III

La semana siguiente pasó con lentitud. La resaca me duró todo un día y me prometí a mí mismo divertirme in crescendo. El ritmo de aquellos jóvenes hippies era desmesurado para mí, que a su lado parecía un principiante que no sabía ni siquiera qué era un cigarrillo. Las noches siguientes empecé con un par de cervezas y así, con cautela y saliendo a respirar de vez en cuando aire puro, libre de humos procedentes de plantas tropicales machacadas, liadas y encendidas, que colmaban el ambiente de aquellos bares, fui aumentando la dosis de alcohol progresivamente para que mi organismo se habituara y así no volviera a perder el control.

Me gustaba beber, pero no acabar tirado en algún rincón habiendo echado hasta la primera papilla. Me gustaba sentir los efectos de aquellos estimulantes sobre mi cerebro. En mi casa, normalmente no bebía. Y cuando salía, apenas si probaba una cerveza. Mis amigos de la ciudad eran gente ye-yé como yo; ricos noveles que vestían la ropa más cara, pero que temblaban de miedo con sólo pensar en enfrentarse al mundo sin la ayuda de papá. Algunos de ellos sí bebían, y en exceso; y tomaban otras cosas cuando salíamos los sábados por la noche. Pero yo pasaba. El solo hecho de pensar en que alguien me tuviera que traer a casa inconsciente me aterraba. Aunque contaba con Gus (y él conmigo) para cubrirnos las espaldas si llegara a darse el caso.

Tal como predije, Gus no apareció hasta las nueve de la mañana. Elena había llegado a las cinco. La abuela no nos dijo nada, se limitó a preguntar cómo lo habíamos pasado, pero su mirada fue suficiente para mostrarnos su desaprobación. Gus se había enrollado con Carmen, una jovencita de diecisiete años, valenciana, y que según mi hermano era una fiera. Gus me confesó que acabaron en la era a las seis de la mañana y que vieron salir el Sol desnudos, abrazados y sin dejar de moverse. Durante los días siguientes, Gus visitó la era asiduamente.

A mi hermano le gustaba tontear con las chicas. En aquellos precisos momentos, estaba saliendo con dos chicas a la vez, y eso sin contar sus momentáneos escarceos, de los cuales presumía sin ningún pudor.

Yo en eso era diferente. Durante un par de meses, cuando tenía dieciocho años, estuve saliendo con una chica bellísima; pero cada vez que quedábamos, sentía una especie de pesadez en el estómago. Me apetecía hacer otras cosas y empecé a ponerle excusas. Nos fuimos distanciando y al final lo dejamos. Después estuve tonteando con un par de chicas pero no fue más que algo parecido a los escarceos de Gus. Como no me llenaba, lo dejé. Lo que sí puedo asegurar es que jamás había sentido nada importante por nadie. Todavía no me había enamorado.

Hasta aquel verano.

Durante la semana siguiente a la de la gran borrachera no vi a Alejandro ni pregunté por él. No apareció ni en la piscina, ni por las noches en la calle Primo de Rivera. Quería darle las gracias por haberme llevado a casa, y la verdad es que me apetecía verlo. Normalmente me fiaba de mi primera impresión, y Alejandro me cayó bien desde el primer momento en que lo vi. Aparte, sentía curiosidad por la discusión que tuvo con aquel tipo. Me intrigaron las palabras, sus exigencias y reivindicaciones; pero sobre todo, lo que me rompía los esquemas fueron sus lágrimas. Me devoraba la curiosidad. Todas las noches siguientes, me estuve fijando en la gente, intentando hallar entre la multitud de cuerpos inmersos en la diversión, el del chico que discutió con Álex. Desde mi ventana, de noche y borracho, no distinguí su cara, pero el pelo pincho y la chaqueta de cuero no se me olvidaban. Nadie de los que vi durante las noches siguientes coincidía con esa descripción. Decidí que el tiempo se encargaría de mostrarme la verdad. Y eso fue precisamente lo que ocurrió.

El cumpleaños de la abuela cayó en jueves. Nos levantamos temprano aquella mañana. La noche anterior habíamos salido pero el cansancio acumulado nos obligó a regresar al hogar a la una y media de la madrugada.

—¿Dónde dejaste el regalo? —me preguntó Gus mientras revolvía las mochilas en busca del paquete que habíamos traído a la abuela y que guardamos celosamente para evitar que lo descubriera.

—En mi mochila, debajo, abre la cremallera… —le indiqué—. ¡Ahí!

Le habíamos comprado una tetera, pero nuestra madre pensó que llegaría hecha añicos; así que al final, sustituimos la tetera por un traje de los domingos. No era el ideal de regalo que me gustara hacer, pero mi madre insistió y poniendo todos un poco de dinero, se lo compramos. Pudimos convencer a mamá de que no lo comprara negro, pero su anticuada forma de pensar acabó por imponerse y lo cogió azul marino. Eso sí, los botones eran de color hueso y tenía las solapas y el cinturón de colores claros también.

Cuando entramos a la cocina nos encontramos a la abuela colgada del teléfono y a Elena sentada a la mesa, con una caja de bombones entre las manos. Un papel de alegres colores arrugado, hecho una bola junto a mi prima, nos indicó que ese había sido su regalo.

—Acaban de bajar tus hijos —dijo la abuela—. Sí, están muy bien… Comen todo lo que les doy… —Nos sentamos y escuchamos—. No hija, apenas si salen, sí, y vienen pronto a casa. —Nos guiñó un ojo y sonrió con complicidad—. Gracias, un beso también a ti, hala, sí, adiós.

