Tras una larga lucha contra el sueño, el traqueteo constante y armónico del tren me venció. El Sol jugueteaba con las nubes apareciendo aquí y ocultándose allá, regando de luz y sombra la tierra castellana, amarilla, cálida y llana, hasta el horizonte. Debía de hacer viento fuera; el trigo se mecía rítmicamente y parecía saludar al convoy de metálicos vagones ronroneantes que atravesaban la vasta llanura castellana.
De vez en cuando un rayo de sol atravesaba la ventanilla, salpicada de restos de insectos y de polvo, y me alcanzaba, invitándome con insistencia a viajar al mundo de los sueños.
No hacía calor; pese a ser agosto en Castilla. El aire acondicionado mitigaba eficazmente el poder del astro rey.
Había pagado mucho dinero para poder viajar solo en un compartimento de seis personas. Quería soledad, necesitaba soledad, así me encontraba en paz y podía pensar con claridad.
La inercia de una curva me despertó. Fui al cuarto de baño y sumergí la cara en ambas manos llenas de agua fresca. La vigilia me dominó de repente. Un espejo redondo, no más grande que un rostro, me miró desde la pared. Durante esos instantes en que me vi reflejado, una sensación de vacío me inundó. Todo parecía tan cercano de repente…
Todos decían que llevaba mis cuarenta y cuatro años con mucha dignidad y apenas si me echaban treinta y cinco. Me conservaba joven, y no miento al decir que hasta atractivo. Al menos, mi familia me consideraba guapo. Y eso que de chaval no era más que un chico delgaducho y normal.
Viajaba a La Mancha; al cumpleaños de mi abuela Palmira. Cumplía nada menos que ochenta y cinco primaveras. Era un ídolo, un mito, una leyenda viva, la cabeza de la saga familiar, que se extendía por toda la península y por varios siglos de Historia.
La abuela era tataranieta de un general, o algo así. Siendo yo pequeño me había contado muchas historias y aunque todos sospechábamos que se las inventaba, tenía atractivo la leyenda del héroe nacional. Mi hermano Gus y yo habíamos devorado montones de libros de Historia en busca del honorable general Peñalver, condecorado por la Corona debido a su inestimable labor en la defensa de España frente a las tropas del emperador galo Napoleón Bonaparte. Nos emocionaba poder encontrar el nombre de nuestro antepasado en esos enormes y polvorientos libros de recuerdos. Lo imaginábamos triunfante, posando para un retrato mientras enarbolaba la bandera con sus brazos, y mantenía al enemigo derrotado, en el suelo, bajo sus pies. Nunca lo encontramos.
Es curioso, pero pese a lo mucho que quería a mi abuela, habían pasado veinticinco años desde la última vez que la visité. Fue un verano, como aquel en el que viajaba solo en un compartimento de seis personas, aunque mucho más caluroso. Recuerdo que viajé en un banco de madera durante horas interminables, y que, cuando al fin el tren llegó a Ciudad Real, apenas si me podía mover de lo entumecido y dolorido que estaba. Después, tuvimos que coger un autobús y al final, como el pueblo estaba de todo menos comunicado con el resto del mundo, hubo que hacer autostop. El paso del tiempo lo cambia todo: las personas, las ilusiones, la percepción de los recuerdos, y también la red de vías férreas: el tren en el que viajaba me iba a llevar directamente hasta el pueblo manchego. La odisea de antaño se reducía en un número considerable de horas y aumentaba en comodidad y precio. Siempre procuré viajar cómodo. Y solo.
Desde hacía veinticinco años viajaba solo. Solía escaparme de vez en cuando de la rutina, y siempre lo hacía solo. Mi familia no lo acababa de entender; pero decían que estaba en mi naturaleza fugarme de vez en cuando; que al igual que una olla exprés, tenía que dejar salir el vapor de cuando en cuando, para no acabar estallando. Aseguraban que me iba para reconciliarme conmigo mismo, para coger fuerzas y poder soportar así la tristeza inherente en mí. «Todo tiene su porqué» solía responder yo a quien me preguntaba por mi habitual estado de ánimo, zanjando así el tema para siempre.
Cerré el libro, me aburría la historia de un pintor francés obstinado en adivinar el futuro por medio de sus pinceles. Lo lancé al sofá de enfrente y me recosté en el que iba sentado. Aún quedaban muchas horas de viaje y quería dormir. Así evitaría pensar.
