa de creerlo, de asimilarlo. Lo deseaba, había deseado oír eso más que nada en el mundo, incluso antes de ser consciente de mis propios sentimientos. Y ahora lo sabía: él me quería… Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
Al cabo de un rato regresamos al bar. Elena ya estaba más tranquila. Expresar los verdaderos sentimientos puede resultar complejo y emocionante. Ella había llorado mucho, y el fluir de sus lágrimas había ayudado al fluir de sus palabras, pero ninguna lágrima había sido capaz de apagar ni una chispa del amor tan inmenso que sentía. Además, el agua salada hace que las heridas escuezan.
Todos nos miraron al entrar, pero Elena supo disimular su dolor y unirse a las bromas que intercambiaban sus amigos.
Gus me miró y asintió con la mirada. Podía ver qué había pasado. Yo estaba algo confuso aún. Pedí un vaso de agua y me senté en el fondo del bar. Gus se acomodó a mi lado dejando a Carmen con los demás.
—He hablado con Carmen —dijo con tono de satisfacción—. Ha comprendido por fin que no me gustan los compromisos y ha prometido no exigirme nada, ni ahora, ni nunca.
—Qué bien, ¿no? —dije sin darle demasiada importancia.
—Bueno, las cosas, cuanto más claras, mejor. Es así de fácil. De otro modo ya lo estoy viendo —añadió acompañando su discurso de gestos y muecas—, lágrimas, gritos, escenitas de celos… Somos amigos; y nada más. Sólo que si nos apetece, nos lo montamos, y punto.
—Me alegro por ti. Si te diviertes y no haces daño a nadie… Todo claro, sí, mucho mejor…
Me miró con curiosidad. Gus había puesto mucho entusiasmo en decirme aquellas cosas, pretendía no sólo que lo apoyase, sino que compartiese su alegría, su satisfacción personal. Y yo en cambio había asentido a todo sin darle la más mínima importancia, igual que si me hubiera dicho que es mejor que haga sol a que llueva.
—Tú no estás bien. ¿Qué pasa? Me parece que voy a tener que hablar con Álex y decirle que con mi hermano no se juega.
—¡No! —reaccioné como si me hubieran pinchado con un cactus—. Gus, no se trata de él, no hables con él, no sabes qué pasa, déjame explicarte. —Respiré profundamente, le pedí con la mirada un poco de paciencia y atención—. En realidad sí se trata de él, pero no como crees —me miró confundido—. Verás —bajé un poco la voz—, he hablado con Elena y me ha dicho que Álex le confesó que… —dudé un instante— que me quiere.
Gus palideció. Apartó la mirada y se encendió un cigarro.
—¿No vas a decir nada?
—Bueno —sonrió fugazmente—, ¿qué puedo decir? No sé. ¿Y tú? ¿Qué dices tú?
—No sé, no estoy seguro de lo que estoy experimentando —sonreí ampliamente, la ilusión me desbordaba—. Me siento extraño, alegre, lleno de energía, lleno de vida; aunque a la vez siento una preocupación, un temor, un nudo en la boca del estómago que me inquieta mucho —sonreí y añadí entre dientes—: Estoy aterrado.
—Estás enamorado, hermanito —sentenció Gus mirando el pavimento.
No pude decir nada más. Álex atravesó el umbral. Estaba resplandeciente: vaqueros y camiseta roja. El pelo, todavía húmedo, peinado hacia atrás. Y como siempre, la mirada encendida y la sonrisa generosa para todos.
Durante un segundo todos se callaron y lo miraron, escrutándolo, observando a esa persona que de repente ya no era como los demás, ahora era «maricón»… Era la primera vez que aparecía en público desde la paliza, y todos conocían su secreto, los que no lo vieron, se enteraron enseguida, al fin y al cabo, Molinosviejos era un pueblo pequeño. Decidí ayudar a Alejandro una vez más. Y me acerqué a él, aunque antes de dar el primer paso, me detuvo la tensión del triángulo que se había formado involuntariamente: en una mesa, cerca de la puerta, Elena; en el fondo de bar, yo; y Álex, a mitad de camino, entre los dos, observado por los dos. Gus me miró, le correspondí y me levanté dirigiéndome hacia él.
—¡Hola! —saludó entusiasmado, alegrándose de verme.
—Vaya, no creía que fueras a venir. Estás estupendo, ya casi no se te notan los moretones. —Mi mente era un caos fraguado entre el qué decir y el qué no decir; qué era lo apropiado y qué me haría meter la pata—. ¡Tus heridas! —redundé estúpidamente—, han mejorado increíblemente (pero ¡¡¡qué estaba diciendo!!!).
