IV

Septiembre no pudo llegar de una forma mejor. Un día espléndido sería decir poco. Aquella mañana era luminosa, el aire era fresco y lo que más me apetecía era darme un baño en la piscina. Gus pensaba igual.

Cuando bajamos a la cocina, la abuela estaba encendiendo una nueva vela de la llama, casi extinta, de la anterior, y que ahora se había convertido en un amasijo de cera sin forma.

—Chicos, ahí tenéis la leche, en el cazo.

—Buenos días, viejita —le dije dándole un beso en la mejilla—. ¿Qué haces?

—Cambiar la vela, hijo.

—Abuela, ¿hay galletas? —preguntó Gus con la cabeza metida en un armario.

—Debajo, Agustín, en el armario de abajo.

Nos pusimos a desayunar. La abuela se sentó con nosotros. Ella ya había desayunado, pero le gustaba vernos comer. Le hacía sentirse satisfecha. Llevaba el pelo recogido en un moño y sonreía plácidamente. Era una de esas extrañas personas que envejecen muy lentamente y a sus sesenta años no tenía ni una sola cana y su piel aún irradiaba frescura. Y todo pese a una vida dura, llena de sacrificios, trabajos y sufrimientos. Pero ella fue fuerte, supo luchar y enfrentarse a todos con tal de conseguir un mendrugo de pan para que sus hermanos comieran. La Guerra Civil estuvo a punto de separar a toda la familia y convertir su clan en uno de esos puzzles cuyas piezas están desperdigadas por el mundo y que aún continúan sin ser resueltos. Familias rotas por la guerra que se buscan tantos años después, intentando encontrar detrás de un rostro anciano al niño que se tiene en la memoria. Pero Palmira Peñalver no permitió que eso le ocurriera a su familia. Se alzó madre y padre de sus hermanos cuando los de verdad desaparecieron en uno de los bombardeos de los nacionales. Cerró a cal y canto las puertas y ventanas de la casa, y allí los mantuvo a todos, escondidos. Y los alimentó y educó como una madre. Pero todo aquello no le pilló desprevenida. Ya mucho antes había tenido que ir a trabajar, ya que su padre tenía medio cuerpo inmovilizado por un tiro en la espalda que le propinó su suegro por robarle a su niña. Y Palmira se disfrazaba de chico y, antes del alba, salía ella a ganar el sustento. Desde siempre cuidó de su familia. Y, a pesar de todo, jamás se le borró la sonrisa de la cara. Por todo eso, disfrutaba viéndonos comer; cuando queríamos, sin peligros ni preocupaciones.

—¿Elena? —le pregunté sacándola de su momentáneo aislamiento.

—Se ha marchado, con Alejandro, el chico del molino —dijo atrayendo toda mi atención—. Que por cierto, ha traído esto —añadió enseñándome la camiseta y el bañador que se quedaron secándose, en la barandilla del molino. Aunque la ropa estaba lavada, planchada y perfectamente doblada—. Ha dicho que te la dejaste en el molino el día de la tormenta.

—Sí, bueno —sentí la incómoda sensación de tener que dar explicaciones—, me dejó ropa, la mía estaba empapada. Tengo que devolvérsela.

—Ya lo he hecho. Sé lo que es vuestro y lo que no. Aquí soy yo la que hace la colada todos los días. Aquella ropa me llamó la atención, y se la he devuelto cuando ha venido.

—Abuela, eres igualita a Miss Marple —bromeó Gus.

—Y muy sigilosa, no te hemos sentido entrar al cuarto —añadí.

—¿Por qué no nos dijiste nada? —me preguntó la abuela.

—Bueno, fue una tontería. No creí que tuviera importancia. No llegué tarde a casa.

—Pensaba que te habías ido con tu hermano y la prima. Y en vez de eso te fuiste paseando hasta Dios sabe dónde. Ya sabes que las tormentas en el campo son muy peligrosas, te lo he dicho mil veces.

—Lo siento abuela —estaba asustado, nunca la había visto así.

—Perdona, hijo mío. —Se acercó y me abrazó—. No estoy enfadada contigo, sino conmigo. Si le hubiera advertido a tu abuelo como a vosotros… No me importa adonde vayáis, pero me aterra que os pase algo por un tonto descuido. Perdona, ya sé que el molinero es un buen chico.

—Sí, es muy majo. Nos hemos hecho amigos.

—¿Amigos? Pero si no lo conoces. Es un chico un poco raro —protestó Gus, totalmente desorientado por nuestra conversación.

—Agustín, ese muchacho será todo lo… extraño que tú quieras, pero yo conozco a la gente con sólo echarla un vistazo, y sé que es un buen chico. Elena y él son amigos desde hace tiempo —dijo la abuela.

—¿Cómo de amigos? —repliqué rápidamente en un tono de interrogatorio.

La abuela me miró agudizando la vista. Noté que me atravesaba hurgando en mi interior en busca de una justificación para aquella pregunta. Sin demora me puse a la defensiva.

—Están liados —saltó Gus distrayendo a la abuela.

—No. No son novios —aclaró esta por fin—. Son amigos desde hace tiempo. A veces se van de paseo y charlan durante horas, no sé acerca de qué, pero generalmente, cada uno va por su lado.

—Sí. No parece que a él le guste ir con los otros chicos, con Max y los demás —añadió Gus.

No quise continuar la conversación; hubiera salido en su defensa, pero daba lo mismo. Lo único que lograría sería dar otra oportunidad a la abuela de interrogar mi alma, y motivos a Gus para que dijera tonterías. Decidí optar por la vía rápida y salir de allí.

Subí a la habitación, cogí las toallas y arrastré a mi gemelo hasta la calle. Nos fuimos a la piscina. Andaba rápido, con paso firme y con la mirada perdida, dando pataditas a las chinas que me encontraba. Gus caminaba unos metros por detrás de mí, intentando darme alcance. Por fin echó a correr, cuando habíamos dejado el pueblo atrás, y agarrándome del brazo me detuvo.

—¿Qué te pasa, Marcos? ¿Por qué te has puesto así?

—No me gusta que os metáis así con gente que no conocéis. Sobre todo tú. No sabes nada de Alejandro y lo estás insultando.

—¡¡Eeeh!! ¡Pero bueno! Yo no lo he insultado —se defendió mi hermano—. Además, ¿a ti qué te importa? Explícame por qué te molesta tanto que me meta con él —bajé la mirada, mi hermano se sorprendió—. Marcos, era una broma, ¿qué pasa? —preguntó levantándome la cabeza, obligándome a mirarle—. ¿Qué está ocurriendo con Álex?

—Nada, Gus. Simplemente que me cae muy bien y me molesta que te metas con él. Conócelo primero, ¿vale?

La conversación acabó ahí. Le di una palmadita en la espalda y continuamos nuestro camino bajo un sol abrasador, sólo distraído por alguna nubecilla que osaba ocultarlo, y que desaparecía casi instantáneamente.

Ninguno dijo una sola palabra más hasta que llegamos a la piscina.

Pasamos el día allí. Chapoteamos con Max y sus amigos. Hicimos carreras, salpicamos a la gente, que nos reñía y nos mandaba al señor Rioja. A este acabamos por tirarlo al agua. Por fortuna, Gus lo convenció de que no nos echara del recinto. Así, sin apenas salir del agua, hasta que nuestra piel asemejó un racimo de uvas pasas, pasamos el primer y caluroso día de septiembre.

La abuela llegó a mediodía con unos bocadillos que nos comimos con los chicos. Estábamos a un lado del recinto, donde habitualmente se instalaba el grupo. Gus se tumbó junto a Carmen, la chica de Valencia, y no pararon de juguetear y darse besitos durante toda la tarde. Todo el mundo los vio. A la abuela le daba igual. De hecho, se acercaba a las otras mujeres para decirles, entre risas que aquel donjuán era nieto suyo.

