El tren paró en Chamartín. El revisor fue pasando de compartimento en compartimento avisándonos de la parada de media hora que íbamos a realizar.
De un altavoz que estaba sobre la puerta del habitáculo, empezó a brotar una musiquilla que poco a poco inundó todo el tren. Eran canciones viejas, populares. Esos tonos que perduran en la mente durante años, a veces dormidos en lo más profundo del subconsciente, pero que, de repente, quizá por un estímulo externo o por una alarma interna, afloran al estado consciente y nos llenan la cabeza de recuerdos del pasado. Recuerdos bellos e intensos, y tristes también. Recuerdos de personas y lugares, de días y noches, de luces, de sombras, de abrazos y besos, de despedidas, de muerte.
La melodía que sonaba en aquel momento era La Canción del Molino, una preciosa balada del año de Matusalén. Una canción sencilla pero capaz de agarrarme el corazón y exprimir de él todo lo que puede o pudo dar. La música me transportó al pasado más velozmente que aquel metálico tren, y vi su rostro como si estuviera delante, aquel rostro tan hermoso que me hechizó y fue envolviéndome en su juego de seducción sincera hasta que nos colmó de tal forma que ya no hubo marcha atrás.
—Disculpe, ¿puedo bajar del tren? —le pregunté al revisor.
Me dijo que sólo tenía veinte minutos. Suficiente para tomar el aire y estirar las piernas, pensé. Pero el calor de la estación me asfixiaba y tuve que dirigirme al bar. Una botella de agua fría para el calor, y un pincho de jamón para engañar al estómago durante un rato.
Me mantenía en forma para mi edad. No es que fuera demasiado mayor, pero es que de jovencito era lo más parecido a un espárrago: alto y delgado. Comía mucho pero me era imposible engordar. Y aunque hacía algo de deporte, mis músculos, digamos, no llamaban mucho la atención. Tampoco me consideraba guapo. Mi madre decía que sí, que éramos guapísimos. Y el caso es que Gus me parecía muy guapo y, a pesar de ser idénticos, yo no me acababa de gustar. Quizá fueran sus preciosos ojos verdes los que realzaban su rostro de un modo que el mío jamás lo haría.
Pese a lo mucho o lo poco que yo me gustara, muy poco después, alguien se enamoraría de mí; se enamoraría hasta la médula y yo, aunque no estuve seguro al principio, también lo hice.
El silbato del tren me sustrajo del abismo de pensamientos en el que me había hundido. Vacilé un momento, luego vi, a través de la luna del bar, mi tren poniéndose en marcha. Salté del banco y corrí hacia el andén. El camarero me gritó, no había pagado. Me detuve, saqué una moneda de 500 pesetas del bolsillo y se la lancé.
Corrí paralelo al tren, y la gente que me observaba, tanto desde dentro como desde fuera, me animaba y me aplaudía mientras tanto. Al fin alcancé la puerta; me agarré a una de las barras que la flanqueaban y me impulsé de un salto. Subí los tres peldaños y, jadeando, filtré en el vagón. Me tiré en mi compartimento, sobre los tres asientos de la derecha y enseguida me venció el sueño. Aún quedaban muchos kilómetros hasta mi destino final, aunque ignoraba si aquella parada que me aguardaba no constituiría el principio de otro viaje a dónde quisieran llevarme las estrellas.
En mis sueños volaba en avión. De repente, los controles fallaban y me vi cayendo en picado. Sin poder hacer nada vi el suelo acercándose más y más hasta que me estrellé. Lo hice de verdad, en el suelo, en el suelo de la habitación de la casa de la abuela Palmira. Pero no fue un avión, sino Gus quien hizo que me estrellara, tirándome de la cama. Me levanté enfadado y me lancé sobre mi hermano dando así comienzo a una de nuestras habituales peleas. Pero, como todas, fue mitad verdad, mitad mentira, o quizá un poco más broma que verdad; con cosquillas, pellizcos y mordeduras. Al final nos hicimos daño los dos.
—¡Gus, eres un idiota! —le dije poniéndome en pie por enésima vez. Mi hermano, sin darse por vencido, me agarró los calzoncillos y me los bajó tirándome boca abajo sobre mi cama. Saltó sobre mí y me inmovilizó de pies y manos. Presionaba mi cabeza sobre la almohada y me empezaba a ahogar. Me tiró del pelo y me puso la cabeza de lado.
—¿Quién es el idiota? Idiota —rio orgulloso de ganarme.
—Me estás haciendo daño, ¡suéltame!
—Si dices que soy el mejor, el más fuerte y el más guapo. Por no hablar de otros atributos en los que te supero.
—Somos idénticos, imbécil —protesté defendiendo mi virilidad—. Venga, suéltame. La abuela nos estará esperando.
—No, no hay nadie. Se han ido todos a la piscina.
—¿Qué? —grité enganchando su cabeza con el pie en un momento de descuido y empujándolo hacia un lado, salté sobre él y lo inmovilicé—. Muy bien, tonto del culo, ¿quién es ahora el mejor?
—Venga, Marcos, no seas crío.
—No he oído bien. —Y le tiré del pelo.
—¡¡Vale, vale!! —Estiré más fuerte—. ¡¡Eres tú, tú!! ¡¡Me rindo!!
—De acuerdo, gracias.
Conocía a mi hermano demasiado bien como para fiarme. Lo dejé libre, se levantó, y sorprendiéndome, no intentó nada, al menos durante un rato.
—Han dejado esta nota. Creo que nos explican cómo se va a la piscina —me dijo acercándome una hoja de papel.
—Podían habernos esperado.
—Pero ¿sabes qué hora es? —Negué con la cabeza mientras intentaba leer la nota—. Son las dos de la tarde, las dos.
Bajamos a la cocina en bañador y chancletas. La abuela nos había dejado la comida en el horno. La calentamos y nos sentamos a comer. Era sopa manchega, especialidad de la abuela Palmira. Después, había carne asada y fruta en el frigorífico.
—No entiendo qué pone aquí —protesté intentando descifrar la letra de mi prima.
—Yo tampoco, por eso te he esperado. Si no, para rato iba yo a estar esperando que el señorito se despertase —dijo sacando del frigorífico una fuente repleta de fruta.