—¿No nos ponemos? —le pregunté extrañado, pensando en lo raro que resultaba el que mi madre no quisiera hablar con nosotros, preguntarnos directamente qué tal nos iba…

—Tenía que colgar. Os manda un beso. ¡¿Qué me habéis traído?! —preguntó cambiando de tema radicalmente y concentrándose en el paquete que traíamos, con una mirada pícara que me transportó cincuenta años atrás en el tiempo, donde pude imaginarla con diez añitos, traviesa y juguetona.

Gus le entregó el paquete. Lo abrió a toda prisa, rompiendo el papel, haciéndolo mil pedazos, muy nerviosa. Nos mirábamos divertidos y Elena nos dijo al oído que había hecho lo mismo con su regalo.

Por fin quedó la caja al descubierto. Tomó la tapa con ambas manos y la levantó. La dejó a un lado, levantó el papel que envolvía el traje y la parte del pecho, con las bonitas solapas que flanqueaban el cuello en punta, y los botones de dos agujeros, quedaron a la vista. Se le abrieron del todo los ojos. Lo sacó y lo estiró poniéndose en pie. Lo contempló de arriba a abajo sin decir palabra. La mirábamos esperando una respuesta, una sonrisa, ¡algo!

—Es bonito —dijo por fin arqueando una ceja—. Sobrio, elegante, austero… pero bonito.

—No te gusta —dijimos los gemelos al unísono.

—No. Digo, ¡sí!, claro que me gusta. —Nos besó y abrazó con fuerza, achuchándonos, como de costumbre, con todo el corazón—. Muchas gracias, espero que me entre, que últimamente he engordado un poco —añadió sonriendo.

Hasta la hora de comer estuvimos viendo fotos antiguas. Fotografías de mi abuela, con su familia, con el abuelo Francisco; esas fotos entrañables color sepia en la que la gente parece personajes de los libros de Historia. En las fotos más modernas salíamos nosotros, cuando veraneábamos en Molinosviejos, de niños.

El teléfono sonó un par de veces. La primera llamada fue de la madre de Elena, desde Valencia; la segunda, de una amiga de la abuela, proponiéndole un viaje a Sevilla, sólo para mujeres. Mi abuela le dijo que se lo pensaría.

Para comer había menú especial: jamón serrano, ensalada mixta y pollo al horno con patatas fritas. De postre, una magnífica tarta de chocolate que Elena preparó la noche anterior, de madrugada, mientras todos dormíamos. Le puso una vela grande con el número 60 escrito a lápiz y cantamos el Cumpleaños feliz. La abuela descorchó una botella de sidra que guardaba desde hacía días en el frigorífico. En diez minutos nos la acabamos.

Por la tarde salimos. La abuela se fue con la amiga que la había llamado. Nosotros nos dirigimos a la plaza, Elena había quedado con los amigos.

Sentados alrededor de la fuente nos esperaban, fumando unos cigarrillos. Dos chicas se hacían unas trenzas mientras charlaban de un tipo pelirrojo. A un lado, el peacemovil y Max sonriendo al volante, con el radiocasete en marcha y puertas y ventanas abiertas. Cantaban los Beatles y Max seguía las canciones cantando en inglés.

Viéndolo allí, desafinando, parecía mentira que aquel chico aparentemente tan frívolo y despreocupado tuviera unas inquietudes políticas tan firmes.

—¡¡Hola!! —exclamó al vernos llegar, saltando del coche y abrazándonos a los tres a la vez.

—¿Cómo va, Max? —le preguntó Gus acercándose al coche. Max fue con él. Elena y yo nos quedamos con el grupo.

Eran seis, contando a Elena. Su medio de transporte era el seiscientos de Max. Aquel día hablaban de ir al pueblo de al lado, al bar de un amigo de uno de ellos que, bueno, quería verlos, o ellos a él; el caso era salir por ahí. Gus estaba entusiasmado con la excursión. Además, ya le había echado el ojo a María, una de las tres chicas del grupo. Yo, la verdad, aunque hubiera habido sitio en el coche, no habría ido.

—Venga, Marcos, anímate —me decía Max insistentemente—. Donde caben siete, caben ocho. Mi seiscientos da mucho de sí. Además, son sólo unos kilómetros, ¡venga!

—No, de verdad, no me apetece. Quiero dar un paseo —alegué. Los chicos se rieron desde dentro del coche. Iban unos sobre otros, pero todos muy contentos. Gus y Elena fueron los últimos que intentaron que fuera con ellos. Pero no lo consiguieron. Al final se marcharon y yo me quedé solo en la plaza.

El día era lo que se suele llamar sano. Había nubes que cubrían a ratos el Sol y una brisa del norte refrescaba el ambiente. Me dispuse a dar un paseo. Lo que tiene la meseta ibérica que realmente me atrae es que, mires donde mires, hasta el horizonte, todo es igual: llano, amarillo, cálido. La sensación de libertad de ese paisaje en expansión es comparable a la visión del mar, o del desierto. Los caminos y senderos son rectos y recorren muchos kilómetros, abriéndose paso por esos acogedores campos, sin variar un ápice su dirección. Y si miras más allá, da lo mismo estar un kilómetro más cerca que más lejos, pues la vista es la misma, los campos son idénticos. Algo así me pasó aquella tarde.