Max me enseñó a hacer un porro. Estábamos a solas, a unos metros del resto del grupo. Sacó un monedero de cuero y de su interior una bolsita con marihuana machacada. Aunque yo quería liar directamente uno de maría, me recomendó que me entrenara con tabaco. Al principio se me caía todo, era incapaz de cerrarlo sin que se me desparramase por los lados. Así que hasta que no vio que le había cogido el truco, no me dejó hacerlo de marihuana. Mientras me enseñaba las artes del fumar, intenté sonsacarle información sobre lo que nos había contado Elena días atrás. Sin embargo, Max simuló no entender de qué le hablaba y se limitó a sonreír mientras me decía que pusiera atención al porro y me contaba todos los beneficios médicos y terapéuticos de aquella planta exótica que nos íbamos a fumar. Bajo su atenta mirada, y sus manos en forma de cuenco bajo las mías (no era sencillo conseguir maría en aquel tiempo), logré liarlo obteniendo después, cuando nos unimos al grupo, una calificación popular de bien alto (o notable bajo, como apuntó Gus). Me pidieron que hiciera un par más; y tras el último baño del día, sobre las seis y media de la tarde, cuando el Sol comenzaba a suavizar su azote, nos los fumamos entre todos. Esto sí que no lo vio mi abuela; ni ella, ni nadie, ya que nos colocamos en círculo y así, circularon sin parar los pequeños y pálidos cilindros alucinógenos sin que nadie se enterase de que echábamos a volar. Sólo el humo y su fragancia que ascendía en espirales, en columnas titilantes, podría causar sospechas. Para que todo pareciera normal, encendimos varios cigarrillos.

Elena no apareció en todo el día, ni Alejandro tampoco. Yo estaba preocupado e intrigado por la amistad de mi prima con Álex. No me parecía normal que nunca salieran juntos y que un día, de buenas a primeras, pasaran todo el día pegados, desaparecidos, charlando. No quise llegar a conclusiones, conclusiones que pudieran llegar a ponerse contra mí, que pudieran sorprenderme o asustarme. Decidí olvidarlo por el momento. Pero no pude.

Por la noche salimos, como de costumbre. Elena llegó cuando nos estábamos duchando; y cuando bajamos a cenar no quise sacar el tema, aunque Gus no opinó igual. Elena nos contó que habían pasado el día en el campo, en el molino, charlando del mundo, de la vida, del pasado y del futuro… en fin, que no nos contó nada.

Llegamos al Don Quijote. Los Rolling Stones ya amenizaban el local y una ligera capa de humo lo cubría todo. Manolo, el camarero, había abierto las ventanas, pero todos los jóvenes fumaban sin parar. Max y los demás ya brindaban a la salud de Yoko Ono al fondo del local. Al otro lado, recostados en sillas y mesas, estaban los mismos tipos de negro de todos los días, los temidos y respetados «Hijos del General».

Normalmente ni reparaba en ellos; solíamos pasar de largo sin fijarnos en demasía en aquellos indeseables, pero aquella noche algo me llamó la atención.

—¡Eh! ¡Elena! —llamé a mi prima en voz baja, tirándole del vestido—. ¿Quién es el tipo de los pelos de punta? —le pregunté al oído, procurando que no se notase que los observábamos.

Elena miró un instante. Uno de ellos levantó su vaso brindando a la salud de mi prima, lanzándole besos, seguidos de gestos obscenos.

—Es David, su jefe. Ya habrá vuelto de Madrid, de recibir instrucciones de su padre. Ni te acerques a él.

Me quedé perplejo. No paraba de pensar en la discusión de aquella noche entre Álex y el jefe de aquellos tipos. Pensé que a lo mejor no había sido más que una ilusión mía. Al fin y al cabo, estaba borracho perdido. Pero no, había sido real, lo recordaba muy bien. Volví a mirarlo; no había duda, era él. Y de nuevo se acercó a Alex, en cuanto lo vio entrar. No le dio tiempo a llegar a la barra, se lanzó encima, como una hiena que esperaba al acecho. No logré oír qué decían, Bob Dylan cantaba demasiado alto. Sólo vi que hacían aspavientos y que en sus rostros se dibujaba rabia. David agarró a Alex por los brazos. Estuve a punto de acercarme, pero me detuve. Parecía que nadie se diese cuenta, ni siquiera Elena lo veía. Álex se liberó de las garras de David y se marchó. David lo siguió hasta la puerta. Se asomó, gritó algo y volvió junto a su pandilla, lanzándose sobre una silla mientras empuñaba una jarra de cerveza.

Intentando no llamar la atención, me levanté y salí del bar. Miré a ambos lados de la calle pero no lo vi. Miré dentro, sentía como un cosquilleo en la nuca, y vi que David me observaba con una mirada evadida que me hizo dudar entre buscar a Álex o no. Lo busqué.

Pensé que lo más probable era que no hubiera entrado en otro bar, así que me perdí entre las callejuelas del pueblo, dormido ya, alumbrado por pocas y viejas bombillas desnudas, colgadas en aún más viejos muros de piedra, como parásitos de la modernidad, como enredaderas tecnológicas, en forma de cables de la luz y del teléfono.

Lo encontré sentado en el quicio de una puerta. Vestía pantalón blanco y camisa azul. Ocultaba la cara bajo sus manos y el cabello le caía entre los dedos.

—Buenas noches —dije suavemente. Sorprendido, levantó la vista, empañada a causa de las lágrimas. Se las secó con el dorso de ambas manos y se apartó el pelo de la cara—. Si lo prefieres te dejo solo.

—No, no, por favor, quédate. Siéntate conmigo —me pidió haciéndome sitio, corriéndose un poco hacia el grueso muro de la casa. Me senté a su lado.

No me dijo nada. Se limitó a guardar silencio, fumando un cigarrillo y a mirar, ora al cielo, ora al fondo de la calle: una indescifrable mezcla de noche, casas y débiles puntos de luz; ora al suelo de cemento, adornado con huellas de pies y manos de los más pequeños, y fechas de quienes fueron testigos del día en que la tierra fue sepultada bajo el cemento de la civilización.

—No me importa lo que esté ocurriendo. Sólo quiero que sepas que si necesitas cualquier cosa, lo que sea, puedes contar conmigo.

Apenas pude acabar la frase cuando Álex me rodeó con sus brazos y hundió su cara en mi pecho, llorando a lágrima viva. Realmente me cogió desprevenido. Lo abracé e intenté descubrir qué le ocurría.

—Tranquilo, tranquilo Álex. Vamos, cuéntame qué pasa, ¿qué te ha hecho David?

—¿Lo conoces? —me preguntó apartándose de mí, con el rostro lleno de lágrimas.

—Elena me ha hablado de él. Además, os vi discutir bajo mi ventana la otra noche, cuando me llevaste a casa —añadí con cautela, observando su reacción.

Álex se puso en pie, dio un par de saltos, sacudió los brazos, se echó el pelo hacia atrás y volvió a sentarse.

—David va detrás de mí desde hace un año —no comprendía qué quería decir con eso, pero Alejandro me lo aclaró al instante—. Dice que está enamorado de mí.

Me quedé callado, no supe responder. Creo que no lo entendí. Fue como una bomba.

—Lleva todo el año persiguiéndome. Intenta que vaya a su casa o insiste en venir a la mía. Quiere verme, quiere… acostarse conmigo. Dice que me quiere, aunque dudo que sepa qué es el amor, aparte de hacia sí mismo.

»Al principio, cuando me llamaba y me perseguía, hasta me hacía gracia. Incluso llegamos a tener confianza, me empezó a gustar, lo admito. Pero de repente algo cambió en él. Siempre había sido un poco gamberro, sin embargo algo en él se ha vuelto malvado. Empezó a frecuentar a esos chicos con los que anda y al poco tiempo me enteré por Max de que son una especie de matones secretos. ¡Él! Esbirro de un régimen que si descubriera las cosas que me propuso lo encerraría en un agujero —dijo sacudiendo la cabeza—. Decidí hablar con él. Le dije que prefería no verlo más, que no me encontraba preparado para lo que me pedía, que por favor me dejase en paz. Entonces se cabreó muchísimo y me amenazó con denunciarme a la Guardia Civil. Sabía que no lo haría, bueno, si era cierto que me quería.