—Pero qué memo eres, chaval —dije fijando la vista en el papel.
No hubo suerte. Por mucho que lo intentamos, ninguno acertó a descifrar las palabras de nuestra prima. Nos dimos por vencidos, pero sólo en el intento de descifrar la nota. Decidimos salir a la calle y preguntar al primero que viéramos el camino a las piscinas municipales. Molinosviejos no era más que un pueblito, no sería difícil dar con las ansiadas piscinas.
Recogimos la cocina, nos pusimos una camiseta y salimos. No se veía un alma. Todos debían de estar comiendo. Avanzamos hacia la plaza en busca de alguien que nos informara. Seguramente en el bar que estaba enfrente del Ayuntamiento nos indicarían la dirección.
La plaza de día era mucho más bonita que de noche. El juego de luces y sombras que formaban las arcadas de la plaza de España, le daba una especie de aire de claustro, atemporal, silencioso e infinitamente hermoso. El Ayuntamiento, el bar, una tienda de alimentación y unas casas de tonos pálidos, constituían el cinturón de la plaza. La fuente estaba en marcha. Alegraba el lugar, por lo menos lo refrescaba, o daba sensación de frescor. Al salir de casa no nos dimos cuenta, pero el calor se cernía sobre el pueblo sin piedad. El Sol recalentaba la tierra, ya de por sí bastante seca, y la ausencia de viento hacía pesado el aire, dificultando la respiración. No por nada son las horas del mediodía cuando hasta las sombras desaparecen disueltas por la luz, tan poderosa, que no permite que nada pueda ocultarse de ella. Sólo un par de minutos en la calle bastaron para empezar a sudar, así que aceleramos el paso. El cemento blanquecino que cubría las calles, y la tierra amarilla en las que no estaban asfaltadas, reflejaban la luz solar obligándonos a caminar con los ojos medio cerrados.
—Corre Gus, nos vamos a derretir.
Sumergimos sendas cabezas en la fuente. El agua no manaba demasiado fría, pero bastó para refrescarnos y aguantar un poco mejor el Sol. Empezamos a jugar salpicándonos primero, y luego lanzándonos toda el agua que abarcaban nuestras manos. Corríamos por la plaza con las manos llenas de agua que, cuando queríamos lanzarnos, ya se había derramado oscureciendo el pavimento como si se tratara de una peregrinación de lunares.
Alrededor de la fuente había cuatro grandes jardineras que formaban una especie de anillo quebrado. Se asentaban sobre un zócalo de medio metro que se alzaba en tres peldaños donde la gente solía sentarse a charlar y comer pipas, al anochecer, claro. Ni la sombra que daban unos sauces llorones bien creciditos que inundaban el cielo de un verde melancólico, eran capaces de detener al Sol a las dos de la tarde.
En las jardineras había flores y plantas de colores que formaban figuras geométricas dándole al conjunto un aspecto sofisticado: círculos rosas y amarillos, cuadrados azulados y ondas blancas destacando sobre un césped perfectamente cuidado. Pese a la ausencia de viento, las ramas de los sauces se mecían rítmicamente creando una sinfonía de soledad pacífica difícil de encontrar en nuestra metrópoli de procedencia.
El bar se situaba en la planta baja de un edificio centenario de dos pisos. En la segunda planta estaba la vivienda de sus regentes. Un porche de gruesas columnas cuadradas, aunque sin ángulos rectos, sino circulares, efecto del tiempo, de la gente, de la vida, dejaba en tinieblas el local, del que sólo se veía, desde mi posición, las dos hojas de la puerta de madera abiertas de par en par. Nos asomamos a aquella cueva. Hacía fresquito. Al principio no veíamos nada. Enseguida nuestros ojos se habituaron al nuevo nivel de claridad y vimos todo el local. Era rectangular. El suelo era de piedra. Azulejos blancos y azules que hacían elementales dibujos, refrescaban el lugar. Ascendían metro y medio por las paredes y por las antiguas columnas que sujetaban la planta superior. El resto de la pared, hasta el techo, era de piedra. Seis mesas redondas de mármol de un solo pie, con sus tres sillas de plástico blanco cada una, ocupaban casi toda la extensión del bar. Al fondo, sobre las puertas del almacén y de los servicios, un crucifijo, un calendario, un reloj y el retrato de Franco. A la derecha, la barra, alta, pálida y recta, se extendía todo lo largo del bar. Montones de botellas cubiertas de polvo se asentaban desde hacía tiempo, a juzgar por la suciedad que portaban, en diferentes estanterías colgadas por las paredes sin orden ni concierto. Del techo, blanco con vigas de madera, colgaban tres ventiladores que, a diferentes velocidades, vibrando peligrosamente, luchaban por mantener el sitio habitable. También colgaban al fondo un par de jamones y unas ristras de chorizo. Tapas de queso y croquetas se amontonaban en un rincón de la barra, a merced de las moscas que no se daban tregua en su eterna batalla por el alimento.
El bar estaba vacío, después de todo. Ni siquiera había un camarero, tendero ni nada por el estilo: nadie. Como en el resto del pueblo. Ningún ruido, salvo el triste zumbido de los ventiladores y de congeladores de helados que apenas se veían desde la puerta.
—Pero ¿qué es esto? Vaya desierto —protestó Gus—, no lo recordaba así.
—Bueno, seguramente estén comiendo, o echando la siesta.
Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia la fuente. El calor, que nos tenía en sus manos otra vez, era insoportable. El sudor empezó a correr por nuestros rostros. Gus se secó la frente con el dorso de la mano.
—Oye, Marcos, ¿las toallas?
—¡Joder! —exclamé llevándome las manos a la cabeza.
—Te dije que las cogieras, te lo dije ¿no?
Intenté disculparme. Era cierto que yo iba a sacarlas de las mochilas, pero en el último momento se me pasó. Le pedí las llaves para ir a buscarlas.
—No, déjalo. Ya voy yo en una carrera. Espérame aquí —me dijo mi gemelo antes de salir corriendo de mala gana hacia la casa de la abuela.