Comencé a caminar hacia el campo siguiendo un sendero de tierra. Al principio me fijaba en lo que veía: el pueblo, con sus pequeñas casitas pálidas y sus gruesas columnas quedándose atrás, los molinos, hieráticos, solemnes espectadores del campo, dispersos por La Mancha; y el campo, meciéndose al compás del viento, haciendo reverencias a gigantes espirituales que cuidan todo aquel silencio, a mi alrededor, extendiéndose hasta fundirse con el horizonte.

Al cabo de una hora de paseo, Molinosviejos se había ido convirtiendo en un punto en la llanura y acabó por desaparecer. Todo a mi alrededor era igual. Entonces continué la marcha y me lancé al laberinto de mis propios pensamientos.

No sé cuánto tiempo pasó pero debió de ser mucho aunque, debido a las nubes, no me percaté de que empezaba a oscurecer. Fue el graznido de un cuervo lo que me rescató de las profundidades de mi subconsciente, en el que llevaba horas intentando poner orden, sin resultado alguno. Miré al cielo, estaba todo cubierto y las ligeras e inofensivas nubes blancas de la tarde, se habían trasformado en gruesos, oscuros y amenazantes nubarrones. El viento aumentó de repente haciendo gemir al campo.

—¡Vaya, hombre! —exclamé en voz alta—. ¿Qué hora será?

Miré mi muñeca, pero no llevaba reloj. El día que acabamos el curso me lo quité y lo guardé en el cajón de la mesilla de mi habitación. Me propuse liberarme de las garras de las prisas.

Calculé que serían las siete y media, más o menos. Normalmente habría mucha luz, pero las nubes eran muy oscuras. De repente oí un zumbido y algo que me pareció un hondo y gigantesco crujir. Miré hacia arriba. Una gota se posó en mi frente y resbaló por entre las cejas. Después otra, y luego otra más.

Me encaminé hacia el pueblo, creyendo que lo divisaría enseguida. El viento, la lluvia y la velocidad de mis pasos aumentaron al mismo tiempo. Acabé corriendo. A mi alrededor, un festival de baile, aplausos, que es lo que me parecía oír al encontrarse la lluvia con el campo; y de luz, es decir, relámpagos.

La abuela nos había enseñado de pequeños a contar los segundos que mediaban entre un rayo y su trueno. No supimos el porqué hasta que la ciencia penetró en nuestras vidas en forma de libro de Naturales, pero teníamos claro que cuantos menos segundos hubiese entre la luz y el sonido, más cerca estaba la tormenta. Esta se acercaba sin prisa pero sin pausa y no pretendía detenerse. Otra cosa que nos enseñó la abuela y que pude comprobar aquel día, fue que las tormentas en el campo son muy peligrosas.

Todo un espectáculo de luces se formó en derredor. Los rayos caían formando delgadas figuras con melancólicas expresiones que parecían mirarme y correr detrás de mí. Sin aminorar la carrera, conté los segundos cuando vi otro rayo: cinco, y apenas. Estaba casi encima.

El campo me animaba a seguir, pero no me mostraba lo que yo quería ver: Molinosviejos, emergiendo del horizonte como una fortaleza donde guarecerse. Otro rayo; tres segundos. La tenía sobre mi cabeza. Pensé en tirarme al suelo, en meterme entre los trigales, que me miraban asustados, pero me era imposible parar. Algo me decía que siguiese corriendo. Tenía la ropa empapada y pegada al cuerpo. Me costaba moverme. Los siguientes relámpagos fueron el preludio de la tormenta eléctrica que se posó sobre mí como si yo fuera un fugitivo perseguido por las fuerzas de la Ley.

Miraba a los lados. Había algunos molinos allá, brotando del campo. Las aspas eran azotadas por el viento, que luchaba por hacerlas girar, pero los viejos mecanismos debían de estar inmovilizados y solamente lograba agitarlas haciendo crujir la madera de que estaban construidos. Apenas si veía las siluetas recortadas en el horizonte de los gigantes manchegos, rescatados de la oscuridad vaga y efímeramente, cada vez que un rayo se estrellaba contra la tierra.

El camino se había trasformado en un barrizal. A cada paso, iba salpicando y me estaba poniendo perdido. Las zapatillas se habían llenado de agua y me parecía correr sobre esponjas.

No sé cuánto tiempo llevaba corriendo. La noche se alzaba y ya no veía más allá de unos metros. Pero, cuando estallaba un rayo, un campo de plata se extendía a mi alrededor. Me sentía muy mal, como un animal encerrado en una jaula cuyos barrotes no eran sino relámpagos que todo en derredor me tenían atrapado. Y cada vez más preso, más acorralado, como si la jaula se encogiera hasta atraparme, como en una tela de araña.

Los rayos empezaron a caer continuamente, sin tregua, uno tras otro, y cada vez más cerca. No tuve demasiado tiempo para pensar. Simplemente, vi un rayo demasiado cercano, y automáticamente me lancé en plancha quedándome tumbado en el barro y con la cabeza entre los brazos. Un momento después, un fogonazo me atravesó los párpados cerrados y un estruendo colosal hizo que el suelo temblara. Luego, un momento de silencio y algo que me tocaba.

—¡¡Marcos!! ¡¡Levántate!! —me gritó una voz que me pareció estar imaginando—. ¿Puedes andar?

Alcé la vista. Los rayos seguían cayendo. Estaba empapado y tenía el pelo pegado a la cara. Aun así lo reconocí.

—¡Álex!

—¡Vámonos! ¡Hay que salir de aquí! ¡Nuestros cuerpos son como pararrayos en medio del campo! ¡Estamos en peligro!