—Disculpe, señor —dijo el revisor rescatándome (o más bien, secuestrándome) del sueño—, ¿me muestra su billete, por favor?
Tuve que sacudir la cabeza un par de veces antes de reaccionar.
—¡Uff! Me he quedado dormido —dije tratando de ganar tiempo mientras buscaba el billete en los bolsillos de la americana.
—Sí, estos asientos son muy cómodos —dijo él, serio, sin mirarme, mientras se fijaba con atención en el billete—. Todo en orden. Disculpe, si se va a tumbar, quítese los zapatos.
Cerró la puerta del compartimento y desapareció por el estrecho pasillo. Tal como me pidió, me quité los mocasines y volví a tumbarme.
Las nubes habían desaparecido y el Sol calentaba la Tierra con todo su poder. Empecé a sudar. Me quité la americana y me desabroché dos botones de la camisa.
La última vez que viajé a Molinosviejos lo hice con Gus, mi hermano gemelo. Esa fue la última vez que viajé acompañado. Teníamos diecinueve años y nos pasamos el viaje jugando y bromeando con todo el mundo. Éramos cómplices, compañeros, colegas: un equipo. Cada uno sabía lo que sentía y lo que pensaba el otro. No se trataba solamente de la típica conexión entre hermanos gemelos, no. En nuestro caso se trataba de un alma sola compartida por dos cuerpos diferentes. Aunque idénticos, por otro lado.
La única cosa que nos diferenciaba era el color de los ojos. Por algún extraño juego genético, yo los tengo negros mientras que mi hermano lucía unos espléndidos ojos verdes. Los médicos no se lo explicaban y no supieron dar a nuestros sorprendidos padres un porqué. Nuestra similitud alcanzaba a nuestros gustos, pues llevábamos el mismo corte de pelo, la misma ropa, nos gustaba la misma comida e incluso escuchábamos el mismo tipo de música. Unas gafas de sol era lo único que necesitábamos para poder suplantarnos sin que nadie se diese cuenta. Y lo hacíamos a menudo. Sólo estudiábamos la mitad de las asignaturas; luego nos suplantábamos el uno al otro, y de esa forma, sacábamos siempre unas notas estupendas. Por supuesto, no nos presentábamos en clase con gafas de sol, sino que utilizábamos unas gafas graduadas con los cristales oscuros que cogimos de la mesita de noche de nuestro padre. Teníamos la suerte de no ir a la misma clase. Esto era así porque un psicólogo les explicó a nuestros padres que no nos convenía estar siempre juntos, que debíamos desarrollar nuestra propia personalidad y evitar así que nos llegásemos a confundir el uno con el otro. Así que nos metieron en colegios diferentes y de esa forma pudimos sustituirnos en los exámenes y conseguir el mejor expediente de nuestras respectivas escuelas. Nunca nos pillaron porque, aparte del truco de las gafas, nuestra letra era prácticamente igual.
Lo eché tanto de menos cuando me dejó… Fue su abandono lo que contribuyó en gran medida a cultivar la tristeza que desde entonces me tiene embargado. Pero el otro motivo fue más duro todavía.
Miré el reloj: las seis de la tarde. «Espero llegar para cenar», pensaba mientras mi estómago rugía exigiéndome alimento. «Elena me estará esperando en la estación», me repetía una y otra vez deseando abrazarla.
Cuanto más se acercaba el tren a Molinosviejos, más fuerte era el nudo que se me estaba haciendo en la boca del estómago.
Por más que mi abuela insistió en que volviera, desde aquel verano me negué a regresar al pueblo. Aunque este último verano saqué fuerzas suficientes para subir al tren. Aún me preguntaba cómo lo había conseguido. Lo único que sabía es que lo hice y que mi único pensamiento al hacerlo era el de no arrepentirme. Era algo que desde hacía veinticinco años necesitaba hacer, y por fin tuve valor. Aunque pensarlo significaba maldecirme y exprimirme la cabeza buscando el porqué de mi huida, buscando la respuesta a por qué cogí aquel tren que me alejó durante veinticinco años de lo que más he amado en este mundo.
Todo empezó a mediados de agosto. De hace veinticinco años, claro. Era la mañana de un sábado de agosto de 1970. Y de repente, sonó el teléfono de mi casa. Gus y yo dormíamos, habíamos estado de juerga aquella noche y eran las nueve de la mañana.
—¿Sí? ¿Dígame? —contestó mi madre entre bostezos.
