Otra vez el tren se detuvo. Me resistí a mirar por la ventana en busca de algún cartel que me aclarase la incertidumbre. No quería saberlo, una angustia desconocida empezaba a cabalgar por mis adentros y me hacía sentir incómodo. Cuanto más me acercaba a Molinosviejos, más intensa era la sensación de miedo, o de vergüenza, o de pánico. Hasta ese instante, no había sido del todo consciente de adonde me dirigía realmente. Tardé veinticinco años en decidirme a regresar, pero ni siquiera cien me habrían bastado para comprender lo que iba a reencontrar; sólo regresando a Molinosviejos iba a comprender, a ver con claridad, lo que dejé un cuarto de siglo antes.
Qué rápido se puede decir, un cuarto de siglo. Mi rostro, aunque no demasiado, dejaba ver ya los signos del tiempo, el paso de la vida. En mi mente se agolpaban ideas, preguntas… sin respuestas todas. Era imposible volver atrás y ver qué habría sucedido si hubiera hecho otra cosa, si no hubiera hecho lo que hice, si no hubiera tomado aquella decisión. Era una decisión lejana, pero sus efectos eran perpetuos, me acompañarían siempre, y lo peor de todo era que no sólo me acompañarían a mí.
Veinticinco años, ¡cómo había cambiado el mundo! Los regímenes caen, las revoluciones se suceden, se puede surcar el cosmos…, pero en mi interior, en realidad, por encima de todo el universo que construí a mi alrededor, todo continuaba igual, inamovible. Porque nada pudo sustituirlos, nunca, a ninguno de los dos.
El tren resoplaba y rugía, estábamos en marcha. Enseguida dejamos atrás aquel pueblo, uno de tantos que adornaban los dorados campos, sabios campos que nos otorgan alimentos, salud, cobijo; cómplices campos que en silencio son testigos de nuestras risas, de nuestras pasiones, de nuestras tristezas. Campos que guardan los secretos y que nos miran compasivos, que nos revelan, en susurros, nuestra propia verdad.
Salí al pasillo. El calor era sofocante. Ya me había desabrochado casi todos los botones de la camisa, dejando a la vista un cuerpo delgado, pero firme. Pese a llevar mangas cortas, las había recogido hasta los hombros, pero pese a todo, incluido el aire acondicionado, el calor nos tenía en su poder.
Abrí una ventana, una de esas que se deslizan hacia abajo, aunque, por seguridad, sólo unos treinta centímetros. Me puse de puntillas y saqué la cabeza. El viento me azotaba y cerré los ojos. No oía más que el aire, y vagamente el rugido del tren. Una leve sonrisa se dibujó en mi rostro, lo tenía en la memoria, podía verlo con claridad, chapoteando en el agua, haciendo el mono en un árbol, abrazándome en medio de un sendero iluminado por un millón de estrellas.
De repente noté algo helado en la mejilla que me sobresaltó y me sacó con violencia del principio de un sueño.
—Tu Coca-Cola —dijo Gus dejando un vaso de tubo lleno del refresco, hielos y una rodaja de limón en la hierba, junto a mi cabeza. Se tumbó a mi lado, en su toalla, boca abajo y bebió su naranjada.
Estábamos en la piscina. Habíamos ido pronto aquella mañana. La noche anterior no había salido, llegué tarde y estaba demasiado cansado tanto física como emocionalmente como para irme de juerga. Me limité a darme una buena ducha y me fui a dormir. De todas formas, cuando quise acostarme era más de la una y media de la madrugada. Gus sí salió a dar una vuelta, pero de todos modos lo desperté a las nueve y media para que viniera conmigo a la piscina. Deseaba pasar un rato con mi gemelo, hablar con él, comunicarme con mi otro yo, ese yo que representaba mi hermano, ese yo fuerte y decidido, seguro de sí mismo, mi complemento. Refunfuñó durante una hora, pero vino, cómo me iba a fallar.
Estábamos tumbados a la sombra de una sombrilla, él boca a bajo, yo boca arriba. El señor Rioja deambulaba por el césped, con su eterna barriga, visera y chaqueta de chándal rojas. Apenas había bañistas, sólo los más pequeños, que, acostados a horas razonables, jugaban llenos de energía en el agua mientras sus padres procedían a dejarse tostar por el Sol, invencible a esas horas de la mañana. No se veía a nadie de nuestra edad, ni tumbados en el césped ni chapoteando en el agua. Todos dormían aún el primer sueño. Incluida Elena, que dormía a pierna suelta en el cuarto de enfrente al de la abuela, doña Palmira, la abuela de mi corazón. Sí, se había levantado pronto, pero tenía obligaciones que cumplir, como llenar el frigorífico para que sus nietos lo vaciasen.
Así que Gus y yo podíamos hablar con toda tranquilidad aunque mi hermano estaba cerca de quedarse dormido sobre su toalla de palmeras.
—¿Qué tal con Carmen? —le pregunté mientras encendía dos cigarrillos para mantenernos despiertos. Le di uno y volví a tumbarme.
