CERVINO

El Cervino es la montaña mejor despojada de su ganga. Aquella cuya arquitectura y cuyo brío son de un rigor geométrico. Es la cima ideal, más que ninguna otra: la que imaginan los niños que nunca han visto ninguna cumbre. Así la creía yo, que nací a orillas del mar, cuando oía pronunciar la palabra montaña: rodeada de glaciares, una pirámide que apunta hacia el cielo. Pero aquí la pirámide es mucho más hermosa porque está sola. A su alrededor no hay más que desierto de piedra, ceniza de montaña, cumbres dormidas, inclinadas y dobladas.

Mientras que, desde la primera ascensión del Mont Blanc, en 1786, casi todas las cimas habían sido escaladas, la cumbre del Cervino permanecía inaccesible. ¡Qué gran época! Numerosos alpinistas miraban la cumbre con pasión y codicia. Algunos realizaban tentativas. Todos abandonaban. Únicamente dos hombres veían en sus fracasos un éxito retrasado: Edward Whymper, el inglés apasionado, de tenacidad feroz, y Jean-Antoine Carrel, el valdostano, enamorado de la montaña que le había visto nacer. Tan pronto unían sus esfuerzos como probaban cada uno por su lado. A veces reanudaban su alianza, pero, en el fondo, deseaban demasiado la victoria como para compartirla, y rondaban alrededor de la hermosa montaña.

El desenlace tuvo lugar el 14 de julio de 1865. El vencedor fue Whymper, quien alcanzó la cumbre por la arista suiza. Pero esta gran victoria fue seguida, como se sabe, de una terrible catástrofe: en el transcurso del descenso, cuatro de los siete alpinistas de la cordada de Whymper cayeron por la cara norte y se mataron. Dos días después, Carrel alcanzaba la cumbre por la arista italiana.

La conquista, que tan bien empezó, prosiguió luego por las otras dos aristas y por las cuatro caras. La cara norte es la más hermosa. Se halla entre la arista Hörnli y la Zmutt. Vista desde el Zinalrothorn, tiene la sencillez de un triángulo perfecto; de perfil aparece como un gigantesco pasamanos de piedra. Su altura es de mil cien metros. Al mirarla parece difícil, pero es sobre todo peligrosa. La roca es mala; el hielo, vítreo; no hay reuniones ni la menor protección en caso de tormenta, pero lo que destaca son las continuas caídas de piedras, contra las que las mejores técnicas no pueden hacer nada. Únicamente se abstienen de surcar la pared algunos días del año. Habría que estar allí en ese momento, pero ¿cómo saber cuándo es? El Cervino es desconcertante.

Entre las grandes caras norte de los Alpes, la del Cervino es la primera que se intenta seriamente y será la primera en escalarse. La base es empinada; el tercio medio se acerca a la vertical, y aunque la parte alta se debilita un poco, sigue siendo expuesta. La clave de la ascensión parece ser el corredor que arruga el tercio medio, pero precisamente es el que canaliza los desprendimientos.

En agosto de 1923, dos austriacos, Horeschowsky y Piekelko, escalan la empinadísima pendiente de hielo de la parte baja de la pared, pasan por las rocas de la izquierda del corredor y desembocan a cuatro mil metros, en la arista del Hörnli, al lado del refugio Solvay.

En septiembre de 1928, dos guías de Täsch, Víctor Imboden y Raspar Mooser, se elevan hasta quinientos metros por encima de la rimaya, a la derecha del corredor. Alcanzados por la noche, vivaquean y vuelven a bajar con dificultad.

Se llevan a cabo varias otras tentativas hasta que, a primeros de agosto de 1931, la increíble noticia circula de golpe por el valle de Zermatt: la cara norte del Cervino acaba de ser escalada por dos jovencitos de Munich: Franz y Toni Schmid.

El 31 de julio, antes del amanecer, han atravesado la rimaya y atacado la pendiente de hielo; luego, aprovechando un día privilegiado, en el que las piedras no caían, han escalado el corredor y vivaqueado a 4150 metros. Al día siguiente, 1 de agosto, han alcanzado la cumbre hacia las dos de la tarde, en plena tempestad, después de permanecer treinta y tres horas en la pared. Desde esta memorable aventura, la cara norte del Cervino sólo ha sido escalada tres o cuatro veces, y nunca por franceses. Pero estos argumentos son secundarios; sencillamente, el Cervino ejerce su atracción.