—¿Hija? —gritó una voz al otro lado del cable despertando del todo a mi soñolienta progenitora—. ¡Soy yo! La abuela Palmira. ¿Cómo estás? ¿Y los niños?
—¡Mamá! ¿Sabes qué hora es?
—Hija, eres una perezosa. A estas horas, yo ya he arreglado toda la casa, los dos pisos.
—Mamá, ¿qué te he dicho miles de veces? No limpies toda esa casona. Contrata una asistenta, nosotros te lo pagamos…
—¡Tonterías! Mientras pueda hacerlo yo, no quiero a nadie que me haga sentirme una vieja inútil —sentenció la abuela. Mi madre no quiso insistir, pero estaba preocupada. La abuela iba a cumplir sesenta años y había llevado una vida muy dura. La Guerra Civil la sorprendió cuando preparaba su boda. Sus padres murieron en la contienda, sepultados bajo los escombros de una casa que destruyó una bomba, cuando trataban de encontrar alimentos para su prole. Y ella, por ser la mayor de sus doce hermanos, tuvo que ejercer el papel de madre. Los tres hermanos nacidos después de ella, de veintitrés, veintiuno y diecinueve años, se las arreglaron solos, pero el resto quedó a su cargo. Tuvo que ingeniárselas para cuidar a esos nueve hermanos, trabajando aquí y allá, casi siempre de sirvienta de las familias del lado vencedor, y sacar así adelante su hogar al que pronto, en cuanto acabó la guerra, se unió su marido y los hijos que ella empezó a tener. Y lo consiguió, claro que sí, era fuerte y constante como un toro—. ¿Y los niños?
—Durmiendo, anoche salieron por ahí.
—¡Hija, sólo son niños! No les dejes salir de noche.
—Tienen diecinueve años.
—¿Ya? —protestó la abuela al comprobar lo rápido que pasa el tiempo—. Vaya, si ya casi son mayores de edad. —Guardó silencio un momento—. ¿Y Agustín?
—De viaje, mamá. Ya sabes, el trabajo lo absorbe, y tal como está el país no puede dormirse en los laureles. Me ha dicho que el año que viene compraremos un coche familiar.
La abuela no contestó. No le gustaba mi padre.
Mi padre era un viajante tecnócrata y nunca lo veíamos. Mi gemelo era un par de minutos mayor que yo, y por eso llevaba su nombre. Aunque mi hermano, desde que empezó a razonar como un hombre, y no como un niño, hizo que todo el mundo lo llamara Gus y no Agustín. Lo hizo porque no le gustaba el nombre, ni su legítimo propietario tampoco.
Mi madre acostumbraba a hablar muy alto; y su conversación-discusión con la abuela nos despertó. Me dolía la cabeza. Habíamos bebido más de la cuenta en la fiesta a la que nos llevaron unos amigos, y avancé por el pasillo dando tumbos. Cuando mi madre me vio aparecer en la cocina en calzoncillos puso el grito en el cielo. Me mandó ponerme unas zapatillas y una camiseta. Así que regresé a mi cuarto y, después de vestirme, tiré a Gus de la cama. Sin darle tiempo a reaccionar, salí corriendo hacia el teléfono.
—¡Hola viejita!
—¡Maaarcoos! ¿Cómo estás, mi niño? ¿Qué tal anoche? Portaos bien, que os conozco…
Mi abuela adivinó que era yo, y no mi hermano, porque sólo yo la llamaba viejita. Gus también se metía con ella aunque su preferido fue el abuelo Francisco, el marido de la abuela, muerto varios años antes. Desde la muerte del abuelo, la abuela vivía sola en Molinosviejos, en su casa de toda la vida, que jamás aceptó abandonar por un piso más cómodo y pequeño en la ciudad. De todas formas, mis tíos estaban algo más cerca, en Valencia. Y mi prima Elena pasaba todo el tiempo que podía con la abuela, en Molinosviejos.
—Escucha, hijo. Quiero que tu hermano y tú vengáis al pueblo la semana que viene.
—¿La semana que viene? —pregunté sin darme cuenta de la fecha que se avecinaba.
—¡Sí! Va a ser mi cumpleaños y quiero que lo paséis conmigo.
—Bueno, ¿mamá lo sabe? —pregunté cuando la vi aparecer con Gus por la puerta de la cocina.