Alejandro tiró de mí y comenzamos a correr campo a través, alejándonos del sendero, en dirección a algún lugar que no acertaba a imaginar por más que miraba a mi alrededor. Nada había cambiado en el paisaje. Allí seguían los campos y los molinos, igual que antes, igual que siempre. ¡Un molino! Nos dirigíamos a aquel enorme molino que nos esperaba inmóvil y majestuoso. Unos trescientos metros más adelante, irguiéndose entre los trigales. Fijándome bien, atisbé una lucecita en una pequeña ventanuca. Algo que no hubiera visto antes ni teniéndola delante.

Los rayos aguardaban ocultándose entre las nubes y de repente ¡zas!: saltaban a la tierra zigzagueando como llevados por una furia infernal. El estruendo colmaba mi ser y sólo veía aquel molino; ni los rayos, ni los trigales, ni a Alejandro, que corría unos metros delante de mí, volviendo la cabeza cada pocos segundos para asegurarse de que lo seguía. No oía los truenos y tampoco sentía la lluvia, que resbalaba por mi cara y por todo mi cuerpo.

Por fin alcanzamos el molino. La puerta, una pesada hoja de madera, nos esperaba abierta. Dentro había luz. Álex cerró detrás de mí. Caí de rodillas y me dediqué a recuperar el aliento. Poco a poco recuperé el control sobre mis sentidos. Los truenos sonaban lejanos, separados de nosotros por el grueso muro blanco. La luz de los relámpagos se colaba por las ventanucas que salpicaban el muro circular, ascendente hasta donde se perdía la vista. Sentí un escalofrío. Me miré el pecho. La camiseta se había fundido con la piel. La despegué y me puse en pie. A mis pies, un charco de agua.

—Será mejor que nos cambiemos, podemos agarrar un resfriado como un castillo —me dijo Alex dirigiéndose al fondo de la estancia mientras se quitaba su camiseta. Subió una escalera de pared que daba a una entreplanta.

Abajo, sólo estaban las ruedas del molino; enormes y polvorientas, pero sin embargo, quietas, y sin apariencia de haber desempeñado su trabajo desde mucho tiempo atrás. Los gruesos maderos cilindricos ascendían conectándose arriba, con las aspas. Las escaleras que subió Álex daban a una entreplanta semicircular hecha de madera. Una balaustrada firme protegía de las caídas y permitía ver desde lo alto la puerta de entrada.

—¿No subes? —me preguntó apoyado en esa misma barandilla.

—Sí, sí, claro. Ya voy.

A cada paso que daba, las zapatillas iban soltando agua embarrada a borbotones, dejando un rastro de huellas y ensuciando todo el piso. Me descalcé antes de subir. La sorpresa que me llevé al alcanzar la plataforma fue enorme. Dos armarios flanqueaban la entrada semicircular a la entreplanta, donde llegaba la escalera. Estaban hechos de madera tallada, bastante antiguos, me pareció. Había una cama. Una cama de matrimonio con cabecera de madera tallada que dibujaba florituras y adornos geométricos. Junto a ella, hecha del mismo tipo de madera, una mesita de noche, y encima, en la pared, tres baldas repletas de libros de tamaños y grosores diferentes. Frente a la cama, había una cómoda a juego con el resto de los muebles, sobre el que descansaban dos lámparas de gas que luchaban por mantener el lugar iluminado, un candelabro de tres brazos con velas blancas medio usadas pero apagadas, y una caja de cerillas que descansaba al pie del candelabro.

Cuando acabé de acceder allí, Álex tendía la camiseta y el pantalón corto en la barandilla. Se había cambiado, estaba en bañador y una toalla le rodeaba el cuello. Sobre la cama había un pantalón corto y una camiseta verde perfectamente doblados. Una toalla blanca estaba al lado.

—Cámbiate, te vas a resfriar —me dijo Álex girándose y mirándome sonriendo apoyado en la barandilla—. Espero que te esté bien —añadió señalando la cama.

Por un instante dudé, pero un nuevo relámpago en el exterior me produjo un escalofrío y me lancé a por la toalla. Alejandro me observaba en silencio, se estaba secando el pelo. Me quité la camiseta y me sequé el pecho y la espalda. Cuando me iba a quitar el bañador lo miré, sentía vergüenza. Se acercó y cogió la camiseta, fue a tenderla junto a la suya.

—Dime, Marcos, ¿qué hacías tan lejos del pueblo? —me preguntó mientras la escurría, de espaldas a mí, y yo me desnudaba apresurada y pudorosamente.

—Vine dando un paseo.

—Largo paseo, diría yo —bromeó al tiempo que se volvía y yo acababa de subirme el pantalón.

—Bueno, sí. Venía pensando y se me fue el santo al cielo. Perdí la noción del tiempo. —Le lancé el bañador cuando extendió los brazos pidiéndomelo—. Cuando empezó a soplar el viento fuerte, me di cuenta de que no sabía cuánto tiempo había estado andando. Y luego empezó la tormenta… —dije dibujando en mi rostro el terror.

—Les tienes miedo —dijo sentándose a mi lado.

—Pánico. A mi abuelo lo mató un rayo hace unos años. Desde entonces odio las tormentas.

—Pues estabas en medio de una cojonuda.

—Es verdad. Qué miedo he pasado. Pensaba que me iba a caer un rayo encima.

—Y estuviste cerca, o estuvimos cerca, mejor dicho. En medio del campo y empapados éramos como pararrayos. Pero tenemos suerte —añadió levantándose y dirigiéndose a la cómoda. Abrió un cajón y sacó un paquete de tabaco y un cenicero de barro. Cogió las cerillas y regresó.