—Anoche tuvimos bronca.
—¿Qué pasó?
—No sé —protestó—. Empezó que si yo no la quería, que si miraba a otras chicas, que si sólo la quiero para hacer el amor…
—Y ¿no es verdad?
—Pues… —dudó un instante—, hombre, sí; pero no es que no la quiera, no es que la quiera sólo para eso, es que… —se dio cuenta de que sólo la sinceridad le valdría conmigo—. Marcos, mira, ella me gusta, pero yo sólo quiero que nos divirtamos, ya se lo dije, pero ella no me escuchó; incluso ¡ha hablado de boda! —enfatizó la palabra boda acompañándola de una expresión de sorpresa hiperbólica—. Yo le dije que cuando vuelva a casa todo se habrá acabado y que cada uno haríamos nuestra vida.
—¿Eso le dijiste?
—Por eso se lio —no me dejó decir nada—. Se lo dije después de que hiciéramos el amor.
—¡Joder Gus! —exclamé—. Es que eres de un delicado que asustas. Tú también podías haber elegido otro momento.
—Ya lo sé, pero ya me conoces, suelo decir lo que pienso en el momento en que lo pienso —dijo con una mirada de pedir perdón que casi me conmovió, aunque me decanté por la risa.
Bebimos los refrescos y dimos profundas caladas a los cigarrillos. El señor Rioja acababa de torcer la esquina de la piscina mediana y venía directo hacia nosotros. Desde lo lejos pudimos ver cómo su mirada, cobijada bajo espesas cejas unidas sobre la nariz, se fijaba en los cigarrillos. Gus reaccionó con rapidez y cogió un cenicero de cristal que había al pie de la sombrilla. Cuando Rioja nos alcanzó, ambos habíamos apagado los cigarros. No es que no se pudiera fumar, pero el señor Rioja era muy reticente a que los jóvenes fumásemos, y menos sin que ningún adulto estuviese a nuestro lado, y a nuestro cargo, según su opinión.
—Oye, Marcos. ¿Qué tal la excursión? Cuando salí aún no habías llegado —me dijo cuando Rioja se alejaba hacia la piscina grande.
—Maravillosa —dije, fue la primera palabra que se me ocurrió—. Es un lugar increíble. Está en medio de los campos de trigo. Árboles, hierba, tranquilidad, un estanque precioso… —Los ojos se me cerraban empujados por la imaginación y los recuerdos— el agua transparente, buenísima. Tengo fotos, espero que salgan bien.
—¡Ah! ¡Es verdad! ¡La cámara! Se me había olvidado.
—Pues hice unas fotos a la puesta de Sol que como salgan, van a ser increíbles. Tendrías que verlo.
—Sí, quizás lleve allí a Carmen un día de estos, si es que sigue dirigiéndome la palabra. Oye, ¿y Álex? ¿Qué tal se lo pasó?
—Muy bien. Estuvimos jugando a adivinar canciones y le gané. Luego me pidió la revancha y volví a ganar. Le hice unas fotos haciendo el mono subido a un árbol, que si han salido bien van a ser la leche. Me estaba descojonando de tal forma, que no sé si enfoqué bien.
—¿Qué dices? —me preguntó intrigado mientras me reía inundado por el recuerdo de Alejandro encaramado en el árbol y gritando como un simio.
—Apostamos que quien ganase la revancha impondría una prueba al otro, así que como gané, le mandé hacer el mono subido a un árbol.
—Y ¿lo hizo?
—¡Vaya si lo hizo! ¡Madre mía! Cómo me pude reír.
De repente, mi semblante cambió de la sonrisa a una seriedad meditativa, un cambio rápido, sólo un instante antes de sonreír de nuevo, pero Gus se percató de que algo estaba perturbando mis pensamientos, de que había algo que me preocupaba.
—Cuéntame, Marcos.
—No sé, Gus —dije tras intentar negar sin éxito ante la mirada penetrante de mi gemelo que nada me preocupaba—. Me siento extraño conmigo mismo. Ayer lo pasé tan bien… Te juro que fui feliz… —Gus me preguntó con un gesto de la cara cuál era el problema entonces—. Fui feliz con Alejandro —le respondí—. Fue Álex quien me hizo feliz. Gus, no sé qué tengo dentro, siento algo revolucionándose en mi interior. —Me llevé la mano al pecho—, no puedo explicártelo, sólo sé decirte que cuando estoy con él desaparece toda preocupación de mi mente. Nada me asusta, me siento cómodo y no quiero que esos momentos terminen nunca. El tiempo se me pasa volando y sólo siento que quisiera estar con él para siempre…
—¡¡Ey!! ¡Ey! ¡Ey! ¡Marcos! ¿Qué intentas decirme? —preguntó con cautela, con el temor reflejado en su mirada.
—Gus, no sé cómo llamarlo, no sé qué es lo que siento cuando estoy con él, pero sí sé que no es sólo simpatía.