Me quedé solo en la plaza. Quise sentarme en uno de los peldaños de las jardineras pero el sentido común y la simple física del calentamiento de los cuerpos me disuadieron de mi idea. Paseé. Miré al cielo, no había ni una sola nube. La bóveda celeste se presentaba, delimitada por los tejados de las casas, como un gran lienzo azul con una luz de fuego en el centro, que hacía mutarse al cielo del blanco al azul intenso de los bordes. Apenas si pude mirar de frente al Sol. Cuando bajé la vista, lucecitas de colores se habían apoderado de mi sentido más preciado instalándose en todo lo que veía. Tuve que cerrar los ojos varias veces antes de expulsar las esferas de color de mi visión. Me froté los ojos para asegurarme de su extinción, y cuando los abrí, distinguí una silueta que se acercaba hacia mí. Enseguida me di cuenta de que esa persona me era desconocida. Al fin se me aclaró la vista del todo y al abrir los ojos de nuevo, estaba ante mí.
Los recuerdos, llegados a este punto, se amontonan en mi mente. Fue la primera vez que nos vimos. Ahora me parece tan lejano, tan distante, tan difuminado en el tiempo… Pero a la vez está aquí, constante, porque los sentimientos verdaderos no pierden vigor con el tiempo, al contrario, se mantienen fuertes, como en su cénit; sólo que, a veces, las circunstancias, la fuerza de los elementos, o tal vez la falta de fuerza en uno mismo, hacen que vayamos cubriendo esos sentimientos hasta taparlos por completo y preservarnos así de su poderoso fulgor. Pero es inútil; están ahí y tarde o temprano vuelven a salir a la luz y nos ciegan con su intensidad. Como la luz del día me cegó al salir de un túnel poco después de dejar Madrid. Y como me cegó aquel día el Sol, justo antes de ver su rostro por primera vez.
—No eres de aquí, ¿verdad? —me preguntó.
—No —contesté apresuradamente, intimidado por algo que jamás supe definir—. Estoy de vacaciones en casa de mi abuela. La señora Palmira. ¿La conoces?
—¡Doña Palmira! ¡Claro! Es una gran mujer. La apreciamos mucho en Molinosviejos. Tiene un espíritu muy joven y eso hace que la gente la quiera mucho, sobre todo la gente joven.
—Sí, es genial.
Durante unos instantes nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. Los suyos eran marrones, enormes, tan expresivos que, a pesar de entreverlos a través de un largo flequillo moreno, no era nada difícil saber que detrás de aquella mirada y de su amable sonrisa había un gran corazón.
Gus apareció como una corriente de aire. De hecho así lo hizo, ya que venía haciendo el tonto con las toallas, batiéndolas, como si fuesen alas.
Cuando miró a mi hermano se sorprendió mucho.
—Pero si sois…
—Gemelos, sí —completé sonriendo ante su cara de sorpresa que movía sin cesar mirándonos ora a Gus, ora a mí.
—Sí, por desgracia lo somos.
—Sólo nos diferencian los ojos, los suyos son verdes.
—¿Sabes dónde están las piscinas? —le preguntó Gus sacudiendo las toallas, impaciente por bañarse—. Este pueblo está desierto, tengo la sensación de estar en el decorado de una película.
—La gente duerme o está en la piscina. A estas horas nadie sale a la calle —contestó tras una pausa en la que volvió a mirarnos para asegurarse de que no tenía una alucinación provocada por el calor—. Yo voy para allá, ¿venís conmigo?
Dijimos que sí al unísono. Gus me lanzó mi toalla hecha una bola y nos pusimos en marcha. Corrimos hacia los porches de la casa para resguardarnos del Sol.
—Me llamo Marcos y mi hermano, Gus. Y ¿tú? —le pregunté mientras mi gemelo saltaba sobre mí para que lo llevase a borriquito.
—Me llamo Alejandro, pero llamadme Álex si queréis.
Alejandro, nombre de grandes figuras de la historia como Alejandro Magno; nombre de reyes, emperadores, científicos, escritores. Nombre de tierras lejanas, de tierras paganas, nombre de hombres que pueblan el mundo…
Aún desconocía lo que nos deparaba el destino. Ni imaginar siquiera podía entonces, cuando nos acompañó hasta la piscina, que aquel favor era el comienzo, el despertar, un despertar de algo que llevaba dentro de mí, dentro, oculto, dormido. O tal vez escondido en lo más profundo de mi humanidad. Aquel instante marcó el principio del fin de muchas cosas que quise, que todavía no quería, pero que iban a significar el todo en mi existencia.
Llegamos a la piscina empapados en sudor. A medio camino nos habíamos quitado las camisetas para cubrirnos la cabeza y protegerla del Sol. Las piscinas estaban detrás de una loma, al este del pueblo. El camino era de tierra. O en otras palabras: no había camino. Había que recorrer cerca de un kilómetro y no había muchos árboles en cuya sombra cobijarse. Desde lo alto de la loma se veía todo el recinto de las piscinas, y todo lo demás, hasta el horizonte. Detrás nuestro quedaba Molinosviejos; más allá, los pálidos molinos de aspas rasgadas e inmóviles, soportando el fuego solar sin inmutarse, sin quejarse, sin doblegarse.
La cuesta abajo se nos hizo más fácil de llevar. Alejandro nos contó que él era de los pocos ya que se quedaban en el pueblo todo el año, como Max. Sus padres habían muerto cuando él tenía catorce años, y llevaba ocho viviendo con su tío, un viejo cascarrabias. Su tío solía marcharse a transportar mercancías y estaba fuera de casa durante largas temporadas. Álex tuvo que acostumbrarse a la soledad de su casa y de sus sentimientos no compartidos.
—Pero dejémoslo, no quiero aburriros con mi vida. Me he puesto a hablar y si me escuchan, no sé parar —dijo cuando cayó en la cuenta de que había estado contándole su vida a unos desconocidos.
—No importa, tranquilo —le dije—. Me gusta conocer las historias de la gente. Sé lo importante que es el que te escuchen. A Gus, por ejemplo, nadie le escucha; por eso es así.
—Lo que le pasa es que a Marcos le encanta saberlo todo de la gente, es un cotilla —bromeó mi gemelo.
