Epílogo

Juan llegó tarde a clase, otra vez. Aquel martes, la culpa no fue suya, sino de su madre. Lo entretuvo en demasía, que si ordena tu habitación, que si tantos libros por todas partes… El chico no llegó a tiempo. Por suerte, a primera hora tenía clase de Literatura Española, y la profesora era bastante enrollada.

Juan se sentó junto a su colega de travesuras, aunque ya, con casi dieciocho años, aquellas travesuras con las que crecieron, habían pasado a la historia.

Abrió el libro con rapidez. La Literatura, por fortuna, era una de las pocas asignaturas donde aún se usaban libros de papel, y no esas cosas electrónicas que se habían impuesto progresivamente desde principios de siglo y que Juan aborrecía, enamorado del tacto de un libro, de la caricia del papel en los dedos, de poder subrayar con un lápiz aquellas frases que le hacían soñar, o reflexionar, o imaginar…

Pasó las hojas atrás y adelante hasta que encontró la lección. Era el tema número 23 —estaban acabando el curso—, Poesía del Siglo XX; punto 4: 1950-1975.

Para muchos de los alumnos, nacidos en los albores del tercer milenio, la poesía era un rollo. Algo que emocionaba a sus madres y abuelas, ancladas en el viejo siglo, pero para Juan, era uno de los pilares de su vida.

—¡Venga, chicos! Prometo no agobiaros y dejaros salir antes si me permitís explicar cuarenta minutos. No pido mucho, sólo cuarenta minutos. Ya sé que hace calor, pero yo no tengo la culpa del calentamiento del planeta, ni de que no nos pongan aire acondicionado en clase. Así que un poco de atención. —La profesora se levantó y caminó entre los pupitres con su libro en alto—. Hoy os voy a hablar de uno de los poetas más importantes del último tercio del siglo pasado. Es uno de los últimos poetas conocidos, o mejor dicho, descubiertos. Se llamaba Alejandro Torres. Y vivió de 1948 a 1970.

»La historia de Alejandro Torres podría ser como la de cualquier otro poeta enamorado que vivió y murió por amor; sin embargo, hay dos detalles que separan visiblemente a Torres de cualquier otro poeta propiamente romántico: ¡Primero! —alzó la voz ya que los chicos empezaban a impacientarse—, el misterio de su muerte. Murió ahorcado porque su amor lo abandonó, o al menos eso dejó él escrito. Pero ¿quién era su amor? ¿Quién era Dulce M.? —Hubo algunas risas, aisladas, la profesora sabía captar la atención—. Y, segundo, ¿por qué lo abandonó Dulce M.? Se dice que una amiga de Alejandro tiene en su poder una carta manuscrita de M. una carta para Alejandro, en la que explica los motivos del abandono, pero nadie sabe seguro si eso es cierto…

—¡Venga! ¡Queremos ir al aula de navegación! —dijo uno de los más gamberros de la clase.

La profesora retrocedió hasta la pizarra electrónica y apoyándose en ella, haciendo caso omiso de aquel chico, continuó la lección:

—Os voy a explicar cómo se descubrió a Alejandro Torres. Cuando murió, dejó en herencia el molino donde vivía a una amiga suya. —Hubo algunas risas, eso del molino les sonaba a la Edad Media—. La chica en cuestión mantuvo el molino cerrado a cal y canto y abandonado hasta que por fin se lo expropiaron en 2005, con motivo de la conmemoración del IV centenario de la publicación del Quijote. Antes de entregar la llave, aquella chica, convertida en esposa de un importante político, recogió algunas cosas del interior del molino de viento, y entre los trastos viejos de Alejandro, esta mujer descubrió unos cuadernos manuscritos que se conservaban milagrosamente en el interior de una caja de metal, protegidos de la lluvia y del paso del tiempo. Aquellos cuadernos eran los cuadernos de poesía de Alejandro Torres y se titulaban: Primavera, Verano, Otoño e Invierno. Este último ha sido calificado como su mejor poesía y como una de las mejores del siglo XX.

»Y es que es en el cuaderno Invierno donde aparece el personaje que marcó irremediablemente el curso de su vida: Dulce M., el amor de su vida. —Los comentarios de los estudiantes pasaron más allá de los susurros—. Venga, venga. Aunque os suene un poco cursi él la llamó así.

—O lo llamó, ¿no? —intervino Clara, una chiquita muy despierta de la tercera fila.

—Bueno, sí, eso dicen algunos. Pero ¿sabéis? —Se sentó sobre su mesa—. La poesía de Alejandro Torres habla del amor en sí mismo, de tal forma que, a veces, puedes llegar a sentirlo en tus propias carnes, independientemente de tu sexo y de tu orientación sexual. Yo también, y no os riais, me he encontrado llorando más de una vez al leer su obra.

Hubo algunas risas, aquí y allá. Juan la escuchaba atentamente; él había leído ya la obra de Alejandro y la había sentido también, tan intensamente, que le pareció que aquellos sentimientos podrían ser los propios. La había leído y releído, hasta aprenderla de memoria.

—Dulce M., hombre o mujer, quien quiera que sea y donde quiera que esté —continuó la profesora—, tiene en su poder el poema más buscado de la primera década del siglo XXI; la poesía número 57 de Invierno. El poeta numeraba sus poesías y lo que al principio pareció un error de numeración del propio Alejandro se convirtió en una pérdida terrible para la Literatura. Nadie hubiera sabido nunca que faltaba un poema en sus cuadernos si el propio Alejandro no nos lo hubiera desvelado en su último poema, el último que escribió antes de dar el salto que lo arrancó de este mundo. La poesía a la que me refiero es la número 78 del cuaderno Invierno, y dice así. —Se puso las gafas sobre la punta de la nariz, abrió el tomo de Poesías Completas de Alejandro Torres, y comenzó a leer:

… porque como te dije en los versos,

en palabras de Amor

que para ti escribí,

tras una noche de pasión,

mi vida sin ti

no tiene Norte, ni Sur,

ni Luna, ni Sol,

y la vida contigo,

solamente Corazón.

Por eso lo paro,

para que su sentir

no vuele a ciegas,

sin rumbo;

sin sentido de existir.

Y así, algún día,

Y Juan musitó a la vez que su profesora, con los ojos cerrados, conteniendo la emoción…

tú, Dulce M.,

aliento del vivir,

sólo con tu mirada,

sólo con un abrazo,

de nuevo me harás

sonreír