»Creo que me amenazó para obligarme a ser suyo, para ceder ante su poder. Pero cayó en su propia trampa. Lo amenacé con contarle a sus colegas toda la verdad, lo de sus proposiciones y así logré frenarlo. Desde entonces está más tranquilo, aunque últimamente se está poniendo nervioso otra vez —me miró asustado—. Tengo miedo de que se esté hartando y decida denunciarme. A mí nadie me creería. Y él, a estas alturas, es muy respetado dentro y fuera del pueblo.

—Pero Álex, ¿estás diciéndome que David es…? ¿Y que tú, tú…? Tú también eres…

—Sí, Marcos, lo soy.

Me puse muy nervioso, mi corazón latía a mil por hora, ¿por qué? ¿¡Por qué!?

—Y antes de que se hiciera «Hijo del General», ¿pasó algo entre vosotros? —acerté a preguntar tratando de parecer serio y de que no se me notaran los nervios.

—No, nunca. Y el caso es que, bueno ya te lo he dicho, incluso me gustó. Bueno, sólo un poco —sonrió mirándome de soslayo—. Pero no sé, jamás me inspiró confianza. Siempre vi en él algo no sé, malvado, egoísta, peligroso.

—Y ¿qué es lo que has notado últimamente?

—Está muy agitado. Me busca como al principio. A veces voy por la calle, me giro y ahí está, siguiéndome, vigilándome. Me interroga sobre mis amigos, hasta sobre ti, bueno, has dicho que nos viste discutir —se calló durante un momento en el que me miró con sinceridad—. Creo que se ha obsesionado conmigo de tal forma que ha decidido que si no soy suyo, no podré estar con nadie —suspiró. Permanecimos en silencio durante un minuto—. Y bien, ¿qué te parece la historia? Ahora que me conoces, que me conoces de verdad, ¿sigues queriendo ser mi amigo?

—Sí —afirmé con rotundidad sin que la expresión de su cara cambiase—. Ya te lo dije, quiero ser tu amigo y no me importa nada más. Y en cuanto a David, si se mete contigo, se mete conmigo. Y supongo que podemos incluir a Gus —añadí con risas que enseguida compartió.

—Bueno —dijo bajando la vista un momento y luego dirigiéndola hacia mí—, pues muchas gracias, amigo.

Se levantó y me ofreció la mano. La tomé y tiró de mí. Nos sonreímos y caminamos hacia la calle Primo de Rivera, hacia el Don Quijote.

La voz de Cecilia nos envolvió y nos acompañó hasta el bar, donde nos lo pasamos genial sin que David ni los suyos nos molestasen, puesto que habían desaparecido y ya no regresaron en lo que restaba de noche.

Navegaba en una pequeña barca de madera en la que no había nadie más. El mar estaba en calma y tenía una tonalidad violácea que me hizo mirarlo constantemente; pero, aparte de mi reflejo, no vi nada más. Era curioso, no me veía joven, sino viejo, arrugado y con el pelo blanco y brillante.

Alrededor de la barca no había nada, sólo ese extraño y silencioso mar oscuro. El cielo estaba raso; no era de día, pero tampoco de noche. Había una misteriosa claridad que lo bañaba todo, pero no se veía ni un sol ni una luna que aclarase qué momento del día era. Aunque me parecía más un crepúsculo que un alba.

La barquita apenas se movía. La calma era total. De repente me fijé en mí y me vi desnudo. No llevaba nada encima y mi cuerpo también era muy viejo. Me puse en pie y grité «socorro». Parecía que no hubiese nada en aquel mar. Aunque no estaba convencido de que aquello fuese el mar. Más bien parecía una gran boca negra que engullía mis llamadas. Los gritos apenas recorrían unos metros, se precipitaban hacia esa sima de oscuridad y desaparecían. Estaba nervioso, muy agitado, pero ni sudaba ni me temblaban las manos. Me senté y me tomé el pulso: ¡no había! Al instante presioné ambas manos contra mi pecho intentando sentir los latidos del corazón. Sospeché que serían viejos y débiles, pero tampoco los oí. Entonces me percaté de que mi piel estaba blanca y fría, y me abalancé contra el agua para ver mi reflejo. Sentí frío en la mirada que me respondió. Me quedé quieto, con la cara frente al agua, reflejado en aquel lugar atemporal.

De repente vislumbré el reflejo de otro rostro. Me giré inmediatamente pero no había nadie conmigo. Sin embargo el rostro me miraba desde el mar… Me observaba estático, sin moverse, sin expresión, sin hablar. Era el reflejo de un anciano arrugado de ojos grandes y pelo largo plateado. Parecía un pirata de antaño. En aquel momento vi otro reflejo pasar un poco más arriba y otro par un poco más allá. Desaparecieron. Entonces comprendí. Aquel mar era algo así como la antesala del más allá, de la Muerte. Y ese mar oscuro, la morada de las ánimas que esperan su paso a otro lugar, al eterno reposo.

—¿Estás asustado? —me preguntó aquel reflejo desde el agua. Su voz sonaba casi metálica.

Caí de espaldas en la barca. Pero reaccioné con rapidez, era mi oportunidad de saber qué hacía yo allí.

—¿Qué me ocurre? —le pregunté mirándole a los ojos, vacíos.

—Este es el mar del desamor, donde vienen las almas que no han sabido, no han podido o no han querido amar. Te estábamos esperando. Sólo tienes que saltar y quedarás aquí atrapado con nosotros para siempre, reducido al reflejo de lo que pudo haber sido y no fue por tu culpa. Salta, Marcos, es tu hora, el tiempo no perdona.

—No…

—Tomaste una decisión, tuviste tu tiempo, se consumió, perdiste, ¡salta!

De nuevo caí de espaldas en la barca. Me palpé el pecho, no latía.

—¡No siento mi corazón! —exclamé asustado—. ¡¿Qué es lo que pasa?! ¡No me late! ¿Por qué no puedo sentirlo? —le pregunté al reflejo.

—No te late, y no lo sientes por eso, porque le diste ilusión, le ofreciste un futuro y después se lo negaste, le arrebataste su destino, el tuyo. Por eso se murió y se extinguió de tu cuerpo. Tu elección fue tu billete hacia aquí, Marcos. Ahora no hay marcha atrás, acepta la última consecuencia de tus actos, salta.

Negué con la cabeza. El reflejo gritó de nuevo: «¡Salta!», y volví a negarme. Entonces, cientos de reflejos como aquel y como el mío, rodearon la barca. Todos me gritaban: «¡Salta!». Todos ellos estaban vacíos de expresión. Se fueron acercando más y más, eran miles, cientos de miles. Toda la superficie del violáceo mar era reflejos, como un desierto formado por granitos de arena, todos iguales pero diferentes. Sus voces se hicieron una y me atormentaban los oídos: «¡Salta! ¡Salta! ¡¡Salta!!». Me los tapé y me encogí en el fondo de la barca. De repente, esta comenzó a tambalearse, ladeándose cada vez más: me estaban tirando.

—¡¡¡ALEJANDRO!!! —grité cayendo al suelo de mi compartimento del tren, que pasaba por un puente antiguo y se balanceaba y botaba.

Me puse en pie. Estaba empapado en sudor. Fui al baño. Me lavé la cara y bebí agua. Otra vez me vi reflejado en el pequeño espejo redondo.

—¡Oh! Gus…

A la mañana siguiente, bueno, a eso de las dos de la tarde, cuando nos disponíamos a salir hacia la piscina, Alex apareció.

—Hola Álex, pasa —le dijo Gus.

—Buenas —se limitó a decir cuando me encontró tirado en el sofá, abanicándome con una revista.