Alejandro rio, luego, me miró agradecido a través de su flequillo, mecido por el viento. No tenía muchas oportunidades de hablar con gente y cuando se le presentaban, era incapaz de controlarse, nos explicó.
—Pues la nieta de doña Palmira es mi amiga —nos dijo.
—¡¿Elena?! —preguntó Gus sorprendido—. No nos había dicho que tenía nuevos amigos en el pueblo. Cuando nosotros veraneábamos por aquí, solíamos juntarnos unos diez crios, pero por lo que nos ha contado la abuela creo que todos se han ido a vivir a la ciudad. Aunque hace muchos años de eso. Veníamos todos los veranos de pequeños, desde los cuatro hasta los nueve años, más o menos. Luego ya sólo de vez en cuando, y pocos días, por el trabajo de mi padre. No hemos visto aún a ninguno de los niños de entonces, y si los vemos probablemente no los reconoceremos.
—A lo mejor hemos jugado juntos alguna vez —le dije escrutando su rostro.
—No lo creo, desde que mis padres murieron no he salido mucho. Además, no os hubiera olvidado, no se ven muchos gemelos por estas tierras.
—Así que te llevas bien con nuestra prima —insistió Gus.
—Bastante bien, es una chica con la que se puede hablar. El problema es que sólo está aquí los veranos y en Semana Santa.
—¿Y tú no tienes amigos? —le pregunté cuando alcanzábamos el recinto.
—Sí, claro. Los chicos del pueblo son muy majos; Max y los demás. Lo que pasa es que no tenemos demasiada confianza entre nosotros. En estos tiempos es difícil fiarse, aunque vosotros me inspiráis confianza, quizá es el aire de ciudad que traéis, no lo sé. Parece una paradoja, pero en los pueblitos la gente, me parece, que en vez de hermanarse, acaba odiando al vecino.
—Eso parece un poco pesimista —apuntó Gus.
—No, no soy pesimista. Quizá es que no he tenido demasiada buena suerte.
Alcanzamos la puerta. Había que pagar un duro para entrar. La abuela no nos lo había advertido y no teníamos ni una peseta. Alejandro insistió en pagarnos la entrada.
—Gracias, te lo devolvemos enseguida, cuando encontremos a la abuela —le dije.
—Tranquilos, ya me lo daréis otro día —dijo sonriendo.
El recinto era enorme: un triángulo gigantesco de unos 20.000 metros cuadrados. Había tres piscinas. Una olímpica de cincuenta metros de largo y de cuatro de profundidad; una mediana de 20 metros de largo; y una pequeña, redonda, donde apenas nos cubría por las rodillas, para los más pequeños. Había un par de chiringuitos de refrescos y bocadillos, y un edificio con los vestuarios y las duchas. El resto del recinto estaba cubierto por una hermosísima alfombra de césped. El recinto se delimitaba con verjas verdes a través de las cuales se veía la llanura amarilla y algunos molinos posados en lo alto de las lomas circundantes.
Había también sombrillas de paja repartidas por el césped bajo las cuales se amontonaban quienes no se atrevían a exponerse a los rayos del sol.
Tuvimos que avanzar saltando a la gente que, tumbada en toallas, tumbonas o sobre la hierba, dormitaba mientras su piel empezaba a adquirir peligrosos tonos rojizos. Niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos de toda clase y condición, adornaban el amplio jardín como extrañas flores surgidas de la civilización.
Las piscinas estaban llenas de gente que chapoteaba y jugaba con balones inflables, flotadores y otros artilugios de plástico. En la más pequeña, las abuelas jugaban con los infantes que inocentemente les salpicaban en los ojos.
La mayoría protegía su cabeza con un sombrero de tela como los que usan los pescadores, que les daba un aspecto rural increíble. Bañadores negros y de lunares cubrían las carnes que se desbordaban a su antojo, libres de fajas y sujeciones varias aliadas a la estética.
Las madres de las criaturas vigilaban desde la hierba, con la cara blanca, cubierta de crema protectora, y con la mano en la frente, a modo de visera, para que el Sol no las despistara.
La piscina mediana era la más heterogénea: niños más valientes, madres y padres, chicos y chicas, y gente mayor que también jugueteaba e intentaba hacer unos largos. La olímpica era la que menos clientela albergaba. Allí sólo iban los verdaderos deportistas que se tiraban todo el día surcándola de un extremo al otro sin parar.
Había un hombre gordo, en bañador, chaqueta de chándal roja, visera y un silbato colgado del cuello, que paseaba con las manos a la espalda constantemente por todo el recinto, pero sobre todo por el borde de las piscinas. De vez en cuando llamaba la atención a algún crío, o a alguno no tan crío que pretendía coger los salvavidas que colgaban de la verja para usos no tan nobles.
—Es el señor Rioja —explicó Álex—. Vigila para que nadie se ahogue y para que todo esté en orden. Aunque a estas alturas del verano ya pasa de todo.
No daba esa impresión; desde luego parecía muy responsable. «Se debe de estar achicharrando con esa chaqueta», pensé mirándolo bien.
Una mano nos saludaba al fondo, bajo una sombrilla, entre un cúmulo de cuerpos embadurnados de crema y retostados. Era la abuela Palmira.
—Yo me voy para allá —dijo Alejandro señalando el chiringuito de los refrescos—. Los chicos se suelen poner por esa zona.
—Entonces nos vemos luego, ¿vale? —le dije deseando volver a hablar con él.
—¡Claro! En la piscina, o por aquí. Seguro, nos vemos.
Y salió corriendo hacia el bar. Me imaginé que era de los que hacían largos en la olímpica. Su cuerpo era el de un atleta.
De repente sentimos, como si nos ametrallasen, frío.
—¡Hola! Por fin aparecéis, dormilones —dijo mi prima desde el borde de la piscina, con una sonrisa adornando sus delicados rasgos. Volvió a tirarnos agua.
—Ahora verás. Ya puedes ir corriendo si sabes lo que te conviene —le amenazó Gus corriendo hacia donde esperaba la abuela.
—No me das ningún miedo, Agustontín —se burló Elena.
Sin poder contener la risa, salí detrás de mi hermano. Dejamos las cosas donde la abuela y extendimos las toallas como pudimos, haciéndonos un par de huecos y pidiendo permiso y perdón a varias mujeres que no nos acogieron precisamente con una sonrisa.