Mi gemelo se levantó, se echó el pelo hacia atrás y se tumbó a mi lado, acercó su rostro al mío, casi tocándolo, me miró fijamente y respiró profundamente.
—Marcos —susurró—, ¿me estás diciendo que te estás enamorando de Álex?, ¿de un chico? —Cerré los ojos, los sentimientos se me salían a través de ellos—. No puede ser. ¿Eres un maricón? —preguntó con un hilo de voz.
—Gus… —musité después de que las lágrimas se me escaparan por fin, cuando no pude oponer más resistencia— tenía que contártelo. Eres mi hermano, mi hermano gemelo, mi otra mitad…
—¡Déjate de rollos, Marcos! —ladró Gus con aspavientos, a voz en grito, llamando la atención de la gente de alrededor, casi a punto de llorar—. ¿Cómo puedes…?
—¡Lo quiero! ¡Sí! ¡Qué pasa! —reclamé intentando no desmoronarme y sin alzar mucho la voz—. Yo no puedo controlar mis sentimientos, ¡nadie puede! Afloran sin más, cuando menos te lo esperas.
—Pero es un hombre…
—Gus, no me lo pongas más difícil. Si tú no me comprendes y me apoyas, nadie lo hará.
—Marcos —dijo después de guardar un instante de silencio, tras recapacitar y reconstruir su esquema mental de las cosas—, nunca nos separaremos, somos un equipo, ¿verdad? Yo, yo no me hubiera esperado algo así de ti nunca, no eres un marichica, un… un afeminado. No acabo de creerlo.
—¿Crees que yo lo comprendo mejor?
—Escucha. —Se sentó cruzando las piernas como los indios y me cogió la cabeza con ambas manos—, te apoyo, estoy contigo, sigo sin entenderlo, como tampoco entiendo por qué nuestros ojos son de distinto color, pero no por eso te voy a dejar de querer. Si eres feliz, ¿qué importa todo lo demás?
Dos amplias sonrisas se dibujaron en nuestros rostros, y nos fundimos en un abrazo. Aquel fue, sin duda, el primer abrazo sinceramente real que nos dimos en la vida; el más profundo y verdadero de todos. En aquel abrazo nos entrelazamos aún más, para siempre. Aún sin separarnos, Gus me preguntó al oído:
—¿Y Clara?
Un relámpago mental me retrotrajo un año en el tiempo. Clara era la chica con la que estuve saliendo una temporada. Gus continuaba sin creerme. Y yo continuaba dudando de mí mismo. Era muy difícil aceptar los sentimientos que de repente me llenaban, y por quién los sentía, era aún más complicado.
Clara era maravillosa. Una chica ye-yé en toda regla. Guapa, inteligente, simpática, a la moda, alegre… En fin, realmente la admiré. Y por eso le pedí que saliera conmigo. Lo nuestro empezó en primavera y todos decían que éramos el uno para el otro. Pero algo, imperceptible para los demás, no funcionaba. Allí, abrazado a mi hermano tras confesarle lo más íntimo que le pude decir jamás, comprendí qué no funcionó con Clara. No me atraía. La quise, la admiré y sentí mucho afecto por ella. Ella era básicamente genial y eso me gustaba. Llegó a ser mi mejor amiga, pero eso fuimos tan sólo: amigos. Ella sí llegó a amarme y sufrió mucho cuando le dije que deberíamos separarnos y conocer a otras personas. Lo pasó realmente mal, no me comprendió, ni yo tampoco, pero sentí que era lo mejor, que algo no iba bien y que no quería hacerle sufrir, cosa que le sucedería si continuábamos juntos. En ese abrazo entendí que no pude hacer nada mejor, ni por ella, ni por mí. Clara y yo seguimos siendo amigos, incluso, varios meses después, cuando ella tuvo problemas con su nuevo novio, vino a contármelo a mí, a nadie más, sólo a mí. Y yo le habría contado lo mismo que a Gus si hubiera estado más cerca. Aunque todo acabó llegando y pude contárselo no mucho después.
—Gracias, hermano. ¿Sabes lo difícil que ha sido para mí decidirme a contártelo?
—Marcos, si no me lo llegas a contar, entonces sí me habría enfadado, idiota —dijo sonriendo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, sin reparar en que no le contesté nada sobre Clara, aunque yo mismo ya me había respondido, y creo que ese era el objetivo de la pregunta, al fin y al cabo—. Oye, Marcos, ¿y Álex? ¿Sabe algo? ¿Se lo vas a decir?
A punto estuve de decirle que Alejandro también era homosexual, pero me contuve a tiempo. Álex me lo había confesado a mí, fue un secreto y no podía traicionar su confianza, ni siquiera con mi gemelo.
—Seguramente se lo diga, y estoy seguro de que me comprenderá.