—Gracias, Alex.

—¿Por qué?

—Por salvarme la vida. He tenido mucha suerte, menos mal que me has visto.

—¿Suerte, buena suerte, mala suerte…? Ya lo descubrirás con el tiempo. No, tranquilo —dijo sonriendo ante mi mirada confusa—, no tienes nada que agradecerme.

Abrió la cajetilla y me ofreció un cigarro.

—¿En qué pensabas para distraerte así? —Acepté el cigarro. Encendió una cerilla, me la acercó; aspiré dos o tres veces hasta que prendió. Luego encendió el suyo. Se sentó en la cabecera de la cama apoyando la espalda en la madera, encogió las piernas y dejó el cenicero entre los dos, sobre la cama—. Bueno, si no te molesta que te lo pregunte.

—No, no, que va. ¿En qué pensaba? Bueno, ya sabes, en mis cosas —vi en su mirada que no le satisfacía la respuesta—. En mis padres. No se llevan demasiado bien. En mis amigos también, de lejos todo se ve más claro…

—¿En tu novia? —me interrumpió antes de darle una profunda calada a su cigarrillo.

—No tengo novia —respondí nervioso, poniéndome en pie. Fui hasta la barandilla, miré abajo. El agua aún estaba ahí—. ¿Cómo fue que me viste? ¿Qué hacías aquí? ¿Por qué tienes muebles aquí? —le pregunté recordando su oportuna aparición.

Álex se levantó, dio otra calada, dejó el cigarro en el cenicero y vino hacia mí.

—Mira —dijo señalando hacia arriba—. Me gusta subir allá arriba, donde nacen las aspas, y mirar el campo. La vista es magnífica. Y hoy, con la tormenta, era alucinante. Trepo por el madero. Arriba hay una especie de poyete. Me siento allí y miro a través de una ventanuca que hay sobre el eje de las aspas. Estaba viendo el espectáculo cuando me pareció ver a alguien en el camino. Cuando cayó otro rayo, me fijé y te vi —me miró y sonrió. Le devolví la sonrisa.

—Gracias, con esta ya van dos —se quedó pensativo un momento; mirando al suelo e inmediatamente sonrió, al recordar la noche de la borrachera—. No te he visto estos días. Quería darte las gracias por haberte encargado de llevarme a casa. Me puse muy mal.

—Bastante, pero no fue nada —respondió y me dio dos palmaditas en la cara—. Vengo aquí a menudo. —Se sentó en la cama y retomó el cigarrillo—. Sobre todo cuando mi tío está en el pueblo. Ahora no está, pero de todas formas, prefiero el molino a la casa. Esto es verdaderamente mío. Era de mis padres y lo heredé. Yo mismo construí la entreplanta y subí los muebles. Me costó Dios y ayuda pero con una polea y unas cuerdas que tengo por ahí, lo conseguí. Son muebles viejos, que me regaló gente del pueblo que ya no los querían. Aquí estoy a mi aire y nadie me dice nada. Es mi hogar.

Me sorprendió aquella afirmación. Podría imaginarme lo mal que lo pasaba en casa, pero de ahí a instalarse en un molino… Me gustó la idea y lo admiré por su valor.

Me senté frente a él; di la última calada al cigarrillo y lo apagué. Él hizo lo mismo.

—¿Tú tienes? —pregunté.

—¿Qué?

—Novia.

—No —sonrió y miró para otro lado—. Aún no he encontrado a la persona adecuada.

Algo me dijo que no insistiera más en aquel asunto. Así que cambié de tema.

—¿Estudias, Álex?

—No, dejé la escuela siendo un crío, a los catorce años. Bueno, mi tío me obligó a trabajar con él. Yo quería estudiar, era buen estudiante, pero no me dejó. Y ni siquiera me dejó trabajar en el molino, que era lo que me gustaba. Lo cerró y me puso a trabajar como una mula cargando camiones, llevando sacos de cincuenta kilos de un lado a otro. Me esclavizó.

—No me extraña que estés tan fuerte. Yo en cambio, ya ves, soy un fideo, un chico de ciudad —añadí comparando nuestros cuerpos. A él, con el torso desnudo, se le veía lo mucho que había trabajado. Yo en cambio, era un tipo delgaducho que sólo estudiaba. Me sentí acomplejado y triste. Hubiera querido tener una historia apasionante, triste, o divertida que contarle, pero lo único que había hecho en mi vida había sido estudiar.

—Así aguanté hasta los veintiuno, hasta alcanzar la mayoría de edad, luego me rebelé. Le dije que ya no contara más conmigo. Se puso como una fiera y me echó de casa. No tenía donde ir, y entonces recordé el viejo molino de mis padres, cogí la llave y lo abrí. Sé que esperaba que volviera y le suplicase su ayuda, pero se equivocó. Gracias a unos amigos, sobreviví y me construí todo esto.

»Tardé un mes en regresar. Aquí tengo lo que quiero. Cerca hay un pozo, y allí me abastezco y me lavo. Y comida no me falta, suelo ir al mercado semanal y a la tienda de Rosa a comprar lo que necesito.

»Cuando regresé a casa fue en busca de mi libreta de ahorros. Mis padres no tenían mucho, pero me lo habían dejado todo a mí. Quería mi dinero, ya no sólo para tenerlo yo, sino para salvarlo de mi tío que lo estaba despilfarrando todo. Para mi sorpresa, al verme me pidió que me quedara. Al principio lo iba a mandar a la mierda pero lo pensé mejor y le puse una condición: ser socios en su trabajo. No tuvo más remedio que aceptar, necesitaba dinero, tenía deudas y estaba hundido. Yo sabía que asociarme con mi tío era tirar el dinero a la basura, pero iba a conseguir que me respetase.