—Sí. Y os da permiso. Así que haced la maleta. No traigáis muchas cosas, que hace calor. Aunque hay muchos jóvenes que salen después de cenar a beber un refresco, así que traeros algo de vestir. ¡Ah! Y el bañador, que han construido una piscina en el pueblo.
Todavía seguimos hablando con ella durante un rato. Luego se puso Gus. Hacía tres años que no la visitábamos, y la verdad es que nos apetecía mucho ir. Había piscina, tranquilidad y gente joven a la que conocer; ya que la última vez que estuvimos, con los dieciséis recién hechos, lo único que hacíamos era cazar lagartijas y jugar al bote-bote nosotros solos hasta medianoche. Además, sólo estuvimos una semana. La cosa prometía. Y cumplió, vaya si cumplió.
Habíamos aprobado todo en junio, como siempre, así que disfrutábamos de un verano totalmente libre de ataduras. Ser unos excelentes estudiantes nos ayudó a acabar de convencer a nuestra madre para que nos dejase viajar hasta La Mancha solos. Ella no podía ir, tenía que esperar a mi padre; pero él la llamó dos semanas después diciendo que tardaría otros quince días en regresar. Al final tuvo que volver a la fuerza y viajar a Molinosviejos, cuando ocurrió aquella desgracia.
El día 20 de agosto de 1970 cogimos el tren y nos pusimos rumbo al sur. Teníamos previsto quedarnos en el pueblo hasta finales de septiembre para poder celebrar las fiestas. Casi mes y medio de vacaciones fuera de la ciudad nos vendrían de miedo a mi gemelo y a mí.
El viaje fue espeluznante. Lo pasamos muy bien, eso sí. Nos metimos con la gente y con el revisor, un cascarrabias de aquí te espero al que poco le faltó para echarnos del tren en Madrid. Al final nos pasamos a otro vagón, pero no acabamos con las bromas.
Había una mujer bastante gorda que llevaba en su regazo una jaula con tres periquitos. Se había quedado dormida y roncaba estruendosamente. Sujetaba la jaula entre sus brazos. Los pajarillos reposaban en el interior de su prisión, asfixiados y sin una gota de agua. Gus me miró y señaló la jaula. La puertecita miraba hacia nosotros.
—La que se puede liar, Marcos —me dijo mi hermano sonriendo—. Imagínatelo.
El vagón estaba casi lleno de gente y todos dormitaban. Hacía calor y nosotros sólo teníamos ganas de divertirnos.
—Joder, Gus, que nos van a echar —le advertí.
—Si llevásemos el pelo largo como antes, sí. Pero con esta pinta de mojigatos que papá nos ha obligado a llevar, sólo nos leerán la cartilla y ya está. Vamos hombre, verás qué risa…
Mi hermano tenía la capacidad de convencerme de cualquier cosa. No se trataba de un predominio constante, pues yo ejercía la misma influencia sobre él, así que era muy sencillo llegar a un acuerdo.
Gus se levantó y se dirigió en silencio hacia el fondo del vagón. Cerró todas las ventanas con mucho cuidado, para no despertar a nadie. Le costó un poco, pues se trataba de esas ventanillas de dos hojas horizontales con el cerrojo entre las dos. Cerrojos oxidados y madera dilatada por el calor dificultaron la misión de mi hermano hasta casi hacerla fracasar. Pero al final, con un par de golpes, todo salió según lo planeado. Yo cerré las que tenía a mi alrededor. Tuve que hacer malabares para no pisar a un señor que llevaba las piernas apoyadas en el asiento de enfrente.
Era un vagón sin compartimentos. Era como un autobús, aunque los asientos se disponían en grupos de cuatro, unos frente a otros.
—Bien, ahora te toca a ti —me dijo Gus en susurros cuando acabamos de cerrar las ventanas.
—¡¿A mí?! —pregunté lo suficientemente alto como para que los pasajeros que dormitaban a mi lado se revolvieran en sus asientos inquietados por mi voz.
—¡Chissst! ¿Quieres callarte? —susurró Gus. Por fortuna, no se despertó nadie—. Venga, haz lo tuyo. —Y me empujó contra la dueña de los periquitos.