Le dijimos a la abuela lo del dinero de la entrada, y entonces cayó en la cuenta de que no nos había dicho nada. Se inquietó al pensar que nos habíamos colado pero enseguida la tranquilizamos cuando le contamos que Álex nos había ayudado. Nos dejó bien claro que le devolviéramos el dinero cuanto antes, porque nada era más mezquino en la vida que no pagar una deuda o no cumplir una promesa.
La abuela nos miraba desde detrás de unas impresionantes gafas de sol verde botella que, abarcándole media cara, le hacían parecer una mosca. Deseando estrenar las piscinas, cortamos la conversación y salimos corriendo hacia el agua.
Estuvimos jugando con Elena, haciéndonos aguadillas, buceando y construyendo torres humanas. Salpicamos a la gente y el señor Rioja nos riñó, aunque a mí me pareció muy buena persona; sin embargo me recordó a nuestro padre, siempre tan recto y tan tradicional, incapaz de comprender las inquietudes de sus jóvenes y desorientados hijos, sobre todo las mías.
Alguien me dio un par de palmadas en la espalda haciéndome saltar de la silla a causa del picor que me provocó el exceso de sol. Un grito me salió del alma antes de mirar atrás. Era Max. Al principio no lo reconocí, con el pelo mojado, en bañador y sin gafas de sol, pero su voz chillona lo delató. Charlamos un rato. Nos invitó a salir por la noche. Esta vez le dije que sí. Me apetecía ver el ambiente que se respiraba en la noche de Molinosviejos, y sabía que a Gus también. Nuestros padres no nos habían permitido salir por la noche hasta que cumplimos dieciocho años; y ahora queríamos aprovechar al máximo.
—Oye Max, ¿sabes dónde está Alejandro? —le pregunté tras otear la zona por donde me dijo que estaría sin que lo viera.
—¿El molinero?
—¿Es molinero?
—Sí, tiene un molino a las afueras del pueblo.
—Ah, no lo sabía. Bueno, sí, ese.
—Ya se ha ido, nunca está más de un par de horas.
Enseguida regresé con los míos, tras prometerle tres veces a Max que saldríamos esa noche.
Cuando el calor remitió y la oscuridad empezó a conquistar La Mancha, la abuela levantó el campamento. No era conveniente recorrer la distancia que nos separaba del pueblo a oscuras.
A medianoche salimos de casa en camisa y pantalones cortos. Elena venía con nosotros. Lucía un vestidito blanco con un escote redondo, manga corta y larga falda con mucho vuelo, que se movía graciosamente al compás de su cuerpo. Llevaba el cabello recogido en un moño y una diadema de nácar le sujetaba el flequillo. Su rostro bronceado, colmado de pecas, resplandecía, y su mirada esmeralda dejaba entrever una misteriosa melancolía que no acababa de encajar en una chica tan alegre.
La abuela nos había obligado a ponernos fijador en el pelo, y los gemelos lo llevábamos peinado hacia atrás. Dábamos la impresión de ser hijos de un banquero o de un nuevo rico. En realidad lo éramos, pero no nos gustaba nada el estilo de vida y de gustos que se nos quería imponer. No nos agradaba la idea de que la gente supiera que nuestro padre, licenciado en una universidad del Opus Dei, había hecho fortuna abriendo el país al mundo de los negocios, vendiendo su alma al diablo, sacrificando su familia a su Dios, al dinero.
La abuela nos besó y se fue a la cama a leer un rato hasta que el sueño la venciera. No nos impuso una hora de regreso; sólo nos pidió que cuidásemos de Elena y que tuviésemos mucho cuidado con «los Hijos del General». No entendimos lo que quiso decir, sonreímos, le dijimos que sí a todo y nos fuimos. De camino a la zona donde iban los jóvenes, una calle infestada de bares que no se reprimían en poner la música muy alta, sin hacer caso de las amenazas de los vecinos de llamar a la Benemérita, Elena nos explicó quiénes eran los «Hijos del General».
—Son unos desgraciados —dijo secamente.
—¿Son de Molinosviejos? —le pregunté interesado en saber más acerca de aquellos tipos para poder evitarlos sin problemas.
—Sí, y actúan como si fueran los dueños del pueblo. Tienen más poder que el alcalde y dan más miedo que la Guardia Civil. Hagan lo que hagan, nadie les dice nada —hizo una pausa, miró al suelo, alzó la vista, estaba llena de miedo y odio—. Por lo visto, alguien en Madrid ha tenido la genial idea de adiestrar a jóvenes afines al Movimiento, dándoles carta blanca para organizar cuadrillas que «neutralicen» los movimientos estudiantiles de izquierda, para infiltrarse entre los jóvenes y para reforzar la ideología oficial desde los cimientos de la sociedad, o sea, los jóvenes. Así, sin uniforme, con nuestra edad, pueden llegar más fácilmente a nosotros. No son policías exactamente, no estoy segura de si están a sueldo del gobierno o no, pero la Guardia Civil no interfiere cuando dan una paliza para «corregir» la actitud de alguien —explicó Elena dejándonos atónitos—. Cuando empezaron a actuar, se denunció, pero fue inútil, enseguida nos dimos cuenta de que se mueven con impunidad. Sabemos que el cabecilla, el jefe del grupo de Molinosviejos, va y viene a Madrid de vez en cuando, y muchas veces lo hemos visto entrar y salir del cuartelillo de la Guardia Civil. Por lo visto en Madrid tienen miedo del cambio que se avecina, y están reaccionando. En las ciudades es más difícil controlar lo que la gente hace y dice, por eso actúan en los pueblos, porque aquí nos conocemos todos y es más fácil saber lo que piensa cada uno. Max, el chico del seiscientos, y sus amigos tienen miedo, ya los han amenazado varias veces, pero hasta ahora sólo se han limitado a amenazarlos. Lo del nombre, «los Hijos del General» nos lo dijo Max. Él dice que se lo oyó decir al jefe del grupo y según dice, con ese nombre tratan de ocultar cualquier nexo de unión con el origen de las órdenes porque generales hay muchos, pero Max asegura que sólo pueden venir de un sitio. Dice que Franco es muy viejo y que nadie sabe qué va a pasar cuando muera. Según él, puede que sea el mismísimo caudillo el que ha organizado esas cuadrillas.