Raymond Simond reside en uno de los más hermosos lugares del alto valle del Arve: en lo más alto de la llanura de Tines, junto al bosque. No es guía, sino hostelero. Le gusta el alpinismo, y aunque tiene un trabajo absorbente y de temporada, no es extraño encontrarle en una cumbre. Pero la principal razón por la que me gusta ir con él, es porque siente un gran amor hacia todas las cosas de la montaña. Escala, desde luego, pero también va en busca de «cristales». Ha hecho la Verte por el Nant Blanc, pero sube también al Lac Blanc y a las Aiguilles Rouges. Le gusta el olor de la madera durante la tala, en otoño, conoce las setas y las flores, y le encanta su bosque. El año pasado, en uno de esos días otoñales que son como un último regalo del cielo, hicimos la arista sur de la Aiguille Noire de Peuterey; ahora, en estos primeros días de verano, soñamos con la cara norte del Cervino. Como a mí, a Raymond le gustan las cumbres lejanas; tal vez no tenerlas constantemente ante los ojos les confiere un atractivo más. El 26 de junio de 1949 salimos de Chamonix hacia Zermatt. Por el camino, recuerdo la postal que recibí, un día, de Max Chamson: «Regreso de este maravilloso montón de piedras». En el reverso había una fotografía del Cervino. Hoy me parece comprender mejor la contradicción aparente que encierran estas palabras: «maravilloso montón de piedras». Sin duda, el alpinista va a la montaña para escalar, y muchas veces sus esfuerzos son recompensados por una escalada hermosísima. Pero a fuerza de escalar por escalar, ¿no se corre el peligro de olvidar cuál es la cumbre que se está subiendo? Para Raymond y para mí, el Cervino ha renovado ese selecto placer que proviene de la atracción directa, sin razonar, de una montaña, y convierte toda la ascensión en un peregrinaje. Su escalada no siempre es interesante, su roca es mala. Unos cables prostituyen sus aristas; su ascensión es larga y en algunos sitios fastidiosa, pero felizmente todo eso es secundario.

Es la primera vez que voy a Zermatt y al Valais. Raymond ha estado ya, y ha hecho Furggen. Yo no he visto nunca el Cervino más que en fotografía; apenas lo he vislumbrado desde el Mont Blanc o desde el Oberland. Y ahora, mientras el pequeño tren nos traquetea entre una muchedumbre anónima, llego a ese momento de la peregrinación en que «se va a ver». Siempre se teme una decepción: ¿Y si no fuera verdad? ¿Y si no fuera lo que uno se imaginaba? La exactitud no vale siempre lo mismo que la verdad.

¿La verdad? Es una cumbre ideal.

Después de 1865 tuvo lugar la embriagadora conquista de toda la montaña: Tyndall, Penhall, Mummery, Guiclo Rey, los dos hermanos Schmid, que habían salido en bicicleta…

Es imposible quedar defraudado. A medida que uno se acerca, se penetra en el hechizo. Los zigzags que llevan al Lac Noir son largos y fastidiosos. Pero, poco a poco, pesa la gran historia. ¿Participamos en una epopeya?

Whymper vuelve de nuevo. Whymper, Carrel y los otros… Somos sus herederos.

El montón de piedras vive tanto por los hombres que lo han amado como por su fría belleza.

Ahora comprendo mejor la razón que nos empuja hacia las grandes vías y las últimas «primeras»: no queremos conformarnos con poner los pies en las huellas marcadas por nuestros predecesores, sino ser dignos de la herencia.

A la una de la madrugada pasamos en silencio junto a la base de los seracs que protegen la cara norte. Luego, cuando encontramos un punto débil, nos deslizamos entre los bloques de hielo. Hace mucho frío. Al amanecer atravesamos la tradicional rimaya. Por encima, nos elevamos rápidamente cramponeando la gran pendiente. Abajo, la nieve estaba dura, como deseábamos, pero más arriba se hace destestable: nieve polvo sobre la capa de hielo. Hemos venido a principio de temporada para tener pocas caídas de piedras y estar solos. Pero encontramos la montaña en muy malas condiciones: en esta cara norte, tan fría, la nieve no se ha transformado aún.

En la parte alta de la pendiente helada, atravesamos hacia la derecha, en dirección al corredor, que es el paso clave del tercio medio de la cara norte. Pero, cuando lo alcanzamos, nos parece demasiado peligroso; lo atravesamos a toda prisa e intentamos subir la pared que lo separa de la arista Zmutt. Una pared muy empinada, más difícil que el couloir, pero también menos peligrosa. Poco después, como por casualidad, una caída de piedras, que vemos mal pero oímos bien, rebota en el fondo del corredor, del que se desprende un polvo de piedra y nieve.