Caminé de puntillas procurando que el viejo suelo de tablones crujiera lo menos posible. Procuré que cada uno de mis pasos coincidiera con el estruendo más intenso de las ruedas del tren. Por fin me situé junto a la mujer. Al acercar mis manos a la jaula, los periquitos se asustaron y empezaron a revolotear. Miré aterrado a mi hermano, que ya se tronchaba de risa desde su asiento. Me indicó que continuase. Miré a la señora y, suavemente, acerqué mi mano a la portezuela de la jaula. Tenía el mismo mecanismo que las ventanas del tren. Muy despacio alcé la puerta. Se atrancó de un lado. La bajé un poco, y con un golpecito de pulgar subió del todo. Miré a Gus y sonreí. Con el dedo corazón deslicé el gancho y la jaula quedó abierta.
Con menos cuidado que antes, regresé a mi asiento y abracé a mi gemelo intentando no reírme demasiado alto. Acto seguido, atrincherados en nuestros asientos, observamos a los pájaros. Poco a poco, tímidamente se acercaron a la puerta, y el primero salió volando. Hizo varios círculos y se posó sobre la cabeza de un señor, al fondo del vagón. Tal vez por el aleteo, la esposa de aquel señor se despertó y, al ver al pajarillo, que contemplaba la libertad desde la cabeza del humano, comenzó a gritar. Todos los pasajeros se despertaron y los otros dos pajaritos, alertados por el alboroto, no esperaron más y escaparon de la jaula. El revuelo que se organizó fue memorable: todos chillando, sobre todo la dueña de las aves, todos intentando atrapar a las criaturas, y nosotros con un ataque de risa de los que hacen historia. Tuvimos que cambiarnos de vagón otra vez…
Todavía dos horas nos separaban de Ciudad Real. Al llegar, cogimos el autobús. Pero nos equivocamos de autobús, y cuando nos dimos cuenta, a los diez minutos, hicimos al chófer frenar, nos bajamos y corrimos hasta la estación de autobuses donde, por un pelo, cogimos el autobús correcto; el que nos llevó al pueblo vecino a Molinosviejos.
La belleza del paisaje era indescriptible. Hacia tres años que no veía aquellas lomas peladas y aquellas colinas suaves, cuyos colores oscilaban desde el verde oliva hasta el pálido amarillo y el gris de las rocas. Anochecía y el horizonte brillaba escarlata, divisándose en lo alto las primeras estrellas de la noche. Al fondo, los molinos del Quijote se recortaban con el paisaje, majestuosos, enarbolando sus aspas de madera y lona, coronados con su cónico tejado achatado, pálidos y eternos, mirando sin pestañear la llanura inacabable de La Mancha.
Tanto Gus como yo estábamos baldados del viaje, y nuestros huesos nos pedían un colchón blando donde reponer fuerzas. Eso sin hablar de nuestros estómagos, que ya tocaban hasta el himno a la alegría con tal de que les prestásemos atención.
El autobús nos dejó a ocho kilómetros de Molinosviejos, en el pueblo vecino. Caminamos por la carretera comarcal, un camino asfaltado hacía siglos y no más ancho que un camión. Era totalmente recta, y no veíamos más allá de cuatro kilómetros porque una ligera elevación se interponía entre nosotros y nuestro destino. Queríamos hacer autostop, aunque por allá no había absolutamente nada de tráfico. Aun así, vimos un par de coches, con un intervalo de una hora entre ambos, pero ninguno se paró. Al final, tras haber caminado seis de los ocho kilómetros de travesía, alguien se detuvo.
El coche que nos recogió, a las once y media de la noche, lo conducía un joven de nuestra edad. Conducía un seiscientos verde claro bastante hortera. Casi nos atropelló, aunque la culpa fue nuestra. Gus se salió del camino para regar las plantas y, cuando regresamos a la carretera, lo hicimos sin mirar. El coche venía deprisa y, apenas vimos las luces, tuvimos que tirarnos al campo. El seiscientos frenó, retrocedió y paró junto a nosotros. Al abrir la puerta, una oleada de rock 'n' roll a todo volumen se expandió por la llanura. El chico que conducía se acercó a nosotros visiblemente preocupado.
—Lo siento —dijo nervioso—. No os vi, os lo juro, no os vi. Aparecisteis de golpe, no os vi. ¿Estáis bien?
Era bajito, rubio y con pelo largo. Sus pantalones veriles de campana hoy serían una pieza de coleccionista. Y llevaba gafas de sol a lo John Lennon.
—Tranquilo, estamos bien. No te preocupes —contesté ayudando a mi hermano a levantarse del suelo.