»Salvé el negocio y cuando pude, cuando se endeudó hasta el cuello con el juego, le compré su parte. Luego lo dejé todo en manos de otro socio con el que me uní después, un señor de Ciudad Real, y me desentendí de la empresa. Él se encarga de todo y me ingresa el dinero de los beneficios en el banco. Si hay algún problema grave me llama y lo solucionamos juntos. Pero por lo demás, vivo libre como el viento. Trabajo, pero por entretenerme, haciendo chapucillas aquí y allá, por sentirme útil.

—¿Y tu tío?

—Después de comprarle su parte, desapareció durante un par de semanas. Estuvo en Valencia, por lo que me dijo. Pagó sus deudas y el resto se lo gastó con una zorrona que vio dinero fácil en un cateto de pueblo con aires de comemundos. Vino con el rabo entre las piernas, pidiéndome ayuda. En aquel momento me sentí tan superior que quise echarlo a patadas de casa, pero me di cuenta de que hubiera actuado como él. Además, a fin de cuentas, es el hermano de mi padre, y la sangre me tiraba. Lo mandé donde mi socio y lo empleó de camionero. Al menos dejó de beber —sonrió aliviado— y parece que ha escarmentado del juego. Siempre anda de viaje y por eso casi no lo veo. Mejor así, de todas formas. No lo aguanto y prefiero no verlo. Si viene a pasar unos días, hago de tripas corazón, o me vengo al molino. Aquí soy libre, hago lo que quiero, el campo es infinito. Puedo correr por entre los trigales, gritar, aullarle a la luna llena, jugar, leer, dormir, escribir…

—¡¿Escribes?! —le pregunté sorprendido.

—Pero ¿qué te crees? Soy un chico culto, aunque parezca un poco rudo —sonrió—. Siempre me ha gustado la lectura, el arte. Me hice autodidacta, me compré libros y aprendí muchas cosas. Y de vez en cuando, también escribo. —Y encendió otro cigarrillo.

—Y ¿qué escribes? ¿Cuentos?

—Escribí un par de historias una vez, pero no me gustaron. Lo que me gusta es la poesía, escribo poemas. Y leo mucha poesía, sobre todo contemporánea: Machado, Campos de Castilla, sus poemas de amor para Leonor; o Lorca, la pasión gitana, o pasión humana para mí; también Alberti y su busca continua de libertad; y Blas de Otero, apasionado en buscarse a sí mismo…

Su mirada se elevó. Pude seguirlo y contemplar la pasión que sentía por la poesía. Se le puso la carne de gallina al nombrar a sus poetas favoritos, al rescatar en su memoria algunos de los poemas más bellos que escribieron, esos versos que él recordaba perfectamente, palabra por palabra.

Una sonrisa se dibujó en su rostro. Desde luego, la poesía le llenaba, y esa satisfacción que Álex sentía, no sé cómo ni por qué, pero me alcanzó a mí. Sus palabras me habían emocionado, su historia me fascinó y me causó admiración. Pero descubrir que detrás de esa dura realidad, de esa cruel adolescencia cargada de desilusiones y maltratos, había un corazón sensible, que era capaz de emocionarse con un poema y capaz de trasmitir esa emoción, me fascinó. Me encontraba tan bien, que sentí la necesidad y el deseo de abrazarlo y de trasmitirle mi agradecimiento. Hice amago de acercarme pero me contuve, quizá no lo entendiera. Me limité a agarrarle fugazmente la mano.

—Me gustaría que me leyeses algo, por favor —conseguí decir al fin, tras tragar saliva.

Alejandro me miró. Tenía la mirada iluminada, brillante, a punto de llorar. Pensé que me diría que no, que igual pretendía entrar en su intimidad, que no le apetecía mostrar sus versos a alguien que apenas conocía. Tras guardar un momento de silencio, en el que no dejó de mirarme, se levantó y abrió el cajón de la cómoda. Cuando se dio la vuelta, vi que traía una caja metálica. Se sentó a mi lado y cruzó las piernas como los indios, depositando delante de él la misteriosa caja. Me miró, sonrió y dijo:

—Esta caja era de mi madre. Ella solía guardar botones, ovillos de hilo, agujas, retales, ya sabes, cosas de costura. —Asentí con la cabeza—. La conservo porque me recuerda mucho a ella, el verla me trae muchos recuerdos de cuando era niño y ella me arreglaba la ropa, o me cosía un botón… Además es muy práctica —añadió apartándose el pelo de la cara.

Álex sonrió de nuevo y abrió la caja. Esta era rectangular, más o menos del tamaño de un folio y de unos diez centímetros de altura. Era de un color plata añejo, adornada con innumerables líneas que formaban florituras y otros caprichos vegetales. La tapa se abría hacia atrás, unida al resto de la caja por dos viejas bisagras diminutas. Álex no me ocultó el interior de la caja. Había tres o cuatro cuadernos de escritura, un par de bolígrafos y algún lapicero, unas velas sin estrenar y una caja de cerillas. Álex trataba la caja con delicadeza, como si en vez de metal, estuviera hecha de la más fina porcelana. Para mí, observar la delicadeza y el cuidado que ponía en cada uno de sus movimientos constituía un placer, porque me transmitía una paz imposible de encontrar en la gente de la ciudad y a la que obviamente, no estaba acostumbrado.