—Hola, ¿cómo tú por aquí?

—¿Quieres helado? Está buenísimo —le ofreció Gus, que rebañaba su plato con pasión.

—No, gracias, Gus. Hoy he comido un montón. Venía para invitaros a pasar la tarde en el campo. La piscina acaba cansando, al menos a mí. Conozco un estanque a unos kilómetros de aquí. Hay muchos árboles y es muy tranquilo. Yo voy bastante, por eso no aparezco mucho por la piscina.

—¿Y no está lleno de gente? —pregunté sin poder imaginar un lugar así sin cientos de personas ensuciándolo.

—¡Que va! Está apartado, al sur, detrás de unas colinas, no creo que lo conozca casi nadie. Es genial. Venga, ¡animaos! La piscina estará abarrotada…

—Sí, llena de bellezas —dijo Gus pensando en voz alta—. Oye, ¿cómo piensas ir? Has dicho que está a varios kilómetros. Tú no tienes coche ¿no?

—En bici. Sólo son doce kilómetros.

A mi gemelo casi se le cayó el plato de helado de entre las manos. Arqueó las cejas sonriendo, sin conseguir expresar el cúmulo de ideas que le habían venido de golpe a la cabeza. Viendo su expresión me eché a reír. Conocía perfectamente a Gus. Jamás recorrería doce kilómetros en bici, y menos aún bajo el abrasador Sol que nos esperaba tras el umbral de la puerta.

—Conmigo no contéis —dijo por fin dejando el plato y la cucharilla en la fregadera—. Yo me voy a la piscina con Elena, Max y compañía. —Se puso una visera que cogió del perchero que había detrás de la puerta y retornó al salón, con la toalla de la mano—. ¿Qué vas a hacer tú?

—Pues… me apetece mucho ver ese estanque.

—¡Hala! ¡Achicharraos vivos! Yo os recordaré desde la piscina, con agua fresquita… ¡Umm! Qué gusto da sólo el pensarlo —bromeó Gus en dirección a la puerta—. ¡Cierra con llave, cabezón! —dijo antes de dar un portazo, para variar.

—Bueno, pues vámonos ya, ¿no? —sugirió Álex cogiéndome del brazo y tirando de él hasta que me levanté del sofá—. Coge bocata, gorra y toalla. Vamos a por las bicis.

Antes de salir, exactamente antes de cerrar la puerta, recordé la cámara de fotos que nuestra madre nos había metido en la mochila y de la que no me había acordado hasta entonces. Ni siquiera para el día del cumpleaños de la abuela, motivo principal de haberla llevado. De repente la recordé y pensé que un estanque debía de ser un bonito lugar para hacer unas fotos. Mi ciudad no nos ofrecía parajes abiertos, sólo edificios, cada vez más altos; y menos aún lugares solitarios, eso tenía que verlo por mí mismo. Metí todo en la mochila y nos pusimos en marcha.

Fuimos a casa de Álex, más bien a casa de su tío, que no estaba. Álex me condujo hasta el fondo de la casa. Pasamos el salón, la cocina y atravesando una puerta de cristal, llegamos al patio de la casa. No era muy grande, como el salón, quizá algo más. Era todo blanco, encalado, aunque bastante descascarillado. Al fondo, a la izquierda, había un vano sin puerta que daba a un pequeño habitáculo que usaban de trastero. Había estantes de madera repletos de destornilladores, martillos, cinta aislante, rollos de cables de colores, botes de pintura usados, algunas brochas, unas garrafas de vino en un rincón, un par abiertas en las que entraban y salían las moscas con entera libertad. En la pared del fondo, colgadas de la pared por las ruedas delanteras, descansaban cuatro bicicletas de paseo. Alejandro comprobó la presión del aire y descolgó las dos que estaban en mejores condiciones.

Mi padre nos regaló, en nuestro decimocuarto cumpleaños, dos bicicletas de paseo. Los negocios le iban bien y decidió ser generoso con sus hijos. A Gus no le hacía demasiada gracia la bici, hubiera preferido una motocicleta, pero ahí topó con mi madre y eso era peor que contradecir al mismísimo caudillo. A mí, en cambio, me hizo mucha ilusión; de vez en cuando salía a pasear por la ciudad. Algunos sábados por la mañana, cuando no hiciera frío, porque eso sí que no lo soportaba, me ponía el chándal y pedaleaba un par de horas. También solía ir al mercado en bici cuando mi madre me mandaba a comprar un par de cosas que ella había olvidado.

Álex se había endosado una visera blanca y unas gafas de sol. Me dio su toalla y un bocadillo para que lo metiera en mi mochila. Ya listos, nos pusimos en marcha.

Él salió primero, yo lo seguía de cerca. Corrimos calle abajo y enseguida llegamos a la plaza. Mientras la atravesábamos me percaté de que alguien corría hacia nosotros agitando los brazos.

—No te detengas, Marcos. Sigue, no le hagas ni caso —me dijo Álex en cuanto vio a aquel tipo. Hice lo que mi amigo me pidió. Entonces le oímos gritar.

—¡Álex! ¡Para! ¡Párate ahora mismo! ¡Mecagüen la puta! ¡¡Paraaa!! —Era David. No lo había reconocido porque estaba en bañador y llevaba gorro—. Como no hagas lo que te digo te juro por Dios que te denuncio. ¡Sabes que puedo joderte bien! —gritó impotente al ver que nos alejábamos sin hacerle el más mínimo caso.

—Álex, ¿y si lo hace? —le pregunté temeroso de que cumpliese sus amenazas, pensando en lo que le pudiera pasar si lo cogía la Guardia Civil.

—¿Joderme? ¡Más quisiera!

—¡Álex…!

—Tranquilo —sonrió—. No lo hará, aún me quiere y no creo que permita que me pase nada malo.

—Tienes mucha confianza en que su amor por ti te mantenga a salvo. Pero podría ser al contrario, Álex. Tú mismo lo dijiste; dijiste que si no eras suyo…

—Basta, Marcos. Tranquilízate, no lo hará, estoy seguro.

Habíamos dejado Molinosviejos atrás y nos encontrábamos en medio de un reino dorado, en medio de interminables campos de trigo. El sendero que llevábamos era de tierra y tenía dos surcos poco profundos por los que encarrilamos las bicis para poder ir uno junto al otro. Sobre el horizonte, todo en derredor, molinos hieráticos descansaban sobre suaves lomas e inapreciables colinas. Nos miraban, observaban nuestro paseo desde sus pedestales eternos. Corría una leve brisa del este que nos refrescaba el rostro sudado. Los trigales se mecían graciosamente y tocaban su cálida melodía, llenos de vida, de esplendor. Algunos pajarillos, gorriones y una pareja de cuervos, jugueteaban haciendo piruetas en el aire, haciendo vuelos rasantes sobre el trigo, que parecía apartarse hacia los lados creando canales para que volasen ocultos, protegidos por él. Subían y bajaban, trinando y graznando, haciendo acrobacias que seguíamos con la mirada, y con el alma quizá, soñando con poder volar a su lado, con hacer piruetas y sentir el aire a tu alrededor mientras asciendes en círculos y te fundes con el viento.

No íbamos muy deprisa, íbamos paseando, admirando los campos y las aves, el cielo azul y la brisa fresca; la vida que vibraba a nuestro alrededor. Aunque el calor apretaba y aún cuando, debido a la falta de árboles y por consiguiente, de sombra, dejábamos las bicis en el camino y nos agazapábamos entre los trigales, bebíamos agua y nos mojábamos la cara.

—¿Cuánto queda? —le pregunté la segunda vez que nos paramos, como tres cuartos de hora después de dejar el pueblo. Teníamos la camiseta totalmente empapada en sudor y nos las quitamos. Las guardé en la mochila.

—No lo sé con seguridad, unos veinticinco minutos más, vamos bastante lentos —dijo mientras se echaba el agua que quedaba por la cabeza.