—¿De verdad? —pregunté sin poder creerme lo que escuchaba.
—Max dice —continuó Elena, que hablando de esos temas políticos adquiría aire de resabiada— que todo esto está dentro de algo que Franco llama «dejar todo atado y bien atado».
—Es increíble, Elena. Y ¿eso pasa sólo aquí? —preguntó Gus—. Porque en la ciudad no habíamos oído ni una palabra.
—Qué va. En todas partes. Bueno, en el campo; en las ciudades parece ser que no. Max dice que han empezado en Ciudad Real, es decir, en la provincia, pero que seguramente irá a más, que se extenderán por toda España. —Elena guardó un momento de silencio, respiró profundamente y continuó su relato—. Buscan en cada pueblo a alguien afín al régimen, lo adiestran y luego ese se encarga de formar la cuadrilla de «los Hijos del General». Y así, poco a poco, ya se han extendido por todos los pueblos de la zona. Vayas donde vayas hay un grupo que vela por el régimen. Son una plaga. Max dice que es la lógica de los últimos estertores del régimen, el principio del fin —sentenció con una madurez inusitada con sólo diecisiete años—. Lo peor de todo —añadió cabizbaja— es que nadie parece darse cuenta de lo que pasa.
—¿Qué quieres decir? —pregunté rápidamente. Nos estábamos acercando a la plaza y Elena se paró y bajó la voz.
—Mirad —nos dijo colocándose frente a nosotros, mirándonos bien a Gus, bien a mí—, cuando denunciábamos las agresiones, las amenazas, la Benemérita hacía un informe y al cabo de unos días, si alguien iba a preguntar, les decían que no habían descubierto nada. Está claro que alguien de arriba se encarga de protegerlos paralizando la investigación. Los Guardias Civiles de a pie no conocerán toda esa organización, y tratan de investigar, pero las órdenes vienen de los superiores y así, al parecer, hasta llegar al Pardo. Los protegen porque ellos, «los Hijos del General» protegen al sistema.
—Pero alguien sabrá algo, ¿no? Alguien dirá algo, alguien informará a la prensa de esos abusos. Ni siquiera dentro de la precaria legalidad del régimen caben esos tipos, ¿no? —preguntó Gus. Elena miró a mi gemelo y continuó.
—Hasta donde sabemos, es como si no existieran. Por ejemplo, esta Semana Santa pasada, los de aquí, dieron una paliza a un viejo borracho por cagarse en Dios cuando estaba desfilando la procesión. Todo el mundo lo ignoramos, era un pobre diablo. Pero ellos no, había atentado contra los cimientos del mundo, merecía una lección: casi lo matan. La abuela fue al cuartelillo pero no consiguió nada. Cuando volví a Valencia hablé con mi vecino, que es periodista, le conté lo que dice Max y después de investigar un poco, de preguntar en todas partes, no encontró ni una letra en ningún documento que hablase de «los Hijos del General» y encima le quemaron el coche como diciendo: «No hagas preguntas». Así que, Gus, la versión oficial de las autoridades es que son simplemente unos crios que hacen travesuras, unos gamberros a lo sumo. Cuando conté a Max lo de mi vecino el periodista —añadió denotando tristeza y perdiendo la mirada en el infinito—, me dijo que seguramente Franco en persona se debe de estar ocupando de ocultar a la Historia la existencia de sus Hijos.
—Y ¿cómo sabéis todo esto? —pregunté—. ¿Cómo sabe Max esas cosas?
—Él no da demasiadas explicaciones, me lo cuenta a mí porque confía, pero sabe que está en peligro. Ya veis que no oculta sus ideales hippies, aunque pienso que hay más —la miramos intrigados—. Yo no estoy segura pero creo que Max conoce a gente de la oposición clandestina —bajó aún más la voz hasta hablar en susurros—. Pero de todo esto, ni palabra —se puso muy seria—. Hemos de protegernos unos a otros, ¿de acuerdo?
Ambos asentimos con la cabeza.
—Y ¿dices que tienen nuestra edad? —le pregunté impresionado por las palabras de mi prima—. Es increíble.
—El mayor, que es el jefe, tiene veinticinco. Es el peor de todos. El odio se le sale por los ojos. Da miedo mirarlo. Se llama David. Os lo digo de verdad, ojalá lo atropellara un camión…
—¿Cómo sobrevive la gente del pueblo? —se preguntó Gus en voz alta, atónito ante el descubrimiento de semejante mafia.
—¡Silencio! —espetó mi prima—. La gente se acostumbra a todo. Lo mejor es ignorarlos, intentar pasar desapercibidos. Aunque sepas que están ahí, seguir a lo tuyo, pero claro, atento siempre a lo que haces y dices, por si acaso. Si tienen buen día, no suelen hacer nada más que intimidar con su presencia, pero a veces, y esto es versión de Max, reciben la orden de actuar, de «dar ejemplo» y entonces significa «sálvese quien pueda».
Las palabras de Elena siguieron rebotando dentro de mi mente. Su voz denotaba mucho miedo, mucha rabia, y lo peor de todo, mucho odio, demasiado. Esos matones con licencia para aterrorizar parecían peligrosos de verdad; pronto, empujado por los derroteros del destino, sabría cuanto.
—¿Por dónde suelen andar? —le pregunté con intención de evitarlos a toda costa.
—Por todas partes, Marcos. Están en todos los bares, en todas las tiendas, en todas las plazas… Su última estupidez fue obligar al cura a poner una foto de Franco a la derecha del Cristo, imagínate… —dijo levantando los brazos, implorando a la divinidad algo de sentido común para estas alocadas tierras—. ¡Cuándo acabará todo esto! —Le di un beso en la mejilla y continuamos nuestro camino deseando no tener que encontrarnos con aquellos sicarios.
La calle Primo de Rivera, donde estaban los bares, estaba muy bien iluminada. Se trataba de unos cincuenta metros de luces y bullicio. Los bares se asentaban a ambos lados de la calle y la gente entraba y salía de ellos sonriendo, con vasos en la mano, bailando al ritmo de los éxitos del rock 'n' roll o de Los Brincos, o Los Bravos, o besándose envueltos en las melodías de Cecilia y Nino Bravo.