—Me llamo Agustín —dijo mi hermano tendiéndole la mano, que cogió como temeroso de que en realidad lo que mi hermano quisiera fuera partirle la cara—, pero llámame Gus.
—Encantado —contestó esbozando una media sonrisa—. Me imagino que vais a Molinosviejos. Parecéis cansados. Lo menos que puedo hacer después del susto que os he dado es llevaros hasta el pueblo.
Accedimos complacidos. Nos venía de perlas descansar un poco y llegar antes de que la abuela alertase a la Guardia Civil.
El coche olía a hachís, y la tapicería era una imitación de piel de leopardo. Del espejo retrovisor colgaban varios llaveros con el símbolo de la paz, una hoja de marihuana, el antinuclear, y demás símbolos hippies.
Gus se metió en el asiento de atrás, con las mochilas, y yo fui delante con él. El chico llevaba el salpicadero plagado de pegatinas de los Beatles y de insignias pacifistas, ecologistas y antirracistas.
—Me llamo Max, en honor a Marx, Carlos Marx. Un gran tipo. —Me dio la mano, le temblaba mucho, se veía que su temperamento normal también era nervioso—. ¿Un cigarro? —Me ofreció abriendo la guantera, repleta de delgaditos cilindros blancos excepcionalmente bien liados—. Bueno —sonrió y me miró por encima de las gafas—, es maría. Un amigo tiene algunas plantas en su jardín y hace poco recogimos la cosecha —rio alegremente mientras pisaba el acelerador.
Nos dio conversación todo el camino. Por fortuna fueron sólo unos minutos. En realidad se llamaba Juan, pero como le apasionaba la ideología marxista-leninista, se hacía llamar así. No me pareció demasiado discreto con su vida y sus ideales. Pero no le preocupaba, pues auguraba la caída del régimen en cinco años a lo sumo. Y la instauración del comunismo y del amor libre como máximas del nuevo estado. «Ojalá sea verdad lo del amor libre», pensé no sé por qué mirando la noche manchega, viendo mi rostro delgado reflejado en la ventanilla de aquel peacemovil que auguraba tiempos más libres y que nos llevaba hacia el lugar donde se produjo la máxima expresión de los sentimientos más ocultos que podíamos tener.
—La vieja Palmira es buena gente —dijo Max—. Se enrolla mucho con la juventú. No es vieja de espíritu, es como una chavala con experiencia. Me gusta.
—¿Hay mucha gente joven en el pueblo? —le preguntó Gus mirando por la ventana cuando llegamos al pueblo, viendo las calles desiertas.
—Sí. Ahora en verano, muchísima. Cada vez más gente se está yendo a las ciudades, a Madrid sobre todo. Somos pocos los que vivimos aquí todo el año. Somos buena gente, nos gusta ser amables con los turistas. —Max miró a mi hermano por el espejo retrovisor—. No te preocupes, compañero. La gente sale más tarde, la noche es muy joven todavía.
Las calles de Molinosviejos eran estrechas, pero el seiscientos se movía con comodidad por la aldea. Era un pueblo pequeño, protegido por lomas y colinas que lo rodeaban; rural, agrícola, inmerso en el campo, y rodeado de molinos.
De pequeños solíamos jugar a Don Quijote y a Dulcinea. Mi hermano era el desquiciado hidalgo de la triste figura, y yo la dama enamorada. Las antiquísimas casas de piedra invitaban a sentirte en otras épocas. Las ancianas enlutadas tomando la fresca a la puerta de sus casas constituían una estampa eterna del lugar, una imagen de otro tiempo que quedó impregnada en las calles de esa localidad, en costumbres ancestrales y aspas en movimiento. Gruesas columnas de piedra y vigas de madera en los soportales. Arcadas de piedra en la plaza de España y doble columnata en el Ayuntamiento.
Y una oscura y menuda iglesia de aires románicos un poco apartada del centro. La plaza, redonda, nos vio pasar como una estrella fugaz. La fuente que había en el centro de la plaza estaba apagada aquella noche, pero recordaba perfectamente que brotaban de ella una docena de chorros de agua fresca y transparente.
—Ahí, a la izquierda, está la zona de los jóvenes. Sea la hora que sea, siempre estamos ahí. Tenéis que venir —nos invitó Max.
—Será otra noche, amigo —le dijo mi hermano dándole palmaditas en la espalda—. Hoy nos toca una buena ducha y una cama.
—Sí, y un toro para cenar —añadí yo.