La muralla no es tan vertical como una pared calcárea, pero la escalada es también expuesta: nunca se encuentra un rellano. ¡Oh, la eterna promesa de una pequeña plataforma, que retrocede a medida que uno se aproxima! En esta vasta cara norte no existe ningún paso definido, todo parece igual. No se trata de una escalada geométrica, como en el macizo del Mont Blanc. Hay que emplear toda clase de recursos. Aparte de algunas líneas destacadas (completamente a la derecha, la arista Zmutt; a la izquierda, el corredor; encima, el Hombro), no hay nada claramente marcado. No se puede decir: Acabamos de escalar la «fisura de quinto grado» o el «diedro de setenta y cinco metros».

No existe ninguna «fisura de quinto grado» que buscar o que escalar; no hay ningún «diedro de setenta y cinco metros», ninguna placa característica ni chimenea de segundo o sexto grado. No, simplemente, erramos como podemos, según el terreno, por esta inmensa e inclinadísima pendiente. No conocemos la felicidad de vencer una gran dificultad que marca una etapa en una ascensión, como, por ejemplo, la Torre Gris, en las Grandes Jorasses, o la barrera de techos en el Piz Badile. Realizamos un trabajo oscuro y paciente, pero somos presa de un extraño hechizo, un poco loco, por el vértigo de encontrarnos ahogados en una masa de piedras heladas. El juego consiste en entrar libremente en la cárcel que es la pared norte del Cervino, y luego en lograr escaparse de ella. Y el interés está en encontrar el camino más seguro. No hay puntos de seguro en estas placas verticales y a punto de derrumbarse, sujetas por el hielo, brillantes de verglás y ligadas entre sí por chapas de hielo negruzco bajo la hermosa apariencia de nieve polvo. No colocamos clavos: entran mal y no sirven para nada. Sólo he puesto dos en una travesía; Raymond los ha sacado con la mano.

El Cervino se desmigaja de vez en cuando: los desprendimientos de piedras pasan silbando. Visto desde lejos, el Cervino parece irrompible, con su sobriedad de pirámide. Da la impresión de que los vientos, más que desgastarlo o hacerlo oscilar, lo agudizan. Pero, escalándolo, no se comprende que este montón de piedras soldadas por el hielo tenga tanta energía. No hay nada firme. Lajas inmensas, superpuestas como vertiginosas pilas de platos. Todo parece suspendido. Incluso la vida parece aplazada. Y sin embargo, ¡qué sacrilegio imaginarse un Cervino tronchado, desgastado, redondeado, como las montañas de alrededor! No, escalando esta cumbre encantada, este fragmento de tierra que se yergue hacia el cielo, es fácil creer que estas piedras poseen un vigor mágico: nunca envejecen, y siempre siguen siendo la tentación de nuestro planeta vivo hacia el imantado azul.

Subimos con crampones y los conservaremos puestos durante toda la ascensión porque la pared está cubierta de nieve. La lucha nunca resulta extrema, pero sí constante. No podemos permitirnos ni un cuarto de hora de descanso, ni cinco minutos, ni un instante; continuamente placas con fisuras que amenazan con desplomarse, rotas, destrozadas, pegadas por el hielo, recubiertas por verglás. Continuamente chapas vidriosas, canales y cascadas de hielo negro oculto bajo la inmaculada nieve, continuamente montones de lajas de roca colocadas en equilibrio una sobre otra. ¡Oh! ¡Qué pesadez tan maravillosa! No hay que tirar nunca de una presa para evitar que venga hacia ti, como un cajón que se abre y compromete el equilibrio de toda la casa. Desde hace bastante tiempo, a Raymond se le ha roto una punta delantera de su crampón izquierdo, lo que no le impide continuar como si no hubiese pasado nada. Es un compañero ideal, siempre contento, siempre relajado en este terreno de «alta montaña».

La aproximación a la cumbre es agradable; sentimos las dos aristas, Zmutt y Hörnli, estrechándose a nuestro alrededor. A las nueve de la noche desembocamos en la arista cimera; el atardecer es hermoso, es un hermoso final para la jornada. Solos, a esta altitud, aprovechamos los últimos rayos. Abajo, los hombres ya están sumidos en la oscuridad, y un rastro de luz anuncia la calle mayor de Zermatt. La gran pendiente huye bajo nuestros pies. ¿La pared norte? ¡Qué desagradable escalada, qué espléndida ascensión!

Ahora estamos sobre la montaña más bella. Nos miramos. Frágiles, en la cumbre de la pirámide que apunta hacia el cielo, contemplamos cómo se duerme la tierra. Luego, como ella, nos sumergimos en la noche.