Avanzamos entre la gente. Todos llevaban pantalones de campana, blusones amplios de colores, enormes solapas chillonas, melenas lisas con raya en medio… Desde luego, llamábamos la atención con nuestros pantaloncitos color caqui y el pelo engominado. Todos nos miraban al pasar; me sentí como un comunista entre norteamericanos, sólo que al contrario: todos eran liberales, progresistas y demócratas, y nosotros dábamos la imagen de ser todo lo contrario. Aunque debajo de la ropa y el fijador, me sentía totalmente identificado con todos aquellos jóvenes de la nueva generación.
Elena nos condujo al final de la calle, a un bar llamado Don Quijote, donde solía reunirse con sus amigos de Molinosviejos.
Era un local amplio, presidido por el caudillo, naturalmente, aunque ahora podíamos comprender mejor el porqué de su omnipresencia. Era un bar original. La barra era redonda y estaba en medio del local. Había algunas mesas en los rincones. Luces de colores bañando la estancia, revoloteando al compás de las notas del Dúo Dinámico, y la gente bailando alocadamente, presa de una alegría desbordante, envueltos en una ligera neblina de marihuana. Casi todos bebían cervezas y sonreían desairadamente, sin preocupaciones, estaban de vacaciones.
La mayoría de aquellos jóvenes eran de Ciudad Real, Madrid, Valencia y Barcelona. Venían al pueblo de sus padres y aprovechaban al máximo los cálidos veranos manchegos y su apasionada juventud.
A un lado del bar había unas diez personas sentadas sobre las mesas, en los poyetes de las ventanas, riendo y hablando muy alto mientras las cervezas corrían y los porros se liaban. Por algún retazo de conversación que escuché, pude adivinar que eran los «Hijos del General».
Apenas se dieron cuenta de nuestra presencia, siguieron a lo suyo. Nosotros nos dirigimos al fondo del bar, al lado contrario de donde estaban ellos, donde estaban los amigos de Elena.
—¿Por qué nos has traído aquí? Están esos «Hijos del General» —le pregunté nervioso y en susurros.
—Están en todas partes, tranquilo. Hoy parece que están de buen humor. Lo mejor es que te olvides de su presencia y que te comportes con naturalidad… ¡¡Hola!! —gritó, y salió corriendo hacia un tipo al que abrazó cordialmente.
—Igual es su novio —aventuró Gus antes de alcanzarlos.
Elena nos presentó a sus amigos. Allí estaba Max, bastante colocado y con sus gafas oscuras apoyadas sobre la punta de la nariz; tres o cuatro parejas y otros tantos solitarios. Eran todos jóvenes alegres que nos acogieron amistosamente hablando con nosotros o invitándonos como si nos conocieran de toda la vida. Bromearon sobre nuestro extraordinario peinado, y se aprovecharon de nuestra condición de gemelos para gastarle una broma a otro amigo que no nos había visto llegar y que regresó del baño un par de minutos después. Le hicieron creer que estaba tan borracho que veía doble, y el pobre se frotaba los ojos como un desesperado sin poder hacer desaparecer a uno de esos dos nuevos personajes que habían llegado al Quijote.
Enseguida nos integramos en el grupo. Gus se abrazó a una jovencita rubia y no se apartó de ella en toda la noche. Yo, por mi parte, me lo pasé en grande con los amigos de Elena.
Tres horas después, con la vista nublada por el alcohol y la maría que flotaba en el ambiente, despeinado y sentado en el alféizar de una ventana mientras los Rolling Stones me ametrallaban la cabeza, vi entrar a Alejandro.
Me costó hacerme sitio entre la gente, sobre todo porque mi equilibrio me había dejado hacía ya un rato, pero al fin lo alcancé. Se había sentado en la barra y aguardaba a que el camarero le atendiera. Vestía vaqueros negros y una camisa blanca, medio desabrochada, y llevaba el pelo hacia atrás; los mechones más largos casi le tocaban los hombros.
Fumaba un cigarrillo y su mirada denotaba cansancio.
—¡Hola compañero! —dije echándole un brazo sobre el hombro—. ¿Cómo te va?
—Marcos, ¿verdad? —dijo tras fijarse en mí por un instante. Asentí con la cabeza; me estaba mareando—. Lo he sabido por los ojos, los tuyos son negros.
En aquel momento, como diría mi abuela, no estaba el horno para bollos, y no supe percatarme de la tristeza que asomaba por sus enormes ojos castaños.
—Toma, Álex —dije poniendo diez pesetas sobre el mostrador, sin soltarlo—. Muchas gracias por lo de antes.
—¡No! No tienes por qué darme dinero. Lo que hice fue un favor, y los favores no se cobran. Menos a los amigos. Bueno, si es que somos amigos.
No escuché la mitad de lo que dijo. Media docena de cervezas y marihuana para tumbar a un regimiento era demasiado para mí; apenas podía mirarlo a los ojos.
—Bueno. Pues te invito a una, a una… cerveza. ¡¡¡Eeeeeh!!! ¡¡¡Manolo!!! —llamé al camarero tropezando conmigo mismo.
Alejandro me sostuvo antes de que me cayera de bruces. Entonces apareció Elena. Ellos eran amigos desde hacía tiempo. Pero Álex no era para mi prima como el resto de sus amigos; su amistad estaba más bien basada en la confianza, en las confesiones, en la sinceridad; era una verdadera amistad, profunda, no como la mayoría de las relaciones entre las personas, basadas en el egoísmo y el propio interés.
Entre los dos me sacaron a la calle. Nos sentamos en la acera, un poco más allá, alejados del bullicio. Álex me trajo un vaso de agua mientras Elena me daba palmaditas en la cara para evitar que me durmiera. A punto estuve de vomitar un par de veces, así que Elena insistió en meterme la cabeza en la fuente que había en la esquina de la calle Primo de Rivera. Al instante me despabilé dando un salto hacia atrás. El efecto del agua fría me despertó de golpe y por un momento quedé desorientado, sin saber qué estaba ocurriendo.