—Vale… ¡Oye! Te voy a hacer una foto —dije sacando la cámara—. Espero que no se haya derretido la película.

—Mejor nos la hacemos los dos —dijo cogiendo la cámara, echándome un brazo alrededor de la espalda y colocando la cámara delante nuestro, enfocando a ojo—. ¿Crees que saldrá? —preguntó riendo mientras se giraba la visera y me ponía mi gorro.

—Claro, sólo tienes que apretar el botón.

—Venga, di «queso».

—¿Queso?

—En inglés hombre… Di «chiiisss»…

Empezamos a reírnos y entonces disparó. Quedamos atrapados en uno de los negativos de la película, en una imagen en blanco y negro, envueltos en trigo, con la cara mojada, entre luces y sombras y con una gran sonrisa verdadera, nada forzada.

La foto salió, bien, es más, salió ideal. Pese al tembleque de la risa y la cercanía del objetivo, salimos los dos e incluso quedó bastante centrada. Con los años, el blanco y negro original fue tornándose en un sepia pálido, pero nuestras sonrisas soportaron el paso del tiempo sin variar un ápice. Eso sí, en la fotografía nada más.

Veinte minutos después llegamos al estanque. El terreno empezó a cambiar; los trigales cedieron paso a tierra más verde y los árboles hicieron acto de presencia. Alguno que otro, al principio, y más según nos acercábamos. No eran excesivamente altos y aún se mantenían frondosos, aunque la naturaleza ya les había hecho saber que el otoño se acercaba y poco a poco, sus hojas se tornaron amarillas y se dejaron caer arrastradas por el viento, depositándose sobre la hierba y arrugándose allí, hasta ser un pardo recuerdo de lo que fueron.

La hierba estaba crecida y cual margaritas en primavera, multitud de hojas secas adornaban la esmeralda alfombra. Los árboles se levantaban unos junto a otros formando una columnata natural que acababa en una bóveda verdosa y dorada que dejaba pasar la luz a intervalos, aquí y allá, como una lluvia de rayos solares que iluminaban misteriosamente el pasillo que desembocaba en el estanque.

Dejamos las bicis al pie de un árbol. Era maravilloso, era como adentrarse en un templo silencioso, iluminado por la luz que atraviesa las vidrieras y cae como una cálida lluvia sobre los fieles. Saqué unas cuantas fotos desde diferentes ángulos, intentando captar lo grandioso del lugar, desde los rincones más oscuros, hasta la luminosidad cegadora del Sol reflejado en el estanque.

Avanzamos despacio, como peregrinos que han llegado a su destino, respetuosos ante la magnificencia del lugar. Álex ya lo conocía, aunque respetó mi admiración y me acompañó en silencio. Cada rincón, cada árbol, cada haz de luz, cada sombra, cada hoja que se mecía y que dejaba la rama para revolotear acunada por la brisa hasta ser depositada en silencio y con suavidad, como la madre que acuna a su niño, sobre la hierba; todo me resultó fascinante. Era como un oasis en medio del desierto dorado que habíamos atravesado desde Molinosviejos, otro oasis en medio de La Mancha.

De repente lo oí. Hasta ese momento, sólo la vista había acaparado toda mi atención, pero entonces escuché el universo de sonidos que me rodeaba: el viento meciendo las frondosas ramas, las hojas chocando unas con otras, aplaudiendo la maravilla natural, la hierba sonriendo, jugando con las hojas secas que caían sobre ella como una lluvia de oro, pajarillos invisibles, grillos, moscas, mariposas revoloteando; y de fondo, el suave fragor del estanque.

No me salían las palabras para expresar el sentimiento que me inundaba entre tantas sensaciones diferentes y maravillosas. Intenté decirle a Álex lo bonito que era todo, lo contento que me sentía por haber ido, lo hermosa que me llegó a parecer la vida en aquellos momentos. Pero sólo podía sonreír, de oreja a oreja, solamente sonreír.

Álex cogió la cámara y me pidió que me sentase al pie de un árbol. Quería hacerme una foto. Me senté y la hizo, y resultó hermosísima también. Por fin llegamos al estanque. No era muy grande; tenía forma de pera, con su parte más estrecha situada entre los árboles. Todo alrededor había vegetación. Pero según se llegaba a la parte más ancha del estanque, de nuevo la tierra seca y el trigo crecían hasta dominarlo todo, hasta más allá de donde alcanza la vista. Me arrodillé en la orilla. El agua era cristalina, se veía nítidamente hasta el fondo, repleto de cantos rodados. Me pregunté si habría peces.

—Creo que no, yo nunca los he visto —respondió Alejandro leyéndome el pensamiento. El agua manaba de un pequeño riachuelo que pasaba cerca y que, desviándose de alguna manera una parte del cauce, tras muchos años de labor natural, había acabado creando el hermoso estanque. Metí la mano, estaba fresca, genial.

Antes de que pudiera decir nada, Álex ya se había descalzado y se estaba metiendo en el agua. Ya le cubría por los muslos. Se mojaba el pecho, la nuca, el estómago y las muñecas, para acostumbrar su organismo a la temperatura del agua y evitar cualquier peligro debido al cambio brusco de temperatura. Me descalcé, dejé el gorro, las zapatillas y la mochila en la orilla y me zambullí. Álex nadaba hacia la parte ancha del estanque. Buceé hacia él. El agua era increíblemente clara. Iba con los ojos abiertos y veía perfectamente el fondo, y ni siquiera noté la más mínima molestia.

—¡Es genial! —exclamé chapoteando.

—¡Ven! Aquí cubre más —me llamó desde diez metros más allá.

Lo alcancé en un momento y lo abracé por la espalda, envolviéndolo con brazos y piernas. Intentó liberarse pero me aferré con más fuerza. Tiró hacia abajo y me arrastró. Llegamos al fondo, a unos tres metros de profundidad, y allí continuamos la pelea. Al fin se soltó y sin perder un segundo me atacó: me hizo cosquillas. Perdí todo el aire en un instante y tuve que salir. Alex me siguió y justo después de que respirara, me zambulló hasta tocar el fondo. Esta vez reaccioné y contraataqué, pero su fuerza me superaba. Me pisó hasta obligarme a tumbarme sobre las piedras y luego me liberó.

Así continuamos jugando un buen rato: haciéndonos aguadillas, cosquillas, echando carreras a nado, buceando… Incluso jugamos a adivinar canciones cantadas bajo el agua a lo que, por cierto, gané yo con aplastante mayoría de aciertos.

A Gus y a mí nos fascinaba la música, y ya fuese española o extranjera, no se nos resistía ninguna melodía. Como los estudios se nos daban bien, aprender canciones de memoria nos resultaba mucho más sencillo. Ya fuese en inglés, francés, italiano o castellano, nos bastaba oírla un par de veces para memorizar la letra. Pero Alejandro carecía de mi cultura musical y, a decir verdad, para ser totalmente justos, tenía el oído un poco duro.

—Cómo me alegro de haber venido —le dije cuando nos sentamos un rato en la orilla, mientras nos mojábamos los pies.

—Es increíble, ¿verdad?

—Desde luego. Me gusta mucho. Es increíble que nadie conozca este lugar. ¿No viene nunca nadie? —insistí sin acabar de creer que aquel paraíso fuera virgen.

—Hombre, nadie, nadie, tampoco. Sí que alguna vez viene alguien, algún campesino… yo —sonreí—, pero casi todos de paso —dijo lanzando una piedrecilla a ras de la superficie, que rebotó tres veces antes de hundirse para siempre en aquel estanque trasparente—. Ten en cuenta que todo alrededor son campos de cultivo y que no existen carreteras que los atraviesen o que lleguen hasta aquí. Excepto el camino de cabras por el que hemos venido. Sólo los tractores pasan por ahí. Y si se paran, es para echar una meada o comer el bocata a la sombra. —Y lanzó otra piedra, rebotó dos veces y se hundió haciendo espirales.