Nos metimos en el agua e hicimos un par de carreras. Jugamos, buceamos, olvidándonos momentáneamente de todo, como cuando éramos unos crios de seis u ocho años, y el mundo y sus complicados vericuetos aún no osaban acercarse a nosotros. Cuando papá y mamá eran los más guapos y listos de todos; cuando la muerte no existía y el abuelo Francisco refunfuñaba mientras mordisqueaba su pipa; cuando ver a gente besándose (difícil verlos, por otra parte) era algo asqueroso; cuando nuestro amor latía despacio en su letargo, esperando el paso de unos cuantos años para despertar.
A medida que pasaba el tiempo la gente iba llegando. Los jóvenes que más temprano se fueron a dormir, a eso de las dos de la mañana, fueron los primeros en ir apareciendo, toalla al hombro y ojeras bajo los ojos medio abiertos. Un baño reconstituía al más dormilón, así que la piscina se convirtió enseguida en un verdadero circo en el que se daban piruetas, se construían torres humanas y se hacían batallas de caballos y jinetes. Al señor Rioja se le inflaban las venas de las sienes cuando veía aquella tumultuosa colección de melenas, patillas, bigotes y barbas de una semana armando tal escándalo y alboroto, que los cantantes que sigilosamente nos deleitaban con sus manifestaciones subliminales de libertad, penetrando en el recinto por los altavoces, optaban por callarse. Las señoras retostadas se quejaban a Rioja porque les habían salpicado, los niños abandonaban la piscina grande y se refugiaban en la de bebés y el camarero del chiringuito sonreía sirviendo cervezas a diestro y siniestro.
Nada se podía hacer ante una explosión de hormonas de tal magnitud; sólo unirse a la fiesta.
Al rato, la emoción y el griterío de aquellos despertares se calmó dando paso a los achuchones en las esquinas de parejas insaciables, a continuaciones de sueño bajo las sombrillas, a paseos por el césped de los más chulos del lugar en una exhibición de cuerpo para todo aquel que quisiera mirar.
Pero el continuo fluir de jóvenes cuerpos fornidos y esculturales damas, reyes y reinas de la noche, mantuvo el jolgorio durante toda la mañana.
Aunque aquella mañana algo cambió. Gus y yo charlábamos tumbados en las toallas, eran cerca de las dos de la tarde. La abuela y Elena aún no habían venido y el hambre empezaba a causar verdaderos estragos en los gemelos.
Los últimos chicos y chicas que aparecieron no venían ni adormilados ni sonriendo. Venían cuchicheando, visiblemente alterados. Hablaban rápida y entrecortadamente, cambiaban impresiones y hacían ademanes y aspavientos discutiendo sobre algo.
Nos empezamos a preocupar. El viento traía hasta nosotros retazos de voces que hablaban de peleas, de golpes, de algún herido. Nos pusimos en pie y nos dirigimos hacia el último grupo que acababa de entrar. Entre ellos, estaba Max, que salió como una bala hacia nosotros.
—¿Qué pasa, Max? —le preguntamos mi hermano y yo al unísono.
—¡Álex! —dijo por fin.
—¡¿Qué pasa con Alejandro?! —sentí un nudo en el estómago, algo que me comía—. ¡¡¿Qué pasa, joder?!! ¡¡Di!!
—David y sus amigos, los «Hijos del General», le están dando una paliza en la plaza.
Apenas hubo terminado su frase, mis piernas se pusieron en marcha. Salí corriendo, descalzo, en bañador, sin importarme nada más que salvar a Alejandro de las garras de aquellos hijos de puta. Gus corría detrás de mí, a unos veinte metros. Max le había dicho que Elena y la abuela Palmira estaban en la plaza, intentando detener el linchamiento.
Lo que ocurrió en aquella plaza fue terrible, mi prima y el propio Álex me lo contarían poco después: David le asestó otro puñetazo en el estómago. Dos chicos lo sujetaban por los brazos ya que Álex había perdido toda fuerza y resistencia. Apenas gimió. Las lágrimas corrían por su rostro y se precipitaban tiñéndose de rojo cuando se mezclaban con la sangre que brotaba de las heridas en la cara que le habían provocado los puñetazos y las patadas de David. Este se preparaba para darle un rodillazo en la cara.
—Deberíamos acabar con este mariconazo de mierda —propuso uno de los que lo sujetaban.
—Sí, matémosle. Nuestra misión es limpiar el suelo patrio de toda esta basura, ¿no?
—No, no podemos matar —les dijo David entre dientes—. Además, es mejor que viva, tiene que vivir, vivir marcado. ¡Todos tienen que saber que es un maricón! —gritó David a toda la plaza.
—¡Suéltalo! —exigió mi abuela impotente ante el linchamiento. Ella, Elena y otras quince personas, formaban un círculo alrededor de los jóvenes verdugos y de Álex, que rezaba pidiendo que todo acabase cuanto antes.
—¡¡Asesino!! —gritó Elena sollozando, sujetada por la abuela—. ¡¡Maldito seas!!
El resto de los sicarios, de los «Hijos del General», paseaban en círculos con cadenas en la mano, evitando que ningún entrometido les interrumpiese la fiesta. Ellos tenían el poder, el poder del miedo.