—Cálmate —dijo Álex con su habitual amabilidad—. ¿Te encuentras mejor?
Me eché el pelo hacia atrás. El agua escurrió y se me empapó la camisa. Un escalofrío me inundó y me puse a tiritar. Me abracé a mí mismo al tiempo que me castañeteaban los dientes.
—Estoy helado —dije entre dientes.
—Has bebido demasiado —me recriminó mi prima con los brazos cruzados—. Es mejor que lo eches todo. Métete los dedos —me propuso alegremente.
—Mejor una manzanilla caliente, quizá —dijo Alejandro.
—Prefiero la manzanilla —dije al pensar en lo de los dedos—. O mejor me voy a casa a dormir, a ver si entro en calor. ¡Dios! Me da vueltas la cabeza.
Elena hizo ademán de regresar dentro, al menos su intención era quedarse un rato más. Con la mirada le pidió a su amigo que me acompañase. Deseé que aceptara, porque ya me había colgado de su hombro y no pensaba soltarme.
—No te preocupes, de todas formas yo también pensaba irme pronto. Mañana tengo que trabajar —dijo Álex agarrándome por el cinturón para ayudar a mis piernas a sostenerme en pie.
—Vale, hasta mañana —dijo Elena, y se fue.
—¡Dile a Gus que me he ido! —le grité a mi prima, pero ella también se había ido.
Comenzamos a abrirnos paso entre la gente. Pese a ser más de las tres de la madrugada, la gente persistía en prolongar la fiesta. Los bares deberían haber cerrado a las dos, según la ordenanza municipal, pero las noches de agosto invitaban a bailar y a divertirse hasta el alba.
Al compás del Te quiero, te quiero de Nino Bravo, salimos de aquella apasionada calle. Conocía aquella melodía, así que me puse a cantarla. Álex me pidió que bajase la voz, Molinosviejos dormía y los porches de piedra amplificaban el sonido con un eco impresionante. Al llegar a la plaza de España, tuve que sentarme en el suelo a descansar. El sueño me vencía. Álex cogió agua de la fuente con ambas manos, que dormía como el resto del pueblo esperando la aurora para renacer; y me mojó la cara con cuidado de no mojarme, aún más, la ropa. Yo me había callado y él fue quien empezó a tararear una cancioncilla que poco a poco tomó forma.
—¿Qué cantas? —acerté a preguntarle cuando logré coordinar mi cerebro con mi lengua.
—La Canción del Molino —contestó y siguió cantando en bajo.
—Es bonita.
—Sí, es mi canción favorita. Cuenta la historia de amor entre una molinera y un caballero. Las cruzadas se lo llevan a luchar muy lejos —me explicaba mientras me apartaba el pelo de la cara—, mientras ella espera su regreso con el corazón en un puño. Pero el caballero muere. Aunque antes, en su lecho de muerte, escribe a su amada una carta en la que le dice que la esperará, que viva tranquila porque él la estará esperando el día de su muerte. Ella no puede aguantar el dolor. —Álex bajó la vista y la perdió entre sus propias profundidades—, y se suicida en su molino.
—Es muy triste, pero es bonita. Por lo menos es una historia de amor verdadero. Yo no sé qué es eso, ¿sabes? El amor pasa de mí —le expliqué sin poder controlar mis palabras—. Me gustaría conocerlo de una vez. Gus es más afortunado. Hoy, por ejemplo, ya ha encontrado ligue. Seguro que no viene a dormir —me callé un momento y continué sin reparar en su mirada, en sus ojos, que por un instante abrieron la puerta de su alma por la que no entré—. O quizá soy yo quien no quiere. Igual soy yo quién ha pasado del amor, quizá no lo he dejado entrar…
Álex se puso en pie. Me ayudó a levantarme y en silencio llegamos a casa. La abuela había dejado la puerta abierta, es decir, sin cerrojo. Nunca cerró con llave mientras estuvimos en Molinosviejos. En el interior de la casa, sólo la vela de mi abuelo, eternamente encendida, delataba que lo que veíamos no era un lienzo de colores apagados, de noche plácida, de descanso.
Subimos a la habitación. Al principio, por equivocación provocada por mi falta de conciencia, entramos al cuarto de Elena. Pero recordé y entramos en la mía. Álex me quitó la camisa, bastante húmeda, y los zapatos y cuando logró tumbarme, me tapó con una manta.
De repente oí voces. Como estaba incómodo y la casa no paraba de darme vueltas, no había podido dormirme. Me incorporé. Tuve que apoyarme en la mesilla para no caerme, todo giraba velozmente a mi alrededor. Me costó pero logré llegar a la ventana. Apoyé la cara en el cristal y miré fuera. Había dos chicos discutiendo un poco más abajo, rodeados de sombras. Agudicé la vista. No lograba fijar la visión, pero pude distinguir a uno, era Alejandro. Abrí la ventana para oír la discusión.
—¡Vamos, dime! ¡¿Quién era ese chico?! ¡¿Eh?! —preguntaba acaloradamente el más bajo; con el pelo a lo cepillo y una chaqueta negra.
—Ya te lo he dicho. A ti no te importa.
—Tú y yo tenemos que hablar tranquilamente, Álex. Tú me tienes que escuchar, Álex. Más te vale que me hagas caso, Álex. Álex, yo… ya sabes… escucha…
Alejandro se libró de los brazos de aquel tipo que lo mantenía cogido por los hombros de la camisa, con una rápida maniobra.
—¡¡¡Déjame en paz!!! ¡Ya te lo he dicho mil veces, no, no, NOO! ¡No tengo ni que escucharte siquiera! —Y le dio la espalda avanzando calle abajo—. Con quién ande yo no te importa, ni a ti, ni a tu banda de asesinos. Hazte un favor, ¡olvídame! —gritó y salió corriendo.
Una mujer se asomó en la casa de enfrente y llamó gamberro al otro chico, que había quedado de rodillas, en el suelo, sentado sobre sus pies y con ambos puños cerrados. Se levantó, la insultó y salió corriendo en dirección opuesta a la tomada por Álex, pasando por debajo de mi ventana. No puedo asegurarlo, pero hubiera jurado que estaba llorando.