—Pues me alegro —dije tumbándome, apoyando la cabeza en las manos entrelazadas, mirando el cielo a través de la frondosa techumbre que nos cubría.

El silencio colmó el lugar por un instante, y entonces, el clamor de la naturaleza reapareció. El crepitar de las hojas, el aleteo de las aves, el zumbido de los insectos, el murmullo del agua… Cerré los ojos e inspiré profundamente. Oí el silbido de una piedrita rasante que tras rebotar tres veces se extinguió en las profundidades. Después oí otra y finalmente una tercera.

Al igual que cada una de esas piedritas, reboté dos veces en la superficie de mis recuerdos antes de hundirme por fin en ellos. Y no encontré nada parecido ni en lo más mínimo a lo que estaba viviendo en aquel momento. Gus y yo no necesitábamos más que estar el uno con el otro para divertirnos. Estuviésemos donde estuviésemos, lo pasábamos bien. Nos compenetramos a la perfección, ya que él era el ingenioso, el que más ocurrencias tenía, y yo el que suavizaba sus planes para que nunca llegasen a pasar de ahí, de simples bromas. Recordé una ocasión singular: teníamos trece años y nuestra madre nos llevó al cumpleaños de un amigo de la escuela: Félix. No era un gran amigo, pero en el colegio al que íbamos, cada vez que algún alumno cumplía años, era costumbre y signo de educación y de clase el hacer una fiesta e invitar a todos los compañeros. Pues bien, el tal Félix no era santo de nuestra devoción así que, obligados por las normas de cortesía, no nos quedó otro remedio que ir. Pero no sin preparar antes un plan que convirtiera aquella tarde en una verdadera fiesta.

Gus compró, de contrabando, unas balas a un guardia civil. En casa, aprovechando que mamá había ido a los recados, las desmontamos, sacamos la pólvora y la metimos en una bola de plastilina a la cual conectamos una mecha de medio metro. Convencí a mi hermano para que redujese la cantidad de pólvora que iría en el corazón de la plastilina. Con la munición lista y una vez en casa de Félix, nos las arreglamos para entrar en la cocina sin ser vistos. Con mucho cuidado, introdujimos la bola de plastilina en el centro de la tarta de cumpleaños del niño y dejamos la tarta como antes del sabotaje. Disimulamos la mecha con el mantel y las servilletas y volvimos con los demás. Cuando llegó la hora de la tarta, en el momento en el que Félix iba a soplar las velas, luces apagadas y treinta crios entonando bastante bien el Cumpleaños feliz, Gus prendió la mecha con disimulo. Quince segundos después, en el preciso instante en el que nuestro compañero se inclinaba sobre la tarta inspirando profundamente, con los carrillos inflados, la tarta explotó.

Gus y yo nos agazapamos bajo la mesa en el momento de la explosión de merengue. Niños, padres, profesora y toda la cocina, se convirtieron en improvisados dulces salidos de la mismísima Navidad. La ropa, el pelo, los muebles, todo estaba cubierto de merengue. Las risas invadieron todo y hasta los padres de Félix se unieron a la diversión. Nuestro compañero se lo tomó muy bien, y después de aquel día llegamos a ser, de verdad, amigos.

Pero, quitando la diversión que me unía a mi gemelo, hundiéndome más en los abismos de mis recuerdos, no pude encontrar ni una sola vez en la que me hubiera divertido tanto fuera de mi círculo habitual de amigos y familiares. Lo que estaba sintiendo aquella tarde era algo absolutamente maravilloso y desconocido para mí. Ni siquiera con Gus había sentido nunca lo que sentía en aquel instante, era algo diferente y totalmente nuevo.

Abrí los ojos como si despertara de un reparador sueño; al principio, la intensa luz que se colaba por entre las ramas, me hizo parpadear hasta que me habitué a la claridad. Un pajarillo pardusco atravesó mi campo de visión volando despacio bajo las copas. Lo seguí con la mirada y de repente me topé con otros ojos que me miraban: los de Álex. Estaba allí, quieto, callado, recostado sobre su brazo derecho, apoyando la cabeza en esa mano y hurgando con la otra en la hierba. Los rayos del sol, cada vez más oblicuos, iluminaban su cuerpo bronceado, terso, perfecto como el de una estatua griega. Su rostro quedaba a la sombra y sus ojos parecían emitir luz propia. Era una mirada intensa y dulce, sincera y amable. El pelo le caía a mechones entre los dedos y se veía perfectamente lo bonito y brillante que lo tenía.

Así, mirándonos en silencio, permanecimos durante un momento, aunque si hubiera sido una hora entera, no habría percibido la diferencia. Pensé en la extraña sensación que noté en el momento en que nuestras miradas se encontraron, en el deseo que sentí de ver esa misma mirada todos los días de mi vida.

—Alejandro —salió de mis labios con una voz que apenas reconocí como mía—, tienes que reconocer que te he ganado justamente —dije improvisando un tema de conversación, tras una pausa en la que mil ideas diferentes e incontroladas acudieron en tropel a mi mente.

—Bueno, Marcos —dijo dándome dos palmadas en el pecho—, creo que me merezco la revancha.

Y se lanzó sobre mí haciéndome cosquillas por todo el cuerpo. Me cogió desprevenido y eso fue mi derrota. Se sentó sobre mí. Con sus pies inmovilizó los míos y con su mano izquierda las dos mías. Con la otra mano me torturó a base de cosquillas hasta que la risa me abatió y empecé a ahogarme.

—Basta… por favor… —logré musitar cuando cogí un poco de aire. Se detuvo pero no me liberó—. Venga Alex, está bien, has ganado, me rindo… ¡Has ganado! —grité riendo, sin poder soltarme.

—Quiero la revancha —insistió de nuevo con una sonrisa pícara—, y esta vez el todo por el todo.

—¿Qué quieres decir? —Intenté soltarme sin éxito.

—Cantaré una canción, si la adivinas, ganas el torneo universal; si no, el vencedor seré yo —me propuso guiñándome un ojo.

—Está bien, cántala —acepté dispuesto a ganar aunque suponiendo que cantaría alguna canción para mí casi seguro desconocida.

—Una cosa más. —Arqueó una ceja—. El que gane impondrá una prueba al perdedor, cualquier cosa. —Y sonrió maliciosamente estrechando su mirada hasta que se convirtió en una línea pardusca.

Asentí con la cabeza, me soltó y se sentó a mi lado. Juntó las palmas de sus pies y de sus manos, bajó la cabeza, como si rezara, aunque más bien parecía concentrarse o relajarse para cantar sin que lagunas en su memoria dejasen párrafos sin contenidos, párrafos olvidados. Levantó la cabeza, sin dejar de mirar la hierba y se agarró las pantorrillas con ambas manos. Entonces empezó a cantar.

Era una melodía suave que, poco a poco, ascendía pero sin dejar de bajar de vez en cuando al tono poético que marcaba la canción. Al principio no tenía letra y tarareaba la melodía. Entonces añadió la letra en suaves y hermosos versos, que en prosa decían algo así…

Una joven molinera enamorada decía adiós desde su ventana a un caballero andante que marchaba a luchar contra los herejes a tierras lejanas. El caballero cae en batalla pero antes de morir, escribe una carta a su amada. Le pide paciencia, la ama y la esperará hasta que se reencuentren

Ella se preguntaba qué Dios era aquel que había dejado que su Amor se rompiese al morir su caballero en las cruzadas

Era muy suave y las frases rimaban muy notoriamente y eso la hacía ser muy pegadiza. Después llegaba el estribillo. Álex cerró los ojos y siguió cantando. Parecía que aquella melodía lo llenaba de tal forma que sentía el dolor de la joven molinera cuando lloraba al crepúsculo, esperando inútilmente a su caballero que jamás volvería, al que sólo veía de noche, cabalgando entre las estrellas, mientras ella se iba consumiendo por la tristeza que desangraba su corazón…

Yo sabía cuál era esa canción, me sonaba mucho, ya la había oído antes, pero dónde…

La joven no puede soportar más la separación, su molino será el umbral del reencuentro con su amado, una cuerda, la llave y un salto, el paso que los separa

Alex tarareó el resto de la canción, ya sin texto, y poco a poco bajó el tono hasta convertirlo en un susurro que poco después se extinguió.