Sacó de la caja un cuaderno azul. Cerró la tapa y apartó la caja hacia la cabecera de la cama. Me miró y abrió el cuaderno. Pasó las hojas buscando algo en particular. Me incliné hacia él mirando las páginas. Estaban totalmente escritas. Había poesías más largas, más cortas, de versos cortos, largos, con título, sin título. Todo estaba escrito en azul y pude ver un orden y una limpieza en su forma de escribir que no había imaginado en un chico como él.

Por fin encontró lo que quería leer. Aparté la vista. Me miró. Se apartó el pelo de los ojos y sonrió; estaba nervioso.

—Prométeme que no te reirás.

—Lo prometo.

—Está bien. No me interrumpas. La leeré toda de un tirón. Te advierto que no vigilo demasiado la rima…

—No importa —le dije intentando tranquilizarlo, posando mi mano sobre la suya, temblorosa. Miró el cuaderno, dio la última calada al cigarrillo, que apagó sin mirar el cenicero, respiró profundamente dos veces y se dispuso a leer.

—Se titula Buscando.

El viento pasa de largo

con el trigo está jugando;

pienso en ti, mi Amor,

te estoy buscando.

Ya hace tiempo que te marchaste,

mucho, desde que estoy solo.

Te añoro de día y de noche te sueño;

y sueño que me añoraste.

Busco a mi alrededor,

el mundo está menguando,

no te veo, pero oigo tu voz.

¿Dónde estás? Te estoy buscando

Quiero encontrarte,

estrecharte entre mis brazos;

quiero besarte,

acariciarte con mis labios,

caminar hacia delante,

contigo

Pero no estás,

y hasta que vuelvas

te seguiré buscando

Tenía los ojos cerrados; los últimos versos los había recitado de memoria. Perfectamente sabidos, por tantas veces repetidos. Leídos y gritados al viento una y otra vez, desde lo alto de aquel molino; palabras al viento que nunca nadie escuchó pero que yo siempre sentí dentro.

Alejandro cerró el cuaderno suavemente. Lo asió con ambas manos y lo estrechó fuertemente contra el pecho. Después me miró, sus ojos brillaban, y durante un instante, volví a ver esa puerta, el umbral a la humildad y al hecho de compartir. Sentí un relámpago, pero no fue en el campo, fue dentro de mí. Un rayo que desgarró profundas convicciones, pesadas lonas oscuras que me cubrían desde siempre; lonas tejidas desde mi infancia con tradición, con costumbres, con moral. Durante un instante, mientras contemplaba el otro lado de la vida, desgarré la sábana que cubría mi alma; durante un breve instante, nada más, me sentí cansado de soportar aquella lona tan pesada, alimentada por años de vergüenza y de una austera educación católica.

—Es precioso, de verdad —dije tras esperar a que las palabras acabasen de diluirse entre los muros del molino, ascendiendo en espirales hasta colarse por el hueco donde nacen las aspas, lanzadas luego a través de ellas a los cuatro vientos, para volar lejos y llevar un grito de socorro, un mensaje de amor.

—No, lo dices por decir.

—¡No! En serio, es muy buena. Creo que tienes madera de poeta.

—¿Tú crees? —me preguntó sonriendo mientras abría la caja para guardar el cuaderno. Después se levantó y la dejó dentro del cajón de la cómoda, depositándola con mucho mimo, como si tratase de evitar cualquier movimiento brusco que pudiera despertarla. Cerró el cajón cuidadosamente. Comprendí entonces, sin que él me lo dijera, que la poesía lo llenaba, que él sentía amor por esos versos, que conformaban el sustrato físico de sus últimos años de vida. Lo único que le había dado felicidad y paz; lo único verdaderamente suyo, propio, privado e íntimo. Y lo había compartido conmigo y eso me hacía sentirme honrado.

Abrió otro cajón y sacó una camisa azul claro de manga corta. Se la puso y se apoyó contra la pared.

—Otro día te leeré más. Me alegra que te haya gustado.

—¡¿Gustado?! —exclamé poniéndome de rodillas en la cama—. Me ha fascinado. Has logrado trasmitirme un poco de lo que sentías cuando la escribiste. Y creo que eso es lo más difícil de conseguir con cualquier obra de arte.

—¿Sabes, Marcos? Me alegro de haberte conocido. Pensaba que era imposible encontrar a alguien alguna vez que llegara a comprender cosas tan simples y tan complicadas como las que me inquietan a mí. Que me entendiera, que llegara a escuchar mis poemas sin reírse.

»Sé poco de ti. Es poco el tiempo que hemos compartido; pero algo me dice que conectamos y que puedo fiarme de ti. —Se acercó a la cama y se acuclilló extendiendo los brazos sobre la colcha hasta alcanzar los míos, estrechando mis manos con las suyas, haciéndome sentir una ternura y sosiego infinitos—. Veo en tu mirada que puedo confiar en ti. Para mí la vida no ha sido fácil y no he contado con mucha ayuda, pero he aprendido que arriesgarse, en muchos casos es mejor que no hacerlo. Quisiera que fuésemos amigos.