—He tenido un gran enfermero. —Me guiñó un ojo y se volvió hacia los demás. Lo saludaron calurosamente y le invitaron a sentarse. Hubo quien tuvo sus reticencias pero Álex seguía siendo el mismo muchacho simpático de dos días atrás, sólo que, ahora, todos conocían un aspecto de él hasta entonces desconocido, así que, al final, el sentido común se impuso y todos lo acogieron. Elena sonrió tímidamente y sin querer, acabó sentada a su lado. Gus y yo nos unimos al grupo.
Manolo sacó una ronda de cervezas. Era su cumpleaños —dijo— y había que celebrarlo por cuenta de la casa. Subió el volumen de la radio y a ritmo de Rock 'n' Roll, la sonrisa y la algarabía llenaron el local.
Un par de horas después, a primeras horas de la madrugada, Álex se levantó del sillón en el que había acabado tras ser la pareja de baile de Carmen durante una hora entera. Salsa, rock, sevillanas… daba igual. Carmen bailaba de todo y Alex cometió el error de ofrecerse como su pareja, ya que nadie, porque la conocían bien, se había ofrecido antes.
Álex se desembarazó de Carmen otra vez, ya que esta, insaciable en muchos aspectos, quería bailar otro tema. Gus se había negado y aunque la chica tiró de mi hermano con todas sus fuerzas, mi gemelo permaneció sentado y de brazos cruzados.
Unas risas más, bromas aquí y allá, y como no tuvimos noticias de los «Hijos del General» aquella noche (Manolo nos comentó que se habían ido al pueblo de al lado a martirizar a algún pobre diablo), la velada fue de lo más divertida.
—Bueno, chicos, yo me retiro. Ha sido una velada inolvidable —dijo Álex mientras se despedía haciendo una reverencia al estilo de la antigua nobleza—. Mañana hay mucho que hacer y el Sol nunca trasnocha.
—Adiós, Álex, buenas noches —dijeron los demás.
—No he acabado contigo todavía, recuérdalo —bromeó con mirada desafiante Carmen mientras Gus le mordía el cuello cual vampiro feroz.
No pude resistirme. Fue como si me hubiesen colocado un muelle que saltó en ese momento, o como si una fuerza invencible tirase de mí; como si una voz me dijese ahora o nunca…
—Espera, Álex. Te acompaño a casa. Necesito un poco de aire fresco.
Álex sonrió y asintió. Elena me miró sin expresar nada, ni palabra, ni gesto, ni mirada, nada. Sus ojos ya no decían nada.
Los dejamos allá mientras Manolo servía otra ronda de cervezas y la música de Bob Dylan volvía a revolucionar la sala. Risas y jarana por doquier, ¿de qué otra forma podría pasar una noche de verano la juventud…?
Caminamos calle abajo observando los bares repletos de gente. Algunos bailaban, otros reían, otros se besaban, se abrazaban, bebían cervezas…
Enseguida llegamos a la plaza. El silencio dormía en la oscuridad. Instintivamente miré al cielo. Estaba totalmente cubierto por un manto negro que hacía que el cielo y la tierra estuvieran, aparentemente, más cerca. La lluvia que llevaba horas amenazando con caer, parecía que no iba a demorarse más.
—¿Adónde vamos? —le pregunté viendo que no dirigía sus pasos hacia su casa.
—¡Es verdad! Perdona. Es que voy a dormir en el molino. Necesito campo; he estado demasiado tiempo en casa y el cuerpo me pide campo, espacio, libertad.
—Bueno, te acompaño de todas formas.
—Pero no hay luz, y parece que va a haber tormenta. ¿Recuerdas la última vez?
—Me arriesgaré —dije sonriendo. Me miró y sin decir nada, continuó sus pasos.
Poco a poco salimos de Molinosviejos. Las pocas luces que alumbraban la noche manchega en aquel pueblo fueron quedando atrás; y nosotros, compartiendo los placeres del silencio, nos internamos en una extraña oscuridad.
El cielo bajo parecía hablar en susurros, en un idioma de truenos mudos que pronto querrían gritar. En la tierra, grillos y otros insectos interpretaban a la perfección la sintonía de la noche, la Nocturna de la Naturaleza. Los instrumentos de cuerda, ellos, diminutos insomnes; los de viento, los trigales, mecidos por un refrescante viento del norte; los de percusión, nuestros pasos, constantes, avanzando por el camino. Y nuestros corazones, latiendo más deprisa a cada paso.
Caminaba detrás de él. No veía casi nada, pero Álex continuaba, invariablemente, el camino correcto. Ni siquiera lo hacía atento a sus pasos. Miraba al suelo, o al cielo, o a mí, de vez en cuando.
Poco a poco, empecé a ver mejor. No sé si fueron mis ojos los que se acostumbraron a la noche, o esta la que se acostumbró a mí. Quizás el trigo conservaba algo del resplandor dorado que emanaba durante el día, o las luciérnagas y demás insectos nos indicaban el camino a casa con sus ritmos, como las migas del cuento.