—¿Qué ocurre? —preguntó David con aires de omnipotencia acercándose a la joven, mirándola con unos ojos desencajados por el odio. Los vecinos que rodeaban a nieta y abuela dieron unos pasos atrás. David le cogió del pelo a Elena y tiró de él obligándola a arrodillarse. La abuela empezó a pegarle pero uno de sus esbirros la detuvo—. Yo soy quien manda aquí —le dijo de manera que sólo ella lo escuchara—. Tengo la misión de mantener España limpia de comunistas, masones y maricones. Y ese —señaló a Álex, arrodillado en medio de la plaza, destruido—, es del tercer tipo. Y probablemente de los otros dos también —añadió con asco. Acercó su rostro sudado al de Elena y le dijo con un hilo de voz—: no tengo autoridad para matar, me tienen atadas las manos desde arriba. Pero puedo corregir actitudes, y yo digo que cuatro hostias pueden hacer que Álex vea el mundo desde nuestro lado. Así que deja de lloriquear —le dijo en un susurro.
La soltó y regresó al centro del ruedo, de nuevo perfectamente formado.
—Alex… —lloraba Elena.
—Venga, David. Que este cabrón pesa la hostia —protestó uno de los que sujetaban a Álex.
Cuando David se dispuso a propinarle el rodillazo que seguramente le hubiera partido la nariz, Alejandro susurró algo. David se arrodilló y, acercando su rostro al del joven golpeado, le preguntó con desprecio qué había dicho. Álex sacó fuerzas de donde no las había, o tal vez sí, y levantó la cabeza mirando a David directamente a los ojos. Su cara estaba amoratada y apenas podía abrir el ojo izquierdo, sangraba de la nariz y del labio inferior.
David se acercó aún más y pegó su mejilla a la de Álex, para oír bien.
—¿Crees que torturándome te librarás de tu propia maldición? Ni siquiera crees en lo que defiendes, ¿quién de los dos es más despreciable? ¿David? ¿Quién es más maricón?
David se puso en pie visiblemente irritado; ordenó a sus secuaces que agarraran a Álex con fuerza. Se retiró unos pasos y se dispuso a coger impulso para golpear. Sus ojos brillaban con intensidad. La abuela creyó ver lágrimas…
—¡¡Nooo!! —gritó Elena.
Un silencio envolvió la plaza cuando David dio el primer paso, ahora con los ojos cerrados. Se oyó un grito, dos, y un tercero, y el círculo se rompió. David avanzaba imparable hacia Álex, inmovilizado por dos de sus matones, cuando me lancé hacia él poseído por una rabia sobrehumana, una emoción que nunca antes había sentido. Di un salto y cuando disparaba su rodilla llena de odio hacia el rostro de Álex, lo derribé. Sus compañeros soltaron a Álex y se lanzaron a por mí. El círculo de gente que rodeaba el linchamiento se deshizo del todo. Los otros «Hijos del General» corrieron en auxilio de su jefe.
David permanecía en el suelo, aturdido por el golpe en la cabeza, y yo, que rodé tras el salto, tardé un par de segundos en situarme. Tiempo que bastó a los colegas de David para atraparme y empezar a golpearme. Recibí puñetazos en el estómago y cuando iban a partirme la cara, Gus llegó en mi ayuda. No tardó en aparecer Max y entonces, cuando la situación se convirtió en una pelea generalizada, apareció la Guardia Civil, curiosamente ausente hasta entonces, como el alcalde, que ni siquiera apareció en escena. Los guardias controlaron la situación enseguida. David se levantó y ordenó a sus muchachos que lo siguieran. Antes de alejarse de la plaza, me miró con odio durante un instante que parecía no tener fin, y después se marcharon. La Guardia Civil no detuvo a nadie, se limitó a disolver al gentío y pocos minutos después, se disolvió también. David y sus matones se fueron impunemente y satisfechos de su trabajo. Habían cumplido su cometido: mantener el orden y la moral de la dictadura.
Elena corrió hacia Álex, tumbado en el centro de la plaza, semiinconsciente. La abuela cogió agua de la fuente con ambas manos y le mojó la cara tratando de despertarlo. Cuando llegamos nosotros, lo acercamos a la fuente y lo apoyamos en ella, limpiándole las heridas y tratando de que se recuperara. Sus ojos deambulaban por la plaza, no podía fijarlos en un punto. La gente volvió a la plaza y se acercó a la fuente formando un círculo alrededor de Alejandro. Todos observaban al chico como minutos antes, pero esta vez con la única intención de observar al reo, de contemplar cómo lo habían dejado mientras ellos miraban inmóviles, algunos incluso divertidos. Lo miraban con lástima, aunque con desprecio a la vez. Me daban asco. Me arrodillé junto a él. Gus y Max obligaron a la gente a apartarse, Alejandro necesitaba aire. Poco a poco, vencida por el aburrimiento más que por la vergüenza, la multitud se disolvió y nos quedamos solos, sin importarle a nadie, bajo el Sol ardiente, en la plaza.