Había estado mirando el estanque durante la segunda estrofa. Cuando miré a mi amigo, vi que una lágrima surcaba su mejilla. Al percatarse, se la secó con el dorso de la mano y sonrió.

—Siempre me emociona esta canción, aunque es demasiado triste para ser real.

—Que no te dé vergüenza llorar. Mi abuela dice que si no lloramos, las lágrimas nos envenenan por dentro, que es mejor desahogarnos y expresar nuestras emociones. Que lo que piense la gente es lo de menos.

—Y tiene toda la razón. —Y se apartó el cabello de la cara. Volvió a sonreír—. Bueno, no la sabes, ¿verdad? Entonces he ganado.

La Canción del Molino.

—¿Qué?

—¡La Canción del Molino! Se titula así —dije triunfante poniéndome en pie de un salto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendido de que la hubiese adivinado; estaba seguro de que no iba a conocerla.

—Bueno, ya me la habías cantado —me miró cuestionando mi respuesta. Anduve en círculos a su alrededor—. La primera noche que salimos. La noche que me emborraché y me llevaste a casa, me la cantaste en la plaza y me contaste la historia de la molinera —su mirada era de perplejidad—. ¡Venga! Pensaba que el que iba borracho era yo.

—Pues no lo recuerdo.

De un salto me senté ante él con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en las manos, entrelazadas.

—Sea como sea, he ganado. Y tienes que hacer una prueba.

—Está bien, señor del universo, soy tu esclavo, haz de mí lo que quieras —dijo burlonamente abriendo los brazos en cruz y mirando al cielo.

Montones de cosas me vinieron a la cabeza. Pensé en mandarle hacer cien flexiones, o veinte pero conmigo encima, o llevarme a borriquito por el oasis, o que hiciera cincuenta largos en el estanque, o en que se cortase el pelo, aunque lo deseché inmediatamente porque no teníamos con qué cortarlo y porque me gustaba mucho como lo tenía; o que se subiera a un árbol… ¡eureka! ¡La cámara de fotos! Le sonreí maliciosamente, puse los brazos en jarra y caminé despacio hacia él. Me miró temeroso, preocupado por la barbaridad que se me hubiera ocurrido. A medio camino giré y me lancé por la mochila, de la que saqué la cámara de fotos. Me miró con terror.

—¡No! ¡Más fotos no! —exclamó negando con cabeza, brazos y todo su ser—. No, no, muchacho, ya me has hecho antes una.

—Has perdido, puedo ordenarte lo que me dé la gana. —Le di unos segundos y claudicó—. Bien, he decidido que quiero que poses para mí —así, de primeras, no pareció tomárselo demasiado mal, aunque inmediatamente intuyó que había más—. Quiero que te subas a este árbol —dije señalándolo— y que hagas el mono.

—¡¿Qué?! —gritó. Se puso en pie y empezó a corretear de aquí para allá—. No, no; ahí sí que te has pasado.

—Venga, no he sido nada malo, podía haber sido peor. Sube, ahora.

—No.

Ambos intentábamos disimular la risa.

—Tú quisiste la revancha —asintió vencido—. Acepta las consecuencias —y reí abiertamente mientras se encaramaba al árbol. Había muchas ramas bajas y no le fue difícil ascender, era casi como subir una escalera. Tres metros más arriba se sentó en una rama y me miró, con los brazos cruzados—. Bien, Álex, empieza —me interrogó con la mirada—. ¡Haz el mono! grita, ráscate los sobacos… —No se movía—. Venga, ahora eres la mona Chita —dije entre carcajadas, intentando enfocarlo con la cámara.

De repente empezó a chillar como un mono. Enseñaba la dentadura, hacía muecas sin parar, se rascaba la cabeza, el cuerpo, hasta empezó a saltar sobre la rama. La risa podía conmigo, apenas lograba enfocarlo, una nueva monada me hacía desternillarme hasta casi caer al suelo. Al final, logré mantenerlo en el visor el tiempo suficiente porque, claro, el muy cuco no dejaba de moverse para que no pudiera cazarlo, para disparar dos veces. Alex seguía chillando y riendo como la mona Chita, y así empezó a bajar del árbol. Cuando quise reaccionar, ya lo tenía encima. Esta vez no tuvo piedad; el inocente mono se había convertido en un gorila que me inmovilizó a base de cosquillas hasta que las lágrimas empezaron a brotar.

Cuando al fin se cansó y me liberó, nos quedamos tumbados sobre la hierba el uno junto al otro sin parar de reír. Al cabo de un rato, cuando las risas se apagaron y el silencio volvió a reinar, nuestras miradas se reencontraron. Y así, como paralizados, atrapados uno en las pupilas del otro, nos quedamos mirándonos durante unos instantes eternos, sin decir nada, observándonos con la sonrisa dibujada en nuestro rostro. Sin saber cómo ni por qué, sentí que estábamos unidos de una manera especial que no acertaba a definir. De repente me invadieron los nervios, una sensación de bloqueo me inundó, y de manera un poco brusca, reaccioné: me levanté y guardé la cámara en su sitio.

—¿Te apetece merendar? Yo tengo hambre —le pregunté manipulando nerviosamente la mochila.

Álex también tenía hambre. Saqué los bocatas, le lancé el suyo y nos sentamos a la orilla del estanque a merendar. El suyo era de chorizo, el mío de jamón serrano. Los partimos por la mitad y los compartimos.

El Sol se estaba convirtiendo en una gigantesca esfera anaranjada que se había colocado justo enfrente de nosotros, aunque ahora ya se la podía mirar directamente. El calor también había disminuido. Una franja del cielo, alrededor del Sol, se teñía de dorados y fuego que se debilitaban en rosados según ascendías la mirada. Más arriba, el azul claro comenzaba a oscurecerse y, a nuestra espalda, la noche ganaba terreno y anunciaba que pronto aparecerían las primeras estrellas. Debían de ser alrededor de las ocho. Los campos de trigo que se extendían ante nosotros, al otro lado del estanque, brillaban envueltos en una aureola anaranjada que les hacía parecer envueltos en llamas. El estanque se había tornado un lago de oro que, inmóvil, descansaba a nuestros pies. Algunas nubes finas flanqueaban al astro rey disfrazadas de escarlata y violeta, y el viento, ausente de aquellos parajes, no deshacía la estampa.

Merendamos en silencio, admirando el crepúsculo. Solamente algún que otro pajarillo atravesaba el horizonte atravesando el Sol como una diminuta mancha negra en medio de una sima ardiente. Poco a poco, los trigales adquirieron un brillo mayor, dando la bienvenida al astro, que pronto penetraría en ellos para esconderse más allá, privando al mundo de sus colores. Detrás, la noche se abría camino, ascendiendo como una sombra y ganando cada vez más terreno al día, instalando en la bóveda celeste puntos de luz, esos que nosotros llamamos estrellas. No me pude contener. Agarré la cámara y disparé dos veces, rogando para mis adentros que salieran bien, que lograra atrapar en un papel un instante fugaz, un momento irrepetible que yo viviría una sola vez.