El cielo rugió en la lejanía.
—¡Álex! —Se volvió, sin decir nada—. Tengo que hablar contigo.
—Dime, ¿ocurre algo?
—Escucha, no es fácil para mí decirte esto. He pensado mucho y no acababa de decidirme —sus ojos denotaban curiosidad, y algo de temor—, pero tengo que decírtelo.
Una ola de viento nos trajo los aromas indescriptibles de la tierra. Una mezcla de cereales, de tierra, de vida en movimiento… Otro temblor celeste nos enmudeció un momento. Ya casi estaba ahí.
—Vamos, habla —me rogó.
—He estado hablando con Elena. —Abrió sus ojos tanto que casi me pude ver reflejado en ellos—. No creas que ha traicionado tu confianza, que va. Pero sentía que debía decírmelo, que era lo mejor para todos que yo lo supiera. Me ha dicho que tú…
—¿Que te quiero?
—Sí.
El viento empezó a soplar con más fuerza. Una gota se posó en mi frente.
—Pues es verdad. Me he enamorado de ti. Y no me arrepiento, ni pienso disculparme. Pero si te hace sentirte incómodo…
—¡No! No, no es eso. —Sonreí, ¡pensaba que lo odiaba, como si yo fuera también uno de los «Hijos del General»!—. Al contrario, me sorprende.
Aquella gota debió de sentirse sola, ya que empezaron a caer montones de hermanas de ella por todas partes. El olor a tierra húmeda nos envolvió con una exquisita fragancia vital.
—Vaya —dijo con semblante serio—, siento que te hayas enterado. Supongo que esto cambiará nuestra amistad.
—Sí, creo que sí —contesté preguntándome a mí mismo a qué venía semejante respuesta.
—Bien, pues entonces gracias por cuidarme y por todo. Es mejor que te vuelvas al pueblo antes de que estalle la tormenta, sólo tienes que seguir el sendero.
Y se volvió continuando su camino. Yo me quedé como paralizado. ¡No! ¡No era eso lo que quería decirle! No quería que pensase eso. Yo quería decirle que…
—¡¡Álex!! —grité corriendo hacia él, ya casi empapado, atravesando la cortina de lluvia que se había interpuesto entre nosotros y que nos separaba.
Se detuvo, pero no se giró. Estaba quieto, con la cabeza baja y el cabello empapado, pegado a la cara. Me coloqué frente a él. Levantó el rostro mirándome a los ojos. La lluvia corría por su cara, aunque hubiera jurado que muchas de aquellas gotas no eran de agua dulce.
De golpe se me arremolinaron en la mente montones de cosas que decirle: pedirle perdón por haberle dicho eso, completar mis palabras de antes con promesas de…, decirle lo que en realidad sentía por él…
Como empujado por una fuerza tan poderosa como los rayos que estaban a punto de caer, me abalancé sobre él y lo besé.
Primero lo besé yo. El agua volvió a correr entre nosotros y él me miraba sin una expresión definida, aunque la alegría se superponía sobre la sorpresa y el miedo. Yo sonreí, cogí aire y me limité a decir:
—Te quiero.
Después nos besamos. Sentí cómo me envolvía entre sus brazos y cómo una sensación desconocida se apoderaba de mi cuerpo. Sentí como un huracán, hasta entonces en letargo desde mi pubertad, despertaba con una fuerza imparable y se apoderaba de cada célula de mi ser. Sentí como si la presa de mi pasión estallase en mil pedazos, dejando que esta inundase toda mi alma. Sentí que empezaba a emborracharme de vida, de pasión y de amor…
Echamos a correr cogidos de la mano. El molino no quedaba lejos, pero la noche y la tormenta hacían que la distancia pareciese mayor. Los rayos ya caían por doquier y parecía que más que caer, eran escaleras de subida al cielo. Su azul argentino serpenteaba hasta comunicar los dos mundos, y parecía que se ofrecieran para subir, para salir de aquí.
Una enorme forma negra se alzó ante nosotros. Era imponente. Un nuevo rayo nos descubrió tenuemente sus colores: el molino.
Fue cerrar la puerta y, a oscuras, nos entregamos al tornado de pasión que nos embargó fundiendo nuestras vidas, nuestras almas, en una sola. Me sentía tan fuerte y vital que fui perdiendo la conciencia del mundo que conocía para perderme en el mundo nuevo que me abrazaba y besaba. Me adentré en sentir, y sólo en sentir, de tal forma, que lo único que recuerdo con verdadera nitidez, es que cuando quisimos llegar a la cama, a la entreplanta, ya estábamos desnudos.