—Alejandro, ¿puedes oírme? —le pregunté sosteniéndole la cabeza, obligándole a mirarme. No me respondió, pero fijó su mirada en mí, incluso me pareció verle esbozar una leve sonrisa, aunque el dolor de los golpes le obligó a desistir de su intento.
—Déjame, muchacho, soy médico.
Era el médico del pueblo. Se inclinó sobre él, lo observó un momento, le miró las pupilas y ordenó llevarlo a casa de inmediato. Así lo hicimos. Entre Gus, Max y yo lo transportamos hasta su casa. La puerta estaba abierta. Nadie cerraba en Molinosviejos, no había peligros, sólo los obligatorios. Subimos al dormitorio y lo acostamos. El médico nos mandó salir cerrando la puerta cuando se quedó a solas con Alex. Fuimos al salón. Allí esperaban Elena y la abuela. Esta, nos explicó lo sucedido.
—Por lo visto salía de casa cuando lo sorprendieron. Yo vi que algo ocurría desde la tienda de Rosa y me asomé. Vi que David y sus amigos arrastraban a Alex hasta el centro de la plaza. Le golpeaban en la cara, en el estómago, en sus partes, le retorcían los brazos y lo insultaban continuamente. Empezó a salir la gente alarmada, pero nadie lo defendió. Corrí a casa esperando encontraros, pero ya os habíais ido, sólo estaba vuestra prima.
—¿Y el alcalde? ¿Y la Guardia Civil? ¿¡No hacen nada!? ¡¿Dónde estaban?! ¡¿Están linchando a un ciudadano y ellos no sólo no están si no que dejan a los culpables que se marchen?! —pregunté con rabia, a punto de estallar en lágrimas.
Mi abuela bajó la mirada. Por un instante el silencio invadió todo. Silencio violado sólo por el tic-tac de un reloj de cuco y por los gemidos de dolor que de vez en cuando salían desde el dormitorio. Elena trajo una jarra de agua y unos vasos. Refrescamos nuestras gargantas y la rabia pareció calmarse al recibir el divino elixir de la tierra. Me senté en el sofá y miré a la abuela esperando alguna respuesta a tan injusta situación. Gus me pidió con la mirada que me calmase, que me tranquilizara, que todo acabaría saliendo bien. Qué equivocado estaba.
—Lo acusaron de… —buscaba un adjetivo que no lo humillara demasiado, aunque no lo consiguió— de raro, desviado, mariquita… Ya sabes hijo. No se puede hacer nada. Ellos mandan, hacen las leyes, y las leyes pesan mucho. Son como losas que debemos llevar con la mayor entereza posible, y quien no puede, muere aplastado por ellas. Algún día nos libraremos de ellas, seremos libres… Pero mientras tanto debemos hacer lo que hicieron los judíos y musulmanes hace siglos: aparentar ser cristianos de puertas hacia fuera. Y en casa, con las puertas y ventanas bien cerradas, orar hacia la Meca, o hacia dónde sea —concluyó la abuela con un suspiro.
Mi gemelo no tardó en reaccionar, me cogió de la mano y me sacó al balcón, cerrando la puerta tras de nosotros. Había una balaustrada de madera pintada de un verde descascarillado por el tiempo; baldosines color teja adornados con grecas, algunas de ellas sueltas; paredes y techos encalados, con macetas de barro en soportes de metal verdes. Sólo había un par de geranios vivos. El resto de las macetas estaban llenas de tierra seca, y en un rincón, se amontonaban media docena de tiestos vacíos, boca abajo. Desde el balcón se llegaba a ver la plaza, por la que empezaban a deslizarse las sombras.
Gus se apoyó en la barandilla. Me cobijé en el rincón sombreado, sentándome sobre las macetas. Respiró profundamente, cerró los ojos. No hizo falta que dijera nada, sabía qué quería preguntarme.
—Sí, ya lo sabía. Él mismo me lo había confesado la otra noche. No te lo he dicho porque me lo dijo en confianza, y no podía traicionarlo.
—Verás, Marcos —dijo Gus sentándose en el suelo y cruzando las piernas—, es que no consigo asimilar lo que me has dicho, lo que sientes, ¿lo quieres? ¿Lo amas de verdad?
—Creo que sí.
—Y él, ¿te quiere a ti? —casi pude ver como esas palabras ascendían por su garganta, resistiéndose a salir, intentando no volar, no llegar a mis oídos.
—No lo sé, no me importa.
—¿Qué piensas hacer? ¿Hablarás con él?
—No lo sé, Gus, estoy demasiado confuso.
—Pero ¡ya has visto lo que le han hecho! ¡Por ser… así! —Sus ojos comenzaron a brillar, una lágrima resistió lo que pudo la gravedad, pero acabó cayendo.
Me arrodillé a su lado, lo abracé y lloré con él.
—¿Qué puedo hacer? Yo siento lo que siento, no puedo evitarlo. Y supongo que Álex tampoco.