Álex, terminado el bocadillo, se había tumbado mientras yo tomaba las fotos. Le iba a decir algo cuando me percaté de que tenía los ojos cerrados y que su cuerpo había adquirido la postura fetal, que se encontraba en el país de los sueños. Guardé la cámara y empujado por un deseo mayor que la conciencia, me tumbé a su lado y cubrí nuestros cuerpos con una toalla. En el momento en que cerré los ojos, mi alma voló persiguiendo al Sol, intentando contemplar siempre un cielo escarlata y un campo dorado…

Un chapoteo me despertó. Abrí los ojos y la noche me sorprendió. Se podría decir que era noche cerrada, aunque un fulgor tenue, pálido, lo inundaba todo. El cielo era un océano negro poblado por puntos de luz, más o menos luminosos, pero que colmaban el firmamento con su peculiar manera de reunirse. Formaban figuras, dibujos cósmicos que descubrías sólo yendo más allá de una rápida mirada. Lo curioso era que cada vez que te fijabas, veías un dibujo diferente, una nueva ilusión. Miles de estrellas se bastaban para que la total oscuridad no reinase en el campo. Por más que la busqué, no hallé a la Luna en su trono. «Habrá luna nueva» pensé imaginando lo solas que se debían de encontrar las estrellas sin la Dama Pálida a su lado, aunque así, sin su control, podían crear figuras a su antojo, y dibujar mil ilusiones para todos aquellos que las observasen…

Al fondo, el campo dormitaba blanquecino, como una salina; detrás, más allá del vergel, se extendía otro mar de mármol. Los pájaros dormían y sólo los grillos permanecían en vela, entreteniendo a la noche con su canción. Y yo estaba sentado junto al estanque, solo.

Automáticamente miré hacia atrás, al árbol donde habíamos dejado apoyadas las bicicletas. Estaban las dos. Me llamé idiota a mí mismo por haber dudado, pero no pude evitarlo.

Habíamos dormido unas tres horas, calculé. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, aunque tenía la toalla sobre mí. Me levanté a por la mochila, para coger la ropa. Otra vez el chapoteo. El estanque era algo así como un agujero negro en medio del campo. Ni siquiera las estrellas se reflejaban en el agua. Me fijé bien y a unos quince metros de la orilla vi algo que se movía. Por un instante me asusté. «Qué tontería», pensé al instante. Había recordado las películas de terror que Gus y yo solíamos ir a ver todos los viernes por la noche. Mi madre pensaba que eran de indios y vaqueros pero nos colábamos en las de mayores de edad y nos acurrucábamos en la última fila para verla mientras devorábamos una bolsa de palomitas.

El monstruo de mi estanque no era otro que Alejandro. Cuando me vio de pies en la orilla, pálido como un muerto, tiritando y con cara de sueño, se echó a reír y me invitó a acompañarlo.

—¡Qué va! Debe de estar helada.

—No, para nada. Está cojonuda esta noche, más buena que de día —dijo intentando convencerme para que me metiera.

Movido por la curiosidad, me acuclillé y toqué el agua. Era cierto, estaba buenísima, pero no me apetecía, algo me frenaba.

—Tengo el bañador seco. No quiero llevarlo mojado todo el camino —me excusé.

—Pues quítatelo. Yo estoy desnudo.

—Otro día, Álex. Estoy destemplado. Me he quedado helado al dormir en la hierba. —Y me puse la camiseta. Álex claudicó. Y en parte lo agradecí. Sentía una extraña lucha en mi interior. Un resquicio de mí deseaba que hubiera insistido, que me convenciese. Una parte de mí desconocida hasta entonces y que entonces despertaba del letargo que yo mismo le había impuesto varios años antes, el día en que la vi reflejada en el espejo, y en mis pensamientos más íntimos, y la envié al cuarto oscuro de mi mente, intentando enterrarla para despreocuparme de mí mismo. Aunque muy pronto iba a darme cuenta de que había intentado enterrar una pirámide con la arena de un cubo.

Alejandro se tapó la nariz y sumergió hacia atrás la cabeza. Se levantó, se escurrió el cabello y caminó hacia la orilla. Yo me había sentado apoyado en un árbol, estaba calzándome. No estaba mirando, pero me fijé. Había salido del agua y efectivamente, estaba desnudo. Inmediatamente retiré la mirada. Se estaba secando. No pude evitarlo, fue de reojo, pero lo miré. Ni mi hermano ni yo destacábamos por nuestro físico, y el suyo era, simplemente perfecto. Sentí una especie de estremecimiento cuando se percató de que lo miraba. No dijo nada, aunque se vistió enseguida. Creo que se sintió incómodo. No sabía qué pasaba por mi mente, qué locura me estaba revolucionando cada célula del cuerpo.

—Deberías haberte bañado —dijo sentándose a mi lado para calzarse, intentando que todo fuera normal.

—Álex… —musité.

—¿Qué? —susurró.

No sabía por qué había dicho su nombre, qué decirle.

—No, no, nada.

—¿Pasa algo? Dime.

—Verás… es sólo… que me alegro mucho de haber venido contigo.

—Ya me lo habías dicho antes —dijo sonriendo mientras mechones húmedos le caían por la cara.

—Sí, ya te lo había dicho. Pero es que es verdad, gracias. —Me levanté.

—Marcos. —Me detuvo agarrándome la mano—, podemos volver cuando quieras, ¿vale?

No hizo falta que respondiera. Mi mirada dijo que sí, mi sonrisa lo confirmó; todo mi cuerpo dijo sí en un grito silencioso que sólo yo escuché.

El campo descansaba y lo atravesamos en silencio, para no despertarlo. Pedaleo suave, profundas inspiraciones de aire cargado de aromas de hierbas, trigo, campo, tierra… Atrás quedaba el oasis, el estanque, aquella tarde. Según nos alejábamos, los árboles iban menguando, y como surgido de la nada, cuando quise mirar atrás, simplemente había desaparecido. Los pálidos trigales se extendían por todas partes, emergiendo de vez en cuando algún que otro silencioso molino recortado en negro sobre el horizonte. El cielo negro plagado de estrellas parecía estar iluminado, era algo que no comprendía. Las estrellas que se veían eran incontables, y si fijabas la vista en un punto, de repente, más estrellas brotaban a su alrededor de la inmensidad del universo. Aquella paz nos envolvía de tal forma, me embargaba tan irremediablemente la sensación de bienestar, que por primera vez en mi vida, me pareció tocar con los dedos la verdadera Felicidad. Me sentía bien, en paz, a gusto. Nada me preocupaba. No debía nada a nadie y nadie me lo debía a mí. No sentía la necesidad de dar explicaciones a nadie de adonde iba, de dónde venía, qué hacía y con quién estaba. Y el «con quién» era precisamente lo que me hacía sentirme mejor. Empezaba a sentir algo por aquel chico fuerte de cabellos azabaches y ojos grandes que, sin pedirme explicaciones ni ponerme condiciones, me había invitado a su casa, a su vida, a su alma. No me hizo promesas, se limitó a ser él mismo y a compartir su existencia con otro, conmigo.

Tuve que detenerme. Dejé caer la bici sobre las espigas que la abrazaron para que cayera suavemente. Me quité la gorra, abrí los brazos en cruz y, tras respirar profundamente mirando la bóveda celeste, un profundo y emocionado grito brotó de lo más profundo de mi ser. Álex se detuvo al momento. Iba unos metros por delante de mí y no se había dado cuenta de que me había parado.

Dejó la bici sobre el campo y corrió hacia mí. Yo yacía de rodillas, con las manos hundidas en la tierra.

—¡¡Marcos!! ¡¡¿Qué te pasa?!! —exclamó arrodillándose frente a mí, mirándome con sincera preocupación.

—Nada Alejandro, no pasa nada. Estoy bien —me miró estupefacto—. Eso es lo que pasa, que estoy bien, que soy feliz —le dije sonriendo, con los ojos llenos de lágrimas—. Siento la alegría fluir por mis venas, la siento en mi cuerpo; y quiero correr, reír, gritar… —Lo abracé. Se sorprendió pero me correspondió. Así permanecimos durante un rato, en silencio, abrazándonos con fuerza, sintiéndonos el uno al otro, mientras el campo volvía a sumergirse en su apacible descanso y los molinos observaban inmóviles, las luces del firmamento. Una brisa fugaz y risueña hizo que el trigo aplaudiera y nos elevó en espirales, haciendo acrobacias en el aire, soñando con ser Ícaros perfectos a los que no se les derriten las alas.