A pesar de que sólo habían pasado tres años desde nuestra última visita a Molinosviejos, la vida, las costumbres y la juventud había cambiado mucho desde los acontecimientos de 1968.
Otra curva y llegamos a casa de mi abuela. Las luces de la casa estaban encendidas. Max tocó la bocina antes de que nos diera tiempo a decir nada. Una figura se asomó a la ventana del piso superior al tiempo que bajábamos del coche. Era la abuela Palmira.
—¡Niños! —exclamó desapareciendo al instante.
Le estreché la mano a Max, después lo hizo Gus. Nos invitó a salir aquella noche, pero insistimos en que sería otro día.
—Paz y amor, camaradas —nos dijo antes de desaparecer a toda velocidad envuelto en el sonido de mil guitarras.
La abuela y Elena aparecieron por la puerta y corrieron hacia nosotros, abrazándonos con ternura.
—¡Oh! Mis queridos niños. ¿Dónde estabais? Estábamos muy preocupadas.
—Abuela, este pueblo está en el quinto infierno —protestó Gus—. Ya no me acordaba de lo lejos que quedaba.
—Claro, hijo. La última vez vinisteis en coche con vuestro padre, pero desde que él no puede venir al pueblo…
Contándoles las anécdotas del viaje entramos en casa. Era humilde pero elegante. Y muy acogedora. La abuela Palmira era una extraña mezcla entre tradición y evolución; entre cristiandad y liberalismo humanístico; de rectas costumbres, pero con valor para poner el grito en el cielo si era necesario. Pero, sobre todo, con un sentido de la justicia y del bien y del mal como pocos habrá habido en la Tierra.
Su casa estaba decorada acorde con ella. Ordenada, limpia pero con un toque liberal: siempre tenía el tocadiscos en marcha. Creyente como la copa de un pino, crucifijo y virgen María presidiendo el salón, un retrato del abuelo Francisco, y una vela encendida, día y noche, iluminando su hogar. Un pequeño recibidor color salmón daba a las escaleras. A la derecha, una puerta de doble hoja daba al salón. Y la cocina y un baño, a la izquierda. Arriba, tres habitaciones y un cuarto de baño grande. También, en el habitáculo que estaba bajo el tejado, tenía un pequeño desván al que no subía desde hacía miles de años.
—Vuestra madre está al teléfono; rápido, poneos y tranquilizadla.
Gus me obligó a hablar en primer lugar. Estaba histérica, furiosa y muerta de angustia. Tuve que contarle todo el viaje con pelos y señales; aunque me callé la descripción de Max y de su coche. Mi madre era, con mucho, más vieja que mi abuela. Era en suma, digna representante del régimen político. Por fin se calmó y logré convencerla de que no nos llamase todos los días: aunque le prometí llamarla cada dos o tres días, al final la cosa se fue distanciando, y apenas si la llamamos media docena de veces durante el resto de las vacaciones en Molinosviejos.
Mientras nos duchábamos, Gus abajo y yo arriba, Elena y la abuela prepararon la cena. Elena tenía diecisiete años, aunque era mucho más sensata que nosotros, más madura y responsable que la mayoría de las chicas de su edad. Pasaba mucho tiempo con la abuela, y su sabiduría y buena influencia le ayudaron mucho después.
Entre una cosa y otra, aquel primer día nos dieron las tres de la mañana. La abuela insistió en que le contásemos el viaje y las diabluras que habíamos hecho, que seguro que no habían sido pocas. Casi se nos queda en el sitio de la risa cuando le contamos lo de los periquitos. Me gustaba verla sonreír. Mientras Gus contaba las hazañas con interpretación incluida, yo la observaba. Era su admirador número uno y me hubiera gustado pasar más tiempo con ella.
Mi viaje en tren, veinticinco años después, lo hice para verla a ella, entre otras cosas. Perdí tanto tiempo, el miedo me hizo perder tanto tiempo. Yo mismo nos condené a perder todos esos años, ¿por obedecer a quién? ¿A la sociedad, a las buenas costumbres, a la moral, a mí mismo? No lo sé. Viajaba en busca de una respuesta a todo eso.
Nos acomodamos en la única habitación vacía de la casa. Había dos camas, y todo estaba limpio y preparado pura acogernos. Dejamos las bolsas en un rincón, estábamos demasiado cansados para poner las cosas en orden. Casi sin hablar, instintivamente, apagamos la luz, nos metimos en la cama y dormimos.