—Pero, Marcos, ¡arruinarás tu vida! Y qué dirá mamá cuando se entere.
—No se enterará. —Me puse en pie, la confusión que colmaba mi mente era desbordante, quisiera haber podido borrar todos aquellos pensamientos de mi mente, pero no, era consciente de que seguiría allí, siempre.
—Marcos, yo, bueno, no te entiendo, al menos todo lo bien que quisiera, si eres feliz pues mejor, pero no quiero que te hagan daño. Y lo pueden hacer, y también a nosotros, a mamá.
—¡Por qué tiene que ser así! ¿Eh? —No encontraba palabras, me pasé la mano por la cabeza—. Hay que pedir perdón, ¿no? Decir «lo siento», ¿no? ¿Alguien pide perdón porque la Tierra sea redonda? ¿Hay que decir lo siento porque el cielo es azul? No, Gus, no, de eso nada. Nunca pediré perdón, nunca. Y espero, por lo menos, que no estés en mi contra.
—Tranquilo, Marcos, no voy a estar en tu contra, estoy de tu lado, y te apoyaré. Y el día que me necesites, el día que te enfrentes al mundo, estaré a tu lado para ayudarte.
—Es que no podría ser de otra forma Gus, sólo con tu apoyo podré hacerlo.
Unos nudillos chocaron con el cristal de la puerta del balcón tres veces, el primero, fugaz, tímido, los demás, fuertes, concretos. Era Elena, abrió la puerta para avisarnos de que el médico ya había salido. Charlaba con la abuela, que le había ofrecido algo de beber.
—Tendrá que guardar cama al menos un par de días —le oímos decir al llegar al salón—. ¿Sois sus familiares?
—No, amigos del muchacho —contestó la abuela.
—No tiene familia. Sólo un tío, y está de viaje —aclaró Elena.
—Yo lo cuidaré, si es eso lo que le preocupa, doctor —dije atrayendo hacia mí las miradas de todos; sobre todo, y la más declarativa, la de mi gemelo—. No me supone ningún problema pasar aquí un par de días. Yo lo cuidaré —reafirmé.
Elena se disculpó y se fue. Dijo que tenía que hacer algo. La abuela acompañó al doctor hasta la puerta. Max, que había estado callado todo el tiempo, se levantó y se fue detrás de Elena, no sin antes ofrecerse para cualquier cosa para la que se necesitara su ayuda.
Me dirigí hacia el cuarto de Álex y Gus me siguió. Abrí despacio. La habitación estaba en penumbra, con la persiana bajada pero dejando entrar la luz por los agujeritos de la misma, proyectándose sobre el cuarto como dedos luminosos que se esforzaban en llegar a todas partes, sobre todo a la cama, donde yacía Alejandro.
Permanecía boca arriba, tapado hasta el cuello, y parecía dormir. Una venda cubría parte de su cabeza. No entramos, la abuela nos llamó desde el salón.
—El doctor ha dicho que, gracias a Dios, no tiene ningún hueso roto; pero que le dolerá todo el cuerpo durante unas horas. —Se sentó y empezó a abanicarse con una revista que cogió de una cesta de mimbre que había junto al sofá—. Ha dejado estas pastillas, son para el dolor. Tiene que tomar una cada ocho horas, o si no aguanta el dolor. Pero nunca más de cinco al día, son muy fuertes. —Dejó un pequeño frasco verde sobre la mesita oval que descansaba en medio del salón. Cogí el frasco y me senté en el sofá mientras leía el prospecto, imposible de entender para los no doctos en medicina, claro.
—Abuela, tengo que traerme algunas cosas de casa. Voy a dormir en el cuarto del tío de Álex, necesito unas sábanas y algo de comida. Pero iré un poco más tarde, ahora no quiero dejarlo solo.
—Dime, hijo, ¿por qué te vas a quedar?
—¿Cómo que por qué? Abuela, es mi amigo y me necesita, ¿qué más quieres?
Su mirada se agudizó, entrecerró los ojos, no pude con ella, aparté la mirada.
—Os lleváis muy bien, ¿verdad? —preguntó con un tono que parecía más propio de un interrogatorio que de mi dulce abuelita.
—Sí, muy bien, genial. Nos compenetramos de maravilla.
—Bueno, pues no me parece mal. Tráete todo lo que necesites.
Gus nos miraba alternativamente. Le pareció ser testigo de un duelo, de un reto, de una especie de competición. Se sintió como un espectador, aunque no llegó a ver ni oír todo lo que en realidad se dijo en aquella habitación.
Gus se quedó en casa de Alejandro mientras la abuela y yo fuimos a casa, a recoger las cosas que iba a necesitar. La abuela no me preguntó nada más, sólo se ofreció como doce o trece veces para hacer lo que fuese menester. Le agradecí su oferta, pero insistí en poder arreglármelas solo. Sabía cocinar, y Gus también. De hecho, fue una de las primeras cosas que aprendimos de crios, a cocinar. Mi madre nos enseñó porque decía que era más importante y necesario que leer o escribir, que en tiempos de necesidad, como los que a ella le habían tocado vivir, saber cocinar era esencial, que lo importante era sobrevivir. Ella vivió los años del hambre, de la posguerra, de la escasez y de la pobreza extrema. Y la supervivencia, muchas veces había dependido de unos huesos y mendrugos de pan con los que hacer un caldo bien caliente. Así que con diez añitos ya sabíamos hacer tortilla de patatas, paella, cocido madrileño, alubias… y la cocina, a los catorce, no tenía ningún misterio.