Recuerdo esas palabras como si me las hubiera dicho hoy. Aún me parece oír su voz retumbando entre las gruesas paredes del molino, el eco de nuestras palabras, de nuestras risas y de nuestro llanto. El eco que hacía que un momento maravilloso durase el doble, o el triple, o para siempre…

El tren se detuvo otra vez. No sabía de qué estación se trataba. Una de tantas, pensé. Después de Madrid, el tren se paraba en todos los pueblos. Por un lado, quería llegar; por otro, cada vez tenía más miedo. Había tardado veinticinco años en tomar esa decisión, y después de todo, seguía teniendo dudas. Pero ya no había marcha atrás. Quizá fuese lo mejor, retornar al pasado y tomar una decisión que presentía ya estaba tomada.

Algunas personas pasaron a todo correr por el pasillo. Cargaban bultos, maletas y bolsas, y tenían cara de sueño. Debían de haberse quedado dormidos. A una familia que pasaba por delante de mi compartimento, se le cayó una maleta y mientras la recogían, me quedé observándolos. Se hicieron un lío con las bolsas y al intentar recoger la maleta, se les cayeron otras bolsas que llevaban bajo los brazos. La madre gritaba, el padre refunfuñaba y los hijos guardaban silencio deseando salir cuanto antes de allí. Eran una cría de diez años y un chico de diecisiete o dieciocho. Este llevaba una visera, y su madre se la quitó cuando se agachó a recoger una bolsa y le pegó con ella. Cuando el joven se levantó le vi la cara. Tal vez llevado por los recuerdos, quizá como estaba con un pie en el pasado y otro en el presente, vi un parecido. Fruncí el ceño y agudicé la vista. Era clavado, eran como dos gotas de agua. Su mismo cabello negro, las facciones suaves y firmes, los enormes ojos marrones… Por un instante me olvidé de qué día era, de qué año era y casi me levanté para llamarlo.

—¡Al…! —llegué a decir. Pero al instante desaparecieron de mi vista. Avanzaron pasillo arriba, riñendo, asfixiados por el calor de agosto en La Mancha, rumbo a su destino, tan distinto del mío.

No podía imaginar cuál iba a ser mi destino. Una tela de araña cuyo hilo hemos tejido nosotros mismos, y en cuyo centro estamos atrapados, en todos y cada uno de los hilos que la vida nos ha puesto y que nosotros hemos tomado sin decir «no», sin protestar, por miedo a que nos engullera un insecto aún mayor.

El tren rugió, silenciosamente en realidad, pero como lo hizo antaño en mi cabeza. Los raíles chirriaban y a golpe de vagón abandonamos aquel cúmulo de casas deshabitadas durante todo el año, hechas por fornidos campesinos que levantaron gruesos sillares de piedra, uno a uno; que con tesón construyeron su hogar, que vieron nacer a sus hijos, que los vieron jugar y crecer entre los trigales, que los acariciaban año tras año hasta que los pasaron en altura y que un buen día se dieron cuenta de que sólo veían el campo, y que deseaban saber qué había más allá, movidos por la curiosidad de los grandes descubridores y por el nerviosismo de un primer beso. Se marcharon y dejaron allá padres y abuelos entrados ya en arrugas de tanto trabajar de sol a sol las tierras, prometiendo regresar pronto, a los años, con hijos, a veranear.

Pueblos enteros, con vida y pasión, con ilusión a raudales en su historia, convertidos en meta de veraneo.

De nuevo el campo nos acogió y el silencioso tac-tac-tac metálico se adentró en su misión de devolver las almas a su cauce.

El cielo brillaba en un azul intenso, inmenso, despojado de nubes y dudas que impidiesen al Sol iluminar todo lo que se le ponía a tiro. Miré por la ventana y durante un momento me vi reflejado en ella. Logré traspasar el reflejo y contemplé la tierra, llegando, permaneciendo y alejándose; todo en un instante, igual que tantas cosas en la vida.

Media hora después, Álex bajó a ver si llovía. No se oía nada en el exterior, pero según me explicó, el campo amortiguaba muy bien el sonido de la lluvia. Apostamos una cerveza a ver quién tenía razón. Él dijo que había escampado. Yo aposté por lo contrario, aunque más bien lo deseé. Perdí.

Alejandro me acompañó un poco, para situarme en el camino. Ya era de noche y apenas una luna menguante, peleando por dejarse ver entre corrientes de nubes, iluminaba algo la negrura insondable del campo manchego.

—No pierdas el camino y en veinticinco minutos o media hora, estarás en el pueblo.

—¿Tú no vienes?

—No, hoy me quedo a dormir aquí.

—Bueno, pues nada, me voy. Ya te devolveré la ropa —le dije y empecé a andar. Diez pasos más allá me volví, Alejandro continuaba en el camino, mirándome—. Álex, ¿cómo supiste que era yo? —Álex me miró sin entender a qué me refería—. Antes, cuando me has rescatado de la tormenta, me has llamado por mi nombre. —Álex sonrió—. ¿Cómo has adivinado que era yo y no mi hermano?

—No sé —dijo encogiéndose de hombros—, me ha salido tu nombre sin saber por qué, quizá es que tenía ganas de conocerte un poco más y mi subconsciente me ha traicionado —añadió mientras su rostro acogía una enorme sonrisa y sus palabras me llenaban de ilusión.

—Gracias por salvarme la vida —le dije al fin, sin poder disimular la alegría que sin comprender bien por qué me inundaba—. Esa tormenta ha sido la leche.

—No, tú eres la leche —dijo riendo, iluminado por una luz especial, rodeado de una aureola de alegría que pude sentir que entraba en mi ser por cada poro de la piel. Se dio media vuelta y se dirigió hacia el molino.

—¡Alejandro! —exclamé—. ¿Cuándo nos veremos?

—Un día de estos —gritó desde la puerta del gigante—. Me debes una cerveza.