—Tranquila, abuela, sobreviviré.
Gus cenó conmigo aquella noche. Cenamos en silencio, dejando que Alex durmiera. Después, preparamos mi habitación: barrimos, limpiamos el polvo, cambiamos las sábanas, abrimos las ventanas y rellenamos el armario vacío con algo de ropa mía.
Mientras Gus recogía la cocina, llevé un caldito de verdura a Álex. Entré en silencio y dejé la bandeja sobre la cómoda. Subí unos centímetros la persiana, lo suficiente para ver por dónde andaba, y acerqué una silla a la cabecera de la cama. Por un instante me quedé observándolo.
La sopa humeaba y, pronto el dormitorio se contagió del sabroso y cálido olor que desprendía.
Acaricié su mejilla, recorrí las facciones de su rostro con las yemas de mis dedos: pómulos, mejillas, labios. Alejandro abrió los ojos, el izquierdo sólo hasta la mitad debido a la hinchazón. Aparté la mano súbitamente y sonreí. Me miró y me trasmitió tranquilidad y paz. Todo signo de dolor desapareció de su rostro, incluso, sonrió levemente.
—Te he traído algo de comer, te sentará bien. Lo he hecho yo mismo.
—Me alegro de verte —susurró sin apenas mover los labios.
—Yo también. Y no te preocupes por ese hijo de puta, no volverá a molestarte, le dimos su merecido —me arrepentí al instante de haber sacado el tema.
—Pero ahora irá a por ti, Marcos —me advirtió con los ojos cerrados.
No sabía qué responderle, pero como siempre, Gus vino en mi ayuda. El sonido de los platos y cubiertos irrumpió en el dormitorio llamando la atención de Álex.
—Es mi hermano, se ha quedado a cenar —le expliqué—. Espero que no te importe, hemos invadido tu casa. Me voy a quedar a dormir, así que no tienes que preocuparte de nada, sólo de recuperarte cuanto antes. El médico ha dicho que mañana te sentirás mejor. Pero antes de dormir, de todas formas, te tienes que tomar la pastilla para el dolor. Has tenido suerte, sólo te han hecho moretones y magulladuras. Eres más duro de lo que aparentas, eres un cabrón con suerte. —Sonreí y me correspondió, aunque muy levemente, le dolía mucho la cara.
—Gracias, Marcos, yo…
—No, no digas nada —le interrumpí—. Me quedo porque quiero. Eres mi amigo y quiero ayudarte. Sé que tú harías lo mismo por mí. Y ahora a comer, la sopa se está enfriando. Venga, vamos a incorporarte un poco.
Cogí unos almohadones, metí un brazo por detrás de su espalda y lo incorporé despacio. Su rostro expresó dolor, pero no se quejó. Metí los cojines detrás de él hasta que quedó casi sentado. Se apoyó y estaba cómodo. Después cogí la bandeja y se la coloqué sobre las piernas. Comió poco, su cuerpo no aceptaba más. Yo lo observaba en silencio desde los pies de la cama, mientras con dificultad acercaba una y otra vez la cuchara a la boca. No dejó que le ayudara, así que me acomodé y le vi comer.
Al poco entró Gus. Alejandro le agradeció todo lo que habíamos hecho por él. Gus, con su habitual forma de ser, consiguió hacerle reír; como solía hacer conmigo cuando estaba triste, dolido, solo o abatido. Allí siempre aparecía mi gemelo de ojos verdes para sacarme del pozo en el que me sumía. Siempre, Gus, siempre, hasta aquel verano.
Charlamos un rato y luego Gus se fue. El día moría y me encontraba cansado. Antes de irme a dormir, ayudé a Álex a ponerse cómodo y le di la pastilla; el dolor persistía, y persistiría aún más allá de lo que podíamos imaginar.
—Oye, Marcos —susurró.
—Dime. —Estaba cerrando la persiana.
—Verás, yo… quería decirte que yo…
—Dime, Alex —insistí al ver que titubeaba, rogando al cielo que me lo dijera.
—Nada. —Cerró los ojos, estaba triste, sentía dolor, y no por los golpes—. Déjalo, vete a descansar, te lo mereces.
—No me merezco nada, ayudarte es lo menos que puedo hacer por ti.
Le sonreí y en un acto casi reflejo, le di un beso en la mejilla antes de salir del dormitorio.
—Buenas noches, Marcos… —le oí decir antes de cerrar la puerta.
—Buenas noches —dije al salir—, amor mío… —musité conteniendo las lágrimas.